Noches secretas - Amy J. Fetzer - E-Book

Noches secretas E-Book

Amy J. Fetzer

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Beschreibung

Deseo 1484 Si aquellas paredes centenarias hablaran, contarían la historia del actual señor de la casa, Cain Blackmon, que dirigía su imperio desde el interior de aquella mansión, una cárcel que él mismo había creado. Y de Phoebe Delongpree, que en busca de refugio, había roto la paz de Cain e iba a llevarlo al límite de su control… la misma mujer que años atrás lo había vuelto loco con un solo beso.Entre aquellas paredes, los dos podrían dar rienda suelta a la pasión. Allí estaban a salvo, pero el mundo seguía fuera, amenazándolos…

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Seitenzahl: 143

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2005 Amy J. Fetzer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Noches secretas, deseo 1484 - enero 2023

Título original: Secret Nights at Nine Oaks

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415842

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Plantación Los Nueve Robles, Carolina del Sur

 

 

Cain Blackmon se encontraba muy a gusto en la intimidad de su casa. Tanto que había pagado una fortuna para que la gente no lo molestase. Pero entre la gente debería haber incluido a su hermana Suzannah.

Porque aquella mujer podría hacer perder la paciencia al Santo Job.

Le había pedido un favor. No que se fuera de Los Nueve Robles porque eso no lo haría ni siquiera por ella, sino que invitase a alguien. A alojarse allí. Durante semanas.

Y ese alguien era Phoebe DeLongpree.

Eso era como pedirle que relatara detalladamente una de sus fantasías eróticas delante de todo el mundo.

–No –dijo Cain, tomando unos papeles del escritorio–. En esta zona hay muchos hoteles.

No tenía reparo alguno en decirle que no. No quería a esa mujer en su casa.

Suzannah se puso en jarras, mirándolo como solía mirarlo de pequeña, con la mirada de alguien que se agarra a un hueso y no está dispuesto a soltarlo.

–Ésta también es mi casa, no sé si te acuerdas.

–Muy bien. ¿Cuándo vas a pagarme lo que te corresponde de hipoteca?

–Estás cambiando de tema.

–Y tú te niegas a aceptar lo inevitable. Te lo he dicho muy claro, Suzannah, no quiero tener una invitada en mi casa –contestó Cain, mirando la puerta tras la que estaba Phoebe.

–No quieres recibir a nadie y te niegas a dar una explicación –replicó su hermana.

Cain levantó los ojos al techo, con su intrincado laberinto de escayola, y rezó para tener paciencia.

–Muy bien, Suzannah, dime por qué debería invitar a una extraña…

–No es una extraña.

No, pensó, era Phoebe. La hermosa y sexy Phoebe. El sueño erótico de cualquier hombre en un paquete de metro sesenta lleno de curvas y de energía. Lo sabía porque una vez pasó por su casa y por su vida. Una estancia breve pero suficiente como para despertar en él un deseo incontrolable… que lo llevó a besarla bajo la escalera de servicio.

Había sido uno de los momentos más sensuales de su vida. Y un tremendo error. Phoebe era como fuego líquido entre sus brazos, traspasándole su pasión. Y dejándolo aterrado en el proceso.

Sí, admitió Cain, recordando su juventud: dejándolo aterrado. Porque un solo beso le había mostrado que aquella mujer podría consumirlo.

El recuerdo provocó una palpitación en su entrepierna y tuvo que levantarse bruscamente de la silla. Por la ventana, Cain observó el paisaje que no había cambiado en más de doscientos años, el tronco de los robles cubiertos de musgo, el jardín que llegaba hasta el embarcadero… La serenidad del paisaje no podía hacerlo olvidar un beso largo, húmedo, que lo había dejado temblando.

Cain se llevó una mano al puente de la nariz, pensando que Lily nunca lo había hecho sentir lo que sintió con Phoebe durante aquellos segundos.

Y se había casado con Lily.

Su expresión se oscureció, el recuerdo de su difunta esposa despertando el sentimiento de culpa que tenía guardado en un rincón de su mente. No quería compartir su soledad por la sencilla razón de que Phoebe acabaría odiándolo y él no quería esa carga.

–Estoy escuchando –le dijo a su hermana, dispuesto a decir que no otra vez.

–Phoebe salió tres veces con un hombre y luego le dijo que no quería volver a verlo, pero él se negó a aceptarlo. Y luego se volvió violento.

Él miró por encima de su hombro, con el ceño fruncido.

–Sigue.

–Es Randall Kreeg V.

Cain levantó las cejas.

Randall Kreeg, el hijo del presidente de la corporación Kreeg, una empresa de imágenes generadas por ordenador cuyos servicios contrataban todos los cineastas últimamente. Había oído algo sobre él en las noticias pero no prestó mucha atención. Y no había asociado a Phoebe con P.A. DeLong. Como casi todo el mundo, pensaba que P.A. era un hombre.

–Si no recuerdo mal, ha sido detenido.

–Sí. Phoebe tiene que testificar contra él dentro de unas semanas… ¿es que no lees los periódicos?

–Sí, varios, a diario.

–Phoebe es P.A. DeLong, la guionista.

¿La dulce Phoebe escribía esos guiones tan aterradores? Qué curioso.

–Ya.

–Veo que ahora lo entiendes. La prensa de Los Ángeles retorció todo este lío, acusándola de usarlo para generar publicidad y negándose a aceptar que Kreeg estaba haciéndole la vida imposible.

Cain intentó imaginar a alguien entrando en su vida sólo para atormentarlo. Casi le dio la risa. ¿Qué era Phoebe DeLongpree más que una tortura para él?

–Está en la cárcel, de modo que Phoebe está a salvo.

–¿Durante cuánto tiempo? Puede salir bajo fianza y con la cantidad de abogados que tiene, ¿a quién crees que destrozarán en el juicio? Tiene que irse de Los Ángeles, pero la prensa no la deja en paz. Aunque lo disimula, está a esto –dijo Suzannah uniendo el índice y el pulgar– de sufrir un ataque de nervios.

¿Un ataque de nervios? ¿Phoebe? Aquella mujer tenía más energía y más carácter que diez personas juntas. Cain se volvió de nuevo hacia la ventana, pero entonces oyó que se abría la puerta…

–¡Déjalo, Zannah!

Cain reconoció la voz de Phoebe inmediatamente.

–Pero…

–No quiero que supliques por mí.

–¿Me estabas oyendo? –exclamó Suzannah.

–No he puesto la oreja en la puerta porque mi madre me enseñó que no estaba bien, pero la respuesta de tu hermano ha sido bien clara.

Mejor, así no tendría que repetirla, pensó Cain, con las manos a la espalda. No se volvió para mirar a Phoebe. No tenía que hacerlo. El nivel de energía de la habitación había subido varios enteros desde que abrió la puerta. Mirarla sería como… anticipar un golpe mortal. Sabía que estaba a punto de llegar y, sin duda, tendría más impacto del que esperaba.

Sin embargo, Cain Blackmon sabía cuándo le habían ganado. Suzannah nunca le perdonaría si le negaba alojamiento a su amiga. Además, adoraba a su hermana pequeña y no quería perderla. De modo que pronunció las palabras que lo harían sufrir durante las próximas semanas:

–Puedes quedarte, Phoebe.

Su voz de barítono la devolvió al pasado por un momento, pero no estaba dispuesta a recordar.

–Qué magnanimidad por su parte, jefe –replicó Phoebe, irónica–. Pero no, gracias. Es evidente que no soy bienvenida, así que buscaré otro sitio.

Aunque no sabía dónde. Los medios de comunicación tenían un sexto sentido y ya la habían obligado a cruzar el país para buscar la ayuda de Suzannah.

Era humillante reconocer que necesitaba esconderse en algún sitio. No estaba en su naturaleza huir de ningún reto, pero necesitaba un poco de paz para controlar lo que le estaba pasando. Y alejarse un poco del mundo que tanto daño le estaba haciendo últimamente era la única manera. Tenía que calmarse un poco o dejaría de reconocerse a sí misma en el espejo.

Estaba dispuesta a marcharse y cuando Suzannah insistió le entraron ganas de darle un pellizco.

–Phoebe –la llamó Cain.

–¿Qué?

–Perdona lo que he dicho antes. Será un placer para mí tenerte como invitada en Los Nueve Robles.

–¿Qué tal si te das la vuelta y lo dices mirándome a la cara? Entonces quizá podría creerte.

Cain se puso tenso, pero hizo lo que le pedía. Y sus ojos se encontraron. Los nueve años que habían pasado desde aquel beso desaparecieron como por ensalmo. Estaban otra vez escondidos bajo la escalera, tocándose como adolescentes, deseando que el contacto fuera más íntimo… Deseando estar desnudos, piel con piel.

Cuando ella se acercó y lo miró a los ojos, Cain se sintió avergonzado por lo que había hecho a la mañana siguiente. Pero en lo que se refería a Phoebe, cortar de raíz era la única manera.

Fue lo más difícil que había hecho en toda su vida. Porque la deseaba tanto como respirar.

Los ojos verdes le rogaban comprensión, como se la habían rogado aquella mañana. Pero nunca le pidió una explicación. Y esa mirada fue para él como un puñetazo. Dios bendito, era preciosa. Después de nueve años, se había convertido en una mujer impresionante. Llevaba el pelo rojo en capas descontroladas, un poco como su personalidad. Ese corte le sentaba bien, enmarcando su rostro de duende, sus enormes e inocentes ojos.

Cain miró sus labios y recordó el placer de besarla, su sabor que, antaño, le había parecido exótico. Luego su mirada se deslizó hacia abajo, hacia la blusa de color marrón claro, hacia la falda de cuero, tan corta que debería ser ilegal.

Era sexy sin hacer esfuerzo alguno, pensó, viendo asomar algo de encaje por debajo de la blusa. En aquel momento no deseaba nada más que dejarse consumir por el deseo que sentía por ella. Ver si había sido una invención de juventud o seguía siendo tan real como sus recuerdos. Pero no podía pensar ni sentir eso. Por ella no.

–Si estás buscando refugio, Los Nueve Robles está a tu disposición.

Phoebe no estaba escuchando. Estaba mirándolo. Era más alto de lo que recordaba, con los hombros más anchos. La pálida luz del sol que entraba por la ventana iluminaba su silueta haciendo brillar su pelo castaño, destacando su man- díbula recta contra el cuello blanco de la camisa.

Daba una gran impresión de soledad, pero cuando lo miró a los ojos se quedó sin aliento.

Eran unos ojos oscuros, intensos, llenos de… rabia.

No era el hombre que había conocido en el pasado y su forma de mirarla, de arriba abajo, la hizo sentir desnuda, vulnerable. Phoebe se pasó una mano por la falda y no le gustó nada sentirse tan nerviosa.

Pero tenía una oportunidad por la que matarían cientos de personas: vivir con el famoso ermitaño. No lo parecía. Phoebe no esperaba que se hubiera dejado crecer el pelo y tuviera la piel amarillenta, pero era todo lo contrario. Estaba… en fin, era tan increíblemente guapo como nueve años atrás, pero le rodeaba un halo de tristeza. Aunque resultaba sexy e interesante, le gustaría saber las razones por las que se había apartado del mundo. Razones que hasta escondía de su hermana.

–¿Eso es lo que quieres? –preguntó él.

Phoebe intentó ordenar sus pensamientos, consciente de la tensión que había en el aire. Sabía lo que pasaba. Cain no quería que se quedara allí y ella debería marcharse. Pero estaba desesperada. Su vida se había convertido en un infierno y no había señales de que la prensa fuera a dejarla en paz hasta que llegase el juicio. Necesitaba un poco de paz y tranquilidad. Sentirse segura de nuevo.

–Sí –contestó–. Durante unas semanas.

Necesitaba tiempo para dormir bien y, con un poco de suerte, recuperar su creatividad.

–¿Has traído tus cosas?

–No. La verdad es que pensé que dirías que no.

Cain frunció el ceño mientras miraba a su hermana que, de brazos cruzados, lo miraba con un brillo de advertencia en los ojos. «No le hagas daño», estaba diciéndole Suzannah. «Ya lo hiciste una vez».

Pero debía haber entendido mal el mensaje. Suzannah no podía saber nada sobre el beso… Claro que Phoebe y ella llevaban más de doce años siendo amigas y probablemente se lo contaban todo. Más razón para mantenerse alejado de Phoebe mientras estuviera allí.

–Como yo me voy a Inglaterra a trabajar, podría mudarse esta misma tarde –dijo su hermana.

–¿Quieres que te envíe una limusina? –preguntó Cain, dirigiéndose al teléfono.

–No, no, por favor. No sabría qué hacer en una limusina –contestó Phoebe.

–Si vas sola, no –murmuró Suzannah, mirando a su amiga con una sonrisa de complicidad que provocó un inmediato ataque de celos en Cain.

Phoebe empujó a Suzannah hacia la puerta y se volvió después.

–Te lo agradezco mucho, de verdad. Nos vemos esta tarde.

«No me verás», pensó él. Pero asintió con la cabeza para no dar explicaciones.

 

 

Los sensores electrónicos de las puertas de entrada emitieron un suave pitido desde el ordenador de Cain, recordándole la promesa que le había hecho a su hermana. No había pensado en otra cosa desde aquella mañana. Aceptar que Phoebe se alojara en su casa había sido un gesto galante, pero un error.

Cain se apretó el puente de la nariz mientras miraba la pantalla. Había cámaras por toda la propiedad y las imágenes pasaban a varios monitores que tenía en la biblioteca. En uno de ellos veía a Phoebe al volante de un jeep saludando frenéticamente a la cámara. Parecía asustada y el repentino deseo de protegerla lo sorprendió.

Cain presionó el botón que abría la verja de entrada y Phoebe entró en la finca a toda velocidad. La explicación de su nerviosismo era que una furgoneta de una cadena de televisión estaba siguiéndola. Dos fotógrafos saltaron de ella y empezaron a hacer fotografías. Irritado, Cain pulsó el botón del micrófono.

–Están en propiedad privada. Aléjense, por favor.

–Ésta es una carretera pública, amigo –contestó uno de ellos.

–No, es una carretera privada. Y les advierto que las puertas están electrificadas.

Como para convencerlos de que se fueran, dos doberman se acercaron a la verja mostrando los colmillos. Los fotógrafos volvieron a subir en la furgoneta a toda prisa.

Cain suspiró. Suzannah no le había dado detalles sobre lo que Kreeg le había hecho a Phoebe y sospechaba que estaba intentando proteger a su amiga. Incluso de él. Cuando Phoebe y Suzannah se fueron, Cain había buscado información en Internet. Había más entradas sobre Phoebe que sobre la captura de Kreeg, pero la idea de que estuvieran persiguiéndola y atormentándola lo sacaba de quicio.

Intentando distraerse, tomó un cuaderno y empezó a escribir notas que ni él mismo podía comprender. Luego se dejó llevar por la tentación y miró la pantalla. Phoebe parecía… cómoda consigo misma. Llevaba una camiseta y una falda vaquera corta que abrazaba sus deliciosas curvas mientras subía por el camino a toda velocidad.

No le sorprendió. Siempre había sido un poco salvaje. Ésa fue la razón por la que no había querido mantener una relación con ella después de aquel beso. Toda esa energía era peligrosa. Sin embargo, una ola de remordimientos parecía estrangularlo… Cain pulsó el intercomunicador.

–¿Benson?

–La he visto, señor.

Benson siempre iba un paso por delante de los demás, incluido él mismo.

–Compruebe que la señorita DeLongpree tiene todo lo que necesita.

–Sí, señor. ¿Va a recibirla en la puerta?

–No –contestó él. A Phoebe no le haría gracia, pero involucrarla en su vida estaba fuera de la cuestión.

Le había pedido santuario.

Los Nueve Robles era una fortaleza, su refugio privado durante cinco años.

Si Phoebe DeLongpree quería protección, se la daría. Sólo eso. Ya había arruinado la vida de una mujer. No pensaba destrozar otra.

 

 

Phoebe pasó a toda velocidad por delante de los robles centenarios que flanqueaban el camino hasta la casa, sus ramas arqueándose como brazos protectores. Iba a la mansión de Augustus Cain Blackmon IV, un auténtico ermita- ño.

Nadie, ni siquiera su hermana, entendía por qué se había convertido en un nuevo Howard Hughes, pero la gente especulaba locamente sobre por qué no había vuelto a mostrarse en público desde la muerte de su esposa, cinco años antes.

Aunque Cain jamás había hablado de sus razones con nadie, Suzannah creía que era porque había amado mucho a su mujer y seguía de luto por ella. Pero a Phoebe, siendo guionista, se le ocurrían muchas otras razones, ninguna tan conmovedora como ésa. Una pena que un hombre tan atractivo fuera un recluso, pensó.

En nueve años, Cain Blackmon se había convertido en un hombre de los pies a la cabeza… un hombre increíblemente atractivo, además. Y, sin embargo, no salía de casa. Eso picaba su curiosidad. ¿Por qué encerrarse cuando no tenía que hacerlo? Ella se habría vuelto loca.

La prensa había dejado de especular sobre su encierro un par de años atrás… Al pensar en la prensa, Phoebe miró por el espejo retrovisor. Pero los fotógrafos habían desaparecido. Afortunadamente. En realidad, entendía el deseo de Cain de estar solo.

A veces, estar solo era una bendición.