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Emelin ha escapado de la Corte Carmesí y ha salvado a Creon de las garras de la Madre. Pero sus nuevos aliados presentan sus propios peligros. Rodeada de viejas rencillas y rencores enconados, Emelin necesitará todo su ingenio para mantener a la Muerte Silenciosa a salvo de sus... ¿amigos? Y cuando sus esfuerzos por ayudar a Creon le revelen atisbos de sus orígenes misteriosos, se verá obligada a reclamar su lugar en el campo de batalla... o perder para siempre al Fae del que se ha enamorado. Existen algunas heridas que ni siquiera la magia azul puede curar...
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Seitenzahl: 820
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Para W., que siempre regresa a mí.
Todo el tiempo y el espacio se comprimieron en dos latidos eternos.
Con una extraña sensación de tirón en el abdomen, la magia de Tared me sacó del Bosque Fae y me lanzó a una vorágine espantosa de colores y sonidos, una marea de destellos vertiginosos e imágenes que se arremolinaban a mi alrededor más rápido de lo que mi mente extenuada era capaz de procesar. Un gélido viento invernal y una ráfaga de calor húmedo y sofocante. Gritos, cánticos, aullidos de lobo. Centelleos dorados y un púrpura tan intenso que parecía engullirme.
Caí al vacío desconocido, sin fuerzas para preocuparme por lo que me esperaba. Lo único importante era...
... que habíamos huido.
Estábamos lejos de la Corte Carmesí. Lejos de la Madre. Lejos de los sabuesos, de las burlas, de la necesidad de controlar cada una de mis palabras y gestos... Mi cuerpo se negaba a creerlo, a pesar de la angustiosa sensación de encontrarme en ninguna parte y en todas a la vez; continuaba con todos los músculos en tensión y me aferraba a la delgada mano de Tared con tanta fuerza que me estaba haciendo daño, como si el más mínimo resbalón pudiera devolverme a aquella isla maldita donde tendría que sufrir las consecuencias de la ira de la Madre.
No iba a darme una calurosa bienvenida después del estallido de rojo que le había lanzado a los ojos.
Pero no se me resbaló la mano, Tared no me soltó, y el paisaje se despejó tan bruscamente como se había difuminado en la nada.
La oscuridad que se arremolinaba se volvió sólida y los colores adoptaron formas y patrones que pude reconocer. Sillas. Una cama. Una mesa. Habíamos aparecido en una habitación oscura, con el techo bajo abovedado y unos muros de piedra del color más negro que había visto nunca. Su superficie era lisa y brillante, como charcos de tinta solidificada. Unas pequeñas bolas de luz flotaban en las esquinas. No eran como los orbes cristalinos que iluminaban la Corte Carmesí, sino esferas de fuego: soles en miniatura que me habrían cabido en la palma de la mano.
Esa era la única fuente de luz. No había ventanas ni resquicios por donde entrara ni un solo rayo del sol.
Y no sonaba ni el más leve susurro.
Nunca había oído un silencio tan profundo como el de aquella estancia abovedada: no percibía el rumor de un mar lejano, el soplo de la brisa ni los cantos de los pájaros. La ominosa quietud solo se vio interrumpida por la imprecación de Tared cuando me soltó la mano y retrocedió tambaleante. Se alejó de Creon hasta que chocó con la pared y se desplomó en el suelo como un muñeco de trapo. Lo único que oía era su respiración agitada y el movimiento casi inaudible de Lyn. Me invadió una sensación de paz irreal, empañada por el eco de los gritos, los aullidos y el temblor de las montañas de la Corte Carmesí que aún resonaba en mis oídos.
Tragué saliva y miré el cuerpo inmóvil de Creon, hecho un guiñapo sobre la áspera alfombra de lana. No había nada irreal en los desgarrones de sus alas, y mis labios y mi lengua tardaron un instante en articular incluso la pregunta más básica.
−¿Dónde...? ¿Dónde demonios estamos?
−En casa −respondió Lyn mientras dejaba con cuidado el brazo de Creon en el suelo y retrocedía, con una disculpa en sus ojos ambarinos. Le echó un rápido vistazo a Tared−. Hazme el favor de comer algo ahora mismo, ¿quieres? −exigió.
El álfar puso mala cara, pero sacó una bolsita de cuero del bolsillo, la abrió con los dedos temblorosos y se metió tres albaricoques secos en la boca. Por un instante, lo único que mantuvo a raya el silencio fue el sonido de sus mandíbulas al masticar con fuerza.
«En casa».
Lo cual significaba que Tared no nos había llevado a una celda. Y eso implicaba que me había creído cuando le dije cuáles eran las lealtades actuales de Creon. Así que estábamos...
¿A salvo?
Mi cuerpo, sin embargo, no parecía creerlo. A juzgar por cómo se estremecía, la mismísima Madre podía irrumpir en cualquier momento por la puerta de madera cubierta de runas de la estancia, dispuesta a arrancarnos la carne de los huesos con un solo gesto de la mano para decorar su salón del trono con los restos de nuestros cadáveres. Maldita sea, quizá ni siquiera necesitara encontrarnos. Si Creon había cedido a sus torturas...
Una alarma al rojo vivo se encendió en mi cabeza y derribó los últimos restos de mi aturdimiento. «Socórreme, Zera», pensé. ¿Por qué estaba mirando las paredes como una boba y planteándome dónde estaba? Creon necesitaba una cama. Necesitaba un sanador. Necesitaba tiempo, descanso y cuidados y, si yono me aseguraba de que tuviera todo eso...,
... ¿quién iba a hacerlo?
Inspiré, dispuesta a suplicar, amenazar o hacer lo que fuera necesario para que mis compañeros se pusieran en marcha, pero Tared se me adelantó.
−Ten paciencia, Emelin −murmuró, todavía masticando−. Danos un momento.
−¿Un momento para qué? −repliqué, con voz demasiado estridente para aquella estancia reducida. Las paredes reflejaban el resplandor de los pequeños soles con destellos iridiscentes, como los de las pompas de jabón−. ¿A qué estamos esperando?
−A que se me ilumine la mente. −Se pasó la mano por la cara y me indicó que tomara asiento en uno de los dos sillones desgastados del rincón, tapizados con motivos florales vagamente reconocibles−. Estoy intentando pensar qué hacer.
Parpadeé.
−A mí me parece que está claro que necesita un sanador, ¿no? ¿O pensabas dejarlo así y...?
−Emelin −me interrumpió Tared, cerrando los ojos−. Siéntate.
−No voy a hacerlo si no...
−Que te sientes. −Hubo un repentino filo acerado en su voz, algo cortante como un cuchillo que rasgó su despreocupación habitual con una facilidad escalofriante.
Fue suficiente para que las palabras se me quedaran congeladas en la punta de la lengua. Mis temblorosas rodillas cedieron al fin y me derrumbé en la alfombra como un saco de trigo en precario equilibrio, agradeciendo la firmeza del suelo.
Lyn también se dejó caer, pero con bastante más elegancia que yo.
−El problema es, Emelin... −vaciló, intercambiando una mirada reticente con Tared.
Me mordí la lengua con tanta fuerza que me lastimé. Era lo único que podía hacer para no estallar contra ellos; si lo hacía, perderían la poca paciencia que les quedaba.
−¿Cuál es el problema?
−Que no todos nuestros sanadores estarán dispuestos a atenderle −murmuró, cerrando los ojos−. Si he de ser sincera, la mayoría estarían encantados de atravesarle el corazón con el escalpelo en cuanto les diéramos la espalda.
La miré fijamente. Solo entonces caí en la cuenta de que en aquel lugar había más gente que conocía a Creon.
Peor aún: ellos dos no eran los únicos que le guardaban rencor.
−Sinceramente −continuó Tared, tragando el último bocado−, dudo que esperaran a que les diéramos la espalda. Así que, si quieres que viva... −Crispó la expresión, se enderezó, se guardó la bolsita de albaricoques en el bolsillo, ya vacía, y me miró a los ojos−. Necesitamos un poco de paciencia. Y una buena dosis de diplomacia. Créeme: ambas cosas me disgustan tanto como a ti.
Me obligué a fingir una carcajada y volví a mirar el rostro inconsciente de Creon. Bajo la luz amarilla y radiante, el brillo enfermizo de su frente parecía todavía más siniestro, y las heridas y los moratones, aún más dolorosos.
−¿Qué opciones tenemos?
−Esto debería quedar en familia −dijo Lyn, mirando hacia la puerta−. Ylfreda no cometerá ninguna imprudencia, al menos. El problema...
−Sí... −Tared soltó un gemido−. ¿Qué tal manejas la magia azul, Emelin?
−La... ¿Por qué lo dices?
−Sus alas. −Hizo un aspaviento vago en dirección a Creon−. Ylfreda es buena, pero no creo que sea capaz de suturar esos desgarros sin dejarle daños permanentes. ¿Y bien?
Noté una violenta acometida de náuseas en la boca del estómago. «Daños permanentes...». Ay, no. Apenas había entrenado con mi magia azul. ¿Y si lo dejaba peor de lo que estaba? ¿Y si le destrozaba las alas, igual que había destruido una y otra vez los cristales del cenador?
−No creo que sea buena idea que lo intente. Mi magia tiene tendencia a... −Tragué saliva−. Sobrepasarse.
Lyn me lanzó una mirada intrigada, pero se volvió hacia Tared sin indagar más.
−¿Crees que Cale mantendría la boca cerrada si se lo pide Ylfreda?
−Quizá, con suerte. −No sonaba nada convencido−. Puede que durante unas horas, al menos. Eso es mejor que...
−Desde luego.
−Bueno... −suspiró−. En ese caso...
−¿Mejor que qué? −exclamé, perpleja ante todas las conclusiones tácitas que parecían compartir sus cerebros.
Lyn se volvió hacia mí sorprendida, como si hubiera debido adivinar a qué se referían con un par de palabras sueltas y un cruce de miradas.
−Mejor que esperar a que se despierte y se cure él mismo −aclaró−. Si esos desgarros empiezan a sanar tal y como están... Me temo que sería muy difícil de arreglar. Así que...
−Tendrá que encargarse Cale −concluyó Tared con gesto adusto, incorporándose. Me puse rígida, pero se arrodilló junto a Creon sin darle un puñetazo en la cara, aunque, a juzgar por cómo apretaba la mandíbula, lo estuviera deseando−. ¿Lo hacemos así, entonces?
Lyn asintió y Tared levantó el cuerpo inerte de Creon con sorprendente facilidad. Me mordí el labio para contener un grito al ver el ángulo extraño de sus alas oscuras. Estaban retorcidas en una posición que nunca había visto antes.
−Ay, cariño −murmuró Lyn con la voz entrecortada−. A lo mejor deberías pedirle a Naxi que te eche una mano a ti también...
Tared asintió mientras llevaba a Creon a la cama y lo dejaba sobre las gruesas mantas con sorprendente cuidado. Luego, tras echarle una mirada que parecía de puro espanto, desapareció.
Lyn soltó una maldición.
El improperio salió como un rayo, tan sincero y abrupto que sospeché que llevaba reprimiéndolo un buen rato. Cuando me volví hacia ella, se estaba abrazando las rodillas sobre la gruesa alfombra: una bolita pelirroja de frustración, más brillante que ninguna otra cosa en la estancia.
−¿Qué... qué pasa? −pregunté, sin comprender nada.
−Hay un par de cosas que tienes que entender −respondió, hablando rápido mientras miraba al techo con expresión agotada−. No me malinterpretes: has hecho lo correcto. Lo único que podías hacer. Pero... Creon está en un lugar muy peligroso, ¿de acuerdo? Bastantes álfar se sienten obligados a matarlo por honor, e intentar discutir con un álfar en cuestiones de honor...
Vaciló antes de seguir hablando. Sus labios, apretados en una línea fina, me dejaron claro que el asunto era muy grave.
La miré fijamente. De nuevo notaba el estómago revuelto. Adiós a mi sueño de seguridad.
−Pero entonces, ¿por qué...?
−Ahora estamos en la casa de la familia de Tared −me interrumpió, hablando aún más deprisa−. Y eso es bueno, porque tambiénsería una grave falta de honor que los álfar de otra casa se colaran aquí y mataran a alguien que técnicamente es un invitado de la familia. Pero el Consejo, el grupo que coordina la mayor parte de lo que hace la Alianza, podría anular la condición de santuario de la casa, y entonces Creon estaría en problemas. Así que tenemos que convencer al resto de que lo necesitamos. ¿Lo entiendes?
Asentí, aunque la cabeza me daba vueltas y me costaba retener las palabras. No había dormido en veinticuatro horas, por el amor de los dioses. Llevaba semanas jugando a la política; estaba demasiado cansada para la diplomacia. Pero Creon... Si lo entregaba ahora a una horda de álfar rabiosos, sería como haberlo dejado colgado en el salón de los huesos de la Madre. Y lo único que tenía claro en ese momento era que no iba a permitir que muriera.
Al infierno la seguridad, entonces. Al cuerno la paz.
−¿Qué necesitas que haga?
Lyn esbozó una sonrisa carente de alegría mientras volvía a sentarse.
−La prioridad es que tengas cuidado con lo que dices. Ylfreda es la prima de Tared y no va a ponerse a cotorrear con el resto de la Alianza si le pedimos que guarde el secreto unas horas..., pero eso no quiere decir que no deteste a Creon con todo su ser. No intentes defenderlo; no vas a conseguir nada.
−De acuerdo. −Tragué saliva con dificultad−. ¿Algo más?
−Ya hablaremos cuando hayas dormido un poco. Tenemos unas cuantas horas, y no deberías...
Hubo un resplandor. Cuando se disipó, había una mujer alta y rubia junto a la cama.
Lyn cerró bruscamente la boca y se puso en pie de un salto, dejándome sola sobre la áspera alfombra de lana.
−Oh, Ylfreda. Gracias a los dioses. ¿Te ha dicho Tared...?
−Sí −respondió con sequedad. Aunque su voz indicaba a las claras su disgusto ante aquella situación, se volvió hacia Creon sin añadir una sola palabra, mientras se quitaba una abultada mochila de cuero de los hombros−. Bueno. No tiene buen aspecto, ¿verdad?
Se me hizo un nudo en las tripas, pero recordé la advertencia de Lyn y me mordí la lengua. Suplicarle que lo salvara sería la mejor forma de demostrar que nuestras prioridades no eran las mismas.
−Al parecer, lo dejó colgando de las alas durante toda una noche −explicó Lyn, y la mujer álfar chasqueó la lengua con la actitud tranquila y resuelta de una sanadora que ha visto demasiado como para alterarse con algo tan banal como tripas perforadas, huesos que sobresalían de las extremidades o, en este caso, alas desgarradas.
−Ajá. Sí que le ha salido bien el intento de complacer a su queridísima mamá...
Tomé aire, capté la mirada de advertencia de Lyn y volví a cerrar la boca de golpe. No era el momento de protestar. No era el momento de defenderlo.
No era el momento de sentir esa violenta y dolorosa oleada de gratitud cada vez que mis ojos se posaban en su cuerpo maltrecho sobre esa cama desconocida.
Intenté seguir la conversación entre las dos −algo sobre Cale y Naxi, que llegarían pronto, algo sobre agua caliente, magia y medidas de seguridad−, pero, por más que intentaba prestar atención, mi mente se negaba a absorber más que retazos. Lo único que me había mantenido en pie desde que salí del Laberinto y caí en las garras expectantes de Ophion eran el pánico y la ira. Ahora que no tenía que librar ninguna batalla −al menos durante unos minutos−, los restos de mi claridad mental se desvanecían a una velocidad alarmante. El mundo se redujo a voces entremezcladas, luz iridiscente y al cuerpo de Creon, tan familiar y a la vez extraño, destrozado y desprovisto de la arrogancia del todopoderoso príncipe fae que conocía.
No pude evitar quedarme mirando mientras Ylfreda le desabotonaba la camisa rota y dejaba al descubierto una piel mancillada y áspera, marcada de cardenales y cortes, testimonio de la noche anterior. Su cuerpo contaba la historia de lo que había sufrido con mayor elocuencia que ningún testigo.
Todo lo que había soportado... por mí.
Sentía como si unas manos invisibles me apretaran la garganta, cada vez con más fuerza, hasta el punto de que apenas podía contener un gemido cada vez que respiraba. Ylfreda limpiaba con unos ungüentos de olor acre que sacaba de su bolsa las heridas abiertas, los moratones inflamados, los huesos rotos... Creon tenía que saber lo que le aguardaba; debió de intuir que la Madre se vengaría lenta y dolorosamente. Maldita sea... Si ni siquiera esperaba que yo regresara a ayudarle, seguro que estaba preparado para lo peor.
Y, a pesar de todo...
Después de que yo le acusara de haberme manipulado mágicamente, de que le restregara los nombres de sus antiguos enemigos para herirle, Creon ni siquiera había vacilado.
Ylfreda se inclinó sobre la cama para examinar sus alas y pasó los dedos cubiertos de ungüento por los desgarros. No fui capaz de controlarlo: se me escapó de los labios un sonido de dolor a medio camino entre un sollozo y un gemido. Sus alas... Ophion con aquellos malditos garfios...
Ylfreda alzó bruscamente la cabeza y me miró por encima del hombro. Enarcó las cejas al verme la cara.
−Por el ojo de Orin... Te mantuvo prisionera, ¿no? −comentó con una frialdad tremenda−. Yo en tu lugar no desperdiciaría ni una sola lágrima por él.
Tragué saliva.
−Me salvó la vida −repliqué, y mi voz sonó como un patético chillido.
−¿En serio? −Se volvió hacia la cama, nada impresionada−. Bueno, no te preocupes demasiado. Si fuera posible matarlo con unos simples ganchos en las alas, habríamos acabado con él hace siglos. Estaba mucho peor la última vez que lo capturamos, y entonces sobrevivió...
Intenté tragar saliva, pero el nudo de mi garganta me lo impidió.
Lyn me lanzó una mirada de preocupación, pero se limitó a decir:
−¿Té?
No quería té. Quería que Creon estuviera bien. Quería que esa gente entendiera lo que había hecho, lo que había sacrificado durante todos esos años en que creyeron que era un traidor. Quería que dejaran de pensar que yo era una desgraciada víctima a la que habían salvado. Quería que despertara para poder abrazarlo y prometerle que nunca volvería a abandonarlo.
−Sí, por favor −respondí, entumecida.
Lyn se apartó de la cama y me tendió una mano para ayudarme a levantarme. La acepté, aunque la fénix no me llegara al codo; mis piernas temblorosas necesitaban toda la ayuda que pudieran obtener.
Señaló los dos sillones con estampado de flores.
−Ponte cómoda; vuelvo enseguida.
Me derrumbé en el cojín acolchado como si no fuera a levantarme nunca más. Lyn intercambió una última mirada con Ylfreda, que estaba limpiando otro corte espantoso justo encima de la cadera de Creon, y se escabulló por la puerta de madera cubierta de runas.
Una rápida ojeada al pasillo me dijo que estaba tan oscuro como la estancia donde nos encontrábamos: era un túnel estrecho y sinuoso en el que no se veía ni una chispa de luz diurna.
¿Dónde demonios estábamos? ¿En algún sótano o fortaleza impenetrable? Estaba tan agotada que mis pensamientos iban demasiado despacio, como si se arrastraran por el barro. Aquella estancia no tenía aspecto de formar parte de una fortaleza, a pesar de los gruesos muros de piedra. Tenía unos sillones desgastados y una cama amplia con un montón de almohadas de lino áspero: mostraba una comodidad rústica y nada refinada, pero era acogedora, al fin y al cabo. Infinitamente más agradable que la espantosa belleza impecable de la Corte Carmesí.
Ylfreda siguió trabajando de forma estoica, lavando heridas e inspeccionando hematomas como si yo no estuviera en la habitación. Antes de que pudiera armarme de valor para preguntar por ese lugar extraño subterráneo, unos nudillos golpearon la puerta y un joven de piel oscura asomó la cabeza. Me dio la impresión de que era humano y no encajaba en ese sitio, pero Ylfreda no pareció sorprenderse lo más mínimo.
−Oh, Cale. Bien. Necesito tu magia para curarle las alas...
«¿Su magia?». Parpadeé. El sanador cruzó la estancia hasta Ylfreda, cargando con una tina de agua humeante, dos bolsas y varias toallas de color azul oscuro. Solo cuando dejó su carga y se pasó una mano tensa por el pelo percibí la pista que ocultaban sus rizos castaños.
Al primer vistazo, sus orejas parecían redondas, pero, a la cálida luz de los soles en miniatura que flotaban en la habitación, me fijé en que tenían una forma rara: eran demasiado alargadas para ser orejas humanas y estaban curiosamente onduladas en la curva superior. No es que tuvieran irregularidades, sino más bien...
Cicatrices.
Oh, no.
Una violenta náusea se apoderó de mi estómago. Alguien le había cortado las orejas. Lo habían mutilado en un intento desesperado por ocultar su verdadera naturaleza...
Era medio fae.
Clavé los dedos en el áspero lino de mi asiento, incapaz de apartar los ojos de él mientras intercambiaba unas palabras bruscas con Ylfreda y se ponía a trabajar. Era medio fae. Lo que significaba que era como yo. Tal vez estaba amarrado, y seguramente hubiera sido criado por unos padres que no le habían ocultado su sangre fae... y aun así...
«No estoy sola».
Las palabras zumbaban sin cesar en mi cabeza mientras observaba el trabajo de los dos sanadores, hipnotizada por los movimientos circulares de sus manos. «No estoy sola. No estoy sola».Había pasado tantas semanas sin poder confiar en nadie, tantos años sin sentir que pertenecía a ningún sitio, ¿y de repente había otros? Otros que odiaban al fae que yo necesitaba desesperadamente que estuviera a salvo, otros que podrían burlarse de mí si supieran lo que significaba Creon para mí, y, sin embargo...
El último agujero de las alas membranosas de Creon se estaba cerrando bajo las cuidadosas chispas de magia azul de Cale cuando la puerta se abrió de sopetón y me sacó de mis cavilaciones, como si me hubieran dado un martillazo en la cabeza.
−¡Ylfreda! −exclamó una voz melodiosa y juvenil. Su dueña entró dando saltitos en la habitación; su falda verde ondeaba como si la moviera una brisa invisible, y sus tirabuzones rubios con puntas rosas rebotaban alrededor de su rostro arrebolado−. Tared me ha dicho que me necesitabas. ¡Y nada menos que para Creon! ¿Ha vuelto?
Ylfreda cerró los ojos mientras se volvía, reprimiendo de forma evidente un gemido frustrado.
−Buenos días, Naxi. Si pudieras hacerme el favor...
Me atraganté con mi propia lengua.
Anaxia se giró hacia mí, ignorando lo que comentaba Ylfreda sobre daños internos, y me clavó los ojos azules, nítidos y brillantes, con una fijeza inquietante.
Esa mirada de una fuerza penetrante y despiadada era lo único que desmentía su aire dulcificado y suave. Lo demás... Anaxia parecía dolorosamente frágil y menuda, pero, sobre todo, tan inocenteque costaba creer que fuera la misma persona que había peleado durante dos días enteros contra Thysandra y había logrado escapar con vida a duras penas.
¿Esaera la demonio que luchaba del lado de la Alianza? Aunque yo no tenía ni idea de qué aspecto tenían los demonios sin sangre de fae, Anaxia no podía parecerse menos a Creon.
−Estás sorprendida −declaró alegremente, mostrando un interés excesivo para mi gusto. Su felicidad desbordante y efusiva me resultaba agotadora−. ¡Qué interesante! ¿Te ha hablado de mí?
−Pues... −Solté una risa desconcertada−. Sí.
−Qué encanto −dijo, volviéndose hacia la cama con una sonrisa afectuosa−. Ay, cariño, no se encuentra muy bien. Freddie, sufre mucho dolor. Mucho... Oh. −Ladeó la cabeza y se giró para mirarme, con los ojos azules aún más brillantes−. Esto sí que es interesante...
Me quedé helada, convencida de que iba a desvelar todos y cada uno de los secretos que me había empeñado en ocultar a Lyn, a Tared y a todos los demás. Pero la demonio apartó la vista sin añadir nada más y señaló el pecho desnudo de Creon con su sonrisa inocente fija en el rostro.
−La sexta costilla está rota −afirmó−. La izquierda.
−Se me ha pasado −murmuró Cale, tomando otra toalla azul−. ¿Algo más?
−La muñeca derecha. Y... −Cerró los ojos con una mueca y se acercó a la cama−. Por Zera, ¿cómo puede ser tan dramático este hombre?
−No hace falta que evalúes su estado emocional −masculló Ylfreda, un poco molesta−. Ahora lo importante es lo físico...
−Es difícil separarlo, Freddie. Tiene el tobillo torcido. Y a lo mejor deberías volverle a mirar ese dedo roto. Eso es todo lo que distingo bajo el montón de... −Soltó un gemido−. Los demás problemas. Cuando despierte y tenga más control de sí mismo, será más sencillo.
−Cuando despierte, él mismo podrá decirnos dónde le duele −bufó Ylfreda, poniendo los ojos en blanco.
−Ay, sí. −Anaxia le sonrió−. Todo resuelto, entonces. ¿Necesitas más ayuda? Si quieres, le hago cosquillas a ver si vuelve en sí.
−Nadie va a hacer cosquillas a mis pacientes −gruñó Ylfreda−. Ni siquiera a este. Ve a decirle a Tared que ya casi hemos terminado, ¿quieres?
−Siempre tan enfadada... −murmuró Anaxia en tono soñador. Luego, me dirigió una última sonrisa deslumbrante y se marchó de la estancia.
Me di cuenta de que seguía aferrando los reposabrazos como si me fuera la vida en ello y, avergonzada, aparté los dedos de la madera tapizada. «Por Zera, cómo odio esos poderes demoniacos...». Con todo el peligro de la misión de rescate de la noche anterior, apenas había tenido tiempo de pensar en lo desconcertante que era que otra persona fuera consciente de todas las emociones que se agitaban en mi interior. Cuando Creon se despertara, necesitábamos mantener una buena conversación sobre eso.
Tal vez varias.
Tared y Lyn aparecieron un momento después, él sin su espada y ella con una taza del tamaño de su cabeza sujeta entre sus manos diminutas. Sus miradas simultáneas dejaron muy claro que habían estado hablando de mí, pero estaba demasiado cansada y agradecida de ver caras conocidas como para indagar.
−Estamos a punto de acabar −informó Ylfreda, sin levantar la vista−. Cale le ha curado las alas casi del todo.
Lyn murmuró un «gracias» mientras se acercaba a mí y se ponía de puntillas, con cuidado de no derramar el té caliente. Tared no dijo nada, pero me dedicó algo parecido a una sonrisa. Teniendo en cuenta las circunstancias, era todo un triunfo.
−¿Estás bien? −le pregunté, y no fue tan solo por diplomacia.
−Relativamente. −Se hundió en el asiento de al lado con un gemido ahogado, mientras Lyn me dejaba la taza de té en el regazo y se sentaba en el suelo−. Naxi acaba de decirme que no me preocupe por Creon −añadió en voz baja−. No tengo ni idea de por qué cree que estoy preocupado, pero te lo digo por si te tranquiliza...
−Ya. −Intenté sentirme aliviada, pero continuaba teniendo una sensación desagradable al pensar en Anaxia−. Oye, ¿te importa que te pregunte qué esAnaxia exactamente?
−Medio demonio y medio ninfa. −Enarcó una ceja al verme la cara−. Creía que Creon te había hablado de ella.
−No mencionó la parte de ninfa −murmuré débilmente−. Ya entiendo. ¿Aquí todo el mundo es mitad algo, o solo me da esa impresión?
−Más bien es que la mayoría de los que son medio algo acaban aquí −precisó Lyn, apartándose el pelo de la cara−. Suelen hacerles la vida imposible, pero aquí incluso los de sangre pura son unos bichos raros, así que...
−Te he oído −dijo Ylfreda desde el otro extremo de la habitación, con cierto tono de diversión por primera vez. Continuó recogiendo sus cosas, pero dejó unos cuantos frascos y botellas sobre la mesilla de noche. A su lado, Cale ya se había echado las bolsas al hombro.
Lyn soltó una risilla carente de humor y se acercó a la cama.
−¿Habéis terminado?
−Se encuentra estable; debería despertar pronto. Tardará unos días, como mucho. −Le hizo un gesto con la cabeza a Cale, que refunfuñó entre dientes una despedida rápida y salió a toda velocidad, como si estuviera deseando lavarse las manos tras haber entrado en contacto con Creon. Ylfreda se sentó a los pies de la cama y suspiró−. ¿Debo suponer que tienes un plan para hacer frente a esta locura, o eso sería demasiado optimista?
−¿Alguna vez me has visto hacer planes? −replicó Tared con ironía.
−Hasta las álfar podemos soñar, Thorgedson. −Le dedicó una sonrisa amarga y se frotó la cara con las manos manchadas de ungüentos−. ¿El resto del Consejo sabe todo esto?
El silencio sepulcral que siguió fue suficiente respuesta. Ylfreda cerró los ojos y murmuró una maldición en un idioma que yo desconocía... y solo entonces se hizo la luz en mi mente agotada y capté el significado completo de esa frase.
Parpadeé.
−¿Has dicho el... restodel Consejo?
Otro silencio abrupto. Tared parecía un hombre al que le estuvieran obligando a confesar un asesinato; Lyn, una niña pillada con las manos en la masa.
−Ah −dijo Ylfreda, lanzándoles una mirada de leve diversión−. Doy por sentado que estos dos no te han comentado ese detalle, entonces.
−¿Qué detalle?
−El detalle de que los aquí presentes dirigen la mayor parte de la Alianza. −Señaló con la cabeza a Tared, que la fulminó con la mirada como si estuviera dispuesto a cometer el mismo asesinato que le habían presionado a confesar−. Bueno, los álfar son la mitad del Consejo, y mi encantador primo es considerado el líder de...
−No soy ningún líder −la interrumpió Tared−. Suelen escuchar mis indicaciones, sobre todo porque no tengo por costumbre sugerir que acojamos a asesinos fae en el Subterráneo. Así que...
−¿En dónde? −pregunté yo.
−En... Ah. En el Subterráneo. −Abarcó la estancia con un aspaviento−. He aquí el Subterráneo: date por bienvenida y todo lo demás. Escúchame, Freda, no estoy tan loco como para soltarle esto sin más al resto del Consejo y esperar que estén todos de acuerdo. Ni siquiera estoy seguro de querer que estén de acuerdo, francamente...
Ylfreda apretó los labios hasta convertirlos en una línea fina y me echó un vistazo con sus escrutadores ojos de sanadora.
−Quizá deberíamos discutir esto mientras la chica descansa...
−No necesito dormir −repliqué, aunque la habitación me daba vueltas y cada palabra que decían llegaba a mi dolorido cerebro un poco más tarde de lo que debería. Pero si Tared seguía dudando, si alguienlo hacía, no podía permitirme estar ausente durante horas−. Si vais a tomar decisiones, yo puedo...
−Ylfreda tiene razón −me cortó Lyn, apartándose un rizo rebelde de la cara−. Podemos mantener el secreto durante unas horas; te dará tiempo a dormir un rato y prepararte para ver al Consejo mientras pensamos qué hacer.
−Pero... −dudé, intentando con todas mis fuerzas no mirar a Tared. ¿Y al final decidía que, después de todo, no quería a Creon allí? ¿Y si esos honorables álfar que Lyn había mencionado no esperaban a la decisión del Consejo y venían a matarlo?−. ¿De verdad crees que es... seguro?
−No le va a pasar nada, Emelin. −Lyn me dirigió una mirada cargada de significado. «Sé lo que estás pensando. ¿Se te ha olvidado que yo también intento ayudarle?», decían sus ojos−. Ylfreda puede quedarse con él mientras tú duermes. Estará perfectamente durante unas horas.
Tragué saliva y volví a mirar a Creon. Vendado y limpio, al menos ya no parecía al borde de la muerte, pero la idea de salir de esa habitación y abandonarlo una vez más hizo que sintiera ganas de rugirles.
−Me quedo aquí.
Lyn parpadeó.
−Emelin...
−Dormiré en una silla. −Me di cuenta de que la antigua Emelin habría cedido ante la chispa de desaprobación de sus caras. Pero Creon me había dicho que debía aspirar a más y, si había algo que deseaba, algo que necesitaba, era pasar un rato tranquila con él sin que nadie intentara matarnos−. O en el suelo. Me da igual. Mientras no estemos completamente seguros de que se encuentra a salvo, no pienso dejarlo solo.
−No tengo por costumbre apuñalar a mis pacientes en el corazón cuando nadie me mira, muchacha −dijo Ylfreda secamente−. Y si hubiera una horda de álfar lo bastante locos como para violar el santuario de la casa e irrumpir aquí, dudo que una pequeña medio fae pudiera detenerlos.
Apreté los puños.
−Que lo intenten. Les deseo suerte.
−Dioses benditos... −murmuró, levantándose de la cama. Le dirigió una mirada de agotamiento a Tared−. Encárgate de esto tú, anda. Si me necesitas para algo más, dímelo −remachó, y se marchó antes de que nadie pudiera objetar.
Tared me dirigió una mirada rápida, murmuró algo sobre tozudez y mejores formas de pasar el tiempo, y se levantó de la silla con un gruñido ligeramente exagerado. Lyn parecía tentada de intentar convencerme de nuevo, pero algo en la mirada que cruzaron le hizo cambiar de opinión.
−¿Necesitas algo más, Emelin? −preguntó en su lugar.
Incluso encogerme de hombros era una tortura para mi agotado cuerpo.
−Ahora mismo podría quedarme dormida sobre un tablón. Estaré bien.
Asintió, poco convencida.
−Entonces volveremos dentro de unas horas. Te traeré el desayuno. Si necesitas algo...
−Lyn...
−Vale, vale −Con una mueca de disculpa, se levantó de un salto y agarró a Tared de la muñeca−. Que duermas bien.
−Luego os veo. Ah, y por favor, llamad antes de entrar. No quiero mataros accidentalmente.
−Qué detalle −gruñó Tared con aspereza antes de salir.
Por fin me quedé sola en aquella habitación tranquila y oscura, en compañía del silencio, las luces brillantes y...
Creon.
Creon.
No movió un músculo mientras yo me ponía en pie y me acercaba tambaleándome a la cama. Ni siquiera se agitó cuando susurré su nombre. Su rostro destrozado, hundido en las ásperas almohadas, me resultaba extraño y familiar a la vez. Sus cicatrices tatuadas destacaban más de lo normal contra la palidez de su piel de bronce; sus labios carnosos, esos labios que me habían besado con pasión desenfrenada en el Laberinto, estaban exangües y grisáceos. En el reconfortante ambiente del Subterráneo, era como si lo hubieran arrancado de un sueño y lo hubieran arrastrado cruelmente hasta la realidad: una realidad abrumadora e incomprensible que yo acababa de comprender.
Le acaricié la mejilla y la mandíbula cincelada con las yemas de los dedos. «Maldita sea...», pensé. «Ni siquiera acabo de comprenderlo a él».
−¿Quién eres realmente? −susurré.
Sabía la respuesta. Sabía demasiadas respuestas. Era Creon Hytherion: demonio y príncipe fae, amante y mentiroso, pesadilla y salvador. Era mío y, sin embargo..., un misterio.
Había tardado semanas en descubrir la verdad sobre sus poderes mágicos, y no era él quien me la había desvelado. Tenía sus razones, o al menos las entendía... ¿Pero qué más secretos guardaba ese rostro de una belleza imposible?
No era el momento de hacerme esa pregunta. Retiré la mano, reprimiendo un juramento, y me guardé todas mis preocupaciones para más tarde. Cuando despertara, podríamos hablar. Y después de que habláramos, averiguaría qué éramos exactamente el uno para el otro, si es que la respuesta no era «aliados por necesidad».
Hoy, solo necesitaba mantenernos vivos a ambos.
Me aparté de él, examiné rápidamente la estancia y terminé por encontrar una colcha de lana en el estante inferior del robusto armario. Tenía un poco de polvo, pero estaba en buen estado. Sería más fácil taparlo con ella que intentar sacarle las mantas de debajo del cuerpo.
Lo arropé con cuidado. Luego, tras echar una última mirada a la puerta, me quité mi polvoriento vestido azul, lo dejé al alcance de la mano por si tenía que vestirme rápidamente y me metí bajo el edredón. Me acurruqué entre su brazo y su pecho, con cuidado de no apoyar mi peso sobre sus alas.
La cabeza sobre el hombro. Piel contra piel. Todos mis pensamientos se desvanecieron en cuanto lo rodeé con el brazo y me encajé contra la familiar firmeza de su cuerpo. Mi cerebro pareció chisporrotear antes de apagarse, y los músculos que llevaban en tensión desde el atardecer se relajaron bruscamente. Si mi piel no me hubiera mantenido unida, me habría derretido contra él en un charco de alivio y agotamiento, ahogándome en su inconfundible aroma a sol y dulzura otoñal.
Por el momento, no corríamos peligro.
De repente, ya nada me parecía tan complicado.
Iba a dormir. Me iba a despertar descansada y preparada, o al menos no al borde del colapso. Y luego iba a averiguar qué era este misterioso Subterráneo, le daría al Consejo las respuestas que necesitara para mantener a Creon a salvo y me empezaría a preparar para la próxima vez que viera los maltrechos ojos de la Madre.
Hasta un niño sería capaz de hacer eso, ¿no?
Me invadió el sueño en cuestión de segundos, pesado pero blando como el plumón, y me adentré en un mundo de oscuridad sin pesadillas, donde no podían alcanzarme las mentiras ni los corazones rotos.
Me despertaron unas voces que discutían.
Sonaron de pronto, justo al otro lado de la puerta. Al menos eran tres personas gritando en un idioma que no entendí; de hecho, ni siquiera lo reconocí. Me incorporé de golpe, con las mantas enredadas en las piernas, y tardé un instante en recordar dónde estaba.
El Subterráneo.
Creon.
El Consejo.
Con una imprecación, salí rodando de los brazos de Creon, agarré el vestido del suelo y me lo metí por la cabeza. En ese mismo instante tocaron unos nudillos a la puerta, como el retumbar de los tambores que anuncian una ejecución.
−¿Emelin?
−Tared... −respondí; al menos, había cumplido su promesa−. ¡Un momento! −grité, pasándome los dedos por mi enmarañada cabellera castaña para parecer un poco presentable.
¿Había dejado alguna pista del lugar en el que había pasado la noche? Las mantas de Creon... Me apresuré a alisarlas, borrando la impresión que había dejado mi cuerpo. Suficiente. Con un poco de suerte, nadie supondría que había pasado las últimas horas en brazos de la Muerte Silenciosa.
Después de todo, para ellos yo era su pobre prisionera, la inocente medio fae que había secuestrado y utilizado para su beneficio, a la que posiblemente hubiera sometido a la traicionera magia demoniaca. ¿Cómo iban a acusarme de confraternizar con él, y mucho menos de desearlo?
Con un resoplido leve, me aparté de la cama y estiré los miembros agarrotados. Al otro lado de la puerta, Lyn continuaba discutiendo con un desconocido mientras Tared los interrumpía brevemente de cuando en cuando.
Bueno. Si continuaban ocupados...
Me volví hacia Creon. Tal vez fueran las escasas horas de descanso o que yo tenía la mente más clara, pero lo veía muchísimo mejor que antes: su piel volvía a lucir su intenso color bronce habitual y su respiración era constante y regular, como si estuviera durmiendo en lugar de recuperándose de una noche de tortura. Como si pudiera despertarse en cualquier momento.
Me incliné sobre la cama y le rocé con los nudillos la mandíbula, el pómulo afilado, la sien. ¿Me estaba imaginando el temblor con el que me respondía, o realmente estaba dando señales de vida?
−Volveré pronto −susurré−. Es solo una reunión rápida. Tengo que ser diplomática, así que es imposible que nada salga mal.
En parte, albergaba la esperanza de que se riera o me dedicara esa sonrisa cómplice de quien comparte un secreto. Se me cayó el alma a los pies cuando no reaccionó.
Le di un beso rápido en la frente, lo arropé mejor y repetí:
−Volveré.
Me di la vuelta y avancé hacia la puerta. Al volver a mirarle, por más que supiera que lo estaba dejando solo por su propio bien, sentí un escozor agudo en el estómago, como si lo tuviera lleno de ortigas.
Las voces del pasillo se acallaron bruscamente cuando abrí la puerta de un empujón.
Había tres personas, sí. Tared estaba apoyado contra el marco, con una camisa limpia de color verde musgo; de nuevo portaba la espada tras la espalda, como si temiera una emboscada de los fae incluso en ese lugar oculto bajo tierra. Tras él, Lyn se paseaba por el sinuoso pasillo: era una silueta llameante de salvajes rizos rojos, lino amarillo brillante y miradas asesinas dirigidas al tercer miembro de la compañía.
El objeto de su ira se parecía demasiado a Tared como para no ser de su familia. Los mismos ojos grises, los mismos rasgos delicados y una espada similar colgada tras la espalda. Sin embargo, su larga cabellera rubia y su desgastado abrigo de cuero le daban un aire curiosamente salvaje. Tal vez fuera la expresión de su apuesto rostro afilado: su ceño fruncido sugería que se sentiría mucho mejor si le hubieran permitido destripar a unos cuantos fae antes de desayunar.
Se giró bruscamente para mirarme, y sus ojos grises como el acero destellaron como si yo fuera una candidata ideal para ese destripamiento matutino.
−Así que aquí está. −Cero saludos. Ninguna presentación. Hablaba un dialecto bastante parecido al de Cathra, pero con un fuerte acento norteño−. ¿Tú eres la que ha traído de regreso al príncipe traidor?
Por suerte para él, Lyn me había advertido que fuera diplomática, porque en caso contrario le habría arrancado su preciosa nariz de su bonita cara.
−Encantada de conocerte a ti también −repliqué, fulminándole con la mirada−. Me llamo Emelin, por si acaso «la que ha traído de regreso al príncipe traidor» fuera demasiado largo. ¿Y tú eres...?
Me dedicó una sonrisa torcida. Una nada amistosa.
−Así que estás tan orgullosa, ¿eh?
−Edored −le cortó Tared bruscamente−. Vale ya. Emelin no fue quien decidió aparecer aquí, así que tal vez puedas concedernos a todos el privilegio de comportarte de manera civilizada por una vez en tu...
−El problema −refunfuñó Lyn antes de que el otro álfar pudiera replicar− es que, para comportarse de manera civilizada, hay que ser mínimamente civilizado.
Edored soltó una carcajada.
−Soy el puñetero pináculode la civilización, mi querida Lyn. No soy yo el que quema niños en la hoguera, como tu queridísimo traidor con sus historias lacrimógenas y su preciosa...
−Edored... −volvió a advertirle Tared con tono amenazante.
−¿Qué? −replicó el álfar alzando la voz−. Solo porque tú te niegues a verlo...
Tared murmuró una maldición, me agarró del hombro y me arrastró consigo. Me sumergí en un remolino de tambores sordos y tonos de hollín. En esta ocasión no viajamos muy lejos; otra habitación se volvió sólida a nuestro alrededor antes de que me diera tiempo a pensar adónde demonios quería llevarme.
Ese sitio nuevo era más grande y estaba mucho más desordenado que el dormitorio que acababa de dejar atrás. Los tapices de color marrón nogal y verde pino que cubrían las paredes aportaban un brillo más cálido al resplandor de los soles en miniatura que flotaban cerca del techo abovedado. En el centro de la estancia se extendía una larga mesa, con bancos cubiertos de cojines a ambos lados. Eché un vistazo a los objetos que había encima: una labor de calceta inacabada, una baraja, una pequeña pila de libros encuadernados en piel... Eran los signos de una vida sencilla y tranquila.
−Te pido disculpas por ese pináculo de la civilización −masculló Tared en tono cansado, apartando la mano de mi hombro y acercándose a la mesa−. Es mi primo; a veces es un poco difícil tratar con él. Me temo que no tenemos mucho tiempo, pero... ¿quieres comer algo?
Entonces reparé en el pan y la mermelada que había en el extremo opuesto de la mesa. No tenía mucha hambre, pero, tras un instante de reflexión, caí en que llevaba por lo menos veinticuatro horas en ayunas. Enfrentarme a una horda de álfar rabiosos con el estómago vacío quizá no fuera una idea inteligente.
−Sí, gracias −me obligué a decir−. ¿Cómo es que no tenemos mucho tiempo?
−Bueno... −Hizo una pausa mientras cortaba rápidamente dos rebanadas de pan−. Pensábamos informar tranquilamente al Consejo unas horas después de que te despertaras, pero Cale le contó la noticia a su hermana, y su hermana es, al parecer..., muy amiga de Edored. Y la discreción no es la mayor de sus cualidades.
En algún lugar a nuestra espalda sonó un portazo, audible incluso a través de los enormes muros de piedra. Una voz sospechosamente parecida a la de Edored gritó algo y luego se calló abruptamente.
−Ah −dije, poniendo mala cara.
−Así que me temo que el resto del Consejo se ha enterado hace quince minutos y se han enfadado porque no les hemos informado de inmediato. Nos reuniremos dentro de cinco minutos, más o menos... −Se encogió de hombros−. ¿Quieres queso? ¿Mermelada?
−La mermelada me vale −dije, desplomándome en uno de los largos bancos mientras Tared echaba una cucharada de mermelada naranja brillante en mi rebanada de pan. Noté un nudo en el estómago−. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?
Tared me tendió la rebanada sobre una servilleta y se sentó en el banco de enfrente.
−Nada, me temo. Si tuviéramos tiempo para discutir estrategias, probablemente te pediría que expusieras algunos detalles en la reunión, pero tal como están las cosas..., lo mejor será que nos dejes hablar a Lyn y a mí. Conocemos a nuestra audiencia.
−¿Me estás diciendo que tengo que confiar en tipara salvar a Creon?
Una sombra cruzó su rostro.
−Come, anda.
Gruñí, le di un mordisco al pan y engullí el bocado, a pesar de notar la tripa revuelta.
Tared se quedó mirando la mesa en silencio antes de suspirar y volver a mirarme.
−No voy a negar que hubiera preferido no volver a verle en mi vida... Pero, si es cierto que nunca traicionó nuestro bando, le necesitamos. Al menos, lo bastante para hacerme pasar por alto nuestros problemas personales. He hablado con Lyn mientras dormías. Esto debería ser... −Vaciló durante un instante demasiado largo−. Manejable −concluyó−. Si el resto de las personas del Subterráneo pueden aceptar su presencia aquí, no protestaré.
No me tranquilizó del todo, pero al menos parecía sincero. Pegué un mordisco con demasiada violencia, tragué y dije:
−Bueno, ¿me quieres contar cuáles son exactamente vuestros problemas personales...?
La puerta se abrió de golpe detrás de mí.
Me giré a tiempo para ver a Lyn entrando en la habitación. Era como un pequeño volcán a punto de estallar: su cabello rojo parecía aún más brillante de lo normal, y unas llamitas bailoteaban en sus manos y antebrazos como el fuego que lame un tronco antes de prenderlo. Me estremecí. El tiempo que había pasado junto a Creon debería haberme acostumbrado a la visión de compañeros de aspecto asesino, pero esa furia explosiva y chisporroteante me resultaba mucho más peligrosa que la fría y calculada oscuridad de la Muerte Silenciosa.
−¿Todo solucionado? −preguntó Tared con un tono asombrosamente tranquilo.
Lyn cerró la puerta de golpe y le lanzó una mirada fulminante mientras se apagaban sus llamas.
−Me debes varias semanas de servicio de lavandería por dejarme plantada para lidiar con los desquiciados de tu familia, Tared.
Él se rio entre dientes.
−Me parece justo. ¿Cómo te deshiciste de él?
−Jugué la carta de Nenya −refunfuñó Lyn. Se sentó en el banco a mi lado y apoyó los codos en la mesa con demasiada fuerza−. Le dije que le transmitiera un estúpido mensaje... y, por muchos fae que Edored tenga previsto matar, jamás rechazará la oportunidad de incordiarla.
Tared puso los ojos en blanco.
−Está bien saberlo.
−Sí, es útil. En fin... ¿Has dormido bien, Emelin?
−Bastante bien −respondí con cautela, preguntándome hasta qué punto era creíble que hubiera descansado a pierna suelta sentada en una silla. Para evitar mentirle sin necesidad, continué hablando rápidamente−: ¿Quién es Nenya?
−Una representante de los vampiros en el Consejo −contestó Tared, sonriendo al verme la cara. No te preocupes. Solo muerde con consentimiento.
−No sé yo si el tipo al que le arrancó la cabeza le daría permiso... −murmuró Lyn, y la sonrisa de Tared se ensanchó.
−Ese era un pedazo de bastardo.
Tragué el bocado de forma ruidosa, preguntándome si los vampiros considerarían que Creon era un bastardo lo bastante grande como para justificar un mordisco sin consentimiento. Sabía que no era buena idea pensar en eso; en su lugar, debería centrarme en cambiar la opinión que tenían de él. Pero me costaba borrar la imagen que Lyn había plantado en mi mente: una criatura pálida y espeluznante inclinada sobre Creon, mostrando unos colmillos ensangrentados, dispuestos a...
−¿Emelin?
Me sobresalté al oír la voz de Lyn y me di cuenta de que me había quedado congelada a la mitad de un bocado. Me metí el resto del pan en la boca, murmuré una disculpa y dije:
−¿Hay algo que deba evitar para poder conservar el cuello?
−No mates a ningún álfar −replicó Tared alegremente, y me tranquilizó un poco que considerara que yo era capaz de hacer eso−. No llames mentiroso a nadie; es algo que normalmente nos tomamos mal. Y no acuses a nadie de no tener honor: nos lo tomamos aún peor. Dicho esto, retar a alguien a un duelo y destrozarle la cabeza es algo completamente honorable, así que, a la hora de la verdad, esa es la mejor manera de resolver las cosas.
Lyn le lanzó una pieza de ajedrez a la cara.
−Por favor, no empieces ningún duelo −me suplicó.
−Lo intentaré −respondí, nerviosa−. ¿Y respecto a los demás?
Se encogió de hombros.
−No creo que tengas ningún problema con las ninfas. Si alguna vez pisas una de sus islas, no cortes ningún árbol, pero aquí en el Subterráneo no hay muchos que puedas cortar. Respecto a los vampiros...
−No digas que estás «muerta de emoción», ni nada por el estilo −dijo Tared, mirando al techo con expresión de profesor exasperado−. No comentes que algo huele a muerto, no indagues en cómo funciona su digestión, no los llames cariñosamente «sanguijuelas», no preguntes si el tamaño de sus colmillos corresponde al tamaño de...
Se me escapó una risilla a pesar de los nervios.
−¿Por qué será que me da la impresión de que te basas en experiencias personales?
Hizo una mueca y se levantó del banco.
−Llevo siglos tratando con Edored y Nenya. Si eres capaz de ofenderla más de lo que él lo hace, te aseguro que me sentiré impresionado. Así que... −Miró a Lyn, que asintió−. ¿Preparada para la batalla?
No podía estar menos preparada. Traté de revisar todas las conversaciones que había oído para saber qué decir y qué no decir. Pero si los miembros del Consejo ya estaban molestos por el retraso, la peor estrategia posible era hacerles esperar más. A juzgar por la bienvenida de Edored, conseguir que aprobaran la presencia de Creon requeriría algo más que una sonrisa agradable y la promesa de que sabía lo que hacía.
−Estoy lista −dije.
−Maravilloso. −Tared se desvaneció y apareció a medio metro de mí. Chillé sin querer, y él me dedicó una sonrisa de disculpa mientras me tendía la mano−. Vámonos.
Le agarré de la muñeca sin permitirme ni un momento más para pensar. Levantó a Lyn del banco con un hábil movimiento y nos arrastró a las dos a otra tormenta de vacío vertiginoso.
La habitación −no, la gran sala− que surgió a nuestro alrededor no se parecía a nada de lo que había imaginado.
Esperaba alguna formalidad, cierto aspecto regio en el núcleo de la resistencia contra la Madre. Un poco de mármol, una docena de columnas, algo de ese estilo. Al menos unas pesadas cortinas de terciopelo y algunos retratos imponentes como los que pintaba mi padre. Pero la sala del Consejo a la que habíamos llegado tenía el mismo aspecto que el resto del Subterráneo: paredes lisas y negras y ni una pizca de luz diurna a la vista.
La única diferencia era que el techo era más alto.
Muchísimo más alto.
Dejé de fijarme en el resto de la sala para alzar la mirada hacia el espacio que había sobre nuestras cabezas: el techo estaba a cientos de metros, tan alejado de nosotros que no lograba distinguirlo. En las oscuras paredes había galerías y balcones, y en algunos vi gente mirando hacia abajo. También flotaban pequeños soles, ristras de luces fae y llamas danzantes que parecían arrastrarse solas por la piedra, sin combustible ni mecha que las mantuviera encendidas. Envolvían la mitad inferior de la imponente sala en una docena de tonos diferentes de blanco y dorado, pero dejaban la parte superior a oscuras e impedían saber a qué profundidad nos encontrábamos.
−Impresionante, ¿eh? −comentó Lyn a mi lado, y me obligué a bajar la vista. Ella continuó mirando hacia arriba, pero tal vez fuera por nuestra diferencia de altura y no por el vacío que se alzaba sobre nosotros.
−¿Qué hay encima de este sitio? −murmuré débilmente−. ¿El mar? ¿Una isla? ¿Una montaña?
−Tienes un talento asombroso para hacer justo las preguntas más prohibidas −respondió, lanzándole una mirada asesina a Tared, que se reía para sí−. Te lo diremos si alguna vez necesitas saberlo. Por ahora... −Me tiró de la manga−. Es hora de tomar asiento.
Asiento.
Cierto. El Consejo.
Seguí su mirada hacia el otro lado de la sala, a un lugar de reunión no tan grandioso e imponente como esperaba. El Consejo se reunía en un amplio círculo de unas dos docenas de asientos desparejados, que iban desde rígidas sillas de madera hasta algún que otro sofá de felpa. A pesar de la aparente urgencia de la reunión, solo un tercio de los asientos estaban ocupados. Vi a un puñado de álfar con las espadas en el regazo. A Anaxia, balanceándose en una mecedora gigante. A una chica menuda con el pelo gris azulado, unos pequeños cuernos negros y lo que parecían escamas plateadas de pez en el dorso de las manos. A un caballero con el pelo blanco, sospechosamente pálido, con chaleco, botas altas de cuero y una pesada capa de terciopelo sobre los hombros.
«Según la moda rhudaki», dijo en mi memoria la voz de la señora Matilda. Había rumores de que los vampiros aún vivían en el norte de la isla, lejos de las bulliciosas ciudades comerciales.
Me esforcé en parecer lo más anémica posible.
Mientras seguía a Lyn y Tared, intentando no fijarme en los numerosos ojos que seguían cada uno de mis pasos, me invadió una extraña sensación de haber vivido aquello antes. Mi mente regresó a la primera noche en el salón de los huesos de la Madre, cuando Creon me llevó allí como su pequeña humana cautiva. Este grupo era diferente, sí: no había un arcoíris de color en las camisas y vestidos, ni un aire de decadencia reluciente, sino manos callosas y armas gastadas y tonos grises, negros y verdes. Pero las miradas eran similares, agudas y curiosas, expectantes, en busca de un nuevo entretenimiento.
−Bien −dijo un álfar de nariz aguileña, rompiendo el silencio. Aunque su voz carecía de la furia rabiosa de Edored, tampoco tenía nada de amistosa−. ¿Por fin decidiste que era hora de aparecer, Thorgedson?
Eso me devolvió al presente más rápido que si me hubieran arrojado un cubo de agua helada en la cara.
−Siento horrores que te hayamos hecho esperar nada menos que diez minutos, Oskil −masculló Lyn, recostándose en el sillón que tenía pinta de ser más cómodo del círculo mientras miraba fijamente al álfar−. La próxima vez que tú te tires un día entero guerreando, a la mañana siguiente no te dejaremos desayunar, ¿te parece bien?
Tared soltó una risita detrás de mí y me empujó para que tomara asiento. Me senté al filo de un taburete de cuero, mientras Oskil replicaba de forma cortante que había algunas noticias realmente urgentes, y que tal vez deberían haber pensado en la logística antes de arrastrar a la puñetera Muerte Silenciosa a su único refugio seguro. Su argumento fue recibido con murmullos de asentimiento y algún que otro movimiento de cabeza. Solo Anaxia seguía sonriendo con esa expresión inquietantemente alegre, meciéndose tranquilamente al otro lado del círculo.
La sugerencia de Lyn de retrasar la discusión hasta que llegara el resto del grupo calmó los ánimos, pero, a juzgar por los sombríos murmullos que sonaban a nuestro alrededor, se trataba más bien del aplazamiento de una ejecución. Aun así, Tared no parecía especialmente preocupado mientras se quitaba la espada del hombro y se acomodaba a mi lado, en una silla de respaldo alto decorada con unos remolinos sobredorados que no se estilaban desde la Guerra de los Dioses.
−¿Cuántas posibilidades hay de que alguien medesafíe a un duelo en menos de una hora? −murmuré entre dientes, y él enarcó una ceja con diversión.
−Estás tan a salvo como un bebé recién nacido. Nadie levantará un dedo contra una maga sin ataduras.
−¿Aunque haya metido a un fae asesino en su casa?
Tared se encogió de hombros.
−Esa fue mi decisión, ¿no?
Me quedé mirándolo boquiabierta. Él me dedicó una rápida sonrisa, se dio la vuelta y le dirigió una sonrisa fría y calmada a una mujer álfar que acababa de llegar, ignorando su mirada de evidente disgusto.
Su decisión...
«Emelin no fue quien decidió aparecer aquí», le había dicho a Edored. ¿Y también a los demás, entonces? Actuaba como si yo no le hubiera obligado; me libraba de toda la culpa y de la reacción que podía generar en aquella sala.
−A tu civilizado primo no pareció importarle mucho ese detalle −musité.
Lyn resopló a mi otro lado y se inclinó sobre el reposabrazos para seguir la conversación.
−Edored es un poco protector respecto a la familia...
−¿Protector? ¡Si casi te parte la cabeza!
−Así es la protección para los álfar −masculló con amargura−. «O te cuidas tú o te mato yo» es un buen resumen, la verdad. Lo mejor es... Ah, hola, Valeska. −Se giró velozmente hacia la mujer que estaba acomodándose a su izquierda, con el cabello morado y unos cuernecitos que se enroscaban elegantemente en su cráneo. Volví a mirar a la chica con cuernos y manos escamosas que estaba junto a Anaxia. ¿Así eran las ninfas de sangre pura?
Lyn bajó la voz y empezó a hablar en un idioma que yo nunca había oído. No la interrumpí; al fin y al cabo, era la que mejor conocía a su audiencia.
A nuestro alrededor, los últimos asientos se llenaron rápidamente. Tared me iba murmurando comentarios a la llegada de cada nuevo álfar:
−Thorir siempre trae algo para picar a las reuniones, así que es buena idea sentarse a su lado; Valdora es la matriarca de la casa de Svirla y es de esperar que la monte con los poderes demoniacos de Creon; más te vale fingir un fuerte ataque de tos cuando Hreidar abra la boca, porque no se callará en horas...
Detrás de nosotros, una voz femenina y grave susurró:
−Me muero de curiosidad por oír lo que le dices sobre mí, Tared.
Me giré. Justo detrás de nosotros había una mujer con un vestido rhudaki negro de terciopelo y encaje. Su piel era mortalmente pálida, y llevaba parte de su largo cabello oscuro recogida en dos apretados moños en lo alto de la cabeza. Tenía unas cicatrices profundas en la cara, como si algún monstruo le hubiera arañado la frente y las mejillas: un corte iba desde el ojo hasta el mentón y otro le partía en dos el labio superior, de un rojo intenso. Eran heridas a las que ninguna mortal hubiera podido sobrevivir..., pero, obviamente, aquella mujer no era mortal.
Tared ni siquiera pestañeó. Se volvió tranquilamente.
−Ah, hola, Nenya. Nada más que elogios, obviamente.
Ella sonrió, mostrando dos afilados colmillos.
−Respuesta correcta. Siempre fuiste el más juicioso de tu casa.
−Eso es una puñalada trapera, Nen −le espetó Edored, apareciendo a su lado con el aspecto de haber sido arrastrado desde el campo de batalla hacía dos minutos. Empezaba a sospechar que estaría listo para entrar en combate aunque alguien lo sacara de la cama en plena noche−. Para tu información, yo soy el álfar más juicioso desde que Skirnir el Sensato murió mutilado por...
−Pues empieza a demostrarlo, imbécil −le cortó Nenya en seco, volviéndose hacia mí sin esperar respuesta−. Buenas tardes, Emelin. Soy Nenkhet: Nenya para los amigos, Nen para los imbéciles. Encantada de conocerte.
−Un placer −respondí débilmente, porque la visión de aquellos colmillos hacía que me temblaran las rodillas−. Solo para asegurarme, ¿cuál es la forma adecuada de presentarse para una medio humana que ha metido un asesino fae en vuestra casa?
Soltó una breve risa mientras rodeaba la silla de Tared y tomaba posesión del asiento contiguo. Luego, recolocó tranquilamente las capas de faldas alrededor de su voluptuoso cuerpo.
−No es una categoría con la que haya tenido que lidiar muy a menudo, pero, si es cierto que dejaste ciega a la maldita Madre, puedes llamarte amiga. Lo cual no quiere decir... −murmuró, mirando a Tared− que nada de esto me haga muy feliz.
El álfar tensó la mandíbula.
−Créeme, lo mismo digo.
Nenya suspiró y asintió, pero no añadió nada más. En vez de hacerlo, le lanzó una mirada asesina a Edored, que se estaba sentando en la silla de al lado. En ese mismo instante, en el otro lado del círculo, una ninfa de ojos amarillos y orejas peludas, aún más baja que Lyn, ocupó el último asiento que quedaba libre.
Todas las conversaciones y murmullos se acallaron de golpe.
Noté el peso de dos docenas de ojos clavados en mí, como si me golpearan con un mazo: eran las miradas ansiosas e impacientes de personas que ya habían gastado hasta el último ápice de paciencia al aparentar que estaban enfrascadas en conversaciones durante dos minutos enteros. Estuve a punto de estremecerme, pero pensé que eso no haría que me consideraran más fiable, así que enderecé los hombros.
−¿Buenas tardes? −dije.
Sonó casi confiado.