A mí no me pasa nada - Alfons Icart i Pujol - E-Book

A mí no me pasa nada E-Book

Alfons Icart i Pujol

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Beschreibung

Los profesionales de la Salud Mental nos encontramos con serias dificultades para tratar a algunos adolescentes borderline graves, que dicen que no les pasa nada. Mediante el estudio de cómo estructuraron su identidad durante la infancia, pudimos observar que su proceso evolutivo mental tuvo serias dificultades a la hora de desarrollarse, ya que quedó bloqueado en etapas infantiles. Y cuando llegan a la adolescencia siguen teniendo una mentalidad infantil. No tienen consciencia de sus actos ni de las consecuencias. Funcionan como niños y no aceptan ser ayudados. También hemos comprobado que estos adolescentes habían crecido en organizaciones familiares de características narcisistas o desestructuradas, que no supieron ayudar a crecer a sus hijos bajo las funciones parentales. Hubo un funcionamiento deficiente de estas funciones parentales. Proponemos un nuevo modelo de tratamiento inspirado en las funciones parentales para resolver el bloqueo mental que sufre el adolescente y así poder iniciar con él una psicoterapia individual focalizada en la transferencia, siempre que sea posible. Finalmente, exponemos un ejemplo de tratamiento.

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Alfons Icart i Pujol

Jordi Freixas i Dargallo

A MÍ NO ME PASA NADA

Prólogo de Otto Kernberg

Título original:

Sin suerte, pero guerrero hasta la muerte.

Educación, pobreza y exclusión en la vida de José Medina

Primera edición (papel): febrero de 2015

Primera edición (epub): junio de 2021

© Ignacio Calderón Almendros

© De esta edición:

Editorial Octaedro Andalucía (Ediciones Mágina, S.L.)

Pol. Ind. Virgen de las Nieves

Paseo del Lino, 6 – 18110 Las Gabias – Granada

Tel.: 958 553 324 – Fax: 958 553 307

[email protected][email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) sinecesitafotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (papel): 978-84-930286-0-2

ISBN (epub): 978-84-120366-3-3

Fotografía de la cubierta: Toni Molero

Diseño y producción: Servicios Gráficos Octaedro

SUMARIO

Prólogo [de Otto Kernberg, MD]

Introducción

PRIMERA PARTE

El desarrollo del proceso evolutivo mental infantil y sus influencias en la resolución de la adolescencia

SEGUNDA PARTE

Organizaciones familiares que bloquean el proceso de separación-individuación

TERCERA PARTE

El tratamiento

CUARTA PARTE

El caso de Clara

Conclusiones

Agradecimientos

Epílogo. Crónica de una terapia grupal [de Ignasi Riera]

Bibliografía

Índice

PRÓLOGO

La presente obra es una contribución fundamental para el tratamiento clínico de los trastornos graves de personalidad en la adolescencia. Nos presenta un tratamiento específico familiar para estos trastornos, una intervención sobre el medio familiar enfocada a facilitar el tratamiento psicoterapéutico del adolescente. Mediante esta intervención se intenta resolver el bloqueo de su desarrollo psicológico, detenido por la existencia de una estructura familiar patógena, y fomentar el proceso de separación e individuación del adolescente afectado. Esta intervención terapéutica sobre las funciones parentales es un tratamiento original, diferenciado de la psicoterapia de familia habitual centrada en el trabajo de transformación total de la estructura familiar. Desde el principio, va dirigida a reducir y controlar los elementos que bloquean el desarrollo del adolescente y que refuerzan su patología de personalidad limítrofe porque existe una patología parental que se entrelaza con la dinámica del paciente.

Esta intervención familiar comienza en paralelo con la psicoterapia individual del paciente con estructura limítrofe de la personalidad. Las sesiones de intervención familiar se efectúan una vez por semana, con la participación obligatoria de todo el grupo familiar inmediato a la vida cuotidiana del paciente; especialmente, por supuesto, padres y hermanos. El paciente debe participar en estas sesiones y su obligación de hacerlo es determinada y mantenida por la autoridad parental. De hecho, es la primera exigencia terapéutica de la afirmación de autoridad funcional necesaria del núcleo parental.

La técnica psicoterapéutica específica tanto de la intervención familiar como de la psicoterapia individual del paciente adolescente está basada en los conceptos de la psicoterapia centrada en la transferencia (TFP, en sus siglas en inglés), con el empleo de técnicas psicoanalíticas basadas en la teoría kleiniana y los conceptos de regresión grupal de la psicoterapia de grupo bioniana. El enfoque está constantemente dirigido a las influencias interaccionales que afectan al paciente adolescente. Pero incluyen en este proceso la confrontación de conflictos internos de los padres que se entrelazan con la acción de los conflictos internos del paciente adolescente.

Este libro está divido en varias secciones. Comienza con una descripción clara y profunda del desarrollo infantil y adolescente normal, con un enfoque de la psicología de la función de apego, de la individuación y las relaciones interpersonales, las estructuras diádicas y triangulares de la época pre-edípica y edípica. Sigue las vicisitudes del desarrollo hasta la pubertad, incluyendo consideraciones sobre identificaciones e identidad y sexualidad infantiles. Se describen los cambios con la iniciación de la adolescencia, las crisis de dependencia versus autonomía, rigidez y caos en la irrupción de la sexualidad, competencia social, idealizaciones y desvalorizaciones. Los autores siguen analizando la importancia que tienen los roles paternos en la facilitación y la posible interferencia con estos desarrollos y las exigencias correspondientes para conseguir una sana evolución. Esta parte del libro culmina en la descripción del estudio diagnóstico del núcleo familiar, el estudio de la madurez de los padres, sus relaciones mutuas y con el adolescente, su comprensión, dificultades y participación en los conflictos que lo afectan, llevando al diagnóstico del bloqueo específico que lleva a cada caso.

La segunda parte del libro describe minuciosamente diversos tipos de bloqueo dominantes en la patología familiar que afectan al paciente adolescente y cuyas resoluciones «liberan» el tratamiento individual y lo promueven positivamente. Esta es la parte más importante y original de la organización de la intervención terapéutica familiar. Los autores describen un sinnúmero de conflictos típicos entre padres e hijos con problemática adolescente y agrupan todas estas posibilidades de tipos específicos de interacciones patogénicas en seis grupos de problemática esenciales. Estos grupos incluyen la organización familiar de carencia, en la que el adolescente debiera recibir todas las gratificaciones que habrán sido frustradas en los padres; organizaciones familiares en las que el adolescente debiera realizar todas las ambiciones no satisfechas de los padres, cuyo desempeño se exige rígidamente; una organización familiar en que el adolescente debiera realizar la omnipotencia y grandiosidad insatisfecha de los padres; organizaciones familiares en las que cualquier independencia del adolescente es experimentada como un rechazo y desvalorización de los padres, especialmente la madre; organizaciones familiares en las que no se respeta ningún espacio personal del adolescente, tomando en cuenta su fuente de interés: solo existen un padre o una madre grandiosos en el espacio familiar; y, finalmente, organizaciones familiares totalmente caóticas, agresivas, infantilizantes y actuadoras.

La tercera parte del libro describe el tratamiento familiar, es decir, el tratamiento de las funciones parentales que bloquean el proceso de separación-individuación del adolescente, usando técnicas de psicoterapia centrada en la transferencia para analizar las relaciones diádicas más importantes implicadas en este bloqueo. Se enfocan y elaboran las relaciones de dominio, control, sumisión y dependencia. La familia aprende a tolerar el estado de angustia y momentos de no saber qué está pasando. El/la terapeuta apoya la transformación del funcionamiento enquistado en supuestos básicos de dependencia o de ataque y fuga en un verdadero funcionamiento de grupo de trabajo. En el desarrollo de esta transformación, se refuerza la autoridad funcional paterna, la independencia y responsabilidad del adolescente, y la tolerancia a la separación de la madre: la familia se libera del magma simbiótico. Al mismo tiempo, prosigue y continúa el tratamiento individual del paciente, mucho más allá de la intervención limitada en el tiempo, de la intervención familiar.

La última parte del libro describe un caso particular de esta intervención familiar original de los autores. Su análisis detallado, minucioso, la ilustración impresionante tanto de los mecanismos de bloqueos operantes como de las intervenciones terapéuticas correspondientes proporciona una nueva dimensión a esta obra. Esta descripción de un caso concreto de intervención sobre las funciones parentales motiva la empatía del lector y enriquece así la comprensión de la totalidad de este volumen. Este caso también ilumina aspectos de los otros muchos ejemplos clínicos que acompañan los diversos sectores de la obra, ligando así, muy eficazmente, teoría y práctica clínica.

OTTO KERNBERG, MD

INTRODUCCIÓN

En nuestra práctica clínica, con frecuencia nos encontramos con un cierto número de adolescentes con problemas psíquicos serios que se niegan a ser tratados. Consideran que a ellos*no les pasa nada. No tienen conciencia de conflicto, no aceptan ayuda y si se les obliga a tratarse, no quieren colaborar y abandonan el tratamiento al cabo de unas sesiones o a la primera dificultad que aparezca.

Por otra parte, la filosofía de la sanidad pública conlleva el imperativo ético según el cual toda persona –todo adolescente– que tiene problemas que le impiden integrarse de una forma saludable en la sociedad en la que le ha tocado vivir, tiene derecho a resolver esos problemas (Freixas, 1983).

En este sentido, nuestro criterio difiere del de Fisch y Schlanger (1999), quienes consideran que «si no hay queja (complaint), no hay problema tratable», por medio del modelo terapéutico que ellos proponen.

La psicopatología es muy variable y puede ser grave en la adolescencia (Manzano, 2004): desde trastornos graves del comportamiento, crisis psicóticas e inicio de la anorexia nerviosa a fobias escolares y sociales graves, manifestaciones psicosomáticas y, por supuesto, el trastorno límite de la personalidad (TLP) (Icart, 2012).

Esto nos exige a poner en marcha estrategias que permitan tratar a esos adolescentes con problemas serios que se niegan a ser tratados. En la mayoría de estos casos, el recurso necesario y a veces imprescindible es incorporar a la familia en el proceso terapéutico del adolescente (Icart y Freixas, 2013).

A pesar de haber tenido buenos resultados con niños y con la mayoría de adolescentes en nuestra práctica clínica, con frecuencia nos hemos encontrado con algunos a los que no hemos podido ayudar. Y comparando con otros colegas nuestra experiencia respecto este grupo de adolescentes, vimos que sus resultados eran bastante parecidos.

En este texto nos proponemos reflexionar sobre un determinado grupo de pre-adolescentes y adolescentes. Suelen ser diagnosticados de TLP y presentar, además de problemas de identidad y desorganización yoica, otras sintomatologías muy diversas y complejas, como: trastornos graves de personalidad y de comportamiento, problemas familiares, abandono de los estudios, inicio de fobias sociales graves, inicio de la anorexia nerviosa y, en la mayoría de ellos, intentos de autolisis.

Presentan un cuadro sintomático grave pero no tienen ninguna consciencia de conflicto. Dicen que ya cambiarán cuando quieran y no aceptan ningún tipo de ayuda.

En esto, coincidía incluso Meltzer en 1973, cuando afirmaba que «en nuestro rol como terapeutas, debemos considerar que [un adolescente] que no sufre lo bastante como para ser capaz de pedir ayuda él mismo, probablemente no necesita de nuestra ayuda» (Meltzer, 1978).

Tras constatar este fracaso, que se daba en un grupo definido de adolescentes que consultaba en los servicios de Salud Mental Infanto-Juvenil, empezamos a estudiar qué ocurría con ellos y por qué motivos no querían ser ayudados.

No bastaba con que sus padres, maestros y pediatras considerasen que necesitaban ser tratados. Por más que se les obligase, no querían colaborar y abandonaban el tratamiento al cabo de unas sesiones, o a la primera dificultad que apareciese.

Sin embargo, comprobamos que, en determinados casos, muchachos de estas características eran susceptibles de mejorar sometidos a terapia de grupo, siempre y cuando los padres participasen simultáneamente en grupos de padres.

No obstante, aun así, el número de éxitos terapéuticos era reducido. A menudo, estos adolescentes generaban problemas en el funcionamiento del grupo terapéutico debido a sus extravagancias, a sus manifestaciones agresivas o de comportamiento. Por lo cual, debían ser apartados del grupo con frecuencia.

En vista de todo esto, nos dedicamos a explorar el funcionamiento de estos adolescentes.

En primer lugar, tratamos de entender por qué afirmaban que «no les pasaba nada». Por una parte, era evidente que tenían serias dificultades en la escuela; y con sus amigos, si los tenían, o a quienes llamaban «amigos»; y en la convivencia con su familia.

Si en tal situación afirmaban que «no les pasaba nada», parecía evidente esto significaba que no querían darse cuenta de esas dificultades o de verdad no tenían conciencia de sus problemáticas.

En segundo lugar, en el contacto con ellos, observábamos que su funcionamiento psíquico era muy infantil, así como la negación de sus dificultades, tan evidentes para todo el mundo salvo para ellos.

Investigando en la historia evolutiva, nos habíamos dado cuenta de que no habían evolucionado como los muchachos y muchachas sanos de su misma edad cronológica.

Los padres corroboraban que tenían un funcionamiento psíquico infantil. Se había producido una detención en su proceso evolutivo, lo que indicaba que este se hallaba bloqueado. No habían podido diferenciarse de sus padres y desarrollar una identidad personal en la medida en la que han podido hacerlo los muchachos y muchachas de su misma edad. Y, en cambio, exhibían una omnipotencia propia de la infancia en cuanto a la consciencia de peligro y de sus propias limitaciones.

Esto nos daba una pista de la dirección en la cual podíamos seguir estudiando su situación. Y, en efecto, al explorar la relación entre padres e hijos e incluso entre la pareja de padres, detectamos que estas familias estaban organizadas en base al narcisismo. Los valores familiares y las convicciones morales estaban muy teñidas de narcisismo. Y a menudo existía una exigencia por parte de toda la familia de que se convirtiesen en hijos ideales. Lo cual habían conseguido solo parcialmente, en el sentido de que los hijos se sentían perfectos: no les pasaba nada. A pesar de la evidencia de sus graves problemas.

Al proseguir en la exploración de estos casos, entendimos que los adolescentes que presentaban esta constelación de síntomas en la que se asociaban problemas de comportamiento, dificultades escolares y dificultades en el trato de los pacientes con el resto de su familia con una nula consciencia de conflicto eran adolescentes bloqueados en su desarrollo en el marco de una organización familiar con características narcisistas, las cuales nos dedicamos a explorar. Muchos habían tenido una infancia sumisa y dependiente mientras que los padres decían que eran «niños ejemplares». Se trataba de padres narcisistas que conducían a sus hijos hacia lo que consideraban que era valioso (fuera lo que fuese lo que considerasen valioso).

En cambio, otros adolescentes pertenecientes a este grupo habían tenido desde muy pequeños problemas en su relación con la escuela, con los compañeros y con sus propios padres. Al llegar a la adolescencia, estos pequeños problemas se habían agravado y multiplicado.

Se imponía, pues, la tarea de buscar un instrumento terapéutico adecuado a estas situaciones. Probablemente, el hecho de habernos introducido en la psicoterapia centrada en la transferencia, TFP (siglas en inglés, en adelante TFP), nos estimuló a explorar a estos adolescentes. Habíamos observado que la TFP daba excelentes resultados en muchos adolescentes y, en cambio, ningún resultado en otros, la mayoría de los cuales identificamos como pertenecientes al grupo del que estamos hablando.

No se trataba de adolescentes cuyas capacidades cognitivas estuviesen dañadas. Su nivel intelectual se encontraba, como mínimo, en la media. En las familias no se detectaban estructuras psicopatológicas definidas. Aparentemente habrían sido buenos candidatos a una TFP, pero no era posible alcanzar una alianza terapéutica suficiente. Aunque tuviésemos entrevistas con los padres, el tratamiento de los hijos no avanzaba y acababan abandonándolo a la primera dificultad.

Para nuestra cultura, la adolescencia tiene, por sí misma, unas características específicas. La adolescencia es un momento de crisis. El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define crisis como aquel «cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación» (RAE, 2019) en la que la persona debe emprender la difícil tarea de dejar atrás los vínculos de dependencia infantil con los padres (Meltzer y Harris, 1989) y acceder al mundo juvenil. Ello implica pasar de una situación en la que el/la hijo/a tiene una actitud sobre todo pasiva con sus padres a otra en la que debe adoptar una actitud fundamentalmente activa en la relación con los iguales. Si bien con los padres la relación era casi invariable, con los otros adolescentes deberá ir cambiando de un individuo a otro y de un momento y situación a otros. Por momentos, tendrá una relación de amigos; en otros, tendrá que asumir una actitud de protección parecida a la que antes adoptaban los padres con respecto a él; y en otros será él el que necesite que le protejan, como antes lo hicieron sus padres. En este caso, la relación tendrá el mismo cariz, pero la persona no será ya la misma: no serán los padres, será otro u otros adolescentes. Ello requiere, por parte del adolescente, mucha flexibilidad. Se enfrentará a una pluralidad de relaciones de tinte muy variado y deberá tener la capacidad de cambiar y adaptarse a los varios y variados roles que se requieren de él.

Para ello, es necesario tolerar la incertidumbre y el no-saber, así como las sucesivas frustraciones a las que se verá expuesto. Esto requiere de un yo suficientemente cohesionado y fuerte, que habrá tenido que desarrollarse antes de la adolescencia. Y también de una identidad lo bastante firme y coherente. El adolescente tendrá que funcionar a veces como amigo, otras como padre, otras como madre y otras como hijo necesitado, conservando una misma y única identidad (es decir, sin dejar de ser la misma persona). Para esto, deberá hacer acopio de todos sus recursos, aquellos que habrá desarrollado para hacer frente a las distintas vicisitudes relacionales que ha vivido durante la infancia.

A todo esto, se añade la aparición de la pubertad, y con ello modificaciones del cuerpo del adolescente (identidad corporal) y de sus pulsiones. Su cuerpo es capaz de tener un funcionamiento sexual adulto, pero cómo y con quién es algo que no está claro de entrada. Con lo cual, la sexualidad que es aparentemente una potencialidad relacional aparece más bien como una dificultad, puesto que tiñe todas las relaciones.

Y en cuanto a los valores, el mundo adolescente es una preparación para el ingreso en el mundo adulto, pero sin serlo. Lo que es «normal» para un adulto a menudo no lo es para un adolescente y viceversa.

Nos ha parecido que la mejor manera de organizar la exposición en la que consiste este libro era agrupándola en cuatro bloques.

En la primera parte, describiremos el proceso evolutivo que va desde el bebé al adolescente y cuándo y por qué puede bloquearse. Y cómo tal bloqueo impide que el niño, ahora adolescente, haya alcanzado un funcionamiento mental propio de su edad cronológica.

En la segunda parte, mostramos cómo hemos agrupado las familias según varios tipos de organización. Hemos descrito el funcionamiento de cada una de las organizaciones familiares que presentamos en términos de las relaciones entre padres e hijos y entre los propios padres y cómo pueden llegar a bloquear el proceso evolutivo de los hijos.

En la tercera parte, abordamos lo más difícil: encontrar una técnica terapéutica adecuada para resolver el bloqueo del cual hablamos. A medida que nos familiarizábamos con la práctica de la TFP, nos dimos cuenta de que la consciencia de los vínculos relacionales (díadas) podía aplicarse también a la relación entre el terapeuta y la familia; y a partir de ahí, a las relaciones padres-hijos y entre la pareja de padres. Esto nos ha sido muy útil para diseñar un nuevo modelo de «intervenciones sobre la parentalidad», que diferenciaremos de la terapia familiar.

En la cuarta parte, presentamos un ejemplo práctico de lo que fue la atención a una adolescente de estas características. En él mostramos cómo se desarrolló la intervención sobre la parentalidad y la forma específica de cómo aplicamos nuestro modelo terapéutico.

* Siguiendo las recomendaciones de Quilis, Albelda y Cuenca (2012), a lo largo del libro «se utilizará el género gramatical masculino para referirse a colectivos mixtos, como aplicación de la ley lingüística de la economía expresiva. Tan solo cuando la oposición de sexos sea un factor relevante en el contexto se explicitarán ambos géneros».

PRIMERA PARTE

El desarrollo del proceso evolutivo mental infantil y sus influencias en la resolución de la adolescencia

LA ADOLESCENCIA RECLAMA TÉCNICAS TERAPÉUTICAS ADECUADAS A SUS CARACTERÍSTICAS

Cuando un adolescente requiere ayuda, no está indicado proponer sistemáticamente el tratamiento de la familia. En los inicios del proceso terapéutico con los adolescentes, el contacto con sus padres es obligado y necesario para completar la información tanto de la familia como del adolescente, y necesario tanto para el diagnóstico final del adolescente como de la organización de la familia. También lo es para valorar la capacidad de la familia para comprometerse con el tratamiento de su hijo, para acordar las condiciones del contrato terapéutico con él y la aceptación por parte de los padres, para compartir información de hechos relevantes que se producen durante el tratamiento, etc. No olvidemos, además, que, si es un menor, necesitamos de la autorización de los padres para tratarlo.

Por otro lado, consideramos que la atención terapéutica a los adolescentes ha de ser individual siempre que sea posible, con la mínima participación de sus padres. Es también una manera de ayudar al adolescente a potenciar su autonomía personal, su diferenciación de los padres, y evitar una posible regresión infantil.

Normalmente, son los padres y los educadores los que sufren, los que se dan cuenta de los problemas de su hijo y de la gravedad del caso. Son los padres los que piden ayuda. Y traen a su hijo al terapeuta después de sentirse fracasados por no poder resolver sus problemas, esperando que el terapeuta les ayude a educarlo para que sea como los demás adolescentes.

Por este motivo, emplear un único modelo de tratamiento individual y familiar en todos los casos no es ni eficiente ni ético. En palabras del médico y cirujano William Clowes [1540-1604], sería «como si un zapatero tratase de hacer un zapato que sirviese para los pies de cualquier hombre» (Gaither y Cavazos-Gaither, 1948). No reconocería la idiosincrasia ni las características ni las dificultades específicas de la situación de cada adolescente. Cada caso requiere que se resuelvan sus problemas concretos aplicando un tratamiento específico adecuado a sus necesidades, las cuales varían mucho de un caso a otro.

A continuación, vamos a describir cómo nosotros entendemos el proceso evolutivo normal del niño, para después incidir, en el apartado siguiente, en el bloqueo que ejercen ciertas organizaciones familiares en este proceso evolutivo del niño.

Historia evolutiva del apego en el desarrollo normal

El proceso de separación-individuación está ligado a la evolución y al crecimiento del niño, y dura toda la vida. En el curso del desarrollo evolutivo sano, se establece una primera vinculación entre el niño y su madre en la cual ambos comparten un solo cuerpo: el nacimiento es el momento de la separación física de la madre con su hijo y, al mismo tiempo, es el momento en el cual se reactiva la fusión o dependencia mental y emocional entre los dos. El niño necesita de una madre que lo sea todo para él. La inmadurez del niño hace que dependa completamente de su madre en todo y para todo. Y la madre tendrá que cuidar de él, interpretar y entender cuáles son sus necesidades para satisfacerlas. La fragilidad del niño estimula a la madre a desarrollar funciones yoicas sustitutivas en el él, transformándose, en muchos momentos, en su parte pensante y organizadora, la que lleva a cabo las funciones básicas del niño. La madre lo es todo para él. Sin la madre, el niño no podría sobrevivir.

El niño nace programado y preparado para entrar en relación con su entorno. Se comporta como un receptor para captarlo todo. La internalización de experiencias positivas produce segmentos de seguridad y la de las malas, inseguridad. Tendrá que superar dificultades moldeando su personalidad.

En el gráfico 1 se pueden visualizar los diferentes momentos evolutivos de la primera infancia del bebé, desde la fusión a la diferenciación.

Gráfico 1

Puesto que, antes del nacimiento, el bebé formaba parte del cuerpo de la madre, al inicio, ambos necesitarán su tiempo para armonizar este nuevo encaje que les comporta de ser físicamente dos personas diferenciadas; pero mentalmente prosigue la indiferenciación madre-niño. La madre cuida de su bebé como una prolongación de ella y piensa por él y lo cuida como a una parte de ella.

Gráfico 2

La madre envuelve al niño con sus cuidados maternales, percibe por él, atiende por él, juzga lo que le conviene, piensa por él, actúa por él.

Y en la medida en que el niño va organizando su funcionamiento mental, va evolucionando y organizando su estructura yoica, se puede dar cuenta de que la madre se puede separar de él, que ya no está dentro de ella, de que él ya no la controla. Es el inicio del proceso de separación-individuación.

En esta relación madre-hijo que el mismo Laín (1961) calificaba de «díada», ambos buscan solo una correspondencia mutua de amor. El niño aprende que la mamá es un «no-yo», es decir, una entidad biológica separada. La maduración progresiva de la locomoción le permite al niño separarse físicamente de la madre. A la vez, el niño empieza a darse cuenta de las cosas que hace y a disfrutar haciéndolas. La consciencia de que la mamá es un «no-yo» es la que permite que el niño desarrolle un yo.

El yo se desarrolla a partir de:

•La percepción del mundo exterior

•Las identificaciones

•La imagen de uno mismo.

En la medida en la que se percibe a la mamá como un «no-yo», se concibe la existencia de un «no-yo», que no es otro que el mundo exterior. A partir de la noción de que ese mundo exterior existe, el niño empieza a relacionarse con él y, en particular, con los objetos de ese mundo exterior. Muchos de los cuales son otras personas que interactúan con el niño.

El niño aprende a identificarse con esas personas con las que mantiene relaciones y, por medio de la identificación, adquiere las cualidades y capacidades que valora en ellas. La mejora de la percepción del mundo exterior hace que se interese por percibirse a sí mismo y, en particular, por percibir su propio cuerpo. La imagen integrada de este actúa como marco de referencia para la organización del yo.

El niño empieza a ver que la madre está separada de él y que, por más que con su magia omnipotente la quiere controlar, se va dando cuenta de que no puede. Va observando cómo la madre puede separarse de él y esto le despierta profundas ansiedades, vividas en muchos momentos como angustias de muerte: «Si mamá se marcha y me deja, me puedo morir». La teoría kleiniana denomina «ansiedades catastróficas» a estas ansiedades.

Tanto el niño como la madre empiezan a tomar conciencia de esta separación y de la presencia del tercero, del que separa. Y este es un proceso evolutivo normal por parte del niño y de la madre. Como decía Julia Corominas (1989) «la madre que cuida y alimenta también es la que frustra».

Para atender a niños y adolescentes, el clínico no solo ha de tener unos buenos conocimientos de psicopatología, sino también de las primeras etapas del niño y de la influencia que cada una de ellas ejerce sobre las sucesivas y las de la adolescencia. Estos conocimientos le ayudarán a diferenciar si la problemática que presenta el niño o el adolescente es de base estructural (con raíces en las primeras relaciones) o es una manifestación aguda producida por un hecho concreto.

A modo de resumen, recordemos los principales momentos en la historia evolutiva del niño y del adolescente.

LAS PRINCIPALES ETAPAS EVOLUTIVAS

Las principales etapas o momentos evolutivos que tiene que ir superando el niño desde los inicios de la vida hasta la adolescencia son cuatro, todos ellos entrelazados; la manera cómo supere cada uno influirá en la etapa siguiente y, consecuentemente, en el futuro de la estructura de la personalidad, tal y como podemos ver en el gráfico 3 (Icart y Freixas, 2013). Si no se supera satisfactoriamente la primera etapa, difícilmente se podrá superar la siguiente. Y así sucesivamente.

Gráfico 3

El bebé nace programado y preparado para entrar en relación con su entorno, sus padres o las personas que realicen las funciones parentales. Se comporta como un receptor preparado para captar todo lo que pasa a su alrededor. La internalización de experiencias positivas produce segmentos de seguridad. Desde el nacimiento, tendrá que superar obstáculos, etapas que irán construyendo y modelando su estructura de personalidad. Estas etapas del proceso evolutivo son: a) separación-individuación; b) Edipo-triangulación; c) crisis inicio de la adolescencia; d) crisis durante la adolescencia.

Separación-individuación

La primera etapa que el bebé tendrá que superar es el proceso de diferenciación, física y mental, de la madre. Su evolución irá desde la indiferenciación inicial hacia la separación self-objeto (Malher, 1968), que, como ya hemos indicado al hablar de las primeras relaciones, es un proceso que se pone en marcha desde el inicio de la vida. Aquí es donde se dan los inicios de la formación del yo. La resolución satisfactoria o no de esta primera etapa tendrá una incidencia directa sobre la aparición de las patologías psíquicas que se manifestarán en este mismo momento o en la crisis al inicio de la adolescencia. Es aquí donde encontraremos las raíces del autismo, de las psicosis, de los trastornos graves de la personalidad y de las estructuras borderline.

Edipo y triangulación

La segunda etapa del desarrollo emocional normal es el proceso que tiene que hacer el niño para dejar atrás su relación indiferenciada con la madre y tolerar que aparezcan nuevas personas. Es el proceso de triangulación y socialización del niño, la vivencia del complejo de Edipo. Peter Fonagy, uno de los investigadores más importantes en el campo del apego, da mucha importancia a lo que llama mentalización (Fonagy, Gergely, Jurist y Target, 2002): la capacidad de darse cuenta de que los otros también tienen aparato mental, de que piensan; en definitiva, de que son diferentes a él y, a la vez, semejantes a él. Es el momento evolutivo durante el cual el bebé va aumentando su capacidad de observar, pensar y comprender las cosas que suceden a su alrededor y de empezar a tolerar la ambigüedad, la incertidumbre y a dudar de las cosas; es decir, a ampliar su capacidad de pensar. La mayoría de los trastornos neuróticos derivan de una fijación en esta etapa.

En esta segunda etapa es cuando se hacen más evidentes los celos y la rabia o la agresividad que genera el otro. Y el niño buscará maneras para defenderse de estos sentimientos dolorosos, para evitar proyectarlos en su hermanito.

El niño lidia con el complejo de Edipo a su manera, con sus recursos y, en la evolución sana, es «sepultado» o «naufraga» (Untergang [Freud, 1940]) o bien es solo reprimido.

Tras este momento, se inicia un período de calma aparente, la latencia, que dura hasta el comienzo de la adolescencia.

La adolescencia

La adolescencia es, de por sí, un momento de crisis; una etapa de transición social entre la infancia y la edad adulta. Ahora bien, la adolescencia no es un hecho universal que se dé o se haya dado en todas las sociedades humanas. Hay «culturas en las que los individuos pasan de ser considerados socialmente niños a ser tratados socialmente como adultos sin pasar por esa transición social relativamente dilatada que denominamos adolescencia» (Mendoza, 2008).

En nuestra sociedad existe una justificación biológica para la existencia de la adolescencia: los cambios corporales que tienen lugar con la pubertad. Es cierto que habitualmente hay una cierta relación cronológica entre pubertad y adolescencia. Pero la pubertad es un hecho físico y la adolescencia es un fenómeno cultural. S. Leconte-Lorsignol (1938) trata de articular la pubertad y la adolescencia en su tesis doctoral con la fórmula según la cual la pubertad no sería más que el final de un largo período y el inicio de un estado.

De hecho, de la misma forma que la infancia es prácticamente un invento del siglo XX, la adolescencia se inventó más tarde. Por esto, pocos autores clásicos se dedicaron a escribir sobre esta etapa evolutiva. En cambio, muchos autores contemporáneos se han interesado por estos muchachos y muchachas.

En cuanto a la infancia, el primer indicio de que se la consideraba fue probablemente la aprobación en Francia en 1841 de una ley que, entre otras medidas, establecía que «los niños para ser admitidos [en una fábrica] habrán de tener a lo menos ocho años» (Panadés, 1892). A partir de aquí, empezó a existir una justicia juvenil diferente de la justicia habitual, que ahora se reservaba a los adultos, la aparición de la pediatría como especialidad de la medicina y la escolaridad obligatoria.

En cuanto a la transición de la infancia a la edad adulta, las sociedades llamadas primitivas tienen sus propias soluciones para diferenciarlas. Son las ceremonias de transición, que en este caso consisten básicamente en la iniciación. Cuando un niño es iniciado, se convierte automáticamente en un adulto. La iniciación suele consistir en el extrañamiento de la familia (la iniciación tenía lugar en un espacio más o menos alejado de donde vivía la familia), el aprendizaje de un conjunto de conocimientos secretos para los adultos y finalizaba con la imposición de una transformación corporal por medio de tatuajes y otros y, sobre todo, la circuncisión tanto masculina como femenina. La transformación corporal de la pubertad no basta (si se le concede alguna importancia); es necesaria una transformación social del cuerpo para que la condición adulta pueda ser percibida –a menudo por medio de la vista– por la comunidad. Además de la transformación corporal, existe un conjunto de reglas en cuanto al vestido, el peinado, formas de comportamiento, etc., que hacen visible en todo momento que la persona es adulta y habitualmente a qué género (masculino o femenino) pertenece.

Algunas de estas reglas han existido, con variaciones, hasta hace poco. Reglas como llevar pantalones cortos o largos, o la posibilidad de llevar medias transparentes para las mujeres. Y se abrían toda una serie de posibilidades, de las que carecían los niños, tales como visitar un burdel. Y se mantenían rituales, que habían ido cambiando a lo largo del tiempo y de acuerdo con las necesidades de la sociedad en cada momento, como el ritual religioso de la confirmación o rituales sociales no-religiosos (un ejemplo sería la «puesta de largo» de las muchachas o, en América latina, «la quinceañera»). Otro ejemplo de ritual más complejo y parecido a la iniciación era la existencia del servicio militar obligatorio, en el cual, curiosamente, también se daba un extrañamiento con respecto a la familia y la inserción, temporalmente, en un grupo distinto a la familia. Además, se pregonaba y creía que el servicio militar «hacía hombres» a los que habían pasado por él.

Estos rituales fueron decayendo con el cambio cultural. Las familias extensas dejaron de existir y fueron substituidas por las familias nucleares en la sociedad de consumo en masa. Tales familias nucleares eran preconizadas como la célula social ideal. Y al desaparecer los rituales sociales, las familias nucleares tuvieron que lidiar solas, omnipotentemente a menudo, con la transición de la infancia a la adolescencia de los hijos, que ahora se había convertido en un largo período. El hecho de que pocos autores clásicos se interesasen por la adolescencia nos parece corroborar el cambio que se está dando, en la manera de vivir esta etapa de la vida en la sociedad actual, en intensidad y en el tiempo de duración.

Si la adolescencia ha sido siempre un fenómeno cultural, ahora era sobre todo un fenómeno familiar. El hasta aquí niño debe renunciar a la condición de niño, con todo lo que conlleva de seguridad, protección y dependencia, por ser un adolescente. Los padres también deben renunciar a la visión infantil que tienen de su hijo, con lo que conlleva de verlo irresponsable, inmaduro, inexperto, etc., y darle oportunidades para experimentar, generar y vivir nuevas experiencias. Esto puede y suele dar lugar grandes debates en las familias, y es difícil aclarar si le cuesta más al adolescente renunciar a sus aspectos infantiles, o a los adultos tolerar la integración en el mundo adolescente. A los adultos no les resulta nada fácil renunciar a tener un hijo-niño que les haga sentir jóvenes y que a menudo da sentido a su vida (Icart, 2000).

Por lo tanto, la adolescencia es, de por sí, una crisis para la familia. Es una etapa de mucho sufrimiento tanto para los adolescentes como para sus familias. Por esto, los adultos dicen y se dicen que el púber o adolescente no es lo bastante responsable, que no tiene suficiente capacidad para tolerar, vivir, soportar, comprender la vida, que no tiene experiencia y podría tener un fracaso irreparable, etc. Lo cual es verdad en parte, porque el adolescente no tiene todavía todas las capacidades que se supone que tendrá cuando sea adulto. Y, sin embargo, detrás de esta intención consciente de proteger a los hijos puede haber un temor de los padres a perder el control, el poder y a dejar paso a los jóvenes.

En este sentido, se vive a un nivel micro en las familias lo que, a nivel macro en la sociedad, se ha dado en llamar cambio generacional; un hecho universal que vive todo grupo en un momento u otro de su historia, a nivel político, económico, social, profesional, de las agrupaciones profesionales, etc.; la dificultad de dejar paso a las nuevas generaciones, con todo lo que conlleva de cambio, diferentes maneras de ser, de entender y vivir las cosas. Y los argumentos a nivel social que se debaten en los medios de comunicación son sorprendentemente parecidos a los que se debaten en las familias con hijos adolescentes.

¿Qué caracterizaría la adolescencia?

La adolescencia sigue al período de latencia, en el momento en el que el niño empieza a interesarse por el mundo adolescente y juvenil que le rodea y, simultáneamente, empieza a idealizarlo. Por lo tanto, quiere formar parte de tal mundo idealizado. No solo espera entrar en ese mundo y pertenecer a él, sino también encontrar su lugar en ese mundo y en un grupo donde pueda ser reconocido. Todo esto tiene sentido desde el punto de vista evolutivo, porque espera obtener del grupo y el mundo adolescente la fuerza para luchar contra sus aspectos infantiles dependientes.

Los adolescentes reclaman –e incluso exigen– a los padres y a los adultos que respeten su forma de pensar, de hacer, de comportarse, cuando todavía son profundamente dependientes de sus aspectos infantiles y, consecuentemente, de la familia.

Según Erik Erikson (1968), la adolescencia es el período de la búsqueda de la identidad, tras el cual queda plenamente consolidada la personalidad. Para ello, deben resolver previamente sus aspectos infantiles no-resueltos y, después, conquistar un espacio propio en el mundo de los adultos. Deben hacer frente a un cambio en la manera de ser, de pensar, de vivir las cosas complejas y difíciles, que los llevará a situaciones de verdaderas crisis, vividas de maneras muy variadas según cada individuo y su familia.

Esto tiene, para nosotros, una consecuencia que nos parece importante y sobre la cual consideramos que todavía nadie ha reflexionado suficientemente: el inicio del proceso de cronificación de la mayoría de las psicopatologías adultas se da porque la persona no ha podido superar adecuadamente la etapa evolutiva de la adolescencia; que es una consecuencia de que antes, en la infancia, no pudo superar adecuadamente la etapa de separación-individuación (Malher, 1975). Quizá esta consideración se basa en la lectura de Melanie Klein, que, en el artículo «Nuestro mundo adulto y sus raíces en la infancia» (1959), razona y ejemplifica cómo las primeras relaciones de la infancia determinan la vida adulta (Icart, 2000).

Crisis al inicio de la adolescencia y crisis en la adolescencia

Si bien toda adolescencia constituye, en nuestro mundo actual, un momento de crisis tanto para el individuo como para la familia, existen dos momentos especialmente críticos en esta etapa evolutiva. El primero es la crisis del inicio de la adolescencia, momento en el cual se pasa de la dominancia del entorno familiar a la dominancia del entorno adolescente. El segundo se produce en pleno proceso de superación de la adolescencia, cuando el adolescente ya ha conseguido un cierto grado de autonomía en cuanto a la relación con los padres, pero todavía deben alcanzar un nivel de autoestima suficiente para afrontar las nuevas vicisitudes de esta etapa.

Crisis al inicio de la adolescencia

El momento evolutivo más importante lo encontramos en esta tercera fase o crisis al inicio de la adolescencia. Los preadolescentes que han superado positivamente las dos etapas anteriores pueden afrontar la adolescencia sin demasiadas complicaciones ni alteraciones en su dinámica personal. Pueden dejar atrás la dependencia infantil y el dominio del entorno familiar y dar el paso hacia la adolescencia o dominancia del entorno juvenil (Lasa, 2010). El problema aparece cuando estos preadolescentes no pueden superar esta etapa y quedan atrapados en la dependencia del entorno familiar. No superaron correctamente la primera etapa, la separación-individuación, ni tampoco la etapa dual o la triangulación, y siguen inmersos en una confusión en cuanto a las relaciones; no pueden renunciar a los aspectos infantiles de la dependencia familiar ni entrar en la adolescencia. Para ello, el preadolescente tiene que dejar atrás la dependencia con respecto a sus padres. Tampoco los padres pueden renunciar a seguir protegiéndolos. Perdura el narcisismo paterno y las funciones yoicas sustitutorias que ejercen los padres en sus hijos, lo cual no permite que estos puedan estructurar su propia identidad. Para Nicoló (2009), estos adolescentes, según sea su evolución, pueden quedar atrapados en esta identidad confesional y sufrir una descompensación psicótica. Y, como dice Kernberg (1993), la difusión de la identidad se refleja clínicamente en la incapacidad para evaluar de forma efectiva el sí mismo y el otro con profundidad. Es frecuente que en esta etapa aparezcan los trastornos graves de personalidad y de comportamiento, las fobias sociales, la anorexia, e intentos de suicidio, que representan la demanda de atención.

Caso clínico