Al límite. Rush - Saskia Roy - E-Book

Al límite. Rush E-Book

Saskia Roy

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Beschreibung

Lena Aden llegó a Los Ángeles para triunfar como escritora. Cinco años después, sigue persiguiendo su sueño y preguntándose si ha llegado el momento de volver a empezar. Nico Laurent es campeón mundial de Fórmula 1 y el soltero más deseado del mundo. Está acostumbrado a conseguir siempre a la mujer que quiere, y ahora ha decidido que quiere a Lena. Tras su primera noche juntos, Lena no puede quitarse a Nico de la cabeza. Organiza un segundo encuentro y, de repente, se ve arrastrada a un mundo embriagador de coches rápidos, fiestas y dinero. Lena nunca había sido tan temeraria... y le gusta. Está claro que la pasión entre Lena y Nico es innegable. Y tan candente que alguien se va a quemar... Los lectores han dicho: «Devoré este libro en dos días... Es apasionante». «Me encanta cómo esta historia celebra las relaciones que elevan emocionalmente a las mujeres».

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Seitenzahl: 388

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

Al límite. Rush

Título original: Rush

© Saskia Roy 2024

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, María del Carmen Romero Valiña

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: HQ

Imagen de cubierta: © Shutterstock

 

ISBN: 9788410641471

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

Para Jackie.

Gracias por los buenos momentos

Capítulo 1

 

 

 

 

Lena Aden sacó el montón de correo húmedo de su pequeño buzón. Separó los folletos empapados y los menús de pizza, despegándolos para revisar entre ellos. Los Ángeles no estaba preparado para lidiar con un día de lluvia. Nada que ver con Londres, su ciudad natal, que, a pesar de su clima constantemente lluvioso, no se inmutaba ante las tormentas. Los Ángeles, en comparación, se sentía húmeda y malhumorada, desviada de su ritmo natural.

Tiró los folletos en una caja de cartón que había en una esquina del vestíbulo. Un pesado sobre color crema se le escapó de las manos y cayó al suelo mojado. Su corazón dio un vuelco cuando vio el logotipo: tres elegantes letras en azul que deletreaban el nombre de la mejor agencia de guionistas de Hollywood, WME. Lo recogió con cuidado y se reprendió en silencio por emocionarse tanto. Iba a ser una mala noticia. Por supuesto que lo sería. Recibía cartas de rechazo con regularidad, pero aun así se atrevía a soñar. Si eso no estuviera permitido en aquella ciudad, bueno, entonces no quedaría nadie en Los Ángeles. Deslizó un dedo bajo el sello y lo abrió con cuidado. Podría ser el momento clave que cambiara su vida y quería recordar los detalles. Tocó el papel del interior: grueso y de gran calidad. Seguramente no lo desperdiciarían en una carta de rechazo, ¿no?

Ese era el problema de querer triunfar. Como un pretendiente enamorado, veía señales en cualquier pequeño detalle: «Me miró después de ese remate, así que debo de ser yo quien le gusta», o «Añadió un emoji de beso, así que seguramente significa que está interesado». Lena sacó la carta y se permitió imaginar las palabras: «Nos ha encantado tu guion, nos ha encantado tu guion, nos ha encantado tu guion». Como si pudiera hacer aparecer por arte de magia la respuesta que tanto necesitaba.

Contuvo la respiración y leyó:

 

Aunque nos ha gustado mucho, lamentamos comunicarle que no nos sentimos lo suficientemente convencidos como para poder ofrecerle nuestra representación en este momento. Debido al volumen de propuestas que recibimos, no podemos realizar comentarios individuales.

 

El aire en sus pulmones se hizo pesado por la decepción. Había que ser fuerte para triunfar en aquella ciudad, pero ser rechazado dolía. Cada vez que le decían que no era lo suficientemente buena, algo se tensaba dentro de ella, notaba una ansiedad que le recordaba: «Dijiste cinco años. Cinco años y luego te irías». Cuando se había mudado a Los Ángeles a los veinticinco años, había jurado que no pasaría su trigésimo cumpleaños en su piso de mala muerte. Si no lo había logrado para entonces, se había prometido, regresaría al Reino Unido con el rabo entre las piernas y haría el máster de Derecho que la esperaba allí. Faltaban cinco meses para que se cumpliera el plazo, y no era solo una fecha marcada al azar. Lena tenía una plaza en la prestigiosa LSE[1], pero su beca solo se podía pedir si eras menor de treinta años. Si las cosas no cambiaban pronto, tendría que rendirse y volver. La idea del desdén de su madre por todos esos años desperdiciados y la silenciosa suficiencia de todos sus viejos amigos le llenaba el estómago de pavor.

Rompió la carta y la tiró a la basura, luego la miró con tristeza, paralizada por ese sentimiento.

—Lena —llamó una voz detrás de ella.

Se volvió y encontró a su compañera de piso en el vestíbulo, sacudiéndose la lluvia del pelo.

—Hola. ¿Qué haces aquí? ¿No se suponía que tenías trabajo?

Johanna chasqueó la lengua.

—El fotógrafo no ha aparecido, ese maldito cocainómano, así que nos han mandado a casa. Ni siquiera nos van a pagar, joder.

—Oh, mierda. Lo siento.

Johanna le quitó importancia con un gesto. Se acercó a Lena y la agarró del brazo amistosamente.

—¡Oye! Tengo un plan para esta noche. ¿Vienes?

Lena suspiró. Johanna, que era modelo, recibía frecuentes invitaciones a eventos y fiestas. Llegaba a casa cada noche y se las ofrecía a Lena como un puñado de margaritas: un estreno de cine, una gala benéfica o el lanzamiento de un bolso de lujo. Esa noche se celebraba una fiesta «Sé tú mismo» de Gucci, probablemente en alguna mansión blanca y anodina con vistas a las colinas. Dejarse ver formaba parte del trabajo de Johanna y a menudo persuadía a Lena para que la acompañara, al menos hasta que encontraba a alguien más que conociera.

—No puedo. Tengo que estar en el Aston.

Johanna frunció los labios. Aunque tenía veintisiete años, aún parecía una adolescente, un hecho que la mantenía trabajando a pesar de ser prácticamente geriátrica en la industria de la moda.

—Vamos —insistió Johanna—. Tienes a tu equipo de compañeros allí. Simplemente escápate y ven conmigo.

—No voy a hacer eso.

—Bueno, ¿a qué hora terminas? —preguntó con petulancia.

Lena miró su reloj para asegurarse de que no llegaría tarde.

—Trabajo de seis a ocho. Ya lo sabes.

—Vale, pues olvida lo de Gucci. ¿Qué tal la fiesta de TAG Heuer? Empieza a las ocho, pero no se animará hasta las diez como mínimo.

Lena dudó.

—Hemos salido mucho últimamente.

—¿No es por eso por lo que te mudaste a Los Ángeles? —dijo Johanna, con tanto dramatismo que uno podría pensar que era actriz.

Lena la envidiaba por todas las cosas que ella no era: divertida, espontánea, despreocupada. La gente hablaba de juventudes malgastadas, pero Lena había tenido una juventud sin gastar, demasiado ocupada manteniendo el estricto código moral de su educación conservadora. Los Ángeles debía ser su antídoto, así que, cuando Johanna dijo esas palabras, lo sintió como una corrección: un recordatorio de por qué había ido allí hacía cinco años, dejando atrás una carrera moribunda como escritora free lance para probar suerte en el escenario y la pantalla. Todos le habían comentado que Los Ángeles era distinto; no tan clasista como Londres, donde su título en Literatura Inglesa de una universidad de rango medio era menospreciado.

—¿Y?

—De acuerdo —cedió Lena, levantando las manos.

—¡Oh, genial! —Johanna adoptó un falso acento inglés y aplaudió delicadamente.

Lena puso los ojos en blanco.

—Entonces, ¿nos vemos aquí a las ocho y cuarto?

—Sí, necesitaremos tiempo para arreglar… —Hizo un gesto hacia el atuendo de Lena: unos vaqueros viejos y una camiseta gris amplia—. Lo que sea que es esto.

—De acuerdo —dijo Lena con buen humor y se dio la vuelta para irse.

—Oh, y una cosa más —llamó Johanna justo cuando Lena llegaba al umbral.

Se volvió, manteniendo la puerta abierta con el codo.

—¿Sí?

—Habrá muchos solteros disponibles allí, así que tenemos que aumentar el factor sexi.

Lena negó con la cabeza, pero luego rio mientras la puerta se cerraba tras ella.

 

El Teatro Aston era un viejo edificio decrépito que parecía estar en la costa equivocada: de ladrillo rojo neoyorquino y balcones curvos de hierro. El año 1922 estaba impreso en letras negras y difuminadas sobre la puerta con paneles, anunciando que el teatro tenía cien años. Una mancha oscura recorría las tuberías y el frontón sobre una ventana estaba desportillado. Necesitaba una renovación con urgencia, pero el Aston era un teatro comunitario y la financiación para la cultura era ferozmente disputada. El cine y la literatura habían sido un salvavidas para muchos cuando el mundo se había detenido durante dos años, pero el arte aún se consideraba un lujo; algo que hacían los niños pijos en lugar de estudiar Derecho, Medicina o Dirección de Empresa. Eso no era del todo erróneo, por supuesto. Las artes estaban llenas de jóvenes cuyos padres dirigían tal o cual banco o tal o cual grupo empresarial. Lena, en cambio, provenía de la pobreza y le enfermaba pensar que lo que más amaba en el mundo —escribir— probablemente la seguiría manteniendo en la misma condición. Johanna y ella podían subirse en Ubers para ejecutivos vestidas con alta costura prestada y fingir que vivían la gran vida, pero cuando volvían a casa lo hacían a un piso oscuro y pequeño. Estaba tan cansada de vivir así, tan decidida a hacer que algo sucediera. No podía seguir así. Sabía que era demasiado fácil que cinco años se convirtieran en diez, o quince, y, antes de darse cuenta, sería una de esas mujeres de setenta años saltando por el teatro comunitario, con sus ambiciones frustradas tan ruidosas y obvias como las extravagantes pulseras que tintineaban en su muñeca. No, esos cinco meses eran su última oportunidad.

Al abrir la puerta del teatro, el olor a serrín y bergamota la golpeó. Entró en la sala de escritores, que en realidad era un armario de escobas glorificado. Olía a cerrado y húmedo después de la lluvia primaveral por sorpresa.

—Bueno, resuelve esto por nosotros, Lena —dijo Ahmed, un hípster de veinticuatro años cuya barba a menudo se confundía con una religiosa—. Mejor detective de ficción. ¿Sherlock Holmes o Poirot?

—Ninguno de los dos —respondió Lena con cara de burla—. Obviamente es Colombo.

—¡¿Cómo hemos podido olvidar a Colombo?! —preguntó Gloria tras chasquear los dedos. Una cuarentona importada de Miami, tenía la piel curtida que se arrugaba cuando hablaba.

—Yo creo que es Holmes —opinó Ahmed.

Gloria chasqueó la lengua con desdén y los dos comenzaron a discutir mientras Lena conectaba su portátil. Esperaban a Brianna, la líder de su variopinto grupo. Formalmente, cada uno tenía su rol —Brianna, la directora; Ahmed, el audiovisual; Lena, la escritora; y Gloria, la diseñadora de escenografía y vestuario—, pero todos colaboraban por necesidad. Su financiación era escasa y cada uno se llevaba a casa un salario bajo con poco margen para personal extra.

Brianna entró a zancadas y se sentó a la cabecera de la mesa. Tenía unos cincuenta y tantos años y un aire de autora seria: boca apretada y ceño fruncido. Ahmed y Gloria a menudo la imitaban en secreto, pero todos le tenían un profundo respeto. Era aguda e incisiva, y no temía controlar los egos cuando era necesario. Hoy parecía especialmente tensa.

—Bien, chicos, tengo noticias. —Cuadró los bordes del guion frente a ella—. Me temo que hemos perdido nuestra financiación de Mogford. —Su tono formal bajó un poco, revelando inquietud debajo—. Han tenido un par de años terribles y están recortando actividades benéficas.

Lena sintió una punzada de ansiedad. El Aston ya estaba al borde del abismo. Perder a su mayor mecenas seguramente los haría caer.

Brianna se aclaró la garganta:

—Obviamente, esto no es bueno para el teatro, pero tenemos opciones. Vamos a solicitar financiación de emergencia, aunque no está garantizada. Así que… —Cogió aire de forma audible, dándose ánimos—. Tenemos que darlo todo con Por favor, entiende. Si no genera beneficios, estaremos de verdad en la cuerda floja.

Lena se crispó. Por favor, entiende era su primera obra de teatro completa. Ponerla bajo tanta presión resultaba excesivamente abrumador. La obra era una pieza para dos actores con una niña de once años aún por elegir que hacía como traductora para su padre inmigrante que no hablaba inglés. La niña, una aspirante a futbolista llamada Hana, ayudaba a su padre en una cita médica y sus desafíos asociados. Estaba orgullosa de su papel y a la vez intimidada por el mismo, encogiéndose visiblemente cuando no entendía una palabra como «quiste». Hana hablaba al público sobre los miedos y frustraciones de tener que desenvolverse con el NHS[2] y el HMRC[3] en un idioma que su padre no podía entender. La obra era un homenaje al East London de la infancia de Lena y a las personas con las que creció. Era lo mejor que había escrito, pero encargarle la tarea de salvar el teatro parecía un fracaso seguro.

—Pero no dejemos que eso nos distraiga —dijo Brianna, golpeando la mesa con los nudillos—. Tenemos trabajo que hacer, así que hagámoslo. —Señaló el guion y buscó una escena en la que Hana se enfrentaba a unos agentes judiciales.

El equipo trabajó con diligencia, pero su camaradería tenía un aire forzado, como si ellos mismos estuvieran leyendo un guion. A mitad de la velada, después de su tercera taza de café, Brianna negó con la cabeza como si estuviera perdiendo una discusión consigo misma.

—Creo que tenemos un problema, chicos. —Dio unos golpecitos al guion—. Me ha estado molestando todo el tiempo y creo que necesitamos arreglarlo. Ahora mismo, nuestra chica, Hana, está hablando al público en inglés y la idea es que su padre no puede entenderla, pero ¿por qué él no puede ver al público? Parece demasiado artificial. ¿Podemos encontrar una forma de hacerlo de manera más natural?

Ahmed frunció el ceño.

—Pero los actores rompen la cuarta pared todo el tiempo.

—Sí, pero como una pausa en la acción. Aquí, sucede en paralelo a la acción; entonces, ¿por qué el padre no se da cuenta?

Lena vio el problema al instante. Algo en la estructura también le había molestado y Brianna acababa de señalar el problema. Durante la siguiente hora, trabajaron en ello sin éxito. Justo cuando se acercaban al final de la sesión, Lena tuvo una idea.

—¿Y si Hana está hablando con su padre?

Brianna frunció el ceño.

—Pero él no puede entenderla.

—Eso está bien. Tal vez él está intentándolo, o quizá le está siguiendo la corriente. Tal vez piensa que su hija está siendo traviesa o tonta, pero en realidad está expresando todas esas frustraciones sobre las que no puede ser honesta, así que le habla en inglés para no herirlo. Ella hace un trabajo de adulto y tiene que pensar en cosas de adultos.

Brianna lo consideró un momento, luego esbozó una sonrisa poco habitual en ella.

—Eso podría funcionar. Es simple pero elegante. —Se rio un poco, sorprendida por la solución—. En realidad, es una idea brillante.

Lena sonrió, reconfortada por el elogio. Había días, tantos días, en los que dudaba si realmente era buena. Cuando has intentado todo durante tanto tiempo y solo has recibido rechazo, resulta difícil no culparte a ti misma. Esas pequeñas semillas de elogio eran apenas suficiente sustento.

—Creo que lo vamos a lograr, chicos. —El ánimo de Brianna se elevó—. Creo que vamos a salvar este gran lugar.

Lena sintió un estremecimiento de esperanza. Tal vez ese sería su entrada a las grandes ligas. Había ido a Los Ángeles para hacer grandes cosas. Todavía le quedaban cinco meses de margen, quizá por fin estaba en camino de conseguir su objetivo.

 

 

Johanna alisó su vestido ajustado de color naranja óxido, se le amoldaba a la figura y hacía que su cabello rubio pareciera fuego. Por lo general, Lena se sentía desgarbada junto a su etérea compañera de piso, pero en aquella ocasión se sentía femenina; quizá incluso sexi. Entre las dos, habían conseguido meter su cuerpo en una de las tallas de muestra de Johanna y, aunque al principio parecía imposible, al final resultó que el vestido le quedaba perfecto. La seda verde parecía líquida sobre su piel. Las aberturas en la cintura exponían su piel de tono bronceado y el escote asimétrico mostraba su hombro y clavícula. Llevaba su cabello oscuro recogido en un moño suelto mientras que la mano experta de Johanna había acentuado sus rasgos: sus ojos parecían más grandes, sus delicados pómulos más afilados, sus sutiles cejas más oscuras. Lena se maravilló de lo que un vestido caro y unos buenos tacones podían hacer. Tal vez esa noche pudiera estar a la altura para variar.

—¿Vamos a llegar tarde? —preguntó Lena, mirando su reloj—. Ya son las nueve y media.

—Relájate. Esta fiesta durará toda la noche. —Johanna rodeó la cintura de Lena con un brazo—. Estás jodidamente espectacular.

Lena puso los ojos en blanco.

—Sí, hasta que me pare junto a ti y tus amigas modelos.

—Déjate de falsa modestia.

Lena aceptó el halago con un gesto tímido y se apoyó en su amiga.

—Gracias por llevarme contigo. —A menudo se quejaba de aquellas salidas, pero, si no fuera por Johanna, podría haber caído en la soledad. En Los Ángeles, parecía que todos tenían más amigos que tú y que se divertían más con ellos.

Johanna pidió un Uber y ambas bajaron las escaleras con cuidado. El ascensor no funcionaba, como de costumbre. Fuera, Lena sintió la humedad, a pesar de que la lluvia hacía tiempo que se había evaporado del pavimento. Mientras esperaban el coche, dos hombres se detuvieron cerca. Ambos medían alrededor de un metro ochenta, eran atléticos y estaban sudorosos como si acabaran de salir de una cancha de baloncesto.

—Buenas noches, señoras —dijo uno de ellos, el más musculoso de los dos.

—Buenas noches, chicos —respondió Johanna con una sonrisa y un toque de diversión.

Los hombres se irguieron ante las posibilidades. Lena sabía lo fácilmente que Johanna hacía eso, pero aún se asombraba del efecto de apenas dos palabras de sus labios.

—¿Adónde vais?

—A una fiesta —respondió Johanna, todavía sonriendo. Eso era lo suyo. Era divertida y directa; nada de ese coqueteo de «no te gustaría saberlo», o hacerse la interesante y distante. Era abierta sobre el hecho de que le gustaba la atención.

El segundo hombre miró a Lena.

—Soy Jake y este es Ben —se presentó. El ligero temblor en su voz la hizo sonreír de forma instintiva y vio cómo él reaccionaba.

Quizá ella también lo tenía, fuera lo que fuese. Solo que no podía activarlo a voluntad. La educación conservadora de Lena significaba que siempre era demasiado rígida y cautelosa para el tira y afloja del coqueteo sin esfuerzo.

—¿Dónde es la fiesta? —preguntó Ben.

—En las colinas. Es algo de la industria.

—¿Podemos ir?

Johanna rio, un sonido juguetón y adolescente.

—Me temo que no, chicos, pero espero que disfrutéis de vuestra noche.

—¿Me das tu teléfono? —se aventuró Ben.

Johanna lo pensó unos segundos.

—Mejor: dame el tuyo y veremos adónde nos lleva eso.

Mientras los dos coqueteaban, Jake se volvió hacia Lena:

—Vaya, él se me ha adelantado. Si ahora te pido tu número, parecerá que le estoy copiando.

Lena levantó una palma.

—Oh, lo siento, solo estoy de paso.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? Me encantaría enseñarte la ciudad.

—Oh, no te preocupes —respondió ella de manera evasiva.

Jake le dedicó una mirada tímida.

—Valía la pena intentarlo, pero supongo que una chica como tú no le dedicaría ni un segundo a un tipo como yo.

—No, sí lo haría —dijo Lena—. Te dedicaría un segundo.

Los otros dos se quedaron en silencio en ese mismo momento y miraron con curiosidad. Leyó el mensaje en la cara de Johanna. «Chica, en serio necesitas mejorar en tu manera de ligar».

Su Uber tocó el claxon, interrumpiendo la conversación.

—Llámame —pidió Ben a Johanna.

Ella le mostró una sonrisa cautivadora y subió al Uber.

Lena levantó una mano torpe hacia Jake.

—Que pases una buena noche —le deseó Lena, levantando una mano a modo de despedida hacia Jake y frunciendo los labios con pesar.

Se metió en el coche y la puerta se enganchó con el cinturón de seguridad. Lo liberó y cerró de nuevo. Luego, el Uber se alejó rápidamente.

—¿«Te dedicaría un segundo»? —repitió Johanna—. Por favor, dime que era algo erótico.

Lena soltó una risa sardónica.

—Ja, ojalá.

Johanna la observó.

—¿De verdad?

Lena se encogió de hombros.

Johanna se inclinó para mirarla a los ojos.

—Haces ese tipo de comentarios a menudo, pero, desde mi punto de vista, podrías tener lo que quisieras cuando se trata de tipos como Jake.

—Solo bromeaba.

—¿Seguro? —insistió Johanna—. Lena, viniste a Los Ángeles para triunfar y divertirte, y odio decirte esto, pero parece que no estás haciendo ninguna de las dos cosas. Sé que lo del guion es difícil, jodidamente difícil, pero divertirse no lo es.

—No lo entiendes.

—Pues explícamelo. Siempre dices «no lo entiendes» y no, no lo entiendo porque, gracias a Dios, mis padres eran hippies que me dijeron que me acostara con quien quisiera, así que, explícamelo.

Lena tragó saliva.

—Crecer en mi familia fue como… un adoctrinamiento. Está muy arraigado en mí. Intento, de verdad que lo intento, relajarme y divertirme, pero no es algo tan simple como la voz de mi madre en mi cabeza, sino mi creencia, mi propia y profunda creencia, de que si dejo que un hombre tome lo que quiere, entonces no me respetará. Que yo no me respetaré.

—¿Así que te avergüenzas a ti misma?

Lena exhaló.

—Sí, supongo que sí. —Esperaba que Johanna fuera superficial, que le dijera que necesitaba acostarse con alguien, pero en su lugar le apretó la mano con fuerza.

—Lena, tienes un tiempo limitado para divertirte y luego, ¡pum!, se acabó. Tienes que superar esa mierda medieval.

—Tienes razón —asintió Lena, pero ¿podría realmente deshacerse de años de condicionamiento en busca de diversión?

—Por supuesto que tengo razón, joder. —Johanna besó la mejilla de su amiga y luego le limpió la marca del pintalabios.

Se instalaron en un silencio agradable mientras el coche serpenteaba por la noche de Los Ángeles y ascendía hacia las colinas.

 

 

Un fuerte chapoteo cortó la música cuando un hombre saltó completamente vestido a la piscina. Lena observó con fingida diversión, tratando de parecer tranquila. Johanna había sido acaparada por sus colegas modelos, dejando a Lena sola. Se dijo a sí misma que debía socializar, pero en su lugar se mantuvo en la periferia. Temía acercarse sin querer a alguien famoso y parecer una groupie. Apuró su cóctel y se dirigió de nuevo al bar, un bloque blanco de plástico plantado en el enorme jardín.

Pidió otro mojito, gritando para hacerse oír por encima del retumbante bajo. Era pesado e insistente y vibraba en su cráneo. Con la copa en la mano, se alejó del bar, de vuelta a la seguridad de una pared. Pronto, como en cualquiera de esas fiestas, un hombre de mediana edad se le acercó. Plantó sus manos a ambos lados de ella, encerrándola. Aunque casi tenía treinta años, aún no había aprendido el sutil arte de mandar a un hombre a la mierda. Lo entretuvo educadamente mientras apuraba su bebida. Cuando por fin su vaso estuvo vacío, lo levantó como un arma.

—Voy a por otro —anunció, agachándose bajo su brazo y alejándose deprisa antes de que pudiera ofrecerse a acompañarla.

Dejó la copa en una bandeja que pasaba y entró a buscar un baño. Subió una escalera de mármol blanco y se escabulló por el pasillo, no del todo segura de que los invitados fueran bienvenidos allí arriba. Vio una puerta abierta que daba a un balcón. Estaba orientada al lado opuesto de la fiesta, a un cuidado jardín de rosas en lugar de las colinas de Hollywood. Atravesó la puerta hacia la noche templada, respirando aliviada. Allí, la fiesta estaba amortiguada: no era una bestia rugiente, sino algo suave y doméstico. Una nube de mosquitos danzaba alrededor de las guirnaldas de luces en el jardín, por lo demás vacío. Se inclinó para observarlas y se permitió relajarse.

Algo se movió en su visión periférica, sobresaltándola. La sombra allí se aclaró tomando la forma de un hombre. Se había aflojado la corbata y tenía la energía nerviosa y enfadada de alguien que detestaba llevar traje. Sus ojos se encontraron y ella percibió… ¿desprecio?

—Lo siento —se disculpó Lena por instinto—. Puedo irme.

—Está bien —dijo él con apenas un encogimiento de hombros.

Ella intentó discernir su acento. Americano con un marcado toque europeo, pero no podía precisar de dónde. Lo estudió…

Él bajó la mirada a la piel expuesta de su cintura, pero luego la apartó, lánguidamente, casi aburrido.

A él le molestó su presencia, pero no lo demostró. Lena se dio la vuelta, fingiendo indiferencia, pero notó su piel extrañamente hormigueante. Dejó que el silencio se asentara, decidida a no esforzarse por crear un ambiente cómodo.

—Dios, cómo odio estas cosas —soltó él, frotándose la cara con una mano.

A Lena le sorprendió su franqueza.

—Pueden ser un poco excesivas —opinó ella, avergonzándose de su propia banalidad.

Lena le echó otro vistazo. Había algo familiar en su rostro: la barba incipiente, el pelo oscuro, la mandíbula fuerte y la energía agresiva. Entrecerró los ojos, tratando de ubicarlo. Entonces, le llegó: era Nico Laurent, un piloto de Fórmula Uno, campeón del mundo del año anterior y aparente heredero del gran Lewis Hamilton. Todo encajó. No era de extrañar que fuera tan arrogante.

Él notó que lo había reconocido y se encogió de hombros a medias. «¿Y qué si lo soy?». Lena mantuvo el contacto visual para demostrarle que no estaba nerviosa, pero cuando su mirada se intensificó, sintió que su piel se sonrojaba. Una sonrisa asomó a sus labios, más genuina ahora. Estaba disfrutando de su incomodidad. Lena deseaba desesperadamente limpiarse el labio superior. Podía sentir el sudor acumulándose allí. En su lugar, se apoyó contra el balcón y observó los mosquitos danzantes. Podía sentir a Nico observándola, pero se negó a mirarlo. Después de un momento, lo sintió acercarse más. Su proximidad la hizo sentir inestable y se aferró a la balaustrada. Él esperó y, cuando ella siguió sin mirarlo, dio un paso más detrás de ella. Su presencia zumbaba como un campo magnético y Lena permaneció muy quieta, atenta a cada uno de sus movimientos. Podía sentir el calor de él muy cerca. Con su torso contra la espalda de ella, él pasó uno de sus nudillos a lo largo de la costura abierta de su vestido, apenas rozando su piel. Su toque la puso rígida. Añadió un segundo nudillo, provocando pequeños jadeos en su respiración. Se acercó más en una embriagadora mezcla de cigarrillo y whisky y deslizó su mano bajo la abertura. Presionó el hueco de su ombligo con la punta de un dedo. El cuerpo de Lena reaccionó, recomponiéndose bajo su toque. Débilmente, su conciencia protestó. No podía dejar que hiciera aquello. ¿Acaso pensaba que cedería minutos después de conocerlo?

—Si quieres que pare, di rojo —dijo él en voz baja, tan cerca de su oído que los mechones sueltos de su cabello se movieron.

Trazó un camino por su estómago y descendió entre sus piernas. Lena se tensó, pero un pequeño gemido escapó de sus labios. Con suavidad, rozó con el pulgar la fina tela de su ropa interior. Lena presionó contra él, sintiéndose humedecer. Nico emitió un sonido en su oído —un gruñido bajo, como una advertencia—. Colocó un brazo alrededor de su cintura, inmovilizándola. La fuerza de su agarre la hizo estremecer. Presionó su cuerpo contra ella, firme e insistente, y pudo sentir por la tensión en su torso que intentaba contenerse. Lena se movió contra sus dedos, necesitando más de él. La acarició, aún sin tocar piel con piel, hasta que ella empezó a temblar. Y de repente, de una forma cruel, se retiró. Lena gimió disgustada y se volvió hacia él buscándolo. Entonces, la besó. Un beso largo y lento que la hizo tambalearse. Sintió su erección y se presionó contra ella. Nico gruñó y buscó formas de acceder a su piel. Pero cuando encontró la cremallera en la espalda de su vestido, Lena se apartó de él.

—Espera —le pidió.

Quería un lugar más discreto. Él bajó la cremallera del vestido y tiró de él por el hombro. Lo bajó de un tirón y le dejó al descubierto el sujetador. Sus pezones se veían a través del tejido negro transparente y Nico exhaló ante tal visión. Apartó la tela y tomó su pecho desnudo en su boca. El placer fue instantáneo e inmenso. Lena se sintió ingrávida, mareada de incredulidad. Cuando Nico se apartó, los sentidos de ella resurgieron brevemente.

—Espera —le dijo ella. Intentó mantenerlo a distancia, pero él le agarró las manos y se las inmovilizó a su espalda, rodeando sus muñecas con los dedos con suma facilidad. Su boca sobre su piel se volvió hambrienta, con los dientes al descubierto por el deseo. Lena se retorció para alejarse de él—. Nico, espera.

El cuerpo del él se tensó y se apartó brevemente para mirarla a los ojos.

—Escucha. Di rojo si quieres que me detenga.

La respiración de Lena era rápida y superficial. Se tomó un momento para calmarse, luego asintió.

—Di la palabra —indicó Nico—. En voz alta.

—Rojo —respondió Lena, temblando.

Nico la estudió detenidamente.

—¿Estás bien?

—Sí.

Al oír esa palabra, su claridad se desvaneció de nuevo, dando paso a un instinto más primario. Se inclinó y tomó el pezón de ella en su boca, con las manos de Lena aún sujetas por una de las suyas. Había agresividad en su contacto, pero sabiendo que tenían esa palabra —«rojo»—, Lena le dejó tomar el control. Él le bajó el vestido con brusquedad y ambos oyeron cómo se rasgaba. El sonido encendió algo dentro de él y le agarró el cabello con el puño, tirando hasta rozar el dolor. Cuando no aflojó, ella intentó apartarse, pero él la retuvo con facilidad. Se bajó la cremallera y Lena se dio cuenta de que pretendía follarla allí mismo en el balcón.

—Nico, espera.

—No puedo esperar —dijo él, en voz baja y urgente.

Su necesidad de ella era embriagadora y Lena forcejeó contra él, añadiendo más calor al momento. Cuando no pudo retenerla, la levantó sobre el balcón —con una caída de dos pisos detrás de ella—. Lena se aferró a él por instinto. Nico sonrió, satisfecho, y la inclinó hacia atrás para provocar su pánico. Ella gritó y se agarró a su camisa. Él le subió el vestido y, cuando puso los dedos entre sus piernas, comprobó que Lena estaba empapada. Luego se llevó los dedos a los labios y los lamió, haciéndola temblar. Ella se aferraba a él, su cuerpo anhelante de deseo y mezclado con el miedo. Nico se colocó contra ella y, tras un extraordinario momento de quietud, se introdujo dentro de ella. La inclinó hacia atrás para que no pudiera resistirse, para que se aferrara a él todavía más. Se movió dentro de ella y Lena se sintió poseída por él, completamente bajo su control, y no solo por dónde la tenía, sino por lo que estaba dispuesta a dejarle hacer: despojarla por completo de su autocontrol. Se sometió y dejó que su cuerpo tomara el mando. Se arqueó contra él, gritando mientras se movía dentro de ella. Sintió cómo aumentaba la presión y, justo cuando estaba a punto de llegar al clímax, Nico se apartó. Lena gritó incrédula. Estaba excitada y necesitaba desesperadamente explotar. Él presionó la punta de su miembro contra ella, sin penetrarla, frotándolo contra ella, haciéndola temblar. La sensación era demasiado intensa y ella se arqueó contra él, dejándose llevar. Nico frotó con más fuerza y sus fluidos le empaparon el miembro hasta que, finalmente, dichosamente, y con algo parecido al delirio, ella llegó al orgasmo: una explosión que llenó su visión de estrellas. Nico emitió un sonido profundo y estremecedor y volvió a penetrarla. Esa vez fue brusco, arañando su nuca y embistiendo profundamente mientras su cuerpo se mecía adelante y atrás. Lena sintió cómo se formaba otro orgasmo y se movió a su ritmo más rápido y frenético. Los gemidos de él quedaron enterrados en su cuello hasta que, finalmente, llegó al clímax con un rugido gutural. Ella lo sintió profundamente dentro mientras los brazos de Nico la rodeaban con tanta fuerza que le hacía sentir dolor.

Hasta que de repente el cuerpo de él se relajó, la adrenalina lo abandonó. Se desplomó contra ella, con la cabeza presionada contra su cuello. Su jadeo se ralentizó hasta convertirse en un murmullo y el calor de su cuerpo irradió hacia el de ella. Lo abrazó y, cuando él finalmente se apartó, Lena se sintió extrañamente desamparada. Nico se subió la cremallera y apoyó la cabeza en la pared del balcón, cruzando los brazos como almohada. Su pecho subía y bajaba y ella lo observaba con atención. Él empezó a reír. Era un sonido de liberación, de alivio, de libertad.

Enderezándose, él inclinó la cabeza hacia el cielo nocturno y rio con abandono. Lena esperaba a que la mirara. Nico se ajustó la chaqueta y, por un momento terrible, ella pensó que se iría sin que lo hiciera. Pero cuando se guardó la corbata en el bolsillo, por fin la miró. Lena se sintió cohibida con su cuerpo expuesto. Él se acercó y le acarició suavemente la nuca, luego se inclinó y la besó. La agresividad lo había abandonado y el beso fue suave, tierno, impresionante. Se encontró con sus ojos azul hielo e instintivamente contuvo la respiración. Le apartó un mechón de cabello que se había soltado de su moño y se acercó a su oído, su aliento cálido en el pliegue de este.

—Gracias —dijo él apoyando la cabeza en su hombro brevemente. Y con una sonrisa en los labios, se dio la vuelta y se alejó, atravesando las puertas dobles para regresar a la fiesta de abajo.

Lena se quedó observando su estela, aturdida por una oleada de emociones: la conmoción por su marcha, el escozor del orgullo herido, pero también una sensación de euforia, de haberse liberado por completo de algo, de haber recibido un regalo: libertad, ligereza e incluso alegría.

Las piernas le empezaron a temblar y se desplomó en el suelo. Allí se sentó a recuperar el aliento, sintiendo la noche fresca a su alrededor. Tardó mucho en recomponerse: en abrocharse el sujetador, en subirse el vestido, en calmar los latidos de su corazón. Vio que el desgarro del vestido había hecho la abertura más profunda, pero no de manera notoria. Se pasó las manos por el pelo y se lo recogió en un moño con la ayuda de su reflejo en un cristal iluminado por la luna. Solo cuando se vio recompuesta sintió ganas de llorar, como si su cuerpo supiera que podía estar en desorden físico o mental, pero no ambos al mismo tiempo. Parpadeó rápidamente, esperando que el nudo en la garganta cediera. Cuando lo hizo, se aventuró de vuelta a la casa y se adentró en un baño del pasillo superior.

Allí se aseó y se examinó. Se miró fijamente en el espejo. Se había acostado con Nico Laurent. O, para ser más exacto, Nico Laurent se había acostado con ella, no a la fuerza, pero rozando ese límite. Magenta en lugar de rojo. Sostuvo ese pensamiento como una piedra, lo inspeccionó en busca de bordes afilados y lo encontró plano y liso. La verdad era que lo había deseado. Lo deseaba. Quería que él se acostara con ella. Y ahora que lo había hecho, lo quería de nuevo.

«Así que eso es lo que se siente», se maravilló. Desear algo —desear a alguien— con tanta intensidad que anulaba el pensamiento consciente. Allí, de pie frente al espejo, echó la cabeza hacia atrás y recordó la risa de Nico. Un sonido alegre y despreocupado que casi la hizo llorar de alegría.

Cuando la risa cesó, se revisó una última vez y salió al pasillo. Volvió abajo y recorrió la estancia con la mirada en busca de Nico. Cuando un conocido le sujetó del codo, ella se zafó con gracia y se movió por la habitación, buscando la figura atlética de Nico. Ensayó mentalmente lo que le diría. «¿Podemos…? ¿Quieres…? Necesito… Por favor…».

Media hora después, le quedó claro que Nico había abandonado la fiesta. La euforia de Lena dio paso a otra cosa: un hastío oscuro y pesado. Se quedó a un lado, bebiendo champán para ahogar su decepción. Una mano le rozó el hombro y ella se dio la vuelta, segura de que sería él. En su lugar, encontró a Johanna.

—Lena, ¿dónde has estado? ¡Te he estado buscando! —Johanna estaba a punto de echarle la bronca, pero algo cambió en su rostro—. ¿Estás… bien?

—Sí —respondió Lena con una sonrisa radiante.

Johanna la estudió.

—¿Ha pasado algo?

Lena se encogió de hombros.

—Ojalá —dijo entre risas.

El ceño de Johanna se alisó, volviendo a la camaradería habitual.

—Escucha, me voy a casa con Harry. —Levantó una mano para acallar a su amiga—. Ya sé, ya sé, pero es puramente un acuerdo de negocios.

Normalmente, Lena protestaría. El ex de Johanna, Harry, la trataba como basura, pero esa noche no tenía energía para discutir.

—Vale.

Johanna arqueó una ceja sorprendida.

—¿Estarás bien para volver a casa?

—Sí.

—Genial. —Johanna le dio un beso en la mejilla—. Nos vemos mañana.

Lena vio a su amiga desaparecer entre la multitud. Escaneó la sala una última vez y luego salió con resignación a esperar su taxi. De repente sintió frío y se estremeció con el aire nocturno.

Un Prius blanco se detuvo y el conductor preguntó:

—¿Lena?

—Sí —respondió ella, introduciéndose en el vehículo.

—¿Qué tal ha ido la noche?

—Bien, gracias.

El conductor percibió su estado de ánimo y se quedó callado. Salió por el largo camino de entrada. Mientras aceleraba, ella notó una figura solitaria al borde del jardín de rosas, mirando hacia la oscuridad. Lo reconoció de inmediato y casi instó al conductor a detenerse. Se imaginó corriendo por la grava. «¿Podemos…? ¿Quieres…? Necesito… Por favor…». En su lugar, vio cómo su silueta se hacía más pequeña y finalmente desaparecía.

1 London School of Economics, prestigiosa universidad británica especializada en ciencias sociales y economía. (Todas las notas son del editor).

2 Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, encargado de proporcionar atención médica gratuita en el punto de uso.

3 Agencia del Gobierno británico encargada de la recaudación de impuestos y la regulación aduanera.

Capítulo 2

 

 

 

 

El sol le calentaba los párpados, cálido y hormigueante, casi doloroso. Se despertó un poco y se dio cuenta de que no había bajado las persianas. La luz se filtraba en el pequeño dormitorio cuadrado y se reflejaba en el suelo de madera. Debía de haber bebido más de lo planeado la noche anterior. Un recuerdo se aclaró en su mente y se despertó de golpe, sentándose erguida.

Se había acostado con Nico Laurent. Se había acostado con el campeón mundial de Fórmula Uno Nico Laurent. Minutos después de conocerlo. Su estómago revoloteó y le vino todo de golpe: la sensación de su piel contra la suya, sus músculos marcados bajo las mangas, la ferocidad bajo la superficie. Su fuerza e insistencia, el sonido de él perdiendo el control.

Lena se tapó la boca con las manos y, entonces, empezó a reír. Realmente había sucedido. A ella. Sacudió la cabeza y se dejó caer sobre la almohada. Agarró las sábanas con los puños y gritó de alegría. Era la primera vez en su vida que tenía una aventura de una noche. Sintió algo salvaje y eléctrico en la base del estómago. Una sensación de posibilidad, de promesa. «¿Es esa Lena quien podría llegar a ser yo? ¿Una mujer que no se preocupa por las consecuencias? ¿Que no está agobiada por la vergüenza anticipada? ¿Una mujer impulsiva, despreocupada, libre?». Mantuvo ese pensamiento en su mente como si fuera una delicada flor, reacia a mirarla demasiado de cerca por temor a romper el hechizo.

Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, donde el café ya estaba preparándose. Johanna estaba en el sofá, deslizando el dedo por su iPad.

Lena entrecerró los ojos al verla.

—Pensé que te quedabas en casa de Harry.

—Yo también. —Johanna dejó su tablet—. Me pidió un Uber después.

Lena gruñó.

—Joder. ¿Estás bien?

Johanna puso los ojos en blanco.

—Sí, estoy bien. Es un imbécil, pero vale la pena… —Hizo un gesto obsceno con los dedos.

Lena hizo una mueca, pero se rio.

—Eres incorregible.

—Si incorregible significa alguien que se corrió cinco veces anoche, ¡entonces sí lo soy!

Lena se sirvió un café y se sentó en un taburete.

—En ese caso, yo soy medio incorregible —dijo mirando a Johanna a los ojos.

A su amiga le llevó un momento entender lo que quería decir, y entonces los ojos se le abrieron de par en par.

—Ni de coña.

—Pues sí —dijo Lena. El escalofrío de rebeldía la hizo sentirse bien.

—¿Con quién? —exigió saber Johanna, saltando del sofá para unirse a su compañera en la barra de desayunos.

Lena frunció los labios con discreción.

—¡Vamos! ¡Dímelo!

Lena bebió un sorbo de café y lo dejó lentamente.

—¡Venga! —insistió Johanna.

Lena intentó contener su sonrisa, hacerse la interesante, pero la risa estalló.

—Vale, probablemente lo conozcas, o al menos hayas oído hablar de él.

Johanna bailoteó con impaciencia.

—¡Dímelo! No, espera, no me lo digas. Déjame adivinar… —Johanna estaba acostumbrada a que sus amigas se acostaran con hombres famosos y sabía ser discreta—. Dime que fue con Jon Hamm.

Lena se rio.

—No.

—¿Timothée Chalamet?

—¡No! ¿No tiene como diecinueve años?

—Diecinueve años de pura bondad sin grasa.

Lena se rio de nuevo.

—Oh, Dios, ¿no será Shia LaBeouf?

—No. Fue con un deportista.

Los ojos de Johanna se redondearon.

—¿No sería Nico Laurent?

Lena sonrió con timidez.

—¡Dios mío! ¡Es el soltero más codiciado de todo el puto mundo! —exclamó Johanna con alegría—. ¿Cómo demonios lo conseguiste? Es muy reservado.

—Simplemente sucedió.

—¿Cómo? —preguntó Johanna entornando los ojos—. ¿Resbalaste, caíste y aterrizaste sobre su polla? ¡Quiero detalles!

Lena se regodeó por ser el centro de atención. Todas sus anécdotas más interesantes provenían de otras personas y ahora, por fin, era ella quien provocaba gritos de asombro.

—Vale, subí para tomar aire —comenzó—. Acabé en un balcón en la parte trasera de la casa. No sabía que había alguien allí, pero entonces vi algo moverse en la oscuridad.

Lena relató la noche, reteniendo deliberadamente los detalles hasta que Johanna suplicó por ellos. Se deleitó con la historia, vistiéndola como si fuera un abrigo de piel exótico.

Los ojos de Johanna se agrandaron mientras escuchaba, alternando entre el asombro y la alegría.

—Dios mío, qué noche —dijo su amiga cuando Lena terminó—. ¿Y te divertiste? —preguntó ladeando la cabeza.

—Fue increíble.

—Bien, de acuerdo. —Johanna exhaló—. Por un momento, parecía que te estaban haciendo un Me Too.

Me Too: el lenguaje que las mujeres usaban para lidiar con la brutalidad; para transformar la furia intensa con algo calmado y manejable. Pero la noche anterior no había sido eso. Nico le había dado una clave para detenerlo —rojo—, pero ella había querido por un momento ser alguien diferente; alguien que tomaba el placer cuando se le ofrecía y que no se avergonzaba de darlo también a cambio.

—No —dijo Lena—. Nada de eso.

—Vale; entonces, ¿cómo terminó?

—Me dio un beso espectacular y se fue. Me aseé y volví abajo.

—¿Quieres volver a verlo? —Johanna hizo un gesto obsceno tras la pregunta.

Lena lo pensó unos segundos.

—Bueno, no diría que no. —Estuvo tentada de imitar el gesto de Johanna (la lengua entre dos dedos), pero no pudo—. Probablemente sea mejor dejarlo como algo de una noche.

—De acuerdo, bueno, avísame si cambias de opinión. Estoy segura de que mi agencia podría ponernos en contacto.

La idea provocó un escalofrío en el pecho de Lena, pero lo reprimió.

—No, está bien. No todo tiene que ser algo a largo plazo.

Johanna esbozó una sonrisa feliz.

—Bienvenida a Los Ángeles, Lena —dijo Johanna, con una gran sonrisa.

—Gracias. ¡Es un placer estar aquí al fin! —respondió Lena entre risas.

 

 

La semana siguiente tuvo un extraño efecto opiáceo. Lena se sentía ligera y tranquila. El mundo no se había derrumbado, las llamas del infierno no se habían alzado para reclamarla y, lo más significativo, se sentía en paz con la rapidez con que Nico la había hecho someterse. Lo ocurrido aquella noche la hacía sentir como si llevara una capa mágica, dotándola de una confianza —quizá incluso sensualidad— que nunca antes había tenido. Caminaba por las calles con un aire de seguridad que hacía que los demás se detuvieran a mirarla. Se regodeaba en ello, con una sonrisa oculta en los labios, imaginando que cualquiera que la observara desearía ser partícipe de su secreto.

Sin embargo, al acercarse el fin de semana, ese nuevo vigor se tornó amargo. Lena se distraía en las reuniones de guion, se ponía irritable con Johanna, impaciente con el calor de Los Ángeles. Cuando llegó allí por primera vez, era algo que le encantaba de esa ciudad —el sol siempre presente—, pero las estaciones que nunca cambiaban alargaban el tiempo, creando la sensación de que nada se movía. En realidad, no se trataba del clima en absoluto, sino de algo más preocupante. Lena sabía que no debía hacer aquello. No debía obsesionarse, pero no podía mentirse a sí misma. Deseaba desesperadamente ver a Nico de nuevo. Quería su mirada fría sobre ella y verla transformarse en lujuria. Quería hacerle perder el control, tal como él había hecho con ella. Pensar en él era algo compulsivo, como una herida que no podía dejar de tocar.

El viernes por la mañana, entró sin prisa a la cocina, aún vestida con un camisón y unos shorts de Desmond & Dempsey que Johanna había descartado porque le quedaban demasiado grandes.