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Nash Rayburn se quedó de piedra cuando Hayley Albright apareció en su rancho, presentándose como niñera de sus hijas. Aunque no la había visto en muchos años, recordaba cómo aquella mujer despertaba su pasión y lo sacaba de quicio... y cómo su vida hubiera podido ser diferente si no se hubiera visto obligado a abandonarla para casarse con otra mujer... Él sabía que Hayley lo miraba como a un enemigo, pero se derretía cada vez que la tocaba. Y también sabía que haría cualquier cosa para ganar su confianza y reclamarla como suya de una vez por todas.
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Seitenzahl: 143
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Amy J. Fetzer
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amantes para siempre, n.º 1012 - septiembre 2019
Título original: Wife for Hire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-429-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Un rancho en el río Willow
Aiken, Carolina del Sur
El pollo de plástico que llevaba enganchado al parachoques saltaba arriba y abajo cada vez que tomaba un bache.
Nash Rayburn sonrió, divertido.
–Al menos, tiene sentido del humor –murmuró para sí mismo, mirando a sus hijas. Las niñas sonreían también. Una buena señal, pensó, apoyándose en una de las columnas del porche.
¿Sería esa la chica que había contratado para cuidar de sus hijas?
El polvoriento coche paró a unos metros de ellos y Nash sintió que se quedaba sin respiración cuando vio que de él salían unas piernas desnudas.
Era guapa. No, preciosa. Le recordaba al hada de un cuento que su madre solía leerle de pequeño. Escondía sus ojos tras unas gafas de sol, tenía el pelo corto de un rojo resplandeciente y un cuerpo voluptuoso. Nash sintió un tirón en la entrepierna.
Había dicho en la agencia que no quería nadie que distrajera a sus peones, pero una mujer bajita y llena de curvas se dirigía hacia él y su forma de caminar era tan sexy que Nash estuvo a punto de taparle los ojos a las niñas. Maldición, pensó. Una ajustada camiseta azul marino, una mini falda vaquera y unas sandalias de tacón nunca le habían quedado tan bien a su difunta esposa.
–Qué bien, no es vieja –dijo Kim, como si fuera un crimen tener más de diez años–. Podemos jugar con ella.
Nash miró a las gemelas.
–La señora Winslow también juega con vosotras.
Las dos niñas hicieron una mueca.
–Juegos de mesa, un rollo –dijo Kate, mirando a la mujer–. Es guapa, ¿verdad, papá?
De quedarse sin aliento, pensaba él.
–Sí, cariño, muy guapa.
A dos metros del porche la mujer se paró y Nash se sintió repentinamente incómodo. Como si la conociera de algo.
–¿Nash?
A Nash se le heló la sangre en las venas. Hayley Albright. «Su» Hayley.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Ella apoyó una mano en la cadera.
–Puede que a Katherine esto le parezca gracioso, pero a mí no.
–A mí tampoco –dijo él, con el corazón a punto de salirse de su pecho. Siete años antes había amado a Hayley Albright. Y siete años antes había traicionado aquel amor para casarse con otra mujer. Nunca podría decirle por qué. Nunca. Y, sin embargo, una sola mirada y todo su cuerpo reaccionaba llamándola. Su sangre empezó a calentarse cuando bajó del porche y se dirigió hacia ella. Siempre había sido así; le gustaba tanto estar a su lado que casi le dolía. Ella era la clase de mujer que hacía que los hombres volvieran la cabeza. La clase de mujer que te hacía sonreír solo porque ella sonríe.
La clase de mujer con la que Nash quería casarse.
Los recuerdos se agolparon en la mente de Hayley mientras lo veía acercarse; los recuerdos mezclados con el dolor. Intentó apartarlos, recuperar la compostura, pero él la estaba mirando como lo hacía siete años antes. Como si quisiera devorarla. Y le temblaban las piernas. Hubiera deseado meterse en el coche y alejarse de allí a toda prisa. Le dolía demasiado. Cuando Nash se paró frente a ella, el deseo de echarse en sus brazos era tan fuerte que tuvo que clavar los tacones en el suelo. Aunque pensaba que lo había olvidado, no era así. Y, si se quedaba, cometería el mayor error de su vida.
Entonces, Nash le quitó las gafas de sol.
Ella se las arrebató y lo miró a los ojos, buscando al hombre al que una vez había amado.
–¿Trabajas para la agencia de Katherine?
–Una tiene que ganarse la vida.
–¿Y tu sueño de ser médico?
–Sigo en ello –contestó Hayley–. Acabo de terminar el primer año de prácticas en Georgia y dentro de dos semanas empiezo en el hospital de Savannah. Me quedan dos años para ser interna.
–Me alegro –sonrió él. Pero era una sonrisa triste, amarga y Hayley sintió como si la hubieran golpeado en el estómago. Su sueño de ser médico había roto su relación… y lo había enviado a los brazos de otra mujer.
–Me parece que no lo dices de verdad.
–Yo nunca quise que fracasaras, Hayley.
–No. Solo querías que abandonara mis sueños y viviera los tuyos.
Nash se puso tenso. Era demasiado difícil hablar de aquello frente a las niñas, demasiado difícil por lo que querría decirle. Y por lo que querría hacerle. Su perfume de jazmín se metía en sus venas.
–Me alegro de verte.
–Yo también –consiguió decir Hayley. Él había cambiado poco, aunque su expresión era más dura que antes. A los treinta y cinco años, era tan guapo como cuando lo había visto por primera vez durante una fiesta en la universidad. Nash había llegado con su amiga Katherine Davenport, su mentora y propietaria de la empresa Esposas De Alquiler,y se había marchado con Hayley. Él era un hombre mayor que ella, maduro y poderoso que la había vuelto loca. Hayley suspiró, apartando los recuerdos de su mente. Había sido una loca enamorándose de él y no pensaba dejar que volviera a ocurrir.
Los dos se miraron durante largo rato sin decir nada.
–¿Dónde está Michelle? –preguntó Hayley por fin. Era una pregunta que odiaba hacer, pero se veía obligada.
–Murió hace cuatro años en un accidente de tráfico.
–Lo siento.
–¿La conoces, papá? –escucharon una vocecita.
Hayley miró a las niñas que esperaban en el porche. Aunque en la hoja de trabajo no le habían dado el apellido de la familia, una omisión por la que más tarde regañaría a Katherine, sabía que había dos niños en la casa.
–Oh, Nash, cómo se parecen a ti –dijo Hayley, saludando a las niñas con la mano.
–No sé si tomarme eso como un cumplido.
–Lo es –dijo ella con sinceridad, mientras las niñas bajaban corriendo del porche.
–Estas dos bellezas son Kim y Kate –las presentó Nash.
–Yo soy Hayley Albright –se presentó ella–. Vuestro papá y yo somos viejos amigos –añadió, guiñándoles un ojo.
Nash se relajó un poco, alegrándose de que la animosidad que pudiera sentir contra él no recayera también sobre sus hijas. ¿Cómo iban a hacer que aquello funcionara? ¿Durante cuánto tiempo podrían vivir bajo el mismo techo, sabiendo que ella lo odiaba? Pero no contarle la verdad evitaría que los viejos sentimientos renacieran, pensó.
Ella lo miró entonces con una sonrisa que lo desarmó por completo, pero Nash intentó disimular. Hayley frunció el ceño. ¿Por qué parecía enfadado cuando era ella la herida, la que había terminado sola mientras él conseguía todo lo que quería? Una esposa bella, con cultura y dinero. El complemento perfecto para un rico hacendado.
–Veo que esto no te hace gracia. ¿Qué tal si llamo a Katherine y le pido que busque a otra? –preguntó Hayley entonces.
Nash deseaba que se fuera. Verla era como sentir que un cuchillo se clavaba en su corazón y cada vez que sus ojos se encontraban, el cuchillo se hincaba más profundamente.
–¿Te gustaba mi papá? –preguntó una de las gemelas.
Hayley sintió que Nash se ponía tenso.
–La verdad es que me parecía el hombre más guapo del mundo.
Las niñas empezaron a reírse, pero dejaron de hacerlo cuando su padre las miró. Nash imaginaba que se merecía aquella actitud; había estado ladrándolas durante toda la semana, pero la señora Winslow se había puesto enferma y él tenía que encargarse de cientos de caballos, vacas, cerdos y pollos, además de aquellas dos traviesas morenitas que se metían donde no tenían que meterse. Adoraba a sus hijas, pero alguien tenía que estar pendiente de ellas las veinticuatro horas del día. Nash miró a Hayley, preguntándose si ella podría con aquel par de bichejos.
–Yo puedo soportar la situación –dijo entonces–. ¿Y tú?
Era un reto y Hayley lo sabía. Nash no debería retarla.
–Sin problema.
–Estupendo –murmuró él, dirigiéndose hacia la casa.
–Ah, vaya, ya empezamos con el mal humor.
Nash se volvió, arqueando una ceja, pero Hayley sonrió inocentemente. Las niñas se habían colocado a su lado y sonreían también, encantadas. Tres mujeres, pensó Nash. Estupendo.
Cuando entraron en la casa, Nash tiró el sombrero sobre una mesa y se pasó la mano por el pelo. Las niñas se sentaron frente al televisor.
Hayley estaba mirando alrededor.
–Bonita casa, Nash.
–Gracias.
–¿Qué es lo primero?
Él señaló la cocina.
–¿Qué te han dicho en la agencia?
–Que necesitabas una esposa temporal y una niñera para dos crías.
–No necesito una esposa –corrigió Nash, clavando en ella sus ojos.
–Hablaba de forma figurada.
Él la miró de arriba abajo y Hayley se puso una mano en la cadera, sin amedrentarse.
–Necesito una cocinera y alguien que cuide de mis hijas. También tendrás que hacer el trabajo de la casa, pero es algo temporal. Solo hasta que vuelva la señora Winslow –explicó él–. Podría hacerlo sin tu ayuda, ¿me entiendes?
–Muy bien.
El único papel que ella podía hacer en su vida era el de ama de llaves y él acababa de dejarlo muy claro.
–Y tendrás que cocinar para siete personas.
Hayley se encogió de hombros.
–No me importa. Mientras haya comida…
Él la miró, escéptico.
–No recuerdo que fueras una gran cocinera.
–Han cambiado muchas cosas en siete años, Nash.
La misteriosa sonrisa femenina lo puso nervioso. Le hubiera gustado preguntarle dónde había estado todo aquel tiempo, qué había hecho además de graduarse en la universidad. Pero estaba decidido a que su relación con ella fuera estrictamente profesional. Aunque siguiera siendo tan sexy que los vaqueros lo apretaran en la entrepierna.
–Supongo que eso habrá que verlo, ¿no? –dijo él entonces, cortante como un látigo.
Hayley frunció el ceño. Aquel no era el Nash que ella recordaba. Aquel hombre era tan duro por dentro como por fuera. No había sonreído ni una vez desde que se habían visto y casi esperaba que sacase una espada, trazase una línea en la alfombra y la retara a cruzarla. La miraba de forma intensa con sus ojos azules… esos ojos que seguían ejerciendo en ella un efecto abrumador.
–Si lo dudas, ¿por qué aceptas que me quede?
–No tengo mucho tiempo y tú ya estás aquí.
–Vaya. Gracias por la confianza.
Nash suspiró. ¿Cómo iba a soportar aquellas dos semanas si lo único que deseaba era besarla hasta dejarla sin aliento?
–No quería decir eso.
–Mira, Nash. Nuestro pasado está muerto y enterrado. No tienes ninguna razón para estar enfadado conmigo… –Hayley dejó colgada la frase, para recordarle que era ella quien debía estar enfadada–. Si voy a trabajar para ti, al menos podrías ser amable.
Los ojos del hombre se oscurecieron. Ella debería estar inmunizada a esa mirada. Pero no lo estaba. Y no ayudaba nada que tuviera que levantar el cuello para verle la cara, haciéndola sentir como una gamba en un mar de tiburones. Ni que la camiseta le quedase aún mejor que siete años atrás. Ni que, por un segundo, Hayley recordara cómo era completamente desnudo.
Aquello no entraba en sus planes, pensó, intentando concentrarse mientras él describía sus obligaciones. De la cocina pasaron al cuarto de lavar y de allí al pasillo.
–Este es mi despacho. Nadie puede entrar aquí sin mi permiso –dijo Nash, sin mirarla.
–Sí, mi capitán –bromeó Hayley.
Nash la miró con recelo y ella parpadeó inocentemente mientras subían la escalera hasta el segundo piso.
–Tu habitación –dijo, abriendo una puerta.
Era una habitación normal, decorada de forma agradable y con mucha luz. Hayley no había tenido una habitación propia hasta que llegó a la universidad, pero las paredes significaban poco para ella; era lo que había dentro lo que importaba.
–Está muy bien –dijo, dejando el bolso sobre la cama y quitándose las sandalias–. Supongo que tendrás cosas que hacer –añadió, saliendo de la habitación.
Nash fue tras ella, sorprendido.
–¿No vas a…?
–¿Qué? ¿A hacer más preguntas? –lo interrumpió ella–. No es para eso para lo que me has contratado. La agencia me describió bien el trabajo y no tendremos ningún problema. ¿Verdad, niñas? –preguntó, cuando entraban en el salón. Las gemelas se dieron la vuelta, mirándolos por encima del sofá como si fueran dos ardillitas. Hayley les guiñó un ojo. Eran preciosas y, seguramente, llenas de energía, pero parecían contenerse delante de su padre–. ¿Quieres que prepare algo de comer antes de que te vayas?
–No –contestó él, sintiendo como si lo estuviera echando de su propia casa–. Suelo cenar cuando se pone el sol.
–Muy bien.
Nash se sentó en el sofá y colocó a las niñas sobre sus piernas.
–Ojalá pudiera quedarme un rato más –suspiró, poniendo cara de exagerada tristeza. Las niñas rieron.
–Pero hay que darle de comer a los caballos –dijo Kate.
–Porque si no, no engordan –añadió su hermana–. No pasa nada, papá.
Eran unas niñas tan maduras que el corazón de Nash se encogió.
–Portáos bien. No hagáis lo de ayer.
–Sí, papá –dijeron las dos a la vez.
–¿Prometido? –preguntó él, levantando un dedo. Las niñas engancharon sus deditos al dedo de su padre, asintiendo con la cabeza. Nash las besó antes de levantarse del sofá.
A Hayley le hubiera gustado estar tan cerca de su padre. Había perdido a su madre a los siete años y su padre, un viajante de comercio, la había llevado por todo el país. Conoció a mucha gente, visitó muchas ciudades, pero nadie le había enseñado lo que era la permanencia. Nunca había tenido un hogar hasta que llegó a la universidad. Las hijas de Nash habían crecido en aquella casa, probablemente se casarían con chicos del pueblo y la ceremonia tendría lugar en el propio rancho… Su corazón dio un vuelco. ¿Habría sido allí donde Nash y Michelle se habían casado? Pero no debería seguir por ese camino. Era demasiado doloroso.
–Esas niñas son toda mi vida, Hayley –dijo Nash entonces.
Él llevaba el corazón en la mano en ese momento y Hayley se sintió emocionada por la profundidad de sus sentimientos.
–Las cuidaré bien, te lo prometo –le aseguró. Nash asintió antes de desaparecer–. Yo tengo un montón de cosas que hacer –dijo entonces, dirigiéndose a las niñas–. Podéis seguir viendo la tele y matando vuestras neuronas o echarme una mano para que podamos divertirnos más tarde. ¿Qué decís?
–¿Cómo vamos a divertirnos?
Hayley se quedó pensativa.
–Supongo que esa debe ser una decisión de grupo.
Las niñas saltaron del sofá y la siguieron como los ratones al proverbial flautista.
–¿Esa es su nueva esposa, jefe?
Nash no contestó la pregunta del peón y siguió caminando hasta el establo.
–Creí que las novias por correo eran cosa del siglo pasado –rio Seth.
–Supongo que has terminado de hacer todo lo que tienes que hacer si estás ahí tocándote las narices –replicó Nash entonces, poniéndose los guantes.
El joven Beau estaba colocando balas de paja en el camión.
Nash paró un momento para dar órdenes antes de entrar en el establo. La subasta de caballos de raza tendría lugar una semana más tarde y sus animales tenían que estar en óptimas condiciones. Nash echó un vistazo a una yegua que estaba a punto de parir, sonriendo para sus adentros. Otro pura sangre corriendo por sus tierras, pensó. Todo el mundo sabía que lo importante para un criador no eran tanto los animales como las tierras en las que se criaban. Aquellas tierras habían pertenecido a un Rayburn desde la revolución americana y Nash siempre había sentido que sus ancestros lo vigilaban. Tenía una reputación y una tradición que mantener, pero estaba empezando a ser difícil conjugar sus obligaciones como propietario y como padre.
Nash murmuró una maldición. Sabía que estaba evitando pensar en Hayley. No había sido muy amable con ella, desde luego. Pero no era culpa suya que no pudiera controlar sus emociones cuando estaba a su lado. Hayley despertaba todos los recuerdos que había suprimido desde que rompió con ella y se casó con Michelle.