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Después de una ruptura que la deja sin certezas, Pilar toma una decisión que desafía toda lógica y cruza el mundo para encontrarse con Nicolás, un hombre al que solo ha conocido de manera virtual. Lo que parece un acto impulsivo pronto se transforma en una historia de deseo, valentía y transformación. En Nueva Zelanda —una tierra donde la belleza es tan salvaje como el alma que busca sanar—, el amor se vuelve una fuerza tan poderosa como impredecible. Entre paisajes sagrados, Pilar se enfrenta a sus miedos, a su historia y a una verdad que empieza a revelarse desde adentro. Es una historia de empoderamiento, deseo y libertad, con una voz femenina potente, irónica y profundamente sensible. A veces, lo que empieza como una locura es solo el comienzo de una nueva forma de amar.
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Seitenzahl: 304
Veröffentlichungsjahr: 2025
MILAGROS CASTRO SALA
Castro Sala, Milagros Al otro lado del Pacífico / Milagros Castro Sala. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6653-9
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Prólogo
1. Haere mai
2. Aroha
3. Whakarerea
4. Manawanui
5. Whenua
6. Manuhurī
7. Te whaiaro
8. Rā whānau
9. Ngaro
10. Whakaaria
11. Whakapuaki
12. Whakatūwhera
13. Tautoko
14. Whakarere atu
15. Hokinga mahara
16. Te taukumekume
17. Huringa
18. Tūtaki
19. Ngākau maroke
20. Petipeti
21. Manawanui
22. Whakataka
23. Wairua ngaro
24. Kua riro i te hau
25. Whānau anō
26. Aroha hou
Epílogo
El amor muchas veces me ha llevado al abismo, pero es ahí donde descubrí la forma de volar.
Vincent Van Gogh.
A mi corazón por no rendirse.
A mi piel por recordar lo que mi mente quiso olvidar.
A mis pies por seguir caminando, incluso cuando no sabían hacia dónde.
A mi familia, que no siempre entendió, pero nunca dejó de estar.
A mi abuela, que con sus silencios y sus gestos me enseñó a amar sin pedir permiso.
A mi mamá, por su fortaleza disfrazada de sostén.
A mi papá, por enseñarme que uno puede irse del mundo de alguien sin dejar de amarlo.
A mis amigas del alma, por los abrazos, los audios eternos y los “yo te entiendo” cuando ni yo me entendía.
A quienes me dijeron que estaba loca por elegir el amor sobre lo seguro. No tenían razón, y gracias por eso.
A quienes me cuidaron sin saberlo.
A quienes aparecieron y también a quienes se fueron.
A Nueva Zelanda por recibirme con los brazos abiertos y con un idioma que no era el mío, pero una paz que sí.
A cada piedra del camino, a cada avión perdido, a cada lágrima derramada con miedo, con rabia o con amor.
Y a vos, que quizás nunca leas esto, pero fuiste el inicio de todo.
Este libro es un puente entre la mujer que fui y la que me animé a ser.
Gracias por leerme. Gracias por sentir conmigo.
LOS HECHOS Y/O PERSONAJES DE ESTE LIBRO NO SON REALES. PERTENECEN A UNA FICCIÓN. CUALQUIER SEMEJANZA CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA.
El destino se encarna en el recuerdo de aquello que no pudo ser, el tiempo pasa, las arrugas aparecen y ese sentimiento de angustia tan desbordante se transformó en un alivio. Alivio de haberte olvidado.
Alivio de haberme encontrado...
10000 km más de distancia, de amor y de odio, un año de un mundo recorrido puedo decir que conocerte fue sin lugar a dudas el mejor viaje de mi vida donde no solo te encontré, amé y solté, sino también me encontré. Y eso, eso te lo voy a agradecer por siempre, aunque nuestra felicidad esté por caminos distintos y lo celebro con todo mi corazón.
Hay amores que nacen para ser efímeros, que llegan e irrumpen en la vida y entran tan profundo que no se sale igual.
El tiempo nos dio la razón. Nos enfrentó con lo peor de nosotros y reivindicó la palabra amor.
Gracias por enseñarme que en la vida no se trata de grandes hazañas sino de la constancia de los pequeños actos.
Gracias por ser la puerta hacia el mejor año de mi vida.
Hoy festejo elegir mejor.
¿Puede un amor romperte tanto al medio que te obligue a rearmar las piezas y volver a conocerte?
¿Puede un gran amor empujarte a los brazos del verdadero amor de tu vida?
La primera pregunta es el trabajo de este último año que no estas... Año donde me encontré, me perdoné y por sobre todas las cosas aprendí a amarme libre, a sentirme orgullosa de cada una de las partes que quedaron conmigo, a no sentir vergüenza de lo que soy y por sobre todo a elegir un andar más genuino y liviano.
La segunda, prometo responderla en las próximas páginas que escriba...
Adiós para siempre, este es mi humilde homenaje a un gran punto y aparte en mi vida.
Ojalá que disfrutes estas páginas llenas de aventuras, ternura, pasión, locura (de la buena) y un océano de distancia entre dos corazones que vencieron la barrera del tiempo y el espacio.
A los lectores:
Que este libro les recuerde que el amor es la medida de todas las cosas existentes, perderse a veces es la única manera de encontrar tu verdadero camino.
No se puede amar sin amarse.
Somos nuestra felicidad.
Nuestro propio hogar.
Se recomienda leer este libro escuchando la siguiente playlist...
Y si les gusta un vaso de whisky también...
Buenos Aires, 24 de julio de 2021
El silencio entre nosotros era ensordecedor.
Lo que alguna vez había sido una relación llena de promesas y proyectos en común, ahora a apenas era una sucesión de rutinas vacías. Cinco años. Cinco años de construir algo juntos, y sin embargo, todo se estaba desmoronando frente a mis ojos, sin que ninguno de los dos pudiera, o quisiera, detenerlo.
Recuerdo las primeras señales de que algo no estaba bien. Al principio eran sutiles: un mensaje sin responder, una sonrisa forzada al final de una conversación, la sensación de que nuestras palabras llevaban un peso incómodo que ninguno quería reconocer. Nos habíamos convertido en extraños, cada uno encerrado en su propio universo paralelo, sin compartir el mismo espacio emocional.
Los detalles comenzaron a acumularse, uno tras otro. Antes, las llamadas inesperadas para saber cómo estaba eran frecuentes; ahora, el teléfono permanecía en silencio. Las cenas, que solían ser un momento de encuentro, se transformaron en un rito mecánico, donde el sonido de los cubiertos chocando con los platos era lo único que llenaba el aire.
Hubo una tarde en particular que marcó un antes y un después. Habíamos planeado salir a cenar por nuestro aniversario. Pero al llegar al restaurante, algo se sentía vacío. Nos sentamos frente a frente, con una botella de vino entre nosotros, pero no había palabras. Cada intento de conversación era una excusa para no hablar de lo que verdaderamente importaba. Esa noche, al regresar a casa, supe que las cosas ya no volverían a ser como antes.
La rutina se volvió una trampa silenciosa entre Armando y yo.
Despertar. Trabajar. Volver. Cenar en silencio. Dormir.
Cada día se repetía como una copia del anterior. Aunque intentábamos mantener la fachada, los huecos se hacían cada vez más profundos. El cariño que antes sostenía todo, se había desvanecido, dejando solo una fría indiferencia.
En esos momentos comencé a preguntarme si la vida que habíamos planeado juntos era realmente la que deseaba. Me encontraba cada vez más a solas con mis pensamientos, repasando las promesas que nos habíamos hecho, los sueños que alguna vez compartimos... y cómo todo eso ahora parecía tan lejano. Las charlas sobre el futuro, los viajes imaginados, hasta la idea de casarnos, se habían convertido en fantasmas. Las cosas que alguna vez fueron nuestras, ya no vivían en nosotros.
Las discusiones antes se resolvían con un abrazo, ahora eran verdaderos campos de batalla. Pero nunca discutíamos lo esencial. Peleábamos por lo trivial: quién debía lavar los platos, por qué había hecho mal la compra del supermercado, o incluso qué serie ver en Netflix. Disputas que, en el fondo, eran el eco de un conflicto mucho más profundo: habíamos perdido la conexión.
Cada discusión era una puñalada más en un cuerpo ya herido. La frustración se acumulaba. Y aunque no lo dijéramos, ambos sabíamos que algo estaba irremediablemente mal. Lo que alguna vez fue una conversación fluida, ahora era una cadena de reproches, a veces susurrados, otras veces gritando con rabia contenida.
Una de las cosas que más me dolía era la sensación de haber fracasado en cumplir las expectativas que tenía. Las propias. Las de él. Las de los demás.
Habíamos sido la pareja que todos admiraban, los que parecían tenerlo todo bajo control, con planes de casarse, formar una familia, construir una vida juntos. Pero esa imagen perfecta también se derrumbaba. Y con ella, el sentido de identidad que habíamos construido.
La presión por cumplir con lo que los demás esperaban de nosotros empezó a aplastarme. No quería decepcionar a mi familia, ni a los amigos que nos veían como una pareja sólida. Pero sobre todo, no quería decepcionarme a mí misma. Me preguntaba si todo lo que habíamos vivido había sido real, o si en algún momento empezamos a vivir una ficción para sostener esa imagen.
El día que finalmente decidimos terminar —un martes 3 de noviembre— no fue como lo imaginaba. No hubo gritos. No hubo escenas. Ni puertas cerrándose de golpe. Solo una aceptación silenciosa de que habíamos llegado al final.
Estábamos sentados en el sillón, frente a la televisión, cuando, de repente, las palabras salieron de mi boca sin haberlas planeado:
—Creo que esto ya no está funcionando.
No fue una sorpresa. Ambos sabíamos que ese momento iba a llegar. Lo que sí me sorprendió fue la sensación de alivio que sentí al decirlo. El silencio que siguió fue pesado, pero también liberador. Habíamos hecho todo lo posible... y aun así, no alcanzó.
Los primeros días tras la separación fueron una niebla. Me sentía perdida en un mar de emociones contradictorias: dolor, alivio, tristeza y, extrañamente, una pizca de libertad. Había compartido cinco años de mi vida con alguien, y ahora me encontraba sola, frente a un futuro incierto. La rutina que habíamos construido se desmoronaba, y me costaba imaginar cómo sería la vida sin ese refugio.
Las noches eran las más difíciles. Me acostaba en la cama, mirando el techo, con una mente llena de recuerdos y preguntas. ¿Cómo habíamos llegado hasta acá? ¿En qué momento dejamos de elegirnos? Las respuestas no llegaban. Solo quedaba el eco del silencio.
Sanar no fue rápido. Ni fácil.
Las personas a mi alrededor me consolaban con frases hechas: “Todo pasa por algo”, “El tiempo lo cura todo”. Pero esas palabras, en ese momento, no significaban nada. Solo quería volver a sentirme entera, pero no sabía por dónde empezar.
Con el tiempo, entendí que debía aprender a estar sola otra vez. Había pasado tanto tiempo en pareja, que había olvidado lo que era ser solo “yo”.
Volví a ver a mis amigas, retomé hobbies que había dejado de lado, empecé a viajar sola, buscando reconectar conmigo.
Lo que hasta ese momento no sabía era que, al final de ese camino, me esperaba el viaje más importante de mi vida.
Uno que cambiaría mi historia para siempre.
Volver a Cardales no fue fácil.
Mi familia había tomado mucho cariño a Armando.
Pongamos un poco de contexto...
Soy la primera hija, la primera nieta y la primera bisnieta. Siempre fui muy consentida. Tan consentida, que durante mucho tiempo intentaron controlar cada aspecto de mi vida: con quién salía, quiénes eran mis amigas, y, por supuesto, quién sería mi futuro marido.
Armando cumplía con todos esos requisitos:
El primer hijo de una buena familia de Caballito y Recoleta, Buenos Aires. Educado en un colegio inglés, hablaba tres idiomas a la perfección, y era extremadamente atento, caballero. Un chico de buena cuna.
Para mi familia, él era el pasaporte a mi estabilidad. El que vendría a contener mi espíritu rebelde.
Por eso, volver fue lo que más miedo me dio.
Sabía que, después de la separación, venía la parte más dura: que mi familia lo aceptara. Que aceptaran que se había ido. Que ya no estaba ni en mi vida, ni en la de ellos.
Volver fue en partes iguales, un refugio y un castigo.
Pensaba que encontraría un poco de contención, algo de calma después del derrumbe, pero lo que me esperó fue el juicio silencioso de una familia que había idealizado mi historia con Armando casi más que yo. No sabían qué había pasado, y lo cierto es que tampoco me lo preguntaron con demasiada profundidad.
Lo que dolía no era su desconcierto... sino su indiferencia.
Mis padres eligieron ignorar el asunto como si, al no nombrarlo, pudieran evitarlo. Como si la sola incomodidad de verme rota fuera demasiado para sus propias estructuras. No hubo abrazos largos, ni palabras de aliento, ni un simple “¿cómo estás?”. Solo comentarios sueltos, miradas incómodas en las sobremesas, y un intento desesperado por volver a la normalidad lo más rápido posible.
La decepción más dura, sin embargo, vino de otro lugar.
Mi abuela.
Ella, que había sido mi aliada, mi refugio tantas veces, no podía disimular su tristeza. La podía notar en su voz cuando me decía “no lo esperábamos de vos” o en esas frases que repetía como cuchillos:
—Ese chico era un señor... nunca vas a encontrar otro así.
Era como si mi decisión hubiese arruinado no solo mis planes, sino también los suyos.
Como si le hubiera quitado a la familia una pieza dorada de un rompecabezas que habían armado sin preguntarme si quería ser parte.
Me dolía más defraudarla a ella que perder a Armando.
Y eso decía mucho.
No ayudaba tampoco ver el vestido de novia colgado en el placard, aún envuelto, con la etiqueta puesta. No lo había devuelto. No podía todavía. Era como desprenderme de algo que en algún momento representó ilusión. Lo miraba a veces desde la cama, como si fuera un recordatorio mudo de todo lo que no fue.
Pero lo peor no era la boda cancelada.
Lo peor era todo lo que ya no iba a pasar.
Las fotos familiares, los discursos de casamiento, los planes de mudanza, los hijos que ya tenían nombre. Todo eso estaba ahí, flotando, como un mundo que se apagó sin previo aviso. Y nadie parecía notar que yo también me estaba apagando un poco a pesar de haber sido mi elección.
Durante semanas no salí de mi cuarto. Dormía mucho, comía poco. Algunas noches me despertaba de golpe con la respiración agitada, como si estuviera cayendo desde una altura invisible. Me dolía el cuerpo, pero más me dolía el alma.
No lloraba tanto por él, sino por todo lo que perdí en el camino: mi confianza, mi voz, mi reflejo. Mi lugar seguro.
Pero fue en ese mismo pozo donde empecé a encontrarme.
Todo comenzó con un mensaje de una conocida del colegio.
Había visto una historia mía —una foto vieja, sin filtros, sin sonrisas forzadas— y me escribió:
“No sé qué te pasó, pero se nota que estás atravesando por una situación difícil. Si querés, este finde nos vamos con un grupo de mujeres a una caminata en la reserva. Es sanador”.
Sanador.
Esa palabra me hizo ruido.
No creía en nada en ese momento. Ni en la astrología, ni en las piedras, ni en la energía, ni en mí. Pero algo —una mezcla de cansancio y desesperación— me hizo contestar que sí.
Ese domingo, sin decirle nada a nadie, agarré una mochila, un agua, una manta, y me fui a encontrar con ese grupo.
Éramos nueve mujeres. Distintas edades, distintas vidas, pero con algo en común: todas veníamos de alguna pérdida. Había divorcios recientes, muertes, rupturas, despedidas. Y sin embargo, el aire entre nosotras no olía a tristeza. Olía a verdad. A empatía. A posibilidad.
Caminamos en silencio al principio, hasta que Lili, la mayor del grupo, propuso que hiciéramos una ronda. Una por una, fuimos contando por qué estábamos ahí. Cuando me tocó hablar, me temblaba la voz. No sabía cómo poner en palabras lo que me estaba pasando, pero lo intenté.
—Estuve a punto de casarme —dije—.
—Y no pasó. No pude, ya no sentía amor.
—Y siento que me perdí.
—Y que nadie me ve desde entonces.
Me miraron en silencio. Y en lugar de consuelo, me dieron algo más valioso: espacio.
Una de ellas se me acercó después y me dijo algo que todavía guardo como un tesoro:
—No estás rota. Estás abriéndote. Estás eligiendo con el corazón, lo que duele es el proceso de conocerte.
Ese día, algo dentro mío respiró por primera vez en mucho tiempo.
Después de esa caminata, volvimos a vernos unas cuantas veces más.
Hicimos fogones, círculos de palabra, viajamos a la sierra, compartimos lecturas, mantras, lágrimas, risas, y sobre todo, presencia. Me volví parte de ese grupo como si siempre hubiera estado destinada a estar ahí.
No éramos un club.
Éramos una tribu.
Mujeres que no se juzgaban. Que no se pisaban. Que no te preguntaban “¿por qué volviste a casa?” o “¿por qué no funcionó?”.
Solo te miraban a los ojos y te decían: “Te entiendo. Acá estamos”.
Empecé a escribir otra vez.
A cocinar por placer.
A caminar por el campo sin auriculares.
A mirar el cielo.
A dejar de culparme por las decisiones que tomé.
No todo fue mágico ni rápido. Todavía dolía. Todavía me escondía en el baño para llorar a escondidas. Pero al menos, por primera vez en meses, sentía que no estaba sola.
Fue en uno de esos encuentros donde escuché, por primera vez, el nombre de un lugar del que apenas sabía su existencia.
—Nueva Zelanda —dijo una.
—Yo fui. Te cambia la cabeza. El corazón. Todo. Es una tierra muy noble y especial.
No dije nada en ese momento. Pero esa noche, al volver a casa, lo googleé.
Y ahí estaba: fotos de montañas verdes, cielos limpios, mar azul, caminos vacíos, estrellas en HD.
Era como un planeta nuevo.
En ese momento no lo supe con certeza, pero algo en mí entendió que ese lugar iba a marcar el principio de otra historia.
Todo empezó con una historia de Instagram.
Una foto que subí sin mucho propósito, una de esas que se publican sin pensar de más, en un intento por sentirse viva en medio del letargo. Estaba de perfil, la luz de la tarde me recortaba los ojos y la mirada parecía apuntar a otra dirección. La había apenas editado. No tenía filtro, perro se notaba la sonrisa apenas forzada por llamar la atención.
Cinco minutos después me llegó un mensaje:
—Ojazos.
Así, seco. Seguro. Perro sin ninguna presentación.
Ni un “hola”, ni un emoji, ni el más mínimo esfuerzo de contextualización.
Entré a su perfil. Nicolás.agro.
La bio decía: “Argentino viviendo en NZ. Campo, mate y rock nacional”.
Tenía pocas fotos. Todas reales. Nada demasiado producido. En una salía con una vaca al fondo, en otra manejando una camioneta Toyota blanca y otras tantas de vacas y paisajes sin el ser el centro de atención.
Rubio. Ojos celestes. Sonrisa canchera. Tenía ese aire de tipo que no necesita decir mucho para llamar la atención.
No le contesté. Al menos no de inmediato. Aunque debo reconocer que moría de ganas...
Pero lo agregué.
Y al rato, como si lo estuviera esperando, me escribió de nuevo:
—¿Sos de verdad o te sacó Midjourney?
—Soy de carne, hueso y un poco de drama —le contesté.
—Lo del drama lo intuía por esos ojos.
Ahí empezó el juego.
Los primeros días nos escribimos poco.
Un meme. Una pregunta tonta.
Un “¿vos también estás despierta a esta hora?”
Y después silencio sepulcral. Hasta que volvía, como si nunca se hubiera ido.
En una de nuestras incontables charlas me dijo que vivía en Nueva Zelanda.
Que se había ido hacía dos años, después de recibirse como ingeniero agrónomo en Córdoba para probar suerte, quería una experiencia distinta a la que tenían los recién recibidos en nuestro país:
—La mayoría se queda a trabajar con la familia o en el sur —me explicó—. Yo quería irme lejos y después de mucho esfuerzo y mandar currículums a todos lados, lo logré.
Nicolás gerenciaba un tambo enorme. Era el responsable de todo: animales, gente, producción, números.
—El campo me da sentido, encontré un lugar donde me siento en paz y libre —me dijo una noche—. No sé vivir sin barro.
Hablaba con ese acento cordobés arrastrado, como si las palabras le gustaran demasiado como para soltarlas rápido. Tenía una manera de hablar que me hacía reír sin querer.
Y sí, era ególatra. Bastante.
Se sacaba selfies sin avisar, me mandaba videos mostrando el amanecer desde el campo, o audios en los que se notaba que sabía lo bien que sonaba su voz. Y lo que provocaba en mí.
—¿Vos qué hacés con esos ojazos en Cardales? —me preguntó un día.
—Duelo, mayormente.
—¿Duelo? ¿Tipo Game of Thrones o duelo posta?
—Posta. Me separé no hace mucho, del hombre que todo el mundo encasilló como “el ideal” para mí.
—Entonces merecés flores. Pero como no puedo mandártelas, te mando esto.
Y me llegó una foto de una vaca. Con una margarita en la boca.
No sé por qué me reí tanto. Pero ese simple gesto me ablandó por completo. Ahí fue cuando empezamos a hablar todos los días. No fue planeado. Solo pasó.
Yo me levantaba tarde, con nudos en la panza y mil dudas sobre mi futuro, y encontraba un mensaje suyo:
—Hoy soñé que te caías al barro. Me desperté riéndome.
—¿Y me ayudabas a salir?
—No. Te miraba mientras vos maldecías.
Era ese tipo de humor.
Áspero, pícaro, honesto. Se animaba a decirme cosas que otros pensarían dos veces antes de decir. Pero no era brusco, ni desagradable. Era auténtico.
Con él empecé a hablar sin cuidar tanto las formas. Podía decirle que estaba triste sin sentirme débil, que tenía hambre de algo que no sabía nombrar. Y lo entendía. No sé cómo, pero me entendía y no lo forzaba.
Una noche, mientras me preparaba un té, me llegó otro mensaje de él:
—¿Vos te das cuenta de que me encantaría sacarte esa campera y verte tragar saliva cuando me acerque?
No respondí enseguida. No pude. Me quedé mirando el celular, con el corazón acelerado. Era la primera vez que el tono subía. El primer atrevimiento. No vulgar, pero sí sugerente. Y lo peor —o lo mejor— fue que no me molestó, al contrario me encendió como hacía tiempo no me pasaba.
Tragué saliva, respiré profundo y le contesté:
—¿Y vos te das cuenta de que me encantaría sacarte esa sonrisa de autosuficiente a besos?
Me mandó un audio, riéndose. Su risa era tan espontánea y natural.
—¿Así que la politóloga tiene fuego? Pensé que eras más del estilo intelectual que toma vino y debate.
—Puedo debatir sobre Marx mientras te desabrocho la camisa, si eso te sirve.
Y así fuimos construyendo un lenguaje propio.
Una mezcla de deseo, humor, ternura y espera.
Yo le contaba de mi vida: los días grises, las caminatas por la costanera, las mujeres con las que me reunía, mi trabajo en la consultora.
Él me hablaba del suyo: el trabajo duro, sus vacas, a algunas les ponía nombres graciosos, las lluvias que marcaban sus semanas, los mates que tomaba solo, mirando al horizonte.
—¿No estás muy solo allá? —le pregunté un día.
—A veces. Pero la soledad es parte de la experiencia que elegí vivir.
—¿Y no te pesa?
—A veces. Pero ahora estoy hablando con vos y eso reconforta.
Esa tarde me mandó una foto del cielo.
Un cielo abierto, limpio, infinito.
Las estrellas parecían más grandes allá.
—¿Lo ves? —me escribió—. Acá, el cielo parece un poco más cerca.
Esa frase me la guardé como si fuera una promesa.
Todavía no lo sabía, pero ese mensaje iba a marcar un antes y un después.
Las videollamadas llegaron solas, como todo lo que fue creciendo entre nosotros.
Me decía cabrona, por mi exquisito sentido para confrontación.
Una tarde me escribió:
—Dale, cabrona. Ya fue el histeriqueo. Te quiero ver.
Acepté sin decir nada. Tenía el pelo revuelto, estaba en joggings y me temblaban un poco las manos. Pero atendí.
Él apareció en la pantalla con esa sonrisa insolente que le conocía ya de memoria. Estaba en su cuarto, sin las luces prendidas, la cara apenas iluminada por el celular.
—Así que esta es la famosa politóloga en duelo —dijo.
—Y vos el famoso Ken rubio del tambo —le respondí.
Nos quedamos mirándonos. No era incómodo, era raro. Raro de bien.
Era la primera vez que veíamos al otro moverse, que notábamos sus gestos, su forma de parpadear, el tono exacto con el que decíamos las palabras. Todo eso que las fotos no cuentan y hasta ese momento imaginábamos.
Me dijo que se me marcaban los pómulos cuando hablaba de algo que me apasionaba. Yo no estaba hablando de nada apasionante, así que claramente él me estaba mirando más allá de eso.
—¿Siempre te reís así cuando te gusta alguien?
—¿Siempre te ponés así de denso cuando te empezás a enganchar?
—No me estoy enganchando —dijo. Y sonrió.
Y claro, ahí supe que sí. Que no era la única.
Desde ese día, las videollamadas se volvieron casi diarias. No teníamos hora ni protocolo. A veces eran al mediodía, él mateando desde el auto, yo caminando por el patio. A veces a la noche, acostados cada uno en su cama, hablándonos con la luz apagada como si estuviéramos uno al lado del otro.
Nicolás me confiaba cosas que nadie más sabía. De su infancia en Córdoba, de la beca que se ganó a puro esfuerzo, del miedo que tuvo al llegar por primera vez solo a Nueva Zelanda y lo que le costó adaptarse al idioma inglés.
—Estaba muerto de frío y no entendía ni cómo funcionaba el calefón. Pero me hice amigo de las vacas, me puse la serie Friends y ahí empezó la aventura.
Yo me reía, pero también lo admiraba.
Había dejado todo para construir una vida del otro lado del mundo. Sin contactos. Sin red. Solo con determinación y ganas de progresar en su profesión.
Lo que empezó como una conversación liviana se fue poniendo más cargado.
Me mandaba frases que parecían de novela:
—Siento que te conozco de antes.
—Me gusta cómo pensás, pero me gustás más cuando dejás ver tu interior.
—Quiero un mundo con vos. Pero real. Con discusiones, domingos de asado y verte caminando en patas por la casa.
Y después, el remate:
—Aunque seguro me hinchás las pelotas a los dos días.
—Obvio, Ken. Pero te lo vas a bancar.
Era eso: una mezcla perfecta de intensidad y humor. De deseo y juego. No necesitábamos fingir nada. Él me mostraba videos de su día: el cielo azul sobre los campos, un perro adoptado corriendo entre las vacas, la lluvia golpeando el techo del galpón. Yo le mandaba pedacitos de mi mundo: una foto de mi mate en la ventana, mi pelo mojado después de la ducha, un libro subrayado con una frase marcada solo para él.
Y también, claro, hubo videos más íntimos. No eran porno. Pero sí bastante sugerentes. Fragmentos robados de deseo. Una mirada, un suspiro, una frase en voz baja. La primera vez que me mandó uno, terminé temblando. No de nervios. De ganas de tenerlo solo para mí.
Él decía que le gustaba verme reír con los hombros. Yo le decía que cuando fruncía el ceño, parecía estar planeando cosas malas. Nos conocíamos sin tocarnos. Y nos deseábamos como si hubiéramos estado juntos toda la vida.
Me dedicaba canciones. Arjona, para variar. “Desnuda”, “Te conozco”, “Acompáñame a estar solo”. Yo me burlaba.
—Tenés alma de señora dolida.
—Y vos tenés alma de quilombo dulce —me contestaba.
Una noche me escribió:
—Sos mi cable a tierra.
Y después:
—Y mi cortocircuito también.
Yo ya no sabía si lo extrañaba o si lo necesitaba. Era raro extrañar a alguien a quien nunca habías tocado. Pero así se sentía. Lo imaginaba en el campo, manejando la camioneta con un termo bajo el brazo, sucio de tierra, con la mente en mil cosas... y de repente, mandándome un audio solo para decir:
—Hoy vi un árbol lleno de flores y pensé en vos.
Y yo me derretía.
Empecé a nombrarlo en voz baja. Primero entre amigas. Después, muy de a poco, en casa. No me animaba a decir su nombre. Solo era “alguien con quien estoy hablando”.
Una parte de mí quería protegerlo del mundo. Y la otra quería gritar que estaba conociendo a alguien que me hacía reír, pensar, mojarme, llorar. Todo al mismo tiempo.
Una tarde, mientras lavaba los platos, me llegó un mensaje:
—¿Te imaginás acá, sentada en el pasto, con los pies sucios y mi buzo puesto?
—¿Y vos?
—Yo... haciéndome el que no estoy enamorado. Pero sí.
Fue la primera vez que usó esa palabra. No me asustó. Me dio paz. Y aunque yo todavía no lo decía, ya lo sabía. Me estaba enamorando. De a poco. Pero sin pausa.
Él estaba solo allá. Yo acá. Pero entre ambos se había creado un puente invisible, hecho de palabras, risas, deseo y una complicidad que ni la distancia podía desarmar.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí mi corazón palpitar.
Lo nuestro empezó como suelen empezar algunas cosas importantes: disfrazado de juego. Las primeras veces que hablamos de un “nosotros” fue desde la broma, como si nos diera pudor admitir que algo serio estaba naciendo un amor entre las pantallas.
—Tu mamá ya debe estar stalkeándome en redes —le dije una tarde, cuando todavía todo era más deseo que certeza.
—Y vos ya estás en la lista de Navidad de los Sfardelli —me retrucó.
—¿Sfardelli?
—Mi apellido. No te asustes, todavía no firmás nada.
Nos reíamos. Mucho. Pero en el fondo sabíamos que había algo más. Esa familiaridad que se cuela por los poros, como si hubiéramos estado esperándonos sin saberlo. Había confianza, complicidad... y una tensión latente que ninguno se animaba a definir.
Hasta que una madrugada cualquiera, en una de esas videollamadas eternas que nos encontraban con la cara lavada y el corazón a medio desarmar, la pregunta apareció, casi al pasar:
—¿Vos estás con alguien más? —me tiró, como si me preguntara la hora.
—Estoy demasiado ocupada hablando con un tambero egocéntrico como para tener tiempo para otro —le contesté, sin pestañear.
Se rio. Pero esta vez no con ligereza.
—A mí no me gustaría que estés con otro.
—A mí tampoco.
Nos miramos un momento a través de la pantalla. No hubo pausa incómoda. Hubo decisión.
—Entonces firmamos contrato —dije.
Y lo redacté.
Contrato de Exclusividad Emocional y Carnal – Resolución 001/NyP
Entre las partes abajo firmantes, se acuerda lo siguiente:
1. El presente contrato entra en vigor a partir de la fecha de envío (21 de febrero de 2022) y se mantendrá vigente hasta el primer encuentro físico entre las partes.
2. Durante su duración, ambas partes se comprometen a:
a) No involucrarse emocional, romántica ni sexualmente con terceros.
b) Enviar mensajes a deshora sin filtro ni censura.
c) Mantener activa la tensión sexual digital al menos tres veces por semana.
d) Confesar cualquier sueño erótico con el otro en un plazo no mayor a 48 horas.
3. La caducidad del contrato se activará de forma automática con el primer beso real. Desde entonces, se establecerán nuevas cláusulas presenciales.
4. Se permite, sin penalización, la creación espontánea de fantasías compartidas y promesas delirantes sobre el futuro.
Firmado digitalmente,
Pilar (alias: la cabrona)
Nicolás (alias: el tambero egocéntrico)
Lo envié por mail.
Minutos después, llegó su respuesta: una foto suya con cara de serio, el pulgar en alto y el PDF abierto en la pantalla de fondo. Asunto del mail:
“Contrato firmado. Ahora sos legalmente mía, cabrona”.
Así funcionábamos. Íntimos, irónicos, sensuales, y profundamente cómplices. Una pareja sin cuerpo, pero con un alma que no dejaba de crecer.
Nicolás atravesaba un momento delicado. Había sufrido dos robos en su casa de Masterton. El primero, de madrugada. El segundo, a plena luz del día. Y como si todo eso no bastara, empezaba a sentirse encerrado en una vida que ya no le quedaba cómoda. Después de años de esfuerzo reconstruyendo un tambo derruido, algo dentro suyo pedía cambio.
—No quiero seguir acá —me dijo una noche, sin rodeos—. Quiero otra vida. Otra etapa. Algo que me encienda.
Y la buscó. Postuló en empresas de Australia. Persistió. Y como si el universo decidiera devolverle el pulso, ese mismo año lo premiaron como mejor gerente lechero de Nueva Zelanda.
Me mandó la foto con el diploma y una sonrisa que le ocupaba media cara.
—¿Quién iba a decirlo? —escribió—. A este cabrón lo premiaron por ordeñar vacas.
No le contesté. Lo llamé. Y cuando atendió, solo le dije:
—Estoy tan orgullosa de vos que se me llenaron los ojos de lágrimas.
Fue después de ese reconocimiento que empezó a hablar de mí con su Familia. Con su madre, sus dos hermanos, y especialmente con su ahijada: la hija de su hermano mayor, Gastón, y su esposa América.
—Le mostré tu foto —me dijo una tarde—. Me preguntó si eras real o sacada de una publicidad de perfume francés.
—¿Y vos qué le dijiste?
—Que sos real. Y que me desacomodaste todo.
Los días pasaban y los mensajes se volvían cada vez más íntimos.
“¿Qué hacés?”
“No dejo de pensar en vos”.
“Te pienso en la cocina, en la camioneta, en el campo”.
“Desde que apareciste, todo se acomodó”.
“No me importa cuánto falta, quiero un mundo con vos”.
Y entonces, como si el universo nos leyera la mente, la noticia cayó como un rayo:
Nueva Zelanda levantaba la restricción para turistas después de la pandemia. Fue uno de los últimos países en abrir sus fronteras.
Nicolás me mandó la captura del anuncio y, abajo, una sola línea: “Ya no hay excusas. Venite”.
Esa noche no dormí. La posibilidad me daba vueltas en la cabeza.
Ya no era solo un juego entre pantallas. Era un pasaje a cruzar el mundo. A dejarlo todo por un hombre que, sin tocarme, me había atravesado.
Supe entonces que era hora de contarlo.
A todos.
Pero primero...
A mi papá.
Mi papá, Manuel Cabrera, siempre tuvo esa forma suya de decirlo todo sin levantar la voz. Como si el corazón le hablara directo a la boca sin pasar por el filtro de la razón. Cuando le pedí que charláramos, aceptó sin vueltas. Nos sentamos en la galería de su casa, como tantas veces, con el mate de por medio y ese silencio cómodo que solo se tiene con quien te conoce de verdad.
—¿Qué pasa, hija? —me dijo, como quien ya lo sospecha.
Respiré hondo. El corazón me latía en las costillas.
—Me voy a Nueva Zelanda.
Un silencio largo. No de juicio, papá nunca había juzgado mis decisiones, pero sí analizaba. Como si estuviera tratando de descifrar cuánto había de impulso y cuánto de certeza en mis palabras.
—¿A qué?
—A encontrarme con alguien. Con Nicolás. El chico que conocí hace unos meses. Me pidió que viaje. Y yo de verdad quiero ir. No sé qué va a pasar. Pero siento que tengo que hacerlo.
Papá bajó la vista, asintió despacio, y sonrió. Una sonrisa de las suyas: mezcla de ternura, orgullo y preocupación.
—Hija... te admiro por los ovarios que tenés, pero también tenés una cuota de descerebrada importante.
Esas palabras salieron de lo más profundo de su corazón. Nos reímos los dos. Se me llenaron los ojos de lágrimas y le apreté la mano como forma de agradecimiento.
—Metele. Si vas a hacer una locura, hacela bien. Yo te apoyo. Te voy a extrañar como loco... pero si lo sentís así, tenés que ir.
La segunda parte era enfrentar al resto de la familia. Mi núcleo, mis testigos de todas las etapas, mis cómplices de vida.
Nos juntamos en un restaurante de Campana, mesa larga, con vino tinto, panera y ruido de platos. Éramos muchos y todos sabían —o presentían— que algo importante tenía para decirles, se sentía esa energía que flota antes de una bomba.
Estaban mis tíos: Marcelo, el mayor, protector y celoso, siempre con cara de “esto no me gusta, pero te lo dejo pasar porque te quiero”; y Gabriel, el menor, el más pícaro y travieso de todos, más showman que tío, más amigo que adulto. Sus parejas también estaban: Andrea, la mujer de Marcelo, siempre serena, y Guillermo, mi padrino y pareja de Gabriel, el más discreto, pero siempre con mirada cómplice.
Mi abuela Felisa también estaba, con su perfume a jazmín y esa mezcla de orgullo y desconfianza que siempre tenía conmigo.
Esperé el momento justo, entre el postre y el segundo brindis.
—Bueno... necesito contarles algo —dije, mientras jugaba con la servilleta. Me temblaban un poco las manos.
Silencio. Marcelo me miró sin disimulo. Gabriel sonrió como si ya supiera algo.
—Me voy a Nueva Zelanda.
