Adivina quién llama a la puerta - María Arauz de Robles - E-Book

Adivina quién llama a la puerta E-Book

María Arauz de Robles

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Beschreibung

«Quien acumula muchos recuerdos felices en su infancia está salvado para siempre». Dostoievski. «Y cuando el desfile acaba, el mensaje que queda es que el acogimiento familiar cambia vidas y las cambia para bien y para mejor». Del prólogo de Jesús Palacios. Adivina quién llama a la puerta nos acerca al acogimiento familiar a través del mosaico de emociones y sentimientos de todas las personas implicadas en cinco historias reales: los menores en situación de desamparo, sus familias biológicas, las familias de acogida y los profesionales al cargo de esos menores. Este libro pretende sensibilizar al lector sobre la dura realidad que viven miles de menores que han sido declarados en situación de desamparo y riesgo social. Los beneficios que genere la venta de este libro serán donados a la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar, ASEAF, de la que es presidenta.

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Primera edición digital: noviembre 2021 Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com Diseño de la cubierta: Irene E. Jara Composición de la cubierta: Mariona Sánchez Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Ana Briz Revisión: Lucía Triviño

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 María Arauz de Robles © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-11-2

María Arauz de Robles

Adivina quién llama a la puerta

A todos los niños y niñas que han pasado por el sistema de protección, y en especial a mi hijo Ángel, para que encuentren razones para el futuro que les ayuden a dejar de buscar respuestas en el pasado.

«Yo quería un corazón capaz de latir a través de un universo entero».

Simone Weil

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Nota de la autora

Socios y abonados

Ha llamado un «Ángel»

El arco y la flecha

González

Epílogo

Mecenas

Contraportada

Nota de la autora

 

Un día en la oficina, en la pausa que hacíamos para tomar café, mi amiga Belén me descubrió una realidad tan cruda como cercana y, para mí, hasta ese momento desconocida: miles de niños, en nuestra próspera y civilizada España, escriben el libro blanco de su infancia en las páginas olvidadas de los centros de menores, con la tinta oscura de la soledad, el pulso tembloroso de sus miedos y los borrones de la culpa y la vergüenza.

La soledad del que no es suficientemente amado, el miedo del que se siente fracasado en su primer y único papel en el teatro del mundo: el de ser «hijo», la culpa del que aún no tiene juicio ni resentimiento para hacer responsables a otros de lo que le ha sido negado, la vergüenza del que se sabe distinto, y no sabe explicar lo inexplicable: que sus padres se drogan, que están en la cárcel, que le han hecho daño, que no son capaces de cuidar de él. Y aun así dibujan sus sueños, con el color de su imaginación, y la ilusión ingenua de que un día estrenarán una página que dará sentido a todas las demás, y son capaces de perdonar, de perdonar y de olvidar como solo los niños pueden hacerlo… ¿Hasta cuándo? Tal vez hasta el día en que la vida les borre de golpe todos los sueños, porque se habrán vuelto adultos antes de tiempo.

—Pero ¿por qué no salen de los centros? —pregunté mientras comprobaba que el café se había quedado frío—, ¿no hay listas de espera para adoptar niños?

—Para adoptar sí, pero en estos casos los que están en lista de espera son los niños, aguardando el ofrecimiento de una familia, y es que el acogimiento es distinto, el niño no es tuyo, ¿comprendes?

No comprendí. Solo noté que me quedaba fría, como el café.

Ese día se me coló un pensamiento en la cabeza que no podía borrar, como se cuela una china, pequeña pero incómoda, en el zapato. Seguía haciendo mi vida, pero la china estaba ahí, a pesar de que me sacudía el pie ahuecando el empeine mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, y en la cola del supermercado, y cuando salía al rellano de la escalera a fumarme un cigarrillo, y por la noche, sentada en la cama, escudriñaba el interior del mocasín repasándolo con la yema de los dedos. No era capaz de deshacerme de ella, seguía ahí, invisible, molesta, aunque me cambiase de zapatos.

No podía olvidarme; ellos no sabían quién era yo, pero yo ya sabía de su existencia.

Entonces quise saber más, conocer los entresijos, y entendí que hay situaciones frente a las cuales solo vale la respuesta individual que compromete, que ata y que, a menudo, duele. La respuesta colectiva o social de las residencias carece de la dimensión más necesaria para que un niño aprenda a ser persona, la del vínculo permanente e incondicional de un padre o una madre que le quieren gracias y a pesar de lo que es, que proyectan en él sus esperanzas, que no tienen que perdonar porque sencillamente aman, que exigen y que están siempre ahí, sin turnos, sin recibir nada a cambio.

Seguí investigando. Necesitaba sopesar los riesgos, medir el reto. Y, a pesar de mis esfuerzos, ahora lo veo claro: solo llegué a intuir una mínima parte de la grandeza de la aventura en la que me embarcaba.

Hoy, tras convivir durante más de una década con mi hijo acogido, solo te puedo decir que es un camino que se descubre andándolo, y que merece la pena recorrerlo.

Han sido años de aprender a querer de una manera diferente, de sentir al lado de este hijo que existen hilos más sutiles que los de la sangre, pero igual de fuertes, de ver crecer a mis hijos biológicos abrazando realidades que trascienden los muros de nuestra casa con la espontaneidad y frescura que solo tienen los niños, de descubrir en Pablo, mi marido, una forma nueva de ser padre, menos intuitiva tal vez, pero más madura y profunda. Han sido años de esfuerzo, de experiencias nuevas, de sentimientos no previstos, años de gozo.

—¿Ya es tuyo?, ¿ya no te lo quitan? —me preguntan a menudo amigos y conocidos al ver que sigue con nosotros después de tanto tiempo.

Es tan mío como lo era el día que llegó a casa. Cuando nació María, la mayor de nuestros hijos, y me la puso la comadrona entre los brazos, supe que no era mía, porque las cosas realmente grandes no se pueden poseer.

No sé si existe el cielo. Probablemente no, o tal vez sí. Alguna vez he jugado a imaginármelo, y veo un lugar apacible, con rostros de niños, hombres y mujeres jóvenes, ancianos, nada que ver con las escenas apocalípticas que pinta el Bosco, donde una humanidad desnuda, grotesca y vulnerable, parece seguir arrastrando las pasiones menos nobles de la condición humana hasta la eternidad. Quizás me falte imaginación, aunque creo que al pintor flamenco le sobraba.

Y los veo leyendo, trabajando, paseando, riendo, porque una eternidad de «lunes al sol» me resulta insoportablemente aburrida. Pero cuando llega uno «nuevo», todos dejan sus quehaceres, y acuden a recibirle. A mi cielo llegan todos los hombres: los que hemos considerado buenos, los que hemos juzgado como despreciables, también los mediocres. Y todos son bien recibidos. Con un pequeño matiz: unos pasan desapercibidos, porque nadie los reconoce, y otros provocan una sonrisa sincera en muchos rostros: «Mira, ese es fulano, él me ayudó».

Cuando llegue mi hijo Ángel al cielo, le acogerá mi sonrisa: «Ese es Ángel, él me ayudó».

Prólogo

Es peligroso asomarse

Una de las muchas personas que desfilan por las páginas de este libro dice que «los arquitectos no son de este mundo». Sin duda alguna, quien lo dice no se refería a la autora de este libro, arquitecta de profesión. El libro que nos regala sí es de este mundo y está abarrotado de gente real, con historias reales y situaciones reales. Todas muy de este mundo. Con frecuencia, de un mundo duro, difícil, exigente. Pero también muchas veces de un mundo en el que el cariño, el desarrollo personal, la ayuda mutua y la felicidad están muy presentes. El tema del libro es el acogimiento familiar.

En nuestra sociedad, la inmensa mayoría de niños y niñas nacen en familias que cuidan de ellos, los protegen, estimulan y quieren. Niños y niñas que tienen la suerte de que alguien «esté loco por ellos», como decía un muy eminente psicólogo infantil refiriéndose con el metafórico término de locura a un amor incondicional, con una disponibilidad y una entrega sin límites. Es el tipo de buena locura que la mayor parte de los padres y madres sienten hacia sus hijos e hijas y que les lleva a desvivirse por ellos.

Lamentablemente, sus primeros años son mucho más difíciles para otros. Sus padres y madres sufren de graves problemas y dificultades (de salud mental, de estilo de vida, de competencias parentales, de déficits emocionales, de limitaciones psicológicas y sociales muy diversas) y las necesidades básicas de sus hijos e hijas (necesidades de alimentación y cuidados, de estimulación, de cariño incondicional, de pautas educativas, de escolarización y socialización) están sin atender o muy inadecuadamente atendidas. En esos casos, el Estado pone en marcha mecanismos de protección destinados a garantizar que todas esas necesidades infantiles sean atendidas.

La institucionalización en centros de protección era una respuesta habitual ante estas situaciones. Era y sigue siendo, porque los niños y niñas institucionalizados en España aún se cuentan por muchos miles. Otra respuesta bien conocida ante estas situaciones, más minoritaria, es la adopción, que implica la cancelación de la relación jurídica de filiación con los padres biológicos y la creación de una nueva filiación con los padres adoptivos. El movimiento por la desinstitucionalización de la infancia está por fin llegando a nuestros textos legales en nuestras prácticas profesionales. Si no queremos que niños y niñas crezcan en instituciones y muchos de ellos no cumplen los requisitos jurídicos para ir a adopción, ¿qué hacemos con ellos?

Para la mayor parte de los niños y niñas que necesitan protección, la respuesta a la pregunta anterior es simple: acogimiento familiar. Una medida de protección poco conocida y que despierta interrogantes de extrañeza cuando la gente por primera vez oye del asunto o cuando se acerca a él de manera superficial. Lo que el libro de María Arauz de Robles hace es adentrarnos en el mundo del acogimiento familiar. Con la misma sensibilidad que profundidad. Con el mismo acierto en la forma que en el fondo. Con un profundo conocimiento de la realidad de la que habla, porque, a pesar de ser arquitecta, parece ser muy de este mundo, de esta realidad del acogimiento familiar.

Adivina quién llama a la puerta es una galería de situaciones y de personajes que nos permiten entender la diversidad y la complejidad del acogimiento familiar. A través de sus tan bien contadas historias, nos permite verlo desde la perspectiva de los niños y niñas implicados; desde la de las familias en que nacieron y que a veces salen victoriosas y otras derrotadas en sus luchas vitales; desde la perspectiva de las familias que llevan a cabo los acogimientos, incluidas las experiencias de los hermanos de acogida, que ven de pronto su espacio invadido y sus privilegios amenazados, pero que a la vez aprenden a querer de otra manera y tienen experiencias positivas cuyo aprendizaje les durará toda la vida; finalmente, también desde la perspectiva de los profesionales que intervienen, que toman decisiones, apoyan y alientan. Por el libro y las historias que lo componen desfilan personajes y situaciones. Pero, por encima de todo, desfilan sentimientos intensos: momentos de dificultad y de gozo, fracasos y esperanzas, sueños y pesadillas, avances y retrocesos, comprensiones y desconciertos. Y cuando el desfile acaba, el mensaje que queda es que el acogimiento familiar cambia vidas y las cambia para bien y para mejor. Y no solo las de quienes son acogidos, sino también las de quienes acogen y su entorno familiar y social.

Soy consciente de que es inusual que los prólogos lleven un título. Pero en este caso he querido ponerle uno. En realidad, es un aviso que dice que es peligroso asomarse. En efecto, creo que es peligroso asomarse a las páginas de este libro. Quien lo lea corre serio riesgo de empezar a hacer indagaciones sobre niños y niñas que están esperando la oportunidad de conocer una familia, de integrarse en ella, de querer y ser queridos. La primera de las historias será suficiente para prender la llama del interés por el acogimiento familiar. La lectura de las historias que siguen alimentará y hará crecer esa llama. Usted, lector o lectora, queda avisado. Si en su casa, en su corazón y en su familia hay un hueco para ver cómo florecen niños y niñas que de otra forma podrían haber tenido infancias y adolescencias desenraizadas, mustias y desamparadas, asómese a las historias que María Arauz de Robles cuenta en este libro. Con mucha probabilidad se animará a dar el paso. Le están esperando y les corre mucha prisa.

Jesús Palacios Universidad de Sevilla

Socios y abonados

 

Dos sobres

Carola y Álvaro estaban citados ese martes en las oficinas de la entidad que tenía delegadas las competencias de la comunidad autónoma para gestionar los casos catalogados como especiales dentro del acogimiento familiar. Se trataba de grupos de hermanos, niños con alguna minusvalía, y otras situaciones que requerían ofrecimientos fuera de lo común, además de un enfoque y un seguimiento específicos.

Esa mañana les iban a hacer la propuesta, el último paso de un proceso que en un momento pareció estancado, hasta que tras ocho meses de árido silencio que habían seguido a los intensos trámites iniciales, la Comisión de Tutela del Menor les otorgase el certificado de idoneidad.

Luego todo había ocurrido de una forma casi vertiginosa.

Estaban citados a media mañana. Por suerte, ambos eran autónomos y se podían ausentar unas horas sin necesidad de justificantes, aunque con el agobio de tener que recuperar un precioso tiempo de trabajo perdido.

Álvaro era promotor y, tras años de dedicación plena, había conseguido salir a flote en la jungla del sector inmobiliario. Hoy tenían una posición desahogada, dos hijos adolescentes de trece y once años, y por fin gozaban de cierta libertad como pareja. Todo esto pensaba mientras esperaba en la calurosa antesala del despacho de Alfonso Juanes, el técnico que les había tramitado su expediente desde los inicios. Sabía que el paso que iban a dar ahora era el final de un penoso proceso burocrático y el principio de una experiencia vital que no tenía vuelta atrás.

Carola también repasaba en silencio las circunstancias que les habían llevado a estar sentados en ese incómodo sofá de cuero negro que se le pegaba a los muslos. Recordaba la conversación con su madre, apenas un año antes, cuando el ginecólogo le confirmó —como venía sospechando tiempo atrás— que no podría tener más hijos. La había telefoneado a la finca de Extremadura donde pasaban largas temporadas con una mezcla de congoja y rebeldía:

—Mira lo que me han dicho, madre…

—Tranquila, hija, con los dos que tienes ya está bien.

—Pero qué dices, mamá, tú sabes cómo deseo tener una familia grande.

—¡Antonio! —gritaba interrumpiendo la conversación—. ¡Cuidado con esa oveja, que te está topando!

—Mamá, ¿no me escuchas?

—Es que tu padre anda destetando las ovejas y le van a dar un revolcón; pero dime, hija.

—Te digo que yo no puedo vivir con esta carencia.

—No te apures, Carola, ya te rellenará la vida por otro lado.

—No, mamá, no me conoces. A esto no me resigno. Me voy a rellenar yo.

—Anda, hija, no seas impaciente. Verás como mañana ves las cosas de otro modo. Llámame cuando estés más tranquila y me cuentas.

No la llamó. Tres días más tarde asistía a la primera reunión informativa sobre acogimiento familiar.

Se abrió la puerta y Alfonso les hizo pasar con una amplia sonrisa. Se sentaron en las sillas de confidente que tenía delante de su mesa de despacho. En el escritorio vacío, había dos sobres. Alfonso extendió una mano sobre cada uno de ellos y les explicó:

—Bien, tengo dos propuestas para vosotros. Os cuento. —Levantó el primer sobre—. Este —dijo agitando el envoltorio— es un grupo de dos hermanos de tres y cinco años. Son de origen marroquí. Vienen casi directamente de su entorno biológico; llevan tutelados cuatro meses escasos, en un centro de primera infancia. Pero han vivido en una marginalidad muy extrema y es previsible que, a pesar de su corta edad, tengan un periodo de adaptación complicado.

Carola y Álvaro registraban los datos que en estilo telegráfico les exponía Alfonso. Continuó:

—Estaban en un campamento de refugiados en Marruecos, donde vivían literalmente entre escombros. El padre ingresó en la cárcel al poco de llegar a España, y de la madre no se sabe nada. Los exámenes médicos nos dicen que son niños sanos, salvo una ligera desnutrición poco alarmante.

Con esa última reseña terminó una exposición escueta, pero de una tremenda crudeza.

—El segundo sobre —continuó tras una breve pausa— contiene un grupo de tres hermanos.

Se habían ofrecido para un acogimiento múltiple, es cierto, pero Álvaro había matizado expresamente en varias ocasiones: «A ser posible, no más de dos».

—Son mayores que los otros; tienen cinco, siete y nueve años, y hace aproximadamente cinco años que están en un centro. La mayor y la pequeña son niñas, el del medio es un varón. Han vivido experiencias menos límite y tienen una relación continuada con su madre biológica, que les visita con regularidad en la residencia. Es una mujer toxicómana, sin pareja estable, de modo que los niños son de padres distintos. Tenemos una oferta en firme de una familia para llevarse a los dos pequeños, pero no podía dejar de plantearos el caso antes de tomar la decisión de separar a los tres hermanos. Tampoco tienen ningún problema de salud en principio. Ya sabéis que en los centros se les hace un seguimiento muy serio.

Tomó un sobre en vertical en cada mano, y comenzó a golpear la mesa rítmicamente con el canto del papel.

—Bien —concluyó—. La decisión es vuestra.

Niños de institución

Fuimos a conocerlos una mañana del mes de mayo. Los nervios me arrancaron de la cama de madrugada, porque no se tienen tres hermanos de golpe todos los días.

La noticia había estallado en el tazón del desayuno, dos semanas antes. Al principio me sentí molesta porque, aunque era algo que flotaba en el ambiente desde hacía tiempo, pensaba que debían haberme tenido más en cuenta antes de tomar una decisión como esa. ¡Tenía catorce años!

Esa noche vino Irene a dormir a casa —mi amiga del alma— y ni siquiera se lo comenté. Mi determinación era firme: si yo no contaba para mis padres, lo que ellos hiciesen me resultaba indiferente. Pero ahora esperaba el encuentro con auténtica curiosidad. La idea de pasar a ser de la noche a la mañana una familia tan numerosa era emocionante, y reconozco que, según se acercaba el día, mi ilusión crecía, a pesar de que me mostraba pasota y a mi bola.

Mis padres se habían dado cuenta de mis recelos y de los de mi hermano Pablo, y el fin de semana anterior a la «invasión» planearon una escapada a la bahía de Cádiz para coger fuerzas y cerrar filas ante la aventura que se avecinaba. Fuimos a uno de esos complejos hoteleros donde podías sobrevivir sin aburrirte de la mañana a la noche con una pulserita salvoconducto, una simple cinta de plástico verde que tan pronto me hacía sentir dueña de los dominios como rehén.

Últimamente tenía esos altibajos a menudo: mi forma de ver las cosas pasaba del rosa al marrón imprevisible e inexplicablemente, y mi estado de ánimo, de la ilusión al hastío, de la euforia más desbordante a una demoledora desgana. Era —así me lo explicaba mi madre— el poso agridulce que acompaña inevitablemente al ritual de hacerse mayor.

El hotel era lo más parecido al paraíso que una chica de mi edad podía soñar: piscinas climatizadas, animadores de tiempo libre, discoteca, y un buffet donde la comida no se acababa nunca, como si se repusiese por arte de magia cada vez que se cerraba la campana de metal que conservaba calientes los alimentos. Solo había una pega: Irene no estaba allí para comentar lo mazas que estaban los pibones de la piscina, o para darnos un atracón de helado hasta morir.

Pablo no comió otra cosa en los tres días que gambas y tomatitos cherry —dicen que los chicos son menos complicados, yo pienso que son simples —, mientras que yo seleccionaba minuciosamente los platos más caros —esos que solo tomábamos en casa cuando había algo que celebrar—, las frutas más exóticas y, cómo no, los postres con más chocolate.

Fue en una de las sobremesas cuando los vimos por primera vez. Mamá sacó un sobrecito de su cartera con tres fotos chiquitajas, tamaño carné.

—Bueno, pues estos son.

Las puso sobre la mesa, una al lado de otra. Juntamos las cabezas, acercando la vista al mantel para poder apreciarlas bien. No conseguíamos distinguir cuáles eran las niñas: los tres llevaban el pelo muy corto, con el mismo flequillo tieso tipo tazón, a media frente.

—Es por los piojos —nos dijo mamá—, como son tantos niños en el centro… Esta es Sandra, la mayor, tiene nueve años y unos ojos preciosos.

Yo solo veía unas gafas redondas y gruesas, de culo de vaso, con una montura chillona de plástico rojo, en una cara redonda y hundida entre los hombros.

—Son horrorosos, mamá. —Y nos dio la risa. Papá se reía con nosotros.

—Sois idiotas —dijo mamá contagiada de nuestra guasa mientras volvía a meter las fotos en su cartera—. Ya veréis como mejoran al natural.

—No creo que puedan empeorar —afirmó Pablo.

Más tarde comprendí que ese fin de semana maravilloso había sido la despedida de la familia que éramos, y que meses más tarde se convertiría en un cuartel general en el que cada día era una lucha por la supervivencia, con el enemigo en nuestra propia casa.

—¡Han llegado, ya están aquí! —fue lo primero que le grité a Irene cuando me abrió la puerta—. ¡Es muy fuerte, tía, esta misma mañana hemos ido a recogerlos a la residencia.

Había tardado una hora en vestirme, desanimándome frente al espejo a cada nuevo intento, incapaz de dar con el look apropiado para un acontecimiento que me descuadraba: no sabía a qué me iba a enfrentar, y necesitaba ir muy segura de mí misma.

La directora del centro y la hermana Asunción nos acompañaron por un pasillo largo con una puerta al final. Me pareció el de la película El resplandor: ese pasillo estrecho, interminable y cargado de tensión. Ellos estaban ahí, tras la puerta pequeña, esperándonos.

Giramos la manivela y entramos al ring. La más bajita de las tres siluetas salió corriendo hacia nosotros y, dando un brinco, se lanzó al cuello de mi madre: «¡Mamá!». Ellos habían estado ya un par de tardes con mis padres en días anteriores.

—Ha sido tremendo, Irene. Al ver la escena he comprendido que la cosa iba en serio. Menos mal que los otros dos llamaban a mis padres por sus nombres, si no me muero allí mismo.

—Entonces, ¿han venido ya para quedarse?

—Eso parece. Los han despedido con besos y abrazos, mucha alegría y alguna lágrima, sobre todo sus amiguitos que se quedaban allí. La verdad es que te daban ganas de traértelos a todos, ¡y eso que hemos dejado casi vacío el centro! —bromeé—. Nos han dado tres cajas de cartón repletas, todo su patrimonio, y ya está, para nosotros. Pensé que traerían ropa, juguetes, pero qué va, son fotos y más fotos, su vida en imágenes. Ellos vienen con lo puesto, ¡y no sabes qué pinta de macarras! Miguel, el único chico, el del medio, lleva una camiseta negra de Iron Maiden y pantalones vaqueros ceñidos, tipo pitillo. Con siete añitos que tiene, el chaval promete ¿no te parece?

Soltamos las dos una carcajada; siempre nos reíamos con las mismas cosas.

—¡Me muero por conocerlos! —se impacientó mi amiga.

—Todavía no acabo de creérmelo —continué—. En el trayecto del coche a casa, Sandra, la mayor, iba sentada a mi lado. Me ha cogido la mano y no me la ha soltado en todo el camino. Yo estaba incomodísima, pero no me he atrevido a retirársela. Me ha dejado sin recursos, incapaz de articular palabra en todo el viaje. Imagínate, Irene, lo que no me había pasado nunca, ¡yo!, que soy tan increíblemente habladora, que no me callo ni debajo del agua, yo que…

—Me lo creo, me lo creo —me interrumpió divertida, sabiendo que si no me cortaba no la llevaría nunca a conocer a los recién llegados—. Vamos, no quiero perder un minuto más.

Las primeras semanas fueron divertidas y muy movidas. Nos mudamos a una casa más grande, con jardín, donde yo tenía una habitación para mí sola.

Mamá no paraba organizando horarios, comidas, ropa, cuadernos, cepillos de dientes. Venía gente a casa, a cada rato, a conocer a los «nuevos», y mi hermano Pablo y yo, de algún modo, nos sentíamos protagonistas y orgullosos por la expectación que generaba en nuestros familiares y amigos tanta novedad.

Ellos y nosotros nos tanteábamos, nos tomábamos la medida. Nosotros con grandes dosis de recelo y cierta frialdad, ellos con timidez y respeto, seguramente por temor a fracasar en una aventura tan deseada y soñada.

Creo que nos sorprendíamos mutuamente. Al menos ellos nos dejaban atónitos cuando comprobábamos cómo muchas cosas obvias para nosotros les resultaban una novedad: no conocían los entresijos de una cocina: sabían qué era un refectorio, pero no la fábrica donde se fraguaba la intendencia: el Minipimer y la olla exprés eran extraños y fascinantes artilugios. Tampoco habían entrado nunca en una despensa. Se quedaban fascinados ante las alacenas repletas de provisiones al alcance de la mano. Ni un baño de espuma, ni ver una película con un bol repleto de palomitas, ni el beso de buenas noches, ni tantas cosas que formaban parte esencial del día a día.

Una mañana mamá les dejó hacer albóndigas. Disfrutaron como locos metiendo las manos en la carne hasta el codo, amasando el engrudo con auténtico placer cada vez que echaba un ingrediente nuevo —pan rallado, pimienta, huevo, sal…—. Parecía que inventaban la poción de Panoramix. Y luego las bolitas; hicieron más de cien albóndigas, cada vez más pequeñas para que la masa no se acabara nunca.

El día que fuimos con ellos al supermercado, no sabíamos si reírnos o simular que no les conocíamos de nada; desde el extremo opuesto del local, Miguel gritaba llamando a su hermana pequeña con una urgencia emocionada:

—¡Begoña! ¡Ven a ver lo que he descubierto!

La llamaba sin despegar la mirada del charcutero que despachaba a su madre detrás del mostrador. Por fin llegó Begoña.

—¿Qué pasa, Miguel?

—¡Mira, mira de dónde salen los «folios»! —El dependiente servía a mamá trescientos gramos de jamón de York.

Cuando sucedían cosas así, no me podía imaginar qué tipo de vida habían llevado esos tres niños, de qué extraño lugar podían venir, donde a las lonchas se les llamaba folios.

El amigo

Mientras siguieron siendo tres niños dóciles y discretos, todo marchó razonablemente bien. Nosotros teníamos ilusión, y ellos no molestaban demasiado. Mostraban tal vez un respeto excesivo para su corta edad, un respeto cargado de miedo a meter la pata, a no acertar, al rechazo. Pero era mejor así.

Tenían, lo recuerdo bien, momentos de auténtico desconcierto: nadie les había contado las reglas de nuestra casa, su casa, esta casa. En la residencia lo primero que aprendían al entrar eran las normas. Normas concretas y tajantes que no les dejaban diferenciar entre lo que había que hacer por imperativo y lo que quedaba al libre albedrío de cada cual. Mis hermanos eran niños a los que no se les había dado opción: las cosas son así, no hay alternativa.

—Mamá, ¿qué se hace en una familia? —se atrevió a preguntar Miguel un sábado por la mañana.

Habían pasado varias semanas, y ese día Miguel deambulaba despistado de un lado para otro de la casa. En la resi, los fines de semana iban al zoo, hacían excursiones, siempre tenían el tiempo ocupado y dirigido por los cuidadores.

—Pues se te tendrá que ocurrir algo. Sal al jardín y juega al balón con Blas —le sugirió mamá.

Miguel obedeció, porque en la resi nunca se desobedecía a un mayor; las normas se cumplían sin replicar. Salió al jardín. Yo le seguí, como tantas veces, por curiosidad, por desconfianza… Realmente, no sabía muy bien porqué… Blas estaba tumbado al sol, dormitando.

Blas era nuestro perro. Mamá se lo había encontrado hacía diecisiete años, cuando todavía era soltera, en un descampado cerca de casa de los abuelos. Era cachorro y de una raza inconfundible: puro «chucho», con tal mezcla de rasgos que nunca imaginó que se convertiría en el perro corpulento que era hoy. De pelo negro corto, había resultado un animal vivo y fiel. Fue lo único que mi madre le impuso a mi padre cuando se casaron: «El perro viene conmigo».

A Miguel le había gustado Blas desde el primer día porque era como él: independiente y de pocas palabras. Era viejo, pero eso a él no le importaba; sería su amigo.

—¡Hoy vas a ser mi caballo, Blas! Te voy a poner esta cuerda así, por detrás de las orejas, para poder montarte y explorar juntos este territorio.

Blas se dejaba hacer, manso, noble, paciente. Recorrieron el jardín, desde la hiedra de la entrada, donde Miguel se entretenía a menudo cogiendo los caracoles que se adherían al anverso de las hojas. Pasaron por el arenero de traviesas de ferrocarril impregnadas de brea, y llegaron hasta el bosque de arizónicas.

—Aquí haremos una guarida para escondernos cuando ataquen los enemigos. Será nuestro secreto. Solo se lo contaremos a Begoña, ¿vale? Creo que vamos a necesitar provisiones. ¡Espérame aquí!

Entró en la casa por la puerta de la cocina. El camino estaba despejado. Se coló en la despensa y salió con el jersey cargado de latas de conserva.

—Ahora solo nos falta una herramienta para abrirlas, y ya sé dónde las tiene papá.

Volvió con un clavo gordo y un martillo. Un solo golpe certero en la base del clavo con la punta bien colocada en el centro de chapa de la lata era suficiente.

—Se necesitan dos agujeros, Blas, uno para que entre el aire y otro para que salga el jugo. El jugo siempre está rico, da igual de qué sean las latas; te va a gustar.

Blas relamía con su lengua áspera el líquido que Miguel le iba salpicando en el hocico.

—Un poco para ti y un poco para mí, así hacen los amigos de verdad. Espera, que voy a por más.

Volvió de nuevo con otro cargamento de latas, y así sucesivamente.

—Menudo festín, ¿eh, Blas? Ahora las voy a dejar en su sitio, no sea que alguien las eche de menos.

Mamá tardó varios días en descubrir el pastel, porque Miguel, precavido, había colocado las latas deshidratadas con los orificios hacia abajo, con lo que se habían quedado literalmente pegadas a las baldas de mármol de la despensa.

—¡No me lo puedo creer! ¿Quién se ha dedicado a agujerear todas las latas de conserva? ¡Miguel, Begoña, niños!

Esa fue la primera de las trastadas con que Miguel empezó a amenizar nuestra vida familiar. Nos dimos cuenta de que empezaba a sentirse «como en casa».

Días más tarde, mamá se extrañó de la escasez de cucharillas de postre en el cajón de los cubiertos.

—Fany, no es posible, acabo de comprar dos docenas. ¿No se le caerán por descuido al cubo de la basura al recoger la mesa?

Fany era una mujer ecuatoriana, negra como la mayoría de los habitantes de la costa de ese país, con unos pechos enormes que parecía que iban a hacer estallar su uniforme de doméstica. Abría los ojos grandes, blancos, redondos, y gesticulaba con todo el rostro cuando hablaba.

—Eso es imposible señora, usted sabe que soy bien cuidadosa. Va a ser cosa de estos niños, que desde que se llegaron a la casa, faltan siempre cosas en mi cosina. —Meneaba la cabeza, las manos en jarras, mirando desde la ventana al jardín donde merendaban los tres niños, con una mueca de desaprobación—. El otro día mismo, me dio un vuelco el corasón: fui no más a dejar la colada en el armario de la niña Begoña y figúrese que me encontré la ropa limpia del cajón toda enterita manchada de un pringue denso color marrón. ¡Imagínese lo que se me representó, señora! Pensé que se lo había hecho todo ensima y lo había escondido allí por librarse de la riña. Mas como el olor no era malo, arrimé la narís y sentí que era cacao del que guarda usté en la alasena. Lo tenía escondido para comerlo a poquitos… estos niños vienen con ansia, señora, se diría que no hubieran comido a plaser nunca. Y ahí no acaba todo, señora, que a cada vez que pasan por cerca del frutero, agarran una piesa, le enganchan un mordisco a hurtadillas y la dejan arruinada, escondida en el fondo del sesto.

—Está bien, Fany, voy a ver si consigo averiguar algo de las cucharillas.

Mamá salió al jardín y fue derecha hacia los tres hermanos.

—Miguel, creo que tienes una cabaña chulísima, que tiene hasta una cama para Blas. Nunca me la has enseñado, ¿quieres que vayamos a jugar un rato?

Miguel miró a Begoña. Dudó…

—Vamos a ordenarla primero, y cuando esté preparada te aviso.

Se fueron los dos corriendo y desaparecieron entre las arizónicas que formaban un pequeño bosque al fondo del jardín.

—Ya puedes venir, mamá —gritaron al cabo de un rato desde su escondite.

Mamá se puso a cuatro patas para poder entrar. Asomó la cabeza y vio dos rostros sonrientes, satisfechos, esperándola en el pequeño espacio claroscuro que delimitaban los árboles y cubría una enredadera tupida que trepaba por sus ramas. Habían puesto cartones en el suelo, y troncos de la leñera en los huecos que se abrían entre los pies de las arizónicas, excepto en el que hacía de entrada.

—Pasa, mamá, que cabes. —Miguel estaba radiante—. Mira: esta es la cama de Blas, le hemos puesto su manta y su hueso —un símil de plástico con el que el perro se entretenía durante horas— y aquí dormimos Begoña y yo, ¿has visto?, tenemos colchones. —Eran planchas de Porexpán que sin duda habían cogido de alguna casa en obras de los alrededores.

—¿Y esto qué es?

Suspendido de la enredadera colgaba un aro rígido de plástico, un hula hoop, con cuerdas atadas de un lado a otro del perímetro sujetando trapos de cocina colocados de tal modo que cubrían todo el vano.

—Es un aro atrapasueños. Nos lo hemos fabricado para no tener pesadillas. Si se hace bien no deja pasar los malos sueños. El otro día Begoña tuvo una pesadilla porque se había hecho un agujerito y se coló, pero lo descubrimos y ya lo hemos arreglado.

Begoña y Miguel tenían una complicidad singular. Creaban un mundo imaginario a su medida que rara vez abrían a los adultos, incluso a otros niños. Sin duda, esa fantasía les había hecho sobrevivir los años de residencia, sin perder la magia de la infancia. Esa fantasía, y las visitas de Pepe Molina.

«Las residencias no hacen a los niños malos ni buenos, simplemente, no los hacen. Son anulapersonalidades», acostumbraba a decir Pepe Molina, un hombre que rozaba los ochenta y que visitaba el centro donde habíamos recogido a los tres hermanos desde hacía cuarenta años, puntual, cada sábado por la mañana.

Le acompañaba una maleta negra armada, de la época de Maricastaña. Se instalaba en la sala de actividades o en el patio en los meses de buen tiempo, y ponía su maleta en el suelo. Con los años, la artrosis le obligó a colocar a su inseparable compañera en una mesita auxiliar, con lo que no tenía que agacharse para sacar los tesoros que en ella viajaban. Eran tesoros sin brillo, trozos de papel, recortes de revistas, libros.

Nadie anunciaba su visita, pero su llegada al centro era el único acontecimiento que de forma espontánea reunía a los chavales de todas las edades. Corría la voz por los pasillos: «¡Ha llegado Pepe, ya está aquí!», y entonces comenzaba la magia.

Pepe les hacía protagonistas de sus historias, les trasladaba a lugares que no sospechaban, les imaginaba un mundo en el que todo era posible. En esas mañanas de cuento, el pequeño Lucas, que le miraba con ojos vivos, era un torero que tomaba la alternativa vestido de luces en una plaza abarrotada de gente; Oscar, el chico tímido, se convertía en el payaso más divertido del circo, y Carmen, la despeinada, era una princesa con un armario lleno de vestidos de gasa y lentejuelas… Y cada niño soñaba que esa historia era suya, solo suya, y que se encontraría con ella algún día, en algún lugar más allá de los muros de la residencia.

Después de los cuentos, los chistes y alguna canción, Pepe sacaba del fondo de su maleta dos bolsas de fieltro, una verde y una roja. La verde llevaba dulces que repartía entre todos los chavales; la roja, papelitos doblados en los que apuntaba refranes, chistes y proverbios que eran objeto de un mercadillo de intercambio durante el resto de la semana, contribuyendo en cierto modo a la cultura popular de aquellos chicos. «Algo les quedará», solía decir.

—También tenemos cocina, mamá. —Begoña le mostró un infiernillo oxidado y una sartén—. Hacemos comidas riquísimas. ¿Te preparo tortilla de patata, que te encanta?

Cogió unas piedrecitas y las echó en la sartén, sobre el infiernillo.

—Ahora el huevo —decía mientras espolvoreaba de tierra las piedras—. Y un poco de sal. —Reunió saliva y dejó caer un escupitajo para fraguar el guiso—. Ya está, mami, verás qué buena.

—¿Y también hacéis comiditas de verdad?

—Sííí —se apresuró a contestar Begoña mientras Miguel le echaba una mirada furtiva.

—Tenemos yogures y galletas. —Desplazó una tablilla de madera en una esquina de la cabaña, dejando al descubierto un agujero cavado en la tierra en el que se podían contar no menos de quince vasitos de yogur vacíos con sus correspondientes cucharillas.

—Hay dos sin comer, pero no tenemos más azúcar.

Mamá sonreía. ¡Ya podía buscarlas! Pero no era momento para riñas.

—¡Blas!, nos vamos de vacaciones a la playa.

Miguel buscaba al perro cada tarde para contarle sus cosas. Yo disfrutaba viéndoles juntos, y me preguntaba qué veía Miguel en ese viejo chucho y torreón que ya no era capaz ni de alcanzarle corriendo cuando jugaban en el jardín. Blas le escuchaba sin preguntar, como le gustaba a él, sin pedir explicaciones y sin distraerse como los mayores, que tenían siempre tantas cosas que hacer que apenas le prestaban atención.

—No sé si el mar me va a gustar. Sandra estuvo una vez que fue de viaje con los mayores de la resi. Me contó que el mar no se acaba nunca. A mí no me gustan las cosas que no se acaban nunca, porque no las puedo tener. —Miguel le acariciaba con el cuerpo entero. Apoyado en su lomo, le rascaba detrás de las orejas, donde más le gustaba a Blas—. A ti te puedo abrazar y contarte cosas.

De repente enmudeció. Un presentimiento terrible le había asaltado. Se separó de su amigo y entró en casa.

Mamá hacía las maletas. Se acercó hasta ella sin hacer ruido. Le gustaba verla contenta, se ponía todavía más guapa. Ella les hablaba a menudo del mar, porque en el pueblo donde vivía de pequeña veía romper las olas contra las rocas desde el balcón de su cuarto. Les decía que añoraba el ruido del mar. Miguel no entendía lo que significaba añorar, pero le parecía una palabra muy hermosa.

Se sentó en la cama, donde apilaba la ropa en cinco montones. «Pijamas», decía en voz alta mientras repartía uno en cada montón. «Jerséis, pantalones», y repetía cinco veces la misma operación. Debía ser muy difícil aprender a ser madre. De hecho, pensó, no todas conseguían hacerlo bien. Algunas, como la suya, ni siquiera lo intentaban.

—¿Qué quieres, hijo?

—Es que… —dudaba, no se atrevía a preguntar por miedo a que sus temores fueran ciertos.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Es el viaje. Nos vamos mucho tiempo, y no sé si Blas viene con nosotros.

—No te preocupes por él, Miguel, estará bien. Se queda en una casa de acogida para perros. —Según terminaba de pronunciar la frase, mamá se dio cuenta de lo dura que le podía resultar a Miguel la comparación…, pero ya era tarde.

—¿También los perros van a la residencia? —Abría grandes los ojos—. Yo pensaba que ahí solo íbamos los niños como nosotros. —Enmudeció unos segundos—. Entonces… ¿a los perros también hay gente que los abandona? Nosotros no le podemos hacer eso a Blas, mamá, porque a las residencias solo van los que nadie quiere o los que se portan mal.

El rostro de Miguel estaba grave. Nunca antes había exteriorizado sentimientos sobre su vida pasada.

—Yo sé que en la resi va a estar muy triste. Y va a estar solo, mamá —continuó con los ojos vidriosos—. Él no está acostumbrado a estar solo, me va a echar de menos.

—¿Crees que Blas te quiere mucho, verdad?

—Sí, me quiere.

—¿Desde el fondo del corazón?

—Sí, así.

—Entonces voy a hablar con papá, quizás podamos llevárnoslo.

Ese año Blas fue de vacaciones por primera vez con toda la familia. Tras la conversación con Miguel, mamá se dio cuenta de que había determinadas cosas que solo para estos niños eran serias, aunque debieran serlo para cualquiera.

En ese momento entró Begoña en la habitación.

—Mamá, me aburro.

—¿Por qué no me hacéis un dibujo con los rotuladores nuevos?

La tía Lupe le había regalado una caja de tres pisos de rotuladores de doble punta que le había impactado tanto que dormía con ellos debajo de la almohada.

—Pintadme el mar, ¿vale?

Se pusieron manos a la obra, entusiasmados, mientras mamá aprovechaba para terminar de hacer el equipaje.

—¿Y esto qué es? —preguntó señalando unos rectángulos marrones que Begoña había repartido en la gran mancha azul que llenaba el papel.

—Son los peces.

—¿Los peces? ¿Cómo que los peces? Los peces no son así.

Miró el dibujo de Miguel; su mar tenía las mismas manchas marrones rectangulares.

—Sí son así, mamá, los que nos daban en la resi eran así.

Mi madre comprendió, no sin asombro, que lo que representaban Begoña y Miguel eran las varitas de merluza precocinadas que cenaban en la residencia. Tal vez eran lo más parecido a un pez que habían visto nunca.

Un inesperado manifiesto

Pasó el verano. Fueron las mejores vacaciones de mi vida: había conocido a Juan en el chiringuito de la playa donde nos reuníamos toda la pandilla después de cenar y hasta las doce, la hora del «toque de retreta» en casa.

Se pasó volando, en mañanas de playa o tardes de cine según pintase el cielo, excursiones a pescar y paseos con Juan al borde del mar. Había vivido ajena a todo lo que pasaba en casa, distante de mis padres y hermanos, transportada a un mundo de emociones nuevas que hasta entonces apenas intuía. Estaba enamorada, y lo demás importaba poco.

La vuelta a casa fue difícil de encajar: el cole, los días más cortos, la rutina, pero sobre todo la separación de Juan, que me parecía el sufrimiento más terrible de cuantos había podido imaginar. Mis padres no me daban aire, empeñados en controlar hasta mis estados de ánimo —que, dicho sea de paso, seguían cambiando inexplicablemente—.

Entonces me empezó a pesar insoportablemente la convivencia con mis hermanos pequeños. Ya no eran los tres niños complacientes y respetuosos de los primeros meses: entraban en mi cuarto, tocaban mis cosas, participaban de todas las conversaciones, opinando, incordiando. Apenas nos quedaba nada nuestro a Pablo y a mí, ni siquiera un rato a solas con mis padres.

La rutina del invierno con sus largas tardes sin luz, de convivencia obligada, los cinco encerrados en casa con deberes, peleas por el turno de la ducha, por el sitio en el sofá o simplemente porque sí, nos hicieron llegar a mi hermano y a mí a la misma conclusión: estábamos mejor antes de llegar ellos.

Por las noches cenábamos los siete juntos. Era el momento de encuentro, el espacio para ruegos, sugerencias y alegaciones, y según los ánimos y los acontecimientos de la jornada, podía tocar tedioso sermón de progenitores, charla distendida o incluso risas. Ese día sonaba de ruido de fondo el telediario. Un hombre había ingresado en prisión acusado de matar a su mujer a cuchilladas.

—Mi tía Carmen —comentó Sandra con aparente indiferencia— también está en la cárcel porque ha matado al tío Nico, y a la prima la van a llevar al centro donde estábamos nosotros.

A papá se le cayó el tenedor que se llevaba a la boca.

—¡Qué dices, Sandra! Eso no se dice ni en broma.

—No es una broma, es verdad. Me lo contó ayer Charo en la visita. —Era la forma en que Sandra se refería a su madre desde que vivía en casa.

Papá se levantó y apagó el televisor.

—Bueno, pues eso solo les importa a tu tía Carmen y al juez. Termínate los guisantes.

—Eso —añadió mamá reforzando el cambio de tema—, no quiero nada en los platos, estoy harta de comerme los guisantes que te sobran a ti, los pepinillos que no le apetecen a Miguel o el maíz que no le gusta a María.

Papá, visiblemente desconcertado, se había levantado de nuevo con la jarra de agua en la mano, casi llena, para rellenarla en la nevera.

—Hoy en el colegio me han llamado mentiroso —dijo Pablo reanudando la conversación—. Me lo han llamado mis amigos: dicen que los hermanos tienen los mismos apellidos, y nosotros tenemos tres distintos. Yo no soy un mentiroso. —A juzgar por el tono de su voz, estaba muy dolido por el incidente.

—Os lo hemos explicado muchas veces, Pablo, un acogimiento no es una adopción, por eso os llamáis distinto.

—Y sabes que el padre de Begoña no es el mismo que el de Sandra y Miguel —añadió mi madre— Tú no tienes por qué dar explicaciones, son tus hermanos y ya está.

Begoña, la menor de los tres hermanos, era fruto de una aventura de su madre, Charo, con un gitano. La niña llevaba la marca de la raza en la mirada, en la alegría, en el descaro, en la gracia…; en una palabra, iba sobrada de vida y desparpajo.

—Sí, pero ¿por qué tenemos que ser hermanos? ¿Porque vosotros lo habéis decidido? Ellos no tienen nuestra sangre, no saben nada de María ni de mí, no hemos crecido juntos y…

—¡Ya está bien, Pablo! —interrumpió mi padre—. Si has terminado, vete a hacer los deberes. Luego hablaremos.

Mi hermano se levantó ofendido y se fue a su habitación.

—Y tú, Miguel, deja de darle comida a Blas por debajo de la mesa —añadió mi madre para suavizar la inevitable tensión.

Sin duda, cada uno de nosotros pensaba en las palabras de Pablo. Tenía razón. En el acto inicial del acogimiento no había otra cosa que voluntad, buena voluntad ciertamente, pero poco o nada más.

—¿Qué hacéis aquí?

Pablo y yo habíamos entrado en el cuarto de mis padres, cerrando la puerta detrás de nosotros. Los tres enanos —así les llamábamos para marcar una barrera entre ellos y nosotros, a pesar de que Sandra era casi tan alta como Pablo— estaban ya durmiendo.

—Queremos que se vayan.

Mis padres nos miraron atónitos.

—Pero ¿qué decís?

—Va en serio —continuó mi hermano—. Al principio no molestaban, pero ahora han cambiado: como saben que no los vamos a devolver, hacen lo que quieren. —Hablaba con rabia—. Vosotros no tenéis ni idea de cómo actúan, porque siempre que hay peleas os ponéis de su lado, como si fueran ellos vuestros hijos de verdad.

—Es cierto —añadí—, les tendríais que conocer: Sandra va de buena, pero os miente siempre, Miguel es un animal que lo rompe todo, y Begoña es una chula que no para de provocar y luego lloriquea para que nos caiga a nosotros la bronca.

—En serio, queremos que se vuelvan a la residencia. A lo mejor para ellos es bueno estar aquí, pero para nosotros no lo es.

Desde hacía unas semanas, las peleas eran constantes y ponían en evidencia los dos bandos que existían en casa. Pero, a pesar de ello, y a juzgar por su reacción, mis padres no esperaban este manifiesto. Mamá guardaba silencio, incapaz de reaccionar. Finalmente habló papá:

—Has estado muy duro en la cena, Pablo. No puedes decir esas cosas delante de ellos.

—¿Y cuándo quieres que las diga? Siempre están en medio. Hace ya ocho meses que llegaron y no nos hemos ido nunca los cuatro solos, sin ellos. El psicólogo dijo que teníamos que hacerlo al menos dos o tres veces cada año, ¿recuerdas?

—Pablo tiene razón —añadí—, tenemos que frenar esto. Hasta hace poco nosotros cuatro nos bastábamos, lo éramos todo. Ahora yo ya no tengo ni espacio para mí. Sandra escucha mis conversaciones de teléfono, me imita en la forma de vestir, de hablar…; no lo soporto.