Alguien que me nombre - Sofía E. Mantilla - E-Book

Alguien que me nombre E-Book

Sofía E. Mantilla

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Beschreibung

Se trata de la primera novela de la escritora argentina Sofía Mantilla, producto del Programa de Tutoría de Novela de la Coordinación de Difusión Cultural, a través de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y de la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura. En esta obra "experimental" una ghostwriter que escribe sobre casos criminales "oculta" tras el nombre de otra persona entabla una extraña relación con un joven con necrónimo que busca nuevos nombres en las constelaciones para rebautizar a las personas. Una historia de encuentros y desapariciones, de crímenes y constelaciones con un final inesperado.

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ÍNDICE

Agradecimientos

Dedicatoria

Prólogo en el Purgatorio

Preludio en la pantalla

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

SEGUNDA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

AVISO LEGAL

AGRADECIMIENTOS

A la UNAM por la oportunidad.A los profesores de lujo Pedro Ángel Palou,Eloy Urroz y Jorge Volpi.A mis compañeros de ruta Diana Castillo,Héctor Eduardo Chávez, Andrés Gómez,Elisa de Gortari, Eduardo Islas Coronel,Cristian Lagunas y Rodrigo Mora.Este libro no existiría sin ustedes.A Alberto Muñoz, Ana Goldberg y Sonia Hughes.A mi familia y amigos, siempre.

 

HOMÚNCULO: […] Yo voy delante para alumbraros.

Johann Wolfgang von Goethe, Fausto (Parte II)

Zeus lo elevó al cielo entre las constelaciones más brillantes a fin de que las generaciones venideras conocieran su fuerza y su poder.

Eratóstenes de Cirene, Catasterismos (Epítome)

Lo único que pensaba, aunque no creo que pensara jamás, era que su sombra y él, cuando se juntaran, se unirían como dos gotas de agua y cuando no fue así se quedó horrorizado.

J. M. Barrie, Peter Pan

DEDICATORIA

Otra vez, Forma Acuática,Con la promesa escondida del marFlotas en la noche centrífuga.Dime, ¿dónde habré de encontrarte?

PRÓLOGO EN EL PURGATORIO

Un hombre y una mujer bajan del cielo por una escalera sin baranda. De un lado hay libros y del otro, el abismo. Se detienen a la mitad, justo frente a los autores alemanes.

Él la toma de la cintura, la besa y cierra los ojos. Ella, en cambio, recorre los títulos con la mirada. Interrumpe el beso para sacar Fausto, de Goethe.

Bajan de la mano hasta el infierno. Cuando ella se queda dormida, él toma Fausto y lo hojea: es una obra de teatro que no se puede representar y está llena de personajes que no conoce. Hay un pacto con el Diablo. Como todos los mundos de ella, éste también le resulta inaccesible.

No lo saben aún, pero van a tener una hija.

PRELUDIO EN LA PANTALLA

En casas, bares, restaurantes, estaciones de servicio, hoteles, la misma noticia: un niño de unos siete, ocho años, cuelga de una soga en la glorieta de las Barrancas de Belgrano.

“La víctima, aún sin identificar”, informa un movilero.

Algunos canales filman la glorieta más de cerca, otros de más lejos, enfocan a los vecinos, a los curiosos, los árboles cercanos, un perro callejero, la estación de tren. Muestran todo menos lo que han visto.

“Interrogaron a un hombre en situación de calle y ya lo dejaron ir”.

La silueta del niño oscila apenas hacia un lado y hacia el otro, un péndulo mecido por la brisa. Sus brazos y piernas están en posiciones extrañas, como si tuviera los huesos rotos debajo de la piel. Su cara y su ropa tienen restos de tierra. Una de sus zapatillas cayó, sin cordón, sobre el diseño mandala del piso, una cuadrícula blanca y negra con una estrella roja de ocho puntas en el centro.

Quedan rastros de una música que nadie puede oír, pero que sigue ahí haciendo eco, un pulso permanente, inexorable, que lo acuna.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

Yo no quería ir a la fiesta, pero mamita ven que te voy a cazar estaba en el centro esquivando las líneas de las baldosas cuando de repente “hola hola sos vos qué hacés tanto tiempo yo laburo acá a la vuelta tengo un día tremendo ¿viste el calor?”, y para cuando había hecho sinapsis de quién era (Dai, de la época del cbc, de hace tres o cuatro años), ya me tenía arrinconada contra el Banco Ciudad: “Mañana cumplo veintitrés, hago fiesta en casa, ¡vení!”. Quería decirle que no, pero me insistía con que se acercaba al cuarto de siglo y yo estaba llegando tarde a mi primera reunión de trabajo con Roberto y odio los bancos y le dije que sí.

“Que los cumplas feliz, que los cumplas —sólo moví la boca— feliz, que los cumplas”. La torta era una deformidad ornamentada de confites que se iban destiñendo con el paso de los cánticos cumpleañeros. ¿Se podría decir villancicos? ¿O villancicos es sólo para Navidad? El caso es que se desteñían y Dai tardaba tanto en pedir los deseos que era como si hubiera pasado un año más y hubiera que volver a cantarle, y así en loop hasta la muerte. La bengala escupía fuego y no se apagaba más. Aplausos, “feliz, feliz en tu día, amiguita, que dios”. Alguien trató de cantarle en italiano pero no hubo quórum, después “soplá la vela la puta que te parió, soplá la vela la puta que te parió”, y la bengala no se apagaba hasta que se apagó.

En las cajas de cartón habían quedado pedazos mordidos de pizza con formas de las bocas de los invitados de Dai, calidades variadas de dentaduras y ortodoncias. Uno de los restos era mío, pero el queso tenía gusto a plástico, después a gasolina, a tiza pastosa, y dejé de comer. Alguien había pegado un chicle en el borde de un vaso, una lengua enroscada que desencadenó el ataque de pánico que tuve después.

Dos chicas bailaban sonriendo y rozándose en el centro de la ronda. Di un paso para un lado, un paso para el otro, y quedé desfasada del pulso. Todos giraban, giraban, pelvis, pelvis, llevaban el dedo índice a la boca para el shh shh nadie lo sabrá y nunca sé qué hacer con los brazos ni la pelvis ni el dedo índice.

La rubia nos hizo señas para que nos sacáramos una foto grupal. Dai sopló un beso, la de negro hizo cuernitos, la de pelo corto levantó su botella de cerveza Patagonia, y a último momento se metió el de la camiseta de San Lorenzo. Me deslicé hacia un costado para evitar las capturas. Otra más, otra. Cuando Dai subió las fotos, yo no estaba en ninguna, como si no hubiera ido.

En el cuadro sobre la cómoda, un faro tiraba un rayo de luz torcido. La mano del pintor no hizo lo que su cabeza quería y por eso los barcos no llegaban a la costa. Eso era lo que nos pasaba a Fernando y a mí. Yo quería que él estuviera ahí, pero el rayo lo había desviado hacia Jorgelina Parral, Renata, Verónica, o andá a saber quién a darte un poco de lo que te va a gustar.

¿Por qué no me fui? No quería encontrarme con las cucarachas, las ratas y los escorpiones que se habían multiplicado por la huelga de recolectores de basura. Tampoco quería cruzarme con el loco que estaba dando vueltas afuera del edificio de Dai. Persona en situación de calle. Vagabundo. Homeless. Sin techo. Errabundo suena mejor. Alto, intimidante, con los ojos en blanco. Apenas lo vi, supe que había sido una mala decisión ir al cumpleaños.

—Ey, ¿te estás divirtiendo? —Dai me agarró tan fuerte del brazo que sentí que me fracturaba el húmero—. Acompañame que me voy a sacar los tacos.

El alcohol salía fermentado en su aliento, se mezclaba con su transpiración y perfume de vainilla, anulando mi capacidad de decir que no. Me dejé conducir hasta su cuarto por el pasillo. Los cuadros estaban desalineados y tenía la vívida impresión de que, detrás de cada uno, la pared debía estar agujereada con cráteres de balas ella es la protagonista de mi novela mi Cinderella conmigo es que vuela.

Dai corrió las remeras, shorts, vestidos sobre la cama para hacernos un lugar en el borde. Atuendos descartados, posibilidades de sí misma que desechó. Se sacó sus tacos negros y me mostró sus ampollas carmesí llenas de agua, tan impresionantes que me apoyé contra el placar.

—No sé cómo aguanté tanto —dijo—. El calor me hinchó los pies. Están por caerse los pájaros, necesitamos una buena tormenta. La torta quedó rica, ¿no? La China me pasó la receta. Menos mal que hice el doble, porque la bestia de Eduardo se bajó cuatro pedazos y después cayó Timi con unos amigos. No sé a qué hora se van a ir. Mañana me tengo que juntar con los Ramírez, que les doy clases particulares de matemática a los hijos, y ahora se van a vivir a España.

Hablaba de los Ramírez y de todos sus amigos como si yo los conociera.

—Me voy a quedar sin la plata de las clases y no sé qué voy a hacer porque el mes que viene me aumenta el alquiler. Está muy difícil.

—Sí, yo tengo que mudarme porque ya no me alcanza —aporté a la conversación.

Mi economía era precaria. El único trabajo que me quedaba en ese momento era el encargo de Roberto: escribirle un libro sobre los crímenes resonantes de la historia argentina. Me iba a pagar por capítulo. El primero sería de una tal Francisca Rojas y el segundo sobre el Petiso Orejudo. No había juntado fuerza para empezar.

—Está todo carísimo —me interrumpió Dai—. No puedo pedir aumento en el laburo porque están echando gente. Estas clases me cubrían un bache. Me cuesta tanto mantener a mi perro, ¡fortunas!, y tengo a cargo a mi hermana que se pasa el día encerrada pintando estrellitas y gastando ¡fortunas! en acrílicos por semana. Encima, suele venir la nena del primer piso a pintar con ella, ¡gratis!, porque, total, pago yo. El padre no se la fuma y la manda para acá.

Dai hablaba tan fuerte que pensé que quizá se había quedado sorda por la música, pero el problema no era el volumen sino su voz rasposa que absorbía todo el oxígeno del ambiente. Traté de visualizar sus palabras cada vez más pequeñas hasta condensarlas en un único punto en medio del blanco silencioso de una hoja imaginaria. No lo logré. Se empezaron a formar puntitos azules en las pilas de ropa sobre la cama. Era mi visión que se nublaba, el ataque de pánico inevitable.

—¿Dónde es el baño? —pregunté.

—La puerta del pasillo.

Me fui antes de que pudiera decirme nada más. Ahí estaba la puerta del baño. Entró una pareja a los besos, una pareja que no éramos Fernando y yo. Lo último que vi antes de salir al patio fueron pájaros aleteando en una cortina de plástico.

CAPÍTULO 2

Afuera, me escondí en el fondo, detrás del lavarropas. Era un viejo Electrolux de tambor frontal y con vista a unas macetas, ideal para tener un ataque de pánico sin que nadie me viera. Estaba ahí, una vez más, en el instante en que Fernando me había dejado: llegó a mi casa con la mochila y no con el morral, ésa fue la primera pista. Llené el silencio como venía haciendo los últimos meses. “¿Qué tal tu día? ¿Te llamaron de la editorial? ¿Querés comer algo?”. Empezó a guardar sus cosas en la mochila. “¿Qué buscás?”. “Hagamos esto bien, ¿querés?”. “¿Hacer qué?”. “Se terminó”. Me corrió la boca, me sacó de encima, hizo un último paneo a ver si se olvidaba de algo, cerró la puerta y, ahí sí, la tensión acumulada explotó en un tac tac desbandado, ese día y todos los que me volvía a doler, miles de latidos por segundo, mi corazón en un tiempo y el resto del mundo en otro. Me voy a morir. El neón de las luces, la médica de guardia sosteniéndome la mano. “¿Dónde te duele?”. “El corazón”. “¿Tomás algún medicamento? Es importante que me digas si consumiste algo, ¿comés bien?, ¿sos regular?”. Iiiiiiii cada vez más fuerte iiiiiii en mi cabeza, calor, frío, calor. “¿Qué hora es?”. “Las cuatro de la mañana”. “Te voy a enseñar algo por si te vuelve a pasar. Contá hasta ocho”. Inhalo, uno dos, tres, cuatro, exhalo, cinco, seis, siete, ocho. Inhalo, uno, dos, y ahí, mientras respiraba detrás del lavarropas, siete, ocho, vi a Juan.

Primero fue una sombra acercándose, después un cuerpo apoyado contra la pared. “Que no me vea”, pensaba mientras inhalaba y exhalaba en silencio. No lo reconocí del living ni de las fotos ni de cuando Dai había soplado las velitas. Se le recortaba el perfil contra la oscuridad y sobresalía su nuez. Creo que fue su forma de mirar el cielo lo que me cautivó. Conocía el dolor, pero no le pesaba. Eso imaginé, que había encontrado un modo de soportar la existencia que me eludía por completo. O quizá estaba fumado. Estuve a punto de pedirle que me convidara una seca, quizá hasta tendría alguna pasti, pero justo dijo “centauro” o “aura”, algo así, áureo, y me volví a esconder.

Hablaba solo. Miraba hacia arriba y movía los labios como si el cielo estuviera lleno de estrellas. No había nada. Era la misma oscuridad la que nos cubría. Fue lo más parecido a no estar sola desde que había llegado, y mucho antes también. Aunque no sabía nada de él ya tenía ese efecto sobre mí.

Me aferré a la palabra “centauro” como a un salvavidas. El centauro Quirón llevó a Fausto en su espalda la noche de Walpurgis y le dijo que los espíritus creían que estaba trastornado. El centauro Quirón supo que Dante estaba vivo porque se movía el suelo debajo de sus pies. Tenía peso, sombra. Juan también tenía sombra, por eso sé que no lo imaginé. Alucinaciones, todavía no. Recordé que Apolo había arrancado a Asclepio del vientre de su madre muerta y se lo dio a Quirón para que lo criara. Más allá de eso, más atrás en el tiempo y más adentro mío, esa noche se me apareció nítido mi primer libro, Mitos del cosmos. Historias para niños sobre las constelaciones. Una era “Quirón, el sanador herido”, ése era el título. No podía curarse y no podía morir, por eso le dio su inmortalidad a Prometeo. Fuego, lenguaje, castigo. Había otras historias también. Asclepio, el perro Sirio, la lira de Orfeo. Mi vieja había comprado ese libro cuando estaba embarazada de mí y no sospechaba que en breve iba a morar al círculo del infierno de madres que se mueren y en vez de dejar a sus hijas con el sabio Quirón, las dejan con un padre inservible que a los cincuenta y ocho años se funde y decide radicarse en Costa Rica con su novia Roxana. Sentí la necesidad de recuperar ese libro de mi infancia, tocarlo, olerlo. Horas pasaba leyéndolo, sentada en la escalera de nuestra casa. A veces imaginaba que alguien lo leía conmigo sobre mi hombro.

—Me pareció escucharte.

Ésas fueron las primeras palabras que me dijo Juan. A mí y no al cielo. Se había asomado sobre el lavarropas. Era raro que dijera que me había escuchado cuando yo sólo respiraba contando hasta ocho.

—¿Estás bien? —su voz era suave, tanto que podía oírla y retenerla.

—Más o menos. No.

—¿Querés algo para tomar o que llame a alguien?

—No.

—Te querés ir.

Lo entendió enseguida. Vino de mi lado del lavarropas y me ayudó a levantarme. Su forma de hacerse cargo de la situación me dio seguridad.

—Vamos —dijo—. ¿Tenés todo?

Dejé que me guiara hasta la puerta del patio, entre la gente del pasillo y hasta el living donde todos seguían bailando escapate eso era lo que debía divertirme, emborracharme y bailar tu viniste a matar como Kill Bill pero ya no era posible para mí pertenecer a ese mundo.

Dejamos la música sonando detrás de la pared como un enjambre en un frasco. Atravesamos el hall del edificio. La puerta principal estaba sin llave. Levantarse e irse era tan simple como eso. Juan hacía que todo pareciera fácil, que estuviera más fresco en la calle que en el patio, que el aire tuviera más lugar para correr.

—¿Necesitás que te lleve a algún lado o que llame a alguien para que te venga a buscar?

Le dije que estaba angustiada nomás, que me volvía en colectivo. Ofreció acompañarme aunque fuera hasta la parada. Acepté. La idea me reconfortó. Juan no parecía peligroso ni nada por el estilo. Teníamos más o menos la misma estatura y era evidente que podría ganarle en un forcejeo si estuviera inyectada de adrenalina. No en ese momento porque estaba muy cansada, pero otro día sí. Empezaban a circular algunos autos y él se adaptaba a mi ritmo más lento de caminar. Estaba atento a la calle, a las esquinas, a las bolsas de basura que invadían la vereda, y me sentí bien sabiendo que podría defenderme de un asalto o repeler al homeless de los ojos en blanco.

Mientras caminábamos, me contó que era amigo de Ema, la hermana de Dai. Se habían quedado en la habitación de Ema cuidando a Lolo, el perro de las chicas.

—A Lolo le va mal en las fiestas —dijo.

—¿Estabas hablando solo recién en el patio?

Mi pregunta lo sorprendió y quizá, si hubiera estado menos oscuro, lo habría visto sonrojarse.

—Sí —respondió—. No te había visto.

—Porque estaba escondida detrás del lavarropas, por eso.

La escena me pareció graciosa de repente. Él vio lo mismo que yo y sonreímos.

—¿Puede ser que hayas dicho “centauro”?

—Sí, centauro. Como Quirón.

—Me parecía. Estaba tratando de acordarme si Quirón murió por Prometeo.

—¿En serio? —creo que le encantó que dijera eso—. Sí, la flecha que lo hirió tenía el veneno de la Hidra. Iba a sufrir una agonía eterna, por eso aceptó tomar el lugar de Prometeo. Es entendible.

—Sí.

—A cambio, Zeus le dio un lugar en el cielo. Hay muchas historias así, que en vez de morir se convierten en constelaciones.

Había una palabra para eso. Cateterismo. No, eso era algo del corazón. Catasterismo, así era, con A, cuando en vez de morir te convertís en una constelación. Se acercó mi colectivo a la parada, rojo y blanco, número par, y me vi caminando más despacio, no extendiendo el brazo y dejándolo pasar porque quería seguir hablando con Juan. Sentía mi corazón más estable, el cielo un poco menos negro y un poco más azul.

—Hacía mucho que no pensaba en eso —dije.

Nos quedamos esperando en la parada. Yo estaba pegoteada del calor, con los ojos irritados y la música que seguía zumbándome en los oídos. En cambio, Juan estaba fresco, descansado, parecía que había venido de otro lugar. Me había fijado tanto en su mirada antes que no había reparado en su boca. Cuando la cierra, le queda un agujerito entre los labios, un lugar por donde meter la lengua y abrirlos. Bajé la vista hasta sus zapatos. No eran náuticos, ni mocasines, ni deportivos. No tenían cordones y se les marcaban las costuras.

—¿De dónde saliste vos? —me preguntó—. No sos amiga de Dai.

—No —me apuré a contestar—. La conocí en el cbc. Me la crucé ayer de casualidad después de años y me invitó.

—Qué mala suerte la tuya —dijo y sonreímos de nuevo—. ¿Qué estudiás?

—Estudiaba Letras, pero dejé —no le había contado esto a nadie y lo sentí como una confesión—. Ahora, trabajo nomás.

—¿Y qué hacés?

Lo que en verdad hacía todos los días era extrañar a Fernando y mirar la mancha de humedad en la pared del departamento que tenía que dejar por falta de plata. Todos los días me proponía empezar el trabajo para Roberto y nunca lo hacía. Pensaba en morirme como los grandes escritores, la diferencia era que no dejaría un corpus propio sino ajeno. No es mi costumbre decir la verdad sobre mi trabajo. Lo hice con Juan porque necesitaba contarle que yo existía.

—Soy ghostwriter —le dije.

—¿En serio? Nunca conocí a alguien que hiciera eso.

—No te perdés de nada.

—Yo creo que sí.

Su respuesta me hizo sentir un poco observada, lo cual ya era incómodo pero no malo necesariamente. En absoluto.

—¿Y escribís cosas tuyas también?

Con esa pregunta había dado en el blanco y lo sabía.

—No, no me sale.

Otro colectivo vino a rescatarme de tener que dar una explicación al respecto. Levanté la mano para frenarlo. La puerta se abrió y subí los escalones. La respuesta de Juan me quedó resonando durante el viaje, cuando llegué a mi casa y quizá hasta en sueños:

—No te sale porque no sabés tu nombre verdadero.

CAPÍTULO 3

Juan me llamó unos días después. Atendí el número desconocido sólo porque quizá era Fernando para decirme que quería volver conmigo, pero no. Nunca era Fernando.

—Le pedí tu celular a Dai. Quería saber si estabas mejor.

—Sí.

No era verdad, pero el llamado de Juan me hizo sentir bien, así que tampoco era mentira. Nadie más se preocupaba por mí. Sólo hablaba con Roberto por trabajo o con mi viejo cada tanto cuando enganchaba buena señal. Mis compañeros de secundaria se habían esfumado y los de la facultad también cuando dejé de serles útil.

—Estuve pensando. Mañana tengo un ensayo en una casona que tiene una terraza grande donde podemos ver el eclipse, si tenés ganas.

Lo dijo así: “el eclipse”, como si fuera un hecho de público conocimiento. Para mí fue una pequeña muestra de que él vivía atento a otros fenómenos del mundo. No estoy segura de por qué acepté la invitación. No fue sólo porque había sido amable conmigo ni porque me había llamado, aunque eso no era poco. Cuando llegué a mi casa después del cumpleaños, dormí sin pastillas. Fue un sueño profundo y reparador. Hasta pensé que quizá no había tenido un ataque de pánico sino un pico de angustia, un momento de malestar, algo más leve. El pánico puede ir mutando, ¿por qué no? El primer ataque que tuve fue cuando me dejó Fernando. Terminé en el hospital porque no sabía qué me estaba pasando y lo único que me dijo la inútil de la médica fue que contara hasta ocho inhalando y exhalando. La segunda vez fue unos días después. Vi a Fernando en la facultad y me acerqué a hablarle, pero justo se cruzaron Renata y sus dos tetas con una pregunta sobre el parcial. Cuando Fernando me vio, no mostró ni sorpresa, ni enojo, ni alegría, ni incomodidad. Siguió caminando con ella como si yo no estuviera ahí. Fue como si alguien cortara un hilo y mi corazón se soltara. Quedó un órgano perdido en mi cuerpo. Una canica en una lata que se agita. Terminé encerrada en el baño en posición fetal. Hubo como cinco o seis episodios más así. El baño se convirtió en mi nuevo útero frío y grafiteado hasta que decidí dejar la facultad y todos los trabajos que hacía ahí, mi fuente de ingresos. Pensé que me haría bien alejarme de Fernando, pero él estaba en todas partes.

—Dale. ¿Me pasás tu celular? —le pregunté a Juan.

—Se me rompió. Nos vemos ahí directo, si te parece.

Me dio indicaciones de cómo llegar. Era una casa vieja al lado de un terreno baldío y enfrente de un árbol podado. Golpeé la aldaba de hierro en forma de búho y unos minutos después me abrió un hombre de cuarenta y largos con barba oscura, tatuajes tribales y un delantal de cocina manchado. Le dije que iba al ensayo y me dejó pasar a la sala común donde había un piano con teclas amarillentas, sillones y luces alrededor de un espejo rajado. Todo olía a guiso. El hombre me señaló las escaleras. No sé si fue ahí o antes que se asomó una chica con cresta violeta y borceguíes, apretando un cigarrillo entre los dientes y preguntando si habíamos visto a un tal Timi. Me costaba entender si el lugar era una pensión, un centro cultural, una casa ocupada, además de quiénes eran estas personas, si Juan las conocía o no, y quién era Juan, después de todo.

Subí las escaleras con cuidado. Estaba oscuro y los escalones crujían. En el primer piso había un velador prendido sobre una caja de cartón, una mancha roja en la pared, tal vez una presencia mirándome agazapada desde algún rincón. En el segundo piso, el moho y la humedad formaban nubes de tormenta y un mar bravío en el cielorraso. Llegando al tercero, seguí una música hasta la puerta entreabierta del fondo. Dudé un segundo si quedarme o salir corriendo. Decidí entrar.

Juan estaba del otro lado del salón junto a un parlante. Había otras quince, veinte personas, todos bailarines. Algunos formaban un cúmulo vivo de cuerpos con brazos y piernas que salían del centro. Juan le hizo una seña a uno de los bailarines que estaba cerca y le susurró algo al oído. El chico asintió y corrió para unirse a los demás. Lo absorbieron como una célula a su alimento. Me encantaría tener esa plasticidad, en cambio soy cifosis y lordosis de tanto estar sentada, dolor de cabeza por compresión cervical, y no llego a tocarme los dedos de los pies sin hacer trampa. No me salía bailar ven que te voy a cazar y tampoco habría sabido bailar esto.

La música era la grabación de un violín, una melodía solitaria con estático como si saliera de un tocadiscos raspado por una aguja. El llanto entre las cuerdas me traspasaba la piel. Juan les dio la señal a tres bailarinas que se acercaron a la masa de cuerpos y tiraron de brazos y piernas hasta desparramar a todos en el piso. Poco a poco se incorporaron y formaron un círculo. Eran movidos por la música y por Juan. Seguían las indicaciones que él les daba, arrojándose de un extremo al otro del círculo, de un color a su complementario, de un número a su opuesto en el reloj, contrayéndose en un centro macizo y dispersándose como un diente de león. Poco a poco la melodía se fue aquietando y los cuerpos cayeron de nuevo al suelo: flores que se cerraban en capullos, hombres que volvían a ser piedras.

—Terminamos —Juan me sostuvo la mirada mientras los bailarines abrían los ojos y se desperezaban—. Me tengo que ir que me espera mi amiga.

Los bailarines se levantaron para buscar sus bolsos. Estaban cansados y felices, sacaban plata y rodeaban a Juan. “Gracias”, le decían. Traté de calcular cuánto le pagaban y me pareció demasiado para… ¿cuánto habrá durado este ensayo en total? Sólo presencié la última parte. Tendría que encontrar la forma de ganar plata fácil como Juan que decía “gracias a ustedes, gracias”, y guardaba la plata en un estuche de cuero. Cruzó el salón hacia mí.

—¿Subimos?

CAPÍTULO 4

Mi primera impresión de la terraza no fue buena. La puerta tenía bisagras oxidadas y costaba abrirla por la cantidad de enredaderas que serpenteaban en el piso y las paredes. La luna estaba tan grande y brillante que parecía un reflector sobre un escenario. Se había acercado de manera violenta a la Tierra o nosotros habíamos salido de órbita para alcanzarla. Fernando sabría cómo describirla. Una moneda antigua, diría, una máscara de carnaval.

Juan se abrió paso entre las enredaderas hasta el parapeto, apoyó su estuche y se sentó sobre el borde con las piernas colgando hacia afuera. Debajo, copas de árboles, pasto seco, yuyos, hongos, larvas, gusanos, cosas que no podíamos ver.

—¿No venís? —preguntó.

Si no miro hacia abajo, no me voy a caer. Me senté de costado, con una pierna apoyada en el piso y la otra sobre el borde. Juan era parecido al recuerdo que tenía de él. Esta noche su cuerpo estaba todavía tibio por el ensayo, su piel pálida, encendida.

—¿Sos coreógrafo o algo así? —le pregunté para espantar el vértigo—. Los bailarines me parecieron muy buenos.

—Más o menos. Les cuesta levantar vuelo. Me llaman cada tanto cuando se quedan secos de ideas o quieren investigar algo en particular. Hago este tipo de cosas. Destrabar, facilitar, propiciar, como quieras llamarlo. Con otra gente también, no sólo bailarines. Empecé cuando vivía en esta casa.

—¿Vivías acá? —eso me interesó—. ¿Sabés si se alquilan habitaciones? Me tengo que mudar y todavía no sé adónde voy a ir.

—¿Por eso estabas angustiada el otro día?

—En parte, sí.

—Lógico, está todo complicado. Antes, este lugar era una pensión, ahora es más una mezcla. Hay cursos, talleres, salas de ensayo, un piano. No sé si hay algo disponible. Te voy a averiguar.