Amarillo - Melina Anahí Salerno - E-Book

Amarillo E-Book

Melina Anahí Salerno

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Beschreibung

Un hijo sufre un accidente que lo deja al borde del abismo a la misma edad en que su madre, décadas atrás, cruzó ese abismo dejándolo solo. El cuerpo de Manuel —joven y talentoso productor teatral— permanece internado en coma durante más de tres años, pero su psique toma la palabra transformándose en hilo conductor de un revelador viaje interior hacia los confines de su identidad. Una nieta «antiácido-dependiente», un abuelo fallecido por una intoxicación que le quemó el esófago, y que ella nunca conoció. Jazmín —terapista en busca del amor genuino— encuentra su identidad con la ayuda de una tarotista que le revela un secreto clave para explicar un sueño recurrente. Hilos que unen, atan, anudan, enredan… y liberan. Dos historias paralelas que, paradójicamente, acaban entrelazándose. Enfermedades y traumas que atraviesan generaciones, mensajes ancestrales y un juego de espejos entre lo consciente y lo inconsciente se mixturan con la biodecodificación, el misticismo, la danza y la música. El espíritu vivo de Gustavo Cerati ilumina y sobrevuela la trama, porque quizá la muerte no sea otra cosa que el detrás de escena de la vida. Amarillo narra el escenario de la vida, y su magia consiste en vislumbrar el «detrás de bambalinas» del ensayo general de nuestra propia existencia.

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Seitenzahl: 127

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Melina Anahí Salerno

Amarillo

Salerno, Melina Anahí

Amarillo / Melina Anahí Salerno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2046-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Corrección integral y coordinación general:Julián Chappa |www.julianchappaeditor.com.arIlustraciones y diseño de tapa:Adrián Cossettini | @adrian_cossettini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mis autores, Alicia & Roberto.

Y a mis ángeles visibles e invisibles.

Un vestidoUn submarinoUna chaqueta

Un paraguasUn amorUna visión

Un mismo color,Amarillo.

«Algunos pintores transforman el sol en una mancha amarilla,

otros transforman una mancha amarilla en el sol.»

—Pablo Picasso

I

Tal es la fragilidad de la vida que un simple golpe puede dejarte del otro lado. O boyando en medio de la avenida que limita los dos mundos cuando el semáforo se pone amarillo, como resultó mi caso. La caída fue veloz, algo tonta pero muy precisa. Antes de caer y golpearme contra el suelo presentí un impacto seco en la nuca. Mis manos se soltaron de las barandas de la escalera y, ahí nomás, la quedé. Hubiera preferido una muerte más justificada, como por ejemplo yendo en moto a la velocidad de mis pensamientos, estrellándome en avión o en medio de una balacera. ¿Pero esta, subiendo las escaleras del proscenio de un teatro al que conocía como a mí mismo por haber crecido ahí? Era como morir atragantado con una miga de pan casero hecho por la abuela. Me desvanecí, sin pena ni gloria. Quedé ahí, disuelto en el sueño más profundo y placentero.

No recuerdo quién me encontró ni cuánto tiempo estuve allí, tiñendo de rojo la fosa del torreón de tramoya. En la guardia del Sanatorio San Marcos informaron que mi estado era gravísimo y con pronóstico reservado. A los pocos días me trasladaron a una clínica de Belgrano, cerca del Barrio Chino.

Mi conciencia me miraba desde los pies de la cama de la unidad de terapia intensiva de la Clínica Santa Agnesa, donde estaba internado en coma. ¿Cuál era yo, entonces? ¿Ese cuerpo inerte, conectado y enchufado a monitores y respiradores o esta especie de audiovisión que contemplaba todo desde una esquina de aquella habitación? No percibía olores ni sabores. Quise tocarme los pies y no pude. En este estado de ingravidez no tenía fuerzas ni para abrir el picaporte de la puerta, aunque no me hacía falta. Más tarde me enteraría que podía atravesar paredes, puertas, techos, autos, personas y más. ¿Estar muerto era esto?

Una médica vestida con un ambo amarillo pastel ingresó a la habitación. Su aparición fue como si un rayo de alegría hubiera entrado en esa pecera minimalista y desalmada como heladera en desuso. 

La doctora chequeaba mis signos vitales y todos los monitores mientras registraba en una planilla las dosis de sedantes y analgésicos suministrados. A los pocos minutos entró un doctor vestido con camisa y pantalón de traje. Llevaba el guardapolvo abierto, unos papeles en la mano y el andar de un elefante: lento pero seguro. Buscó una lapicera en el bolsillo izquierdo de su delantal y se acomodó con el dedo índice los anteojos cuadrados de armazón marrón.

—Treinta y tres años. Traumatismo severo de cráneo y tórax. Edema cerebral. Fractura del hueso occipital. Fracturas costales, fractura del omóplato derecho. Asistencia respiratoria.

El doctor terminó de leer el informe y agregó:

—Complicado… pero mientras el corazón resista no todo está perdido.

Ambos se miraron en silencio unos instantes y luego sus ojos se dirigieron a mí. A mi cuerpo.

—¿Cómo fue el golpe? —preguntó el doctor a la médica.

—Parece que bajando o subiendo las escaleras de un teatro —le informó ella.

—Esto se convierte en una terapia de celebridades, eh. Es el hijo de Susana Taibo.

—Ah, ¿la actriz?

—Sí. Creo que él también es actor o productor. Algo de eso. Es uno de los hijos de Pepe Serrano.

—Ojalá se salve —dijo la médica mirándome con ternura.

—Ojalá. Habría que ver con qué secuelas queda —concluyó el doctor.

¿Secuelas? No quería quedar con ninguna secuela, prefería morirme. Sí, por primera vez contemplé a la muerte como una solución y no como el peor de mis miedos. Abandoné la habitación y atravesé la recepción de la terapia intensiva hasta llegar al pasillo de la sala de espera. Ahí lo vi al viejo, acompañado por mi hermana Vanina. Sentí pena por él. Ya bastante tenía con haber perdido a Susana cuando nosotros éramos pibes, como para ahora tener que andar velando a un hijo. No podía hacerle esto, pero si habría secuelas la cosa tampoco iba a estar buena para ninguno de los dos.

Mi medio hermano mayor, Luciano, apareció en la sala con dos cafés y le dio uno a cada uno. Vanina y el viejo estaban desfigurados, con los ojos desorbitados, sentados uno al lado del otro agarrados de la mano. Luciano parecía no haber caído en la cuenta o quizás era su mecanismo de defensa para mantenerse en pie. El doctor y la médica salieron de la habitación.

—¿Familia Serrano? Buenas tardes, me presento. Soy el jefe de terapia intensiva, Oscar Sansone.

—A sus órdenes, doctor —respondió el viejo, siempre educado y sereno hasta en las situaciones más críticas y desesperantes.

El doctor Sansone les explicaba la gravedad de mi estado y el riesgo que se corría por aquellas horas, mientras toda mi atención se dirigía a la médica del ambo amarillo, como si me tuviera hipnotizado. Era menuda y de estatura media. Castaña, de pelo «a definir», porque aquella noche lo llevaba atrapado en un rodete. Tenía las cejas asimétricas y los ojos marrones bastante juntos. No muy grandes pero tampoco chicos, al igual que la cola y las lolas. Tendría unos veintiocho a treinta años, tal vez menos.

Era una mujer común, poco llamativa y no muy de mi estilo. Sin embargo, algo en ella me atrajo como un imán, como esos libros que nos regalan y jamás hubiéramos comprado pero, al empezar a leerlos, ya no podemos soltarlos. Eso me sucedió con la doctora Jazmín Thaleb, sentí deseos de conocerla de principio a fin. ¿Tendría hijos? ¿Sería feliz? ¿Estaría casada? En ese instante, mientras terminaban de dar el parte médico, Pilar —mi pareja de estos últimos años— entraba a la sala. Horrorizada y preocupada, apretaba un pañuelo descartable en su mano derecha con sus anteojos negros y un tapado liviano largo hasta los pies. Los doctores continuaron con su recorrida, Pilar se refugió en los brazos de Vanina y se largó a llorar. Luciano miró a Pilar con ganas, como todas las veces que la veía, y mi viejo entrelazó los dedos de sus manos, apoyó el mentón en los nudillos y dejó caer la cabeza cerrando los ojos. Imaginé una conversación áspera entre él y su Dios. Yo me fui tras los pasos que daban los crocs grises de Jazmín.

II

Antes de meterme en la sala de médicos fui testigo invisible de la felicidad de un tipo de mi edad. Acababa de ser padre y se lo comentaba a alguien por teléfono caminando por aquel pasillo del piso 3 mientras iba y venía como perro con dos colas.

—¡Nació Franquito, es un muñeco! Pesa tres kilos novecientos el gordo… ¡Sí, sí, Laura está bien!

Dar la vida es un acto de amor, y de egoísmo también. Traer hijos a este mundo nefasto para perpetuarnos o para que alguien nos cuide en el futuro. O para rellenar uno de los tantos casilleros del formulario del ser humano modelo. Siempre me había dado miedo paternar, quizá porque no me perdonaría morirme y dejar a mi hijo solo y desprotegido en este mundo bravo —y que replique mi mismo dolor— o quizá también porque no sabría sobreponerme si fuese al revés. La ley de la vida, como toda ley, tiene excepciones y trampas. Confieso que he fantaseado con saber cómo serían sus ojos, su carita, sus gestos. En fin, cómo sería un hijo mío. Y si me preguntara por qué lo traje a este manicomio, justificaría el costo de vivir en esta Tierra con el acceso a paladear las delicias del sexo, el arte y el amor. Mientras filosofaba, seguí al flamante padre y espié desde el pasillo a su bebé en brazos de la madre. En efecto, Franco era un muñeco.

Pero claro, ahora me enternecían los pibes porque estaba a un paso de tocar el arpa. Hace no mucho tiempo que el tema «bebés» era motivo de discusión con Pilar, hasta que terminó por convertirse en tabú. Sinceramente, aunque ella era una mujer hermosa no visualizaba a mis descendientes con sus rasgos o gestos ni con sus filosofías consumistas, y menos aún con sus tendencias. Amén de que Pilar era tan narcisista que me echaría en cara a mí y a la pobre criatura el haberse deformado el cuerpo para concebirla.

Sabía que no era ni sería la madre de mis hijos. ¿Entonces, por qué estaba con ella? No, no es que fuera buena compañera, en absoluto, pero para un pirata cansado y ermitaño como yo, era perfecta. Sexualmente no podía reclamarle nada, era una geisha. Me amaba y, a su manera, también me cuidaba. No alimentaba mis inseguridades, celos y todo ese tipo de sombras que a la luz del amor verdadero componen una oda al claroscuro. Como decía mi amigo Oscar Wilde, «Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, mientras que no la ame». Al no estar enamorado de ella, lo tenía todo bajo control. O eso creía.

III

Mientras la vida y la muerte me usaban como banderín jugando a tirar de la soga, seguía tendido y rendido en una de las camas de terapia intensiva, y en simultáneo presenciaba la sala de descanso para médicos de guardia. A través de la radio de un viejo minicomponente se escuchaban canciones melosas en español. ¿Esto le gustaba a la doc? Pensaba que descubriría enfermeras y médicos en off side, pero encontré a una enfermera pintándose las uñas, al doctor Sansone leyendo el Bhagavad-gītā y a la dama de amarillo acompañada de un musculoso grandote, muy fachero y con un dragón tatuado en su brazo izquierdo, que le servía café. Este tipo me recordaba a alguien. El banderín tenía ganas de que la vida diera un tirón lo suficientemente fuerte y lo trajera de su lado, solo para escupirle el asado al forzudo este que conversaba muy de cerca con Jazmín y parecía ser enfermero o colega.

—Ya pasó bastante. Un año es suficiente para un duelo, ¡qué tanto! A mí me parece que, en el fondo, lo estás esperando —le dijo el musculoso.

—No, no. Nada que ver. Pero sí, lo quiero mucho. Diez años no se olvidan así nomás.

Observé que no era el único espía. El doctor Sansone paraba la oreja mientras supuestamente leía filosofía hindú y la enfermera seguía de reojo la conversación mientras le pasaba la tercera capa de esmalte azul a sus uñas cuadradas y cortitas.

—¡Bueno, basta! No se portó bien con vos, después de tantos años. Y ese debería ser motivo suficiente para seguir adelante.

—Es una gran pérdida para mí…

—¡No perdiste nada!

—Sí que perdí, perdí tiempo.

—Sos joven, nena. Mirá si tenían hijos o te casabas… ¡era peor! —intervino el doctor Sansone, mientras Chayanne cantaba de fondo un lento de los años 2000.

—«Y qué más da perder, si te llevaste todo mi ser…» —cantaba el musculoso, que no se parecía en nada a Chayanne, pero sí bastante a Ricky Martin.

—Eso, escuchá a los que tenemos un poco más de recorrido. Yo hubiera dado todo por avivarme antes de tener hijos con mi ex. Pero ojo, ¡no cambiaría a mis mellis por nada del mundo! Si ese fue el precio que tuve que pagar por ellos, lo pagaría una y mil veces más —se confesó la enfermera mientras flameaba sus manos para que se secara el esmalte.

—Exacto. La vida va marcando el ritmo, así que no desesperes —cerró enigmático y musical el doctor Sansone, y salió de la habitación.

—Admiro la sabiduría y la resiliencia de este chabón —dijo Jazmín emitiendo un profundo suspiro.

—Todos lo admiramos, la verdad —agregó la enfermera—. No habrá sido fácil criar solo a ese chiquito enfermo.

En mi cabeza nuevamente retumbó la idea de que la paternidad era un desafío, un salto al vacío. Empezaba a sentir una especie de celosa molestia con respecto al doctor Sansone por el tono apasionado con el que la flor había manifestado su sentir. En menos de quince minutos ya tenía dos contrincantes: el enfermero y el doctor. Contando al ex, eran tres.

IV

Pasaron varias semanas y yo había visto de todo. Me metí en quirófanos, y pensé en el sadismo de los cirujanos. Lo bueno en estos casos es que usan esa frialdad para curar y para salvarnos la vida. Lo mismo sucedía con las drogas, con Internet, con la inteligencia y, en fin, con todas las armas de doble filo. Vi nacer, vi morir. Me relajé en cuanto a Jazmín. Lo quería al doctor, claro. Pero como yo quería a Pepe, mi viejo. Me daba la sensación que Sansone también quería a Jazmín sin fines de lucro.

El doctor Sansone tenía un hijo que de chico había sido diagnosticado con retraso madurativo. Se llamaba Alan y tenía dieciocho años, pero aparentaba unos trece. Era muy alto, lento en sus movimientos y de pocas palabras. Cariñoso, amoroso e inocente como un nene. Lo conocí cuando unas semanas atrás había venido a buscar a su papá y el personal de la guardia lo recibió como a un rey. Cuando Jazmín lo abrazaba, con tanta ternura, deseaba ser Alan por unos instantes. Algo tenía, algo encerraba esa mujer que hacía que la quisiera todo: abrazar, besar, escuchar, proteger. En vano regresaba a la cama donde estaba acostado e intentaba meterme en mi cuerpo para ver si volvía en mí. Era como si estuviera desconectado o con algún cable en cortocircuito. Quería volver a habitar mi cuerpo, pero no había caso.

Con el correr de las semanas me notaba cada vez más flaco y pálido. Me habían rapado la cabeza y afeitado la barba. Aquella tarde en la que Alan vino de visita a la clínica, Jorge —el enfermero atlético— le había preparado una chocolatada. Mientras el chico merendaba, sentía que me estaba viendo. Fijaba sus gigantes y transparentes ojos marrones en el rincón donde yo estaba y me sonreía. Quizá me lo imaginaba, pero algo me decía que no y que el pendejo la tenía más clara que nadie. Un aura de amor lo envolvía, donde él estaba todo parecía serenarse, todos se volvían más demostrativos y compasivos. Más que con un retraso mental había nacido con una especie de don que elevaba a los que lo rodeaban, incluyéndome a mí. Lo que en teatro yo definiría como una interpretación virtuosa del papel que toca.

V