A Punto de Reventar - Donald Rump - E-Book

A Punto de Reventar E-Book

Donald Rump

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Beschreibung

Barnabus Prim ha llegado al final del camino. Ahogado en deudas y casado con una mujer odiosa que no puede ni verlo, decide hacer lo impensable. Pero encontrar el camino al más allá resulta mucho más difícil de lo que él había imaginado. Para lectores adultos (maduros o no). Aproximadamente 3000 palabras.

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A Punto de Reventar

Donald Rump

Traducido por Sebastián Lalaurette

Libros de Donald Rump

A Punto de Reventar

Buscando a Floofy

Cuatro Cuentos Apestosos (Volumen 1, 2)

El Crítico Enculado

El Matrimonio Apesta

Embotellando Pedos

Escapada de Fin de Semana

Hasta que el Gran Pedo Nos Separe

La Pregunta de 500 Dólares

© 2015 Donald Rump. Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida por cualquier medio (electrónico, mecánico o cualquier otro) sin el expreso consentimiento escrito del autor.

Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y situaciones son o bien producto de la imaginación del autor o usados ficcionalmente. Cualquier semejanza con acontecimientos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es completamente casual.

Composición, formato y diseño del E-book por Donald Rump.

Imágenes bajo licencia de DepositPhotos.com y © Denys Fonchykov (#10024679). Dibujos de pedos por Mel Casipit.

Primera Edición (v1.0)

Publicado el 21 de enero de 2015

Última actualización el 02 de abril de 2015

ISBN-13: 9781516321346

Index

Página del Título

Libros de Donald Rump

Derechos de Autor

Dedicación

A Punto de Reventar

Sobre el Autor

Más de Mis Libros Locos

¡Gracias!

A los sobrevivientes de esposas gaseosas en todo el mundo: esto es para ustedes...

A Punto de Reventar

Era una noche oscura y triste. Tan oscura, de hecho, que Barnabas Prim no podía verse el pito tras sacarlo y mear el Lexus nuevo de su mujer. Ella acababa de lavarlo el día anterior, por tercera vez en la semana. ¿Sería esta ya la cuarta lluvia dorada del Lexus? Se merecía muchas más. Las que hicieran falta hasta que su exterior pulido y oscuro tomara un color amarillo radiactivo.

—¡Toma esto, vieja y malvada bruja!— Lo regó a conciencia.

El caprichoso viejo odiaba al Lexus tanto como a su esposa Priscilla, y juraba que ella prefería la palanca del auto a la suya. Claro, la suya estaba arrugada y cansada y a punto de desprenderse, pero se suponía que ella debía ayudarlo con esas cosas. Atrás habían quedado esas noches calientes y fogosas en las que ella le daba a Willy una muy requerida resucitación boca a boca. De eso hacía veinte años. Ahora ella no lo tocaría ni aunque estuviera hecho de oro sólido.

—Debería haberse casado con su jodido auto en vez de conmigo.

Se subió los pantalones y caminó por la entrada del coche. Las luces de la casa estaban apagadas y ella, sin duda, estaría profundamente dormida.

—Ese parásito. ¡Espero que te pudras en el infierno! —dijo, blandiendo el puño.

A pesar de dos quiebras, una sentencia hipotecaria y casi un divorcio, Priscilla le echaba a él la culpa de todo. Y aunque ella trabajaba cuatro días por semana, contribuía poco a la casa, dejándolo lidiar con el alquiler, las compras, el seguro del auto, las tarjetas de crédito, las facturas del médico y el veterinario y las tarifas de amarre del desvencijado bote del padre de ella, que debería haberse hundido en el fondo del océano hacía mucho tiempo. Cuando le pedía que ayudara, ella simplemente se encogía de hombros y le decía que trabajara más horas para llegar a fin de mes. “No te haría mal conseguir un segundo trabajo. Mi padre lo hijo y tú también puedes. ¡Ahora pon el culo en marcha y muévete!”, le decía, empujándolo a través de la puerta.

Si sólo las cosas fueran tan simples.

Su último viaje (sola) a Puerto Vallarta había agotado todos los ahorros de él. Ahora no tenía idea de cómo iba a pagar el alquiler a tiempo. Eso, sumado a unos impuestos inesperados, condenaba al viejo, asegurando que no pudiera salir de sus deudas en el futuro próximo.

La vida era miserable y totalmente sin sentido. Quizás debería admitir la derrota y hacer una salida anticipada.

Oh, cómo añoraba los días en que era joven, no sabía nada del mundo y cómo funcionaba, y estaba completamente libre de deudas. Los acreedores no hacían lo imposible para extenderle líneas de crédito por decenas de miles de dólares que sabían que nunca podría devolver. A pesar de su pobre registro, las agencias de crédito sabían que tenían a un bobo entre manos, y continuaban inundándolo con tantas ofertas como podían. A pesar de sus mejores esfuerzos, no podía romper el ciclo, y ahora estaba el pequeño asunto de la deuda impositiva de $ 78.000.

—Se acabó. ¡Renuncio!

Se metió en el garaje y cerró tras de sí la cortina metálica. Había una sola salida y él lo sabía. Tenía que quitarse la vida; de lo contrario, nunca tendría paz.

—Terminemos con esto.

Barnabas tomó la manguera del baúl y se inclinó hacia adelante. Había estado pensando en hacer esto durante años, y comprendió que no tenía las herramientas apropiadas para el trabajo. Sí, tenía una esposa loca que le daba gases, acidez y a veces un cálculo renal, pero desafortunadamente no era suficiente para matarlo. Incluso le daría la bienvenida a una pizca de arsénico en su taza de Earl Grey si le ahorraba la visión de ese rostro ceñudo.

Y ese cabrón de la ferretería local tampoco ayudaba. Visitó varios negocios en la zona antes de acabar en El Novato Suertudo.

Un hombre delgado con el nombre Earl bordado en la camisa se sacudía la caspa del cuero cabelludo.

—¿Para qué la quiere?

—Para mi auto –replicó el viejo.

—¿Su auto? ¿Por qué necesita una manguera de ese tamaño para un auto?

—Para lavarlo, por supuesto. Es un auto muy grande.

—¿Se refiere al que está ahí enfrente? —Apuntó a un Trans Am negro.— Eso no es muy grande, señor.

—Vamos. ¿Por qué tantas preguntas? —dijo Barnabas.

—Porque los vejestorios como usted (sin ofender, por supuesto) no entran sin más en mi ferretería todos los días pidiendo una manguera gigante para meterse en el culo.

—¿Qué!

—Ríndase, viejo. Ni intente ocultarlo. He visto antes su trabajo.

—¿Eh? ¿Dónde?

Earl miró alrededor, asegurándose de que no había clientes en la tienda.

—Usted es ese actor porno, Dinkie Rambone, ¿no es así? ¿No acaba de terminar su última película, Sin Raja para los Débiles?

Barnabas se quedó ahí parado, boquiabierto.

El empleado se inclinó sobre el mostrador.

—¡Lo sabía! Es usted. Entonces ¿esto lo van a usar como utilería o algo? Tal vez meta el pito en una punta y el culo en la otra. O quizá lo meta en el culo de algún otro. Hey, lo que venga bien.

—¡Va a ser el culo de usted si no cierra la jodida boca! —exclamó el viejo, y fue hacia la puerta.

—¡Por favor, no se vaya! Sé dónde puede encontrar una manguera de ese tamaño.

Earl dio la vuelta al mostrador y le hizo una seña.

—¿En serio?

—Mmmh... hay sólo un detalle –sonrió Earl.

—¿Cuál? —gruñó Barnabas.

—Póngame en una de sus películas.

—¿Se ha vuelto jodidamente loco? —El viejo abrió la puerta.

—No es justo. Usted siempre está tirándose a las chicas más buenas, aunque ya tiene mil años. Sólo déjeme tener a una de ellas por unas horas –rogó.

—Mire, pendejo patético, no he usado el pito en décadas. Han pasado cuatro presidentes desde la última erupción del Monte Saint Willy. Ahora ya ni sé dónde terminan las tetas de mi esposa y dónde empiezan sus rollos de grasa sin usar anteojos. Mi vida sexual es tan prehistórica que está escrita en tablillas de piedra. En serio, si me viera en alguna película, usted también estaría comprando un tubo para meterse en el culo.

—Entonces lo admite, ¿verdad? —Earl se cruzó de brazos.

—Oh, maldición. Me doy por vencido. —Barnabas se dirigió hacia la puerta.

—Espere, al menos déjeme darle la manguera. Sólo llevará un momento –dijo el empleado.

—Désela a la próxima estrella porno que entre por esa puerta.

El viejo ni se molestó en mirar atrás.

—Se la puede llevar gratis, obsequio de la casa. De lo contrario, volverá y molestará a los otros empleados.

Barnabas se detuvo y consideró la oferta.

—Quédese aquí e iré a buscarla.

—OK. —El viejo se rascó la barbilla. No podía creer que aún estuviera hablando con el cabrón.

Minutos después, Earl volvió con una manguera enrollada alrededor del brazo.

—Tome, diviértase.

—Gracias. Haré lo menos que pueda.

Barnabas aceptó la manguera, reluctante.

—Y piense en mí cuando la use.

—¿Cuando me la meta en el culo? Sí, lo haré –se carcajeó el viejo.

—Ya sabe a qué me refiero. Buenas noches, abuelo. Y póngame en los créditos, si es tan amable. —Earl lo saludó con la mano.

—¡Jódase! —Barnabas fue tambaleándose por la acera y se metió en el auto.

Sí, ¡el auto! El mismo que había comprado todos esos años atrás. El Trans Am había sido su primer auto y sería el último si podía ajustar la jodida manguera al caño de escape. Buscó a tientas y la forzó.

—Ah, ahí vamos. Como ponerse un condón.

Pero Barnabas no sabía ponerse uno de esos ni tenía los fondos para comprar un paquete de profilácticos peneanos. Abrió la puerta del lado del conductor, metió la manguera a través de la ventanilla abierta, la cerró lo más que pudo y se metió.

—Al fin puedo morir en paz.

Barnabas metió las llaves en la ignición y esperó. El motor farfulló, un poco más ruidosamente de lo que él recordaba. Demasiado ruido como para que tuviera un suicidio pequeño y tranquilo. Claramente no quería despertar a su detestable esposa; ¡ella siempre arruinaba todo! Ya fuera el sexo, las finanzas o la preparación de su comida favorita, la vieja bruja siempre encontraba una forma de joderlo. Lo último que él quería oír antes de dejar atrás este lugar miserable era su voz rasposa.

Esperó unos horribles momentos pero ella no vino. Exhaló lentamente. Quizás ella estaba perdida en un sueño profundo y no se percataría de nada hasta la mañana siguiente, cuando descubriera su cadáver. ¡Si sólo pudiera ser tan afortunado!

El motor le resultaba ensordecedor, pero aparentemente todo estaba yendo según el plan. Aun así, él estaba demasiado consciente del problema y empezó a preocuparse por haber hecho enojar a su esposa de alguna manera: unas palabras mal dichas, o tirarse un pedo mientras ella comía su Lean Cuisine. Priscilla odiaba recordarle que era la noche de la basura y seguramente lo atosigaría en el más allá por no sacarla. Al menos ella no sabía que era él quien le meaba el Lexus. Mientras los molestos adolescentes de la cuadra continuaran recibiendo la culpa de sus emisiones nocturnas, se llevaría el divertido secreto a la tumba.

Barnabas ajustó el asiento del auto y se inclinó hacia atrás. ¿No debería haber pasado algo ya? Debería estar muerto, vomitando sangre, o como mínimo inconsciente. ¿Cuánto llevan estas cosas generalmente? ¿Días? ¿Semanas? Tal vez sería mejor que escuchara un partido de béisbol por la radio mientras esperaba que el mundo fundiera a negro. Pero esos comentaristas acartonados estaban más llenos de gas que su esposa. Aunque estuviera en su lecho de muerte escribiendo su última voluntad y testamento, no dejaría entrar en su cabeza a esos pretensiosos viejos cabrones.

—¡Oh, mierda! —Barnabas se sentó.— Me olvidé completamente del testamento.

Ciertamente, no quería que la bruja de su mujer heredara hasta el último centavo que él había ganado. En el caso de que él muriera, ella ya le había advertido lo que les haría a sus cosas en el cobertizo del fondo.

—¿No las venderías al menos? —le preguntó él un día.

—Tengo cosas más importantes que hacer con mi vida que andar vendiendo tus porquerías en eBay. Además, tardaría mucho –le retrucó ella.

—Entonces ¿qué harías con ellas?

—Encendería un cartucho de dinamita y lo arrojaría dentro.

—¿Qué! ¿Volarías mis cosas y ya? —exclamó él.

—Tómalo como mandarlas al infierno en un elevador expreso. Es más barato que por Federal Express –sonrió ella, y se fue.

Al menos él tendría su colección de discos raros de vinilo para escuchar en la hoguera de fuego de allá abajo.

Abrió la guantera y tanteó en busca de una lapicera. Siempre tenía una a mano en caso de que necesitara anotar una idea, pero ¿qué carajo era esto? Abrió una hoja de papel abollado. Era un recibo por un consolador púrpura de siete pulgadas de Fantasía Rosada, un sex shop en las afueras de la ciudad. Tenía abrochado un cupón de cinco dólares de descuento en bragas de lazo con anillos ajustables. “Tiene más neuronas que el consolador que tengo de esposo”, había escrito su esposa en el recibo.

—¡Ya veremos quién ríe último, perra!

Encontró una lapicera y empezó a escribir:

Yo, Barnabas Prim, de la calle Pavo Salvaje al 1300, en este 31 de agosto, por el presente lego todas mis posesiones materiales a la(s) persona(s) designada(s) en este testamento legal. I, Barnabas Prim of 1300 Wild Turkey Way, on this 31st day of August, hereby bequeath all of my material possessions to the person(s) designated in this legal will. Recibirán todo, incluyendo mis efectos personales que están en la casa y en el cobertizo posterior, el balance de mis cuentas de cheques y ahorros (por poco que sea), mi Trans Am clásico y sus ruedas de auxilio, mis suscripciones personales y cuentas en línea (usar “bprim/odioa3saperra!” para ingresar en mi computadora), y todo lo demás que no recuerde ahora y que me haya pertenecido previamente. Por favor entregar todo esto a...

¡Mierda! ¿Quién carajo iba a heredar todas sus cosas? No podía simplemente dejárselas a la bruja vieja y malvada; de lo contrario, ella las tiraría a un hoyo y las detonaría. No, necesitaba dárselas a alguien que realmente las mereciera. Por desgracia, no tenía herederos, y era demasiado tarde para cambiar eso. Una vez que determinó que su esposa era efectivamente malvada, comprendió que no quería hacer que brotaran demonios de ese repulsivo hoyo de ella. Ni un solo miembro de su familia estaba vivo. Sólo había... vecinos...

“¡Demonios, no!”, se dijo Barnabas. Su vecino de al lado, Hardy, era un tonto borracho que se había salido del camino una noche y se había estrellado contra su living. Su esposa no era mucho mejor: una puta sin dientes que estaba convencida de que había sido inseminada por extraterrestres. Los adolescentes de calle abajo eran bastardos, y lo más probable era que arrancaran las páginas de sus libros antiguos que contaban la vida de Abraham Lincoln y la Guerra Civil para armar porros. Colectivamente, no estaba seguro de que ninguno de ellos supiera leer.

¿Pero quién más había? Tenía que haber alguien en el mundo a quien pudiera dejarle sus cosas.

De repente, el perro ladró.

—¡Chucho maldito! —dijo por lo bajo. Entonces Barnabas tuvo una idea endemoniada. —Demonios, te lo dejo todo a ti. —Escribió el nombre de Milo en el testamento y lo dejó a un lado.— Bueno, supongo que ya está. Una obra maestra final antes de partir de este sitio olvidado de Dios.

Sólo que no había partido. Seguía allí, más irritado que nunca.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no muero? ¿No he estado aquí bastante ya? Tal vez necesito un poco más de gas. —Apretó el acelerador a fondo, pero sólo logró que el perro ladrara aun más fuerte.— ¡Vamos, bastardo! ¡¡¡Tú puedes hacerlo!!! —Se llenó los pulmones de aire venenoso.— ¡Jesús! ¿Qué hace falta para morir en este pueblo?

Como a una señal, Priscilla abrió la puerta que daba al garaje.

—¿Qué cuernos estás haciendo ahí? —chilló.

—Por favor, sólo déjame morir en paz –dijo Barnabas, devolviéndole el grito.

—Tengo que levantarme a las 5 de la mañana. ¡Deja de joder y ven a la cama! —dijo ella, con un ademán.

Sin una pistola o un cuchillo que terminaran con su dolor, él asintió lentamente y apagó el auto. Plegó su testamento improvisado, se lo metió en el bolsillo de la camisa y entró en la casa con la cabeza gacha, rotundamente derrotado.

Aunque Priscilla le ordenó ponerse el piyama y cepillarse los dientes, no hizo ninguna de las dos cosas. Se dejó caer en la cama y se quedó mirando al techo.

—Al menos quítate los zapatos –dijo ella.

—Muy bien. —Los pateó, haciendo que uno se estrellara en el vano.

Priscilla lo miró y olfateó.

—¡Oh, cielos! Vuelve a ponértelos. —Se tapó la nariz.— Ahora va a ser imposible dormir. —Tomó un libro y lo abrió.

—¿Qué estás leyendo? —dijo Barnabas, tratando de parecer interesado.

—Un libro de cocina.

—¿Un libro de cocina, a esta hora?

—Es Cómo Hacer a tu Marido en Brocheta en Seis Fáciles Pasos. —Ella le acercó el libro.— Es más gracioso que la mierda.

—Otra obra maestra literaria.

Siguió contemplando el techo.

—¿Qué tienes ahí? —Priscilla notó el papel plegado en su bolsillo.

—¿Qué? —Él no tenía idea de sobre qué estaba hablando ella.

—Déjame ver eso. —Se lo sacó del bolsillo.

—¡No, espera! —Se sentó.

—¡Ajá! Veo que encontraste mi mensajito. —Le echó un vistazo al recibo.— ¿Lo llevarías a dar una vuelta? —Buscó bajo el colchón y le arrojó el consolador de plástico a la falda.

Orgullosa de su trabajo, ella dio vuelta el papel y frunció el ceño.

—¿Qué es esto?

La sonrisa se le borró del rostro.

—Eh... ¿qué es qué? —dijo Barnabas, ensayando una sonrisa.

—¿De verdad estabas tratando de matarte ahí abajo? ¿Y qué es esto? —dijo ella, jadeando. —¿Le dejaste todo al perro? —Sin querer, se tiró un pedo.

El horrible aire de su trasero olía como la muerte misma, ofreciéndole al vejestorio un atisbo del inframundo.

—No me extraña que las emanaciones del caño de escape no me hayan ultimado. Me has estado gaseando cada noche mientras duermo. Después de todos estos años, me he vuelto inmune.

—No te preocupes. Guardé el último para el final.

Priscilla se echó un pedo tan violento que sacudió la casa. Lo cubrió con una sábana, atrapándolo en ese horno.

—¡Eso te enseñará a dejarme fuera de tu testamento!

No hizo falta mucho tiempo para que el gas lo venciera, enviando a Barnabas a la tumba. En la muerte, el viejo finalmente halló la paz que lo esquivaba: en el infierno, con mil brujas furiosas que lo perseguían con consoladores encendidos y echándose pedos por todas partes, como un disco de vinilo rayado tocando una y otra vez hasta el fin de los días.

FIN.

Sobre el Autor

Cuando no está escribiendo sobre viejos pedorros, Donald Rump escribe sobre pedos de verdad: cuanto más apestosos, mejor. También es un defensor del programa Ni Un Pedo Atrás y del matrimonio igualitario para todas las entidades gaseosas, grandes y pequeñas. Al parecer, también da consejos sobre citas.

El Sr. Rump vive en Maryland del Sur con Floofy, su pedo mascota.

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