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Está cordialmente invitado a la boda de la señorita Heather Cynster, aunque antes ella deberá enfrentarse a secuestradores y peligros y vivirá un audaz rescate a manos del vizconde de Breckenridge Heather Cynster estaba decidida a encontrar a su héroe, al noble caballero que habría de conquistarla y llevarla al altar, pero, cansada de buscarle sin éxito en los formales salones de baile londinenses, decidió salir de su plácido mundo y asistir a una velada mucho más... informal. Lamentablemente, su prometedora búsqueda fue interrumpida por el entrometido vizconde de Breckenridge, que la salvó de un posible escándalo... y sin querer la puso en peligro, ya que un misterioso enemigo aprovechó para atraparla, meterla en un carruaje y llevársela de Londres. Había llegado el momento de que Breckenridge, conocido por su vida disipada, demostrara que era el hombre que ella había estado buscando... La fresca y dinámica prosa de la novela y la interesante trama que plantea ha logrado atraparme una vez más demostrándome nuevamente que Stephanie Laurens sabe como conquistar al lector convirtiendo sus libros en lecturas imprescindibles. Promesas de amor
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Seitenzahl: 745
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
A salvo en sus brazos, n.º 199 - noviembre 2015
Título original: Viscount Breckenridge to the Rescue
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
®Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y TM son maracas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Traductor: Sonia Figueroa Martínez.
Imagen de cubierta: Jon Paul.
I.S.B.N.: 978-84-687-7306-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Febrero de 1829
En el castillo reinaban el silencio y la quietud. En el exterior, la nieve cubría los campos como un grueso manto blanco que revestía la colina y el valle, el lago y el bosque.
Él estaba sentado en la armería, uno de sus refugios, limpiando las armas que se habían usado horas antes. Aprovechando que el mal tiempo remitía un poco, se había aventurado hacia el norte junto con un pequeño grupo de hombres y habían conseguido suficiente carne fresca para abastecer el castillo durante una semana, quizás incluso más.
El éxito de la cacería le había dado una pequeña satisfacción personal. Al menos podía proveer algo, aunque fueran unos trozos de carne... pero su satisfacción se desvaneció de golpe al oír que alguien se acercaba con paso decidido y lo que la sustituyó fue una mezcla de furia, frustración y miedo a la que no supo darle nombre.
Su madre irrumpió en la armería sin llamar a la puerta, pero él no alzó la mirada. Oyó cómo se acercaba airada, cómo se detenía al final de la mesa donde estaba sentado y notó el peso de su mirada furibunda, pero siguió montando estoico el arma que acababa de limpiar.
Ella fue quien perdió antes los nervios. Dio una fuerte palmada en la mesa, se inclinó hacia delante y masculló entre dientes:
—¡Júralo!, ¡jura que lo harás! ¡Jura que viajarás al sur, atraparás a una de las hermanas Cynster y me la traerás para que pueda vengarme al fin!
Él se tomó su tiempo para reaccionar, se aferró a la lentitud que solía usar para ocultar su verdadero carácter y que le servía para controlar mejor a los demás, pero en aquella ocasión su madre había logrado urdir una estratagema muy eficaz y con la que había logrado que no pudiera controlarla; de hecho, él había pasado a estar en sus manos, y eso era algo que le reconcomía por dentro.
Aún seguía torturándose pensando en si podría haber hecho algo para evitar aquello. Quizás, si hubiera prestado más atención cada vez que oía sus desvaríos, se habría dado cuenta antes de lo que estaba tramando y hubiera podido hacer algo para detenerla a tiempo, pero lo cierto era que desde niño siempre la había visto así, llena de pensamientos negativos y obsesionada con la venganza.
Su padre nunca había sido capaz de verla tal y como era, ya que ante su marido siempre había aparentado ser todo dulzura y esa máscara había sido lo bastante impenetrable como para ocultar la amargura que se ocultaba debajo. Él, por su parte, había albergado la esperanza de que tras la muerte de su padre se drenara la ponzoña que corroía el corazón de su madre, pero había sido todo lo contrario.
Estaba tan acostumbrado a oírla desvariar y decir disparates que hacía mucho que había dejado de prestarle atención, y daba la impresión de que tanto él como los demás iban a pagar muy caro por ello... pero ya era demasiado tarde para lamentaciones y recriminaciones.
Alzó la cabeza lo justo para mirarla a los ojos, le sostuvo la mirada con el rostro totalmente inexpresivo, y al cabo de un momento asintió y no tuvo más remedio que decir, muy a su pesar, lo que ella quería oír.
—Sí, voy a hacerlo. Traeré a una de las hermanas Cynster para que puedas vengarte.
Marzo de 1829
Wadham Gardens, Londres
Desde el mismo momento en que puso un pie en el salón de lady Herford, Heather Cynster supo que su último plan para encontrar un marido adecuado estaba condenado al fracaso. En una distante esquina se alzó una cabeza de pelo oscuro, peinado a la perfección según los dictados de la última moda para los jóvenes caballeros de la alta sociedad, y unos penetrantes ojos de color avellana se centraron en ella de golpe.
—¡Maldición!
Apretó los dientes de forma involuntaria, pero se esforzó por mantener una sonrisa en el rostro y por comportarse como si no se hubiera dado cuenta de que el hombre más increíblemente apuesto del salón estaba observándola con tanta intensidad.
Al ver que Breckenridge estaba rodeado de no dos, sino tres damas bellísimas que se disputaban su atención, les deseó la mayor de las suertes y rezó para que él obrara con sensatez y fingiera que no se había percatado de su presencia. Eso era lo que iba a hacer ella, desde luego.
Volvió a centrar su atención en la multitud que lady Herford había logrado que asistiera a su velada, y apartó de su mente a Breckenridge mientras echaba un vistazo a sus opciones. La mayoría de los invitados eran mayores que ella, al menos las damas. Reconoció a algunas de ellas y a otras no, pero le extrañaría sobremanera que todas las damas presentes no fueran casadas, viudas, o solteronas mayores que ella. Las veladas como las de lady Herford tenían como principal finalidad entretener a las matronas de buena cuna pero que estaban aburridas, las que andaban en busca de una compañía más entretenida que la que podían proporcionarles sus maridos, que por regla general eran mucho mayores y sosegados que ellas. Las damas así no tenían por qué ser unas descocadas, pero tampoco eran jovencitas ingenuas y por regla general ya les habían dado a sus maridos uno o dos herederos, así que la mayoría superaba los veinticinco años que tenía ella.
Después de aquel primer vistazo inicial para evaluar la situación llegó a la alentadora conclusión de que la mayoría de los caballeros presentes eran mayores que ella. Casi todos debían de tener unos treinta y algo y, a juzgar por el aspecto que tenían (se les veía vestidos y peinados a la última moda, elegantes, ataviados con ropa cara y sofisticados), había acertado al elegir la velada de lady Herford como su escala inicial en aquella primera expedición que iba a llevarla más allá de los restringidos confines de los salones de baile, los saloncitos y los comedores del escalafón más elevado de la alta sociedad.
Había pasado años buscando en aquellos salones más refinados a su héroe, al hombre que habría de conquistarla y llevarla al altar y a la felicidad conyugal, pero al final había llegado a la conclusión de que él no se movía en aquellos círculos. Eran muchos los caballeros de la alta sociedad que, a pesar de ser candidatos aptos en todos los sentidos, preferían mantenerse bien alejados de las jovencitas del mercado matrimonial. Se trataba de hombres que pasaban las veladas en eventos como el de lady Herford y dedicaban las noches a entretenimientos varios... los juegos de azar y las mujeres, por ejemplo.
Se negaba a considerar la posibilidad de que su héroe no existiera, así que lo más probable era que perteneciera a aquel grupo de caballeros tan elusivos. Eso quería decir que era muy improbable que él llegara a su vida por iniciativa propia, así que había decidido (tras largas y animadas conversaciones con sus hermanas, Elizabeth y Angelica), que iba a tener que ser ella quien diera el primer paso.
Iba a encontrarle y, si fuera necesario, a darle caza.
Bajó los pequeños escalones que conducían al salón de baile con una sonrisa de lo más inocente en el rostro. La villa de lady Herford era una vivienda de construcción reciente y bastante lujosa situada al norte de Primrose Hill; teniendo en cuenta que había tenido que ir hasta allí sola, el hecho de que el lugar estuviera lo bastante cerca de Mayfair como para ir en carruaje había sido un detalle pertinente.
Aunque habría preferido asistir acompañada de alguien, la opción más obvia habría sido elegir como cómplice a su hermana Eliza, que era un año menor que ella y estaba igual de exasperada por la escasez de candidatos con madera de héroe que había en el restringido círculo donde se movían; aun así, si las dos hubieran alegado que les dolía la cabeza su madre habría sospechado que tramaban algo, así que su hermana había tenido que asistir al baile de lady Montague y ella, supuestamente, se había quedado en Dover Street y estaba plácidamente dormida en su camita.
Se adentró entre el gentío procurando aparentar calma y seguridad en sí misma. Su llegada había captado la atención de muchos de los presentes y, aunque fingió no darse cuenta de ello, notó el peso de las miradas que la recorrían con interés. Llevaba puesto un vestido de seda de color ámbar que se amoldaba a su figura y que tenía un escote corazón y unas mangas pequeñas y abullonadas. Como hacía una temperatura agradable impropia de aquella época del año y su carruaje estaba esperándola fuera, había optado por no llevar más que un fino chal de seda de Norwich en tonos ámbar cuyos flecos le cubrían los brazos desnudos y rozaban la seda del vestido.
Su edad avanzada le otorgaba una mayor libertad a la hora de vestir, y, aunque el vestido que había elegido para aquella ocasión no era tan revelador como otros que había en el salón, atraía las miradas masculinas.
Cuando un caballero, claramente interesado en ella y un poco más osado que los demás, dejó el círculo que rodeaba a dos damas y se interpuso en su camino con actitud lánguida, ella se detuvo y enarcó una ceja con altivez.
El desconocido sonrió y la saludó con una reverencia fluida y llena de elegancia.
—Es usted la señorita Cynster, ¿verdad?
—En efecto. ¿Y usted?
Él se enderezó y la miró a los ojos al contestar:
—Miles Furlough, querida mía. ¿Es esta la primera vez que visita este lugar?
—Sí, así es —miró a su alrededor mientras se esforzaba por mostrarse serena y segura de sí misma. Estaba decidida a ser ella quien eligiera al hombre que iba a ser suyo, y no iba a permitir que ni él ni ningún otro le arrebatara esa decisión de las manos—. Parece una fiesta muy animada —comentó, al darse cuenta de que el runrún generado por la multitud de conversaciones cada vez era más fuerte, antes de volver a mirarle de nuevo—. ¿Siempre son tan concurridas las fiestas de lady Herford? —la sonrisita que él esbozó al oír aquello le dio mala espina.
—Creo que no tardará en descubrir que... —Furlough alzó un poco la mirada, y se interrumpió de golpe al ver algo que había tras ella.
Heather tuvo un instante de advertencia, un cosquilleo en la nuca instintivo y primitivo, justo antes de que unos dedos largos y firmes la tomaran del codo.
Aquel mero contacto hizo que la recorriera una oleada de calor, un calor que fue reemplazado casi al instante por un mareo aturdidor. Contuvo el aliento y no le hizo falta mirar para saber que Timothy Danvers, vizconde de Breckenridge y enemigo acérrimo suyo, había optado por no comportarse con sensatez.
—Furlough.
Oír aquella voz profunda tras de sí provocó en ella el desconcertante efecto de siempre, pero hizo caso omiso del escalofrío de excitación que le recorrió la columna (detestaba que él pudiera afectarla así), giró la cabeza poco a poco, y fulminó con una mirada altiva al causante de su agitación.
—Breckenridge.
No había nada en su tono que sugiriera que se alegraba de verle, todo lo contrario, pero él ignoró aquel intento de ponerle freno; de hecho, dio la impresión de que le pasó desapercibido, ya que no había apartado la mirada de Furlough en ningún momento.
—Si nos disculpas, hay un asunto que debo tratar con la señorita Cynster —le sostuvo la mirada sin pestañear y añadió con voz acerada—: estoy seguro de que lo entiendes.
La cara que puso Furlough parecía indicar que, aunque sí que lo entendía, desearía no verse obligado a ceder; aun así, en aquellas circunstancias era casi imposible llevarle la contraria a Breckenridge, que contaba con el favor tanto de la anfitriona como del resto de damas presentes, así que no tuvo más remedio que asentir a regañadientes.
—Sí, por supuesto —se volvió a mirarla, y esbozó una sonrisa más sincera y un poco pesarosa—. Lamento que no nos hayamos encontrado en un lugar menos concurrido, señorita Cynster. La próxima vez, quizás —tras despedirse con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se perdió entre el gentío.
Heather soltó un bufido de exasperación, pero no tuvo tiempo ni de pensar en los argumentos con los que iba a enfrentarse a Breckenridge, ya que este la agarró con más fuerza del codo y tiró de ella para que le acompañara.
—¿Qué...? —protestó, sobresaltada, mientras intentaba detenerse.
—Si tienes un mínimo instinto de conservación, saldrás de aquí sin rechistar —lo dijo mientras tiraba de ella con disimulo. La puerta principal no estaba lejos, y la condujo entre la multitud en aquella dirección.
—¡Suél... ta... me!
Heather masculló la orden en voz baja e imperiosa, pero él la obligó a subir la escalera del salón y aprovechó cuando la tuvo un escalón por encima para inclinar la cabeza y susurrarle al oído:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Su voz imperiosa fue mucho más efectiva. Las palabras, el tono que usó, la golpearon de lleno y lograron el objetivo que sin duda tenían: evocar en ella un miedo nebuloso e instintivo.
Para cuando logró liberarse de aquella sensación, él ya estaba conduciéndola con paso fluido y sin prisa aparente entre los invitados que abarrotaban el vestíbulo.
—No, no te molestes en contestar —se lo dijo sin mirarla, con los ojos puestos en la puerta abierta que tenían justo delante—. No sé qué idea absurda se te ha metido en la cabeza, pero me trae sin cuidado. Ahora mismo te marchas de aquí.
«Sana y salva, y con la virginidad intacta». Breckenridge logró tragarse a duras penas aquellas palabras.
—No hay razón alguna por la que debas interferir —le espetó ella, con la voz teñida de una furia apenas contenida.
Breckenridge reconoció su actitud, era la que solía tener cuando le tenía cerca. En condiciones normales optaría por mantenerse a distancia y evitarla, pero en aquellas circunstancias no tenía alternativa.
—¿Tienes idea de lo que me harían tus primos, por no hablar de tus hermanos, si se enteraran de que te he visto en este antro de perdición y no he hecho nada al respecto?
Ella soltó una carcajada burlona e intentó, con disimulo y sin éxito, que le soltara el codo.
—Eres tan grandote como ellos, e igual de dictatorial. Seguro que podrías hacerles frente.
—A lo mejor podría contra uno, pero ¿contra los seis? Lo dudo mucho. Y también están Luc y Martin, y Gyles Chillingworth, y Michael... No, espera, también están Caro, y tus tías, y... en fin, la lista continúa. Preferiría que me despellejaran, sería mucho menos doloroso.
—Estás exagerando, la casa de lady Herford no es un antro de perdición ni mucho menos —Heather lanzó una mirada por encima del hombro y añadió—: en ese salón no está pasando nada objetable.
—No, puede que en el salón no, al menos de momento. Pero es la única parte de la casa en la que has estado, y te aseguro que sí que es un antro de perdición.
—Pero...
—No hay peros que valgan.
Se detuvo al salir al porche delantero, en el que por suerte no había nadie, y fue entonces cuando la soltó y se permitió mirarla al fin, cuando se permitió contemplar aquel rostro ovalado de facciones delicadas, aquellos ojos de un color gris azulado como el de las nubes de tormenta enmarcados por unas espesas pestañas marrón oscuro. A pesar de que aquellos ojos se habían vuelto duros y acerados, aunque sus sensuales labios estaban apretados con fuerza en ese momento, rostros como aquel eran los que habían hecho que armadas enteras se enfrentaran y habían provocado guerras desde los albores del tiempo. Era un rostro lleno de vida, de sensualidad a la espera de brotar, de vitalidad apenas contenida.
Y eso era antes de añadir el efecto de un cuerpo esbelto, un cuerpo más estilizado que voluptuoso, pero que poseía una gracilidad fluida tan grande que todos y cada uno de sus movimientos incitaban unos pensamientos en los que él prefería no ahondar.
Todos los hombres presentes en el salón se habrían lanzado a intentar conquistarla. Furlough había sido el único que se había recobrado con rapidez del impacto que solía causar el verla por primera vez, y que había logrado acercarse a ella antes que él.
Se tensó al recordarlo, y contuvo las ganas de apretar los puños y de cernirse sobre ella en un intento de intimidarla que sabía que sería inútil.
—Vas a regresar a tu casa, y punto.
Ella le fulminó con una mirada beligerante y contestó con firmeza:
—Si intentas obligarme, grito.
Breckenridge perdió la batalla y cerró los puños con fuerza. Le sostuvo la mirada al afirmar con voz contenida:
—Si lo haces, golpearé esa barbillita tuya tan delicada para dejarte inconsciente, le diré a todo el mundo que te has desmayado, y te mandaré de vuelta a tu casa.
Ella abrió los ojos como platos y le miró como intentando decidir si hablaba en serio, pero no se amilanó.
—¡No serías capaz de hacer algo así!
—Ponme a prueba.
Heather no supo qué hacer. Aquel era el problema con Breckenridge, que no había forma de saber lo que estaba pensando. Su rostro, el rostro de un dios griego de facciones cinceladas, pómulos elevados y mandíbula fuerte y cuadrada, siempre mantenía una impasividad aristocrática e inescrutable, fuera lo que fuese lo que estuviera pasándole por la mente. Sus ojos de color avellana tampoco revelaban nada, su expresión era siempre la de un elegante y despreocupado caballero al que lo único que le importaba era su propio disfrute.
Todos y cada uno de los elementos de su aspecto... el atuendo exquisitamente sobrio cuyo corte severo enfatizaba aún más la fuerza que se ocultaba bajo la ropa, la languidez que solía adoptar al hablar... reforzaban aquella imagen, aunque ella estaba convencida de que dicha imagen no era más que una completa fachada.
Le miró a los ojos, pero no vio en ellos nada que indicara que no estuviera dispuesto a cumplir con su amenaza, y ella no pensaba aguantar semejante humillación.
—¿Cómo has venido?
Ella le indicó a regañadientes la fila de carruajes que esperaban en el camino de entrada hasta donde abarcaba la vista.
—En el carruaje de mis padres. Y antes de que me sermonees por lo inapropiado que es que haya salido sola por Londres de noche, quiero que sepas que tanto el cochero como el lacayo llevan años al servicio de mi familia.
—De acuerdo, te acompaño hasta allí —le dijo él con rigidez.
Al ver que hacía ademán de agarrarla de nuevo del codo, Heather retrocedió de golpe y sintió una frustración enorme. Estaba convencida de que él iba a informar a sus hermanos de que la había encontrado en casa de lady Herford y eso iba a poner punto y final a su plan, un plan que había sido muy prometedor hasta que él había interferido.
—No te molestes, ¡puedo caminar sola veinte metros! —notó lo petulantes que sonaban sus propias palabras, y eso la enfureció aún más y la llevó a añadir—: ¡Déjame en paz!
Alzó la barbilla, dio media vuelta y bajó los escalones con paso decidido. Se dirigió hacia el carruaje de sus padres con la frente en alto, pero por dentro estaba temblando. Sentía que estaba comportándose como una niñita inmadura y estaba furiosa y llena de impotencia, como siempre que discutía con Breckenridge, pero sabía que él estaba observándola y por eso contuvo las lágrimas de rabia contenida y caminó con decisión y la cabeza bien erguida.
Breckenridge permaneció en el oscuro porche delantero de la casa de lady Herford para asegurarse de que la cruz de su existencia regresaba sana y salva a su carruaje. No sabía por qué, de entre todas las damas de la alta sociedad, tenía que ser Heather Cynster la que le afectara tanto, pero lo que tenía claro era que no podía hacer nada al respecto. Ella tenía veinticinco años, y él era diez años y un millón de noches mayor. Seguro que, en el mejor de los casos, le veía como a un primo entrometido y anciano, y en el peor como a un tío entrometido.
—Qué maravilla —masculló, mientras ella se alejaba sin miedo alguno por el camino.
En cuanto se asegurara de que estaba sana y salva en su carruaje, iba a... iba a volver a casa caminando. Quizás el fresco aire nocturno podría despejarle la cabeza y ayudarle a deshacerse de aquella agitación, de aquella extraña turbación que siempre sentía cuando trataba con ella. Era una sensación de soledad, de vacío, de sentir que el tiempo estaba escapándosele de entre los dedos y que la vida, su vida, era una vida inútil... o, más bien, que no cumplía su utilidad potencial.
No quería pensar en Heather, no quería hacerlo. Dentro de la casa había damas que se disputarían la oportunidad de entretenerle, pero hacía mucho tiempo que había descubierto cuál era el valor de sus sonrisas, de sus suspiros de placer. Eran relaciones efímeras, sin valor e ilusorias, y que con frecuencia creciente hacían que se sintiera envilecido, utilizado, insatisfecho.
El cabello rubio de Heather brilló como oro bruñido bajo la luz de la luna. La había conocido cuatro años atrás en la boda de su madrastra, Caroline, con Michael Anstruther-Wetherby. Este era hermano de Honoria, duquesa de St. Ives, que era la reina del clan de los Cynster y cuyo marido, Diablo (ese era su apodo y todos lo llamaban así, aunque su verdadero nombre era Sylvester), era el primo mayor de Heather.
Aunque había conocido a Heather aquel soleado día en Hampshire, hacía más de una década que conocía a los primos varones de la familia Cynster. Se movían en los mismos círculos y, antes de que ellos se casaran, habían compartido los mismos intereses.
Notó que un carruaje que estaba parado a la izquierda de la casa se ponía en movimiento y se salía de la fila, y le lanzó una breve mirada antes de volver a centrarse en Heather.
—¿Veinte metros? Sí, claro —más bien cincuenta—. ¿Dónde demonios está su carruaje?
Las palabras apenas acababan de brotar de sus labios cuando el otro carruaje, uno de viaje, se acercó a Heather... y aminoró la velocidad.
La portezuela se abrió de golpe, un hombre emergió del vehículo mientras otro que estaba sentado junto al cochero saltaba del pescante, y en un abrir y cerrar de ojos los dos tipos corrieron hacia ella entre los carruajes que se alineaban en el camino, le taparon la boca para ahogar sus gritos, la llevaron al carruaje y la metieron en él.
—¡Eh!
A su grito de alarma se le sumó el del cochero de un carruaje que estaba parado un poco más adelante, pero los granujas ya estaban metiéndose en el vehículo a toda prisa mientras el cochero fustigaba a los caballos.
Antes de que su mente hubiera formado siquiera la idea de perseguirles, Breckenridge ya había bajado los escalones y había echado a correr. El carruaje de viaje desapareció al girar al final del camino con forma de media luna, pero por el traqueteo de las ruedas dedujo que había tomado la primera calle a la derecha. Corrió hacia el otro carruaje, el del cochero que había gritado y que en ese momento estaba como petrificado y sin saber cómo reaccionar, y sin pensárselo dos veces subió al pescante y agarró las riendas.
—¡Déjame a mí! Soy amigo de la familia, ¡vamos a ir tras ella!
El cochero logró salir de su estupor y, en cuanto soltó las riendas, Breckenridge tomó el mando. El espacio entre carruajes era mínimo, y maldijo mientras luchaba por sacar el vehículo de la hilera. En cuanto lo logró y salió al camino, fustigó a los caballos.
—¡Mantén los ojos bien abiertos!, ¡no tengo idea de hacia dónde piensan ir!
—Lo que usted diga, señor...
Breckenridge le lanzó una breve mirada y respondió a la pregunta implícita.
—Soy el vizconde de Breckenridge, conozco a Diablo y a Gabriel —y también a los demás, pero con ese par de nombres era suficiente.
—Muy bien, milord —le contestó el cochero antes de volverse a mirar al lacayo, que iba de pie en la plataforma trasera del vehículo—. ¡James, tú mira a la izquierda y yo miraré a la derecha! Si no les vemos, tendrás que bajarte en la siguiente esquina para ir a echar un vistazo.
Breckenridge se centró en los caballos; por suerte, había muy poco tráfico. En cuanto tomó la misma calle a la derecha que el otro carruaje, los tres miraron al frente de inmediato y la luz de los numerosos faroles que iluminaban la calle les permitió ver con claridad el cruce que había un poco más adelante.
—¡Allí! —exclamó el lacayo—, ¡allí están! ¡Han girado a la izquierda para tomar esa calle más grande!
Breckenridge dio gracias por la aguda vista de James, ya que él tan solo había alcanzado a ver la parte posterior del carruaje. Aceleró la marcha de los caballos en la medida de lo posible, llegaron al cruce, y tomaron la calle en cuestión justo a tiempo de ver que el carruaje giraba a la izquierda en el siguiente cruce.
—¡Vaya! —exclamó el cochero.
—¿Qué pasa?
—Acaban de entrar en Avenue Road, es una avenida que desemboca en Finchley Road.
Finchley Road, a su vez, se convertía en la que era conocida como la «gran ruta del norte», y el carruaje se dirigía en aquella dirección.
—Puede que se dirijan a alguna casa que está en esa dirección —intentó convencerse de que esa era una posibilidad, pero sabía que el carruaje al que seguían no era uno de ciudad, sino uno para viajar grandes distancias.
Hizo que el par de caballos negros enfilaran por Avenue Road, y el cochero exclamó de inmediato:
—¡Allí están, pero nos llevan mucha ventaja!
Teniendo en cuenta que los caballos que manejaba pertenecían a los Cynster, a Breckenridge no le preocupaba la ventaja que pudiera tener en esos momentos el carruaje al que perseguían.
—Lo que importa es que no les perdamos de vista.
Eso resultó ser más fácil de decir que de hacer. La culpa no la tuvieron sus caballos, sino los de los siete lentos carros que se interponían entre ellos y el otro carruaje. No hubo opción alguna de abrirse paso y adelantar mientras avanzaban por las estrechas carreteras de las afueras de la enorme metrópolis, mientras pasaban por Cricklewood y atravesaban Golders Green. Lograron tenerlo en el punto de mira el tiempo suficiente para tener la certeza de que, tal y como sospechaban, había tomado la gran ruta del norte, pero, para cuando llegaron a High Barnet y vieron en la distancia la colina del mismo nombre, lo habían perdido de vista.
Breckenridge maldijo para sus adentros y condujo hasta la Barnet Arms, una de las principales casas de postas de la zona, donde le conocían bien. Detuvo el carruaje en el patio, y les dijo al cochero y a James:
—Preguntad por el camino. A ver si encontráis a alguien que les haya visto, que sepa si han cambiado de caballos... lo que sea.
Cuando bajaron a toda prisa y se fueron a cumplir sus órdenes, se volvió hacia los mozos de cuadra que se habían acercado corriendo a sujetar las cabezas de los caballos.
—Necesito un faetón, y el mejor par de caballos que tengáis. ¿Dónde está el propietario?
Media hora después, se despidió del cochero y de James, que habían encontrado a varias personas que habían visto el carruaje; al parecer, este había hecho una breve parada para cambiar de caballos en la casa de postas Scepter and Crown, y después había seguido rumbo al norte.
—Ten —le dijo al cochero, al entregarle una nota que había escrito a toda prisa mientras esperaba a que regresaran—, entrégaselo a Martin a la mayor brevedad posible —lord Martin Cynster era el padre de Heather—. Si no pudieras localizarle por la razón que sea, llévasela a alguno de los hermanos de la señorita Cynster o, como último recurso, a St. Ives —sabía que Diablo estaba en la ciudad, pero ignoraba dónde estaban los demás.
—Cuente con ello, milord —le aseguró el cochero, antes de alzar la mano en un gesto de despedida—. Que tenga buena suerte, espero que alcance cuanto antes a esos granujas.
Breckenridge compartía ese deseo. Esperó a que los dos criados subieran al pescante del carruaje, y en cuanto salieron del patio de la casa de postas rumbo a Londres se dirigió hacia el faetón que estaba esperándole. Un par de rucios que el propietario de la casa de postas casi nunca permitía que fueran alquilados piafaban entre las varas mientras dos mozos de cuadra les sujetaban la cabeza con nerviosismo.
El encargado de las cuadras se acercó a él y le advirtió:
—Están muy revoltosos, milord. Hace mucho que no salen, aunque siempre le advierto al jefe que sería mejor que los sacara de vez en cuando para que corran y se desfoguen.
—Me las arreglaré —le aseguró, antes de subir al faetón. Necesitaba velocidad, y la combinación de aquel vehículo con los dos briosos caballos prometía dársela. Tomó las riendas, las tensó para comprobar la reacción de los animales, y les hizo un gesto de asentimiento a los mozos de cuadra—. Soltadlos.
Le obedecieron de inmediato, y se apartaron a toda prisa cuando los caballos se pusieron en marcha.
Breckenridge les refrenó hasta que salieron del patio, pero en cuanto estuvieron en el camino les dio rienda suelta y momentos después ascendían por la colina de Barnet siguiendo la gran ruta del norte. Durante un rato, se centró por completo en ellos, pero, cuando estuvieron más calmados, galopando con paso fluido y cubriendo un kilómetro tras otro sin apenas tráfico que se interpusiera en su camino, pudo pararse a reflexionar; a dar gracias a que la noche no fuera demasiado fría, ya que aún estaba vestido con el frac.
A lidiar con el hecho de que, si no hubiera insistido en que Heather se marchara de la villa de lady Herford, si no hubiera permitido que ella recorriera sola los veinte (pero que habían resultado ser unos cincuenta) metros que la separaban de su carruaje, en ese momento no estaría en manos de unos asaltantes desconocidos, no habría sufrido las vejaciones a las que sin duda la habían sometido ya.
Ni que decir tiene que aquellos canallas iban a pagar por lo que habían hecho, él mismo iba a asegurarse de ello, pero eso no mitigaba en nada el horror y la culpa abrumadora que le atenazaban al saberse culpable de que ella corriera peligro.
Su intención había sido protegerla, y en vez de eso...
Tensó la mandíbula, apretó los dientes, y mantuvo la mirada fija en el camino mientras conducía a toda velocidad.
Los captores de Heather la mantuvieron atada y amordazada hasta que dejaron atrás Barnet y llegaron a un tramo desierto del camino. En cuanto la habían metido en el carruaje, la habían amordazado rápidamente con un trozo de tela, la habían maniatado, y le habían atado los pies al ver que intentaba patearles.
Los dos desconocidos no estaban solos, dentro del carruaje estaba esperando una mujer grandota y fuerte con la mordaza preparada. En cuanto la habían tenido silenciada y atada, la habían obligado a sentarse en el asiento de cara al sentido de la marcha junto a la mujer, y los dos hombres se habían sentado frente a ellas. Uno de ellos le había dicho que mantuviera la calma, que esperara tranquila y pronto le revelarían lo que pasaba.
Aquella promesa, sumada al hecho de que no hubieran intentado lastimarla en ningún momento (de hecho, ni siquiera la habían amenazado), le había dado que pensar y se había dado cuenta de que no tenía más alternativa que hacer lo que le pedían.
Eso no quería decir que hubiera dejado de pensar o de imaginarse cosas, por supuesto, pero no había llegado demasiado lejos. Apenas tenía información, no sabía nada más allá de que sus secuestradores eran aquellos tres más el cochero y que la habían sacado de Londres y estaban llevándola hacia el norte. Estaba segura de esto último gracias a lo que había alcanzado a ver y reconocer del paisaje.
Estaban avanzando por la gran ruta del norte cuando el hombre más delgado, un tipo enjuto y tirando a alto dentro de lo que sería la estatura media, de rizado pelo castaño y facciones angulosas, le dijo al fin:
—Si está dispuesta a ser razonable y a portarse bien, la desataremos. Nos encontramos en un tramo del camino largo y desierto y no vamos a aminorar la marcha en un buen rato, así que nadie va a oírla si grita. Si consiguiera abrir la portezuela y salir, a esta velocidad se rompería una pierna o incluso el cuello, así que, si está dispuesta a quedarse ahí sentada tranquilita y a escucharnos, la desataremos y le explicaremos lo que está pasando... cómo son las cosas, y cómo van a ser. ¿Qué responde?
Heather no podía verle los ojos en la semioscuridad del carruaje, pero miró hacia donde estaba sentado y asintió.
—Es usted una muchacha lista, tal y como él predijo.
Ella se preguntó a quién estaría refiriéndose. El tipo se inclinó hacia delante para desatarle los pies, pero se detuvo y miró a la mujer que estaba sentada junto a ella.
—Será mejor que de sus pies te encargues tú —se enderezó de nuevo, y se dispuso a desatarle las muñecas.
Heather miró desconcertada a la mujer, que soltó un bufido antes de levantarse con pesadez y de agacharse entre los asientos. Entonces metió las manos bajo la falda de seda del vestido, y empezó a desatar la tira de tela con la que le habían atado los tobillos.
Mientras ellos la liberaban, Heather se percató de que habían sido respetuosos con ella... bueno, en la medida en que ella se lo había permitido. Jamás habría imaginado que unos secuestradores pudieran ser tan caballerosos.
Después de soltarle los pies, la mujer se sentó de nuevo junto a ella. Le preguntó al tipo enjuto si también quería que le quitara la mordaza, y él asintió sin apartar la mirada de Heather y comentó:
—Tenemos órdenes de procurar que esté lo más cómoda posible, así que no hay necesidad de dejársela puesta a menos que resulte ser más boba de lo que todos pensamos.
Heather giró la cabeza para facilitar que la mujer alcanzara el nudo que tenía en la nuca, y se humedeció los labios y movió la mandíbula en cuanto le quitó la mordaza. Se sintió muchísimo mejor de inmediato, y le preguntó al tipo enjuto:
—¿Quiénes son?, ¿quién los envía?
Supo que él sonreía de oreja a oreja al ver el blanco de sus dientes en la oscuridad.
—No quiera ir tan rápido, señorita. Creo que será mejor que, antes de nada, le explique que nos mandaron a por una de las hermanas Cynster, podía ser usted o cualquiera de las otras. Llevamos más de una semana vigilándolas, pero ninguna de ustedes va sola a ninguna parte... hasta hoy, claro.
Enjuto, Heather había decidido llamarle así, hizo una inclinación de cabeza antes de añadir:
—Le estamos muy agradecidos por ello, empezábamos a pensar que nos veríamos obligados a tomar medidas drásticas para lograr que alguna de ustedes se quedara sola. En cualquier caso, ahora que está en nuestras manos será mejor que se dé cuenta de que cualquier intento de escapar sería infructuoso. No va a ayudarla nadie porque tenemos preparada una explicación para justificar que esté en nuestro poder, así que todo lo que pueda hacer o decir y todas sus protestas tan solo servirían para darle veracidad a nuestra historia de cara a los demás.
—¿Cuál es esa explicación? —daba la impresión de que Enjuto era un tipo competente, no parecía alguien dado a hacer afirmaciones infundadas. Qué bien, vaya suerte la suya. Tenía que secuestrarla gente con sesera.
Cualquiera diría que Enjuto estaba leyéndole la mente, porque sonrió y dijo con voz llena de satisfacción:
—Se trata de una muy simple. Nos ha enviado su tutor para llevarla de vuelta a casa. Usted escapó rumbo a la pecaminosa ciudad de Londres, huyó porque se trata de un hombre estricto, y él nos ha enviado para localizarla —hizo una pausa de lo más teatral, y se sacó del bolsillo una hoja doblada de papel—. Este es el documento con el que nos autoriza a hacer lo que sea necesario para llevarla de vuelta a casa.
—Mi tutor es mi padre, y él no les ha dado ninguna autorización.
—Pero es que usted no es la señorita Cynster, sino la señorita Wallace. Su tutor, sir Humphrey, está ansioso por tenerla de vuelta en casa.
—¿Dónde está esa casa?
Lo dijo con la esperanza de que Enjuto revelara hacia dónde se dirigían, pero él sonrió y se limitó a contestar:
—Eso es algo que usted ya sabe, señorita Wallace, así que no es necesario que se lo digamos.
Heather guardó silencio mientras repasaba el plan de aquella gente para intentar encontrar la forma de frustrarlo, pero no llevaba encima nada que demostrara su identidad. Su única esperanza, una esperanza que era mejor mantener oculta, era la posibilidad de que la viera por casualidad alguien que la conociera, pero las probabilidades de que eso sucediera en la campiña a finales de marzo, justo cuando la temporada social estaba empezando en Londres, eran muy escasas.
Lanzó una mirada de soslayo a la mujer y Enjuto debió de adivinar que estaba preguntándose acerca de ella, porque le explicó sin más:
—Martha es la doncella que sir Humphrey ha enviado para que la asista durante el viaje, por supuesto —sus labios se curvaron en una sonrisita antes de añadir—: ella permanecerá a su lado en todo momento, sobre todo en las ocasiones en las que resultaría inapropiado que nosotros... Cobbins, aquí presente, o yo... estuviéramos junto a usted.
Heather decidió en ese momento que, tal y como Enjuto había dicho, le convenía portarse bien. Saludó con la cabeza a la mujer y al tipo que había permanecido sin decir palabra en el extremo del asiento opuesto, un tipo de pecho fortachón que era más bajito y fornido que Enjuto.
—Martha, Cobbins —después de saludarles, miró a Enjuto—. ¿Y quién es usted?
Él esbozó una sonrisa antes de contestar:
—Puede llamarme Fletcher, señorita Wallace.
A ella se le ocurrieron un par de apelativos con los que podría referirse a él, pero se limitó a asentir antes de reclinarse en el asiento y de apoyar la cabeza en el respaldo. Tenía la sensación de que Fletcher esperaba que protestara, que les suplicara que tuvieran misericordia o que intentara convencerles de que la liberaran, pero no tenía sentido que se rebajara a hacerlo.
Sus esfuerzos serían inútiles; cuanto más pensaba en lo que Fletcher le había revelado hasta el momento, más convencida estaba de ello. Aquel debía de ser el secuestro más extraño del que tuviera constancia... bueno, a decir verdad, no tenía constancia de ningún otro, pero resultaba extremadamente raro que estuvieran tratándola con tanta consideración, con tanta sensatez, que se mostraran tan calmados y seguros de sí mismos.
Fletcher, Cobbins y Martha no tenían pinta de secuestradores. Aunque no eran refinados, tampoco eran personas de baja calaña, y vestían con pulcritud y sencillez. Martha era una mujer bastante robusta y grandota, pero podría pasar por doncella de una dama, y más aún si dicha dama vivía gran parte del tiempo en la campiña; Cobbins, por su parte, parecía un hombre reservado y su vestimenta oscura le ayudaba a pasar desapercibido, pero tampoco parecía alguien a quien cabría encontrar en una taberna de mala muerte. Tanto Fletcher como él encajaban en el papel que tenían asignado, el de hombres a los que un próspero hacendado podría contratar para que actuaran en su nombre.
Estaba claro que la persona que les había enviado a Londres, fuera quien fuese, les había preparado bien. El cuento que habían inventado era simple y, en las circunstancias en las que ella se encontraba, casi imposible de frustrar. Eso no quería decir que no fuera a escapar (iba a lograrlo, de eso estaba segura), pero antes tenía que averiguar todo lo posible acerca del factor más intrigante de aquel extraño secuestro.
Aquellas personas no habían sido enviadas para atraparla a ella en concreto, sino a alguna de las hermanas Cynster, es decir: Eliza, Angelica, ella... y posiblemente también estaban incluidas sus primas, Henrietta y Mary, ya que ellas también eran «hermanas Cynster».
No se le ocurría qué otra razón podría tener alguien para el secuestro aparte de una simple petición de rescate, pero si ese fuera el caso ¿por qué la habían sacado de Londres?, ¿por qué pretendían dejarla en manos del misterioso hombre que les había enviado? Repasó de nuevo lo sucedido, pero por muchas vueltas que le dio siguió teniendo la impresión de que todo lo que había dicho Fletcher era cierto y la habían capturado con la intención de llevársela al hombre para el que trabajaban.
Contratar a tres personas como aquellas y a un cochero, alquilar un carruaje de cuatro caballos preparado para recorrer grandes distancias, tenerlas vigiladas durante más de una semana... no parecía lo que cabría esperar de un simple y oportunista secuestro para pedir un rescate; aun así, si la razón de todo aquello no era conseguir dinero, entonces ¿qué era lo que estaba pasando? Más aún: si escapaba sin averiguar la respuesta, ¿seguiría estando en peligro junto con sus hermanas y primas?
Habían cambiado de caballos en High Barnet, así que pasaron sin detenerse por Welham Green y por Welwyn; algún tiempo después, cuando el carruaje aminoró la velocidad al entrar en un pueblecito, Fletcher se inclinó un poco hacia delante para mirar por la ventanilla.
—Knebworth —volvió a echarse hacia atrás en el asiento, y la miró con ojos penetrantes—, vamos a pernoctar aquí. ¿Será sensata y mantendrá la boca cerrada, o tenemos que atarla y contarle al posadero nuestra historia inventada?
Heather era consciente de que aquella segunda opción no le convenía. Sabía que su familia estaría buscándola (Henry, el viejo cochero que había trabajado para ellos desde siempre, seguro que ya habría dado la voz de alarma), pero, si llegaban a aquel lugar preguntando por ella, era posible que ni el posadero ni sus empleados la mencionaran si creían que era una tal señorita Wallace.
Le sostuvo la mirada a Fletcher sin amilanarse, y alzó la barbilla antes de afirmar:
—Me portaré bien.
—Buena elección.
El hecho de que la mirara con una sonrisa alentadora y no mostrara la actitud victoriosa que cabría esperar no complació en nada a Heather, ya que aquella falta de arrogancia demostraba que era un hombre inteligente. A pesar del cuento que habían inventado, si se echaba a gritar y montaba una pataleta, era posible que alguien avisara al alguacil de la zona, en cuyo caso podría intentar convencerle de que la tuviera en custodia mientras averiguaba quién decía la verdad; por desgracia, su reputación quedaría dañada si la encontraban en manos de unos secuestradores a pesar de la presencia de Martha, sobre todo teniendo en cuenta la declaración implícita que había hecho aquella misma noche al entrar en el licencioso mundo del salón de lady Herford.
Pero por encima de todo estaba el hecho de que, por lo que había visto hasta el momento, mientras permaneciera callada e interpretara el papel que le habían asignado no corría peligro alguno, ni lo correría hasta que la dejaran en manos del hombre que había urdido todo aquello. De modo que, hasta entonces, iba a centrarse en descubrir lo que había detrás de aquel secuestro tan extraño, y cuando lo lograra emplearía su astucia para escapar.
Tres horas después, Heather estaba en una habitación de la segunda planta de la posada Red Garter, en Knebworth, tumbada boca arriba en una incómoda cama. La luna había logrado salir al fin de entre las nubes y la luz plateada que entraba por las ventanas le permitía ver el techo con claridad, aunque no estaba observándolo a pesar de tener la mirada fija en él.
—¿Qué diantres voy a hacer?
Aquella pregunta susurrada que lanzó al aire no obtuvo respuesta. Había hecho bien en descartar la idea de montar una escena para llamar la atención de la gente que había en la posada, porque al poder ver a sus captores con claridad bajo la luz de las lámparas se había dado cuenta de que eran más competentes de lo que había pensado en un principio.
Fletcher en concreto parecía lo bastante fiable como para que se pusiera en duda si ella se había marchado de Londres por voluntad propia o no. Mirarle a los ojos con luz suficiente para verle bien le había bastado para confirmar sin género de duda que no solo era inteligente, sino también espabilado y astuto. Si intentaba convencer a alguien de que la ayudara, él utilizaría todos los argumentos habidos y por haber para contrarrestar los suyos, y estaba claro lo que significaba eso: si le presionaba demasiado, su reputación quedaría hecha trizas y ni siquiera tenía la garantía de poder liberarse.
Aquella posibilidad no era nada halagüeña. A decir verdad, se le había pasado por la cabeza que quizás sería más sensato escapar cuanto antes, mientras aún seguía cerca de Londres y de la protección de su familia, aunque no averiguara nada más acerca del motivo de su secuestro... pero la idea había tenido una vida muy efímera, porque no tenía a mano su ropa.
En el carruaje, mucho antes de que la desataran, Martha había sacado una capa oscura de lana y se la había puesto con actitud solícita. Había sido la primera indicación de que pensaban tratarla razonablemente bien, y poder abrigarse había sido de agradecer conforme había ido avanzando la noche. Había obedecido cuando Fletcher le había indicado que se tapara bien con la capa al entrar en la posada, pero, al entrar en aquella habitación junto con Martha, esta le había pedido que se la entregara y después le había sugerido que se quitara el vestido antes de meterse en la cama.
Había obedecido de forma automática, ya que no acostumbraba a acostarse vestida con ropa de gala; aun así, lo que sí que tenía por costumbre era dormir con algo más sustancial que una fina camisola de seda, y eso era lo único que llevaba encima en ese momento aparte de unas medias de seda incluso más finas.
En caso de que se le ocurriera forzar la cerradura de la puerta (Martha tenía la llave en el bolsillo del voluminoso camisón con el que se había acostado) y bajar a hurtadillas para pedir ayuda, no tenía ninguna ropa a mano, y huelga decir que la idea de hacerlo en ropa interior estaba descartada.
Miró de nuevo hacia la otra cama individual que había en la habitación, la cama en la que Martha estaba durmiendo... y roncando a pleno pulmón. Toda la ropa de su secuestradora, incluyendo la que llevaba en un voluminoso morral, más el vestido y el chal que ella se había puesto para ir a la fiesta de lady Herford, y el sencillo vestido que Martha tenía preparado para que se lo pusiera al día siguiente, estaba en ese momento bajo el pesado y voluminoso cuerpo de su «doncella», que había extendido con pulcritud las prendas bajo la sábana antes de tumbarse encima.
Estaba claro que aquella noche no iba a poder huir de sus captores. Por un lado, empezaba a ser presa del pánico, en gran parte porque sus captores habían demostrado tener una gran habilidad hasta el momento para adivinar sus propósitos y neutralizar cada idea que se le ocurría antes de que pudiera llevarla a la práctica; por otro lado, su lado más intrépido le indicaba que el embrollo en que estaba metida podría ser una treta del destino para que permaneciera junto a los secuestradores el tiempo suficiente para averiguar cuál era el motivo del peligro que las acechaba a sus hermanas y a ella.
Estaba debatiéndose entre el pánico y un pragmatismo fatalista cuando oyó un ruido sordo procedente de la ventana que le heló la sangre. Miró ceñuda hacia allí y vio una sombra al otro lado del cristal, una sombra con la forma de un hombre... alcanzó a distinguir una cabeza y unos hombros anchos.
Salió de la cama sin hacer ruido, y después de envolverse en el cobertor cruzó descalza la habitación a toda prisa. Al llegar a la ventana, miró hacia fuera... y se encontró cara a cara con Breckenridge.
La sorpresa la inmovilizó por un instante. Era la última persona a la que esperaba ver en ese momento; bueno, quizás no.
La cara de exasperación con la que la miró al indicarle con un brusco gesto de la mano que subiera la ventana la sacó de su estupor. La habitación estaba en la segunda planta, y parecía estar aferrado a una bajante.
Alzó la mano hacia el pestillo y, mientras luchaba por abrirlo, se dio cuenta de que quizás tendría que haber dado por hecho que él iba a hacer acto de presencia. Se había quedado esperando en el porche a que ella llegara al carruaje de sus padres, seguro que había visto cómo la agarraban y la metían en el carruaje de Fletcher.
Cuando por fin logró abrir el pestillo, alzó la ventana con cuidado. El susurro del marco de madera al deslizarse hacia arriba hizo que mirara por encima del hombro hacia la cama donde dormía Martha, pero esta siguió roncando rítmicamente.
—¿Hay alguien más ahí dentro? —le preguntó Breckenridge, en un susurro quedo, al verla mirar hacia atrás.
Ella asintió y se apoyó en el alféizar hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.
—Sí, una doncella fuerte y robusta, pero está profundamente dormida. ¿No oyes sus ronquidos?
Él escuchó en silencio unos segundos antes de asentir.
—De acuerdo. Espera, ¿de dónde has sacado una doncella?
—Mis captores, Fletcher y Cobbins, trabajan para un hombre que los contrató para que me llevaran hasta donde se encuentra él, pero les ordenó que me proporcionaran todas las comodidades posibles durante el trayecto. De ahí la presencia de Martha, ella estaba en el carruaje cuando me atraparon.
Breckenridge podría ser lo que fuera, pero no había duda de que no era ni estúpido ni corto de entendederas.
—Tus secuestradores te han proporcionado una doncella.
—Sí, «para que atienda todas mis necesidades y me consienta». Eso es lo que Fletcher... el hombre alto y enjuto que parece ser el líder... le ha dicho al posadero a nuestra llegada. Me han presentado como la señorita Wallace.
Él vaciló antes de preguntar:
—¿Existe alguna razón que te haya llevado a no decirle tu verdadero nombre al posadero y a exigirle que te ayudara a escapar de Fletcher y sus compinches?
—Sí, la verdad es que sí —admitió ella, con una sonrisa tensa.
Le contó la historia inventada de Fletcher... le habló del supuesto tutor, sir Humphrey, cuyas estrictas normas la habrían llevado a huir rumbo a las pecaminosas calles de Londres, y también le explicó lo de la autorización falsa que Fletcher tenía en su poder.
Al ver que él permanecía callado cuando terminó de explicárselo todo, se asomó por encima del alféizar y vio que, tal y como había supuesto, estaba aferrado a una bajante y tenía un pie metido en una grieta de la pared.
Teniendo en cuenta su tamaño y su peso, llegar hasta allí y sostenerse en aquella posición podría considerarse una proeza impresionante... si ella estuviera de humor para dejarse impresionar, claro, aunque por eso le resultó más extraño aún darse cuenta de que su pánico incipiente se había desvanecido por completo.
Alzó la mirada, y le sorprendió contemplándola con expresión absorta. Se quedó mirándola a los ojos, y de repente parpadeó y sacudió la cabeza antes de soltar una mano de la bajante para indicarle que saliera por la ventana.
—Venga, es hora de irse.
Ella le miró boquiabierta, volvió a asomarse un poco para mirar el lejano, lejano suelo, y le contestó con incredulidad:
—Supongo que estarás bromeando, ¿no?
—Te mantendré entre la bajante y mi cuerpo, y te ayudaré a bajar.
Heather volvió a mirarle. ¿Pensaba ayudarla a bajar sujetándola contra su cuerpo, atrapándola entre su cuerpo y la bajante? La idea... la idea hizo que la recorriera un estremecimiento de excitación.
—No estoy vestida, Martha se ha acostado encima de mi ropa.
Él miró su cuello desnudo, y deslizó la mirada por el cobertor que la cubría.
—¿Estás desnuda debajo de eso?
Lo dijo con una voz estrangulada bastante extraña, y Heather supuso que aquella reacción era una muestra de incredulidad.
—Solo llevo puesta la camisola; como podrás imaginar, es como si estuviera desnuda.
Él cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos al cabo de un momento su expresión se había vuelto un poco más adusta.
—De acuerdo. En ese caso, sal por la puerta y nos encontraremos abajo...
—La puerta está cerrada, Martha está durmiendo con la llave en el bolsillo, y aunque me creo capaz de forzar la cerradura creo que la despertaría; incluso suponiendo que no fuera así, ¿crees que debería correr el riesgo de toparme medio desnuda con alguno de los clientes de la posada? —al ver que él parecía planteárselo, añadió—: además, no te lo he contado todo.
—¿Qué es lo que no has mencionado?
La miró con suspicacia, como si sospechara que estaba jugando con él, pero ella ignoró su reacción y le contó las instrucciones que había recibido Fletcher.
—Así que podrían haber secuestrado a cualquiera de las tres, o de las cinco contando a mis primas.
—¿Y qué? Cualquiera de vosotras serviría para pedir un rescate.
—Sí, pero, si eso es lo único que quiere el hombre que les ha enviado, ¿por qué me han sacado de Londres? ¿Para qué tomarse tantas molestias y asumir tantos gastos?, ¿por qué me han proporcionado una doncella? Son cosas que no tienen sentido.
—Lo de la doncella sí que tiene sentido si el tipo te ha secuestrado para obligarte a casarte con él y hacerse con tu dote.
—Sí, eso es cierto, pero si ese fuera el caso sus órdenes no tendrían sentido. Basta con investigar un poco para averiguar que, aunque Eliza y yo hemos heredado una fortuna considerable, ese no es el caso de Angelica. Ella aún no había nacido cuando fallecieron nuestras tías abuelas, así que no estaba incluida en los testamentos —en su afán por explicárselo, se echó aún más hacia delante.
Breckenridge, que no podía quitarse de la cabeza el hecho de que estaba poco menos que desnuda, habría deseado poder echarse hacia atrás, pero lo único que tenía a su espalda era aire y no tuvo más remedio que apretar los dientes, atarse los machos (metafóricamente hablando), y soportar el tenerla cerca casi desnuda.
La cruz de su existencia, completamente ajena a lo que le pasaba, siguió hablando como si nada.
—¿Te das cuenta?, esa tampoco puede ser la razón del secuestro —le sostuvo la mirada y añadió con firmeza—: sea cual sea el motivo, si existe la posibilidad de descubrir la verdad... de descubrir si hay una amenaza que se cierne no solo sobre mí, sino sobre Eliza y Angelica también, puede que incluso sobre Henrietta y Mary... debo continuar junto a Fletcher y sus compinches, al menos mientras las cosas sigan como ahora y mi integridad no corra ningún peligro inminente.
Breckenridge hizo una mueca al darse cuenta de que, en ese momento, dicha integridad corría más peligro con él que con sus captores, pero ella vio su reacción y la interpretó como un gesto de aceptación. Sacó un brazo de debajo del cobertor y posó por un momento la mano sobre la que él tenía aferrada al alféizar.
—¿Podrías transmitir un mensaje de mi parte a mi familia? Diles que no corro peligro por ahora, y que les avisaré en cuanto me libere.
Él se quedó atónito, ¿cómo podía pensar siquiera que iba a dejarla?
—¡No digas tonterías! ¡No puedo dejarte en manos de tus secuestradores y marcharme sin más! —la observó con atención y se preguntó cuánto debía de pesar, no sabía si arriesgarse a...
Ella debió de intuir sus intenciones, porque se irguió y retrocedió un paso antes de apuntarle a la nariz con un dedo.
—Ni se te ocurra agarrarme y sacarme a la fuerza, ni ahora ni nunca. Gritaré como una loca si me pones un dedo encima.
Qué bien. Breckenridge la miró ceñudo, pero la conocía lo suficiente para saber que la amenaza iba muy en serio. Ella se relajó un poco al ver que no la desafiaba, e insistió en su idea anterior.
—En fin, si pudieras llevarle un mensaje a...
—Ya he enviado a tu cochero de regreso para que alerte a tu padre y le informe de que te llevan en carruaje por la gran ruta del norte y yo te estoy siguiendo. Supongo que tus primos saldrán en nuestra busca si no reciben noticias nuestras en un día.
Ella se cruzó de brazos y le miró ceñuda por un largo momento antes de preguntar:
—¿Significa eso que tienes intención de seguirme?
—Sí, por supuesto —masculló él en voz baja—. No puedo permitir que te lleven a Dios sabe dónde.
—Ya veo —se tomó unos segundos para pensar en ello, y al final asintió—. De acuerdo, voy a contarte lo que tengo planeado. Voy a sonsacarles a Fletcher, Cobbins y Martha toda la información posible acerca del hombre que les ha contratado, de las órdenes que les ha dado y de sus motivos. Intentaré averiguar cuál es el peligro que corren mis hermanas y mis primas, y entonces escaparé. Si aún sigues cerca para entonces, podrás ayudarme —hizo una pausa, y le sostuvo la mirada mientras esperaba su respuesta.
Breckenridge dudó por un instante. Tenía claro cuál era la respuesta que quería darle, pero, por otra parte, ella tenía que acceder a irse con él por voluntad propia, y era terca como una mula.
—De acuerdo —pronunciar aquellas palabras supuso un gran esfuerzo—. Mandaré un mensaje a Londres, y os seguiré de cerca —la miró a los ojos y añadió con tono inflexible—: quiero que nos veamos todas las noches —su mirada se dirigió hacia la doncella, que seguía roncando en la cama—. Dudo que nos resulte muy difícil, aunque deba subir siempre hasta tu ventana. En cuanto averigües todo lo que consideres necesario, no esperarás ni un minuto más y te marcharás conmigo para que te escolte en el camino de regreso a Londres; llegado el momento, contrataré a una doncella para mantener el decoro.
—Me parece un plan excelente —admitió ella, tras unos segundos de reflexión.
Breckenridge se tragó un comentario sarcástico, consciente de que ella jamás reaccionaba bien ante ese tipo de réplicas si procedían de él, y se limitó a asentir.
—Cierra la ventana y regresa a la cama, mañana volveremos a vernos.