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Tres héroes, tres rescates, tres bodas. Se solicita el placer de su compañía en la boda de la señorita Eliza Cynster, ¡pero no será hasta que el más inesperado héroe la rescate de un osado secuestro! Cuando Eliza Cynster es secuestrada en el mismísimo baile de compromiso de su hermana Heather y sus captores la llevan rumbo a Edimburgo, su desesperación y su empeño en escapar la impulsan a recurrir al primer posible salvador que se cruza en su camino y que resulta ser Jeremy Carling, un erudito caballero que vive centrado en sus estudios. Lidiar con villanos y llevar a cabo rescates son tareas a las que Jeremy no está acostumbrado ni mucho menos, pero no puede abandonar a una damisela en apuros. Eliza y él se embarcan juntos en una frenética huida donde los peligros acechan y los obstáculos abundan para escapar del misterioso noble escocés que ordenó el secuestro. Una última confrontación final en una fría cumbre revelará cómo podría ser su futura vida en común si tienen la valentía necesaria para aferrarse al inesperado amor que ha surgido entre ellos y admitir ante el mundo entero lo que sienten el uno por el otro. "Un libro que he devorado, el ritmo de la trama resulta muy fácil y rápido de leer, desde el comienzo me sentí atrapada por la historia y necesitaba saber como terminaría todo. Este libro es el segundo tomo de una trilogía sobre las hermanas Cynster, se pueden leer de forma independiente, pero yo he quedado con inmensas ganas de leer sobre las demás protagonistas." Atrapada en unas hojas de papel
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Seitenzahl: 787
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
A salvo con tu amor, n.º 207 - abril 2016
Título original: In Pursuit of Eliza Cynster
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
®Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y TM son maracas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Traductor: Sonia Figueroa Martínez.
Imagen de cubierta: Jon Paul.
I.S.B.N.: 978-84-687-8129-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Abril de 1829
Taberna The Green Man
Ciudad Vieja, Edimburgo
—Tal y como le expliqué en nuestra conversación anterior, señor Scrope, mi petición es muy clara. Deseo que secuestre a la señorita Eliza Cynster en Londres y me la entregue aquí, en Edimburgo —McKinsey (aún se hacía llamar así; al fin y al cabo, era un buen alias) estaba cómodamente sentado en un reservado al final de la taberna, observando bajo la tenue luz al hombre que tenía enfrente—. Ha tenido dos semanas para analizar la situación e idear algún plan. La única cuestión que resta por responder es si será capaz de traerme a Eliza Cynster y entregármela sana y salva, sin que sufra daño alguno.
Scrope le sostuvo la mirada al contestar. Era un tipo de pelo y ojos oscuros, rostro alargado y actitud un tanto soberbia.
—Tras analizar la situación con detenimiento, creo que podemos llegar a un acuerdo.
—No me diga.
McKinsey bajó la mirada hacia sus dedos, que acariciaban con parsimonia su jarra de cerveza, y se preguntó qué demonios estaba haciendo. Scrope no le inspiraba ni la más mínima confianza y aun así allí estaba, tratando con él.
Sus dudas eran reales, aunque seguro que el tipo pensaba que se trataba de una treta para bajar el precio. A decir verdad, estaba convencido de que Scrope podía llevar a cabo aquella misión. Por eso estaba allí, contratando a un caballero (sí, por muy extraño que pudiera parecer, Scrope era un caballero) conocido entre la gente adinerada y la aristocracia en especial por ser un hombre que, por el precio adecuado, podía hacer desaparecer a familiares molestos.
Hablando sin rodeos: Scrope era un especialista en secuestrar y eliminar todo rastro de sus víctimas. En los clubs se rumoreaba que no fallaba jamás, lo que explicaba en parte el precio exorbitante que cobraba por sus servicios. A pesar de todas sus dudas, McKinsey estaba dispuesto a pagar ese precio (y el doble, si fuera necesario) con tal de que le entregara a Eliza Cynster.
Alzó su jarra y tomó un trago antes de decir:
—¿Cómo propone llevar a cabo el secuestro de la señorita Cynster?
Scrope se inclinó un poco hacia delante con los antebrazos apoyados en la mesa. Entrelazó las manos, y bajó la voz a pesar de que no había nadie lo bastante cerca como para oírle.
—Tal y como usted predijo, tras el reciente intento fallido de secuestro que sufrió la señorita Heather Cynster, Eliza Cynster se encuentra bajo una estricta y constante vigilancia. Lamentablemente, dicha vigilancia incluye a sus hermanos y a sus primos. En el transcurso de una semana no apareció en público ni una sola vez sin uno o más de dichos caballeros a su lado, la acompañaban incluso en el trayecto de ida y vuelta cuando asistía a alguna velada privada. La familia Cynster no está valiéndose de meros lacayos para mantener a salvo a la joven dama —Scrope hizo una pausa y le escudriñó con la mirada en un intento de descifrar la expresión de sus ojos claros—. Para serle sincero, la única forma de atrapar a Eliza Cynster sería organizando alguna emboscada, y huelga decir que eso conllevaría el riesgo de que quienes la escoltan no fueran los únicos que pudieran resultar heridos. Si el empleo de la fuerza es nuestra única opción, no puedo garantizar la seguridad de la señorita Cynster, al menos hasta que la tenga en mi poder.
—No, no debe haber violencia de ninguna clase —el tono seco de McKinsey convirtió aquellas palabras en una prohibición tajante, innegociable—. No solo hacia la joven dama, tampoco hacia sus escoltas.
Scrope hizo una mueca y abrió las manos antes de argumentar:
—Si me prohíbe que emplee algo de fuerza, no sé cómo puede llevarse a cabo esta tarea.
McKinsey enarcó una ceja y empezó a golpetear pausadamente la mesa de madera con una uña mientras observaba el rostro de Scrope, un rostro de una elegancia pasable en el que no se reflejaba emoción alguna. La cara de póquer del tipo era tan buena como la suya propia, pero sus ojos…
Era un hombre frío, no había mejor forma de describirlo. Carente de emociones, distante, la clase de hombre capaz de cometer un asesinato como si nada.
Por desgracia, el destino había dejado a McKinsey con escasas opciones. Necesitaba a alguien capaz de encargarse de la tarea encomendada, echarse atrás en aquel preciso momento era del todo imposible para él; aun así, si iba a dar rienda suelta a aquel tipo para que atrapara a Eliza Cynster…
Se enderezó poco a poco y apoyó los codos sobre la mesa para mirarle cara a cara.
—Soy consciente de que llevar a cabo con éxito esta tarea, una tarea que supone atrapar a Eliza Cynster bajo las mismísimas narices de su poderosa familia y, más aún, cuando dicha familia está ya en guardia, supondría para usted que su reputación se cimentara hasta convertirlo en algo parecido a un dios dentro de su ámbito de trabajo. Si los Cynster no pueden protegerse contra usted, ¿quién podría hacerlo?
Había hecho sus propias pesquisas mientras Scrope estaba en Londres evaluando la posibilidad de secuestrar a Eliza Cynster. El tipo tenía fama de ser uno de los mejores, pero cuando había preguntado por él (con su verdadera identidad, no como McKinsey) a algunos de los caballeros para los que Scrope había trabajado previamente y que le había dado como referencias, más de uno había mencionado su desmesurado empeño en destacar, en lograr llevar a cabo tareas que mercenarios más cautos preferían rechazar. Al parecer, Scrope se había vuelto adicto a la gloria de realizar con éxito encargos que parecía imposible llevar a cabo. Los caballeros que le habían contratado previamente veían esa característica como algo positivo, pero, aunque estaba de acuerdo con ellos en lo referente a llevar a cabo un trabajo difícil, era consciente de que Scrope podía utilizar aquella adicción para sus propios fines.
Aunque el tipo no había mostrado reacción alguna al oír sus palabras, el hecho de que estuviera esforzándose tanto por mantenerse impasible hablaba por sí mismo, así que McKinsey esbozó una sonrisa comprensiva y añadió:
—De hecho, cuando complete con éxito esta misión, podrá cobrar cantidades incluso más elevadas que ahora por sus servicios, unas cantidades astronómicas.
—Mis honorarios…
McKinsey alzó una mano para interrumpirle.
—No voy a intentar renegociar a la baja el precio que ya acordamos, pero… —sin dejar de sostenerle la mirada, endureció tanto su expresión como su voz al añadir—: a cambio de que yo le revele cómo secuestrar a Eliza Cynster sin tener que recurrir al uso de la fuerza, aunque la dama se encuentre bajo la protección de los varones de su familia. Le exijo que cumpla con una condición.
Scrope sopesó la situación con cautela, y tardó un minuto entero en preguntar en voz baja:
—¿Qué condición?
McKinsey tuvo la sensatez de no esbozar una sonrisa triunfal.
—Que usted y yo ideemos juntos el plan de comienzo a fin, desde el momento del secuestro hasta el instante en que vaya a entregarme a Eliza Cynster.
Scrope se tomó otro largo momento para pensárselo, pero McKinsey no se sorprendió lo más mínimo cuando contestó al fin:
—Déjeme ver si lo he entendido bien… lo que usted quiere es dictar cómo debo llevar a cabo este trabajo.
—No, lo que quiero es asegurarme de que lo lleve a cabo de una forma que cumpla por completo mis requisitos. Sugiero que, cuando le explique cómo puede realizarse el secuestro, usted proponga cómo desea proceder durante cada una de las fases del plan. Si yo estoy de acuerdo, usted procede de dicha forma; si no lo estoy, barajamos alternativas y elegimos una que nos satisfaga a ambos —estaba convencido de que Scrope sería incapaz de renunciar a la posibilidad de ser el hombre que lograra secuestrar con éxito a una Cynster.
El tipo apartó la mirada y se debatió por unos segundos antes de volver a mirarlo de nuevo.
—De acuerdo, acepto su condición.
Si Scrope hubiera sido otra clase de hombre, McKinsey le habría estrechado la mano para sellar el acuerdo, pero se limitó a esperar con rostro pétreo y, al cabo de un instante, el tipo añadió con naturalidad:
—Bueno, dígame, ¿dónde y cómo atrapo a Eliza Cynster?
Después de explicárselo, McKinsey se sacó del bolsillo de la levita un ejemplar doblado de un periódico londinense para mostrarle el anuncio pertinente. Scrope no estaba al tanto del evento y lo más probable era que no se hubiera dado cuenta del valor potencial que tenía. Después de eso, no resultó difícil idear los detalles del plan… en primer lugar la captura, y después el viaje de regreso a Edimburgo.
Ambos acordaron que el viaje debía llevarse a cabo con la mayor celeridad posible.
—Como mi cometido no consiste en deshacerme de ella, sino en entregársela a usted, prefiero dejarla en sus manos lo antes posible.
—Estamos de acuerdo —McKinsey fijó la mirada en los oscuros ojos de Scrope al afirmar con firmeza—: no tendría sentido que se arriesgara más tiempo del necesario —al ver que el tipo apretaba los labios, pero guardaba silencio, añadió—: permaneceré en la ciudad para poder hacerme cargo de la señorita Cynster en cuanto usted la traiga.
—De acuerdo, mandaré un aviso al mismo lugar que usamos para concertar esta cita.
McKinsey capturó su mirada y se la sostuvo al decir:
—Hay algo que considero importante recalcar: la señorita Cynster no debe sufrir daño alguno bajo ninguna circunstancia mientras usted la tenga en su poder. Estoy dispuesto a aceptar que pueda ser necesario sedarla para lograr sacarla de la casa con sigilo, pero estoy convencido de que tanto usted como sus acompañantes estarán capacitados para, de ahí en adelante, mantenerla callada y serena durante el viaje sin tener que recurrir a más sedantes ni a ataduras innecesarias. El cuento de llevarla de vuelta a casa por orden de su tutor resultó ser efectivo para controlar a Heather Cynster, funcionará igual de bien con su hermana.
—De acuerdo, usaremos esa excusa —Scrope puso cara de estar repasando mentalmente el plan, y tras un teatral silencio miró a McKinsey a los ojos—. Creo que tenemos un acuerdo, señor. Según mis cálculos, estaremos de vuelta en Edimburgo con la señorita Cynster y listos para entregarla cinco días después de su captura.
—Sí, así es. Tomar la ruta que hemos estado comentando le permitirá con toda probabilidad eludir cualquier posible confrontación.
Scrope sonrió entonces por primera vez.
—Sí, por supuesto —al ver que McKinsey se ponía en pie, se levantó a su vez. Aunque no era un tipo menudo, McKinsey era mucho más alto y fornido que él, pero aun así su rostro se iluminó cuando afirmó con mucha seguridad—: tenga por seguro que deja este trabajo en buenas manos, tengo tanto empeño como usted en asegurarme de que se lleve a cabo con éxito —esbozó una pequeña sonrisa mientras ambos se dirigían hacia la puerta de la taberna—. Tal y como usted ha dicho, servirá para cimentar mi reputación.
«Tal y como usted ha dicho, servirá para cimentar mi reputación».
El hombre que se hacía llamar McKinsey se encontraba en la cima de un altozano rocoso cercano al palacio de Holyrood. Con las manos en los bolsillos del pantalón, el gabán abierto y colgando de sus hombros, el soplo del viento en la cara y la mirada puesta en el norte, en dirección a su hogar, pensó de nuevo en aquellas últimas palabras de Scrope. Lo que le preocupaba no eran las palabras en sí (al fin y al cabo, él mismo las había pronunciado), sino el entusiasmo casi fanático, el deleite profundo y perturbador que se había reflejado en la voz de aquel tipo.
Scrope estaba demasiado interesado en vanagloriarse y acrecentar su reputación, y eso era algo que no le hacía ninguna gracia.
Habría preferido no tratar con alguien de su calaña, pero las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas. Si no secuestraba a una de las hermanas Cynster y la llevaba al norte para exhibirla como una mujer deshonrada ante su madre, esta no le devolvería el cáliz que había logrado robar y esconder. En caso de que él no tuviera en su poder dicho cáliz el día uno de julio, perdería su castillo y sus tierras y no podría hacer nada para impedir que su gente, su clan, fuera desposeída de sus bienes y despojada del que había sido su hogar durante siglos.
Tanto su gente como él perderían su legado, su patrimonio.
Lo perdería todo excepto a los dos niños que había prometido criar como si fueran suyos; aun así, los tres perderían el lugar que les correspondía, el único sitio del mundo donde encajaban por completo y al que pertenecían.
El destino no le había dejado más opción que satisfacer las exigencias de su madre, por muy descabelladas que estas fueran.
Lamentablemente, el primer intento había salido mal. Como había querido mantenerse distanciado del secuestro, pero asegurarse a la vez de que no se empleara más fuerza de la necesaria, había contratado a Fletcher y a Cobbins, un par de criminales de bajo nivel pero que solían realizar con éxito los trabajos que llevaban a cabo. Aquel par había secuestrado a Heather Cynster y la había llevado al norte, pero la joven había escapado gracias a la intervención de un inglés llamado Timothy Danvers, un aristócrata que ostentaba el título de vizconde de Breckenridge y que en ese momento era el prometido de la dama en cuestión.
Por culpa de aquel fracaso, no había tenido más opción que contratar a Scrope para que este secuestrara a Eliza Cynster, pero seguía sin gustarle su decisión por mucho que intentara justificarla mediante argumentos lógicos. Seguía sintiéndose inquieto, descontento y muy incómodo por el trato que acababa de cerrar. Tenía un mal presentimiento, una sensación de desasosiego constante e irritante. Era como llevar puesto un cilicio.
No había dudado a la hora de contratar a Fletcher y a Cobbins. Aunque eran capaces de emplear la violencia, no se trataba de hombres dispuestos a cometer un asesinato de buenas a primeras. De Scrope no podía decirse lo mismo, ya que los trabajos que llevaba a cabo solían conllevar algún asesinato. En aquel secuestro no había que asesinar a nadie ni mucho menos, pero el hecho de que el tipo tuviera una demostrada predisposición a emplear esos métodos no resultaba nada tranquilizador.
El problema radicaba en que necesitaba tener en su poder a Eliza Cynster cuanto antes. En el caso de Fletcher y Cobbins, había estipulado que le serviría cualquiera de las hermanas Cynster (Heather, Eliza o Angelica), pero para cuando aquel par había atrapado a la primera ya había averiguado lo suficiente como para darse cuenta de que había cometido un error. Para él había sido un gran alivio que la secuestrada fuera Heather, ya que con veinticinco años podía considerársela una solterona y estaba hecha a medida para la propuesta que él tenía pensado hacerle.
Pero al final no había podido ser, ya que el destino había intervenido y Heather había escapado con Breckenridge. Lo ocurrido no le había perturbado demasiado, ya que sabía que tenía a Eliza como alternativa. La joven tenía veinticuatro años y podría encajar en sus planes casi tan bien como Heather, pero si no lograba capturarla a ella…
Angelica era la tercera y menor de las hermanas pertenecientes a la rama del árbol genealógico de los Cynster en la que debía centrarse; en teoría, podría servirle, pero tan solo tenía veintiún años y él no tenía deseo alguno de lidiar con una joven dama de su edad.
Podía ser paciente cuando una situación así lo requería, pero no era un hombre de una paciencia inherente y convencer a una bobalicona princesita de la alta sociedad de que accediera a colaborar con él requeriría más tacto del que poseía; por otro lado, la alternativa de obligarla a acatar su voluntad requeriría ejercer sobre ella un grado de presión despiadada que se veía incapaz de alcanzar, sería incapaz de vivir con algo así en su conciencia por el resto de sus días.
Así que tenía que ser Eliza Cynster, y para eso necesitaba tanto las habilidades de Scrope como su ávido empeño en alcanzar sus objetivos. Él había hecho todo lo posible por garantizar la seguridad y el bienestar de la joven, todo lo posible para asegurarse de que nada saliera mal, pero aun así…
Con la mirada fija en el horizonte teñido de violeta y en las montañas tras las que, a muchos kilómetros de distancia, se encontraban el valle, el lago y el castillo que formaban su hogar, intentó convencerse de que había hecho todo lo posible. Intentó convencerse de que, tal y como había planeado, ya podía regresar a casa (al castillo, junto a su gente y los niños) y volver después, a tiempo para estar esperando cuando Scrope llegara con Eliza Cynster.
Honor ante todo. Ese era el lema de su familia, las palabras talladas en piedra sobre la puerta de entrada del castillo y en todas las chimeneas principales. El honor le impedía marcharse de allí, era una comezón constante que sentía bajo la piel.
Después de enviar a Scrope a lidiar con los Cynster, de mostrarle cómo secuestrar a Eliza bajo las narices de la vigilante familia de esta, de poner en marcha su plan, el honor le exigía que ejerciera de guardián, que siguiera a Scrope y de forma subrepticia, clandestinamente, vigilara y se asegurara de que nada saliera mal… de que Scrope no se excediera a la hora de cumplir con su tarea.
Permaneció allí, inmóvil, con la mirada fija en las montañas que se alzaban en la distancia más allá de los llanos, echando de menos con toda su alma la paz y el intenso silencio, con sus sentidos buscando en el aire el aroma de los pinos y los abetos, mientras el sol se hundía poco a poco en poniente y la oscuridad se abría paso.
Volvió a moverse al fin cuando las sombras fueron ganando terreno. Se enderezó y, con las manos aún en los bolsillos, dio media vuelta y descendió de vuelta a la calle antes de poner rumbo a la casa que poseía en la ciudad. Con la cabeza gacha y la mirada puesta en los adoquines del suelo, empezó a redactar mentalmente la carta que iba a enviarle a su administrador para advertirle que su regreso iba a retrasarse un par de semanas. Después de eso… después de eso, esperaba y rogaba poder regresar a casa con Eliza Cynster a su lado.
Mansión St. Ives
Grosvenor Square, Londres
—¡No es justo!
Elizabeth Marguerite Cynster, Eliza para todos, masculló aquella protesta en voz baja al amparo de las sombras de una enorme planta, junto a una pared del salón de baile de la mayor de sus primas. El majestuoso salón ducal brillaba y resplandecía aquella noche en la que albergaba a la flor y nata de la alta sociedad. Ataviados con sus mejores galas, emperifollados y cargados de joyas, los invitados estaban inmersos en una vorágine casi extática de felicidad y regocijo desatados.
Eran muy pocos los miembros de la alta sociedad capaces de declinar la invitación a bailar el vals en un evento organizado por Honoria, duquesa de St. Ives y el poderoso marido de esta, Sylvester Cynster (más conocido como «Diablo»), así que el enorme salón estaba lleno hasta los topes.
La luz de las relucientes arañas bañaba los elaborados peinados y se reflejaba en el corazón de innumerables diamantes. Vestidos en una amplia gama de vistosos colores ondeaban mientras las damas bailaban, creando así un ondulante mar de vivos plumajes que contrastaban con los atuendos en blanco y negro de rigor que lucían los caballeros. Infinidad de perfumes inundaban el aire, y una pequeña orquesta interpretaba de fondo uno de los valses más populares.
Eliza contempló a su hermana mayor, Heather, quien en ese momento estaba bailando en brazos de su apuesto futuro esposo, Timothy Danvers, vizconde de Breckenridge, que en el pasado había tenido fama de ser el mayor libertino de la alta sociedad. Incluso suponiendo que el baile no se hubiera organizado para celebrar el compromiso de la pareja de forma expresa, para anunciar formalmente dicho compromiso ante la alta sociedad, la expresión de adoración que aparecía en los ojos de Breckenridge cada vez que este posaba la mirada en Heather hablaba por sí sola. El que había sido el consentido de las damas de la alta sociedad en el pasado se había convertido en el protector y esclavo incondicional de Heather, y no había ninguna duda de que el sentimiento era mutuo. La felicidad que se reflejaba en el rostro de ella y que iluminaba sus ojos lo clamaba a los cuatro vientos.
A pesar de que Eliza no estaba de buen humor (debido, en gran parte, a los acontecimientos que habían conducido al compromiso matrimonial de Heather), se alegraba sinceramente y de corazón por su hermana.
Las dos habían pasado años (no, no era una forma de hablar, habían sido años de verdad), buscando a sus respectivos héroes entre los miembros de la alta sociedad, en los saloncitos y los salones de baile donde se suponía que las jóvenes damas como ellas debían limitarse a buscar un buen partido. Como ni ella ni sus hermanas, Heather y Angelica, habían tenido suerte a la hora de encontrar a los caballeros destinados a ser sus héroes, habían llegado a la lógica conclusión de que no iban a encontrarlos dentro de los «cotos de caza» de rigor, así que habían tomado la decisión, igualmente lógica, de extender la búsqueda a las zonas donde se congregaban los caballeros más elusivos, pero igualmente adecuados como candidatos a marido.
Era una estrategia que les había funcionado tanto a su prima mayor, Amanda, como a la hermana gemela de esta, Amelia, aunque la segunda la había empleado con una variante. A Heather, por su parte, también le había servido ese mismo enfoque, aunque en su caso había sido de una forma del todo inesperada; en cualquier caso, lo que estaba claro era que, si una mujer de la familia Cynster quería encontrar a su héroe, lo que tenía que hacer era atreverse a salir de los círculos en los que acostumbraba a moverse.
Ella estaba decidida a hacerlo, pero el problema radicaba en que, debido a la aventura en la que se había metido de lleno Heather minutos después de dar el primer paso para adentrarse en ese mundo más atrevido (la habían secuestrado, había sido rescatada por Breckenridge y había huido junto a él), había salido a la luz un complot para secuestrar a «las hermanas Cynster».
Nadie sabía si las únicas que estaban en el punto de mira de los secuestradores eran Heather, Angelica y ella, o si también corrían peligro Henrietta y Mary, sus primas pequeñas.
Nadie entendía qué motivo podía haber tras aquella amenaza, ni lo que se pretendía hacer con la víctima tras secuestrarla y llevarla a Escocia. Tampoco había ninguna pista que pudiera revelar la identidad del instigador de todo aquello, pero el resultado había sido que tanto a ella como a las otras tres «hermanas Cynster» las habían puesto bajo una vigilancia constante. Bastaba con que sacara un pie de la casa de sus padres para que alguno de sus hermanos o, en su defecto, de sus primos (que eran igual de asfixiantes) apareciera a su lado y se convirtiera en su sombra.
La cuestión era que, para ella, salir lo más mínimo de los restrictivos círculos de lo más selecto de la alta sociedad se había convertido en algo imposible. En caso de que intentara hacerlo, la manaza de alguno de sus hermanos o de sus primos la agarraría del codo y la haría regresar con un firme tirón.
No tenía más remedio que admitir que resultaba comprensible que se comportaran así, pero…
—¿Por cuánto tiempo más voy a tener que soportarlo? —las medidas de protección ya llevaban tres semanas en pie, y no daban muestras de empezar a ceder—. ¡Ya tengo veinticuatro años! ¡Si este año no encuentro a mi héroe, me convertiré en una solterona!
No tenía por costumbre hablar sola en voz baja, pero la velada iba llegando a su fin y, tal y como solía suceder en aquella clase de eventos, a ella no le había pasado nada remarcable. Por eso estaba arrinconada contra la pared, oculta entre las sombras de la enorme planta, porque estaba cansada de sonreír y fingir que sentía algún interés por los correctísimos y jóvenes caballeros que habían intentado captar su atención a lo largo de la noche.
Teniendo en cuenta que era una Cynster, una joven dama de buena cuna e impecables modales poseedora de una cuantiosa dote, jamás le habían faltado pretendientes; lamentablemente, nunca había sentido ni el más mínimo deseo de hacer de Julieta para alguno de aquellos aspirantes a Romeo. Al igual que Angelica, su hermana menor, ella estaba convencida de que reconocería a su héroe. Tal vez no sucediera en cuanto pusiera sus ojos en él, tal y como creía Angelica, pero sí después de pasar algunas horas en su compañía.
Heather, por el contrario, nunca había tenido la certeza de poder reconocer a su héroe, y lo cierto era que conocía a Breckenridge desde hacía años (bueno, no había tenido una relación estrecha con él, pero sí que le conocía de vista), y hasta la pequeña aventura que habían vivido juntos no se había dado cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Su hermana le había contado que Catriona, esposa de uno de sus primos y que, como representante terrenal de la deidad conocida en algunas partes de Escocia como «la Señora», solía «saber» ciertas cosas, le había advertido que debía ver con claridad a su héroe, y al final había resultado ser así.
Catriona le había entregado a Heather un collar con un colgante diseñado para ayudar a una joven dama a encontrar a su amor verdadero, a su héroe; al parecer, se suponía que el collar debía ir pasando de mano en mano, así que su hermana había cumplido y se lo había entregado a ella. La joya pasaría en su debido momento a Angelica, y después a Henrietta y a Mary antes de regresar finalmente a Escocia para ir a parar a manos de Lucilla, la hija de Catriona.
Eliza alzó una mano y acarició la fina cadena intercalada con pequeñas cuentas de amatista que rodeaba su cuello. El colgante de cuarzo rosa que pendía del collar estaba oculto en el valle formado por sus senos, y la cadena quedaba escondida bajo el delicado encaje del elegante pañuelo que cubría el pronunciado escote de su vestido de seda dorada.
El collar estaba en su poder, así que ¿dónde estaba el héroe al que se suponía que iba a reconocer gracias a él? Estaba claro que allí no, porque ningún caballero con madera de héroe había aparecido por arte de magia; a decir verdad, no esperaba que sucediera justo allí, en medio de lo más selecto de la alta sociedad, pero a pesar de ello sentía decepción y un profundo abatimiento.
Heather había encontrado a su héroe, pero en el proceso había obstaculizado la búsqueda de ella. No había sido algo intencionado, por supuesto, pero sí muy efectivo; aunque su propio héroe no se encontrara en los círculos de la alta sociedad, ya no podía salir de dichos círculos para darle caza.
—¿Qué diantre voy a hacer?
Un lacayo que estaba bordeando el salón con una bandejita de plata en la mano se volvió al oírla y escudriñó las sombras con la mirada. Eliza apenas le prestó atención, pero él puso cara de alivio al verla y dio un paso hacia ella.
—Lady Eliza —la saludó, antes de hacer una reverencia y ofrecerle la bandeja—. Un caballero solicitó hace más de media hora que se le entregara esta nota, pero no lográbamos encontrarla entre el gentío.
Ella agarró la nota doblada mientras se preguntaba quién sería el tedioso caballero al que se le había ocurrido enviársela.
—Gracias, Cameron.
El lacayo era uno de los empleados de sus padres, pero, dada la magnitud de aquel baile, estaba actuando de refuerzo en la mansión St. Ives.
—¿Sabes quién es el caballero en cuestión?
—No, señorita. La nota me la ha entregado otro lacayo, ha ido pasando de mano en mano.
—Gracias.
Eliza le indicó con un gesto que podía retirarse y, cuando el lacayo se despidió con una pequeña reverencia y se fue, abrió la nota sin esperar gran cosa de ella. Estaba escrita con trazos enérgicos y decididos, unos trazos negros sobre el papel blanco que revelaban un estilo muy masculino, y la alzó un poco para poder leerla bajo la luz.
Venga a verme al saloncito de la parte trasera de la casa si se atreve. No, no nos conocemos. Si no he firmado esta nota es porque mi nombre no tendría significado alguno para usted. No hemos sido presentados y dudo mucho que alguna de las grandes damas presentes accediera a concederme ese honor; aun así, mi presencia aquí, el hecho de que haya asistido a este baile, habla lo suficientemente bien de mis antecedentes y de mi posición social. Además, sé dónde se encuentra el saloncito que he mencionado, lo que indica que estoy familiarizado con la mansión.
Creo que ya es hora de que nos veamos cara a cara, aunque solo sea para comprobar si podríamos sentirnos inclinados a conocernos mejor.
Voy a finalizar esta nota tal y como la he empezado: venga a verme al saloncito de la parte trasera de la casa si se atreve.
Estaré esperando.
Eliza no pudo evitar sonreír. Qué… impertinencia, ¡qué atrevimiento! Mira que enviarle semejante nota en la casa de su prima, bajo las mismísimas narices de las grandes damas de la alta sociedad y de toda su familia…
Pero, quienquiera que fuese, estaba claro que se encontraba allí, dentro de la mansión, y si sabía dónde se encontraba el saloncito al que había hecho alusión…
Releyó la nota sin saber cómo proceder, pero no vio razón alguna que le impidiera ir con disimulo al saloncito y descubrir quién había osado enviarle una nota así.
Salió de su escondite y, con el máximo disimulo posible, bordeó con rapidez el abarrotado salón de baile. Estaba convencida de que era cierto que no conocía al hombre que le había enviado la nota, que nunca habían sido presentados, porque a ninguno de los caballeros a los que conocía se le habría ocurrido enviarle una escandalosa nota invitándola a mantener un encuentro secreto en la mansión St. Ives.
Se sentía expectante, llena de excitación. ¡A lo mejor había llegado el momento que tanto había esperado!, ¡quizás iba a conocer por fin a su héroe!
Después de cruzar una puerta lateral, recorrió a toda prisa un pasillo, dobló una esquina y después otra. La luz iba volviéndose más tenue conforme avanzaba hacia la esquina trasera de la enorme mansión. El saloncito al que se dirigía estaba en lo más profundo de las zonas privadas de la casa, lejos de las salas donde se recibía a las visitas y del ruido que se generaba en ellas, y daba a los jardines traseros. Honoria pasaba muchas tardes allí, viendo desde la terraza cómo jugaban sus hijos en el jardín.
Cuando llegó por fin al final del último pasillo y tuvo ante sí la puerta del saloncito, no dudó ni un instante antes de abrirla y entrar.
Las lámparas no estaban encendidas, pero la luz de la luna entraba por las ventanas y por las puertas acristaladas de la terraza. Lanzó una mirada a su alrededor y, al no ver a nadie, cerró la puerta tras de sí y se adentró en la estancia pensando que él podría estar esperándola sentado en una de las butacas que miraban hacia las ventanas.
Se detuvo al llegar junto a ellas, y al ver que estaban vacías se preguntó ceñuda si él se habría cansado de esperar y se habría marchado.
—¿Hola? —dijo en voz alta, antes de empezar a dar media vuelta—. ¿Hay alguien a…?
Un sonido quedo a su espalda hizo que se volviera como una exhalación, pero ya era demasiado tarde. Un duro brazo le rodeó la cintura desde atrás y la apretó contra un sólido cuerpo masculino.
Intentó gritar…
La enorme palma de una mano le cubrió la boca y la nariz con un trapo blanco. Ella forcejeó, inhaló aire, notó un intenso olor dulzón… sus músculos se aflojaron de golpe, sintió que se desplomaba y aun así luchó por girar la cabeza, pero la pesada mano la siguió y mantuvo aquel horrible trapo sobre su boca y su nariz hasta que la realidad se esfumó y la oscuridad la envolvió por completo.
Eliza sintió náuseas al ir emergiendo de la oscuridad. Estaba meciéndose, balanceándose, no podía parar de hacerlo. Cuando sus sentidos se estabilizaron al fin, reconoció el traqueteo de las ruedas de un carruaje sobre el empedrado del suelo.
¿Un carruaje? Sí, estaba viajando… ¡Dios del cielo, la habían secuestrado!
La sorpresa inicial que la impactó de lleno fue reemplazada por un pánico visceral que la ayudó a centrarse. Aún no había intentado abrir los ojos, le pesaban los párpados y las extremidades, le costaba trabajo hasta mover un solo dedo. Creía notar que no le habían atado ni las manos ni los pies, pero, teniendo en cuenta que apenas tenía fuerzas para pensar, eso era algo que de momento no tenía demasiada importancia.
Además, dentro del vehículo había otra persona… no, una no, eran varias.
Se quedó tal y como estaba, desplomada en un rincón con la cabeza echada hacia delante, mientras agudizaba sus sentidos. Lo único que alcanzó a notar fue que había una persona sentada a su lado y otra frente a ella, así que aprovechó el siguiente balanceo fuerte del vehículo para girar un poco la cabeza y entreabrió con esfuerzo los párpados para echar un vistazo con disimulo.
Sentado frente a ella había un hombre que, a juzgar por su vestimenta, parecía ser un caballero. Sus facciones eran austeras y alargadas, tenía la barbilla cuadrada y un ondulado cabello castaño oscuro bien arreglado; era alto y se le veía fuerte, más esbelto que fornido. Seguro que había sido él quien la había atrapado contra su cuerpo en el saloncito, que había sido su mano la que le había tapado la nariz y la boca con el trapo que desprendía aquel olor tan horrible.
Le dolía la cabeza, se le encogió el estómago al recordar aquel intenso olor dulzón. Respiró hondo por la nariz y dejó a un lado el recuerdo de aquellas sensaciones mientras centraba su atención en la persona que tenía a su lado.
Era una mujer. No podía verle la cara sin volver la cabeza, pero el vestido que le cubría las piernas parecía indicar que se trataba de una doncella; no solo eso, sino que era una con un estatus elevado. Quizás fuera una ayuda de cámara, porque la tela negra del vestido era de mayor calidad que la que usaría una criada normal y corriente.
«Igual que con Heather». A su hermana también se le había asignado una doncella cuando la habían secuestrado, y su familia lo había interpretado como una prueba de que el responsable de lo ocurrido era un aristócrata; al fin y al cabo, ¿a quién más se le habría ocurrido pensar en asignarle una doncella a una dama que había sido secuestrada? Al parecer, en esa ocasión también se había tenido en cuenta ese detalle, así que cabía preguntarse si el hombre que tenía enfrente era el aristocrático villano que tenía a su familia en el punto de mira.
Le observó con mayor detenimiento y llegó a la conclusión de que lo más probable era que no fuera él. A Heather la habían secuestrado unos matones a sueldo y, aunque tenía la impresión de que aquellos dos desconocidos estaban un poco por encima de las personas que habían secuestrado a su hermana (teniendo en cuenta la descripción que esta le había dado), tenían pinta de haber sido contratados para realizar un trabajo.
La cabeza se le iba despejando, cada vez le resultaba más fácil pensar.
Si aquello era una repetición del secuestro de Heather, entonces iban a llevarla hacia el norte rumbo a Escocia. Miró hacia la ventanilla y observó con disimulo la calle mientras seguía fingiendo que estaba inconsciente. Tardó un poco, pero al final se dio cuenta de que el carruaje no se encontraba en la que se conocía como la «gran ruta del norte», sino que estaba siguiendo el camino que su familia tomaba cuando iba a visitar a lady Jersey a la residencia que esta poseía en Osterley Park.
Estaban llevándola rumbo al oeste, tal vez ni siquiera tuvieran intención de llevársela demasiado lejos de Londres. La cuestión era si su familia sabría en qué dirección buscar. Darían por hecho que estaban llevándola hacia el norte… y eso cuando acabaran por darse cuenta de que había sido secuestrada, claro.
Quienesquiera que fueran aquellas personas, no había duda de que eran osadas e inteligentes. De entre todas las jóvenes de la familia, había sido a ella a la que tanto sus hermanos como sus primos habían estado custodiando con mayor celo, pero la mansión St. Ives era el único sitio donde habían dado por hecho que estaría a salvo y habían bajado un poco la guardia.
A nadie se le habría pasado por la imaginación que los secuestradores pudieran atreverse a atacar en aquella casa en concreto, y menos aún aquella noche. El lugar estaba lleno hasta los topes de gente que la conocía, desde invitados y familiares hasta personal de servicio procedente de las casas de otros miembros de la familia.
A pesar de su enfurruñamiento de antes, en ese momento habría dado cualquier cosa con tal de ver llegar al galope a Rupert o a Alasdair, o incluso a alguno de sus arrogantes primos.
La habían sofocado a más no poder en su afán por protegerla, ¿dónde estaban cuando les necesitaba de verdad?
Frunció el ceño sin darse cuenta, y el hombre afirmó:
—Está despierta.
Ella siguió haciéndose la dormida. Relajó el rostro con fingida naturalidad para que pareciera que había fruncido el ceño entre sueños, cerró los ojos por completo y permaneció inmóvil, sin dar muestra alguna de haber oído las palabras del hombre; al cabo de un momento, notó que la mujer se le acercaba un poco más y sintió el peso de su penetrante mirada en el rostro antes de oírla preguntar:
—¿Estás seguro?
Su dicción era buena, así que no había duda de que era una sirvienta de alto rango; además, su tono de voz indicaba un trato de igual a igual con el hombre, lo que confirmaba que él era alguien contratado y no el misterioso noble de las Tierras Altas que parecía haber estado detrás del secuestro de Heather.
—Está fingiendo, usa el láudano —contestó el tipo al cabo de un momento.
Eliza contuvo a duras penas su reacción al oír aquello.
—¿No dijiste que él te advirtió que no había que sedarla ni hacerle daño? —adujo la mujer.
—Sí, pero tenemos que darnos prisa y para eso nos conviene que esté dormida. Él no se enterará.
¿Quién diantres sería ese misterioso «él» al que estaban refiriéndose?
—De acuerdo, pero vas a tener que ayudarme —dijo la mujer.
Al oírla rebuscar en un bolso, Eliza no pudo seguir fingiendo y exclamó:
—¡No!
Su intención era intentar convencerles de que no volvieran a sedarla, pero no se había recobrado tanto como pensaba. Su voz no era más que un susurro bronco y, aunque intentó apartar a la mujer de ojos negros y cabello oscuro que estaba inclinándose hacia ella con un frasquito en la mano, sus brazos no tenían fuerza.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó hacia ella, le sujetó las muñecas con una mano y con la otra le agarró la barbilla y la obligó a echar la cabeza hacia atrás.
—¡Venga, dáselo ya!
Eliza luchó por cerrar la boca, pero él hundió un pulgar en su mandíbula y la mujer le metió con destreza el frasquito entre los labios. Intentó no tragar, pero el líquido le bajó por la garganta…
El hombre la sujetó hasta que se quedó laxa y el láudano la hundió en la oscuridad de la inconsciencia.
Para cuando Eliza logró emerger del mundo de tinieblas en el que estaba sumida lo suficiente como para poder pensar, habían pasado días, aunque no habría sabido decir cuántos. La habían mantenido sedada y arrinconada en aquella esquina del carruaje, y tenía la impresión de que apenas habían hecho un alto en el camino.
Se sentía absurdamente débil. Mantuvo los ojos cerrados mientras iba recordando, mientras iba encajando todos los datos dispersos y los comentarios que había captado en los fugaces momentos de lucidez intercalados entre los largos periodos de inconsciencia.
La habían sacado de Londres por un camino que iba en dirección oeste, eso sí que lo recordaba. Y después… Después habían pasado por Oxford al amanecer, había vislumbrado por un instante las familiares agujas de los edificios contra un cielo que iba tiñéndose de color.
Los secuestradores habían seguido usando el láudano con mesura después de aquella primera dosis, habían ido administrándole la cantidad justa para mantenerla aturdida y adormilada de modo que no pudiera hacer nada, mucho menos escapar. Tenía el vago recuerdo de estar pasando por otras poblaciones, de ver campanarios de iglesias y plazas de mercado, pero el único lugar que recordaba con certeza era York. Habían pasado cerca de la catedral, y estaba casi segura de que había sido aquella misma mañana. El tañido de las campanas había sido tan fuerte que la había despertado, pero había vuelto a perder la consciencia mientras el vehículo viraba y salía de la ciudad.
No había vuelto a despertar hasta ese momento. Movió la cabeza con languidez, como si aún estuviera dormida, y dado que aún tenía los párpados pesados y no podía levantarlos aguzó sus otros sentidos.
Olía a mar. El característico aroma salado era intenso, la brisa que entraba por el resquicio de la portezuela era revitalizante y fresca. Oyó también el inconfundible graznido de las gaviotas. Estaba claro que tras salir de York habían seguido hacia la costa, tenía que valorar su situación en función de ese dato.
No conocía demasiado bien aquella zona, ya que estaba bastante lejos de Londres y no se encontraba en la gran ruta del norte; aun así, si habían pasado por York y por Oxford cabía suponer que sus captores, conscientes de que su familia la buscaría por dicha ruta, estaban llevándola hacia Escocia siguiendo otro camino. Si estaba en lo cierto y habían evitado por completo la ruta principal, era posible que no encontraran ni rastro de ella, y eso quería decir que nadie iba a aparecer a lomos de un brioso corcel para rescatarla… o, por lo menos, que no podía contar con que su familia lograra salvarla.
Estaba claro que iba a tener que salvarse ella solita, y la idea hizo que le diera un vuelco el corazón. Las aventuras no eran su fuerte, ese tipo de cosas las dejaba para Heather y en especial para Angelica. Ella, por el contrario, era la hermana callada y tranquila, la mediana, la que tocaba como un ángel tanto el piano como el arpa y a la que le encantaba bordar.
Pero si quería escapar (y, la verdad, de eso no tenía ninguna duda), iba a tener que hacer algo por sí misma.
Respiró hondo y, después de entreabrir los párpados con esfuerzo, miró con disimulo a sus secuestradores. Era la primera vez que tenía la ocasión de verlos a la luz del día, por regla general se daban cuenta de que estaba recobrando la consciencia y se apresuraban a sedarla de nuevo. La mujer (en un primer momento la había tomado por una ayuda de cámara, pero a esas alturas estaba casi convencida de que era una enfermera de esas a las que las familias adineradas de la alta sociedad contrataban para cuidar de sus mayores), era pulcra y eficiente, su dicción era buena y tenía buena presencia. Llevaba su espesa cabellera oscura recogida en un severo moño a la altura de la nuca, y sus pálidas facciones revelaban que podría tratarse de una mujer de buena cuna que había pasado por apuros económicos. En su rostro había una dureza visible que se reflejaba también en sus ojos.
Parecía tener una altura y una complexión similares a las suyas (altura media tirando a alta, y cuerpo normal tirando a esbelto) y unos cuantos años más que ella, pero tenía una fuerza significativamente mayor gracias a su trabajo de enfermera.
Volvió la mirada hacia el hombre que se había sentado frente a ella durante todo el trayecto. Le había visto de cerca en varias ocasiones, cuando la había sujetado para que la enfermera pudiera sedarla. Estaba segura de que no era el misterioso hacendado de las Tierras Altas, ya que había recordado que Breckenridge había afirmado que el elusivo noble tenía «un rostro tallado en granito y ojos como el hielo».
El hombre que tenía delante poseía unas facciones marcadas, pero no eran especialmente duras ni cinceladas; además, sus ojos de color marrón oscuro zanjaban el asunto.
—Ha despertado de nuevo —dijo la enfermera.
Al oír la advertencia de su compinche, el hombre apartó la mirada de la ventanilla y se volvió a mirar a Eliza.
—¿Quieres volver a sedarla? —añadió la mujer.
Eliza sostuvo la mirada del hombre sin decir palabra, y él la observó en silencio durante un largo momento antes de contestar:
—No.
Eliza disimuló el alivio que sintió al oír aquella negativa, no era nada agradable estar sedada.
El hombre se acomodó mejor en el asiento antes de decirle a la enfermera:
—Tiene que estar tan sana y saludable como siempre para cuando lleguemos a Edimburgo, así que será mejor que dejemos de sedarla por ahora.
Así que estaban llevándola hacia Edimburgo, ¿no? Después de tomar nota mental de ese dato, Eliza alzó la cabeza y enderezó sus encorvados hombros. Se incorporó en el asiento y, tras apoyar la espalda en el acolchado respaldo, observó abiertamente y con cierta altivez al tipo y le preguntó:
—¿Le importaría presentarse? —su voz sonó débil y enronquecida.
Él la miró a los ojos y, al cabo de un instante, esbozó una pequeña sonrisa e inclinó la cabeza.
—Me llamo Scrope, Victor Scrope, y ella es Genevieve. Fuimos enviados junto al cochero a la pecaminosa ciudad de Londres para llevarla de vuelta a la aislada finca de su tutor, de la que usted huyó.
El tipo expuso una historia inventada prácticamente idéntica a la que los secuestradores de Heather habían empleado para asegurarse de que esta no intentara escapar, y al final añadió:
—Se me aseguró que, al igual que su hermana, usted es lo bastante inteligente como para entender que, gracias a nuestra versión de los hechos, cualquier intento por su parte de llamar la atención y pedir ayuda tendría como consecuencia un daño irreparable en su propia reputación.
Al ver que la miraba con una ceja enarcada aguardando su respuesta, Eliza hizo un cortante gesto de asentimiento y dijo con rigidez:
—Sí, lo entiendo perfectamente bien —su voz seguía sonando débil y suave, pero iba recobrando su fuerza.
—¡Excelente! Permítame añadir que entraremos en Escocia en breve, y allí resultaría aún más fútil cualquier intento de lograr que alguien la ayude; por si estaba demasiado incapacitada para percatarse de ello, déjeme decirle que hemos evitado viajar por la gran ruta del norte, así que su famosa familia no encontrará allí ni rastro de nuestro paso aunque la recorra de principio a fin —Scrope atrapó su mirada y la sostuvo al añadir—: el caso es que no va a recibir ayuda alguna de ellos, y los próximos días serán mucho más fáciles para todos nosotros si acepta que es mi prisionera y que no la dejaré ir hasta que la deje en manos de la persona que me contrató.
Al ver la calma con la que hablaba y la gélida confianza en sí mismo que mostraba, a Eliza le vino a la mente la imagen de una jaula de hierro. Aunque asintió de nuevo, se dio cuenta sorprendida de que por dentro ya estaba repasando lo que sabía, sopesando sus opciones, buscando una escapatoria. El comentario que Scrope había hecho sobre Heather confirmaba que le había contratado el misterioso noble de las Tierras Altas que parecía estar detrás del secuestro de su hermana, y huelga decir que no le apetecía lo más mínimo ir a parar a sus manos. Esperar a estar en poder de aquel hombre antes de intentar huir podría ser como esperar a notar el calor antes de salir del fuego y caer en las brasas, así que la cuestión era idear un plan de huida dando por hecho que no iba a recibir ayuda alguna de su familia.
Se volvió a mirar el paisaje por la ventanilla y en la distancia, más allá de rocosos acantilados, vio el mar destellando bajo el pálido sol. Si aquella mañana habían pasado por York, eso quería decir que… bueno, no tenía una certeza absoluta, pero estaba casi segura de que, fuera cual fuese el camino que estaban siguiendo, iban a tener que pasar por una ciudad grande como mínimo antes de llegar a la frontera con Escocia.
No quería esperar hasta después de pasar la frontera para intentar pasar a la acción; tal y como Scrope había mencionado, estar en Escocia reduciría aún más la probabilidad de que alguien la rescatara, y era precisamente eso, un rescate, lo que ella necesitaba. Teniendo en cuenta el cuento inventado que tenían preparado los secuestradores, si intentaba liberarse por sí misma tan solo iba a lograr que su reputación quedara hecha trizas.
Lo que necesitaba era que su héroe apareciera y la pusiera a salvo, tal y como le había pasado a Heather. A su hermana la había rescatado Breckenridge, pero ¿quién iba a rescatarla a ella? Pues nadie, porque nadie tenía ni idea de su paradero.
Su situación era distinta a la de su hermana, ya que, mientras que Breckenridge había presenciado el secuestro de Heather y la había seguido desde el principio, en su caso nadie sabía hacia dónde se la habían llevado. Estaba claro que, si quería que alguien la rescatara, iba a tener que hacer algo para que así fuera.
Le habría encantado que Angelica estuviera con ella en ese momento, porque su hermana menor sería una fuente inagotable de ideas en una situación así y estaría deseosa de intentar ponerlas en práctica. A ella, por el contrario, no se le ocurría ningún plan brillante más allá de la opción obvia: aprovechar el único punto débil que había en aquel cuento de que estaban llevándola de vuelta a casa de un supuesto tutor.
Si lograba captar la atención de alguien que la conocía, de algún miembro de la alta sociedad, aquella excusa no se sostendría por ningún lado; además, teniendo en cuenta lo poderosa e influyente que era su familia, era más que probable que el escandaloso hecho de que hubiera pasado días con sus respectivas noches en manos de sus captores pudiera quedar enterrado por completo.
El problema era que el rescate tenía que llevarse a cabo a aquel lado de la frontera, porque una vez en Escocia se reducirían enormemente tanto la probabilidad de ver a algún conocido como la posibilidad de que este fuera capaz de liberarla.
Se acurrucó de nuevo en su esquina del carruaje y miró por la ventanilla para poder ver llegar los vehículos con los que se cruzaban de vez en cuando. Si veía a algún posible candidato…
En aquel rincón tan lejano de Inglaterra tan solo conocía bien a dos familias: los Varisey, de la Casa de Wolverstone, y los Percy, de la de Alnwick. Pero, si sus captores seguían sin entrar en la gran ruta del norte, las probabilidades de que viera a alguno de los miembros de dichas familias serían muy escasas.
Miró a Scrope y le preguntó, intentando fingir naturalidad:
—¿Cuánto falta para que crucemos la frontera?
Él miró por la ventanilla, y al cabo de un momento sacó un reloj de bolsillo y le echó un vistazo.
—Es poco más del mediodía, así que deberíamos llegar a Escocia a última hora de la tarde —volvió a guardar el reloj y miró a Genevieve—. Nos detendremos en Jedburgh para pernoctar allí, tal y como habíamos planeado, y mañana por la mañana seguiremos rumbo a Edimburgo.
Eliza volvió a mirar hacia fuera y fijó los ojos en el camino. Había estado dos veces en Edimburgo y sabía que, si salían de Jedburgh por la mañana, llegarían a la capital escocesa a eso del mediodía. A juzgar por los comentarios que Scrope había dejado caer, era allí donde tenían pensado entregársela al noble de las Tierras Altas, pero si no iban a cruzar la frontera hasta última hora de la tarde y en ese momento era poco más del mediodía, estaba casi segura de que el camino donde estaban iba a pasar por Newcastle-Upon-Tyne, la población grande más cercana tanto a Wolverstone como a Alnwick. Si mal no recordaba, el carruaje iba a tener que atravesar dicha población para poder tomar el camino que conducía a Jedburgh.
Fuera o no día de mercado, no iba a tener una mejor oportunidad de atraer la atención de alguien conocido que mientras atravesaban la ciudad a paso lento; además, era un lugar donde esa persona podría obtener de inmediato el apoyo de las autoridades.
Aunque las aventuras no fueran su fuerte, iba a ser capaz de llevar a cabo su plan. ¡Iba a lograrlo!
Se relajó contra el asiento mientras seguía con la mirada puesta en el camino, a la espera de que aparecieran los tejados de Newcastle. El sol asomó entre las nubes y su calor la adormiló, pero luchó contra la tentación. Se movió un poco, se enderezó y se estiró antes de volver a acomodarse. El reflejo de la luz en el siguiente tramo del camino, húmedo tras una pasajera lluvia primaveral, le dio de lleno en los ojos y tuvo que cerrarlos. No pudo evitar hacerlo, pero solo iba a ser por un momento, hasta que se le pasara el deslumbramiento…
Eliza despertó de golpe. Por un segundo, no se acordó de nada… y de repente se acordó de todo. Recordó qué era lo que había estado esperando, miró por la ventanilla, y se dio cuenta de que debía de haber pasado más de una hora.
Estaban cruzando un puente de tamaño considerable, la había despertado el sonido de las ruedas pasando por encima de los tablones de madera.
Se enderezó en el asiento y, con el corazón martilleándole en el pecho, contempló las casas que había a lo largo del camino. Sintió una oleada de alivio al darse cuenta de que no había perdido la oportunidad que estaba esperando, ya que parecían estar entrando en ese momento en Newcastle-Upon-Tyne.
Después de acomodarse mejor, relajó los hombros y la espalda y, bien alerta, se centró de nuevo en mirar por la ventanilla. Deseó con todas sus fuerzas que allí, caminando por las calles de la ciudad, hubiera alguien conocido. Existía la posibilidad de que Minerva, la duquesa de Wolverstone, hubiera salido de compras… y, con un poco de suerte, lo habría hecho acompañada de su marido.
No se le ocurría nadie más capacitado para rescatarla que Royce, el duque de Wolverstone.
Notó en la cara el peso de la mirada de Scrope, pero no le prestó atención alguna. No podía apartar los ojos del exterior, iba a reaccionar en cuanto viera a alguien y sus secuestradores no tendrían tiempo de detenerla.
Era un buen plan, pero conforme fueron avanzando cada vez iban siendo menos las casas que había a lo largo del camino; al ver que al final las dejaban todas atrás, se dio cuenta de que se había equivocado al pensar que había despertado mientras entraban en la ciudad y que en realidad habían estado saliendo de ella. Había desaprovechado aquella oportunidad, había perdido la mejor (y, casi con total seguridad, también la última) oportunidad de atraer la atención de alguien que la conociera.
Por primera vez en su vida, sintió que se le caía el alma a los pies.
Tragó saliva y apoyó la espalda poco a poco en el asiento. No sabía qué hacer, ¿cómo iba a salir de aquel embrollo? Aunque no miró a Scrope, supo de forma instintiva cuándo dejó de observarla y de estar tan alerta. Estaba claro que el tipo sabía que ya era muy improbable que ella pudiera hacer algo para frustrar sus planes.
—Esa era la última ciudad antes de llegar a la frontera —le comentó él a Genevieve—. De aquí a Jedburgh es casi todo campo abierto, Taylor podrá ir a buen ritmo y deberíamos llegar antes del anochecer.
La mujer expresó su asentimiento con un pequeño sonido ininteligible.
Eliza se preguntó si Scrope podía leerle la mente. Si lo que se proponía era desmoralizarla y dejarla abatida, lo había logrado.
Siguió mirando por la ventanilla y observando el paisaje a pesar de que había perdido todas sus esperanzas. Estaba segura de que aquella no era la gran ruta del norte, ya que había recorrido en varias ocasiones el tramo comprendido entre Newcastle y Alnwick. Era la primera vez que pasaba por el camino que habían elegido los secuestradores, pero había campos a ambos lados y los tejados que alcanzaba a ver de vez en cuando pertenecían a granjas y a cabañas.
El carruaje siguió avanzando inexorable, fue llevándola cada vez más hacia el norte mientras sus ruedas traqueteaban a un ritmo implacable y constante. De vez en cuando se cruzaban con otros vehículos, casi todos ellos carros de granjeros.
El camino fue estrechándose de forma gradual; cada vez que se encontraban con alguien que circulaba en dirección contraria, los dos tenían que aminorar la marcha y pasar poco a poco. Se dio cuenta de que aquella podría ser la oportunidad que estaba buscando, pero permaneció tal y como estaba y se esforzó por fingir que seguía relajada y desmoralizada. Tenía que evitar que Scrope se pusiera alerta. Si, por una de esas casualidades de la vida, se cruzaban con alguien que pudiera ayudarla, alguien que estuviera viajando hacia el sur en dirección a Newcastle en un carruaje, una calesa o un carro, ella estaba sentada en el lado ideal del carruaje para poder avisarle de alguna forma.
La situación en la que se encontraba era desesperada. Si veía a algún terrateniente, a cualquier miembro de la pequeña nobleza rural, tenía que estar preparada para aprovechar la oportunidad y pedir ayuda a gritos; tal y como estaban las cosas, su familia no debía de saber hacia dónde la llevaban, así que, aunque la persona que la viera se limitara a enviar una carta a alguien de Londres comentando lo sucedido, con eso bastaría para que alguien se lo mencionara a sus padres.
No podía perder la fe, debía aferrarse a la convicción de que aquel plan saldría bien.
Tenía que alertar a alguien, y aquel tramo del camino cercano a la frontera era su última esperanza. Si se le presentaba una oportunidad, la que fuera, tenía que aprovecharla.
Mantuvo la mirada en el camino fingiendo estar sumida en sus pensamientos, y se prometió a sí misma que iba a lograrlo. Aunque no poseyera la terca determinación de Heather ni la temeraria falta de miedo de Angelica, no estaba dispuesta a acabar en manos de un supuesto noble escocés sin hacer aunque fuera un solo intento por liberarse.
Puede que fuera la hermana callada, pero eso no quería decir que fuera una pusilánime.
Después de aminorar un poco la marcha al doblar un recodo del camino en su calesín, Jeremy Carling prosiguió a buen paso rumbo al sur durante aquel primer tramo del largo trayecto de vuelta a Londres.
Había salido del castillo de Wolverstone a mediodía, pero en vez de dirigirse al sur por Rothbury y Pauperhaugh para tomar el camino de Morpeth y Newcastle-Upon-Tyne (esa era la ruta que, como de costumbre, había seguido para viajar al castillo) había optado por la ruta del oeste, que recorría el límite norte del bosque de Harwood y desembocaba en el camino secundario de Newcastle justo al sur de Otterburn.