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Virginia Woolf

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Beschreibung

Virginia Woolf es reconocida como una de las escritoras más innovadoras del siglo XX. Autora de obras famosas como: Mrs Dalloway y To the Lighthouse, también fue una prolífica escritora de ensayos, diarios, cartas y biografías.  AL FARO, - To The Lighthouse - publicado en 1927, es unánimemente considerada, junto con Ulises de Joyce, la obra que cambió definitivamente el rumbo de la literatura occidental. Es un texto clave, una novela emblemática donde la autora explora su propio pasado familiar y vuelca aquellos interrogantes que siempre la inquietaron: la razón de la vida, el beneficio o la inutilidad de alcanzar una meta y la inevitable muerte. 

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Virginia Woolf

AL FARO

Título original:

“To the lighthouse“

1a edición

Isbn:

PREFACIO

Amigo Lector

Virginia Woolf (1882–1941) fue una escritora británica, autora de novelas, cuentos, obras teatrales y demás obras literarias; considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo y del feminismo internacional. Virginia Woolf es reconocida como una de las escritoras más innovadoras del siglo XX. Autora de obras famosas como: Mrs Dalloway y To the Lighthouse , también fue una prolífica escritora de ensayos, diarios, cartas y biografías.

Al Faro, - To The Lighthouse - publicado en 1927, es unánimemente considerada, junto con Ulises de Joyce, la obra que cambió definitivamente el rumbo de la literatura occidental. Es un texto clave, una novela emblemática donde la autora explora su propio pasado familiar y vuelca aquellos interrogantes que siempre la inquietaron: la razón de la vida, el beneficio o la inutilidad de alcanzar una meta y la inevitable muerte.

Una excelente lectura

LeBooks Editorial

PRESENTACIÓN

Adeline Virginia Woolf (con apellido de nacimiento Stephen, Londres, 25 de enero de 1882 - Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941), más conocida como Virginia Woolf, fue una escritora británica, autora de novelas, cuentos, obras teatrales y demás obras literarias; considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo xx y del feminismo internacional.

Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando: una biografía (1928), Las olas (1931), y su breve ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa frase «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción» Fue redescubierta durante la década de 1970 gracias a ese mismo ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, el cual expone las dificultades de las mujeres.

Biografía

Adeline Virginia Stephen nació en Londres en 1882. Su padre era el novelista, historiador, ensayista, biógrafo y montañero sir Leslie Stephen. Su madre, Julia Stephen, había nacido en la India, residencia que más tarde abandonó con su madre para trasladarse a Inglaterra, donde trabajó de modelo para los pintores prerrafaelitas como Edward Burne-Jones.7 Los padres de Virginia Woolf habían estado casados previamente y habían enviudado y, en consecuencia, el hogar tenía descendientes de los tres matrimonios. Leslie tenía una hija de su primera esposa, Minny Thackeray: Laura Makepeace Stephen, que fue declarada mentalmente incapaz y vivió con la familia hasta que fue ingresada en un psiquiátrico en 1891. Julia tenía tres hijos de su primer marido, Herbert Duckworth: George, Stella y Gerald Duckworth. Leslie y Julia tuvieron otros cuatro hijos juntos (contando a Virginia): Vanessa Stephen, Thoby Stephen y Adrián Stephen.

La joven Virginia fue educada por sus padres en su literario y relacionado hogar del número 22 de Hyde Park Gate, Kensington. Asiduos visitantes al domicilio de los Stephen fueron, por ejemplo, Alfred Tennyson, Thomas Hardy, Henry James y Edward Burne Jones. Aunque no fue a la escuela, Woolf recibió clases de profesores particulares y de sus padres. La eminencia de Sir Leslie Stephen como editor, crítico y biógrafo, y su relación con William Thackeray (el viudo de la hija menor de Thackeray), significaba que sus hijos fueron criados en un entorno lleno de las influencias de la sociedad literaria victoriana. Henry James, George Henry Lewes, Julia Margaret Cameron (tía de Julia Stephen) y James Russell Lowell — que fue el padrino honorífico de Virginia — se contaban entre los visitantes de la casa. Julia Stephen estaba igualmente bien relacionada. Descendía de una camarera de María Antonieta y provenía de una familia de famosas bellezas, que dejaron su impronta en la sociedad victoriana como modelos para los artistas prerrafaelistas y los primeros fotógrafos. Además, acompañando a estas influencias, estaba la inmensa biblioteca de la casa de los Stephen, de la que Virginia y Vanessa (a diferencia de sus hermanos, que recibieron una educación formal) aprendieron los clásicos y la literatura inglesa.

Juventud

Sin embargo, según las memorias de Woolf, sus recuerdos más vívidos de la infancia no fueron de Londres sino de St Ives en Cornualles, donde la familia pasó sus vacaciones de verano entre 1882 y 1894. La casa de veraneo de los Stephen, «Talland House», tenía vistas a la playa de Porthminster y al faro de Godrevy. (Todavía se alza en el mismo lugar, aunque en cierta medida alterada.) Recuerdos de esas vacaciones familiares e impresiones del paisaje (especialmente del faro de Godrevy) impregnaron la ficción que Woolf escribió en años posteriores, principalmente en Al faro.

Pronto padeció Virginia la primera de sus depresiones, con la repentina muerte de su madre, el 5 de mayo de 1895, cuando Virginia tenía tan solo trece años, y la de su medio hermana Stella dos años después, quien había tomado las riendas del hogar familiar tras la muerte de Julia Stephen, pero abandonó la casa paterna para casarse con Jack Hills y falleció durante la luna de miel, a causa de una peritonitis.

La muerte de su padre por cáncer en 1904 provocó un ataque alarmante en ella, por lo que fue brevemente ingresada. Sus crisis nerviosas y posteriores períodos recurrentes de depresión, según han sugerido los modernos eruditos (incluido su sobrino y biógrafo, Quentin Bell), estuvieron también influidos por los abusos sexuales que ella y su hermana Vanessa padecieron a manos de sus medio hermanos George y Gerald Duckworth (los cuales Woolf recordó en sus ensayos autobiográficos A Sketch of the Past y 22 Hyde Park 910. Las circunstancias exactas no se conocen bien, pero se cree que contribuyeron al problema psicológico que sufrió la autora: un trastorno bipolar. En su texto autobiográfico A Sketch of the Past, la propia Virginia Woolf solo aludió a estas desdichadas experiencias de forma velada, de acuerdo con la rígida moral de la época victoriana. Su biógrafa Hermione Lee escribió que: «Las pruebas son suficientes, pero también lo bastante ambiguas como para posibilitar interpretaciones psicobiográficas contradictorias, que presentan imágenes completamente diferentes de la vida interior de Virginia Woolf».

A lo largo de su vida, Woolf se vio acosada por periódicos cambios de humor y enfermedades asociadas. Y, aunque esta inestabilidad a menudo influyó en su vida social, su productividad literaria continuó con pocas interrupciones hasta su suicidio.

Círculo de Bloomsbury

Después de la muerte de su padre y de su segunda crisis nerviosa, Vanessa y Adrián vendieron el número 22 de Hyde Park Gate y compraron una casa en el número 46 de Gordon Square en Bloomsbury. Se estableció con su hermana Vanessa — pintora que se casaría con el crítico Clive Bel l – y sus dos hermanos en el barrio londinense de Bloomsbury, el cual se convirtió en centro de reunión de antiguos compañeros universitarios de su hermano mayor, entre los que figuraban intelectuales de la talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein — formación que sería conocida como el círculo de Bloomsbury —Tras estudiar en el King's College de Cambridge y en el King's College de Londres, Woolf conoció a Lytton Strachey, Clive Bell, Rupert Brooke, Saxon Sydney-Turner, Duncan Grant y Leonard Woolf. Varios miembros del grupo de Bloomsbury alcanzaron notoriedad en 1910 con el Engaño del Dreadnought, en el que Virginia participó disfrazada de un miembro de la familia real abisinia. Los artistas del grupo de Bloomsbury compartían ciertos criterios estéticos: mostraban cierto rechazo hacia la clase media alta a la que pertenecían, y se consideraban herederos de las teorías esteticistas de Walter Pater, que tuvieron resonancia a finales de siglo XIX. Dentro de este grupo hubo intensas relaciones intelectuales, pero también emotivas y personales. Formaron parte de él la pintora Dora Carrington y los escritores Gerald Brenan y Lytton Strachey, entre otros.

En 1912, cuando contaba treinta años, se casó con el escritor Leonard Woolf, economista y miembro también del grupo de Bloomsbury. A pesar de su bajo rango social y económico, Virginia se refirió a Leonard durante su compromiso como un «judío sin un céntimo», la pareja compartió un lazo muy fuerte.

De hecho, en 1937 Woolf escribió en su diario: «Hacer el amor, después de 25 años que no podemos tolerar el estar separados, ver que es un enorme placer ser deseado: una esposa. Y nuestro matrimonio tan completo». Los dos colaboraron también profesionalmente, fundando juntos en 1917 la célebre editorial Hogarth Press, que editó la obra de la propia Virginia y la de otros relevantes escritores, como Katherine Mansfield, T. S. Eliot, Sigmund Freud, Laurens van der Post y otros. La ética del grupo de Bloomsbury estaba en contra de la exclusividad sexual, y en 1922 Virginia conoció a la escritora y jardinera Vita Sackville West, esposa de Harold Nicolson. Después de un comienzo tentativo, sostuvieron una relación de amantes que duró la mayor parte de los años 1920.16 En 1928, Woolf regaló a Sackville-West la obra Orlando, una biografía fantástica en la que la vida del héroe epónimo abarca tres siglos y ambos sexos. Nigel Nicolson, hijo de Vita Sackville-West, la consideró «la carta de amor más larga y encantadora en la historia de la literatura» Después de que acabó su romance, las dos mujeres siguieron siendo amigas hasta la muerte de Woolf, en 1941. Virginia Woolf también permaneció estrechamente relacionada con sus hermanos supervivientes: Adrián y Vanessa; Thoby había muerto de tifus a los veintiséis años.

Carrera

Woolf comenzó a escribir profesionalmente en 1905, inicialmente para el Times Literary Supplement con una pieza de periodismo sobre Haworth, hogar de la familia Brontë, Su primera novela, Fin de viaje, fue publicada en 1915 por la editorial de su medio hermano, Gerald Duckworth and Company Ltd. En esta novela, como en Noche y día, la escritora ya se muestra dispuesta a romper los esquemas narrativos precedentes, pero apenas mereció consideración por parte de la crítica. Solo tras la publicación de La señora Dalloway y Al faro los críticos comenzaron a elogiar su originalidad literaria. En estas obras llaman ya la atención la maestría técnica y el afán experimental de la autora, quien introducía además en la prosa novelística un estilo y unas imágenes hasta entonces más propios de la poesía.

Desaparecidas la acción y la intriga, sus narraciones se esfuerzan por captar la vida cambiante e inasible de la conciencia.​ La obra de Woolf puede entenderse como un diálogo con Bloomsbury, particularmente su tendencia (informada por G.E. Moore, entre otros) hacia el racionalismo doctrinario.18​ Influida por la filosofía de Henri Bergson[cita requerida], Woolf experimentó con especial interés con el tiempo narrativo, tanto en su aspecto individual, en el flujo de variaciones en la conciencia del personaje, como en su relación con el tiempo histórico y colectivo. Así, Orlando (1928) constituye una fantasía libre, basada en algunos pasajes de la vida de Vita Sackville-West, en que la protagonista vive cinco siglos de la historia inglesa. Se distingue del resto de las novelas al intentar representar a una persona real, hacer «una biografía», como dice el subtítulo. En Las olas (1931) presenta el «flujo de conciencia» de seis personajes distintos, es decir, la corriente preconsciente de ideas tal como aparece en la mente, a diferencia del lógico y bien trabado monólogo tradicional, con lo que crea un ambiente de poema en prosa.

La última obra de Woolf, Entre actos (1941), resume sus principales preocupaciones: la transformación de la vida a través del arte, la ambivalencia sexual y la reflexión sobre temas del flujo del tiempo y de la vida. Es el más lírico de sus libros, escrito principalmente en verso.

Escribió asimismo una serie de ensayos que giraban en torno de la condición de la mujer, en los que resaltó la construcción social de la identidad femenina y reivindicó el papel de la mujer escritora. En Una habitación propia revela la evolución de su pensamiento feminista. Destacó a su vez como crítica literaria, y fue autora de dos biografías: una divertida recreación de la vida de los Browning a través de los ojos de su perro (Flush) y otra sobre el crítico Roger Fry (Fry). Asimismo, junto a E. M. Forster llegó a escribir una carta a varios periódicos ingleses sobre el efecto que la censura tenía sobre el ánimo de los escritores, a raíz del intento del Sunday Express de condenar la novela de temática lésbica El pozo de la soledad (The Well of Loneliness, en inglés), de Hall.

La obra novelística de Virginia Woolf recibió influjos de Marcel Proust, James Joyce, Dorothy Richardson, Katherine Mansfield y posiblemente de Henry James. Lo que le es realmente característico, lo que la hace prominente entre sus contemporáneos es precisamente que trató de hallar un camino nuevo para la novela, apartándose y dejando a un lado el realismo imperante y abandonando la convención de la historia, así como la tradicional descripción de los personajes.

Woolf siguió publicando novelas y ensayos, con éxito tanto de crítica como de público. Gran parte de su obra la publicó a través de la Hogarth Press. Ha sido saludada como una de las grandes novelistas del siglo xx y una de las más destacadas modernistas.

Woolf está considerada una de las grandes renovadoras del idioma inglés. En sus obras experimentó con el flujo de la consciencia y lo psicológico subyacente, así como con los motivos emocionales de los personajes. La reputación de Woolf declinó profundamente después de la Segunda Guerra Mundial, pero su eminencia fue restablecida con el auge de la crítica feminista en los años 1970.

Su obra fue criticada por reducirse al estrecho mundo de la intelectualidad inglesa de clase media. Algunos críticos juzgaban que carecía de universalidad y hondura, sin el poder de comunicar nada de relevancia emotiva o ética al desilusionado lector medio, cansado de los estetas de los años veinte. También la criticaron por antisemita, a pesar de estar felizmente casada con un judío. Este antisemitismo se saca del hecho de que ella a menudo escribió sobre personajes judíos con arquetipos y generalizaciones estereotipadas.

El creciente antisemitismo de los años veinte y treinta tuvo una influencia inevitable en Virginia Woolf. Escribió en su diario: «No me gusta la voz judía; no me gusta la risa judía». Sin embargo, en una carta de 1930 a la compositora Ethel Smyth, citada en la biografía de Nigel Nicolson Virginia Woolf, recuerda que presumía del judaísmo de Leonard confirmando sus tendencias esnobs: «Cómo odié casarme con un judío, menuda esnob que era, pues ellos tienen una inmensa vitalidad. En otra carta a su querida amiga Ethel Smyth, Virginia da una mordaz denuncia del cristianismo, apuntando a su «egotismo» con pretensiones de superioridad moral y afirmando que: «Mi judío tiene más religión en la uña de un pie, más amor humano, en un pelo».

Virginia y su esposo Leonard Woolf realmente odiaban y temieron al fascismo de los años treinta y su antisemitismo, sabiendo que ellos estaban en la lista negra de Hitler. Su libro de 1938, Tres guineas, era una censura al fascismo.

Fallecimiento

Durante toda su vida, Virginia sufrió una enfermedad mental hoy conocida como trastorno bipolar. Después de acabar el manuscrito de su última novela (publicada póstumamente), Entre actos, Woolf padeció una depresión parecida a la que había tenido anteriormente. El estallido de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de su casa de Londres durante el Blitz y la fría acogida que tuvo su biografía sobre su amigo Roger Fry empeoraron su condición hasta que se vio incapaz de trabajar.

El 28 de marzo de 1941 Woolf se suicidó. Se puso su abrigo, llenó sus bolsillos con piedras y se lanzó al río Ouse cerca de su hogar, donde se ahogó. Su cuerpo no fue encontrado hasta el 18 de abril.  Su esposo enterró sus restos incinerados bajo un árbol en Rodmell, Sussex.

En su última nota a su marido, escribió:

Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices, hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decir que todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiese haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que hemos sido tú y yo.

Interpretaciones modernas

Recientemente, los estudios sobre Virginia Woolf se han centrado en temas feministas y lésbicos en su obra, como en la colección de 1997 o ensayos críticos, Virginia Woolf: Lesbian Readings, edición de Eileen Barrett y Patricia Cramer. Más controvertidamente, Louise A. DeSalvo interpreta la mayor parte de la vida y carrera de Woolf a través de la lente del abuso sexual incestuoso que experimentó Woolf cuando era joven en su libro de 1989 Virginia Woolf: The impact of childhood sexual abuse on her life and work.

La ficción de Woolf también se estudia por su relación con los temas de neurosis de guerra, guerra, clase y la moderna sociedad británica. Sus mejores obras de no ficción, Una habitación propia (1929) y Tres guineas (1938), tratan acerca de las dificultades a que se enfrentan las escritoras e intelectuales porque los hombres tienen un poder legal y económico desproporcionado en relación con las mujeres, lo que perjudica su educación y su desarrollo integral en la sociedad de entreguerras.

El libro de Irene Coates Quién teme a Leonard Woolf: un caso por la cordura de Virginia Woolf asume la tesis de que el tratamiento que Leonard Woolf dio a su esposa fomentó su mala salud y al final fue el responsable de su muerte. La tesis, no aceptada por la familia de Leonard, ha sido ampliamente investigada y llena algunos de los vacíos en el relato habitual de la vida de Virginia Woolf. Por el contrario, el libro de Victoria Glendinning Leonard Woolf: A Biography, que tiene aún más amplia investigación y está apoyado en testimonios contemporáneos, argumenta que Leonard Woolf no solo apoyó ampliamente a su esposa, sino que le permitió vivir todo ese tiempo proporcionándole la vida y la atmósfera que necesitaba para vivir y escribir. Relatos del supuesto antisemitismo de Virginia (Leonard fue un judío secular) no solo se toman en su contexto histórico sino gravemente exagerados. Los propios diarios de Virginia apoyan este punto de vista del matrimonio de los Woolf.

Mientras Virginia Woolf vivía, se publicó al menos una biografía suya. El primer estudio autorizado de su vida lo publicó en 1972 su sobrino, Quentin Bell. En 1992, Thomas Caramagno publicó el libro: The Flight of the Mind: Virginia Woolf's art and maniac-depressive illness. La biografía de Hermione Lee Virginia Woolf (1996) proporciona un examen riguroso y fidedigno de la vida y obra de Woolf.

En 2001 Louise DeSalvo y Mitchell A. Leaska editaron: The letters of Vita Sackville-  West and Virginia Woolf. La obra de Julia Briggs, Virginia Woolf: An inner life, publicada en 2005, es el examen más reciente de la vida de Woolf. Se centra en los escritos de Woolf, incluyendo sus novelas y sus comentarios sobre el proceso creativo, para arrojar luz sobre su vida. El libro de Thomas Szasz My madness saved me: The madness and marriage of Virginia Woolf (ISBN 0-7658-0321-6) se publicó en 2006. La obra de Rita Martin Flores: No me pongan (2006), considera los últimos minutos de la vida de Woolf para debatir temas polémicos como la bisexualidad, el judaísmo y la guerra. Escrita en castellano, la obra fue interpretada en Miami con dirección de la actriz Miriam Bermúdez.

Novelas publicadas

Fin de viaje (The Voyage Out, 1915)

Noche y día (Night and Day, 1919)

El cuarto de Jacob (Jacob's Room, 1922)

La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925)

Al faro (To the Lighthouse, 1927)

Orlando (1928)

Las olas (The Waves, 1931)

Los años (The Years, 1937)

Entre actos (Between the Acts, 1941) Sobre el autor y su obra

Sobre Al Faro

Al Faro, - To The Lighthouse - publicado en 1927, es unánimemente considerada, junto con Ulises de Joyce, la obra que cambió definitivamente el rumbo de la literatura occidental. Y, naturalmente, también en la producción de Woolf. Es un texto clave, una novela emblemática donde la autora explora su propio pasado familiar y vuelca aquellos interrogantes que siempre la inquietaron: la razón de la vida, el beneficio o la inutilidad de alcanzar una meta y la inevitable muerte.

Durante una excursión a un faro, los miembros de la familia Ramsay se muestran al lector en toda su complejidad y se presentan enredados en una trama de sentimientos cruzados y contradictorios en la que la figura paterna ocupa un lugar central pero problemático.

I - LA VENTANA

1

Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno — dijo Mrs. Ramsay — Pero tendréis que levantaros con la alondra — agregó.

Estas palabras proporcionaron a su hijo una alegría extraordinaria, como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión con la que había aguardado este momento, que parecía haber tardado años y años, estuviese, tras la oscuridad de la noche, tras un día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya a los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los sentimientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así, desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de las emociones tiene el poder de hacer cristalizar y detener el momento sobre el que recae ya la pena, ya la exaltación, James Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del catálogo ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su madre hablaba, adornó el cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba el dibujo un halo de complacencia. La carretilla, la cortadora de césped, el sonido de los álamos, las hojas que blanqueaban antes de la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas, el rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan propios que les había dedicado un código personal, una lengua secreta; aunque él, por su parte, era la viva imagen del rigor, de la más inflexible seriedad: frente despejada, apasionados ojos azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la fragilidad humana; todo esto hacía pensar a su madre (mientras observaba cómo las tijeras seguían con cuidado el contorno del refrigerador), en los estrados, en visiones de togas rojas y armiños'; o en la responsabilidad de algún asunto a la vez delicado y de gran importancia, algo relacionado con alguna grave crisis de los asuntos públicos.

— Pero no hará bueno — dijo su padre, parado ante la ventana del salón.

Si hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cualquier otra arma con la que hubiera podido atravesarle el pecho, y haberlo matado en aquel mismo momento, James habría echado mano de ella. Tan desmesuradas eran las emociones que Mr. Ramsay despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco como hoja de cuchillo, cortante, con su sonrisa sarcástica; contento no sólo por el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos (creía James), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios. Decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por desagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la infancia que la vida es difícil, que con la realidad no se puede jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se extinguen nuestras más ardientes esperanzas, donde naufragan nuestras frágiles barquillas en medio de las tinieblas (aquí Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se convertían en rendijas dirigidas hacia el horizonte), lo que hace falta es, sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para conllevar los padecimientos.

— Pero puede que haga bueno, y confío en que haga bueno — dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojiza del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.

— Sopla de poniente — dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que el viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo vespertino por el jardín, de un lado para otro, y vuelta a empezar. Lo que quería decir es que el viento soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable que les refregara eso, y que hiciera que James se sintiera aún más desdichado; sin embargo, no les consentía que se rieran de él. El ateo, lo llamaban, el ateazo. Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él; hasta el viejo y desdentado Badger había intentado morderlo, porque era el joven número ciento diez (eso había dicho Nancy) que los había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de verdad les gustaba era estar solos.

— Bobadas — dijo Mrs. Ramsay, muy seria.

Aparte de una muy general tendencia a exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación (era verdad) de que invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos, y que tenía que hospedar a algunos en el pueblo, no podía soportar que nadie fuera descortés con los invitados, especialmente con los jóvenes, porque solían ser pobres de solemnidad; «qué gran talento», decía su marido; eran sus admiradores, e iban a pasar las vacaciones allí. A decir verdad, ella extendía su protección a todos los miembros del sexo opuesto; por razones que no sabría explicar, por su caballerosidad y valor, porque negociaban tratados, gobernaban la India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud hacia ella misma que no habría mujer que dejara de considerar halagüeña, una actitud que representaba algo en lo que confiar, algo infantil, reverencial; algo que una anciana podría aceptar por parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha — ¡al cielo rogaba que no fuera ninguna de sus hijas! — que, en lo más íntimo de su ser, no supiera apreciar esto en su verdadero valor, en todo lo que implicaba.

Se volvió con severidad hacia Nancy.

— No los había perseguido — dijo, lo habían invitado. Tenía que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber algo más sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba en el espejo, y se veía el pelo gris, las mejillas hundidas, los cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho las cosas mejor: su marido, el dinero, los libros de él. Pero, por su parte, ni por un segundo se arrepentía de las decisiones que había tomado, tampoco eludía las dificultades, ni se demoraba en el cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era formidable; y sólo en la intimidad de su conciencia, levantando la mirada de los platos, después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad acerca de Charles Tansley, se atrevían sus hijas Prue, Nancy, Rose  a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran responsables exclusivas, acerca de una vida enteramente diferente de la de ella; quizá en París; una vida más animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en todas sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la deferencia, la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio de la India, las sortijas y los encajes; aunque para todas ellas había en todo esto algún componente fundamental de la belleza, algo que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones infantiles, y que, sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les hacía honrar aquella extraña severidad, aquella cortesía tan perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie de un pobre para lavarlo), cuando las amonestaba con tanto rigor por lo del desdichado ateo que los había perseguido — hablando con propiedad, a quien habían invitado  hasta la isla de Skye.

— Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro — dijo Charles Tansley, dando palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente, había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el «individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.

A veces ni ella podía contener la risa.

Algo había dicho ella acerca de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borrascoso, había respondido Charles Tansley.

— ¿No se ha calado hasta los huesos? — había dicho ella.

— Algo húmedo, no calado — había respondido Mr. Tansley, pellizcando la manga, tocando los calcetines.

Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una exposición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera gustar a cualquiera.

Desaparecían de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban de comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus dormitorios, sus fortalezas en una casa en la que no había ninguna otra intimidad para hablar de nada o de todo: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las habitaciones de los áticos, separadas por una delgada pared que permitía oír las pisadas con toda claridad, y permitía oír también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de cáncer en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los palos de críquet, los pantalones de franela, los sombreros de paja, los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los cráneos de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de algas adornadas como con puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a sal y algas, que también se hallaba en las toallas, ásperas de la arena de la playa.

Porfías, divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más íntimo de cada uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se lamentaba Mrs. Ramsay. ¡Sus hijos!, eran tan críticos. Decían tantas tonterías. Salió del comedor, llevaba a James de la mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse diferencias, le parecía una tontería muy, muy grande; ya era bastante diferente la gente sin necesidad de hacer más grandes las diferencias de lo que eran. Las diferencias de verdad, pensaba, junto a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas, demasiado. En aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y pobres, superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a contrapelo, su respeto, porque también corría por sus venas sangre de aquella noble, aunque algo legendaria, casa italiana, cuyas hijas, repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX, habían ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y todo su ingenio, aspecto y temperamento procedían de ellas, y no de las indolentes inglesas, ni de las frías escocesas; pero el otro problema lo rumiaba con más detenimiento: ricos y pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a diario, aquí o en Londres, cuando visitaba a esa viuda, o iba en persona a ver a aquella esposa luchadora, con la cesta bajo el brazo, con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en columnas cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el empleo y el paro, con la esperanza de dejar de ser una ciudadana particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que curase su curiosidad, y se convirtiese en aquello que su mente nada adiestrada más admiraba: en una investigadora, en alguien que se ocupara de resolver en serio los problemas sociales.

Problemas irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mientras llevaba a James de la mano. La había seguido hasta el salón, el joven ese del que se reían; estaba junto a la mesa, enredando con algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de mirar. Se habían ido todos los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, Mr. Ramsay, se habían ido todos. De forma que se volvió con un suspiro y dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr. Tansley?» Tenía que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos cartas, tardaría unos diez minutos; tenía que ponerse el sombrero. Diez minutos más tarde, con la cesta y el sombrero, ahí estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada, preparada para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al pasar por el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que tomaba el sol con los ojos entornados, amarillos ojos de gato, que al igual que los de los gatos parecían reflejar el movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de ninguna clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.

Porque se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose. Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», dijo, detenida junto a él. Pero no, no necesitaba nada. Tenía las manos cruzadas sobre la espaciosa panza, parpadeó, como si hubiera querido corresponder a su amabilidad (era seductora, aunque algo nerviosa), pero fuera incapaz, hundido como estaba en una somnolencia verde gris en la que incluía a todos, sin necesidad de palabras, en un vasto y benévolo letargo de buenas intenciones, y en el que cabía toda la casa, todo el mundo, porque había dejado caer en el vaso, a la hora del almuerzo, unas gotas de algo que, según los niños, explicaba la presencia de las brillantes hebras de color amarillo canario de la barba y el bigote, los cuales eran, si no se contaban esas hebras, blancos como la leche. No necesitaba nada, susurró.

Habría sido un gran filósofo, decía Mrs. Ramsay, ya en la carretera, camino del pueblo pesquero, pero se había casado mal. Llevaba la negra sombrilla muy derecha, y se movía con el indescriptible aire de esperar algo, como si fuera a encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina; le contó la historia: hubo algo con una muchacha en Oxford, se casó demasiado pronto, eran pobres, tuvo que irse a la India, tradujo algo de poesía, «algo muy hermoso, según creo», quería enseñar a los niños persa o hindi, pero ¿para qué?; después, ya lo había visto, tumbado ahí sobre la hierba.

Se sentía halagado; acostumbrado a las humillaciones, le agradaba que Mrs. Ramsay le contara cosas como ésta. Charles Tansley revivió. Como había dado la impresión, además, de que consideraba favorablemente la grandeza de la inteligencia del personaje, incluso en su decadencia, y de que no le parecía mal la sumisión de toda esposa — no es que ella echara la culpa a la muchacha, había sido un matrimonio feliz, según ella — al trabajo de su marido, todo ello le había hecho sentirse más reconciliado consigo mismo que nunca anteriormente; y le habría gustado, si hubieran alquilado un carruaje, por ejemplo, haber pagado la carrera. Pero estaba esa bolsa tan pequeña, ¿le permitiría llevarla? No, de ninguna manera, había respondido, ¡siempre la llevaba ella! También ella estaba contenta. Sí, lo notaba. Sentía él muchas sensaciones, pero había algo que de forma particular lo agitaba y perturbaba, sin saber por qué: le gustaría que ella lo viera, con birrete y muceta, en una procesión académica. Un puesto de profesor, una cátedra... se sentía con fuerzas para cualquier cosa, se veía ya... pero ¿qué miraba? Un hombre que pegaba un cartel. La inmensa hoja que batía el viento se alisaba poco a poco, y cada golpe de la escobilla revelaba nuevas piernas, aros, caballos, deslumbrantes colores rojos y azules, todo perfecto; hasta que media pared estuvo cubierta con el anuncio del circo: un centenar de jinetes, veinte focas malabaristas, leones, tigres... Acercó la cabeza, era algo corta de vista; leyó que iban «a actuar en el pueblo». Es muy peligroso, exclamó, que un manco suba a una escalera de éstas; dos años antes le había amputado el brazo izquierdo una segadora mecánica.

— Vayamos todos! — dijo, avanzando, como si tanto jinete y tanto caballo la hubieran llenado de gozo infantil, y le hubieran hecho olvidar su piedad.

— Vayamos — dijo él, repitiendo las palabras, con un raro tartamudeo que le hizo mirar sorprendida. «Vayamos al circo». No. No lo decía bien. No sabía expresarlo de forma adecuada. Pero ¿por qué no?, se preguntaba, ¿qué le ocurría? En este momento a ella le caía muy bien. En su infancia, preguntó, ¿no lo habían llevado al circo? Nunca, respondió él, como si le hubieran hecho la pregunta a la que precisamente quena responder, como si durante todos estos días hubiera estado deseando decir que en su infancia no había ido nunca al circo. Su familia era muy grande: nueve, contando hermanos y hermanas; su padre era un trabajador. «Mi padre es farmacéutico, Mrs. Ramsay.» Tuvo que pagarse todo desde los trece años. En invierno, más de una vez había tenido que salir sin abrigo. En la universidad nunca pudo «corresponder a las invitaciones» (fueron éstas sus adustas y secas palabras). Todo lo suyo tenía que durar el doble que lo de los demás; fumaba el tabaco más barato, picadura, la que fumaban los viejos del puerto. Trabajaba mucho: siete horas al día; se dedicaba ahora a estudiar la influencia de algo sobre alguien; echaron a andar de nuevo; Mrs. Ramsay no seguía muy bien lo que decía, sólo algunas palabras de vez en cuando... tesis... puesto de profesor... profesor agregado... catedrático. Ella no conocía la fea jerga académica, que tenía tan cadenciosas resonancias, pero se dijo que ahora sí que se daba cuenta de por qué lo de ir al circo lo había abatido tanto, pobrecito, y por qué había salido al momento con lo de su padre, su madre, hermanos y hermanas; ya se encargaría ella de que no se rieran más de él, tenía que decírselo a Prue. Lo que de verdad le habría gustado a él, se imaginó, quizá sería poder decir que había ido a ver a Ibsen con los Ramsay.

Era un pedantón, un pelmazo insoportable. Estaban ya en la calle mayor del pueblo, los carros traqueteaban sobre el adoquinado, pero él seguía hablando sobre becas, la enseñanza, los obreros, lo de ayudar a los de nuestra propia clase, y sobre las clases en la universidad, hasta que ella calculó que ya había recobrado toda la confianza en sí mismo, y se le había olvidado lo del circo, y (volvía a gustarle) estaba a punto de decirle... Pero las casas se alejaban en direcciones opuestas, salieron al muelle, y se extendió la bahía ante su mirada; Mrs. Ramsay, ante el enorme cuadro de agua azul, no pudo evitar exclamar: «¡Ah, qué hermoso!» El blanco Faro, lejano, austero, se hallaba en medio; a la derecha, hasta donde alcanzaba la mirada, desvaídas e incesantes, con delicados pliegues, se veían las dunas de verde arena, con sus flores silvestres sobrevolándolas, que parecían correr perpetuamente hacia algún deshabitado país lunar. Ésta era la vista que su marido amaba, dijo, deteniéndose, mientras sus ojos se volvían aún más grises.

Hizo una breve pausa. Pero ahora, esto estaba lleno de artistas. A decir verdad, a pocos pasos había uno de ellos, con sombrero de paja, zapatos amarillos, grave, tranquilo, absorto; diez niños lo contemplaban; la cara redonda y roja expresaba un íntimo contento, miraba fijamente, y, después de mirar, mojaba el pincel, introducía la punta en una blanda protuberancia verde o rosa. Desde que Mr. Paunceforte estuvo allí, hacía tres años, todos los dibujos eran así, dijo ella, verde y gris, con barcas de pesca de color limón, y con mujeres vestidas de rosa en la playa.

Pero los amigos de su abuela, dijo ella, mirando con discreción al pasar, tenían más dificultades: para empezar, tenían que mezclar ellos mismos los colores, y los molían, después los colocaban bajo paños húmedos, para mantenerlos frescos.

Supuso que quería que él se diera cuenta de que el dibujo de ese señor era convencional, ¿se decía así?; ¿que los colores no eran consistentes?, ¿es así como había que decirlo? Bajo la influencia de aquella extraordinaria emoción que había ido ganando fuerza durante el paseo, que había nacido cuando, todavía en el jardín, él le había pedido que le dejara llevar la bolsa, que había madurado en el pueblo, cuando quiso contarle toda su vida; bajo esa influencia estaba empezando a verse a sí mismo y a toda su sabiduría como si en el conjunto hubiera alguna leve imperfección. Era algo muy, muy extraño.