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Todos anhelamos la felicidad, e intuimos que la encontraremos en el amor. Pero ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿con quién? Este libro introduce al lector en la grandeza del amor a Dios y a los demás, pero contemplada desde su relación con el afán de felicidad, que el Señor ha puesto en todo ser humano, y que sólo Él puede satisfacer plenamente. El autor bebe en la fuente inagotable de la Sagrada Escritura, y de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia; y entre los autores modernos acude, sobre todo, a las enseñanzas de Juan Pablo II, Benedicto XVI (su encíclica Dios es amor ) y san Josemaría Escrivá.
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Veröffentlichungsjahr: 2007
AMAR Y SER FELIZ
Primera edición: febrero 2007
Cuarta edición: noviembre 2009
© Javier Fernández-Pacheco, 2009
© Ediciones RIALP, S.A., 2009
Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)
www.rialp.com
Fotografía de portada: Virgen con el niño(detalle). Bernard van Orley. Museo del Prado. © Foto ORONOZ.
ISBN eBook: 978-84-321-3904-8
ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
Portada
Índice
Prólogo
INTRODUCCIÓN: NACIDOS PARA AMAR
I. DIOS NOS HA AMADO PRIMERO
Amor de Dios Creador
Dios es nuestro Padre
Dios nos ha redimido
Amor de Cristo en la Eucaristía
El Sacrificio que une el Cielo y la tierra
La intimidad con Jesús en la Comunión
La proximidad de Cristo en el sagrario
Otras pruebas del amor de Dios
II. CORRESPONDER AL AMOR DE DIOS
Dios nos pide amor
La respuesta de Pedro. Mi respuesta
Amar a Dios, la mayor felicidad
La alegría de poder amar
El amor a Dios nunca defrauda
Amar a Dios nunca defrauda
III. EL DON DEL AMOR A DIOS
La Humanidad Santísima de Jesús
La Virgen, atajo hacia Jesús
El espíritu santo y el amor a Dios
IV. ETAPAS PARA AMAR A DIOS
Buscar a Cristo
Encontrar a Cristo
Trato con Jesús en la Comunión
Diálogo con Jesús en el sagrario
Hablar con Dios en la oración
Contemplar a Dios en la vida cotidiana
V. LIBRES PARA AMAR
Libres de la soberbia de la vida
Libres de la concupiscencia de los ojos
Libres de la concupiscencia de la carne
VI. AMAR A DIOS CON OBRAS
Amor efectivo
Sus mandamientos no son pesados
El desamor del pecado
Recuperar el amor mediante la conversión
La tibieza del amor
El sufrimiento como manifestación del amor
Sufrir por amor es goce
Cómo gozar en el sufrimiento
VII. EL MANDAMIENTO NUEVO
Razones para amar al prójimo
El distintivo de los cristianos
Una caridad universal
La caridad con el «próximo»
Amor al prójimo con obras
Sólo el humilde puede amar
Las reglas de la caridad
La regla antigua de la caridad
La regla de oro de la caridad
VIII. EL APOSTOLADO: TRANSMITIR EL AMOR A DIOS
La vocación cristiana es apostólica
El primer apostolado de Andrés
El primer apostolado de Felipe
Mucho y bueno se ha escrito sobre el amor a Dios. Y entre las obras clásicas, merece destacarse la Práctica del amor a Jesucristo, de san Alfonso María de Ligorio.
En este pequeño libro, encontrarás una lectura sobre el doble precepto de la caridad desde un prisma específico. Nos introduciremos en esta importante asignatura del amor a Dios y a los demás, pero contemplada desde su relación con el afán de felicidad, que Dios ha puesto en todo ser humano, y que sólo Él puede satisfacer plenamente.
Beberemos en la fuente inagotable de la Sagrada Escritura; escucharemos la voz de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia; y entre los autores modernos acudiremos, sobre todo, a las enseñanzas de Juan Pablo II, Benedicto XVI (su encíclica Deus caritas est) y san Josemaría Escrivá.
A la luz de la revelación de Cristo, el proyecto más importante para la vida humana es conseguir el Paraíso, la felicidad eterna. La carta de nuestra vida cristiana es apostar por el Cielo. Mucha gente con fe se conforma con alcanzar el reino celestial, aunque tuviera que pasar por mucho Purgatorio, sin caer en la cuenta de los sufrimientos que eso lleva consigo. Otros tienen un objetivo más ambicioso: ir a la Gloria, evitando el Purgatorio. Los santos, llegan a más, pretenden conseguir la mejor morada en la vida eterna. Y es que, como nos revela Jesús, en la casa del Padre hay muchas moradas (cfr. Jn 14, 2).
Santa Teresa de Jesús escribe: «El Señor me ha dado a entender lo grande que es la diferencia que hay en el Cielo de lo que gozan unos a lo que gozan otros»1.
¿Es compatible esto con que en el Paraíso estaremos repletos de una felicidad perfecta? Imaginemos dos recipientes de distinto tamaño, uno grande y otro pequeño, que están llenos de agua. Ambos rebosan y no pueden contener más. Así ocurre en el Cielo: todas las almas están colmadas de gozo, no apetecen más, no les cabe más, pero unas poseen a Dios más que las otras por su mayor capacidad.
¿De qué depende conseguir una mayor felicidad en el Cielo? Del Amor. San Juan de la Cruz lo dice bellamente: «Al atardecer te examinarán en el Amor»2, y, en consecuencia, seremos premiados por el amor a Dios que tengamos en el momento de morirnos. Los teólogos dicen que a la caridad que alcancemos al final de la vida le corresponde un proporcional «lumen gloriae» («luz de la gloria»), que se traduce en una capacidad equivalente de gozar de Dios.
El profeta Samuel fue a la casa de Jesé para escoger entre sus hijos al que habría de suceder al rey Saúl, que ya no era grato a Dios. Samuel se dirigió a Eliab pensando que sería el que Dios había elegido. Pero el Señor dijo a Samuel: «No te fijes en su apariencia, ni en su gran estatura, pues lo he descartado. La mirada de Dios no es como la del hombre. El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 Sam 16, 6-7). Mientras que el hombre se fija para medir a sus semejantes en su fuerza, belleza, inteligencia, etc., Dios nos valora por nuestro corazón, por lo que amamos.
El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Esta semejanza reside en su alma, y entre sus facultades la más noble es su capacidad de amar. Ahí estriba, sobre todo, su semejanza con Dios, ya que «Dios es Amor» (1 Jn 4, 16). Y de cómo hayamos desarrollado ese potencial de querer expresado en actos es de lo que nos pedirá cuenta el Señor.
Amar a Dios en orden a la retribución, por la que tanto nos movemos los hombres, nos puede servir como introducción a este gran tema del amor a Dios y la felicidad, bien entendido que el amor no es un «medio para» sino un fin en sí mismo, como veremos.
Para amar a Dios es fundamental saber que Dios nos quiere primero, que es lo que desarrollamos al comienzo. Eso nos impulsa a corresponder a ese amor, lo que nos hace felices. Después explicaremos que amar a Dios es un don y una tarea. Por último, consideraremos que la mejor forma de demostrar el amor a Dios es cumplir sus mandamientos, en especial el mandamiento nuevo que dio Jesús.
«Dios es Amor» (1 Jn 4, 16). Aunque la Sagrada Escritura dijera sólo esta frase, ya valdría por todos los libros del mundo. Ésta es la verdad maravillosa que nos transmite.
Verdaderamente es un misterio el amor de Dios al hombre. C. S. Lewis, en su obra Cartas del diablo a su sobrino, cuenta que el gran arcano que desconcierta al diablo en el infierno es precisamente éste, y no el misterio de la Santísima Trinidad. El salmista también se sorprende ante el insondable amor de Dios y se pregunta: «¿Qué es el hombre, ¡oh Dios!, para que te acuerdes de él, y el hijo de Adán para que te cuides de él?» (Sal 8, 5).
¿Por qué Dios se enamora de nosotros?; ¿acaso Él necesita algo del hombre? No; al contrario, su amor es pura gratuidad. Nos ama porque su amor es difusivo, tiende a extenderse.
Saber que Dios nos ama es lo que de verdad importa en nuestra vida. Si a un niño le resulta vital sentirse amado por sus padres, a una persona adulta le ayuda muchísimo saberse amada por Dios, hasta el punto que la existencia cristiana se puede sintetizar en conocer y creer en el amor que Dios nos tiene3. Es decir, nuestra vida debe ser pensar, detenernos muchas veces al día en el cariño que el Señor nos profesa.
En esta época de angustia y de miedo es necesario al hombre, «que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene la llave de la muerte y de los infiernos (Ap 1, 18), Alguien que es el alfa y la omega de la historia del hombre (Ap 22, 13), ya sea la individual como la colectiva. Y este Alguien es Amor (1 Jn 4, 8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presentado a los hombres... Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras: No tengáis miedo»4.