Alien - Jorge Ernesto Machicao Argiró - E-Book

Beschreibung

Esta es una crónica sobre la espeluznante violación de los derechos humanos que sufren los latinos ilegales dentro de una cárcel para extranjeros (denominados aliens) en los EE.UU. ¡Nada menos que en el país que exporta la defensa de los derechos humanos a todo el mundo! Buscando asilo, producto de una persecución política propiciada por el régimen socialista-indigenista de Evo Morales, Alien (el personaje principal del libro) acaba privado de su libertad por más de tres meses en Broward Transitional Center (BTC), muy cerca de Miami, en los EE.UU. Allí, el protagonista emprende un increíble viaje que le permite atestiguar —desde dentro— la realidad de los latinos ilegales encarcelados. En este periplo vive intensamente el abuso y la discriminación sin límites de los que son objeto los hispanos ilegales en unas cárceles (BTC es sólo una de las más de trescientas setenta y cuatro que existen a lo largo y ancho de EE.UU.) que están diseñadas para torturarlos y atormentarlos de manera sistemática. En estos reclusorios se hace todo lo posible para impedir el sueño de los presos (quienes sobreviven como zombis), así como para empantanar su comunicación con el mundo exterior. En ellos es muy fácil caer víctima de una paliza perpetrada por los agentes del ICE. Aparejado a estas historias, Alien cuenta la suya propia: las agonías de un solicitante de asilo que termina preso en las garras de un juez prejuicioso y racista —cuya trayectoria se destaca por rechazar miles de solicitudes de asilo—, protegiendo, supuestamente, a los EE.UU. de los aliens.EL AUTORErnesto Machicao Argiró ha transitado por diferentes caminos de la vida. Nació un 15 de enero de 1958 en la andina ciudad de La Paz, sede del gobierno de Bolivia. Allí se desenvolvió en la política como diputado nacional, ministro de Comunicación Social y embajador de Bolivia ante la República de Corea. Una vez que dejara el ejercicio pleno de la política, se desarrolló como abogado en la tropical Santa Cruz de la Sierra, donde actualmente reside. Se formó académicamente, primero, en los EE.UU., habiendo obtenido un B.A. en Ciencia Política y Economía de Westminster College (Missouri), y un M.A. en Ciencia Política de Drew University (New Jersey); y, posteriormente en Bolivia, habiéndose titulado en Derecho de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo”. Desde muy joven fue amante de las letras y articulista en diversos periódicos de su país. Ha sido encarcelado producto de una solicitud de asilo en los EE.UU., hecho que motivó una irrefrenable necesidad de expresión literaria, cuyo resultado es Alien…: asilo y prisión en una cárcel de inmigrantes en EE.UU.

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Reconocimientos

A mi esposa Luly, a Alejandrita Arias y a mi hermano Roberto. Ellos me dieron energía en cada instante de este episodio de la vida. También agradezco a Jim Rice, Tony Anderson y Pat Kirby, por su incondicional apoyo. Y a María Alejandrita, que con su infantil sonrisa dio solaz a muchas horas de escritura.

Capítulo I La llegada

lunes, 3 de noviembre de 2008, h 4:15 p.m.

Las llantas del avión rebotaban —girando a toda velocidad— sobre la pista de aterrizaje del Aeropuerto Internacional de Miami. Mientras la nave carreteaba en el cemento ardiente, mi mente funcionaba a millones de mega-hertz por segundo. En minutos más estaría solicitando asilo político en los Estados Unidos, ante los funcionarios de inmigración. Para evitar traspiés, debía seguir mi plan de manera rigurosa. Era imprescindible que ninguno de mis compañeros de viaje — del vuelo 922 de American Airlines (Santa Cruz - Miami)— se enterase de mi solicitud de asilo. Si el gobierno de Bolivia se anoticiaba de mis andanzas, podía tomar represalias contra mi familia o contra mí.

La ley norteamericana sobre el asilo político indicaba que el peticionario debía anunciar su intención en el puerto de entrada al país. Esto, en vuelos internacionales, significaba que lo hiciera ante el funcionario de la caseta de inmigración del aeropuerto. En algunas ocasiones, en cuanto el peticionario terminaba de hacer su solicitud oral, el funcionario encargado activaba una ruidosa alarma. Tras el chirrido de la alarma, aparecían de inmediato varios guardias de seguridad para aprehender al peticionario, a quien lo esposaban y lo sometían al procedimiento establecido para casos de asilo. Aunque parezca inverosímil, al que solicitaba asilo en los EE.UU. ¡se lo esposaba de inmediato!… Además, ¡se lo encarcelaba! Y permanecía prisionero hasta conocer la decisión de un juez de inmigración. Ante la posibilidad de desatar semejante escándalo, no podía permitir que me identificaran mis coterráneos. Ya fue difícil evadir la mirada ambivalente de Gonzalo Montenegro (un ex político del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, quien me conocía perfectamente bien, pero que cuando me vio, dudó de mi identidad, ya que yo me rasuré la barba después de muchas décadas) durante las seis horas del vuelo, quien viajaba con su consorte. Además de él, había otros conocidos que fácilmente podían esparcir la “noticia” sobre mi solicitud de asilo.

Para evitar este riesgo planifiqué, en mi fuero interno, ser el último en la fila de inmigración, lo que resultó no ser una tarea simple. El problema es que no existía una sola caseta de inmigración, sino alrededor de quince o veinte de ellas, y por lo tanto se formaba igual número de filas. Ante esta situación, decidí ser el último de la fila del fondo del amplísimo local.

Un aspecto tranquilizante era que las quince o veinte filas no estaban solo destinadas a atender a los pasajeros de mi vuelo, sino a los de varios vuelos que arribaron casi simultáneamente de diferentes países de América Latina. La multitud, entonces, era enorme y estaba diseminada entre las quince o veinte filas. Dentro de ese conglomerado humano estaban esparcidos mis compañeros del vuelo de American Airlines, a los que quería evitar a toda costa.

Luego de algunos malabares, me situé en la fila más idónea (según mis cálculos), asegurándome ser el último de la misma. De lejos espiaba a mis compatriotas: todos ellos estaban más adelantados que yo y, lo que era mejor, se ubicaron en otras filas. Con el pasar de los minutos (que parecían horas eternas en esta espera) desapareció mi amigo Montenegro con su esposa, y así varios otros compatriotas que, luego de ser revisados en inmigración, se internaban en territorio estadounidense, camino a sus destinos de viaje. Cada que veía un boliviano traspasar la línea de inmigración, sentía un alivio interno. Los riesgos de que alguno de mis compañeros de viaje presenciara la escena que yo iba a ofrecer iban disminuyendo minuto a minuto.

Cuando esa espera intranquila se había prolongado por encima de los treinta minutos, cuando las filas de viajeros se achicaron ostensiblemente, y cuando ya no divisaba a ningún compatriota de mi vuelo entre la menguada concurrencia, sentí que la mirada de una funcionaria de inmigración (quien en esos momentos se encontraba vigilando los alrededores) se posó sobre mi humanidad e inquirió de inmediato:

—¿Ha llenado usted el formulario de inmigración?

En este preciso instante empezaba el show.

Mi respuesta fue tranquila y muy clara:

—Llené el formulario, pero no la casilla en la que debo informar sobre el tipo de visa con la que estoy ingresando a los Estados Unidos.

La aclaración iba en sentido de informarle que no podía marcar que iba a ingresar con visa de turista. Desde un punto de vista jurídico, no era posible que yo anotase que ingresaba con una visa de turista (que sí la tenía vigente y sellada en mi pasaporte), ya que ello habría constituido una falsedad. Los que piden asilo no ingresan como turistas, ingresan pidiendo asilo.

—Tampoco llené la casilla en la que debo informar sobre la razón mi viaje a los EEUU —proseguí aclarando aún más.

Es que no dije si era para pasar una vacación o si era para firmar un contrato con una empresa. Le revelé que mi caso era un tanto diferente al de la mayoría de los viajeros:

—Soy un perseguido político, y estoy buscando protección del gobierno de los Estados Unidos, por lo cual estoy pidiendo asilo por razones políticas.

Con un accionar muy profesional (léase frío), la mujer anotó en una especie de agenda lo que le indiqué, e inmediatamente, en tono firme pero gentil, me instruyó:

—Sígame, por favor.

—Por supuesto —respondí.

Y empecé a caminar detrás de ella, consciente de que era el foco de atención de todos los que me circundaban en esa área. En todas las ocasiones que estuve en filas similares de inmigración (y muy particularmente en los aeropuertos norteamericanos, donde inmigración es especialmente dura con los extranjeros que pretenden entrar al Imperio), cualquier actitud que discordaba con el flujo normal de los pasajeros que arribaban era objeto de la curiosidad casi morbosa de los viajeros que hacían las largas filas. La mujer, en su calidad de autoridad imperial —como traía en manos a un pasajero que planteaba una situación fuera de lo común, o tal vez hasta problemática— se saltó todas las filas y se enrumbó con destino a una caseta de inmigración que estaba ocupada por oficiales de esa repartición gubernamental, pero que no estaban atendiendo a pasajeros en ese preciso momento. Ella se aproximó al encargado de la caseta —un latino, de tez blanca, delgado, que llevaba un prendedor que lo identificaba con el apellido Díaz, probablemente de origen cubano por su acento, y que hablaba el castellano como haciendo un favor a quien fuera su interlocutor hispano de turno— y le explicó mi situación de manera escueta. El funcionario escuchó el resumen de la mujer, colocó su bolígrafo entre el dedo mayor y el índice de su mano derecha y empezó a llenar el formulario.

—¿Cuál es su nombre? ¿Profesión? ¿Estuvo usted anteriormente en los EEUU? ¿Está usted solicitando asilo al gobierno de los EEUU? ¿Alguna vez antes usted solicitó asilo a los EEUU?

Y así, continuó con una serie de preguntas de rigor, que requerían respuestas casi monosilábicas, suficientemente breves como para llenar las estrechas casillas del formulario de inmigración. En realidad, a él lo único que le interesaba saber era que yo buscaba el asilo político para insertarlo en el espacio correspondiente de su formulario. Una vez que yo respondí a su interrogatorio, casi sin alzar la mirada, me indicó que este era un tema que él no iba a resolver. Tocó un timbre que estaba ubicado debajo de su mostrador, y casi inmediatamente aparecieron dos oficiales —vestidos con el uniforme azul marino oscuro— del ICE (estas son las siglas en inglés de la institución que se denomina “Immigration and Customs Enforcement”, y que en español se traduce como “Ejecución de Inmigración y Aduanas”).

El ICE

Aquí vale la pena hacer una digresión de carácter informativo. El ICE (la pronunciación en español resulta ser algo así como “aays”) es lo que vulgarmente se conoce como el cuco de los inmigrantes latinoamericanos ilegales, e inclusive legales, algunas veces. Nuestros compatriotas también le llaman la “migra”.

En realidad el ICE es, con absoluta certeza, la fuerza represora más violatoria de los derechos humanos de las “naciones civilizadas” contemporáneas (por si acaso, este concepto de “naciones civilizadas” no es un arbitrio del autor, sino que lo utiliza el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, en su artículo 38, para referirse a los “principios generales de la ley reconocidos por las naciones civilizadas”, entre las cuales se encuentran, presumiblemente, los Estados Unidos de América).

Para comprender esta caracterización debemos primero aceptar que en el mundo actual existe una nueva forma de esclavitud. Los doce millones (algunos aseguran que son alrededor de quince) de latinoamericanos ilegales en los EEUU han ingresado a ese país bajo la dolosa permisividad del ICE, y de las demás agencias norteamericanas que tienen como finalidad controlar la inmigración del Imperio. Es que durante varias décadas la economía norteamericana necesitaba de mano de obra barata, para labores que muy pocos ciudadanos de ese país estaban dispuestos a realizar. En el campo, la cosecha de naranjas y de otros productos de la tierra solo la hacían, y la siguen haciendo, los mexicanos y demás latinoamericanos. En las ciudades, éstos realizan el trabajo de empleadas domésticas, jardineros, lavaplatos, y obreros de baja calificación (con salarios muy por debajo de los mínimos establecidos por la ley). Esta es una explotación cruel, ya que dichos trabajadores, al ser ilegales, prácticamente no tienen derechos. O por lo menos así lo sienten ellos. De tal manera que los patrones aprovechan esta situación para perpetrar todo tipo de abusos, protegidos por la más absoluta impunidad, y con la permanente amenaza de que si el ilegal se queja, será denunciado ante las autoridades para su inmediata deportación.

De estos casos existen muchísimos. Yo conocí el de un ilegal guatemalteco quien vivía en una casa que tomó en arriendo de una ciudadana de color, en el Estado de Carolina del Sur. En realidad los arrendatarios eran él y sus tres amigos, todos ilegales latinoamericanos, empleados en una hacienda de ese Estado sureño. Charlotte, la negra propietaria del inmueble, cuarentona que lucía más edad que los años que tenía, cobraba una suma exorbitante por concepto del canon del alquiler, pero jamás se mostró conforme con lo que recibía de sus inquilinos. Cada seis meses incrementaba el costo del alquiler, y los ilegales se veían compelidos a pagarle la nueva suma. Como era ilegal, mi amigo Carlitos no tenía una cuenta de ahorros bancaria. Todas sus utilidades las ocultaba dentro de un tazón que posaba sobre la superficie de una repisa, en la que también se asentaban fotografías de su esposa, de su hija de apenas tres años de edad, de sus padres y hermanos, a quienes había dejado en una provincia olvidada de su país. El tazón, entonces, hacía de caja fuerte. En realidad el tazón era la materialización de lo que Carlitos había conseguido en dos años de sacrificio, en los que se había perdido los balbuceos de su entrañable Alejandrita, y sus primeros pasitos en la tierra de su campesino hogar. El tazón era su trofeo. Cada que ingresaba a su dormitorio después de la jornada diaria, lo primero que miraba eran las fotos de Alejandrita, y acto seguido, el tazón. Alejandrita y el tazón eran la razón por la cual él aguantaba esta descarnada existencia, obedeciendo órdenes de seres a los que no entendía, ni por el idioma que hablaban, ni por la crueldad que ostentaban. El racismo en el sur estadounidense era pronunciado. Los blancos odiaban a los negros, y los blancos y los negros juntos despreciaban a los latinos. Pero Carlitos había llegado a comprender, a sus escasos veinte años, que el orgullo no era suficiente para criar a Alejandrita. Con los ahorros que él conseguiría retener, la idea fija que tenía era comprar una casa, para liberar a su familia del martirio del alquiler mensual. Y con ello, facilitar la educación de su tesoro del alma.

Una fresca tarde de noviembre del año 2008, a eso de las seis, cuando el sol ya había desaparecido (en esa época del año anochece muy temprano por efecto de la proximidad del invierno), después de una pesada jornada laboral, la dueña de casa abordó a Carlitos y lo constriñó a que él y sus compañeros de vivienda aumentasen el canon de alquiler, a partir del próximo mes de diciembre. Carlitos le explicó que aquella demanda no podría ser cumplida, ya que él no contaba con más dinero disponible para alquileres. Sobre todo, porque esta era la tercera vez en lo que iba del año que se había incrementado el canon mensual. Le aclaró además, que sus ingresos —y los de sus colegas— no habían subido, especialmente por efecto de la crisis económica. Peor aún, le explicó que uno de sus compañeros había quedado sin trabajo, y que hasta que lograra un nuevo empleo les sería difícil cumplir con el pago como estaba fijado, pero que lo harían. Mas le aclaró que era imposible incrementar el canon mensual.

Esa respuesta no fue del agrado de Charlotte. Aunque no se lo confesó a su inquilino, ella también había perdido su trabajo, producto de la profunda crisis que aquejaba a la nación más poderosa del mundo en los últimos días del gobierno de George W. Bush. Charlotte había trabajado muy duro para pagar la deuda hipotecaria destinada a comprar la modesta casa blanca. Pero cuando sus fuerzas ya no eran suficientes, tuvo que darla en alquiler para hacer frente a sus obligaciones financieras. Así fue como ocuparon el inmueble los tres latinos ilegales. Para Charlotte los hispanos eran una bendición, a la vez que una injuria. Por supuesto que ella adoraba la idea de recibir dinero con el cual pagar por la propiedad del inmueble. Pero lo que le resultaba insultante en su fuero interno era que estos latinos, que habían ingresado a su país violando la ley, a pie, por la frontera con México, hoy en día gozaban de esa vivienda (que para ella era un palacio). Ella había nacido en los EEUU, y no podía habitar su propia casa. Ellos, que traspasaron la frontera pisoteando las leyes del Imperio del cual ella era ciudadana, en cierta manera tenían más privilegios que su propia persona. Por lo menos eso era lo que predominaba en sus sentimientos. “En todo esto hay una suerte de injusticia”, se decía para sus adentros Charlotte. Tantos siglos de esclavitud y de discriminación racial sufrieron los suyos en su nación, para que tres indocumentados indo-latinos habiten su casa, aquella en la que ella no podía vivir. “Y ahora, ni siquiera quieren pagar una renta justa”, se quejaba en silencio.

Después de todo, estaba por empezar la era de los negros norteamericanos. Barack Obama había sido elegido presidente el 4 de noviembre de 2008. Ahora era el momento preciso para hacer sentir su poder frente a estos intrusos, también oscuros, pero no negros. El poder era de los afroamericanos, no de los indios latinoamericanos. Amargada por esta situación, a las puertas de una navidad sin empleo y sin regalos, Charlotte tomó la decisión final. La injusticia debía ser reparada. Para eso estaba ICE.

Eran aproximadamente las dos de la madrugada, reinaba un silencio parecido a la eternidad, mientras los tres ilegales se habían entregado sin reparos a un sueño pesadísimo. En el patio de entrada a la casita blanca no se percibía movimiento alguno. La naturaleza estaba quieta. Ni siquiera se sentía la presencia de las ardillas que, de rato en rato, solían romper esa eternidad silenciosa con sus brincos entre los arbustos.

De la nada saltaron al sendero que conducía hacia la puerta de entrada a la casa once cuerpos que se escurrían sigilosamente, como serpientes a punto de atacar a su víctima. Era como si los pies de los once cuerpos no daran pasos, sino que se deslizaran —sin hacer ruido—hasta llegar a su meta: el portón principal. Una vez allí, el jefe del grupo alzó el puño al aire y, sin mediar ni una milésima de segundo, golpeó la puerta con tanta fuerza que rompió el silencio de la noche con un estruendo embrutecedor. Después del primer golpe, vino el segundo, el tercero, el cuarto, hasta que la puerta cedió y se abrió como rindiéndose ante semejante violencia. Jamás se supo con certeza si la puerta se abrió por efecto del brutal golpeteo, o si fue abierta por uno de los ocupantes de la casa. Lo cierto es que en cuanto se abrió, los once cuerpos —más oscuros que la noche, pues llevaban el característico uniforme azul marino lóbrego del ICE— se introdujeron en la sala que hasta esos momentos era de una tranquila vivienda. Parados, atónitos, adormecidos por el sueño, y humillados por los atronadores gritos de los agentes de la organización criminal más poderosa del mundo, miraban sin destino los tres muchachos latinos.

—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo, carajo! —ordenaba el jefe de la cuadrilla, apuntando a los jóvenes con su moderna pistola automática, en apronte para disparar ante el menor movimiento en falso de los tres agricultores.

—¡Quiero ver sus papeles! ¡Sus pasaportes! — chillaba con odio.

—¡¿Alguno de ustedes es ciudadano americano?! —inquiría el personaje, que hacía emanar de su voz un inocultable acento latino.

—¡Estos cerdos ilegales! ¡Bastardos!, ¡Se hacen a los que no entienden nada! —continuó vociferando.

Y no era que se hacían a los que no entendían el inglés, sino que de verdad no entendían casi nada, peor aún si se les gritaba tan salvajemente.

Estos jóvenes eran de origen indígena-campesino (de la cultura maya-quiché) en su país. Si hablaban el español, lo hacían pero con poca naturalidad, pues su idioma de cuna era el quiché. Tan era así, que entre los tres se comunicaban en su idioma natal. En Guatemala les habían enseñado que ese era un dialecto, no un idioma. Por eso consideraban que hablaban un idioma (el español) y un dialecto (el quiché). Su crianza en hogar humilde y de escasos recursos económicos les había permitido concluir solamente la escuela primaria; la secundaria, apenas la habían logrado pisar por un tiempo. La vida se había impuesto con sus necesidades, y tuvieron que trabajar desde edad temprana. Como eran más despiertos y ambiciosos que la media de sus pares, trascendieron fronteras y llegaron al Imperio para seguir soñando. Soñando para que sus vástagos sí logren terminar la secundaria algún día. Soñando para que sus hijos tengan alimento tres veces al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Soñando para que sus hijos no se mueran de una infección intestinal por falta de un medicamento básico. Soñando no morirse antes que sus hijos cumplan la mayoría de edad. Esos eran los ambiciosos sueños de estos jóvenes… Y por supuesto, no hablaban inglés. No entendían los insultantes alaridos que emanaban de la boca del jefe de la cuadrilla del ICE. Pero como jefe de cuadrilla no podía comprender que ellos no entendieran el idioma de Shakespeare. El oficial Gómez ya se había olvidado que sus padres, inmigrantes ilegales mexicanos, jamás lograron aprender el inglés bien, a pesar de haber pasado la mayor parte de sus vidas en los EEUU. Pero él había nacido en “América” y se sentía como un descendiente de ingleses, a pesar de su pronunciada piel morena, olvidando del todo sus raíces. El uniforme azul marino oscuro del ICE lo hacía vanagloriarse aún más frente a los indefensos maya-quichés que tenía bajo su poder. La ley era imperativa en cuanto a que un detenido debía tenderse en el suelo, cuando así se lo ordenaba la autoridad competente. Como estos infelices desobedecieron sus órdenes, se vio ante la imperiosa necesidad de aplicar la fuerza bruta. “Los delincuentes se resistieron a obedecer — según se decía el mismo —, así que ahora entenderán por las malas.”

En el fondo el oficial Gómez estaba justificando algo que quería hacer, algo que le llenaba de gozo enfermizo: abusar de los indios provenientes de ese despreciable vecindario del otro lado de la frontera sur de los EEUU. Él estaba poniendo en marcha una práctica de centurias. Éste había sido el pasatiempo favorito de los blancoides y de los criollos latinoamericanos desde la época de la Colonia. Los más indios eran objeto de desprecio por parte de los de tez más clara. En América Latina las diferencias raciales no son absolutas (como ocurre en los EEUU entre blancos y negros), sino que son relativas (entre menos oscuros contra más oscuros). Por ello es que uno menos oscuro no pierde la oportunidad de humillar a uno más oscuro, dadas las circunstancias. Estas prácticas racistas adquieren otras características en los EEUU. Los latinos que hablan inglés, y que además tienen residencia legal, sienten un grado de superioridad sobre aquellos ilegales que no entienden nada en ese idioma. Y los que lograron obtener la nacionalidad se ubican por encima de los meros residentes. Y ni qué se diga de los latinos que nacieron con la nacionalidad estadounidense. Esos se sienten de alcurnia frente a todos los demás latinos, pero especialmente frente a los estropeados ilegales.

En el operativo del ICE estábamos presenciando este fenómeno. De los once oficiales del ICE que llevaban a cabo el operativo, seis eran de origen latinoamericano, tres eran negros y dos eran blancos. De los seis latinos, dos eran ciudadanos estadounidenses por nacimiento (Gómez, de extracción mexicana; y Díaz, de San Juan, Puerto Rico). Los otros cuatro latinos eran inmigrantes nacionalizados.

De tal manera que la saña con la cual los oficiales del ICE trataron a los ilegales era aborrecible. Estos ilegales estaban en el nivel más bajo de la escalera socio-racial de “América”. Y el ICE estaba para recordarles esa realidad. Como no había testigos, los verdaderos delincuentes —los oficiales del ICE— emprendieron a golpes con los humildes migrantes. Patadas en el suelo (los puntapiés estaban dirigidos al cuerpo para que no quedara mucha huella), gritos, insultos, puñetes en la cara (con guantes), fue el menú para los ilegales. Los jóvenes solo atinaron a implorar misericordia, a pedir perdón, a llorar. Todo esto en quiché entremezclado con español. Pero en esos espíritus ensoberbecidos no cabían estos conceptos, y menos aún si no estaban planteados en inglés. Para quienes habían quebrado las leyes de “América” no podía haber misericordia ni perdón, solo cárcel o deportación.

Una vez que los oficiales del ICE se agotaron de golpear a sus víctimas —como cuando un boxeador está peleando el décimo round—, decidieron dar por concluida la paliza, y entonces sí continuaron con los procedimientos de aprehensión. Esposaron a los delincuentes y, sin dejarlos empacar ninguna de sus pertenencias, los introdujeron en la vagoneta del ICE. Como no había tiempo que perder, partieron a toda velocidad.

Carlitos y sus dos compañeros, que habían sido ubicados en una especie de jaula de la vagoneta donde estaban destinados a ir los detenidos, miraban con amargura cómo quedaba atrás la casita blanca que había sido testigo de sus esfuerzos, de sus sufrimientos, de sus sueños, de los últimos años. Allí quedaban sepultadas sus esperanzas, sus ahorros y sus pertenencias.

Esto fue así, literalmente. Los dieciséis mil dólares ahorrados por Carlitos en dos años jamás pudieron ser reclamados por él ante nadie. Tampoco pudo recobrar su automóvil, ni por supuesto sus otras pertenencias como su ropa, sus zapatos, los vestiditos que había adquirido para su hija, ni tampoco el anillo de perlas destinado a su esposa (para el matrimonio religioso que aún estaba pendiente por realizarse). La ley norteamericana es implacable con los “delincuentes” extranjeros. Quien entra ilegalmente a los Estados Unidos, se va como entró: sin nada. El ilegal que fuera aprehendido es arrestado y depositado en custodia en una cárcel, de donde no sale si no es a su país de origen, en calidad de deportado.

No importa el tiempo que hubiera vivido en los EEUU. Deja atrás todo lo que obtuvo con su trabajo.

El ingreso a las oficinas del ICE en el aeropuerto

Luego de la digresión que acabamos de hacer con motivo de introducirnos en el ICE y su rol en la vida de los ilegales, retornamos a la caseta de inmigración en el aeropuerto. El oficial Díaz acababa de tocar el timbre que estaba debajo del mostrador, y dos agentes del ICE se habían aproximado allá de inmediato.

Los dos oficiales del ICE se me aproximaron haciendo gala de una gentileza no característica de esa institución temida por los extranjeros, en especial por los ilegales. Seguramente, como se encontraban trabajando en el Aeropuerto Internacional de Miami y tenían una audiencia internacional de mayor rango social, estaban cuidando formas.

—Buenas tardes —saludó el primero de ellos.

—Buenas tardes —repitió también el segundo casi a coro con el primero.

A lo cual yo contesté:

—Buenas tardes.

El oficial Díaz, que desde ya era un hombre de pocas palabras, cumplió con informarles que yo estaba solicitando asilo por razones de persecución política. Les entregó mi pasaporte y el formulario que él llenó, y me pidió que siguiera a los señores a las oficinas donde se ocuparían de mi caso.

A todo esto mi pánico escénico respecto a una posible batahola —en medio de la concurrencia de la fila de pasajeros internacionales, e incluso bajo la mirada de coterráneos míos—, como producto de mi solicitud de asilo político, se aplacó considerablemente. Las publicaciones de organismos de derechos humanos que denunciaban que a los peticionarios de asilo les colocaban esposas y grilletes en la parte inferior de la tibia y del peroné, en la misma caseta de inmigración del aeropuerto, resultaron no aplicarse en mi caso. Posiblemente esas denuncias tuvieron frutos positivos. En mi caso, las esposas vinieron después. En ese momento en el que ya estaba en calidad de detenido, no me colocaron las esposas, pero sí me hicieron caminar en medio de los dos oficiales del ICE. Por primera vez en la vida había perdido la libertad, y estaba constreñido a obedecer disposiciones de agentes del orden.

Caminamos detrás de las casetas de inmigración con dirección al área de inspección de aduanas. Pero antes de arribar a esa área, entramos a mano derecha, a través de una puerta, a una habitación bastante amplia, en la que estaban sentados, esperando, una importante cantidad de personas, todos ellos pasajeros que arribaron a los EEUU en algún momento durante las últimas horas — y quien sabe, inclusive durante los últimos días—. Allí me indicaron que aguardara sentado, hasta que sea convocado por mi nombre.

Esta amplísima sala de espera resultó ser muy importante para mi estadía en los EEUU en esta ocasión. Allí ingresé el lunes, 3 de noviembre de 2008, a horas 5:45 p.m. aproximadamente (no hay que olvidar que mi aeronave arribó a las 4:15 p.m., pero entre el desembarco, la espera en la fila de inmigración y las entrevistas con los funcionarios del ICE transcurrió algo así como una hora y media).

En esta sala de espera había un área de tres ventanillas, muy parecidas a las de los bancos, en la que funcionarios de inmigración, de rato en rato, atendían a los pasajeros que ellos mismos convocaban con voz alta. En el extremo de la derecha de estas ventanillas estaba localizada una semi caseta, en la que permanecía sentada una oficial de inmigración, que en realidad era la que coordinaba el accionar del sitio. Coordinaba, porque ella era la que determinaba quién podía traspasar una puerta que estaba a su lado, la misma que permitía el acceso a un corredor largo en el que se divisaban oficinas, a ambos lados, de la institución azul oscuro.

Todos los pasajeros que estaban allí tenían problemas de inmigración. A tiempo de presentar sus documentos al funcionario de inmigración, fueron impedidos de continuar entrando a suelo americano, porque en la base de datos se detectó alguna irregularidad. Algunos inclusive eran ciudadanos estadounidenses. Allí conocí todo tipo de casos. Uno llamativo fue el del ciudadano estadounidense al que no lo dejaban reingresar a su país—luego de unas vacaciones en Latinoamérica— porque según los datos de inmigración él era en realidad un ciudadano de nacionalidad inglesa, que estaba radicando ilegalmente en EEUU. Es difícil de imaginar el escándalo que armó este señor que, dicho sea de paso, era un hombre de unos setenta años de edad. Él juraba y requetejuraba que su nombre era Randy Smith; y que había nacido en Cleveland, Ohio; y que se había criado en Nueva York; que había asistido a una escuela pública de esa ciudad en la secundaria; etcétera, etcétera. A pesar de lo ridículo del caso, don Randy Smith permaneció detenido en esta sala seis horas. Luego de esa exasperante espera, arribó la certificación a las computadoras del ICE, de que este Randy era el estadounidense, y que el ilegal seguía fuera del alcance de las autoridades. Como no era de extrañarse, salió del recinto echando gritos contra el sistema, que no tuvo reparos en impedir —temporalmente— el ingreso a un inocente de verdad.

Otro caso que me impactó fue el de una esposa joven, de unos treinta años de edad, de origen alemán, a quien no le permitieron reingresar a los EEUU. Ella había ido a visitar a sus padres que radicaban en Argentina. Su esposo junto con sus dos niños, estadounidenses los tres, la esperaban en la zona de arribo de los vuelos internacionales. Jamás la dejaron contactarse por teléfono con su marido, ni menos aún verlo en vivo. Ella permaneció muchísimas horas esperando (algún tipo de aclaración dentro del sistema de inmigración) sin ningún éxito. Aproximadamente al amanecer del día siguiente, la volví a ver (luego de que yo había sido transportado a otro ambiente para supuestamente “dormir”), cuando ya, visiblemente rendida, se aprestaba a ser encajada en un vuelo de retorno hacia Buenos Aires.

Yo esperé unas cuatro horas sin ser atendido por nadie. A eso de las diez de la noche fui llamado por la oficial de inmigración que hacía de coordinadora, quien luego de preguntarme mis generales de ley, me indicó que ingresara al corredor de las oficinas, y que caminara hasta la mitad del corredor, a la oficina número ocho, que estaba a mano derecha. Así lo hice. La prolongada espera, sin ingerir ningún alimento, ni siguiera líquido alguno, me debilitó al extremo. La última comida que había probado ese día fue la del almuerzo en al avión. Además del hambre y de la sed, el estado de angustia en el que me encontraba seguramente se reflejaba en mi semblante.

El agente de la oficina número ocho, era un estadounidense de origen latino, de nombre Ismael Rodríguez, también joven, de unos veintinueve años de edad, moreno, grueso de contextura, chato de estatura, y generoso en su actuación (lo que luego descubrí que era una característica muy escasa en filas de ICE). En cuanto ingresé a su oficina, no me alcanzó a preguntar si yo había comido algo (mi expresión facial y mi lenguaje corporal hablaban por sí mismos), sino que directamente me ofreció algo de comer. Me advirtió que era mejor que me alimentase, porque, según dijo, tendríamos una larga jornada en adelante con él. Le acepté con entusiasmo, y le informé que no había comido nada desde el almuerzo en el avión. Ante esta versión, él mismo salió de su oficina en busca de alimentación. A los pocos minutos, retornó con dos sándwiches de jamón con queso, una manzana, y dos cajas pequeñas de jugo de manzana en sus manos. Mientras yo devoraba mi cena, él volvió a salir de su oficina para realizar algunas gestiones en oficinas del vecindario.

Tras la cena, el oficial Rodríguez me pidió que pasara a la oficina contigua, y que allá se realizaría un procedimiento de reglamento. Me dio a entender que era algo que no sería de mi agrado, y con lo cual él tampoco estaba de acuerdo, tratándose de una persona de mis características.

En efecto, al lado aguardaban por mí dos oficiales del ICE. Ambos eran latinos, uno era rubio, José Estremadoiro; y el otro moreno, Rafael Cuenca. Los dos hablaban español, aunque se notaba que para ninguno de ellos éste era su idioma natal. Empezó hablando José Estremadoiro, quien me hizo unas preguntas de rigor: “¿cuál es su nombre completo?”, “¿por qué está solicitando asilo al gobierno de los EEUU?”, “¿qué cargos públicos ha desempeñado en el transcurso de su vida en su país?”, “¿por qué usted alega que está siendo perseguido por el gobierno de su país?”, “¿ha sido usted o alguien de su familia amenazado de muerte?”, etcétera, etcétera.

Mientras el oficial Estremadoiro me preguntaba y yo respondía, el oficial Cuenca revisaba minuciosamente cada una de las piezas de mi equipaje. Me pedía que yo abriese una maleta, y luego él escudriñaba cada centímetro cuadrado de la misma y, por supuesto, su contenido. Miró con atención cada objeto que yo traía conmigo. Como mi intención era tramitar el asilo, dentro de mis valijas traía muchísimos documentos, recortes de periódicos; certificados de nacimiento, de matrimonio, de defunción de mis padres; licencia para conducir vehículo; credencial de diputado nacional expirada; fotografías de mi esposa, de mi hijastra, de mis padres y mías; libros de Derecho; diccionarios, y todo tipo de bienes muebles fácilmente transportables.

Después de haber escrutado mis tres valijas (una grande negra, una mediana verde y un maletín de mano también negro), el oficial Cuenca solicitó que me quitara los zapatos, el cinturón, que sacase y colocara todo el contenido de mis bolsillos sobre el único escritorio que había en esta pequeña oficina. Además, pidió que le dijera cuánto dinero en efectivo traía, y que se lo entregase para que él verificara la cantidad. Le informé que el valor de moneda que poseía para mis gastos de viaje ascendía a la suma de cinco mil dólares estadounidenses, y se los entregué tal como él demandó. Además, le dije que tenía moneda boliviana. El oficial Cuenca agarró los billetes, los desdobló, y los contó uno por uno hasta llegar a establecer que había cincuenta de ellos, cada uno de corte de cien dólares. El efectivo en moneda de mi país ascendía al valor de trescientos cincuenta y cuatro bolivianos. Cuando terminé de vaciar mis bolsillos y de colocar todas mis prendas en la superficie del escritorio, el oficial Cuenca pidió que me colocara con los brazos abiertos, extendidos y en alto, con vista hacia la pared, con las manos apoyadas sobre ella, con las piernas también abiertas y extendidas, y los pies descalzos sobre el piso. En cuanto me consolidé en esta posición, el oficial Estremadoiro —que a la sazón ya había concluido su interrogatorio—, empezó a revisar cada milímetro de mi humanidad así como de la vestimenta que traía puesta. Mientras realizaba su labor, me explicaba (como excusándose por lo que hacía) que ésta era práctica de procedimiento y que la tenía que realizar hasta su conclusión. De manera indirecta me trataba de insinuar que una persona como yo no debería ser sometida a tamaña disección.

Entre mi documentación se encontraron con diez pasaportes. Desde el primero que obtuve en mi vida hasta el actual. Esto les llamó la atención poderosamente, ya que no es normal que un individuo ande por el mundo con ese número de pasaportes. En cada uno de ellos se encontraron con una visa a los EEUU. Había visas de estudiante, visas oficiales, visa diplomática, visas de turismo, y hasta una visa J-1 destinada a estudiantes de intercambio. De cada hoja de cada uno de los pasaportes sacaron fotocopias que se quedaron en los archivos del ICE en el aeropuerto de Miami. Aparentemente este es un tema que les absorbe la atención, ya que circulan en el planeta una gran cantidad de pasaportes falsos y visas de los EEUU igualmente falsas.

Con esta revisión de mi humanidad y de los bienes que traía conmigo, terminó el trabajo de los dos oficiales del ICE en esta habitación. Ahora, me indicaron, debía retornar a la entrevista con el oficial Ismael Rodríguez, en la oficina de al lado: la número ocho.

El oficial Rodríguez me esperaba con todos los formularios que requería para esta tarea. Empezamos alrededor de las once y quince de la noche. Las preguntas fueron siempre las mismas —desde que arribé al aeropuerto de Miami con los oficiales del ICE y CBP (Customs and Border Protection); luego con los funcionarios del US Citizenship and Immigration Services, en la cárcel denominada por el gobierno de los EEUU como Broward Transitional Center o BTC (en español, Centro Transicional de Broward); y finalmente con el juez de inmigración dependiente del Ministerio de Justicia (Department of Justice)—. Las principales preguntas eran:

—¿Cuál es su nombre completo?

— ¿Cuál es su verdadera intención en su visita de hoy día a los EEUU?

—¿Por qué razón usted asevera que está siendo perseguido por razones políticas?

—¿De qué lo acusa el gobierno de Bolivia?

—¿Cuándo comenzó su carrera política en Bolivia y qué cargos ocupó usted?

—¿Qué clases de visa a los EEUU usted tuvo anteriormente?

Por supuesto que había muchas otras preguntas, pero éstas eran las principales que hacían al fondo del asunto. Las otras tenían que ver con mis generales de ley y de cada miembro de mi familia. Incluso de los familiares próximos fallecidos, como el nombre y nacionalidad de mis padres. Les interesaba saber si alguno o ambos de mis progenitores habría(n) alguna vez optado por la nacionalidad estadounidense. Algunas de las preguntas tenían que ver con antecedentes penales de la persona entrevistada.

Este ejercicio duró bastante tiempo. El encargado del caso no solo grababa la entrevista, sino que tomaba notas escritas. Luego de registrar todas las respuestas (las respuestas sobre mi carrera política y la persecución de la que era víctima resultaron extensas), se excusó por un dilatado período de tiempo. A estas alturas, al oficial Ismael Rodríguez se lo veía exhausto. Pero no por ello dejó de ser puntilloso en su trabajo. Cuando el reloj de mi celular marcaba que ya había pasado la media noche, reapareció con el documento concluido: un acta bastante completa del relato que había brindado yo en esa ocasión. Me pidió que leyera el documento y que si no tenía ningún reparo, lo firmase. Leí el documento, y le solicité que hiciera algunas puntualizaciones más claras. Él registró mis requerimientos, volvió a imprimir el acta, e inmediatamente procedimos a suscribirla en cada página. Su firma y la mía quedaron plasmadas en aquellas seis hojas de la primera audiencia en pos del asilo político que buscaba.

Debido a lo avanzado de la hora —ya era la una y cinco de la madrugada del cuatro de noviembre de 2008—, el oficial Rodríguez me transfirió bajo la custodia de su relevo: el oficial Feliciano Matamoros. Este último, obviamente era de ancestros latinos (por su nombre), estadounidense de nacionalidad, de piel blanca, de estatura reducida, pero de contextura sólida. Había sido ex combatiente de las fuerzas norteamericanas (Marine) en Iraq. Era lo que los ingleses denominaban un verdadero gentleman. Muy decente, mientras no se le hagan bromas pesadas a él.

—Ahora toca que lo lleve a otro edificio. Allá tendré que hacer otro papeleo más sobre su solicitud de asilo, y luego lo conduciré a otra oficina para que descanse un poco hasta horas de la mañana.

—Bien, cuando usted diga —respondí.

—Yo le voy a hacer una concesión que nadie más se la va a hacer en adelante —mientras esté bajo custodia del gobierno de los EEUU, quiso decir—. Lo voy a conducir todo el trayecto que tenemos que recorrer (entre diferentes edificios del aeropuerto), sin colocarle las esposas. Esta es una desobediencia a los procedimientos, pero yo lo haré así, pues estoy convencido de que usted es una persona honorable y no voy a ser quien, por primera vez en su vida, lo espose como a un criminal —me lo dijo con voz ceremoniosa.

—Gracias, muchas gracias por su consideración —le contesté.

En esos momentos empecé a sentir el descomunal peso del sistema represivo en el cual había caído. Este era un engranaje dentro del cual el individuo no cuenta. Lo que único que existe es un complejo entramado de normas que los subalternos (y en estos gigantescos sistemas todos son subalternos) no se atreven a vulnerar, pues ello pone en riesgo su carrera profesional, su existencia misma dentro del sistema. Matamoros estaba dejando de lado una parte del procedimiento exigible (al no ponerme las esposas), pero también era consciente, por su agudo olfato de hombre de batalla, que yo no le significaba ningún tipo de riesgo de fuga. Y además, a esas horas de la madrugada, ni siquiera había testigos que presenciaran este acto de favoritismo.

En cualquier país latinoamericano, a un ex político de trayectoria que busca asilo jamás se consideraría esposarlo como si fuera un delincuente. Esto no se plantearían ni las normas ni los individuos.

A la luz de estas consideraciones, la actitud de Matamoros era destacable.

Luego de aquel intercambio de palabras —y mientras yo procesaba estas reflexiones—, empezamos a caminar. Él por detrás mío (esto establecía el procedimiento, que en este caso sí lo aplicó al pié de la letra, por si acaso el detenido pretendiera darse a la fuga), me dirigió hacia la parte posterior del edificio en el que nos encontrábamos. Para mi enorme sorpresa, a esa hora de la madrugada el MIA (Miami International Airport) estaba completamente vacío. No había ni una sola alma en los corredores por los cuales caminábamos los dos. Tanto así, que nuestros pasos producían eco.

Al arribar a la parte final de un larguísimo corredor, salimos por la puerta hacia el exterior del edificio. Allí, en el estacionamiento de vehículos que aparentaba estar destinado exclusivamente a los funcionarios del MIA, el oficial Matamoros me invitó a pasar al asiento trasero de su vehículo de trabajo. Éste era un automóvil amplio, como la mayor parte de los vehículos americanos, con el cuerpo exterior pintado con los colores y siglas de inmigración.

Él se puso al volante y condujo por breves instantes con destino hacia otro edificio dentro del complejo aeroportuario. Cuando llegamos a destino, salimos del vehículo y, otra vez, yo por delante y él custodiándome por atrás, ingresamos a este otro edificio del MIA. Continuamos la marcha hasta encontrar la otra oficina de inmigración.

Esta segunda oficina de inmigración estaba con luces resplandecientes. En ella se podía ver a varios funcionarios trabajando (entraban y salían de sus oficinas con papeles en las manos), y a unos cuantos pasajeros detenidos. Estos últimos se encontraban sentados en unas incómodas butacas negras de una enorme sala. Matamoros me dejó sentado en una de éstas, mientras él se introdujo en las oficinas para realizar el papeleo pendiente.

En la espera, una vez más, aprendí otros aspectos de este sistema cuasi carcelario subyacente en el Aeropuerto Internacional de Miami. Para un viajero normal (turista, ejecutivo de negocios, diplomático, funcionario de organismo internacional, etcétera) la visión de un aeropuerto es alegría, clase, sofisticación, internacionalismo, experiencia cultural, placer, y hasta aventura, entre otras sensaciones positivas. Lo que no se imagina este viajero común es que en lo profundo de este aeropuerto (y me imagino que lo mismo ocurrirá con otros similares en los EEUU) existe todo un sistema represivo en el que están involucrados agentes de varias dependencias gubernamentales de los EEUU (ICE, CBP, DEA, entre las más obvias). Esta maraña de seguridad incluye la presencia de detenidos, la permanencia de éstos en lugares destinados a la detención, y la práctica, en muchos casos, de actos abusivos, de atropellos y de violaciones a los derechos humanos. De esto último, nos ocuparemos en la última experiencia en el MIA.

Han debido ser entre las tres o cuatro de la madrugada. En otra de las butacas negras e incómodas permanecía sentada, esperando su turno para algún menester legal, una joven latina, de unos veinticinco años de edad, pelo castaño, rasgos faciales muy finos, de una estampa de modelo, que llevaba un vestido beige y un chal de piel muy fino color cobrizo (parecería que su destino final era un estado del norte, en el que en esta época del año ya hacía frío intenso). Con las piernas entrecruzadas y el semblante que irradiaba una combinación de seriedad y preocupación, sus ojos miraban hacia el infinito, aunque parecían concentrarse en el suelo de la sala. De pronto apareció un agente de uniforme azul marino y la condujo a la oficina del jefe de esta unidad de inmigración. La puerta quedó entreabierta, lo que permitía ver algo de lo que acontecía, mas no podía escucharse nada. La hermosa mujer parecía expresarse en son de súplica, especialmente por lo que expresaba su lenguaje corporal. La reunión fue prolongada. La insistencia en la rogatoria parecía haber agotado a la dama. Su semblante cambió de color y palideció súbitamente. Todo indicaba que se iba a desplomar a continuación. Pero no, lo que le quedaba de fortaleza física y honor la mantuvieron en pie. Dos agentes de azul marino la abordaron por ambos flancos de su humanidad, la esposaron de las muñecas con las manos adelante, la sostenían en sus dos pies que estaban a punto de ceder, y la sacaron de esas oficinas con destino desconocido, a esas horas de la madrugada.

Esta escena me shockeó. A solo horas de haber pisado suelo norteamericano estaba presenciando el excesivo rigor y el tinte de criminalidad que la ley de este Imperio le había otorgado al tema de la inmigración. Esta bella latina no era bienvenida a los Estados Unidos de América, otrora tierra de inmigrantes. Debía ser esposada y luego expulsada. Los procedimientos no permitían olvidarse de esposarla (esto es, humillarla), de lo contrario ella podría burlar a sus guardias y darse a la fuga, hacia el paraíso terrenal.

Allí aprendí que las personas (los agentes, los guardias y todos los que comprendían la cadena de las expulsiones y deportaciones, que en su mayoría eran de origen latino) se eximían de culpa sobre el trato indignante que propinaban a sus víctimas, ya que en realidad estaban cumpliendo lo que estipulaban los procedimientos: normas escritas hasta el detalle más minúsculo. Normas que, por cierto, eran redactadas por abogados y expertos en estos temas, los que seguramente no eran latinos (o si los habían eran muy pocos).

En Latinoamérica el abuso se justifica con el consabido: “estaba obedeciendo órdenes superiores”. Esto quiere decir que, cuando un funcionario público comete tropelías, se justifica con el argumento de que no era su intención hacerlo, pero que, lamentablemente, tuvo que hacerlo porque estaba recibiendo órdenes de sus jefes, así que no pudo evitarlo. Este fue el cuento, especialmente, durante las dictaduras militares.

En cambio, en América las tropelías se justifican así: “estaba cumpliendo con el procedimiento”. El problema en América, además de que existen demasiados agentes que cometen atropellos, es la vigencia de normas abusivas y hasta racistas, particularmente en materia de inmigración. He ahí, solo a manera de ejemplo, la ley anti inmigrantes latinos aprobada por el Estado de Arizona en abril de 2010. Y también la norma que establece que pueden permanecer presos, sin juicio de ninguna naturaleza, por tiempo ilimitado, los extranjeros acusados de delitos de terrorismo que permanecen en la cárcel de Guantánamo, en la isla de Cuba1. ¡La mayoría de ellos están detenidos desde hace más de ocho años atrás! Y no hay fuerza o razón humana alguna que pueda revertir esta situación. Como no existe ningún organismo internacional que pueda fiscalizar al Imperio, pues éste no reconoce jurisdicción de ninguna corte de naturaleza internacional, especialmente en materia de derechos humanos, los que producen normas (en el ejecutivo y en el legislativo) son libres de desconocer los tratados internacionales sobre esta materia. Y así lo hacen. Por eso afirmamos que las atrocidades en América no solo se dan producto de la arbitrariedad de agentes del orden, sino a través de las leyes o normas. Los genuinos arbitrarios, entonces, no son los operadores de la agencias gubernamentales, sino los que elaboran las leyes y las normas. Esta es una arbitrariedad institucionalizada, es decir, que nace de las instituciones democráticas. Por ello es que el abuso de una joven latina en el aeropuerto de Miami, en horas del amanecer, se escuda perfectamente en los procedimientos.

A pocos minutos del episodio con la joven mujer, el oficial Matamoros salió a mi encuentro a donde yo estaba aguardándolo. Me pidió que lo siguiera hacia una oficina, me hizo sentar frente al escritorio, y me pidió que firmara el documento que me puso al frente. Cuando el reloj marcaba las cuatro y cuarto de la madrugada, ya llevaba demasiadas horas de estrés y sin dormir. Leí el documento a duras penas. En él yo aceptaba que si mi solicitud de asilo era rechazada por el gobierno de los EEUU, sería deportado de este país, y que además, sería prohibido de ingresar a él por el lapso de cinco años. En esos momentos calculé que mis probabilidades de vencer al Imperio (rechazando firmar este documento) eran muy escasas. Por ello, a pesar de lo inequitativo del compromiso, no tuve otra alternativa que tomar la oferta: firmé al pie de la redacción.

La ley que yo había violado —según el documento que acababa de suscribir— era la siguiente: “Section 212(a)(7) (A)(i)(I) of the Immigration and Nationality Act”, misma que traducida al español era la Sección 212(a)(7)(A)(i)(I) de la Ley de Inmigración y Nacionalidad. ¿Qué decía esa norma legal? Era virtualmente imposible que una persona que buscaba protección por persecución política conociera el contenido de semejante norma legal. Y era igualmente imposible que esa persona pudiera firmar, de su libre y espontánea voluntad, un contrato aceptando que había violado esa ley. Y que además, al aceptar que la violentó, se sometía, “voluntariamente”, a la sanción establecida. ¿Es esta la idea que tiene el gobierno de Estados Unidos sobre el asilo político? Para mayor claridad, veamos el texto mismo de la ley que el peticionario de asilo admite haber violentado:

“Inmigrantes.- De acuerdo a la Ley de Inmigración y Nacionalidad (LIN), Sección 212(a)(7)(A)(i), cualquier inmigrante que, a tiempo de postular para admisión: I.- Quien no esté en posesión de una visa de inmigrante válida no expirada, de un permiso de reingreso, tarjeta de identificación para cruzar fronteras, u otro documento de entrada válido requerido por la Ley de Inmigración y Nacionalidad, y un pasaporte válido no expirado, u otro documento de viaje adecuado, o documento de identidad y nacionalidad si dicho documento es requerido bajo las regulaciones del Servicio de Inmigración y Naturalización, o II.- cuya visa haya sido expedida sin cumplir las provisiones de la Ley de Inmigración y Nacionalidad, es excluible.” (El resaltado y el subrayado es mío.)

¿Cómo puede una persona, que busca protección bajo la institución del asilo, saber que para ingresar a los EEUU con ese propósito precisa de una visa de inmigrante? Este requisito es un absurdo legal, y, sin duda, es una violación a los derechos humanos y a los tratados internacionales sobre el derecho de asilo y refugio. Bajo la lógica de la ley norteamericana, el que busca asilo debería tener una visa de inmigrante para ingresar legalmente a los EEUU. La pregunta lógica entonces es: ¿si una persona tiene una visa de inmigrante, para qué entonces buscaría asilo en ese país? Si la persona perseguida tiene visa de inmigrante, ingresaría a los EEUU con esa visa, y ya estaría protegida por las leyes norteamericanas. Y al contrario, si la persona que busca asilo no tiene una visa de inmigrante (lo cual es lo más común, por supuesto), al pretender ingresar a los EEUU sin dicha visa de inmigrante, ya está violando la ley de ese país. Es así cómo los que pretenden asilarse en los EEUU dan su primer paso —al pisar suelo norteamericano en cualquiera de los aeropuertos internacionales— violando las leyes de los EEUU. Los subsiguientes peldaños del proceso de asilo son, en realidad, los que determinan si el acusado de violar la ley de inmigración puede o no tener perdón. Si lo perdonan, le dan asilo. Si no lo perdonan, lo deportan, y le prohíben el ingreso a ese país por el tiempo de cinco años. Amén del castigo de tipo moral, y, por supuesto, por encima de todas las demás consideraciones del riesgo al que lo someten al enviarlo de retorno al país donde la persona está sujeta a persecución política.

Lo que acababa de firmar con el gobierno de los Estados Unidos de América era un acuerdo contractual —un contrato—, en el que yo declaraba entender haber violado una ley de inmigración norteamericana, y en el que la otra parte (el gobierno norteamericano) se comprometía a escuchar mi alegato. Mi obligación era expresar que entendía que había violado una ley, y la del gobierno era escuchar la fundamentación de mi petición de asilo. Si yo me acuso, ellos me escuchan. Si no me acuso, ¿no me escuchan? El mensaje estaba claro: si quería ser oído, debía firmar el contrato. No tenía otra opción. Esto es lo que en Derecho se denomina un contrato de adhesión, “take it or leave it” (‘o lo tomas o lo dejas’); un contrato en el cual la parte más débil no tiene opción de negociación. Los contratos de adhesión son, con frecuencia, duramente criticados porque el elemento fundamental de un contrato, cual es la voluntad de las partes, está virtualmente ausente en la parte más débil. En esta clase de contratos el fuerte impone su voluntad sobre el más débil de manera inequívoca. Este es exactamente el caso: ¿qué capacidad negociadora tiene una persona que busca asilo bajo la situación descrita líneas arriba? A las cuatro y cuarto de la madrugada, con un sueño casi invencible (no había dormido nada esa noche, ni tampoco la noche anterior al viaje, por las emociones que consumían mi alma), desesperado por la sañuda persecución política orquestada por el presidente Evo Morales, y sin más opciones sobre a dónde poder irme a vivir, no tuve otra alternativa que firmar aquel “contrato”. Bajo el fundamento de la falta de voluntariedad, ese contrato podría haber sido declarado nulo por una corte imparcial y basada en puro derecho.

Estampada mi firma, Matamoros se despidió de mí. Al marcharse se dio la vuelta y con voz baja, casi en secreto, me dijo: “buena suerte en su solicitud de asilo, adiós.”

La butaca negra y de superficie dura no permitía que nadie pudiera descansar tranquilo en ella. Menos aún, dormir sentado. Me pasé el resto del amanecer (desde las cuatro y quince hasta minutos antes de las ocho de la mañana) observando y escuchando los problemas de mis otros compañeros de sala de detención.

Una de las historias que más me impactó fue la de una señora, de unos cincuenta y cinco años, de nombre Soledad Arguedas, que viajaba sola, y a quien los oficiales de Customs and Border Protection (CBP), o Aduana y Protección de Fronteras, le hacían preguntas casi sin sentido.

—¿Por qué cada que ingresa a los EEUU se queda en este país seis meses exactos, que es el tiempo para el cual se le ha otorgado estadía? —inquiría el agente, un hombre de tez morena, de estatura mediana, más bien grueso, latino de origen, con un pésimo español que reflejaba un acento cubano, y haciendo gala de una actitud despectiva y en tono arrogante.

—Justamente porque su gobierno me ha otorgado ese período de tiempo para que me quede en los EEUU —respondió en un volumen casi imperceptible la mujer—, más bien encuentro que, al quedarme los seis meses, estoy cumpliendo exactamente lo que manda el sello de inmigración.

El oficial de inmigración se alteraba cada vez más porque, según él, la mujer no quería entender que su actitud era violatoria de la ley.

—¡Es que cuando el agente de inmigración sella en su pasaporte una estadía de seis meses, eso no quiere decir que usted puede quedarse seis meses exactamente! —gritó—. ¡Ese lapso de tiempo es el que le concede el gobierno de los EEUU, en caso de que usted tuviera algún problema (por ejemplo de salud), y que para solucionarlo precisara de un tiempo adicional hasta el plazo de los seis meses!

La señora no entendía la posición del oficial de inmigración. Ella creía que la lógica anglosajona era una de exactitud matemática, si el sello decía seis meses, pues la estadía legal era por seis meses. Ni un día más, cierto, pero seis meses. Por eso reiteraba aunque de manera muy humilde, que ella se quedaba el tiempo exacto del sello: los seis meses.

Sin embargo, el oficial se ratificaba en su argumentación. Los seis meses no eran para que ella se quedara los seis meses, sino que le daban pie para quedarse hasta seis meses, en caso de que las circunstancias así lo exigieran. Le dio todo tipo de ejemplos que podían alargar su estadía hasta los seis meses: problemas de salud, trámites de alguna naturaleza, etcétera, etcétera.

—Usted no puede afirmar que tuvo problemas cada viaje que realizó a los EEUU, durante los últimos cuatro años; en cada uno de estos viajes usted utilizó los seis meses completos, concedidos en el sello de inmigración. Esto no es creíble!

—Es que si el sello dice que me puedo quedar seis meses, oficial, ¿porqué he violado la ley?

—Porque usted no viene de visita a los EEUU, ¡usted vive en este país! Y seguro que trabaja en este país para mantenerse. Esa es la violación a la ley, señora —le dijo en tono de poner fin a la discusión.

Allí nadie se preocupó de mostrar —o pedir— pruebas en uno u otro sentido. Ya sea que la señora realmente visitaba los EEUU de turista con dinero de su patrimonio, (o de alguien que le costeaba esos viajes, como por ejemplo un hijo), o ya sea que el agente de inmigración tenía razón, y que la señora en verdad vivía y trabajaba en los EEUU.

El oficial de inmigración terminó la polémica de forma terminante, como un verdadero macho:

—El gobierno de los Estados Unidos de América tiene el derecho de aceptar o de rechazar a cualquier persona, en cualquier puerto de entrada, según los antecedentes de dicho individuo. En este caso el gobierno de los EEUU considera que usted ha violado la ley de inmigración y por ello decide no aceptar su solicitud de ingreso al país. Debe usted volar en el próximo vuelo de regreso a El Salvador, el país donde usted originó este viaje, y el país de su nacionalidad, de acuerdo a su pasaporte.

Con estas sacrosantas palabras el todopoderoso oficial de inmigración acababa de trastornar la vida de una persona.

Soledad Arguedas era divorciada y su único hijo era residente en los EEUU. Él trabajaba legalmente en el país y vivía solo. Su única compañera era su madre, quien lo acompañaba durante temporadas en su casa de Dallas, Texas. Evidentemente, los costos del viaje de la progenitora los sufragaba él, con los ingresos de su trabajo legalmente obtenidos en el Imperio.

Soledad jamás pudo expresar su verdad en el aeropuerto ante el atropellador oficial de inmigración. Ella no quería revelar la realidad de su situación económica en los EEUU, porque no sabía si con ello lo perjudicaría a su hijo Juan Antonio. El hijo de su vida, el amor de su vida. Por protegerlo al hijo calló, agachó la cabeza y caminó hacia la puerta de salida J-5, en el Concourse J, de donde departiría el siguiente vuelo de TACA a San Salvador a las nueve y treinta de la mañana. En todo el trayecto la acompañó, vigilante, sin esposas pero técnicamente detenida, el agente de inmigración, por si acaso la mujer decidiera escapar.

Estos agentes de inmigración se sienten casi dioses. Sus decisiones son determinantes en la vida de las personas. A Soledad, el oficial la separó de su único hijo. Lo más probable es que después de lo ocurrido ella no pudiera ingresar de nuevo a EEUU. Tal vez ni siquiera le volvieron a dar una visa de turista.

Y así pasaron los minutos y las horas. Mi cabeza se balanceaba de lado a lado, de adelante hacia atrás, y de atrás hacia adelante, a causa del casi incontrolable sueño que se había apoderado de mí. Pero aún bajo esas condiciones me era imposible dormir. Un par de uniformados resguardaba la puerta de salida del recinto de detención de extranjeros. Uno era alto y de raza negra. El otro era de mediana estatura y rubio. Este último era uno de los pocos exponentes de inmigración que no era ni latino ni negro. Me acompañaban, en calidad de detenidas, unas cinco personas adicionales. Ninguno de mis colegas de detención hacía el mínimo esfuerzo por socializar con el otro. Todos habían llegado en algún momento durante las horas precedentes, y su destino era incierto, debido a alguna irregularidad detectada por los agentes de inmigración. Cada uno se encontraba absorto, sumergido en su propio dilema. Cuando a una persona se le corta un viaje, se le está cortando la inspiración, se le corta una esperanza, una razón más para vivir, para soñar, para amar. Al que viaja por luna de miel, se le fragua uno de los momentos estelares de la vida: el inicio del amor conyugal. A los que viajan por el mero placer de conocer, se les coarta el goce del buen vivir. A los que viajan para cambiar de país, de domicilio, de vida, se les coarta la esperanza de reiniciar sus vidas nuevas. Coartar un viaje constituye, indubitablemente, una frustración para la vida de la víctima. Los funcionarios de inmigración son, desde ese punto de vista, unos profesionales cuya tarea es coartar —o frustrar— la vida de la gente. Y lo que llama poderosamente la atención es que estos funcionarios realizan su labor puntillosamente, con dedicación plena, con goce y regocijo. Cada vez que le frustran su viaje a alguien, con o sin razón válida, expelen un sentimiento de “labor cumplida”, una suerte de orgullo. Después de todo, la gran mayor parte de las veces, se le corta la posibilidad de entrar a los Estados Unidos de América a un latinoamericano. Y eso sí que es hacer un aporte a este inmaculado Imperio otrora autodenominado “melting pot” (‘crisol’), y que en la actualidad no resiste este apelativo, ya que rechaza desde lo más profundo de su alma a los extranjeros provenientes de las naciones del sur, esos que no son bienvenidos a América.