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Una vez que se recuperara, ya no la necesitaría... ¿o quizá sí? Por mucho que estuviera herido, el marine Rick Wyatt no necesitaba ninguna enfermera, y menos aún a Kate, la esposa de la que se había separado. Tenerla tan cerca, cuidándolo, no hacía más que despertar el recuerdo de todo lo que habían compartido en otro tiempo... en el dormitorio y en el resto de la casa. Kate había acudido a ayudarlo a recuperarse para que pudiera volver al trabajo, ¿por qué entonces no podía dejar de pensar en lo bien que se estaba sin el uniforme? Kate nunca había dejado de amar a Rick, pero no podía estar con un hombre que resultaba tan difícil de alcanzar como la cima del Everest. Sólo la necesitaba hasta que se recuperase... así que no podía volver a enamorarse de él.
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Seitenzahl: 144
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Amy J. Fetzer. Todos los derechos reservados.
UN HOMBRE DURO, Nº 1383 - junio 2012
Título original: Out of Uniform
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0205-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversion ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Campamento Lejeune, Carolina del Norte
A los marines no les gustaba estar sin hacer nada. Dales un objetivo y ellos lo agarraban con ambas manos, improvisaban lo que hiciera falta, se adaptaban y sufrían lo que tuvieran que sufrir.
El objetivo de Rick era muy simple: abrir un bote de pepinillos. El obstáculo: que tenía un hombro vendado, una escayola que le llegaba desde la mano hasta el codo, un montón de puntos de sutura y varios clavos en los huesos de la muñeca.
Un marine con un solo brazo no se adaptaba a nada. Y la posibilidad de que aquello durase más tiempo lo tenía continuamente de mal humor desde que fue herido en combate.
Quería volver a estar en activo, quería curarse rápidamente para volver a su compañía. Quería volver a entrar en acción.
Pero ni siquiera podía abrir un bote de pepinillos.
La simple tarea se había convertido de repente en la búsqueda del Santo Grial. No tenía fuerza en la mano para sujetar el bote. Además, le dolía como el demonio. Le dolía el hombro, la mano, la cabeza... Rick se quitó el pañuelo con el que sujetaba su brazo herido. El simple peso de la escayola sin sujeción era un calvario. Pero, decidido a abrir el maldito bote de pepinillos, lo sujetó bajo el brazo apretándolo contra su costado, y con la mano buena quitó la tapa. El líquido saltó del bote, manchando su pantalón y dejando un charco en el suelo.
Pero estaba abierto.
Con una paciencia que en circunstancias normales no tendría, Rick colocó el bote sobre la encimera. Iba a tardar media hora en limpiar el suelo...
Odiaba estar así. Nunca se había sentido tan inútil en toda su vida.
Supuestamente, era un hombre de guerra, un hombre que dirigía un batallón, que hacía labores de reconocimiento, que arriesgaba su vida. Él no era un inútil. Pero se alegraba de que nadie pudiera verlo en aquel momento.
Entonces sonó el timbre.
Genial.
Testigos de su desgracia.
Rick se lo pensó un momento, pero después del segundo timbrazo, volvió a colocarse el pañuelo y salió a abrir la puerta. Esperaba que, quien fuera, no le molestase demasiado porque no estaba de humor.
Tuvo que usar la mano izquierda para abrir y el trabajo que le costó mover el picaporte le recordó que no podía hacer nada sin pensárselo dos veces.
Rick abrió la puerta mascullando una palabrota...
La última persona a la que esperaba ver en el porche era a la que pronto sería su ex mujer.
–Hola, guapo.
Kate.
Como el tableteo de la metralla, todo lo que había querido olvidar durante aquel año apareció en su mente. Atacándolo por todos los flancos. Se puso tenso recordando cada vez que la había tocado, las cosas que habían hecho juntos, entre las sábanas... y por toda la casa. Un anhelo angustioso lo envolvió, haciéndole recordar cuánto la echaba de menos. Seguía siendo la mujer más guapa que había visto en su vida. Igual de sexy, de tentadora.
Pero ya no era suya.
–¿Qué demonios haces aquí?
La miró de arriba abajo, intentando no fijarse en lo guapa que estaba. Pero no sirvió de nada. Tenía un radar en lo que se refería a Kate. El pelo rojo enmarcaba su cara, los rizos cayendo como fuego líquido sobre sus hombros y su escote; la camiseta verde se ajustaba a su cuerpo como un pecado... ¿Llevaba ese pantalón tan bajo de cadera sólo para tentarlo, para hacerle ver lo que no podía tener? Siempre le había excitado su ombligo, su estómago plano...
Rick tuvo que cambiar de posición porque entre las piernas sentía un peso insoportable.
Y eso lo cabreó. Porque no podía hacer nada con ella.
Kate inclinó a un lado la cabeza, sonriendo.
–¿Sabes una cosa, Rick? Eso es lo que siempre me ha gustado de ti... lo cariñoso que eres.
–Muy graciosa. Pero toma esas maletas y llévate tu trasero irlandés a casa.
–Ésta sigue siendo mi casa.
–No lo es. Ya no –contestó Rick.
Porque lo había dejado. Un año antes le había dicho que no podía más, que estaba harta de luchar para que su matrimonio funcionase. Aquella mujer no sabía lo que era luchar. Él no veía nada raro en su matrimonio...
–Sí, bueno, no estoy aquí para retomar lo nuestro. He venido para cuidar de ti.
–No te necesito.
–¿De verdad? ¿Qué es eso que huelo, vinagre? –sonrió Kate, señalando las manchas de su pantalón.
–Sí. Y ahora, si me perdonas... –Rick hizo ademán de cerrar la puerta.
Pero ella se lo impidió.
–No tan rápido, marine. Tengo órdenes directas.
–Seguro.
–Si no dejas que cuide de ti, tendrás que volver al hospital militar. Hoy mismo.
–¿Quién lo dice? Estoy perfectamente.
–Tu comandante y tu médico lo han dicho. Y, ah, fíjate, los dos son tus superiores –dijo Kate, sacando una carta que él le quitó de las manos.
–¡Maldita sea!
–Sí, ya sabía yo que te haría mucha ilusión –dijo ella con un gesto que casi le hizo reír. Casi.
Pero tenerla en su casa veinticuatro horas al día... se matarían en menos de una semana.
–¿Por qué tienes que quedarte?
–Porque los dos te conocen tan bien como yo. Estarás todo el día intentando hacer cosas con el brazo malo, sin tomar las medicinas, intentando portarte como un duro marine...
–Ése es mi trabajo.
–Esta semana no. Ni en los próximos dos meses, por lo menos. Eso si te portas bien.
Kate Wyatt sabía que su marido preferiría la muerte antes que admitir que necesitaba a alguien. Especialmente a ella.
–Necesitas ayuda, Rick. Y yo soy enfermera. Como te has negado a seguir en el hospital, tu comandante ha exigido que tengas una enfermera en casa –dijo, mirando por encima de su hombro–. Y, por lo que veo, bueno, digamos que para ser un hombre que se enorgullece de ser limpísimo...
–Sí, la casa está un poco desastrosa –la interrumpió él.
Kate tomó sus maletas.
–Échate para atrás y déjame entrar. Acostúmbrate a la idea, estoy aquí hasta que te pongas bien.
Rick no se movió. Lo último que deseaba era tener cerca a la única mujer que podía calentar su sangre. Si hasta su corazón estaba dando saltos sólo con verla...
–¿Quiere volver a leer las órdenes, capitán?
Entre la espada y la pared, Rick supo que debía retirarse, aunque fuera temporalmente. Además, no quería que el vecindario se enterase de nada. De modo que se apartó, moviendo el brazo izquierdo para indicarle que podía entrar. A una casa que ella misma había decorado y cuidado... antes de marcharse.
Cuando pasó a su lado, Rick olió su perfume, sintió el calor de su cuerpo como un pinchazo. Apretando los dientes, resistió el deseo de inclinarse un poco más e inhalar su aroma de mujer.
Dios, qué efecto ejercía en él su mera presencia.
Cuando intentó quitarle las maletas, Kate lo fulminó con la mirada.
–De eso nada. No puedes levantar pesos si quieres volver al servicio activo. Y eso incluye ambos brazos.
–Puedo usar el brazo izquierdo...
–Los músculos de la espalda y el cuello están conectados. Si fuerzas el brazo izquierdo tardarás más tiempo en curar. Y te quedarás un poco descompensado, además –bromeó Kate, moviendo el brazo como un mono–. ¿Eso es lo que quieres?
Rick dejó que llevase las maletas a la habitación de invitados, pero se sentía como un patán allí de pie, sin poder hacer nada.
Kate volvió enseguida y se puso delante de él, en jarras.
–Pareces cansado.
Rick llevaba una camiseta con una manga cortada para poder ponérsela con la escayola. Le quedaba muy ajustada, marcando los poderosos músculos de su torso. La sombra de barba le daba un aspecto muy viril... ese mismo aspecto del que Kate se había enamorado cuatro años antes.
–Estoy bien.
Pero no lo estaba, no era verdad. Rick se pasó una mano por la barbilla. Le dolía hasta hacer el mínimo gesto, pero antes de decírselo se moriría.
–¿A qué horas te has tomado las pastillas?
Él no respondió.
–Son para controlar la infección, idiota. Tienes que tomarlas.
Irritada, Kate entró en la cocina y... resbaló con el líquido que había en el suelo. Afortunadamente, pudo agarrarse a la encimera.
–Vaya, vaya, veo que hemos tenido un pequeño accidente.
–Te juro que si me hablas como hablas con tus pacientes... te meto en un armario y no te dejo salir –dijo Rick entonces.
–Perdona –se disculpó ella, intentando esconder una sonrisa.
Luego hizo inventario de los frascos, leyó las etiquetas y sacó las pastillas que le tocaban con tal efectividad que Rick se sintió como uno de los boquiabiertos pacientes del hospital. Por eso había decidido volver a casa y dormir en su propia cama. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer.
Pero ahora tenía a la que pronto sería su ex mujer en su pringosa cocina, tal y como la veía en sus sueños.
Siempre estaba en sus sueños, pero eso no valía de nada. Eran sólo fantasías. Además, debería parecer más una enfermera, pensó. Porque con el ombligo al aire y esos vaqueros ajustados, lo estaba matando. Y llevaba allí... ¿dos minutos?
Kate le dio un vaso de agua, observándolo mientras se tomaba las pastillas. Satisfecha, abrió un cajón, sacó un cuaderno y anotó la dosis y la hora. Recordaba perfectamente en qué cajón estaban los cuadernos, pensó Rick. Y que él no hubiese cambiado nada desde que se marchó era un detalle muy significativo; se estaba agarrando a algo que ya no tenía.
Porque Kate lo había dejado.
Ella le dio un analgésico, pero Rick no lo aceptó.
–Pero te duele...
–Estoy bien.
Genial. ¿Qué más podía decir en su defensa?
–Rick, te han hecho una operación gravísima hace menos de una semana –le recordó Kate–. Toma esto y vete a la cama.
«Si tú vienes conmigo», pensó él, mientras se tomaba la pastilla.
–Voy a ver el partido.
–Muy bien. Mientras descanses un poco...
–Kate sacó el cubo de la fregona para limpiar el suelo y cuando Rick salió de la cocina, se apoyó en la encimera, intentando controlar las lágrimas.
Era tan duro verlo así. Apenas podía tenerse en pie, pero disimulaba como podía. Tenía ojeras y su piel había perdido color. Aparte de eso, tenía buen aspecto para haber necesitado dos transfusiones de sangre.
No tenía ni idea de lo que le había costado estar lejos de él tanto tiempo.
Estaba trabajando en una clínica civil cuando el comandante de Rick la llamó por teléfono. Al saber que había resultado herido en combate, estuvo a punto de desmayarse. Lo habían estabilizado en un hospital de campaña y luego lo llevaron en avión desde algún punto de Oriente Medio hasta una base en Alemania para operarlo.
Kate tomó un avión una hora más tarde. Se sentó en la sala de espera mientras lo operaban y estuvo al pie de su cama durante dos días, hasta que por fin el médico le dijo que estaba fuera de peligro. A causa de la morfina que le habían inyectado, Rick nunca supo que ella estaba allí y Kate le pidió al equipo que no le dijeran nada. Él no querría que lo hubiera visto así. Pero verlo en la UCI, lleno de tubos, con un monitor controlando los latidos de su corazón, vendado de pies a cabeza... sólo podía darle las gracias a Dios de que estuviera vivo.
Fue entonces cuando supo que nunca había dejado de amarlo.
No vivir con él no había disminuido su preocupación. Porque se seguía sintiendo casada, pensó, pasando la fregona por el suelo.
Había soportado que se enfrentara al peligro durante sus años de matrimonio. Incluso entendía que nunca hablara de sus misiones; había ciertas cosas que nadie debía saber, ni siquiera la esposa de un marine. Así que escondía sus miedos para no distraerlo mientras estaba en el campo de batalla. Pero eso acabó siendo una carga porque Rick se lo guardaba todo. Ni siquiera ponía en palabras sus sentimientos por ella.
Por eso lo dejó. Ese escudo suyo la hizo dudar de su amor. De si la necesitaba en su vida siquiera.
Kate se pasó una mano por la cara. ¿Por qué estaba analizando su matrimonio otra vez? Lo había analizado un millón de veces durante aquel año.
Si Rick hubiera querido que se quedase, habría luchado por ella. La habría llamado por teléfono al menos una vez para pedirle que volviese con él, para intentar que aquello funcionase.
Pero era demasiado orgulloso y su corazón estaba sellado con varios lacres.
Eso era lo que más le dolía.
Habría luchado por su país, habría muerto por él. Pero cuando se trataba de salvar su matrimonio, sencillamente la dejó ir sin decir una sola palabra.
Ésa fue la última vez que lo vio... hasta unas semanas antes, en una camilla, siendo llevado al quirófano por dos enfermeros militares.
Kate luchaba contra aquel doloroso recuerdo mientras terminaba de limpiar el suelo. Luego fue a su habitación para deshacer las maletas. Le resultaba raro estar de vuelta en su casa, pero se recordó a sí misma que aquél era un trabajo. Le estaba pagando el ejército. Tenía que ayudar a Rick a recuperarse para que volviera a hacer lo que más le gustaba.
Luego paseó por la casa juntado la ropa sucia, que Rick había dejado en los sitios más extraños, para hacer la colada. Y después cometió el error de entrar en su dormitorio.
El dormitorio de Rick, se recordó a sí misma. Los recuerdos la sacudieron de tal forma que tuvo que agarrarse a la puerta. Se habían demostrado tanto amor en aquella habitación...
Kate miró la enorme cama con dosel que habían comprado una semana antes de casarse. Mientras la pagaba, Rick le había dicho al oído que iba a hacerle el amor en aquella cama de todas las maneras imaginables. Se le encogió el corazón al recordar que había cumplido su promesa. Perdida en sus recuerdos, tocó el poste de madera de caoba, apoyándose en él...
La cama estaba deshecha, pero lo que llamó su atención fue la cómoda. No había nada sobre ella, no estaban sus cosas. Después de investigar, descubrió que los cajones estaban vacíos. ¿Por qué no los usaba? Entonces fue al armario. Dentro había, sobre todo, uniformes: uniformes de gala, ropa de campaña, de camuflaje. Las botas estaban perfectamente colocadas por colores, desde el negro al marrón o al beige para el desierto. Las gorras, en la estantería de arriba. La ropa de paisano, perfectamente alineada, como en una taquilla militar.
Mientras estuvieron casados, Rick guardaba sus uniformes en el armario de la habitación de invitados para que ella tuviera más sitio. Excepto eso, no había cambiado nada. Era como si no quisiera reconocer que se había ido.
Pero se había ido. Tenía una nueva vida, un apartamento, pensó, mientras cambiaba las sábanas a zarpazos. Kate limpió un poco el polvo de la habitación antes de ir al garaje para poner la lavadora y arrugó el ceño al ver herramientas y planchas de madera por todas partes. Debía estar reparando algo antes del accidente, pensó.
Satisfecha de haber puesto un poco de orden, preparó un sándwich y se lo llevó al salón. Rick estaba tumbado en el sofá, dormido, con el mando de la televisión en la mano. Kate dejó el sándwich sobre la mesa y le puso una manta por encima.
Estaba sentada en el brazo del sofá y, por impulso, acarició su cara con la punta de los dedos. Entonces se percató de que tenía un corte en la frente, medio escondido por el pelo. Dormido, Rick se dio la vuelta y apoyó la cara en su mano.
A Kate le dio un vuelco el corazón. No había tenido que decir una sola palabra y ya se estaba deshaciendo, como si hubiera caído bajo su hechizo otra vez. Su virilidad y su fuerza la habían atraído al principio; luego sus ojos azules, su sonrisa... una sonrisa que le cambiaba la cara y que siempre hacía que sintiera un pellizco en el estómago. Rick lo hacía todo bien... no era un hombre tierno, pero sí honesto, directo. Le mostraba su amor con los ojos, en su forma de acariciarla, como si quisiera acariciar su alma.
Echaba eso de menos. Su chispa, sus bromas, su presencia, su sexualidad. Tontamente, Kate levantó la manta para mirar aquel cuerpo tan hermoso. La camiseta se le había levantado un poco y podía ver su estómago plano, duro como una piedra. No tenía que ver nada más... el cuerpo de Rick estaba impresos en su cerebro e invadía cada noche sus sueños.
Entonces miró la escayola. Por él, esperaba que sus huesos curasen del todo. Si no podía usar un arma, le darían la baja. Y eso lo mataría. El cuerpo de los marines era toda su vida.