Adolfo Hitler - Adolfo Meinhardt - E-Book

Adolfo Hitler E-Book

Adolfo Meinhardt

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Beschreibung

En 2008, leyendo "The castle in the forest", uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Adolfo Meinhardt

© Adolfo Meinhardt

© Adolfo Hitler. Un designio demoníaco

© Imagen de portada: Willhem Meinhardt

ISBN papel: 978-84-685-1326-3

ISBN epub: 978-84-685-1763-6

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Prologo

EL 20 de abril de 1889 nacía Adolfo Hitler en la Gasthof zum Pommer, una posada del pueblo de Braunau sobre el Inn (Austria en su frontera con la alta Baviera alemana) y el mundo sufría un fugaz pero violento estremecimiento, aún que de ello nadie se enteró. Norman Mailer (enero de 1923-noviembre de 2007) célebre escritor norteamericano galardonado dos veces con el premio Pulitzer y también con el National Book Award, sugiere en su novela, The Castle in the forest “Un retrato sombrío y fascinante de un alma monstruosa” (Publishers Weekly), afirma que en el momento de su concepción Lucifer revoloteó sobre el lecho conyugal. Ese día, sin embargo, el cielo lució como todos los días sus azules y sus grises; los árboles sus verdes y sus ocres y los seres humanos sus oficios y sus vicios. La vida en su rutina no se detuvo y ni siquiera se incomodó. Pero en el instante mismo de ese nacimiento comenzó a escribirse el primer renglón de una trágica historia que iba a llevar a millones de seres humanos a una espantosa pesadilla y a la muerte.

Cuando Hitler vino al mundo gobernaba en Austria la más antigua de las casas reinantes en Europa, una dinastía que había sobrevivido a los avances turcos, a la Revolución francesa y a las guerras de Napoleón. Con ella otros tres imperios (Hohenzollern, Romanov y Ottomano) reinaban sobre toda la Europa Media y Oriental. Checoeslovaquia y Polonia, etnias que el futuro dictador siempre despreció y codició con pasión, no existían como entes soberanos, y ni el más perspicaz de los estadistas de esa época podía presentir que algún día llegarían a figurar en los mapas como naciones independientes. Por supuesto que tampoco nadie, en concebía una Revolución bolchevique, con su tiranía de más de setenta años sobre un gigantesco Gulag extendido desde el estrecho de Bering hasta las fronteras de la Alemania federal.

Lenin, con 19, años —y su hermano mayor Alexander Uliánovsk, ahorcado por atentado fallido contra el zar Alejandro III—, sorteaba como bien podía, apoyado en las enseñanzas fraternas heredadas, sus incipientes roces y conflictos con el caduco poder de la dinastía Romanov; Stalin niño, hijo de un zapatero borracho y remendón, driblaba su miseria en las fangosas calles de Tiflis, y Benito Mussolini, con seis años y un padre herrero que agotaba su triste vida frente al yunque, bastante tenía con comer y respirar en Dovia di Predoppio, en la Romaña italiana que le había visto nacer.

Estos tres hombres más Adolfo Hitler, extraordinarios lo admitamos o no, estaban presentes cuando esas viejas y casposas monarquías, en su mayoría enfrentadas entre sí, pisoteaban una vez más la vieja piel de Europa, ya curtida en sangre por siglos y siglos de combates fratricidas. Involucrados los más poderosos países del Continente en el combate, y a disposición de todos ellos armas inéditas de inmenso poder destructivo, la en su momento llamada Gran Guerra decapitó locamente una generación de hombres en la flor de la juventud y dejó totalmente devastados y hambrientos inmensos territorios. Sobre esa tierra abarrotada de cadáveres los cuatro hombres que aquí nombro, sin que nadie los intentara detener dieron un zarpazo sobre los despojos, medraron, mintieron, engañaron, atropellaron, asesinaron y llegaron, cada uno en su momento, a la cumbre del poder. Desde ese privilegiado sitio iban a ejercer su omnímoda voluntad sobre millones de seres, aplastándolos bajo la bota del totalitarismo e, inevitablemente, ejerciendo una presión insoportable sobre las democracias del entorno europeo y sobre el mundo en general. Imbuidos en su mayoría de un destino manifiesto y convencido alguno de ellos de que un poder providencial le dictaba cumplir su misión, mataron a millones de seres humanos en el nefasto altar del fascismo y el comunismo, y cuando murió el último de los cuatro n marzo de 1953, Europa era un erial sembrado de cruces funerarias. Ese cuarteto de Atilas modernos, con millones de Hunos a sus órdenes había pasado con sus botas enlodadas sobre ella.

He elegido a Adolfo Hitler para escribir este ensayo como hubiera podido elegir a cualquier otro del cuarteto, aunque tampoco rebatiría al que me acusara de haberme dejado seducir por el gen alemán que dio identidad a mi apellido.

1.

Hitler provenía de un linaje de labriegos en el que las uniones consanguíneas eran el pan de cada día. El apellido familiar, que dio muchos tumbos (Hiedler, Hütler Hüttler y Hitler) hasta que se oficializa por primera vez al registrarse el bautismo de Stefan Hiedler, 1672, en una oscura aldea del vasto imperio austro-húngaro. Y fue en ese villorrio (Walterschlag) donde en 1772 nació Martín Hüttler, el que sería bisabuelo del futuro canciller. Vivió su vida adulta en Spital, burgo cercano, y en Spital murió en 1829, no sin dejar bajo techo seguro a otro Martin Hüttler, que sería abuelo del futuro caudillo del nacionalsocialismo; el que fue Führer de los alemanes y sumo sacerdote de una tenebrosa religión que debía durar más de mil años.

Hombre inquieto, Martin pateó sin descanso las tierras de la Baja Austria en su desempeño como molinero, y tanto las pateó que un buen día tropezó con María Ana Schicklgruber, una robusta campesina oriunda de Strones con la que, tomados de la mano, todavía anduvo un poco más por aquellos ubérrimos campos de labor. Inevitablemente, como suele suceder entre seres humanos cuando hombre y mujer andan mucho tiempo de la mano, llegó la convivencia, antesala de la intimidad, y alcanzada ésta un buen día se casaron. Lo hicieron en Döllershein en mayo de 1842.

Pero en 1837, cinco años de antes de conocer a Martin, María Ana tuvo un hijo, supuestamente bastardo, al que dio el nombre de Alois, y que se suponía vástago de Johann Georg Hiedler. Tal suposición no es del todo refutable y todo indica que la pareja, casada ya en 1842 no se tomó la molestia de legitimar el niño fruto de su unión y éste fue criado en el hogar de un tío paterno, y continuó llevando el apellido de soltera de su madre, Schicklgruber hasta cumplir los cuarenta años. María murió en 1847 y Johann Georg Hiedler desapareció durante los treinta años siguientes sin dejar rastro de su existencia. El día 6 de junio de 1876, a la edad de ochenta y cuatro años reapareció, compareció ante un notario en el pueblo de Weitra y declaró, asistido por testigos, que él era el padre de Alois, con cuya madre había contraído matrimonio posteriormente a su alumbramiento. Es un misterio lo que hizo Johann Georg durante esos treinta años en los que la tierra se lo tragó, ni que lo impulsó a reconocer tan tardíamente su paternidad. Pero el 23 de noviembre de 1876 el párroco de Döllersheim, basado en una declaración notarial alteró el registro bautismal de Alois Schicklgruber cambiándolo por el de Alois Hitler. De ese modo, doce años antes del nacimiento de Adolfo, su tercer hijo, Alois ya firmaba Hitler, por lo que el niño nunca fue apellidado de otra maneraAlois tenía diez años cuando murió su madre, y continuó viviendo en Spital con su tío paterno. Aprendió el oficio de zapatero, heredó el andariego carácter de Martin Hütler y sin querer establecerse abandonó el hogar para probar fortuna. Fue zapatero remendón en Viena y probó suerte como policía en el Servicio Austriaco de Aduanas, donde finalmente se quedó. A los veintisiete años ascendió por primera vez en su trabajo y casó en primeras nupcias con Anna Glassl, la hija adoptiva de uno de sus colegas. Durante los dieciséis años siguientes continuó calladamente su ascenso como funcionario, en Branau y otras poblaciones limítrofes con Baviera, hasta el momento en que la inspección de finanzas le nombró jefe de aduanas de Passau. Su trabajo y su matrimonio con la hija de ese funcionario, que además aportó dote, fueron valorados y lo elevaron en la escala social. No abandonó del todo su relación con sus parientes de Spital, recibió una herencia del tío Johann Nepomuk Hütler (1807-1888) y fue en esos días cuando dio los pasos para legitimar el cambio de apellido que su padre había notariado en Weirazerz. Pero su matrimonio no arrojó réditos y después de una separación pactada, su esposa, que era 14 años mayor que él murió en 1883. Treinta días después de ese deceso se casó de nuevo, esta vez con Franziska Matzelberger (1861-1889), una amante que ya le había dado un retoño y que a los tres meses de la ceremonia nupcial le incrementó la prole con una hija a la que pusieron por nombre Ángela. Para Alois tampoco hubo suerte en este matrimonio. Al año del nacimiento de la niña la tuberculosis se llevó a Franziska. Alois cuidó esta vez las apariencias y aguantó año y medio de viudez antes de volverse a casar. La escogida se llamaba Klara Pölzl (1860-1907), una joven de la que lo separaban veintitrés años, nativa de Spital, tierra de los Hitler, donde su familia llevaba viviendo más de cuatro generaciones. Alois había llevado a Klara su lado para que cuidara de los dos niños habidos en sus matrimonios anteriores, pero Franziska todavía vivía cuando Klara ya llevaba en el vientre la semilla de su protector. Los enredos familiares, entretanto, se fueron desvelando: resultó que Klara era prima segunda de Alois y nieta de Johann von Nepomuk Hütler, el hombre que había recogido y criado a su marido. Fue pues, necesario, obtener dispensa eclesiástica para casar a Alois Hitler con su tercera mujer y finalmente, el 17 de mayo de ese mismo año nació en Braunau am Inn Gustavo, primer hijo del nuevo matrimonio. Éste, la hermana que le siguió, Otto y Edmund no sobrevivieron a los avatares de la infancia y solamente Paula, la última de sus hijos con Klara, llegó con su hermano Adolfo a la edad adulta. Ángela Hitler (1883-1949), la medio hermana del futuro Führer, Raubal por su matrimonio, nacida en Linz e hija de Franziska, fue la única de los parientes que mantuvo contacto con el dictador hasta la muerte de este en 1945, llegando a hacerse cargo en alguna ocasión, como ama de llaves, del Berghoff en Obersalzberg, el refugio montañoso de su complicado y peligroso hermano. Ella fue la madre de Ángela María “Geli” Raubal (1908-1931), la joven sobrina de la que el Führer se enamoró perdidamente y que se suicidó abrumada por el carácter posesivo y tiránico de su pretendiente, que ya por entonces se hallaba firmemente instalado en el camino hacia el poder. En Nurenberg, en sus deposiciones ante los aliados vencedores Hermann Goering (1893-1946) comentó que la muerte de esta muchacha fue un golpe considerable para el ego del tirano y conllevó el alejamiento definitivo, de su círculo íntimo, de cualquier pariente conocido o por conocer.

2.

Alois tenía ya 56 años cuando su hijo Adolfo enfrentó por primera vez la escuela primaria. Cuarenta años más tarde la desbordada hagiografía nazi no encontró recursos para magnificar esa importante primera etapa de nuestra vida. Era, simplemente, un niño que se desenvolvía sin mayores problemas en los estudios elementales y jugaba con sus condiscípulos en los campos y pequeños bosques de la región. A los 11 años, sin embargo, según cuenta él, surge un primer incidente con su dominante progenitor cuando ingresa en el real colegio de Linz. Hitler lo cuenta en Mein Kampf:

“No quería dedicarme al servicio civil. Ni la presión más abrumadora ni las más graves amenazas pudieron romper esta oposición… Un día comprendía que había de ser pintor, quiero decir artista… mi padre se quedó atónito: “¿Un pintor? ¿Un artista?, exclamó. Dudaba de que estuviese en mis cabales. Pensó que no había oído mis palabras correctamente, o que había malinterpretado lo que yo decía. Pero cuando le expliqué mis ideas y vio cuán seria era mi decisión, se opuso con la tenaz determinación que le era característica… “¡Artista! No mientras yo viva, nunca.” En este punto se empató nuestra disputa. Mi padre no abandonó su “nunca” mientras que yo afirmaba más mi “a pesar de todo”.Mi Lucha, p.21. La edición aquí citada es la traducción no expurgada de James Murphy. (Hurst & Blackett, Londres, 1939) Citada en Alan Bullock, tomo 1º p.5 de Biografías Gandesa, México D.F. 1955.

Alguno de sus biógrafos admite que ésta pueda ser la verdad de lo sucedido, pero a mí me cuesta creer que fuese así. Un hombre de 56 años criado y formado en un mundo decimonónico como aquel, no me lo imagino bien acomodado en su sillón discutiendo de tú a tú con un con su hijo de 11 años en el victoriano y patriarcal siglo xix. Tal posibilidad no encaja en mis esquemas. Además, hay indicios suficientes para pensar que le daba a su hijo sonoras tundas cuando se salía de la línea. Hitler, en su libro escribe para agigantar su imagen, no para contar que a las primeras de cambio se rindiera ante el primer escollo, aunque ese escollo fuese su padre y él tuviera sólo 11 años de edad.

Adolfo Hitler fue un estudiante mediocre, pese a su indudable inteligencia, y ese hecho no admite discusión. En Mein Kampf y en donde quiera que el tema estuvo en debate intenta descargar la culpa sobre la figura paterna. Pero esa figura es Alois Hitler, un hombre huérfano de padre a muy tierna edad, que conoció la penuria y que luchó denodadamente para escapar de la pobreza y la mediocridad que en sus inicios lo acosó. Un hombre que poco a poco fue ascendiendo en el escalafón y poco a poco fue cambiando el mundo en que sus varias mujeres y sus hijos supervivientes tuvieron que respirar. Fue un triunfador en el modesto entorno laboral en que se desenvolvió y nadie que haya hojeado su currículum lo puede rebatir. Su mismo hijo lo corrobora en las primeras páginas de su ideario, cuando escribe:

“Mi padre, hijo de un pobre campesino, no había podido resignarse en su juventud a quedar en la casa paterna. No tenía trece años, cuando lio su morral y se marchó del terruño. Iba a Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de experiencia para aprender allí un oficio. Ocurría esto el año 50 del pasado siglo. ¡Grave resolución la de lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres florines! Pero cuando el adolescente cumplía los diez y siete años y había rendido ya su examen de oficial de taller, no estaba sin embargo satisfecho de sí mismo. Por el contrario, las largas penurias, la eterna miseria y el sufrimiento, reafirmaron su decisión de abandonar el taller para llegar a ser “algo mejor…” Con la tenacidad propia de un hombre, ya casi envejecido en la adolescencia por las penalidades de la vida, se aferró el muchacho a su resolución de llegar a ser funcionario y lo fue. Creo que poco después de cumplir los 23 años consiguió su propósito.”Adolf Hitler. Mi lucha. Ibid.p.24

Esto lo escribió su hijo, que ya en su plácida infancia organizaba juegos de guerra porque agrandaban su ego y le permitían ordenar y mandar a los que jugaban a su lado; un niño que siempre tuvo cerca a su madre, que lo mimaba sin límite y también a una hermana pequeña que se inclinaba ante todos sus caprichos. Un muchacho que vivió cómodamente la etapa borrascosa que casi siempre es la adolescencia, y durante la cual ni estudió seriamente ni ejerció tampoco un sólo oficio provechoso y, como es de suponer, no trajo a su hogar un sólo Krone que ayudara a la economía familiar. En esa etapa tampoco se le conocen aventuras sentimentales, lo que inclina a pensar que llegó virgen al ejército y a la guerra en que luchó. Estaba normalmente dotado, y es falso aquello que se decía de que poseía un único testículo, como algunos propagaron, aunque su instinto reproductor lo ocultaba bajo una fingida misoginia. Son ridículas las muchas insinuaciones sobre su supuesta homosexualidad. Pero, como a muchísimos hombres en cualquier época, desde muy joven su ambición de poder fue poniendo a un lado todo lo que para él era superfluo; en un momento muy difícil de su vida vio en la guerra y la política el camino más idóneo para salir de la miseria y la anonimia en la que le tocó vivir después de la muerte de su madre. Hasta que alcanzó la cima; después de la guerra, luchó con férrea determinación y absoluta falta de escrúpulos, y cuando tuvo el poder en sus manos, sus odios paranoicos, sus disparatados sueños y sus terribles fobias, ya cultivadas desde los albores de la juventud, acabaron haciendo del mundo en el que le tocó gobernar el espantoso infierno en que ardieron muchos millones de personas. En el interregno, insisto, ni estudió ni ejerció ningún oficio; fue, simplemente, un soñador sin norte, un pobre muchacho lleno de quimeras que lo aferraban a objetivos nebulosos, dualidad que muchas veces permite al haragán disfrazar su condición de tal. La verdad sobre sus mediocres resultados en los estudios está detallada en todas las biografías que se han escrito sobre él, sin que en ellas haya yo encontrado más discrepancias que las puramente semánticas entre escritores.

Alois Hitler, andariego incombustible estuvo toda su vida cambiando de residencia. En 1895 compró una casa en una aldea cerca de Lambach, a cuarenta kilómetros de Linz y el mundo de la enseñanza se abrió por primera vez, para el futuro Führer. En la insignificante escuela primaria de Fischlham empezó su fracasada aventura educativa y en ella estuvo dos escasos años, con notables progresos, altas notas y buena conducta en general.

Pero su padre dio un nuevo golpe de timón. Dos veranos después de la compra de la granja se fueron a vivir en Lambach, otro pueblecito más de la comarca. Allí Adolfo mantuvo su tónica de buenas notas y excelente comportamiento. Las cosas marchaban bien, pero iban a cambiar. Entre tanto Alois, con el nomadismo en los genes, en 1898 compró un pedazo de tierra en Leonding, muy cerca de Linz y en ella Adolfo, posiblemente, pasó los mejores instantes de su niñez. Hasta su muerte, en 1945, asoció ese lugar a su adorada madre y en su corazón hizo de él su rincón natal. Curiosamente, Linz era considerada la ciudad más alemana de todo el imperio austrohúngaro; y en la cúspide de su poderío sólo la guerra y la derrota le impidieron cumplir su sueño de convertirla en un burgo esplendoroso.

El paso a la educación secundaria fue para Adolfo Hitler el choque con un muro que no pudo superar, aunque visto su indudable talento puede que ni siquiera pusiese intención en derribarlo. El seguimiento personal que había tenido en la escuela primaria, por parte de sus maestros, cesó. Ahora tenía que vérselas con profesores que explicaban de forma impersonal sus materias a los muchos alumnos de sus aulas. El esfuerzo, prácticamente inexistente en la escuela primaria de la aldea había desaparecido y la exigencia persistente a los alumnos para que rindieran, era en la Realschule lo habitual. Sin titubear, ya desde el comienzo, Adolfo hizo ver que no estaba por la labor. Su esfuerzo se resintió y en su conducta aparecieron por primera vez los signos de la inmadurez. El resultado fue que al terminar su primer año de la secundaria (1900-1901) tuvo que repetir curso en matemáticas e historia natural. Hubo una leve mejoría al repetir, pero fue tan solo un espejismo. Años más tarde, cuando su figura apareció en los periódicos muniquenses a raíz del fracasado intento de putsch, que dirigió con el general Erich Ludendorff (1865-1937), uno de los profesores que tuvieron que bregar con él recordó su paso por las aulas. Posiblemente sonriendo, comentó su físico desgarbado y su nulo esfuerzo por sacarle partido a su inteligencia natural. De paso lo catalogó como un adolescente amante de la soledad, dogmático, egocéntrico y apasionado. Ese fue el balance de su estancia en la Realschule de Linz, donde su padre había logrado ingresarlo pese al agobio que tal cosa causaba en su modesta economía. En Linz no llegó a obtener el necesario certificado de estudios y se trasladó a la Staatsrealschule de un pueblo cercano, donde también fracasó. El niño feliz y adorado por su madre, el de los estudios primarios excelentes, los juegos inocentes y los paseos por el bosque se iba transformando en el joven gandul y desnortado que deambuló por Viena, hundido la miseria, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

En los meses finales de 1905 —los días en que el emperador Francisco José, inducido por las presiones políticas concedía el sufragio universal a los varones austriacos— el adolescente Adolfo Hitler encontró finalmente la necesaria coartada para sus continuos fracasos escolares a raíz de unos problemas pulmonares transitorios, que no tuvieron secuelas, y sin pena ni gloria abandonó para siempre los estudios de bachillerato, con notas muy pobres y fracasos muy grandes, como acabamos de comprobar. Y con el juicio poco indulgente de sus profesores a la hora del cómputo final: consideraron totalmente insuficientes sus conocimientos en matemáticas, en lengua alemana y calificaron de pobre y defectuosa su escritura.

El resto de su vida él se mofó siempre de sus educadores de aquellos lejanos días —en el curso de los dos espantosos años finales de su guerra, antes de quitarse la vida, todavía lo hacía— y puso el acento de su fracaso en el forcejeo que mantuvo con su padre, mientras éste vivió, para que le permitiera darle rienda suelta a su carrera como artista. Tal cosa es una “simplificación excesiva”, como acertadamente señala otro de sus biógrafos. Pero para mí es, también, un miserable recurso de su dialéctica. Y tales hechos y dichos al final suelen dar sonoras bofetadas a quien los utiliza. Una sola cosa es evidente y basta para deshacer el tinglado justificativo que se fabricó: sus esfuerzos para convertirse en artista, esa “lucha titánica”, según él para vencer la resistencia de Alois, cuando ya muerto éste volvió la paz a su espíritu y tuvo plena libertad para intentarlo, se estrelló definitivamente cuando se enfrentó a la cruda realidad: visto su pobre bagaje para expresar y plasmar en el papel esas supuestas cualidades artísticas de las que alardeaba, fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena cuando por dos veces presentó exámenes para ingresar.

Alois Hitler, víctima de un colapso pulmonar, se derrumbó inesperadamente sobre su vaso de vino en una taberna cercana a su vivienda mientras hacía su acostumbrado paseo matinal; corría enero de 1903, dejaba a su familia en bastante buena situación y a Adolfo, inopinadamente, como el único hombre de la casa. La muerte de su progenitor, sin embargo, es muy poco verosímil que le removiera las entrañas al muchacho; su padre —a pesar de algún ditirambo extemporáneo sobre él— no fue nunca su debilidad. Y Klara Pölzl, su madre y único ser viviente por la que sintió profundo amor, viuda a los 42 años no iba a ser la persona adecuada para oponerse a los inmaduros deseos de su mimado y voluntarioso hijo.

Parece, sin embargo, que esta mujer, fiel a los deseos del difunto Alois, intentó reverdecer el interés por la enseñanza media en su hijo gandul. Pero en ese terreno no tenía nada que hacer, aunque hay indicios de que logró retenerlo todavía, por poco tiempo en las aulas. Con dieciséis años sobre sus juveniles hombros Adolfo enfermó de los pulmones, su madre lo envió a casa de su hermana, en Spital, para su recuperación y con ese traslado cayó el telón, definitivamente, sobre los encomiables intentos parentales por ver a Adolfo culminar. Su madre entretanto, que ya llevaba un cáncer en su pecho y lentamente decaía, se mudó con él y la niña a Urfahr, un aledaño de Linz próxima al Danubio.

De esta época en la vida de Hitler existe un relato manuscrito de Augusto Kubizek (1888-1956) uno de sus pocos amigos de aquellos días. Dado a la luz por primera vez en 1953 retrata con simpatía y verosimilitud las andanzas de aquel joven que un día destruiría el mundo en que nació. Ambos se conocían desde 1905. Para Hitler, Augusto era el auditorio educado y obediente que su desbordado ego necesitaba, y fue en su compañía que se aficionó a la ópera y escuchó por primera vez a Richard Wagner y sus numerosos dramas musicales, llenos todos de arrebatado nacionalismo. Su verborrea asombraba a Kubizek y lo hacía cavilar. Fue en este muchacho en el que el adolescente Adolfo volcó sus confesiones, y así se enteró el mundo, años más tarde, que había existido una bella e inalcanzable Estefanía, hija de padres adinerados, con la que Hitler jamás pudo contactar.

3.

Adolfo, gracias a su parentela abrió las puertas de Viena ya con diecisiete años bien cumplidos. Fue al comienzo del verano austríaco, se alojó en casa de unos familiares lejanos y su imaginación se desbordó de entusiasmo al ver sus ojos la magnificencia de las construcciones, la riqueza de las grandes galerías de pintura y escultura, la barroca fachada de su ansiada meta, la Academia de Bellas Artes y el esplendor de la Opera y de los palacios imperiales. Pero tampoco este paseo le abrió el apetito de estudiar. Esta primera visita no iba a quedarse sin consecuencias. A su regresó Klara iba a sufrir y, finalmente claudicar ante su presión y su entusiasmo desbordado. En el otoño de 1907, con Viena ofreciendo a todo el polícromo colorido de sus parques y jardines, el futuro líder del III Reich entró en esa ciudad por segunda vez. Y no iba a ser La última.

Aunque nadie se lo imaginaba todavía, cada vez que el Adi (Clara lo llamaba así; pensó apodarlo Dolfi pero le pareció muy próximo a Teufel: demonio en alemán) adorado de esta mujer daba un paso adelante en su vida, Europa daba dos pasos de gigante hacia su hecatombe.

Hitler encontró un cuarto a poca distancia de la estación del Oeste y de inmediato puso manos a la obra para lograr su objetivo: convertirse en artista y triunfar. Pero una cosa es desear y otra conseguir. Su primer intento, en octubre de 1907, fue un fracaso sin paliativos. La lista clasificada contiene el siguiente apunte:

“Los siguientes tomaron el examen y no lo aprobaron, o bien no fueron admitidos… Adolfo Hitler, oriundo de Braunau, abril de 1889. Alemán, católico. Padre en el servicio civil. 4 cursos en la Realschule. Presentó unas cuantas cabezas. Prueba de dibujo rechazada.”Citado por Konrad Heiden enDer Füher, pág. 48 (Londres, 1944). Citado en Hitler, estudio de una tiranía, Alan Bullock, tomo 1º pág. 7 de Biografías Gandesa, México D.F. 1955.

¿Qué fuerzas misteriosas rigen el destino de los hombres? ¿Cuántos estudiantes mediocres han alcanzado la cúspide en la historia de la humanidad? ¡Seguro que un enorme montón! Basta con decir que uno de los suspendidos de su grupo consiguió ingresar en un examen posterior y con los años se sentó en el sillón presidencial de esa institución. Una pisca de condescendencia ese día, de esos puntillosos expertos del dibujo artístico, ¿no hubiera dado un giro copernicano a la historia del siglo xx, impidiendo de paso la muerte violenta de más de cincuenta millones de personas? Dejémoslo ahí. Las hipótesis ni cambian ni casan con la historia.

Hitler ocultó a sus seres cercanos su enorme desengaño. Seguramente buscaba, primordialmente, evitar que la noticia fuera conocida por su madre, aquellos días ya en la fase final de su enfermedad. No olvidemos, además, que Adolfo Hitler a medida que crecía en edad crecía en privacidad. Su vida íntima siempre fue un templo en el que nadie pudo penetrar. En diciembre de ese año recibió un aviso urgente: Klara Pölzl se moría. La encontró agonizando, torturada por terribles dolores, y se entregó a su cuidado con toda la ternura y la devoción de la que era capaz. Cualquier duda mal intencionada sobre ello queda destruida por el doctor Edward Bloch (1872-1945), el médico judío que la atendió en el tránsito final, y también por Paula Hitler, la hermana menor de Adolfo que estaba a la cabecera del lecho en aquel triste momento. Entre madre e hijo hubo siempre un amor profundo. Ese amor llevaba a Hitler, en muchos momentos cerca de las lágrimas y cuando finalmente llegó la muerte, el 21 de diciembre de 1907, el hombre no pudo más y se derrumbó.

El Doctor Edward Bloch era el médico judío de Linz que había atendido a Klara Pölzl en su terrible lucha contra esa terrible enfermedad. Muchos años más tarde, en marzo 1938, vio desde una de las ventanas de su vivienda a un Hitler triunfante, de pie en su coche y aclamado por la multitud, desfilar por sus calles de la capital austriaca el día en que culminó la anexión de Austria al III Reich de su creación. Ese mismo año, ya en sus finales, solicitó a las autoridades nazis permiso para emigrar con su familia a los Estados Unidos, cosa que le fue concedida cordialmente, sin pedirle explicaciones. El 16 de noviembre del año que estamos comentando, pocos días antes de su partida, envió al director de los Archivos Centrales del NSDAP (Partido Nacional Socialista) un sobre que contenía el libro de registro médico de 1907, que estaba en su poder, con el ruego de que fuera entregado a Adolf Hitler en persona. En la carta que acompañaba al documento médico leemos lo siguiente:

“hay una humildad que encuentro profundamente conmovedora. Escribo “humildad”, que es, por supuesto, diferente de cobardía, igual que la confianza difiere de la arrogancia. El gran historiador Jacob Burckhardt escribió que la humildad era algo de lo que carecía el mundo antiguo; era una virtud introducida en nuestro mundo por la cristiandad. ¿Era Hitler capaz de ser humilde? Seguro que no. Excepto que en aquella ocasión de la noche buena de 1907, cuando se inclinó profundamente ante este modesto doctor judío dándole las gracias por lo que había hecho por su madre.”John Lukacs. El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos de Hitler. Turner Publicaciones, S.L. C/ Rafael Calvo, 42. 28010 Madrid).

El drama que vengo de narrar le privaba del único ser que había amado sin condiciones, y ponía término al largo período de parásito hogareño que había ejercido sin vergüenza desde la muerte de su padre. También le cerraba las puertas de aquella casa que había sido en todo momento su único refugio y protección contra el despiadado mundo que no le permitía vivir sus estrambóticos sueños. Él, en su libro pasa de puntillas sobre esa época y, como no podía ser de otra manera habla del mundo hostil que lo amenazaba; curiosamente no menciona para nada a la hermana de su madre, la tía Johanna que había sufragado los gastos médicos de Klara y los más de novecientos Kronen del préstamo que él le adeudaba; tampoco menciona la ayuda económica que le seguía dando sin titubear. Pero tal cosa se comprende perfectamente: en Mein Kampf Hitler canta sin pudor una loa permanente a sí mismo, pero no habla de cosas que perturben la imagen que quiere proyectar.

Nuestro hombre, gracias al celo de su tutor Josef Mayrhofer, que también le ayudaba, se encaminó a Viena por tercera vez. La pequeña Paula quedó bajo la protección de Ángela y su marido Leo Raubal. Todo esto sucedía mientras 1908 comenzaba su andadura. Hitler iba a cumplir en abril 19 años y en su futuro no se veían sino oscuros nubarrones. Su amigo Kubizek, que no le había perdido la pista, no tardó en hacerle compañía. Alquilaron una habitación en la que tenían que hacer filigranas para moverse entre el piano del aspirante a músico, los enseres del aspirante a pintor y las camas en que dormían. Fue august Kubizek el que dejó constancia escrita de la vida de ambos en esa época. Impávidos ante la pobreza que les atenazaba y el hambre que los acosaba, según ambos decían, y dispuestos a no trabajar, pasase lo que pasase. Kubizek, en silencio, seguía asombrado ante el verbo incontenible de su amigo, dubitativo ante la fuerza magnética de su mirada y plegado sin protestar a su autoridad sin condiciones. Muy jóvenes, llenos de sueños y anhelos pateaban las calles de la capital imperial convencidos de que iban a triunfar. Hitler, desde el primer momento puso especial cuidado en que su amigo no se enterase de que su intento para alcanzar una plaza en la Academia había terminado en un desastre que no tenía paliativo. Pese a ello sus sueños de alcanzar la gloria por el camino del arte persistían. La idea de buscar un trabajo estable era rechazada sin titubeos cada vez que aparecía: era odiosa para ambos y a Hitler, especialmente, le producía pesadillas. Les era igual que Viena abriese ante ellos sus tenebrosas fauces y amenazase con engullirlos. Yo estoy convencido de que ya por aquel entonces estaba imbuido de que era un hombre colosal. Fue en esa época, quizá aconsejado por Kubizek, cuando empezó a leer con asiduidad, tal vez buscando construir un muro que lo aislase de sus temores más recónditos; pero lo hizo desde el primer momento sin una buena planificación. Tenía talento, desde luego, y no creo que nadie lo vaya a rebatir, pero leía desordenadamente, mezclaba unos temas con otros y en su cerebro, indudablemente, sus peligrosas paranoias y sus rabiosos odios continuaban tomando forma sin parar. Resumiendo, esa afición desordenada a la lectura potenció su ego y lo condujo a cultivar un dogmatismo pedante que ya nunca más le abandonó.

“Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.

“Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar.”Mi lucha: Ibid, p. 32.

4.

Kubizek se marchó de Viena en julio de ese año para pasar el verano en Linz, con su familia, y Adolfo, solo en la ciudad, se carteó esporádicamente con su amigo. Ninguno de los dos se lo imaginaba, pero no se volverían a encontrar hasta la Anschluss en1938, cuando un exultante Adolfo Hitler hizo su entrada triunfal en Viena para anexionar su Austria natal al gran III Reich alemán del cual era caudillo indiscutible. Kubizek no volvió cuando terminó su tiempo vacacional, prolongando la estadía al lado de sus parientes hasta noviembre, ya invadida Viena por el frío invernal. Encontró la habitación de la Stumpergasse abandonada y pese a que indagó con ahínco no consiguió saber dónde se había escondido su amigo Adolfo, lo que todavía hoy permite a sus biógrafos tejer toda clase de suposiciones. Parece que en octubre de 1908 Hitler había hecho un segundo intento para convertirse en un gran artista y otra vez había sido rechazado. Dado su desbordado orgullo es evidente que ese nuevo golpe lo había aplastado y quería rumiar a solas su vergüenza… y se esfumó. Esa vergüenza parece que todavía le duraba cuando escribió en fecha tan lejana como 1924, en el presidio de Landsberg, las primeras páginas de Mein Kampf. En ellas se olvida de la pintura y expone su deseo de ser arquitecto:

“Al morir mi madre fui a Viena por tercera vez y permanecí allí algunos años. Quería ser arquitecto. Y como las dificultades no se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra un día hacerse funcionario del Estado… En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que todo eso doy todavía un mayor valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después.”Mi lucha: bid p. 31.

Pero, aunque reconoce la comodidad que le proporcionaba su vida de gandul al lado de su madre, no hace mención de sus dos fracasos académicos. Tampoco dice que fue uno de los profesores que lo suspendió el que le aconsejó para que estudiara arquitectura, dado que sus dibujos, en esa profesión podían tener más posibilidades. Parece, vistas las fotos que existen de sus diseños, que el consejo no iba descaminado. Pero ¿cómo acceder a la Escuela de Arquitectura si no tenía los estudios mínimos preparatorios, dado que en la Realschule de Linz y en la homónima de Steyr había fracasado en el bachillerato? El objetivo era imposible y él lo sabía cuándo escribió esas líneas en su libro. Por ello evita cuidadosamente la más leve insinuación a sus fracasos en los estudios de bachillerato y en su intento de triunfar en la Academia, cosa que, objetivamente hablando, se puede comprender. Hasta ahí existen esos deseos. Pocas líneas más adelante, ya olvidada también la arquitectura, apunta a los tres objetivos centrales de su vida: los judíos, el racismo, y el Lebensraum (espacio vital) que iban a llenar el resto de su vida política hasta el final:

“En aquella época debí también abrir los ojos ante dos peligros que antes apenas si los conocía de nombre, y que nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo y el judaísmo.”Mi lucha ibid. p. 31-32

“Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas, para mí significa por desgracia, sólo el vivo recuerdo de la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco largos años de miseria y calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor, para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre;”Mi lucha: ibid. p. 32.

5.

De 1909 a 1913, los cinco años que calificó como los más difíciles y miserables de su vida, Hitler se hundió en la masa de pordioseros vieneses para vivir la mendicidad. Las postrimerías de 1909 fueron las más duras para él. Había descendido a lo más profundo de la sima y el agujero parecía no tener final. Viena lo había atrapado en sus fauces y le estaba mostrando que también existían en ella lugares sórdidos y rincones espantosos. Sucio, comido por los piojos, los pies lacerados esparciendo su fetidez, convertido en un desecho se unió a la hez de la población que buscaba cobijo en Meidling, el enorme asilo creado para ese menester. Tenía veinte años, lejos estaban sus sueños artísticos y Kubizek se había esfumado. En el lugar que éste había ocupado se movían ahora los tullidos, los borrachos, los pequeños delincuentes y todos los andrajosos desechos humanos que se pueden ver en cualquier gran ciudad. Meidling los echaba apenas amanecía y se esparcían por las calles en procura de un mendrugo o cualquier cosa parecida que se pudiese masticar. Esos fueron los días en que conoció a Reinhold Hanisch, un mediocre dibujante que había emigrado de los Sudetes, tenía antecedentes policiales y había recorrido media Alemania mendigando hasta recalar en Viena. Juntos, él y un Hitler hundido en la desesperación recorrían al lado de otros indigentes el trayecto hasta un convento de monjas donde les daban un plato de sopa caliente con la que revitalizaban sus helados huesos. Con Hanisch, Hitler paleo nieve y transportó maletas a los viajantes que iban a tomar el tren. Pero el trabajo físico siempre lo espantó. Mientras tuvo algo de dinero huyó de él como de la peste, y ahora que lo necesitaba para comer, no tenía fuerzas para ponerse en ello. Hasta Hanisch terminó por explotar de cólera vista la vagancia de aquel extraño compañero de miserias. Pero el sudete tenía iniciativa. Había hablado mucho con el Hitler dibujante que le había tocado en suerte, recordaba algunas de las cosas que éste le había contado y pensó que todavía podían arrojar fruto las “dotes artísticas” de las que presumía de continuo Adolfo, al jactarse sin ningún pudor de haber estado en la Academia de Arte vienesa.

A instancia de Hanisch el futuro dueño de Alemania escribió a sus parientes y un buen día se encontró con que tenía en sus manos 50 maravillosos Kronen, posiblemente salidos de las manos de la pródiga tía Johanna. Lo primero que hizo, claro está, fue comprarse por poco dinero un abrigo en la casa de empeños del Estado. Padecía tanto frío que temía amanecer un día cualquiera congelado. Conservó el sucio sombrero y los ridículos zapatos que llevaba. Lo prioritario era comprar, con el dinero sobrante de su tía, los útiles indispensables para iniciar la empresa que había ideado su mendigo compañero. El plan era que Hitler pintase escenas pintorescas de Viena y sus habitantes, Hanisch las vendería y compartirían las ganancias. Entre tanto Hitler se trasladó, en febrero de 1910, al Albergue de Hombres del norte de la ciudad. Visto así, es posible que el futuro Canciller hubiese superado lo peor.

“En los años 1909 y 1910 se había producido también un pequeño cambio en mi vida: ya no necesitaba ganarme el pan diario ocupado como peón. Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me fue también posible lograr el complemento Teórico necesario para mi apreciación íntima del problema social.”Mi lucha. Ibid. p. 39

En el Albergue para Hombres en que ahora se encontraba podía tropezar con oficinistas, funcionarios jubilados, algunos judíos y uno que otro académico en apuros. Todo era distinto, había limpieza y aunque no podían quedarse en su interior durante el día, el precio era asequible y había cierta intimidad. También había un espacio en el que se podían realizar trabajos y fue en ese sitio donde los dos resucitados pordioseros establecieron su modesto centro de operaciones.

“En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que a todo eso doy todavía un mayor valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después”.Mi lucha. Ibid. p. 31.

Hitler puso manos a la obra y Hanisch se lanzó a la calle a vender las postales pintadas por aquel. La anécdota es que, pese a las afirmaciones continuas que hace en Mein Kampf, sobre la influencia vienesa en la formación de su furibundo antisemitismo, en aquellos días nada de eso existía. Al contrario, estimulaba a su socio para que a la hora de vender pusiera el énfasis en los comerciantes judíos, pues eran los más serios y más de fiar a la hora de cobrar. Agreguemos que su contacto más frecuente más, después de Hanisch, era Josef Neumann, un judío de pura cepa que lo estimulaba y con el que tenía relación de amistad.

Para su trabajo Hitler copiaba. Visitaba museos y galerías en busca de temas. Pero la pereza era su emblema distintivo y su compañero lo pinchaba de continuo, para que se diese prisa en producir. En esos días Hitler era, sobre sus dos piernas, una extraña mezcla de ambición desmedida, energía a ratos, ego apabullante y apatía incomprensible. En ese aspecto nunca habría de cambiar. Vivió así, gobernó así, así tiranizó a cuanto bicho viviente se le puso por delante y así destruyó a Europa y acabó con la vida de millones de seres inocentes. Pero a pesar de ello cierto es que la idea de Hanisch funcionó y les permitió vivir a los dos con modestia y acabar con la angustia diaria del condumio y de la suciedad. Los piojos y el hambre se habían ido para Hitler y no volverían hasta que se sumergió en los grises y enfangados campos belgas de Langemarck, en la primera batalla de Ypres, sitio en el que en 1915 el alto mando prusiano usó sorpresivamente gases venenosos vista la encarnizada resistencia de los vapuleados soldados belgas que intentaban contenerles. Allí, posiblemente, recordó con benevolencia aquellos días de hambre y suciedad en la capital austriaca. Las penurias que sufrió en los enlodados campos de esa región fueron su bautizo de fuego y en sus tierras reposan los cuerpos de más de medio millón de combatientes alemanes, belgas y canadienses.

6.

Seguía leyendo con mucho interés, nutrido por las bibliotecas públicas, abundantes en la Viena imperial, pero sus lecturas continuaban siendo anárquicas; en su vida normal careció sistemáticamente de sistema, valga la redundancia Casi se puede asegurar, leyendo a sus biógrafos, que rara vez tuvo contactos con obras filosóficas y políticas medulosas y que tampoco eso le importó. Años más tarde, sin embargo, presumió de haber leído a los grandes pensadores de la antigüedad, tanto a los del canon griego y romano como a sus contemporáneos alemanes y de otros países europeos.

“Leía mucho y concienzudamente en mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.

“Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar. Por el contrario hoy estoy firmemente convencido de que en general todas las ideas constructiva, si es que realmente existen se manifiestan, en principio, ya en la juventud.”Mi lucha. Ibid. p. 32.

Se levantaba cada día con un nuevo odio y una nueva alucinación y su introversión, una vez adquirida, no tuvo nunca marcha atrás. Su vida íntima era un templo del que echaba con cajas destempladas a quien insinuara penetrar en él. Odiaba a los dinásticos austriacos, a los socialdemócratas, y pese a ser de raigambre católica rechazaba tajantemente su iglesia, al Papa y sus sacerdotes, especialmente a los jesuitas y su comunismo de sotana, despreciaba el sistema democrático de gobierno y a sus inútiles parlamentarios y odió profundamente a los checos, a los eslavos, rutenos, polacos, croatas y demás pueblos que conformaban el imperio Austro húngaro. También odió sin paliativos, por supuesto, a los desheredados con los que convivía y compartía las penalidades que conlleva la miseria. De sus odios no se libraban los negros y los gitanos y, cada día que transcurría se acercaba un poco más al odio rey de todos sus odios: los judíos, la maldita y tenebrosa secta que tres o cuatro mil años antes había florecido a orillas del Jordán. Estaba cercano el momento en que en su mente iban a convertirse en el peor engendro que había concebido Satanás. Con parecido ardor rabiaba sin freno contra los marxistas. En la residencia para varones, donde convivía con etnias distintas, todos lo tenían calificado como el ser más estrafalario que hubieran conocido nunca.

En la Viena de su miseria y sus fracasos pictóricos se endureció concienzudamente para lo que iba a ser hasta el fin de sus días. Fortaleció su poderosa voluntad y cultivó con mimo su falta absoluta de piedad. Las cualidades a las que hace referencia son la habilidad para mentir, la astucia para confundir, la inteligencia para engatusar a sus oyentes, para regalar el oído de los escépticos, para seducir a sus pares y para trazar el camino que un día sembraría de cámaras de gas y campos de exterminio, ese tenebroso infierno de los KZ que el mundo difícilmente olvidará. El tragadero insaciable de los campos de batalla, otra obra maestra de su malignidad también contribuyó a engullir a otros muchos millones de seres humanos en la pira de sus insensatos planes de conquista y dominación.

“Desde tiempos inmemoriales, la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.

“La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas, pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.”Mi lucha. Ibid, p. 75.

Fingía hablar con sinceridad c cuando quería engañar a sus contrarios y sabía sonreír cuando lo que quería era insultar. En esa escuela aprendió que la lealtad es sólo un instrumento, que el sentimentalismo es una peligrosa debilidad, que la verdadera amistad no existe y que en política la rudeza empleada a fondo, la brutalidad sin condiciones, es el instrumento idóneo si es que buscas la gloria y quieres conseguir tus fines. Su falta de escrúpulos asombró a hombres que se jactaban de ser unos desalmados. Entrenó su voluntad para no aceptar la derrota y lo demostró en momentos muy críticos de su recorrido, conservándola intacta hasta los días finales de su satánico proyecto, cuando creyó qué si hacía de ella una vez más, el uso adecuado, derrotaría a los ejércitos de Georgi K. Zhukov (1896-1974) e Ivan j. Koniev (1897 -1973) cuando ya éstos le estaban derribando las últimas puertas en Berlín.

Por sus congéneres comunes de raza caucásica no sintió tampoco mayor respeto. La superioridad de la raza aria, pregonada por él, fue puesta en marcha por Heinrich Luitpold Himmler, (1900-1945) su hombre de más confianza para ese y otros criminales menesteres. Ya en el primer año de su mandato Himmler decretó una serie de medidas que ponían en la cuerda floja a los alemanes blancos que no encajaran en ellas. Quería la perfección racial obligando a los ciudadanos del montón a someterse a exámenes profundos para probar su pureza racial. Los hombres debían presentar una tabla genealógica impoluta a partir del año 1750. Las mujeres salieron un poco mejor paradas: en el código que dictaminaba su pureza bastaba que fuese probada desde 1800. En todo caso, tus ancestros debían poseer un expediente cristalino desde unas cinco generaciones atrás si es que querías ser ario.

En Mein Kampf Hitler dedica un capítulo completo a esa obsesión:

“También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden, ya que demuestra con asombrosa claridad que toda mezcla de sangre aria con la de los pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior. La América del Norte, cuya población se compone en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo en mínima escala con los pueblos de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización diferente de lo que son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes, principalmente de origen latino se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este sólo ejemplo permite claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas.Mi lucha. ibid. p. 157

“Ya es una consecuencia de la acción del movimientonacional-socialista el hecho de que en la actualidad todo género de asociaciones, sociedades y simples grupos, y si se quiere hasta“grandes partidos”, reclaman para sí el derecho de adjudicarse la denominación“volkisch”(racista). Sin nuestra influencia, jamás se les habríaocurridoa ninguna de tales organizaciones ni siquiera pronunciar esapalabra; probablemente no habrían tenido ni la más remota idea de su significación y en particular sus hombres dirigentes habrían carecido de toda relación con el sentido profundo que este concepto entraña…”Mi lucha. Ibid. p. 240

Cuando terciaba el tema del hombre como rebaño, Hitler tampoco se quedaba corto en sus improperios. Definía a sus congéneres no arios como ambiciosos, pero llenos de codicia, ávidos de poder, pusilánimes, ruines, corrompidos ingratos e insignificantes. En sus años en la cumbre se aplicó la cárcel de por vida para los homosexuales de ambos géneros, y los asilos para minusválidos y de enfermos mentales sufrieron mermas continuas de inquilinos sin que nadie se atreviera a indagar el destino de los ausentes. En esos duros días nadie hablaba tampoco de los KZ, los temibles campos de exterminio repletos de seres condenados a dormir diariamente pensando que no despertarían, porque la muerte les miraba con sonrisa sardónica desde todos los rincones; respirando minuto a minuto su mísera existencia asidos a las sombras de una indescriptible y descomunal pesadilla.

El 30 de enero de 1941, en el Palacio de Deportes de Berlín, Hitler recordó la paternidad británica de esos terribles campos instalados en África por los colonizadores y que los nazis, desbordantes de cinismo, quisieron hacer de ello un punto a explotar en su propaganda para la guerra que libraban. En un panfleto dirigido a los franceses se explayaban en detalles escatológicos sobre el tema y recordaban que Inglaterra los había inventado en 1900 por considerarlos el medio idóneo para exterminar a los Boers y otros pueblos levantiscos de su Imperio. No salían mucho mejor paradas las clases populares europeas, a las que desdeñaba por su falta de cultura y les negaba inteligencia formativa para emitir juicios generales sobre la política. La política, solía decir, es el arte de saber utilizar todas las debilidades del género humano para lograr los propios fines. Y, por supuesto, así lo hacían los judíos:

“El desconocimiento que reina en el seno de las masas acerca de la verdadera índole del judío y la falta de penetración instintiva de nuestras clases superiores, permiten que el pueblo sea presa fácil de esa campaña de difamación judía.

“Mientras las clases superiores por cobardía innata se apartan del hombre que resulta víctima de calumnias y difamaciones del judío, la gran masa del pueblo por estulticia o simplicidad mental, cree en estas calumnias.

“Políticamente el judío acaba por substituir la idea de la democracia por la de la dictadura del proletariado. El ejemplo más terrible en este orden lo ofrece Rusia, donde el judío, dominado de un salvajismo realmente fanático, hizo perecer de hambre o bajo torturas feroces a treinta millones de personas, con el sólo fin de asegurar de este modo a una caterva de judíos literatos y bandidos de la bolsa, la hegemonía sobre todo un pueblo.”Mi lucha. Ibid. p171.

En Viena Hitler vivió entre indigentes, pero siempre se sintió infinitamente superior a ellos. En aquel tiempo todavía no se imaginaba ejerciendo el poder, pero no dejaba de pontificar continuamente sobre el tema. Tenía que encontrar de algún modo una solución a los dilemas que lo atormentaban y finalmente lo consiguió. Estaba dibujando en lo más hondo de su ser el perfil de la que iba a ser su víctima preferida, el campo perfecto para dar rienda suelta a todas sus paranoias y su ansia de destrucción:

“Se hallaba precisado con claridad el camino que el ario tenía que seguir. Como conquistador sometió a los hombres de raza inferior y reguló la ocupación práctica de éstos bajo sus órdenes, conforme a su voluntad y de acuerdo con sus fines. Mientras el ario mantuvo sin contemplaciones su posición señorial fue, no sólo realmente soberano, sino también el conservador y el propagador de la cultura.”Mi lucha. Ibid, p. 159.

“La mezcla de sangre y, por consiguiente, la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas culturas; porque los pueblos no mueren por consecuencia de guerras perdidas, sino debido a la anulación de aquella fuerza de resistencia que sólo es propia de la sangre incontaminada.”Mi lucha. Ibid.P. 160.

Pero nada novedoso estaba descubriendo el tirano que lentamente se perfilaba dentro de aquel peligroso personaje. En los periódicos y libelos vieneses que él leía, los judíos eran diariamente despreciados, difamados e insultados. No nos extrañemos, sin embargo; el antisemitismo es endémico en Europa desde tiempo inmemorial. Me atrevo a decir que el europeo medio sigue creyendo que de todos los males que ha padecido este Continente a través de los siglos tienen la culpa los hombres que un día, que se pierde en la noche de los tiempos sacó Moisés de las manos del Faraón. En este civilizado conglomerado que dio al mundo la cultura helénica, el Derecho romano, la vía Apia, la Divina Comedia, la Victoria de Samotracia de Poliorsietes, el Hermes de Praxiteles, Fidias y el Partenón, la Venus de Milo, los frescos de la Capilla Sixtina y tantísimos avances científicos y tecnológicos, perseguir, atropellar y matar judíos ha sido, en muchas ocasiones, un deporte sin fronteras. Tan es así que Hitler mismo en sus inicios, cuando aún no los había incluido en su catálogo personal de destrucción, llegó a sentir repugnancia por el lenguaje soez que utilizaba la prensa austriaca para referirse a los hijos de Abraham.

Pero en el cerebro de Hitler el instinto maléfico venía de la cuna y el campo estaba abonado para que fructificasen en su persona todas las delirantes ficciones que desde la adolescencia estuvo cultivando. El judío, por ejemplo, en su mente se fue transformando, a la velocidad de la luz y sin que viniera a cuento, en un demonio seductor que entre otras bestialidades mancillaba la honra de las jóvenes austriacas, y tal cosa por supuesto, aunque era una manipulación, le espantaba y llenaba de furor. En Mein Kampf, se explaya a gusto sobre ello:

“En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la Europa occidental, con excepción quizá de algún puerto del Sur de Francia, podía estudiarse mejor las relaciones del judaísmo con la prostitución y más aún, con la trata de blancas. Caminando de noche por el barrio de Leopoldo, a cada paso era uno —queriendo o sin quererlo—testigo de hechos que quedaron ocultos para la gran mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de 1914 dio a los combatientes alemanes en el frente oriental oportunidad de poder ver, mejor dicho, tener que ver semejante estado de cosas.

“Sentí escalofríos cuando por primera vez descubrí así en el judío al negociante, desalmado calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la urbe”.Mi Lucha. Ibid, p. 51

“148 MK, 63. No se dispone de cifras fidedignas sobre el número extraordinariamente grande de las prostitutas de la Viena del período. Lo de que eran los judíos los que controlaban la prostitución era un arma habitual del arsenal antisemita. Era como siempre una tergiversación grosera. Pero para combatir tales afirmaciones, la propia comunidad judía apoyó y difundió tentativas de combatir el comercio criminal en el que estaban implicados algunos judíos orientales, que consistía en importar muchachas judías de zonas azotadas por la pobreza del Este de Europa para los burdeles de Viena (Véase Hamann, 477-79. 521-22.)”Ian Kershaw. Notas. Ibid. p. 605.

Pero Reinhold Hanisch, la persona más cercana a su intimidad en esa época, afirma, con rotundidad qué en Viena, aquellos días en que compartieron penurias Hitler cultivaba la amistad con todos los judíos del albergue.