Agatha Christie - Varios - E-Book

Agatha Christie E-Book

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Beschreibung

"Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia delante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único", escribió Agatha Christie sobre ella. Nacida cuando la emancipación de la mujer aún parecía lejana, la escritora inglesa fue un espíritu libre. Hecha a sí misma, movida por su tenacidad y con una curiosidad sin límites, con las convenciones sociales para vivir experiencias solo reservadas a los hombres. Vivencias —algunas extraordinarias, pero también las dolorosas— que se convertirían en el motor de su obra y la llevarían a ser la escritora más exitosa de todos los tiempos.

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Seitenzahl: 217

Veröffentlichungsjahr: 2019

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AGATHA CHRISTIE

Un espíritu libre que se convirtió en la autora más leída del mundo

María Romero

© del texto: María Romero Gutiérrez de Tena, 2019.

© de las fotografías: Age Fotostock: 12, 125b; Alamy/Cordon Press: 101, 118, 137b; Getty Images: 125a, 156, 183; Photoaisa: 77; The Christie Archive Trust: 21, 33a, 48, 59, 82, 93, 149; Wikimedia Commons: 33b, 111, 137a, 163.

Diseño cubierta: Elsa Suárez Girard.

Diseño interior: Tactilestudio.

© RBA Coleccionables, S.A., 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2019.

REF.: ODBO544

ISBN: 9788491874584

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

PrólogoUna dama con un planHacia delanteUn giro inesperadoEsplendor en OrienteLa reina del crimenCronología

PRÓLOGO

Leer la historia de la vida de Agatha Christie es el equivalente a pasar las páginas de una increíble novela de aventuras. Las hazañas literarias de la mujer que pasó a la posteridad como referente inequívoco de las novelas policíacas son ampliamente conocidas. Con su prosa atemporal, audaz y entretenida logró conquistar al público durante las más de cinco décadas en las que se mantuvo activa, convirtiéndose en un tiempo récord en la autora más traducida del mundo, por delante de dos de sus ídolos literarios de la infancia: William Shakespeare y Julio Verne. Sin embargo, su faceta como exitosa autora de misterio eclipsó muchas otras dimensiones de una mujer polifacética que, movida por su vitalidad, se lanzó sin complejos a conquistar con entusiasmo todos y cada uno de los intereses con los que se cruzó a lo largo de sus ochenta y seis años de vida.

Educada en los valores victorianos que compartió durante la infancia con su madre, Agatha creció en el seno de una familia acomodada que le proporcionó una inusual educación por la que estuvo agradecida toda su vida. Tras la muerte de su padre, creció rodeada de mujeres fuertes junto a las que aprendió una lección que convirtió en una directriz vital inquebrantable: la mejor forma de aprender es sintonizar con aquello que resulte más atractivo y ponerlo en práctica, experimentarlo en primera persona. Hacer las cosas, en lugar de teorizar sobre ellas.

Con este principio en mente, Agatha se sumergió a fondo en todas las disciplinas que la atraían, llegando a dominar actividades tan diversas como el piano y el canto, la fotografía, la química, el surf o la cerámica prehistórica. Del mismo modo que trabajó a conciencia para dominarlas, fue capaz de renunciar a algunas de ellas con una gran serenidad cuando los inesperados giros de la vida así se lo requirieron.

Movida por su insaciable apetito por descubrir nuevos mundos, viajar se convirtió en una de sus más grandes pasiones. Desde que la autora pisó suelo extranjero de adolescente, cuando su madre la envió a París para que completara su formación, Agatha supo que no podían contenerla más límites que los de la propia Tierra. Su casa era ella misma, por lo que prácticamente no pasó ni un año entero en el mismo lugar. Melbourne, Bagdad, El Cairo, Wellington... Agatha logró pisar los cinco continentes mucho antes de que el avión se convirtiera en el método de transporte habitual. Prefirió siempre el tren, y, arriesgada y determinada en todas sus decisiones, montó en el Orient Express para cruzar Europa y Asia sin más compañía que la de su máquina de escribir, ávida de conocer otras culturas y dejar atrás el Imperio británico que teñía medio mundo de aburrida cotidianidad.

Pese a que su éxito como escritora empezó resultar evidente cuando rondaba los treinta años, Agatha no se consideró a ella misma como tal hasta mucho tiempo después. Empezó a escribir como respuesta a un reto, como una afición que le permitía encajar las piezas de un enrevesado acertijo en sus ingeniosas tramas. Sin embargo, para ella tener éxito no equivalía a dedicar hasta la última gota de energía a esa actividad que eventualmente se convirtió en su profesión, sino a jugar bien las cartas para gozar de los placeres de la vida, como la gastronomía, las conversaciones inteligentes, el buen sentido del humor, ver crecer a su hija o los largos recorridos a bordo del Orient Express. Agatha vivió con una intensidad plena todos los instantes de su vida. Esta celebración de la cotidianidad le abrió camino a una existencia dichosa en la que el gozo de vivir fue el compás que le permitió encontrar siempre el rumbo hacia la felicidad.

Y aunque exprimió cada segundo de su vida para disfrutar al máximo cada instante, no pudo trabajar en el dispensario del hospital durante la guerra sin obtener un diploma en farmacia, ni visitar los yacimientos arqueológicos de Siria e Irak con asiduidad sin convertirse en una gran conocedora de la cerámica mesopotámica. Sin premeditarlo, pero sin echarse jamás atrás por el hecho de ser mujer, fue una de las primeras personas en montar en avión y de los primeros europeos en hacer surf, y gastó su primera paga en un automóvil que jamás se cansaba de conducir, apasionada por la sensación de velocidad y de independencia que le proporcionaba su Morris Cowley gris.

Si bien Agatha no se propuso derribar ninguna barrera impuesta a su género de forma consciente, fue enfrentándose a un prejuicio detrás de otro sin rendirse jamás, logrando trazar su propio camino con gran independencia de las presiones sociales. A mediados del siglo XX no solo tuvo que defender su voluntad de viajar sola o de trabajar en tiempos de guerra, sino que también se enfrentó a aquellos que se oponían a otras decisiones más controvertidas para la época, como el divorcio, considerado una prueba de fracaso femenino, o el matrimonio con un hombre trece años menor que ella.

La prolífica vida de Agatha y su deseo de enfrentarse siempre a nuevos horizontes se refleja en su obra. Podía haberse limitado a la novela de misterio y, sin embargo, poco tardó en dar el salto a la radio, el cine y el teatro. Y fue en las tablas donde, cuando todos la consideraban en la cumbre de su carrera, la autora de Asesinato en el Orient Express alcanzó su mayor éxito: El estreno de La ratonera, obra que no ha dejado de representarse ni un solo día desde que se estrenó en 1952, batiría todos los récords en el mundo del teatro.

La creadora de uno de los detectives de ficción más famosos de todos los tiempos, Hércules Poirot, no se contentó con el personaje que generó su principal fuente de ingresos y decidió explorar otras posibilidades ideando una nueva investigadora que llegaría a ser tan popular como su colega masculino de profesión: Miss Marple. En esa detective de edad madura Agatha fue vertiendo detalles de muchas mujeres a las que conocía, así como de sí misma. Mujeres aparentemente sencillas, pero sagaces, vivas, inquisitivas y extremadamente inteligentes. Las maravillosas dotes de observación de Agatha resuenan con fuerza en Marple y en muchos otros personajes femeninos de sus obras.

En los últimos años de su vida, la reina Isabel II reconoció la importancia de la autora al nombrarla dama del Imperio británico, y su fama se hizo aún mayor. Pero ni siquiera cuando la salud y la movilidad empezaban a flaquear se convirtió en la afable y canosa escritora que nos ha legado el imaginario, pues la que parecía una escritora convencional ni siquiera tenía un despacho. Escribía en cualquier parte, y solo se sentaba delante de la máquina rodeada de papeles y muy concentrada cuando un periodista así se lo pedía para tomarle una fotografía.

Agatha fue muchas mujeres: Agatha Miller, la niña apasionada que devoraba libros tras aprender por ella misma a leer; Agatha Christie, la escritora que se encontró con el éxito de imprevisto; Agatha Mallowan, la infatigable fotógrafa y ayudante en los yacimientos arqueológicos de Siria e Irak; e incluso Mary Westmacott, el pseudónimo con el que la famosa autora escribió los libros más personales de su carrera.

Pero ante todo fue una mujer que nunca aceptó el lugar al que su época la relegaba, a la que nadie fue capaz de convencer de que no podía hacer algo hasta que lo había intentado por sí misma y cuya sed de experiencias, determinación y rechazo de los convencionalismos fueron muy adelantados a su tiempo. La vida de Agatha, la misma que quedó escondida detrás de esa apariencia de anciana bondadosa, queda desgranada en estas páginas mostrando todas las facetas de una mujer que, en lugar de esforzarse por encajar en los moldes de la época, amoldó la vida a su gusto, dejando tras de sí un legado que va mucho más allá de su extraordinaria carrera literaria.

1UNA DAMA CON UN PLAN

No sabes si puedes hacer algo hasta que lo intentas.

AGATHA CHRISTIE

Agatha Miller era una gran conversadora, fruto de su excelente educación y de su actitud curiosa y siempre atenta a los detalles. En la imagen de la página anterior, la joven en París, en 1906.

Acodada en la borda del SS Heliópolis, Agatha Miller contemplaba extasiada cómo la costa de Egipto comenzaba a dibujarse en el horizonte. El flamante barco de pasajeros que cubría la ruta entre Marsella y El Cairo había sido botado solo unos meses antes, en la primavera de 1907. Poco a poco, ante sus ojos se iban desvelando los contornos de un país que hasta entonces no había sido más que un exótico espejismo en su mente. Mientras los más de ciento sesenta metros de eslora del SS Heliópolis se desplazaban suavemente por las aguas del Nilo, la joven Miller reflexionaba sobre la importancia de la aventura que estaba a punto de emprender. Junto a su madre, Clara, Agatha se disponía a pasar tres meses en El Cairo, con el objetivo de materializar un deseo largamente anhelado: su presentación en sociedad. Agatha por fin iba a convertirse en miembro activo de los círculos sociales, participando en fiestas y celebraciones que le permitirían entablar relación con otros muchachos de su edad y ponerse a prueba en ese ámbito inexplorado. A principios del siglo XX, este era un momento de vital importancia para una dama de clase acomodada como ella. Tanto era así que su propia madre se refería a este acontecimiento como «el derecho a nacer» de una joven, el momento en el que una Agatha adolescente debía romper su crisálida, deslumbrar con sus dones más extraordinarios y, con suerte, encontrar el marido adecuado.

El destino elegido por madre e hija no era caprichoso ni aleatorio. En la primera década del siglo XX, el interés por Egipto y su historia estaba en su máximo apogeo. El país africano se encontraba bajo dominio británico y constituía uno de los protectorados más ricos del imperio. Para los visitantes, el principal reclamo, además de los consabidos intereses artísticos y arqueológicos, eran los grandes beneficios que la zona proporcionaba al Imperio británico, expandido en esa época por los cinco continentes. Por ese motivo, a Agatha la acompañaban en su travesía muchos otros ciudadanos británicos que, como ella, pertenecían a la clase alta, pues no eran pocas las familias acaudaladas que elegían Egipto como lugar de recreo o como destino militar, hospedándose en los hoteles del país durante meses o incluso años. Otros, como Agatha y su madre, habían escogido ese destino precisamente para beneficiarse de la compañía de la copiosa colonia británica que se reunía allí, mucho más selecta, variada y numerosa que la que nutría los círculos sociales de otras muchas ciudades del Imperio británico.

Mientras el barco se dejaba mecer por el vaivén de las olas, Agatha fantaseaba con su futuro, preguntándose cómo se desarrollarían los acontecimientos y emocionada ante la perspectiva de lo que un evento de esa magnitud significaba para una joven de diecisiete años. Aunque la Agatha adolescente se moría por pisar las calles de El Cairo y divertirse codeándose con otros jóvenes británicos, los nervios que revoloteaban en su estómago le recordaban que la ocasión era una oportunidad para lograr algo mucho más importante que encontrar marido: empezar a tomar las riendas de su propia vida.

La vida que Agatha Mary Clarissa Miller dejaba momentáneamente atrás había empezado en la pequeña villa de Torquay, Inglaterra, el 15 de septiembre de 1890. Fruto del matrimonio entre Frederick y Clarissa Miller, Agatha, la menor de tres hermanos, había nacido y se había criado en una residencia ajardinada conocida con el nombre de Ashfield. La mansión, pese a no ser extremadamente lujosa, no desentonaba entre los muchos caserones de clase media-alta que abundaban en la villa sureña, si bien en ella residía una familia poco convencional. Clara era una mujer carismática que se definía a sí misma como médium y aseguraba tener visiones que determinaban sus decisiones. Junto a su amado Frederick, un corredor de bolsa norteamericano despreocupado, algo manirroto y aficionado al teatro, Clara organizaba agradables veladas a las que asistían escritores de la talla de Rudyard Kipling, autor de El libro de la selva, o Henry James, famoso por los minuciosos retratos psicológicos de sus personajes. Del feliz matrimonio nacieron tres hijos: Margaret, a quien todo el mundo conocía como Madge, Louis Montant, único hijo varón a quien cariñosamente llamaban Monty, y, finalmente, Agatha. Madge, con quien la futura escritora se llevaba once años, había heredado el carácter afable y divertido de su padre, y todos los que la rodeaban la adoraban. Y es que el señor Miller pertenecía a la rara categoría de personas que convertían la felicidad ajena en la suya propia, lo que en gran medida contribuyó a que la infancia de Agatha fuera completamente dichosa, y su hogar, un entorno protector y feliz en el que unos padres que se amaban educaban a sus hijos con ternura y en un ambiente de libertad poco común para la época. Los Miller estimulaban las dotes creativas de Agatha y la animaban en su búsqueda de la realización personal, algo bastante alejado de la educación que recibían las muchachas en aquella época. En su autobiografía, Agatha definió esta etapa de su vida como una de las más dulces de su existencia:

Una de las mejores cosas que le pueden tocar a uno en la vida es una infancia feliz. La mía lo fue. Tenía una casa y un jardín que me gustaban mucho, una juiciosa y paciente nodriza y, por padres, dos personas que se amaban tiernamente y cuyo matrimonio y paternidad fueron todo un éxito.

Feliz y libre de cualquier atadura a la hora de explotar su creatividad, Agatha pronto experimentó una auténtica pasión por el suspense. Siendo tan solo una niña, encontraba algo terroríficamente gozoso en el estado de alerta y expectación que provocaban la intriga y el miedo, pues en esas circunstancias, cuando cualquier cosa podía suceder, vivía cada segundo con los sentidos alerta, temerosa pero al mismo tiempo ansiosa por descubrir el desenlace. Los juegos con los que más disfrutaba en su infancia eran siempre aquellos en los que se entremezclaban estos elementos. Consciente del gusto de su nieta por este tipo de emociones, su abuela a menudo simulaba confundirla con la cena y, tras afilar los cuchillos, la perseguía para tratar de hincarle el diente. Otras veces, era Madge quien, accediendo a los ruegos de la pequeña, se presentaba ante Agatha como su hermana secreta, a quien sus padres habían abandonado de pequeña en una cueva a causa de su locura. Su imaginación, tan fértil como voraz, desarrollaba historias y escenas fantasmagóricas y misteriosas, que se nutrían tanto de sus lecturas como de su insaciable curiosidad y del misticismo inoculado por su madre.

Como era de esperar, la formación de Agatha resultó tan poco común como su familia. La señora Miller encaraba la educación de sus hijas del mismo modo que se enfrentaba al mundo religioso. Aficionada al esoterismo en general y poco partidaria de doctrinas concretas, Clara había practicado diversas religiones en un incansable intento por encontrar la que más conectara con sus ideas místicas, y este mismo proceder disperso lo había aplicado a la escolarización de sus hijos. Tras llevar a Madge a un colegio para niñas y enviar a Monty a una academia militar, cuando llegó el turno de Agatha su parecer con respecto a la enseñanza había virado hacia posturas muy particulares. Clara había llegado a la conclusión de que lo único que necesitaban las chicas —su criterio no afectaba a los chicos— era que las dejasen tranquilas. Aire fresco y buena alimentación. Así, en lugar de ir a la escuela o tener institutriz, Agatha se escolarizó en casa. Su madre la animaba a practicar todo el deporte que pudiera, desde largas caminatas por el bosque hasta sesiones de natación en las gélidas aguas del mar, unas pautas realmente inusuales en la educación de una niña de esa época. Exploradora por naturaleza y siempre con un plan o un objetivo entre manos, Agatha disfrutó de una infancia que le permitió experimentar libremente sus intereses, aunque Clara pusiera algunos límites tan insólitos como los estímulos que proporcionaba a su hija. Curiosamente, la lectura fue uno de ellos. Según Clara, Agatha no debía aprender a leer hasta los ocho años, ya que retrasar la lectura era «beneficioso para los ojos y el correcto desarrollo del cerebro».

Sin embargo, la pequeña Agatha no pudo evitar desafiar la autoridad de su madre cuando esta decidió que su hija era demasiado joven para enfrentarse a las palabras, el jeroglífico que más la hechizaba. ¿Por qué tenía que esperar a que alguien le leyera un libro, si podía aprender a hacerlo ella sola? ¿Acaso iba a renunciar al placer de contar una historia, de leerla y asimilarla a su propio ritmo? Esta prohibición era mucho más de lo que una niña inquieta y llena de entusiasmo podía asumir, así que urdió un plan en su mente infantil. Cada vez que le leían un libro, Agatha pedía el ejemplar para ojearlo. Luego, observaba las palabras manteniendo en secreto su verdadera intención, recordando el cuento que acababa de oír y amoldando el sonido a aquellas extrañas grafías, hasta que las palabras, poco a poco, empezaron a cobrar sentido. Cuando iba de paseo con Nursie, su niñera, le preguntaba por el significado de todo aquello que encontraba escrito en las vallas o los carteles de las tiendas. Nursie, que no podía sospechar sus planes, le recitaba cariñosamente cuantos rótulos y letreros se encontraban a su paso. Hasta que un día, cuando la futura escritora aún no había cumplido los cinco años, tomó entre sus manos un libro titulado El ángel de amor y se dio cuenta de que podía leerlo. Triunfante, continuó su lectura en voz alta para que su niñera la oyese. Agatha mostraba orgullosa sus progresos como lectora independiente, el primero de una larga lista de logros que conseguiría impulsada por esa iniciativa y tenacidad que ya desde niña despuntaban en su carácter. Al día siguiente, Nursie se presentó ante Clara con aire consternado y le dijo:

Agatha descubrió sus habilidades artísticas durante su infancia, motivadas por las inquietudes culturales de su padre, Frederick (arriba a la izquierda, padre e hija hacia 1893), por el misticismo de su madre Clara (arriba a la derecha, hacia 1895), y por las dotes literarias de su hermana Madge (abajo a la izquierda, ambas posan hacia 1895). Abajo a la derecha, Agatha toca la mandolina con ocho años.

—Lo siento, señora. La señorita Agatha sabe leer.

La victoria de Agatha no quedó empañada por la derrota de Clara, y desde ese mismo instante la pequeña se convirtió en una ávida lectora. Por su cumpleaños o Navidad, siempre formulaba el mismo deseo: libros, cuentos, historietas y poemas, volúmenes que irían llenando poco a poco sus estanterías. Su padre, por su parte, decidió que, si Agatha ya sabía leer, tenía que aprender cuanto antes a escribir. Tal y como recuerda la propia autora en su biografía, este proceso no resultó «ni de lejos tan placentero», pero la pequeña no claudicó. La perseverancia la impulsó en este camino hacia la escritura y, en el futuro, esta cualidad la ayudó a lograr muchos de los objetivos que se propuso. Curiosamente, como resultado de un proceso de alfabetización tan poco común, a Agatha la acompañaron ciertas faltas ortográficas y una enrevesada caligrafía durante toda su vida.

En 1901, el universo familiar tierno, estimulante y estable en el que crecía Agatha se vino abajo inesperadamente. Con tan solo cincuenta y cinco años, su padre sufrió un fulminante ataque al corazón que acabó con su vida. El duro golpe que supuso la muerte de Frederick sacudió los cimientos de la familia Miller, que se resquebrajaron para siempre. Agatha perdió aquel día la sensación de protección y seguridad que la había acompañado siempre, y la idea de abandono se instauró en ella con más fuerza cuando Madge, que poco antes se había prometido, también abandonó el hogar familiar para fundar el suyo propio. Monty, por su parte, que por aquel entonces tenía veintiún años, ya había comenzado una carrera militar lejos de casa. Así pues, en 1902, Agatha se encontró sola junto a su madre en un inmenso caserón prácticamente vacío.

Pese a su tierna edad, la niña se percataba por primera vez de que su padre no era solo el contrapunto alegre y despreocupado a la inteligencia y serenidad de Clara. Atenta a los susurros, silencios y lamentos que se oían por los pasillos de su casa, la pequeña descubrió que el bienestar de su familia se debía en gran parte a los ingresos de Frederick. Su madre, pese a ser una mujer cuyo consejo era requerido por grandes personalidades, no había sido preparada para el mundo laboral. A principios del siglo XX, aunque las mujeres habían conquistado el derecho de heredar el patrimonio de su esposo gracias al movimiento sufragista, aún eran educadas como hijas o esposas, nunca como personas independientes y capaces de valerse por sí mismas o de ganar su propio dinero.

Para sorpresa de Clara, Frederick había sufrido ciertos reveses con los negocios en Nueva York, y el capital con el que contaban era mucho menor de lo esperado. Aunque el dinero restante les permitiría mantener su posición sin sufrir demasiadas estrecheces, ya no gozarían de los recursos para vivir con la holgura económica a la que estaban acostumbradas.

Sin duda, con la muerte de Frederick todo había cambiado a un ritmo frenético. La ausencia de su querido padre y de sus hermanos, la convivencia con una madre rota por el dolor y que echaba cuentas mientras se sobreponía a la viudedad enfriaron la cálida atmósfera de Ashfield de la que se nutría Agatha, tanto que ella misma explicó más adelante que ese trágico acontecimiento fue un punto de inflexión en su vida, pues supuso el fin de su infancia:

Tras la muerte de mi padre, la vida cobró un color muy distinto. Salí del mundo de la infancia, un mundo de seguridad y despreocupación, y crucé el umbral de la realidad.

Afortunadamente, la señora Miller no tardó en hacer bandera de su fuerte carácter y dejó atrás las lamentaciones para pasar a la acción. Cuando Agatha cumplió los quince años, Clara quiso proporcionar a su hija una educación que la preparase para relacionarse en sociedad según los códigos de la época, por lo que lo dispuso todo para alquilar Ashfield. El hogar donde había transcurrido la infancia de Agatha era una una mansión de estilo victoriano flanqueada por un esplendoroso jardín y cercana a la campiña de Devon. Clara sabía que podía pedir una buena renta por ella y costear así la educación que toda joven de la condición de Agatha necesitaba, una formación que, según sus particulares creencias, solo podía adquirirse en una ciudad: París.

Sin duda, la capital francesa tenía mucho que ofrecer a la joven Agatha. Allí pasó dos temporadas, recibiendo lecciones de canto, declamación y piano en la selecta academia que la señorita Dryden regentaba en la Avenue du Bois de Boulogne, junto al Arco del Triunfo. Tras años recibiendo clase de sus propios padres en Ashfield, con poco o nulo contacto con chicas de su edad, la educación francesa era un soplo de aire tan refrescante que la propia Agatha se referiría a su estancia en París como un momento idílico que le permitió mejorar a pasos agigantados sus habilidades artísticas y que dejaría en ella una huella indeleble: «Los dos inviernos y el verano que pasé en París fueron de los mejores de mi vida».

Agatha aprovechó su estancia para asistir regularmente a funciones teatrales en la Comédie-Française, uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad. Su contacto con el mundo del teatro, sin embargo, no se limitaba al patio de butacas. Distinguidos miembros de la escena francesa acudían frecuentemente a la escuela de la profesora Dryden para dar charlas sobre Pierre Corneille, Jean Racine o Molière, lecciones que Agatha escuchaba con la avidez de quien reconoce la pureza de la fuente de la que está bebiendo. Estos encuentros despertarían en ella un interés por el mundo del teatro que mantendría toda su vida. No es casual que en sus memorias alabase este tipo de educación:

Creo que la enseñanza solo puede ser satisfactoria si suscita una respuesta en el alumno. De nada sirve la mera información, pues no aporta nada distinto de lo que ya tenías. Que fueran actrices reales quienes nos hablaban de obras de teatro mientras recitaban palabras y textos, que profesionales de verdad nos cantasen Bois épais o un aria del Orfeo de Gluck, avivaba en nosotras un amor apasionado por el arte del que nos hacían partícipes. Esto abrió ante mí un mundo nuevo, en el que he vivido desde entonces.

Pero París también fue el lugar donde Agatha se topó de lleno con uno de los obstáculos que se interpondría en varias ocasiones en su vida y que desluciría esa idílica época. Por aquel entonces mostraba un innegable talento tocando el piano, habilidad que había desarrollado en largos ensayos de siete horas diarias en Torquay, y en la capital francesa encontraba un contexto inmejorable para progresar con el instrumento. Sus insignes profesores alababan tanto sus dotes como pianista que Agatha incluso fantaseaba con la idea de hacer de su interés artístico su medio de vida, dedicándose a la música de forma profesional. Sin embargo, los ágiles dedos de la joven pianista no eran todo lo que se necesitaba para progresar en el mundo de la música. A los pocos meses de su llegada, la escuela a la que asistía la escogió para dar un recital acompañada por una importante cantante.