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Su fingido matrimonio era la tapadera perfecta para atrapar al peligroso delincuente que estaba vendiendo niños a parejas desesperadas. Pero, mientras que para el agente de la CIA Hunter Couviyon aquella misión a vida o muerte no era ninguna novedad, fingir ser el amante esposo de Eden Carlyle era demasiado duro para él, pues el deseo que sentía era completamente real. Y lo peor de todo era que sabía que si no la hubiera abandonado hacía siete años, ahora ella no estaría en peligro...
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Seitenzahl: 249
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Amy J. Fetzer. Todos los derechos reservados.
MATRIMONIO FINGIDO, N.º 74 - mayo 2018
Título original: Undercover Marriage
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2005.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9188-230-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Acerca de la autora
Personajes
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
Amy J. Fetzer nació en Nueva Inglaterra y se crió y educó por todo el mundo. Se sirve de sus propias experiencias para crear los personajes y escenarios de sus novelas. Casada desde hace veinte años y madre de dos hijos, Amy adora aquellos momentos que en que puede instalarse cómodamente en un sillón con una taza de café y un buen libro.
Eden Carlyle: La búsqueda por parte de Eden del bebé de su hermana asesinada, aparte de ponerla en un grave peligro, la enfrenta cara a cara con el hombre que traicionó su amor.
Hunter Couviyon: Siete años atrás abandonó a su familia y a la mujer que amaba por un trabajo del alto riesgo en la CIA. Ahora anda detrás de una banda dedicada al secuestro de bebés que lo ha devuelto a la vida de Eden… ¿para bien o para mal?
Roxanne Mitchell: La abogada se dedica al negocio de las adopciones… pero lo que está en duda es la legalidad de sus métodos.
Duke Pastori: Joven inteligente y atractivo, siempre dispuesto a ayudar a jóvenes embarazadas en apuros…¿Será también, sin embargo, cómplice de sus muertes?
Margaret Harker: Como su madre y su abuela antes que ella, Margaret ayuda a matrimonios bien acomodados a adoptar al bebé de sus sueños. ¿Será quizá ella su peor pesadilla?
Harris Bruiner: Atractivo, de aspecto distinguido, suscita confianza y simpatía, pero… ¿utilizará su encanto para seducir y asesinar a jóvenes inocentes?
Paulette y Chase Ramsgate: Jóvenes, millonarios… desean un bebé y están dispuestos a cualquier cosa para conseguirlo… ¿incluyendo el asesinato?
Estaba cada vez más cerca, gritándole que estaba demasiado débil y que volviera, que él la cuidaría. Pero no la cuidaría. La mataría. Helene no tenía la menor duda al respecto.
Sus pies descalzos se hundían en la tierra blanda y húmeda, envuelta en el neblinoso manto de la noche en el bosque. Sentía las piernas débiles, como de goma, y cuando se volvió para mirar hacia atrás, cayó. Quería quedarse allí en el suelo, rendida. Estaba tan débil y cansada… pero aun así se levantó y echó a correr. No tenía otra elección. Si se rendía, moriría.
Las ramas de los árboles le arañaban la piel. La sangre resbalaba ya por sus piernas. Se llevó una mano al estómago y el dolor consumió una parte fundamental de sus fuerzas. Le dolían los músculos que no había utilizado durante su embarazo. El embarazo de un bebé que no había podido conservar a su lado. Un bebé que le habían robado nada más empezó a respirar. Una hija. Eso sí que lo recordaba, a pesar de las drogas.
No tenía la menor idea de dónde estaba, si se encontraba lejos o cerca de la ciudad. Sólo sabía que él iba a matarla. Podía oírlo, con sus pesados pasos resonando en el suelo con determinación. Y la llamaba, con aquella voz que tanto había adorado… la misma de la que se había servido para traicionarla.
¿Qué habían hecho con su bebé?
Le habían dicho que había muerto. Que su pequeña había muerto. Pero él le había mentido tanto, que ya no creía nada de lo que pudiera decirle. La había mimado, la había hecho quererlo y sentirse querida. Mentiras. Todo mentiras. Para él, no había sido nada más que una máquina de hacer hijos.
Distinguió a lo lejos los faros de un coche y corrió hacia allí. Pararía a alguien, se arriesgaría a lo que fuera con tal de seguir viva y encontrar a su hija. Pero cuando llegó a la carretera, el coche hacía mucho tiempo que se había ido y la carretera estaba vacía. Aferrándose el estómago con las manos, sintió que se desgarraba por dentro. Al instante vio que se acercaba otro y, desesperada, empezó a agitar los brazos. El vehículo se dirigía directamente hacia ella, y cuando pensó que iba atropellarla, frenó de golpe. La impresión fue tan grande que se cayó de espaldas al suelo. Todo le dolía. Cada músculo, cada hueso, el corazón…
Un hombre bajó del coche. Su silueta se recortó contra la luz de los faros. Lo reconoció antes de escuchar su voz:
—¿No pensarías que iba a resultarte tan fácil, verdad?
Se incorporó penosamente, pero en el instante en que se volvía para echar a correr, algo la golpeó entre los hombros. Cayó de cara, golpeándose la barbilla contra el asfalto. Sintió que se le desencajaba la mandíbula y que empezaba a sangrar por las comisuras de los labios.
Una fuertes manos la agarraron de las piernas, arrastrándola por la carretera y luego por el bosque. La hierba húmeda fue un alivio después de la dura grava. Buscando alguna raíz a la que aferrarse, su mano se cerró sobre una piedra. Cuando él la hizo volverse, tenía la vista nublada por las lágrimas. Se inclinó hacia ella, sonriendo con aparente ternura.
Fue entonces cuando, apurando las últimas fuerzas que le quedaban, le golpeó en la cabeza con la piedra. Vio que se tambaleaba, aullando de dolor. Pero en el instante en que se disponía a levantarse, el otro, el conductor, la golpeó en la nuca y la derribó de nuevo.
Su antiguo amante volvió a la carga, vengativo. Le soltó un revés, golpeándole la mandíbula rota. Aun así luchó. Quería vivir. Quería recuperar a su hija. El hombre se sentó a horcajadas sobre ella, aplastándola con su peso. La presión la dejó sin aliento.
No podía chillar, se estaba ahogando en su propia sangre. Le propinó patadas, le arañó la cara, le rasgó la ropa, el bolsillo del traje… El otro hombre esperaba tranquilamente a un lado, jugueteando con las llaves del coche, esperando a que muriera.
El mundo se encogió de pronto. Su campo de visión se redujo a una borroso fulgor en torno al rostro de su amante.
—Caramba, cariño —sonrió—. ¿Qué manera es ésa de tratar a papá?
Sacó un cuchillo y Helene, por dentro, gritó por su bebé, por su hermana Eden, por la vida que había querido vivir y por los errores que la habían arrastrado hasta ese destino: terminar asesinada por un loco.
Acercó la punta de la hoja a su yugular y besó la boca ensangrentada. Luego, casi con delicadeza, hundió el acero en su piel.
Charleston
Carolina del Sur
Alguien se estaba dedicando a vender bebés.
A embalar recién nacidos como si fueran paquetes de correo para ofrecerlos a gente que estuviera dispuesta a pagar una fortuna por un niño. Y, para ello, ese alguien estaba matando a las madres.
Hunter Couviyon estaba allí para terminar con aquello. En aquel momento atravesó el gran salón de baile de Magnolia Plantation, abriéndose paso entre los hombres más ricos de la ciudad, mezclándose con ellos pero a la vez evitando toda conversación. Se había convertido en un profesional del disimulo, disfrazándose de cualquier cosa: desde príncipe hasta traficante internacional de armas. Esa vez su papel era el de millonario sureño dedicado al negocio de la madera.
«La manzana nunca cae muy lejos del árbol», pensó, consciente de que se habría convertido realmente en un magnate de la madera si se hubiera quedado en Indigo y hubiera seguido la tradición familiar, como su hermano Logan. Pero no lo había hecho, y esa noche su última misión lo había llevado hasta aquel baile benéfico de Charleston. Todo el mundo era sospechoso. Todo el mundo podía ser un asesino.
Escuchaba, observaba, recogía fragmentos de conversación con la esperanza de encontrar alguna pista. Los ricos compraban bebés. Y los ricos se reunían en grandes salones como aquél.
Aquella misión era, de todas las que le habían tocado en suerte, la que más profundamente se le había metido debajo de la piel. Aquella vez estaba en casa, a menos de trescientos kilómetros de la plantación de sus antepasados, de su familia y de los recuerdos que no quería revivir. Recuerdos que, de todas formas, asaltaban su mente: las caras de sus familiares, la furia y la decepción que vio en ellos siete años atrás. Por lo demás, nadie sabía que estaba allí. Y pretendía seguir guardando el secreto.
Salió por unas puertas dobles a la veranda lateral, abrió su pitillera y encendió un cigarrillo que no le apetecía en realidad. Era una buena pose para estudiar a la gente y pasar desapercibido. Desde donde estaba podía contemplar el baile y el sendero que llevaba a la puerta principal. Una perfecta posición de vigilancia.
En la calle, una fila de limusinas se alineaba a lo largo del paseo cubierto. El baile estaba en su apogeo y los recién llegados entraban luciendo todas sus galas. En el interior, camareros de uniforme se deslizaban entre los invitados con bandejas de champán francés y caviar ruso.
Era una ironía que aquella gente estuviera comiendo caviar de miles de dólares la lata en nombre de la caridad. Para él no era más que una buena oportunidad para hacerse ver y que pensaran que era un filántropo, un benefactor. Había crecido rodeado de ese tipo de riqueza, pero al menos su padre se había arremangado la camisa para trabajar codo a codo con los necesitados en lugar de tirarles las monedas al suelo con la esperanza de desgravar impuestos.
Hunter, en realidad, estaba allí por accidente. Por una extraña casualidad había tropezado con los mercaderes clandestinos de bebés mientras se infiltraba en una red de trata de blancas en Estambul. Había seguido el rastro a la organización desde Europa hasta los Estados Unidos, descubriendo que junto con adolescentes convertidas en esclavas sexuales, cualquiera con dinero suficiente podía comprarse un recién nacido. Y en su propio país.
Estados Unidos era un territorio federal bajo jurisdicción del FBI. A él lo habían llamado porque la operación tenía dimensiones internacionales y él era un experto en ese campo. Además, la hija de un senador había desaparecido, estando embarazada, y la última vez la habían visto precisamente allí, en Charleston. El senador Crane era amigo de Hunter y en su entrevista con el director de la CIA le había pedido que le encargara personalmente la misión de localizarla. Los federales no se habían puesto muy contentos, pero a Hunter le había dado igual. Lo importante era que alguien iba a hacerse cargo del asunto.
Fijó la mirada en una pareja de mediana edad, los Ramsgate, recordando que hacía un momento los había oído hablar sobre las adopciones, cuando pasó a su lado. Era un buen lugar por donde empezar. Tiró la colilla al suelo y la aplastó con el zapato antes de volver a entrar.
Pero una sola mirada a una pelirroja vestida de azul bastó para hacer trizas su capacidad de control sobre sí mismo. «Dios mío», exclamó para sus adentros. ¿Eden?
Eden Carlyle paseaba la mirada de invitado en invitado. Todos parecían felices y ricos. Ricos de verdad. Solamente con el collar de la mujer que estaba viendo en aquel momento habría podido pagar la hipoteca de la cafetería. No conseguía imaginarse cómo su hermana Helene había podido conocer a alguien en aquellos círculos. Helene había sido estudiante de universidad, por el amor de Dios, con unos cuantos céntimos en el bolsillo… ¿quién la habría invitado a un baile tan elegante?
Suspiró, asaeteada por múltiples preguntas sin respuesta. Todavía no podía componer las piezas del puzzle, pero lo resolvería. Se lo debía a su hermana pequeña. Necesitaba saber por qué había sido asesinada. Y por qué no había confiado en el único pariente vivo que le quedaba cuando descubrió su embarazo. La perspectiva de que un inocente bebé, el de su hermana, estuviera perdido en alguna parte le desgarraba el corazón. Un doloroso nudo le atenazaba la garganta y le entraban ganas de llorar. Ya había llorado a mares durante las tres últimas semanas. Según el forense, Helene había dado a luz solamente un día o dos antes de su asesinato, y aun así no había rastro alguno del bebé. Ni una sola pista. Nada. Eden se obstinaba en dudarlo.
¿Qué sabía ella de investigar un crimen? ¡Si era la simple propietaria de una cafetería! Meses atrás había contratado a su amiga la investigadora privada Hope Randell, cuando perdió por primera vez el contacto con Helene. Aparte de la invitación al baile, que había encontrado en una caja de objetos personales suyos conservada por su antigua compañera de piso, Helene había dejado muy pocas pistas que pudieran ayudar a resolver su asesinato. Al parecer, antes de su muerte, su hermana se había evaporado en el aire.
Eden cerró los ojos por un segundo, intentando olvidar el momento en que se vio obligada a identificar el cuerpo de su hermana en la morgue. O los detalles de que había sido brutalmente golpeada, apuñalada y abandonada en una fosa poco profunda, a merced de las alimañas. Una punzada de indignada rabia le atravesó el pecho, haciéndole hervir la sangre.
En un mismo día había perdido a su hermana y a su bebé. Quería que el asesino sufriera lo mismo que le había hecho sufrir a Helene. Quería hacérselo pagar. Esa era la razón por la que se encontraba en un territorio tan poco familiar, en mitad de Magnolia Plantation, con gentes que donaban enormes sumas a la caridad como si estuvieran sobornando a San Pedro para entrar en el cielo.
Existía el riesgo de que se hubiera equivocado de pista, pero Eden tenía que hacer algo. Encontrar algo. Aquella invitación al baile era la única que tenía. Había dejado que Helene se distanciara de ella, la había abandonado, y Eden se culpaba a sí misma por haberse comportado más como una madre que como una amiga. No estaba dispuesta a renunciar. Aquel bebé era lo único que le quedaba en el mundo.
Tomó un sorbo de champán y paseó de nuevo la mirada por el enorme salón, los camareros de uniforme, la orquesta, los hombres vestidos de esmoquin y las mujeres tan cargadas de diamantes que necesitaban un guardaespaldas detrás. Dinero antiguo, de la vieja aristocracia.
Fue entonces cuando tuvo la sensación de que alguien la estaba observando. Sintió un escalofrío como si alguien hubiera deslizado un dedo todo a lo largo de su espalda. Dejó vagar la mirada por la multitud, pero aparte de un par de tipos que se comían su escote con los ojos, nadie parecía estar mirándola directamente. Se llevó la copa a los labios. Un rubio impresionante se acercaba a ella, sonriendo, y Eden repasó mentalmente las mentiras que tendría que soltarle para enterarse de lo que había pasado con su hermana.
—Soy David Winston… —le tendió la mano, al tiempo que la miraba apreciativamente de arriba a abajo—… y me ha quitado usted el aliento.
—Qué impetuosidad… —repuso con una sonrisa, sin importarle la descarada mirada que le había lanzado. Iba a estrecharle la mano cuando otro hombre se interpuso entre los dos.
—Querida, me estaba preguntando dónde te habías metido…
—Hunter… —murmuró, estupefacta. ¿Qué diablos estaba haciendo Hunter allí? Oh, no necesitaba eso para nada. No necesitaba estar mirando en aquel momento aquellos ojos azul hielo. No después de tanto tiempo…
—Discúlpeme —dijo Winston, frunciendo el ceño y acercándose aún más—. Nos estábamos presentando.
—Hoy no —de espaldas al hombre, se dedicó a contemplarla y quedó impresionado. Estaba más hermosa de lo que recordaba.
La primera vez que la vio, apenas unos segundos atrás, pensó que debía de haberse equivocado. Pero no. Era ella. Tenía su misma gracia a la hora de moverse, con aquella melena de color rojo oscuro… La había visto por detrás, y su mirada se había sentido inevitablemente atraída por la sección de piel bronceada que se destacaba entre su top y el comienzo de la falda azul, tan bajo que podía verle el ombligo. Recordaba habérselo acariciado con los labios. El top no era menos provocativo. De manga larga, se adhería a su cuerpo como una segunda piel, con un amplio escote redondo.
Eden frunció el ceño. La mirada de Hunter resultaba demasiado intensa. Demasiado posesiva.
—Perdona, querida —la miró de nuevo a los ojos—. Te he echado de menos.
—Veo que sigues mintiendo —arqueó una ceja—. Como siempre.
Aquellas palabras le dolieron, y Hunter tuvo que pensar rápido. Deslizándole un brazo por la cintura, susurró:
—No hables —volviéndose hacia el tipo que parecía estar esperando su turno para devorarla, le espetó—: Lo siento, amigo —y se la llevó hacia la veranda.
—Quítame las manos de encima, Hunter… —murmuró en voz baja y furiosa. No quería montar una escena delante de toda aquella gente, de la que necesitaba conseguir información acerca de Helene. Intentó retirarle el brazo. Fue en vano.
—Compórtate.
—Y tú muérete —replicó forzando una sonrisa.
—Tranquilízate. Estamos llamando la atención.
—Entonces te sugiero que me sueltes.
No respondió. En lugar de ello, la sacó a la pista de baile. Estaba tensa en sus brazos, con un fulgor de indignación ardiendo en sus ojos verdes.
Era tan excitante verla… Guardaba celosamente su dignidad, pero aquellos ojos le decían que no duraría mucho. Bailó, con su maravilloso cuerpo a unos centímetros del suyo, despertándole mil recuerdos. Recuerdos de su sabor, del dulce aroma de su piel, de las veces que habían hecho el amor…
«Oh, diablos…», exclamó para sus adentros. No iba a poder hacer bien su trabajo esa noche si no llevaba cuidado.
—No tienes ni idea de la expectación que estás generando. Sonríe.
Eden no tuvo más remedio que ponerle una mano en el hombro y sonreírle. Pero más bien parecía una tigresa sacando sus garras antes del ataque. Y dispuesta a morder en cualquier momento.
—Muy bien. Buena chica.
—Cuando me dejaste hace siete años, Hunter, era una chica, casi una niña. En caso de que no lo hayas notado, ya no lo soy.
Desde luego que lo había notado. Se había quedado tan impresionado de verla allí que apenas había podido reaccionar. Siete años atrás había sido una joven reservada, modosa, preocupada constantemente por no llamar la atención. Ahora, en cambio, era pura sensualidad, elegancia, glamour. El vestido de lentejuelas que llevaba, de dos piezas, habría podido alimentar los tórridos sueños de un hombre durante semanas.
Si a eso se añadía la cascada de rizos rojos que le caía sobre la espalda, lo sorprendente era que no estuviese en aquel momento rodeada de hombres. Aunque, de alguna manera, lo estaba. Había contado no menos de seis que no le quitaban ojo de encima. No parecía tener ni idea de lo peligroso que era estar allí. Peligroso para los dos. La cuidadosa operación que había planificado podía irse al diablo si no hacía algo para evitarlo. Se le acercó aún más para susurrarle:
—No es bueno que estés aquí.
—No sé a qué te refieres. Yo ya no soy tu problema.
—Lo eres ahora —si no la sacaba de allí cuanto antes, acabaría por estropear su tapadera. Bailando, la llevó al extremo de la pista más cercano a la puerta.
—No quiero volver a tener nada que ver contigo, Hunter.
—Puedes decirme todo lo que quieras, Eden, sólo que no aquí, ni ahora. Vámonos —y tiró de ella hacia la salida.
En el vestíbulo, David Winston se acercó a ellos.
—¿Algún problema?
—No —respondió Hunter, impaciente por salir de allí.
—Le estaba preguntando a ella —Winston se volvió hacia Eden.
Eden se debatió entre utilizar o no a aquel hombre como barrera entre los dos. Pero la mirada que Hunter lanzó al entrometido bastó para hacerlo retroceder. Era una mirada tan violenta que sintió un escalofrío. En cierta forma, demostraba lo mucho que había cambiado y lo mucho que ignoraba sobre él. Siete años era mucho tiempo. Aquel hombre se parecía bien poco al que había amado.
—No, David, estoy bien. Este señor y yo nos conocemos bien —apoyó una mano sobre el pecho de Hunter. Si él quería jugar, ella también. Sintió, más que verla, su penetrante mirada—. Hemos tenido un… pequeño desacuerdo, y estaba deseoso de pedirme perdón.
Hunter se dijo que aquello ya era demasiado.
—Discúlpenos —y la guió a través del vestíbulo. En el guardarropa, le quitó el bolso de las manos para sacar el ticket.
Eden no abrió la boca mientras él le echaba la capa sobre los hombros y avisaba al portero para que llevara el coche. Pero por dentro estaba hirviendo de rabia.
Segundos después le abría la puerta:
—Sube.
—¿Y si no lo hago?
—No quiero obligarte, Eden —le puso la mano en la espalda, empujándola suavemente—. Pero lo haré si no me dejas otro remedio.
—Subiré porque no quiero montar una escena aquí —se instaló en el lujoso vehículo negro—. Ahora bien, te advierto que pienso montártela de todas maneras.
Era una dama, una auténtica dama del Sur. Jamás montaría una escena en público. Pero una vez que estuvieran a solas… eso era diferente. Aquella mujer había cambiado tanto como él. Después de recorrerle las piernas con la mirada, cerró la puerta. Luego pagó al portero y se sentó al volante. Antes de arrancar, se sacó la pistola de la cintura del pantalón y la dejó al lado de la palanca de cambios, entre los dos.
Eden reparó en el arma y le espetó:
—¿Qué es lo que has estado haciendo durante estos siete últimos años, Hunter?
En silencio, se puso en marcha. Salió a toda velocidad.
—¿No me dices nada? Vaya, creo que debí haberte montado la escena allí, después de todo…
Hunter la miró. El simple hecho de verla, de oler su aroma, le despertaba emociones que creía enterradas hacía tiempo. Miró de nuevo hacia delante y condujo en silencio, hacia su hotel. Allí tendría que decirle algo, cualquier cosa excepto la verdad. Lo último que quería era quedarse a solas en una habitación con Eden Carlyle.
La única mujer que había amado. Y la única a la que había traicionado.
Eden se sentía aturdida. Hunter estaba a su lado, de esmoquin, con un arma, llevándola a Dios sabía a dónde… ¿Y había pensado que hacer preguntas en aquella fiesta era peligroso? Eso sí que era peligroso.
Lo miró de reojo. Todavía no sabía por qué se había dejado arrastrar fuera de aquella fiesta, donde había esperado conseguir una información vital. ¿Por miedo? Tal vez. Observó que sus rasgos se habían afilado. Sus ojos eran más fríos que antes.
Vio que le lanzaba una rápida mirada y se le encogió el estómago. La irritaba que su propia reacción ante él no hubiera cambiado. Miró sus manos sobre el volante. Eran grandes, fuertes. Siempre le habían encantado sus manos. Cálidas, tiernas, tan suaves sobre su piel…
Todavía no se había recuperado de la impresión que se había llevado cuando alzó la vista y se encontró con sus ojos azules. Fue como si el tiempo la catapultara hacia atrás. De repente revivió la primera vez que se besaron, que hicieron el amor a la orilla del río. Y el día en que le confesó su amor y su deseo de vivir con ella el resto de su vida. Había sido gozosa, jubilosamente feliz.
Pero un par de meses después, cuando se estaba comprando su vestido de novia y eligiendo las flores, Hunter la dejó plantada, humillándola.
Dejó que aquellos recuerdos se disolvieran para concentrarse en el dolor y en la vergüenza que había sufrido y olvidado, a costa de enterrarlos en lo más profundo de su ser. Ése era el único freno que, en aquel instante, le impedía gritarle un «¿por qué lo hiciste?» a la cara. No le daría esa satisfacción.
—¿Por qué no me dices de una vez lo que quieres, Eden?
—No, gracias. Me gustaría contar con toda tu atención para eso, si no te importa, y ahora mismo estás conduciendo.
Hunter se sonrió. Siempre había sido tan condenadamente cortés… Y ahora estaba nerviosa. Lo cual volvió a recordarle la mujer que había sido. La mujer a quien había traicionado. No se había quedado en Indigo para cerciorarse del daño que le había hecho con su decisión. Aguijoneado por la culpa, apretó con fuerza el volante.
—¿Adónde vamos?
—A mi hotel.
Al ver su expresión, esbozó una sonrisa cínica. Instantes después se detenía frente al Hotel Omni. Volvió a guardarse la pistola. Eden casi se había olvidado de ella y se preguntó si se habría hecho policía, como su hermano Nash. El portero fue a abrirles la puerta, pero él se adelantó.
Eden no aceptó su ayuda para bajar. No quería volver a tocarlo. Lo había superado, se había obligado a seguir adelante después de su ruptura, algo de lo cual se había sentido orgullosa. Pero, en aquel momento, todo eso parecía quedar en entredicho. Hunter había vuelto y ella estaba sufriendo de nuevo.
Hunter siguió a Eden al ascensor, admirando el contoneo de sus caderas y preguntándose de dónde habría sacado aquella elegancia tan sensual. Nada que ver con la joven sencilla, deseosa de pasar desapercibida, de años atrás. Una joven que, a pesar de que un conductor borracho había acabado con la vida de sus padres, dejando a una mujer de apenas veintiún años a cargo de su hermana, siempre había tenido una sonrisa para todo el mundo. Por cierto que, en aquel entonces, la mayor parte de aquellas sonrisas habían sido para él.
Una vez cerradas las puertas del ascensor, Hunter fue más consciente aún de su presencia. La melena larga y rojiza. La franja de piel morena entre el top y la cintura de la falda, revelando el tentador ombligo. Antes ya había sido preciosa, pero ahora rezumaba un absoluto exotismo.
—¿Qué pasa? —le espetó, irritado—. Te has quedado mirándome con la boca abierta.
—Has cambiado.
—Han pasado siete años. ¿Qué esperabas?
Hacía tiempo que Hunter no había vuelto a pensar en ella. Si ese hubiera sido el caso, no habría sido capaz de hacer lo que había querido, y necesitado, porque solamente su imagen bastaba para destruir su concentración. Pero el hecho de estar con ella, de sentir su furia, le despertaba oleadas de culpa y remordimientos. Cuando la dejó, la ruptura le había pesado como una piedra en el corazón. Pensar en ello casi lo había matado. Por eso había dejado de pensar.
—Estás fantástica, cariño.
La ronca voz de Hunter no pudo excitarla más. Intentó sobreponerse. No había sido lo suficientemente buena para él siete años atrás, así que… ¿cuál era la diferencia ahora? Era la misma persona. Aunque en el fondo sabía que no era así. No era la misma, nunca lo sería.
—Gracias. Tú estás… —lo miró, apoyándose en la pared del ascensor—. Un poco cansado, pero bien.
Hunter se tiró del cuello de su almidonada camisa. El simple hecho de tenerla allí delante, mirándolo, lo desquiciaba.
—¿Qué estabas haciendo en esa fiesta?
—Tenía una invitación.
«Ya, claro», pareció decirle con la mirada, y antes de que ella pudiera soltar algún comentario malicioso, se abrieron las puertas del ascensor. Hunter esperó a que ella saliera primero.
—Por ahí —señaló la última puerta del pasillo.
En el instante en que Hunter abrió la puerta, Eden se vio asaltada por un aroma a limpio y a flores frescas. Entró mientras él cerraba con llave.
—Bueno, empecemos de una vez —se volvió hacia ella—. ¡Fuego a discreción!
Le entraron ganas de abofetearlo, pero se contuvo.
—¿Por qué debería atacarte? Tú ya no significas nada para mí —decirlo no le dio la satisfacción que había esperado. Porque era mentira. El corazón todavía le dolía simplemente de verlo.
Hunter permaneció impasible, aunque algo en su interior se rompió.
—Eso ya lo sabía. Yo tengo la culpa, supongo.
—¿Supones? —¿acaso se había olvidado de lo que le había hecho?—. De todas formas, ahora no me apetece discutir contigo de lo que nos pasó. ¿Qué tal si me dices qué andas haciendo por aquí, y qué diablos pintabas tú en esa fiesta?
—No estoy en condiciones de hacerlo.
—Bueno, esa es una respuesta muy oficial. Inténtalo de nuevo —al ver que se quedaba en silencio, le espetó—: ¿Para qué me has traído aquí?
—Para quitarte de mi camino.
—¿Ah, sí? Bueno, pues colaboraré yo misma a ese objetivo —y se dirigió hacia la puerta.
La sujetó del brazo. Pero la soltó al ver la mirada cargada de veneno que le lanzaba.
—No puedo permitirte que vuelvas a esa fiesta.
—¿Permitirme? —se irritó aún más—. ¿Quién te has creído que eres?
—No se trata de nosotros, Eden.
—¿Quién ha hablado de un «nosotros»? He aprendido de mis errores —lo miró de arriba abajo—. Al parecer sigues teniendo problemas para expresarte.
—Maldita sea, no puedo ocuparme de esto ahora. No tengo tiempo.
De repente a Eden se le ocurrió algo: