Al desnudo - Megan Hart - E-Book
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Al desnudo E-Book

Megan Hart

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Beschreibung

Sin ataduras. Sin reproches. Sin vuelta atrás. No creía que él pudiera desearme. Y no iba a liarme con él, sobre todo después de lo que había oído. Alex Kennedy era alto, moreno e increíblemente guapo, pero yo ya había sufrido un gran golpe. Cuando le pedí que posara para mí, no esperaba que la sesión fotográfica se volviera tan apasionada. Y cuando cruzamos esa línea, nuestros cuerpos no fueron lo único que quedó expuesto. Sin embargo, no podía entregarle mi corazón a un hombre tan poco… convencional. Su último encuentro sexual había sido con otro hombre… Ya era suficiente que mi exprometido fuera gay; yo no podía correr ese riesgo otra vez, por mucho que mi cuerpo anhelara las caricias de Alex. No podía arriesgarme, pero tampoco podía resistirme… Alex podía ser muy convincente cuando deseaba algo. Y me deseaba a mí.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Megan Hart. Todos los derechos reservados.

AL DESNUDO, Nº 38 - julio 2013

Título original: Naked

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3423-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Agradecimientos

No habría podido escribir este libro sin el apoyo constante de mi familia y de mis amigos. Gracias a todos. Gracias, especialmente, a The Bootsquad, por todo el ánimo y la motivación que me dieron para continuar, cuando lo más fácil hubiera sido jugar a los Sims. También a mi mejor amiga, Lori, por decirme siempre que no puedo dejar de escribir porque necesita más libros. Y, finalmente, a todos aquellos que me preguntaron si Alex Kennedy iba a tener su propio libro. Este es para vosotros.

Podría escribir sin escuchar música, pero me alegro mucho de no tener que hacerlo. Esta es una lista de algunas de las canciones que escuché mientras escribía Al desnudo. Si te gustan, por favor, apoya a los artistas comprando su música.

Justin King, Reach You; Kelly Clarkson, My Life Would Suck without You; Lorna Vallings, Taste; Hinder, Better Than Me; Staind, Everything Changes; Sara Bareilles, Gravity; Tom Waits, Hope I Don’t Fall in Love with You.

Capítulo 1

–A Alex no le gustan las chicas −dijo Patrick en tono de advertencia.

Yo había estado mirando a aquel hombre por el rabillo del ojo. Formaba parte de la imagen general de la fiesta de Chrismukkah de Patrick. Alex era más bello que las plantas de Pascua y las guirnaldas de luces. Todos los hombres de la fiesta lo eran, en realidad. Patrick tenía los amigos más guapos que yo había visto en mi vida. Aquello era como una convención de tíos buenos. Después del aviso de Patrick, volví a mirar a Alex.

−¿Así es como se llama?

Patrick soltó un resoplido de desaprobación.

−Sí. Así es como se llama.

−¿Alex qué?

−Alex Kennedy −respondió Patrick−. Pero no le gustan las…

−Ya te he oído −dije yo, y puse los labios en el borde de mi copa de vino. El aroma fuerte y rico del vino tinto me llegó a la nariz, pero no tomé ni un sorbo−. No le gustan las chicas, ¿eh?

Patrick frunció los labios y se cruzó de brazos.

−No. Por el amor de Dios, Olivia, deja de mirarle el trasero de esa forma.

Yo arqueé una ceja. Era una vieja costumbre mía que le irritaba mucho.

−¿Para qué me invitas a tus fiestas, si no es para que les mire el trasero a los hombres?

Patrick resopló, refunfuñó y frunció el ceño brevemente, antes de acordarse del efecto que tenía aquello en las arrugas; entonces, relajó la cara y siguió mi mirada hacia el otro lado de la habitación. Alex estaba de espaldas a nosotros, apoyado en la repisa de la chimenea. Tenía un vaso de Guinness del que yo no le había visto beber ni una sola vez.

−¿Y por qué has sentido la necesidad de decírmelo? −le pregunté a Patrick.

Él se encogió de hombros.

−Solo para asegurarme de que lo sabías.

Miré a mi alrededor, a la media docena de hombres que se estaba sirviendo en el bufé, y después hacia el arco de entrada al salón, donde había otra media docena de hombres charlando, bailando o flirteando. El noventa por ciento de ellos era gay, y el otro cinco por ciento se lo estaba pensando.

−Creo que sé perfectamente que no debo hacerme ilusiones de darme un revolcón en una de tus fiestas, Patrick.

Antes de que pudiera comentar algo más, un par de brazos musculosos me rodearon la cintura, y un estómago duro se me pegó a la espalda.

−Escápate conmigo y veremos cuánto tarda en darse cuenta de que nos hemos ido −me dijo al oído alguien con la voz grave.

Yo me giré, riéndome.

−¡Teddy!

Recibí un abrazo y un beso, y después un azotito en el trasero, todo en un segundo, y después, Teddy se movió e hizo lo mismo con Patrick. Patrick, que todavía tenía un mohín en la cara, intentó apartar a Teddy empujándolo, pero Teddy se rio y le revolvió el pelo. Patrick puso cara de pocos amigos y se atusó las plumas, pero permitió a Teddy que le diera un beso en la mejilla.

Yo hice un gesto con mi copa de vino.

−Está intentando decirme que no mire descaradamente el trasero de un hombre.

−¿Cómo? Yo creía que todos estábamos aquí para eso.

Teddy agitó el suyo, yo agité el mío, y los hicimos chocar entre risas. Patrick nos miró con los brazos cruzados y la ceja arqueada. Después, cabeceó.

−Perdón por intentar ser un amigo −dijo.

Patrick y yo éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Y mucho tiempo antes habíamos sido algo más. Patrick pensaba que eso le daba derecho a comportarse como si fuera mi tía, y yo se lo permitía porque… Bueno, porque lo quería. Y porque en mi vida nunca había tanto amor como para que yo pudiera permitirme el lujo de rechazar ni una pizca.

Sin embargo, aquello parecía un poco excesivo incluso para él. Teddy y yo nos miramos. Yo me encogí de hombros.

−Voy a la cocina a buscar más vino, queridos −dijo Teddy−. ¿Queréis?

Patrick negó con la cabeza. Los dos vimos a Teddy abrirse paso entre la gente. Cuando se alejó, yo me giré hacia mi exnovio.

−Patrick, si estás intentando decirme con sutilidad que te has tirado a ese tío…

La carcajada de Patrick fue corta, aguda, tan distinta a su risa normal que me dejó asombrada. Él cabeceó.

−Oh, no. Él no.

No se me escapó que apartaba su mirada de la mía. Aquel detalle, más que ninguna otra cosa, me contó una historia entera que no necesitaba palabras. Demonios. Ni siquiera necesitaba una fotografía para verlo todo con claridad.

Se me borró la sonrisa de la cara. Patrick nunca había llevado en secreto su vida privada, y yo había tenido que escuchar más historias de las que hubiera querido acerca de los hombres con los que se había acostado. A Patrick no lo rechazaban. Por lo menos, no lo rechazaban con frecuencia. Me fijé en el rubor que cubría sus pómulos altos y perfectos.

Miré de nuevo a Alex Kennedy.

−¿Te rechazó?

−¡Shh! −siseó Patrick, aunque la música y las conversaciones eran tan altas que los demás no podían oír nuestra charla.

−Vaya.

Él apretó los labios.

−Ni una palabra más.

Miré de nuevo a Alex Kennedy, que seguía apoyado en la repisa. Llevaba unos pantalones negros y un jersey de punto también negro, que se ceñía a sus hombros anchos y a su cintura delgada. Le sentaba muy bien la ropa, pero al resto de los hombres de la fiesta también. Desde aquella distancia, yo podía advertir que tenía los ojos oscuros y el pelo castaño, un poco largo. Me parecía muy guapo, aunque seguramente, si Patrick no me hubiera dicho que no me acercara a él, no le habría prestado más atención.

−¿Y cómo es que yo no lo conocía?

−No es de aquí.

Volví a mirar al hombre al que Patrick quería que yo ignorara. Estaba manteniendo una intensa conversación con otro de los amigos de Patrick, y sus caras tenían una expresión muy seria. No había ningún tipo de flirteo. El interlocutor de Alex bebía con enfado y tragaba el líquido con fuerza.

No tuve que levantar las manos y formar un cuadrado con los pulgares y los índices para enmarcar la fotografía que estaba componiendo. Mi mente lo hizo automáticamente, al mismo tiempo que asimilaba los detalles de su historia. Clic, clic. No tenía la cámara, pero me imaginaba el encuadre y la fotografía exactamente igual que si la tuviera. Situé a Alex en la fotografía, un poco descentrado y un poco desenfocado.

Patrick murmuró algo y me clavó el dedo en un costado.

−¡Olivia!

Yo me volví hacia él.

−Deja de preocuparte, Patrick. ¿Es que te crees que soy idiota?

Él frunció el ceño.

−No. No creo que seas idiota. Lo que pasa es que no quiero que…

Teddy volvió justo en aquel momento, así que Patrick no me dijo nada más. Sonrió con tirantez. Yo reconocí aquella tensión; hacía mucho tiempo que no la veía reflejada en sus ojos, pero la conocía. Patrick estaba ocultando algo.

Teddy le puso el brazo sobre los hombros y lo estrechó contra sí para acariciarle la mejilla con la nariz.

−Vamos. Las bandejas de queso están vacías, y casi se nos ha acabado el vino. Ven a la cocina conmigo, amor, y te daré un pequeño premio.

Hasta Teddy, Patrick nunca había estado con nadie más tiempo que conmigo. Yo adoraba a Teddy pese a ello, o tal vez por ello. Sabía que Patrick lo quería, aunque casi nunca lo decía, y como yo quería a Patrick, quería que fuera feliz.

Patrick miró fríamente a Alex, y después me miró a mí. Pensé que iba a decir algo más, pero se limitó a cabecear de nuevo y permitió que Teddy se lo llevara a la cocina. Yo volví a mirarle el estupendo trasero a Alex Kennedy.

−¡Livvy! ¡Felices fiestas!

Era Jerald, otro de los amigos de Patrick, un hombre que había posado para mí en algunas ocasiones. Yo le había dado algunas fotografías muy bonitas para su porfolio a cambio de que me permitiera tenerlo en la biblioteca de imágenes que necesitaba para mi empresa de diseño gráfico.

−¿Cuándo me vas a hacer más fotografías, eh?

−¿Cuándo puedes venir al estudio?

Jerald esbozó su preciosa sonrisa y sus dientes perfectamente alineados y blancos.

−Cuando me necesites.

Charlamos unos minutos más para quedar, y, después, Jerald me abandonó y se marchó en busca de alguien con pene. No me importaba; no necesitaba que Patrick estuviera a mi lado para sentirme como en casa. Conocía a la mayoría de sus amigos. Los más recientes me miraban como si yo fuera algo curioso, una reliquia, la mujer con la que había estado Patrick antes de salir del armario, pero eran amables. Y el alcohol ayudaba, por supuesto.

Los otros amigos, los que nos conocían a Patrick y a mí desde la universidad, todavía podían reírse con las cosas buenas que habían sucedido cuando Patrick y yo éramos pareja, sin mirarme con lástima, como hacían sus amigos gais a menudo.

Con mi copa de vino en la mano, me acerqué al bufé y me serví un plato de exquisiteces. Había pan indio con hummus, queso con mostaza de arándanos y unos cuantos racimos de uvas. Patrick y Teddy sabían cómo dar una buena fiesta, e incluso el sábado siguiente al Día de Acción de Gracias yo tenía sitio para la comida tan buena que ofrecían. Me estaba debatiendo entre probar una loncha de carne asada con panecillos franceses o servirme ensalada de nueces, cuando alguien me tocó el hombro.

−¡Eh, hola!

Me detuve con un panecillo a medio camino del plato. Era la vecina de Patrick, Nadia. Ella siempre se esforzaba por ser amable conmigo, aunque, en realidad, no tenía ningún motivo para no serlo. Yo tenía la sospecha de que los intentos de Nadia por hacerse amiga mía tenían más que ver con ella que conmigo, y aquella noche mis sospechas se vieron confirmadas.

−Me gustaría presentarte a Carlos, mi novio −dijo Nadie, con una sonrisa.

−Encantado −dijo Carlos, con los ojos en la comida, aunque Nadie lo estaba agarrando de la mano con tanta fuerza que no iba a poder servirse nada.

−Me alegro de conocerte, Carlos.

Nadia nos miró de manera expectante. Carlos y yo nos observamos brevemente, y, después, él volvió a mirar a Nadia, que tenía los dedos enganchados en su brazo, en el pliegue del codo. La blancura de su piel resaltaba en contraste con la de Carlos. Creo que los dos sabíamos lo que quería, pero ninguno íbamos a dárselo.

Yo no supe que era negra hasta el segundo curso. Por supuesto, siempre había sabido que mi piel era más oscura que la de mis padres y mis hermanos. Mis rasgos tampoco eran como los suyos. Ellos nunca me habían ocultado el hecho de que yo era adoptada, y no solo celebrábamos mi cumpleaños, sino también la fecha en la que yo llegué a la familia. Yo siempre me sentí amada y aceptada. Mimada, incluso, tanto por mis hermanos, que eran mucho mayores que yo, como por mis padres. Después me di cuenta de que estaban intentando compensarme por el fracaso de su matrimonio.

Yo siempre había creído que era especial, pero hasta el segundo curso no entendí que era… diferente.

Desiree Johnson comenzó a acudir a mi colegio de Ardmore en ese curso. Procedía de algún lugar cercano a la ciudad de Filadelfia. Llevaba cientos de trencitas en el pelo, camisetas con letras doradas, pantalones de terciopelo, y unas zapatillas blancas y demasiado grandes para su número de pie. Era diferente, y todos nos quedamos mirándola cuando entró en clase.

La profesora, la señorita Dippold, nos había dicho aquella mañana que iba a haber una estudiante nueva en clase. Había mencionado que era muy importante ser buenos con los estudiantes nuevos, especialmente con los que no eran iguales. Nos había leído el cuento de Zeke, un pony con rayas, que resultó ser una cebra y no un pony. Aunque solo estaba en segundo, yo ya había entendido qué era lo que quería decir.

Lo que no había previsto era que la señorita Dippold me mandara cambiar mi pupitre para que Desiree pudiera sentarse a mi lado. Por supuesto, yo obedecí, y me sentí muy contenta de que me hubiera elegido para ser la amiga de la niña nueva. ¿Era porque yo había sido la que mejor nota había sacado en el deletreo de palabras aquella semana? ¿O acaso la señorita Dippold se había dado cuenta de que yo le había prestado a Billy Miller mi mejor lapicero, porque él se lo había dejado en casa una vez más?

No era por ninguno de aquellos motivos, sino por un motivo que yo nunca hubiera imaginado.

−Bueno −dijo la señorita Dippold cuando Desiree se sentó en su pupitre−. Desiree, esta es Olivia. Estoy segura de que vais a ser muy buenas amigas.

Los pequeños pasadores de las trencitas de Desiree chocaron entre sí cuando ella giró la cabeza y me miró de arriba abajo. Se fijó en mi falda de tablas, en mis medias por las rodillas y en mis zapatos de charol. En la diadema con la que mantenía mis rizos bajo control. En mi cárdigan.

Para estar en segundo curso, Desiree ya tenía mucha personalidad.

−Me está tomando el pelo −murmuró.

La señorita Dippold pestañeó.

−¿Desiree? ¿Ocurre algo?

Ella suspiró.

−No, señorita Dippold. No ocurre nada.

Más tarde, justo después de comer, yo me incliné para mirar los dibujos que estaba haciendo en su cuaderno. La mayoría eran espirales y círculos que sombreaba con lápiz. Yo le enseñé mis garabatos, que no eran tan elaborados.

−A mí también me gusta dibujar −le dije.

Desiree miró mis dibujos y soltó un resoplido.

−Ya.

−Puede que la señorita Dippold haya pensado que podemos ser amigas porque a las dos nos gusta dibujar −le expliqué pacientemente.

Desiree arqueó las cejas. Miró a su alrededor, a los demás compañeros de clase, y me miró a mí. Después me tomó la mano y la colocó junto a la suya. Sobre los pupitres de color gris claro, nuestros dedos destacaban como sombras.

−La señorita Dippold no sabía nada de mis dibujos −dijo Desiree−. Lo ha hecho porque las dos somos negras.

Yo pestañeé, intentando entender lo que me había dicho. Miré las caras blancas que había a mi alrededor. Caitlyn Caruso también era adoptada, de China, y era distinta a los otros niños. Pero Desiree tenía razón. Había dicho algo que yo debía haber sabido desde hacía mucho tiempo.

Era negra. Aquella revelación me dejó asombrada y silenciosa durante el resto del día, hasta que llegué a casa y saqué los álbumes de fotos de la familia. ¡Yo era negra! ¡Había sido negra toda mi vida! ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes?

La respuesta era sencilla: mis padres no me lo habían dicho nunca, no le habían dado importancia. Yo había sido educada de forma que supiera apreciar la diversidad. No me quedaba más remedio; era hija de una madre blanca y de un padre negro, y había sido adoptada por un matrimonio blanco, aunque de diferentes religiones.

Mi madre era judía no practicante, y mi padre era católico no practicante. Mis hermanos se habían criado con una mezcolanza de celebraciones tradicionales, hasta que mis padres se habían divorciado, cuando yo tenía cinco años. En casa nunca se habló del color de mi piel, ni de lo que significaba, ni de si debía significar algo.

Desiree no estuvo mucho tiempo en nuestra clase. Su familia se mudó a los pocos meses. Sin embargo, yo nunca la olvidé, puesto que ella me había revelado algo que yo debería haber sabido durante toda mi vida.

Sin embargo, había un detalle importante sobre la gente como Nadia, que se enorgullecía de no ver el color de la piel de los demás: que, al final, solo veían el color de la piel de los demás. Nadia no me había presentado a su novio porque a los dos nos gustara dibujar, ni porque los dos escucháramos a Depeche Mode, ni siquiera por amabilidad. Carlos y yo lo sabíamos.

Nadia no lo entendía. Se puso a charlar entre nosotros, diciendo nombres como si yo debiera conocerlos, mencionando canciones de hip-hop. Carlos me miró y se encogió ligeramente de hombros sin que ella lo viera. Sin embargo, la observó con evidente amor, y al final la interrumpió con un solo «nena».

Nadia se echó a reír, un poco confusa.

−¿Eh?

−Si no me dejas comer algo, me voy a desmayar.

−Carlos hace mucho ejercicio −dijo Nadia, mientras su novio comenzaba a diezmar la comida del bufé−. Siempre tiene hambre.

El escándalo que se armó en el salón me salvó de tener que hacer algún comentario. Yo había seguido observando a Alex Kennedy de reojo; él no se había apartado de la chimenea. El hombre con el que estaba hablando alzó la voz y las manos, haciendo aspavientos y señalándolo con el dedo índice. Acusándolo de algo. Alex, en vez de responder, se limitó a cabecear y se llevó la cerveza a los labios.

−¡Tú… eres un idiota! −gritó el otro hombre con la voz temblorosa. Yo sentí lástima por él, y también vergüenza ajena−. ¡Ni siquiera sé por qué me he molestado contigo!

Para mí era fácil ver el motivo por el que se había molestado con él. Alex Kennedy era guapísimo. Soportó estoicamente los insultos y las acusaciones, hasta que finalmente, el otro hombre se marchó airadamente, seguido por unos cuantos amigos que intentaban calmarlo. Aquel incidente solo había durado un par de minutos, y solo había atraído un par de miradas. No era la discusión más dramática que había tenido lugar en una de las fiestas de Patrick, y lo más probable era que todo el mundo se hubiera olvidado de ella al final de la noche. Todos, salvo los dos hombres que la habían mantenido.

Bueno, y yo.

Estaba fascinada.

«No le gustan las chicas», me recordé yo. Mandé al cuerno la dieta y me concentré en la carne asada. Y cuando alcé la vista de mi plato, Alex Kennedy ya no estaba allí.

Fue una buena fiesta, una de las mejores de Patrick. A medianoche, yo ya me había hartado de cosas ricas y de cotilleos, y estaba bostezando disimuladamente. En el salón había empezado el karaoke, y había tanta gente bailando que el árbol de Navidad de la esquina y la menorah de la ventana estaban temblando.

¿Era eso…? Oh, no. Me tapé los ojos con una mano y miré por entre los dedos cuando un hombre se colocó en medio del escenario y comenzó a cantar un himno discotequero de Beyoncé. Además, se puso a bailar siguiendo perfectamente el ritmo de la canción. Seguramente, tenía un vídeo subido en Youtube. Todo el mundo aplaudió y lo vitoreó, pero yo miré hacia la esquina donde estaba la chimenea, y donde estaba también el objeto de mi atención. Sí. Alex Kennedy.

−Anímate −me dijo Teddy, y me rellenó la copa de vino, aunque yo no quería más−. La fiesta no ha terminado todavía.

Yo gruñí y me apoyé en él.

−Tal vez debería irme a casa.

Él agitó la cabeza, se rio y se dio una palmadita en un bolsillo.

−Yo tengo tus llaves.

Alcé la copa.

−Si no te hubieras empeñado en mantenerla llena…

Los dos nos echamos a reír, porque yo había pasado muchísimas noches en su habitación de invitados sin haberme emborrachado previamente, así que su insistencia en servirme vino no tenía nada que ver. Sin embargo, en aquel momento, hubiera preferido poder marcharme; pero hacía demasiado frío, la noche era demasiado oscura y el trayecto demasiado largo.

Me tapé la boca con la mano para disimular otro bostezo.

−Creo que necesito un poco de café.

Teddy frunció el ceño.

−Pobre Livvy. Siempre trabajando tanto.

−Si no lo hago yo, nadie lo va a hacer en mi lugar −respondí, encogiéndome de hombros.

−Bueno, pues yo estoy impresionado. Empezar un negocio por cuenta propia. Dejar tu trabajo. Patrick no pensaba que ibas a seguir adelante −dijo Teddy. Me pareció que se sentía incómodo, como si acabara de revelar un secreto incómodo.

−Ya sé que lo pensaba.

−Está orgulloso de ti, Liv.

Yo no estaba muy segura de que Patrick tuviera derecho a sentirse orgulloso de mis éxitos, pero no dije nada. Dejé que Teddy me abrazara y me mimara un poco, y después le di mi copa de vino.

−Voy a hacerme un café. O a buscar una Coca-Cola, o algo así.

Podía haberme ido a la cama, pero la fiesta estaba en pleno apogeo, y de todos modos no habría conseguido dormir nada. La cocina de Patrick era muy mona, y tenía electrodomésticos de estética de los años cincuenta. Bueno, salvo la cafetera de expreso futurista, que era de las que espumaban la leche y utilizaban cápsulas especiales. Yo nunca había aprendido a usarla y no me atrevía a tocarla por si la programaba mal y nos mandaba a todos a la Edad de Piedra.

No encontré la cafetera normal en ningún armario, pero sabía que Patrick la tenía. Él nunca se deshacía de nada, ni de su camiseta favorita ni de una lámpara a la que se le hubiera roto el interruptor. Demonios, ni siquiera de mí. Acumulaba pertenencias y gente como si se avecinara el fin del mundo y la única manera de sobrevivir fuera erigir una nueva civilización hecha de ropa pasada de moda, electrodomésticos viejos y… antiguos amantes. Yo sabía que él tenía su cafetera.

Tal vez estuviera en el porche trasero, que estaba acristalado, donde él había almacenado dos docenas de cajas llenas de cosas. Le había prometido a Teddy que iba a revisar el contenido para ir tirando objetos, pero nunca lo había hecho. Su máquina de café expreso era nueva, así que había muchas posibilidades de que acabara de guardar la otra máquina.

Abrí la puerta trasera y solté un silbido al notar el frío. Rápidamente, tuve escalofríos. No encendí la luz, sino que fui hacia el primer grupo de cajas. Solo encontré una colección de revistas pornográficas que hojeé con los dedos entumecidos, y que volví a guardar en su caja. Era la mayor excitación que iba a obtener en toda la noche, y no me arrepentí de haberlo hecho.

Haber creado mi propia empresa había sido estupendo para mi ego, y me proporcionaba satisfacción personal. Sin embargo, había sido horrible para mi cuenta bancaria y para mi vida sexual. No tenía tiempo para salir con nadie, no podía invertir tiempo en nadie, ni aunque conociera a alguien que mereciera la pena. No tenía tiempo para flirtear, puesto que como trabajaba por cuenta propia, estaba sola la mayor parte del tiempo.

Mis otros dos trabajos, los que mantenía para poder pagar la hipoteca, no me facilitaban el hecho de conocer a muchos hombres. Se trataba de hacer fotografías a escolares y a equipos deportivos, y tenía que viajar bastante. Aunque conocía a bastantes padres con los que me hubiera gustado acostarme, la mayoría estaban casados. Mi trabajo en Foto Folks era divertido y estaba bien pagado, pero mis clientes casi siempre eran madres que llevaban a sus hijos a que se hicieran fotografías junto a gigantescos osos de peluche. Yo estaba en decadencia, pero era feliz. Estaba cansada y algunas veces estresada, pero trabajaba en algo que me encantaba.

También estaba oficialmente falta de sexo.

−Vamos, vamos, Patrick, ¿dónde la has puesto? −pregunté en voz baja, y me acerqué al final del porche, rodeando muebles cubiertos con sábanas y unas sillas de jardín−. Ah, por fin.

La cafetera, filtros, incluso una bolsa de café en grano. Verdaderamente, nunca se deshacía de nada. Moví la cabeza, y me giré al oír que la puerta se abría a mis espaldas.

Dos siluetas aparecieron en el hueco de la puerta. Hombres. El más bajo empujó al más alto contra la pared. Oh. Lo entendí. Iba a carraspear para avisarles de que estaba allí, cuando el más alto de los dos volvió la cara hacia la luz.

¿Cómo había podido pensar que era solamente guapo, sin más? Alex Kennedy tenía un perfil que me dio ganas de llorar, aunque solo fuera porque había muy poca gente que tuviera tanta belleza y a la vez fuera tan real. Su nariz era demasiado afilada, y su mandíbula no era tan cuadrada como para llegar a la perfección. Le caía un mechón de pelo por la frente, e hizo una mueca cuando el otro hombre se puso de rodillas ante él y le bajó la cremallera del pantalón.

Yo todavía tenía tiempo de avisarlos. Tal vez ellos estuvieran borrachos, o demasiado consumidos por la lujuria como para darse cuenta de que había alguien más allí, pero yo hubiera podido detenerlos de haber querido.

−Evan −dijo Alex con su voz grave−, no tienes por qué hacerlo.

−Cállate.

Las sombras se convirtieron en figuras de nuevo, una de ellas erguida contra la pared, la otra de rodillas. La luz de la farola de la calle no era lo suficientemente intensa como para iluminar nada, pero sí como para que yo pudiera ver lo que estaba ocurriendo. Yo estaba en el rincón opuesto, entre las sombras; siempre y cuando me mantuviera en silencio y quieta, no se enterarían de que estaba allí. Harían lo que quisieran… y se marcharían.

Evan le bajó los pantalones hasta las rodillas a Alex. Yo no pude ver su miembro, pero no soy tan orgullosa como para negar que no lo intenté. Lo que sí vi fue la mano de Evan, acariciándolo. Alex echó la cabeza hacia atrás y la apoyó con la pared.

−Cállate y aguanta −repitió Evan.

Tal vez quisiera sonar amenazante, y sexy, pero Alex se rio y le puso la mano en la cabeza. ¿Me imaginé que le retorcía el pelo a su compañero? Era imposible verlo, pero al segundo siguiente, cuando la cabeza de Evan se inclinó hacia atrás, pensé que debía de ser por un tirón de la mano de su amante.

−¿Vas en serio? −le preguntó Alex entre risas.

El siguiente ruido que hizo Evan no fue amenazador. A mí no me pareció muy excitante, pero para Alex debió de serlo, porque aflojó la mano lo suficiente como para que la cabeza de Evan se inclinara hacia delante. Oí el sonido suave y húmedo de una boca sobre la carne.

−Dios, qué gozada.

−Sé cómo te gusta −dijo Evan, con más suavidad en aquella ocasión, sin arrogancia.

−¿A quién no le gusta esto? −preguntó Alex; su risa se había vuelto grave, lenta, como somnolienta.

No sé si soy una pervertida por excitarme viendo a otras dos personas mantener relaciones sexuales.

Más sonidos húmedos, leves. Llegados a aquel punto, yo también estaba húmeda y excitada, y el único motivo por el que no me acaricié entre las piernas fue que me había quedado completamente inmóvil por la fascinación, y por supuesto, que no estaba viendo pornografía a escondidas, sino a hombres de verdad manteniendo relaciones sexuales.

Apreté los muslos y sentí placer. Volví a hacerlo, y me provoqué en el clítoris una presión que habría sido mucho mejor con un dedo o una lengua; sin embargo, la contracción rítmica y lenta de los músculos comenzó a crearme una tensión familiar en el cuerpo.

Pestañeé. Me había acostumbrado a la oscuridad, y vi que Alex observaba a Evan con los ojos brillantes. Evan sonrió al apartarse un momento del miembro de Alex. Alex le puso la mano en la cabeza a Evan de nuevo, y Evan siguió con su tarea.

Alex gimió.

Evan emitió un ruido ahogado que no fue tan agradable. Las tablas del suelo crujieron. Oí un golpe en la pared, y abrí los ojos. Entonces, vi a Alex arqueándose.

Iba a tener un orgasmo. Tuve que cerrar los ojos de nuevo y volver la cara. No podía mirar aquello, por muy excitante que fuera, por muy rarita y pervertida que fuera yo. Lo que estaba claro era que ya no tenía frío.

−No −dijo Alex, y yo abrí los ojos.

Evan se había puesto en pie. Había una pequeña distancia entre ellos, un espacio de luz entre sus dos sombras. Yo vi que Evan se adelantaba de nuevo, un poco, y que Alex se hacía a un lado.

−¿No? −repitió Evan con incredulidad−. ¿Me dejas que te la chupe, pero no quieres darme un beso?

Cremallera. Suspiro. Alex se encogió de hombros.

−Eres un capullo, ¿lo sabes?

−Sí, ya lo sé −dijo Alex−. Pero tú también lo sabías antes de sacarme aquí fuera.

Increíblemente, Evan dio una patada en el suelo. A mí me sorprendió aquel gesto tan infantil.

−¡Te odio!

−No, no me odias.

−¡Claro que sí! −exclamó Evan. Abrió la puerta, y yo cerré los ojos para protegerme de la súbita luz−. ¡Olvídate de volver a casa!

−Tu casa no es mi casa −dijo Alex−. ¿Por qué crees que me he llevado todas mis cosas?

Ay. Aquello me dolió incluso a mí. Si yo fuera Evan, también odiaría a Alex, aunque solo fuera por su tono de arrogancia.

−Te odio, te odio. ¡No debería haberte dado otra oportunidad!

−Te dije que no lo hicieras −respondió Alex.

Evan salió. Alex se quedó allí un minuto más, hasta que su respiración agitada se calmó. Yo me mantuve inmóvil, aunque tenía el corazón acelerado. Creía que él iba a oír mis latidos, pero no fue así.

Alex entró.

Y yo descubrí que no necesitaba café para mantenerme despierta.

Capítulo 2

Patrick se abalanzó sobre mí en la cocina, con una expresión feroz.

−¿Dónde estabas?

Yo señalé hacia el porche trasero.

−He ido a buscar tu cafetera.

Él se cruzó de brazos.

−Está ahí mismo, en la encimera.

La fiesta seguía en auge, pero yo ya había tenido suficiente. Demasiadas emociones para una sola noche. Si no hubiera tomado tanto vino me habría ido a mi casa, pese al trayecto, con tal de dormir en mi propia cama. Además, estaba bajándome la subida de adrenalina, y ya casi no podía hablar sin arrastrar las palabras.

−Ya sabes que no sé usar la nueva. Es demasiado complicada.

−¿Estás borracha?

−No. Solo cansada.

Lo abracé, y creo que le sorprendí por un segundo, por el respingo que dio. Sin embargo, después, él también me abrazó a mí, y me estrechó contra sí hasta que yo lo aparté de un empujón.

−Bueno, me voy a dormir.

−¿Ya?

−¡Estoy hecha polvo! −exclamé. Le hice cosquillas en el costado, y Patrick intentó no reírse, aunque al final se rindió−. Y de todos modos, ¿qué te ocurre? ¿Por qué has venido aquí como si se te estuviera quemando el extremo final de la escoba?

Mi broma le molestó.

−Qué graciosa eres. Te estaba buscando, nada más. Has desaparecido.

−Ya. Bueno, pues aquí estoy. No es para tanto, Patrick, por Dios.

Él me agarró de la mano y me la apretó.

−Solo quería asegurarme de que estás bien, Liv. ¿Te parece mal que me cerciore de que mi niña está bien?

−Hacía mucho tiempo que no me llamabas eso −dije yo, y retorcí los dedos, que él tenía atrapados en su puño. Patrick me soltó.

−Lo digo en serio, y tú lo sabes.

Si has querido a alguien demasiado tiempo como para dejar de hacerlo, sabrás cómo me sentí en aquel momento, en la cocina que Patrick compartía con otra persona, agotada y un poco borracha. No me dejé vencer por la tristeza; le di un beso en la mejilla y un azotito en el trasero, como él me hacía a mí siempre.

−Me voy a la cama.

Subí por las escaleras de atrás. Eran estrechas y empinadas, y tenían un giro brusco a mitad de camino, así que resultaba difícil utilizarlas incluso estando completamente sobrio. El sonido de la música fue aminorándose, pero las vibraciones del bajo continuaron mientras subía los escalones y atravesaba lo que Patrick y Teddy llamaban «la habitación trasera», que tenía una puerta para entrar y otra para salir, y recorría un pasillo largo y estrecho. Al igual que la escalera, aquel pasillo tenía un giro brusco a la izquierda.

Me encantaban las casas antiguas, con sus recovecos, y aquella no era una excepción. Una vez había sacado una fotografía de la vista de aquel pasillo. La luz de la ventana que había al final del corredor esbozaba sombras bajo las lámparas del techo, que no eran lo suficientemente elegantes como para ser llamadas «antiguas», solo «viejas».

Había captado una figura borrosa en una esquina, algo parecido a la forma de una mujer que llevaba un vestido largo y el pelo recogido en un moño. Tal vez un efecto de la luz o una ilusión óptica. Estaba desenfocada, y no podía distinguirla bien. Pero en noches como aquella cuando pensaba que podía tropezarme del cansancio, me imaginaba su mano ayudándome a caminar.

Llegué de la puerta a la cama en pocos pasos. Me quité la ropa y tiré sin contemplaciones al suelo todos los cojines. Palpando en la mesilla de noche, más allá de la caja de pañuelos de papel y del bálsamo labial, encontré la cajita cuadrada de tapones para los oídos que siempre tenía allí.

En medio minuto estaba en un silencio bendito, aunque de vez en cuando, el bajo de la música de abajo me hacía vibrar el estómago.

Saqué una camiseta del cajón de la mesilla de noche, me la puse y me metí bajo el grueso edredón, con la almohada extra entre las rodillas para aliviar la presión de mi dolorida espalda. No oí mi propio suspiro, aunque los latidos del corazón me resonaban en los oídos.

No pude quedarme dormida.

Durante mi segundo año de universidad compartí habitación con otras tres chicas. La residencia que yo había elegido estaba completa, y me habían ofrecido la posibilidad de alojarme en un edificio diferente, bastante más lejano a mis clases y a la cafetería, o en un salón reconvertido en dormitorio durante un semestre.

No estuvo tan mal. Al tener una habitación más grande, nos sobraba espacio, y el salón estaba en una esquina del edificio, así que en vez de tener solo la pequeña ventana que tenían el resto de las habitaciones, teníamos cuatro grandes ventanales. La desventaja era la falta absoluta de privacidad. Por supuesto, había que olvidarse de llevar a un chico a tu habitación. Incluso era imposible masturbarse sin público.

No sé cómo se las arreglarían las otras chicas. Una de ellas era cristiana y muy devota, y yo sospechaba que su postura del misionero no tenía nada que ver con el sexo. Sin embargo, yo siempre había sido muy aficionada a satisfacerme a mí misma, y aprendí el truco de masturbarme con la almohada entre las piernas, justo como la tenía en aquel momento, contrayendo lenta y constantemente los músculos hasta que estaba cerca del clímax, y frotándome al final contra la almohada. Llevaba mucho tiempo sin tener un orgasmo de aquella manera, porque vivía sola y podía desnudarme por completo y masturbarme encima de la mesa del salón si quería. Aunque no lo hiciera.

Sin embargo, no había olvidado cómo se hacía. Descarté la vergüenza que sentía en nombre del orgasmo. Después de todo, yo no los había sorprendido manteniendo relaciones sexuales, ni me había puesto a espiarlos por una cerradura. El espectáculo del porche me había sido concedido como un regalo inesperado, y yo nunca devolvía un regalo, aunque no me quedara perfectamente.

El recuerdo del gemido de Alex Kennedy me atravesó en la oscuridad y fue directamente a mi vientre, a mi clítoris. Me moví ligeramente contra la almohada. ¿Cómo debía de sentirse alguien al ser la causa de aquel gemido?

De repente, me di cuenta de que estaba muy cerca del clímax. Volví a moverme, contrayendo los músculos, y las ondas suaves y dulces del orgasmo empezaron a extenderse por dentro de mí. Volví la cara hacia la almohada y mordí la funda para amortiguar mi propio gemido. Disfruté de aquellas ondas de placer con los ojos cerrados.

De todas las imágenes que mi mente había asimilado aquella noche, su cara era la que aún seguía viendo.

La casa estaba silenciosa cuando me desperté. Me estiré bajo el peso de las sábanas y el edredón. Se me habían quedado frías la punta de la nariz y las mejillas, lo cual no era un buen pronóstico para lo que iba a sentir el resto de mi cuerpo cuando saliera de mi cálido refugio. La casa de Patrick y Teddy era antigua y se calentaba de manera irregular. Además, a mí se me había olvidado abrir el radiador por la noche. Eso podía significar que lo único que estaba helado era mi habitación, pero también era posible que la casa entera pareciera una nevera. Dependía de lo que hubieran hecho con el termostato antes de irse a la cama.

Me rugió el estómago. Mi vejiga, el despertador más efectivo que he tenido en mi vida, me recordó que había bebido mucho vino. Y peor todavía, mi cabeza estaba empeñada en revisar mis actividades de la noche anterior.

¿De veras me había masturbado pensando en Alex Kennedy mientras le hacían una felación? Parecía que sí. Esperé a sentir vergüenza, o por lo menos un poco de azoramiento, pero nada. Era una completa depravada.

Aquello me impulsó a levantarme de la cama, porque nadie podía ser depravado correctamente si no tenía la vejiga vacía y el estómago lleno. Me encargué de lo primero, me lavé las manos con el agua ardiendo que salía del grifo y bajé las escaleras.

En la cocina había un calor glorioso, que salía directamente por la rejilla abierta de la caldera que estaba abajo. Dentro de veinte minutos iba a estar sudando, pero por el momento me deleité. También me deleité al ver los contenedores de plástico llenos de sobras de la comida de la fiesta, perfectamente colocados según tamaño y forma. Era cosa de Patrick. Me imaginaba que se habría quedado un buen rato trabajando antes de que Teddy pudiera obligarlo a subir a la cama.

Unas empanadillas de pollo me estaban llamando, y yo me olvidé de que quería perder uno o dos kilos. Podía ignorar la tarta de chocolate, pero no las pequeñas empanadillas agridulces. Saqué la tartera del frigorífico y me giré para ponerla sobre la mesa, y estuve a punto de chocarme con un pecho desnudo.

La tartera de empanadillas de pollo cayó al suelo y botó. Yo grité. Alto.

Alex Kennedy sonrió.

−Demonios, qué guapo eres –dije.

Él pestañeó, y su sonrisa se hizo más grande. Cruzó los brazos por encima de su precioso estómago, también desnudo.

−Gracias.

Pensé en agacharme para recoger el desayuno, pero si lo hacía me pondría a sus pies, y no estaba segura de poder aguantarlo después de lo que había visto la noche anterior. Él miró la tartera, y después a mí. Entonces se agachó a recogerla.

¿Alex a mis pies? Eso sí me parecía muy agradable.

−Gracias −dije yo. Tomé la tartera de sus manos y pasé por delante de él para meterla en el microondas. Miré hacia atrás por encima de mi hombro−. ¿Quieres un poco?

Él se rio, agitó la cabeza y dio un paso atrás. Entonces me di cuenta de algo que era más o menos divertido, más o menos extraño. ¿Alex estaba… incómodo?

Yo estaba acostumbrada a encontrarme con hombres medio desnudos en la cocina de Patrick la mañana siguiente a una fiesta; aunque, ciertamente, nunca había visto cómo le hacían una felación a ninguno de ellos, y después había usado la visión para conseguir un orgasmo, pero él no sabía nada de eso.

−Me llamo Alex. Patrick me dejó quedarme a dormir anoche.

−Yo soy Olivia −dije yo, y esperé su reacción. Ni un pestañeo.

−Me alegro de conocerte, Olivia.

Carraspeó, y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. Tenía los dedos de los pies tan bonitos como el resto del cuerpo. Me fijé en sus pantalones de pijama, que tenían un estampado de caritas de Hello Kitty y estaban muy descoloridos, como si los usara a menudo. Le tapaban más de lo que me tapaba a mí mi camiseta, y lamenté no tener una bata, o por lo menos un jersey, aunque ya no tuviera frío.

Los miré.

−Muy bonitos.

Alex se miró los pies. Me miró con una expresión divertida, un poco azorado, pero no mucho.

−Gracias. Fueron un regalo.

El microondas pitó, y yo saqué la tartera con las empañadillas de pollo.

−¿Estás seguro de que no quieres?

Él negó con la cabeza.

−Creo que prefiero unos cereales.

Yo saqué un tenedor de un cajón y comencé a pinchar las empanadillas.

−Por favor, no me digas que vas a hacer que me sienta culpable por no haberme despertado pronto esta mañana y no haber salido a correr cinco kilómetros.

−No, claro que no −respondió, riéndose−. Yo no voy a correr. Por lo menos, con este frío no. Bueno, en realidad… nunca.

Yo tragué un poco de deliciosa empanadilla.

−Gracias a Dios.

Fui de nuevo al frigorífico, saqué la jarra de zumo de naranja y le ofrecí un poco. Él asintió. Tomé dos vasos y serví zumo. Él me estaba mirando muy fijamente.

−¿Qué pasa?

−Nada, nada −dijo él−. Es solo que…

Me senté en la mesa de la cocina y le hice un gesto para que se sentara él también. Esperé.

−¿Qué?

−Patrick no me dijo que se hubiera quedado otra persona más a dormir. Eso es todo.

−Ah −dije yo, y pinché otra empanadilla−. Tampoco me dijo a mí que tú ibas a quedarte. De hecho, me dijo que…

Alex arqueó una ceja y se apoyó en el respaldo de la silla. En la cocina hacía calor, pero él no llevaba camiseta, y se le había puesto la carne de gallina. Se me pasó por la mente una imagen de mí misma inclinándome por encima de la mesa para lamerle los pezones, y sentí una descarga de calor que no provenía de la caldera que ardía a nuestros pies.

−¿Qué? Dímelo −me instó él.

−Me dijo que me mantuviera alejada de ti.

−¿De verdad?

Yo me di cuenta de que mi risa sonaba forzada, pero él no me conocía.

−Sí.

−¿Por qué?

−Porque a Patrick le gusta estar seguro de que no me meto en problemas.

Alex resopló ligeramente y bebió zumo.

−¿Acaso cree que yo causo problemas?

−¿Y no es así? −pregunté. Parecía que estaba flirteando, pero yo sabía que era mejor no flirtear con un hombre a quien le gustaban los hombres. Había aprendido esa lección hacía mucho tiempo.

−Supongo que depende −dijo él−. Bueno, sí.

Los dos nos reímos.

−Ya me parecía a mí.

Alex tenía el flequillo despeinado; le caía por la frente y se le metía en los ojos. Cuando se inclinó para mirar la mesa, mientras tamborileaba los dedos, el pelo le oscureció la cara. Yo tuve ganas de apartárselo de la frente.

−Flequillo emo −dije.

Entonces él me miró, y se apartó el pelo de los ojos.

−¿Cómo?

−Tu pelo. Ese flequillo tan largo es como el de los chicos emo, los que llevan pantalones vaqueros muy ajustados y las uñas pintadas de negro.

Él volvió a reírse.

−Vaya, eso sí que es una indirecta. ¿Quieres decir que tengo que cortármelo ya?

−No, no creo. Me gusta −dije yo. Pinché la última empanadilla con el tenedor y se la ofrecí−. ¿Seguro que no la quieres?

−Qué demonios, sí −dijo él. La sacó del tenedor y se la comió.

Yo miré sus labios mientras se cerraban sobre sus dedos y lamían la salsa de soja. Sentí más calor, lo cual era una tontería, pero bueno, en realidad una chica puede mirar aunque no pueda tocar. Los dos terminamos nuestro zumo a la vez.

Después comimos en silencio. Tal vez Alex fuera de los que causan problemas, pero no era parlanchín. Parecía que no sabía qué decir.

−¿De qué conoces a Patrick? −le pregunté yo.

−Nos conocimos en Japón.

−¿Trabajas para Quinto and Bates? −le pregunté. Aquel era el bufete en el que trabajaba Patrick.

Él negó con la cabeza.

−No. Yo fui como consultor de Damsmithon Industries, y Patrick estaba allí para asistir a la reunión de negocios internacional.

−Así que tú no eres abogado.

Él soltó una carcajada.

−No, claro que no. Pero Patrick y yo hicimos buenas migas, y salimos después de las reuniones. Después nos mantuvimos en contacto. Cuando le dije que iba a volver a Estados Unidos, me dijo que tenía que venir a visitarlo.

−Entonces, ¿sois amigos?

−¿Qué te dijo exactamente Patrick acerca de mí?

−No mucho, en realidad.

Lo cual no era típico de Patrick. Normalmente, él siempre tenía algo que decir sobre todo el mundo, y algunas veces incluso se lo inventaba. Pensé en eso mientras Alex se levantaba e iba hacia la nevera. Patrick me había advertido que me mantuviera alejada de Alex, pero no me había dado detalles. Nada de cotilleos. Extraño.

Alex sacó la jarra de zumo y un plato de galletas tapadas con papel de aluminio en el que yo no había reparado. Me las ofreció, y yo tomé una. Era un muñeco de jengibre con una enorme erección.

−Ummm… Normalmente me como primero la cabeza, pero…

Alex soltó un resoplido y tomó otra.

−Ahora hay un dilema.

Todavía estábamos riéndonos cuando Patrick bajó por las escaleras. Llevaba un kimono de seda y tenía una expresión sombría. Tenía el pelo revuelto. Nos miró autoritariamente desde el último escalón.

−Se os oye desde arriba −dijo.

−Lo siento −respondió Alex contrito.

Yo no me molesté en disculparme.

−Vamos, Patrick. Es mediodía, así que ya era hora de que te levantaras.

Patrick bostezó y pasó a mi lado. Entonces se volvió hacia mí y me fulminó con la mirada.

−¿Ni siquiera has hecho café?

−Tu cafetera nueva es demasiado complicada −le dije yo.

−Yo lo haré −dijo Alex. Se puso en pie y rodeó la mesa antes de que Patrick o yo pudiéramos hacer otra cosa que mirarnos con sorpresa−. Debería haberlo pensado, tío. Lo siento.

−Gracias −dijo Patrick con algo de tirantez−. Alex, te presento a Olivia Mackey. Olivia, Alex Kennedy. Olivia tiene una empresa de diseño gráfico, y Alex es un consultor independiente que trabaja para varias compañías multinacionales.

Alex se giró hacia nosotros con el depósito de la cafetera lleno de agua, mientras Patrick hacía las presentaciones. Yo me encogí de hombros. Tampoco lo entendía.

−Ya nos hemos conocido −le dije a Patrick−. ¿Qué te pasa?

−Solo estoy siendo un buen anfitrión.

−Gracias, Patrick −dijo Alex, y se puso a preparar el café.

Se las arregló bien en la cocina de Patrick, y solo vaciló una vez, cuando abrió el armario que no era para sacar las cápsulas de café y, en vez de eso, encontró los frascos de las especias. Yo me giré en la silla para observarlo. No era un invitado torpe; sabía moverse con desenvoltura.

Patrick y yo podíamos mantener una conversación entera sin palabras, pero aquella mañana no me estaba dando las señales correctas. O estaba malinterpretando las mías. Antes de que pudiera preguntarle qué pasaba, Alex se dio la vuelta.

−¿Os apetecen tortitas?

−Yo estoy llena −dije.

Al mismo tiempo, Patrick respondió:

−Alex, eres un encanto.

Patrick miró a Alex. Alex me miró a mí. Yo miré a Patrick.

−Bueno −dije−, tengo que irme. He de trabajar un poco…

−¿En domingo? −preguntó Patrick con incredulidad−. ¿Qué sentido tiene trabajar por cuenta propia si no puedes tomarte el fin de semana libre?

Yo me puse en pie y me estiré.

−Trabajando por cuenta propia puedo trabajar cuando quiera.

−Sí, y trabajar donde quieras −dijo Alex, apoyándose en la encimera y cruzando sus largas piernas por los tobillos.

Yo asentí. Él me entendía. Patrick, que trabajaba ochenta horas a la semana, pero que se tomaba un mes de vacaciones, entendía la importancia del trabajo, pero seguramente nunca entendería por qué yo había dejado la seguridad de un salario estable para establecerme por mi cuenta.

Yo abracé a mi antiguo novio y lo besé en la mejilla. Por fin, él se suavizó y me abrazó sin poder evitarlo. Entonces, me miró a los ojos.

−No trabajes demasiado, Livvy. Es fiesta.

−¿Es que quieres que me lleve todos los regalos que te he traído?

Entonces se echó a reír con ganas y me abrazó de nuevo. Me susurró al oído:

−Acuérdate de lo que te he dicho.

La mayoría de las veces, cuando Patrick me abrazaba, yo me tomaba el abrazo como lo que era: una expresión física de afecto y amor entre dos amigos platónicos. Sin embargo, en algunas ocasiones percibía su olor, la colonia que yo le había regalado muchos años antes y que él nunca había dejado de usar, aunque ahora pudiera permitirse usar un perfume mucho más caro y lujoso. Ocasiones en las que sentía la presión de su cuerpo a lo largo del mío y tenía que cerrar los ojos y recordarme que debía soltarlo, y ocasiones en las que casi me resultaba imposible hacerlo.

Con esfuerzo, abrí los ojos, y me encontré con la mirada de Alex por encima del hombro de Patrick. Con aquel escrutinio como motivación, le di unas palmaditas en la espalda a Patrick y me alejé de él, con la esperanza de que no se me hubieran endurecido los pezones y se me notara a través de la camiseta, y con la esperanza de no estar tan ruborizada como creía, por el calor que notaba en la cara.

Patrick me agarró de la muñeca antes de que pudiera retirarme por completo.

−Quédate un poco más. Es domingo.

−Patrick…

Él no me soltó.

−Alex, dile a Liv que debería quedarse.

−Olivia. Deberías quedarte −dijo Alex con una sonrisa.

Yo también sonreí, pero me di la vuelta y le clavé el dedo índice a Patrick en un costado.

−Tengo una vida, Patrick.

−¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Meterte en ese apartamento frío y encerrarte con tus fotos? Es fotógrafa −añadió para información de Alex, y me devolvió el pinchazo en las costillas.

−Qué bueno. ¿Qué sueles fotografiar?

−¡De todo! −respondí yo por encima de mi hombro, mientras intentaba esquivar las cosquillas de Patrick.

Lo miré con dureza. La noche anterior me había advertido que no me acercara a Alex, y ahora me estaba pidiendo que me quedara a pasar el día. Sin embargo, yo tenía que trabajar en mi estudio, que no iba a limpiarse ni a pintarse solo, y que había estado descuidando desde que me lo había comprado, seis meses antes.

−Patrick…

−Vamos, Liv. Alex va a hacer tortitas −dijo él.

Yo miré a Patrick. Patrick miró a Alex. Y Alex… Alex me miró a mí.

−Sí, voy a hacer tortitas. Y se me da muy bien.

Yo tuve que admitir la derrota.

−Está bien, pero antes voy a ducharme, y no me importa si os quedáis sin agua caliente −le dije a Patrick, que sonrió como siempre sonreía cuando se salía con la suya.

En el piso de arriba me encontré con Teddy, que salía de su habitación.

−¿Te quedas?

−Sí. Pero solo un rato. Tengo que estar en casa esta noche.

Él se echó a reír.

−Deberías mudarte aquí, Liv. Así no tendrías que conducir tanto.

Yo puse los ojos en blanco.

−Tú eres igual de malo que él. Annville está a solo media hora de camino, por el amor de Dios.

−Pero es Annville.

−Pfff −dije yo, y agité una mano−. Voy a ducharme. Tengo entendido que en la cocina van a hacer tortitas.

Teddy se frotó el estómago.

−Ummm. Supongo que las hará nuestro invitado, y no nuestro amado Patrick.

Patrick jamás cocinaba.

−Sí. Eh, Teddy… −dije yo, apoyándome en el marco de la puerta de mi dormitorio−, ¿cuál es el misterio con él, de todos modos?

−¿Con Alex?

−Sí.

Teddy se encogió de hombros, y su sonrisa se hizo un poco tirante.

−Es amigo de Patrick. Necesitaba un lugar para dormir. Solo va a estar aquí unos días más. Es un chico agradable.

La respuesta quedó flotando entre nosotros, como si no debiera hablarse más de aquel tema. Y aquel tema era por qué pensaba Patrick que tenía derecho a influir en mi vida amorosa, en mi falta de vida amorosa, más bien. Me encogí de hombros, porque algunas preguntas no tienen respuesta.

−Voy a ducharme −dije, y Teddy me dejó para que pudiera hacerlo.

Cuarenta y cinco minutos después tenía el estómago lleno de tortitas, bacón, pavo y café del bueno, y estaba intentando patearle el trasero a Alex jugando a Dance Dance Revolution y fracasando estrepitosamente. Yo tenía el sentido del ritmo de Teddy, y estaba muy a la par con Patrick, pero Alex… él era una superestrella.

−Se me resbalan los pies de la plataforma de baile −me quejé entre jadeos.

−Yo voy a pasar al nivel avanzado −me dijo Alex con un brillo perverso en la mirada. Prácticamente se estaba frotando las manos y retorciéndose un mostacho imaginario−. Tú puedes quedarte en el básico.

No iba a rechazar aquella oferta.

−De acuerdo.

−Sabía que no debería haber dejado que empezarais a jugar −dijo Patrick desde el sofá, donde estaba leyendo una novela muy gruesa.

Al oír el tono afectuoso de su voz, lo miré, mientras Alex cambiaba de pantalla con el mando de la Wii. Patrick estaba tapado con una colcha, y había vuelto a concentrarse en su libro. Teddy había desaparecido; seguramente se había ido a jugar a los Sims a su dormitorio. Y Alex y yo estábamos jugando con la Wii. Era la perfecta imagen de la felicidad de un domingo ocioso; entonces, ¿por qué de repente me sentía tan… mal?

−¿Olivia?

Me giré hacia Alex y sonreí como pude.

−Sí, estoy lista.

Él ladeó la cabeza.

−¿Quieres que hagamos un descanso?

Patrick debió de percibir el tono de preocupación de Alex, porque volvió a alzar la vista.

−¿Qué pasa?

−Nada −dije yo−. Demasiadas tortitas. Venga, empecemos.