América - Alfonso Reyes - E-Book

América E-Book

Alfonso Reyes

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tomo que presenta un grupo de textos relacionados con las ideas de Reyes en torno de América y los americanos. Son siete ensayos: "Rodó", "Góngora y América", "Palabras sobre la nación argentina", "En el día americano", "Goethe y América", "Notas sobre la inteligencia americana" y "El Brasil en una castaña", en los que el autor reflexiona sobre el pasado, el presente y el porvenir de las naciones a las que él gustaba de llamar "nuestra América".

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 143

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



América

COLECCIÓNCAPILLA ALFONSINA

Coordinada por CARLOS FUENTES

América

Alfonso Reyes

Prólogo DAVID A. BRADING

Primera edición, 2005    Primera reimpresión, 2007 Primera edición electrónica, 2015

Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea Viñetas: Xavier Villaurrutia Fotografía, diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini Traducción del prólogo: Antonio Saborit

D. R. © 2005, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.

D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2618-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO, por David A. Brading

AMÉRICA

Rodó [1917]

Góngora y América [1929]

Palabras sobre la nación argentina [1930]

En el día americano [1932]

Goethe y América [1932]

Notas sobre la inteligencia americana [1936]

El Brasil en una castaña [1942]

PRÓLOGO

ALFONSO REYES Y AMÉRICADavid A. Brading

EN EL ERIZO Y EL ZORRO (1935), Isaiah Berlin cita un fragmento del poeta griego Arquíloco, en el que se dice: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa”. Berlin aplicó figurativamente estas “oscuras palabras” para dividir en dos grandes clases a una hueste de filósofos, poetas, dramaturgos y novelistas. Dante, flanqueado, entre otros, por Platón, Dostoievski y Proust, quedó al frente de los escritores a cuya obra la animaba “una sola visión central” que por sí sola daba sentido a todo lo que ellos hubieran dicho o hecho. Shakespeare, flanqueado, entre otros, por Aristóteles, Goethe y Joyce, era ejemplo de aquellos escritores cuyos pensamientos son “esparcidos o difusos, pasan de un nivel a otro y captan la esencia de una gran variedad de experiencias y de objetos para lo que son en sí mismos”, sin tratar de reducirlas a los límites de una “visión interna unitaria”.1 Los del primer grupo eran erizos, los del segundo, zorros. De aplicar la clasificación de Berlin a los escritores mexicanos, y en especial a los del círculo que fundó el Ateneo de la Juventud en 1909, de inmediato resulta evidente que José Vasconcelos (1881-1959) fue un erizo, toda vez que su vida y sus escritos estuvieron inspirados por la visión de sí mismo como un avatar cultural, a ratos rey-filósofo y a ratos profeta, elegido para redimir a su nación y a su raza. A diferencia de él, Alfonso Reyes (1889-1959), el “Benjamín” del Ateneo, fue un zorro, hizo las veces de diplomático, historiador literario, poeta, periodista y presidente de un centro de estudios superiores y sus escritos abarcaron una gran variedad de tópicos y géneros. Al mismo tiempo, el mayor de los dos influyó en el más joven y en ningún lugar fue más grande esta influencia que en la preocupación de ambos por la situación cultural de América Latina, o, como Reyes prefería decir, de “Nuestra América”.2

Para comprender el origen de esta preocupación no hace falta más que volver la vista a sus Notas sobre la inteligencia americana (1936), en donde Reyes lamentaba que el plan de estudios de la Escuela Nacional Preparatoria en la ciudad de México, en donde él estudiara, inculcó en todos sus alumnos un profundo pesimismo hacia la América española. Pues aquí aparecía un continente que daba la impresión de estar encerrado en una jaula de hierro de determinantes —“fatalidades” las llamó Reyes— ya fueran de la raza, la geografía o la política, que impedían su progreso y que lo mantenían dependiente de Europa occidental y de Estados Unidos. En particular, así lo señaló Reyes, la generación de su padre experimentó como una desgracia el haber nacido “en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo”. Reyes citaba a la escritora argentina Victoria Ocampo, quien comentara que los miembros de la generación anterior se habían concebido a sí mismos como los “propietarios de un alma sin pasaporte”. Todavía más: se trataba de una generación que conservaba el viejo desprecio liberal hacia España y que la veía hundida en la decrepitud histórica. En cuanto a México, la sobrevivencia de las comunidades indígenas estaba condenada a representar un obstáculo histórico para su progreso social. En efecto, se pensaba que todo lo que valía la pena venía de fuera y a todo lo autóctono, fuera nativo o criollo, se le tenía por atrasado. Y todo lo anterior creaba un agudo contraste con el floreciente poder industrial y la prosperidad de Estados Unidos.

La paradoja de tal pesimismo, ejemplificada en El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1899) de Francisco Bulnes, estaba en que América Latina, hacia 1870, según observara Alfonso Reyes en su Panoramade América (1918), comenzó a gozar de “una nueva era de prosperidad material y de tranquilidad relativa”. En todo el hemisferio las inversiones extranjeras en los ferrocarriles, los puertos y en las minas habían producido una explosión de exportaciones, no tan sólo en minerales y petróleo, sino también en la agricultura, tanto en la tropical como en la de tierras templadas. En Argentina y en el sur de Brasil la expansión económica había provocado una inmigración masiva proveniente del sur de Europa y el surgimiento de las grandes ciudades, de modo que para 1910 la población de Buenos Aires y de São Paulo era superior a la de la ciudad de México. Lo que es más, esta novísima prosperidad enriqueció a los terratenientes del campo y a los empresarios nacionales y les permitió a las élites políticas establecer regímenes estables basados en las oligarquías parlamentarias o en las presidencias pretorianas. Si en México dio comienzo una revolución en 1910, en otros lugares de América Latina la economía de exportación y las instituciones republicanas sobrevivieron hasta 1930, cuando la Gran Depresión llevó a esta etapa a un rápido final.

El ensayista y político uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917) fue quien invocó en Ariel (1900) la figura del Próspero de Shakespeare como el autor de un discurso en el que él contrastaba la espiritualidad en la cultura y la acción desinteresada que representaba Ariel ante los sensuales impulsos egoístas de Calibán. Convocó a la juventud de la América española a comprometerse en tan alta empresa y a tratar de realizar la “plenitud de vuestro ser”. En particular, Rodó rechazó la materialista filosofía utilitaria que entonces dominaba a Estados Unidos, un país que no obstante que exhibía una “grandeza titánica” en su economía, estaba gobernado por una plutocracia vulgar y animado por una “semicultura universal”. En contraposición, Rodó urgía a la juventud de la América española a que rechazara la “nordomanía” y a que abrazara los valores clásicos y la contemplación de la belleza que floreció en la gran época de Atenas. El arte, sostenía Rodó, no sólo expresaba la mayoría de las facultades humanas, sino que también le permitía al hombre concebir la ley moral como “una estética de la conducta”. Sobre todo insistía en que todas las distintas repúblicas de la América hispana formaban una sola nación cultural y que su lengua, historia y literatura eran expresión de una sola alma o espíritu. “Tenemos, los americanos latinos,” declaró, “una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia”.3 En todo esto, además de la influencia obvia de Ernst Renan, el teórico francés del nacionalismo, quien escribiera un drama filosófico bajo el nombre de Caliban, Rodó se basó en los Discursos a la nación alemana (1807-1808) de Johann Gottlieb Fichte y en De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia (1840) de Thomas Carlyle, sobre todo en la medida en que este último definiera al hombre de letras en los tiempos modernos como la “luz del mundo, el Sacerdote que le sirve de guía como sagrada Columna de Fuego en su tenebrosa peregrinación a través del desierto del Tiempo”.4 José Vasconcelos siguió conscientemente las exhortaciones de Rodó y asumió la embriagadora concepción de Carlyle al sumergirse en el remolino de la Revolución mexicana y al figurar más adelante como secretario de Educación Pública.

No puede haber duda alguna en cuanto a la influencia del uruguayo en Alfonso Reyes, pues en 1908, a los diecinueve años de edad, convenció a su padre, el general Bernardo Reyes, gobernador del estado de Nuevo León y potencial candidato presidencial, de que publicara la primera edición mexicana de Ariel en Monterrey, aun cuando el filósofo literario al que él más admiraba, como lo admitió su hijo, era Theodore Roosevelt.5 La presencia de Rodó la hizo crecer aún más la presencia en México del intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), hijo de ex presidente y defensor del modernismo, el movimiento literario iniciado por el poeta nicaragüense Rubén Darío. Cinco años mayor que Reyes, mucho más viajado que él, Henríquez Ureña se convirtió en su mentor y en su amigo, unidos por el gusto mutuo de la literatura española, ya fuera medieval o barroca, y por su compromiso con los clásicos de Roma y Grecia. Asimismo compartían también el mismo desprecio por la gastada filosofía de Auguste Comte y de Herbert Spencer, lo que llevó a contar salameramente a Reyes que él había escuchado a Antonio Caso debatir en un grupo de profesionales, en el que hizo un “sabroso guiso de positivistas”. Cuando a Reyes lo conmovieron El nacimiento de la tragedia de Nietzsche y su exaltación del espíritu dionisiaco sobre la razón apolínea, se volvió hacia Henríquez Ureña en busca de solidez intelectual, la cual nunca llegó, cuando el dominicano le explicó que tal distinción representaba un contraste entre la poesía épica y la poesía lírica y que no era sino otra expresión de la conocida antítesis entre la filosofía y la literatura romántica y clásica. Lo que también surgió en la correspondencia entre los dos hombres fue la influencia del gran historiador de la literatura y crítico, Marcelino Menéndez y Pelayo, una influencia que Reyes admitía a la vez que la lamentaba.6

En 1913 Reyes se recibió de abogado y lo nombraron segundo secretario de la legación mexicana en París, en donde se enteró de la trágica muerte de su padre durante un frustrado intento por apoderarse del Palacio Nacional, seguida en breve de las noticias del asesinato de Francisco I. Madero y de la reanudación de la guerra civil. Ya para entonces Reyes había escrito “quisiera salirme de México para siempre”, pues temía caer presa de la política y alejarse de lo que él concebía como la vocación de su vida.7 En 1914, tras su salida de la legación, se fue a vivir a España, participó en el periodismo y se unió al Centro de Estudios Históricos en Madrid, dirigido por Ramón Menéndez Pidal, el eminente estudioso de El Cid. Al año siguiente ahondó su conocimiento de la literatura medieval de Castilla, pasó revista a los cronistas del descubrimiento y la conquista de América y participó, en sociedad con Dámaso Alonso, en el renacimiento del interés por la poesía de Luis de Góngora. En efecto, en estos años ocurrió un cambio fundamental en los valores literarios, ya que a partir del siglo XVIII los críticos neoclásicos hicieron menos el estilo de Góngora considerándolo esencialmente vicioso, un juicio con el que había estado de acuerdo el gran Menéndez y Pelayo. Fue un cambio de perspectiva comparable al que suscitó T. S. Eliot con su revaluación de la poesía de John Donne y de la escuela metafísica de los poetas ingleses del siglo XVII.

En Góngora y América (1929) Reyes trazó la influencia de este poeta barroco en el Nuevo Mundo y destacó la importancia de Juan de Espinosa Medrano, alias el Lunarejo, canon de la catedral de Cuzco, quien en 1662 publicó en Lima su Apologético en favor de don Luis de Góngora, defendiendo al poeta de los ataques de un crítico portugués. En el mismo nivel de importancia se encuentra la llamada de atención que Reyes hizo entonces sobre el renacimiento de la reputación de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien pasaron por alto los liberales del siglo XIX, como Ignacio Manuel Altamirano, como habitante de un mundo colonial bajo el domino “del culteranismo y de la Inquisición y de la teología escolástica”. En este caso, Menéndez y Pelayo era quien había sido responsable de este renacimiento, al saludarla como el mejor poeta en español al final de la era de los Habsburgo, opinión que llevó a los críticos mexicanos a abandonar sus prejuicios liberales.8 Por último, Reyes se sumó a Henríquez Ureña en la defensa de Juan Ruiz de Alarcón, el dramaturgo del siglo XVII, como esencialmente criollo en el estilo y en la caracterización. Hay que señalar que el cambio de actitud hacia la literatura barroca lo acompañó una revaloración paralela de la arquitectura barroca y churrigueresca, que en México encabezó Jesús T. Acevedo, miembro del Ateneo de la Juventud.

Como una aportación a la recuperación de la tradición histórica de la América hispana, Reyes publicó una serie de ensayos sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo, entre ellos Capricho de América (1933), en el que decidió no celebrar el singular papel de Colón, sino que en su lugar se demoró en las acciones colectivas de los españoles en esa enorme aventura, poniendo el énfasis, por ejemplo, en las hazañas de los hermanos Pinzón. En esa vena, sostuvo que Amerigo Vespucci fue mejor navegante que el explorador genovés. Sin embargo, lo que fascinaba a Reyes era el papel del mito literario en los grandes descubrimientos, sosteniendo que el sentido de estos hechos dependió tanto o más de la imaginación que de los meros hechos del caso. A fin de cuentas, lo que los hombres vieron al lanzarse a tierras desconocidas dependió de lo que esperaban encontrar o de hecho de lo que fueron capaces de ver. En una frase sorprendente Reyes sostuvo que “América fue la invención de los poetas”, una fórmula que anticipó la tesis de Edmundo O’Gorman según la cual nunca se descubrió a “América”, sino que más bien la inventaron y construyeron los mismos hombres que la conquistaron y los cronistas que definieron el significado de esa conquista.9

Reyes fue readmitido en el servicio diplomático mexicano en 1920, quedándose en España hasta 1924; más adelante, después de tres años en Francia, sirvió como embajador en Argentina y Brasil hasta 1937. Durante este prolongado tour en Suramérica estableció buenas relaciones con la comunidad intelectual, especialmente en Buenos Aires, y con frecuencia se le invitó a hablar en público. En el día americano se presentó en Brasil en 1932 y empezó por observar que como el comercio entre los países de Iberoamérica era muy escaso, les correspondía a los estudiantes desarrollar las relaciones culturales, empleando sus universidades como vehículos de intercambio. En Brasil en una castaña (1942) Reyes demostró su destreza en este tipo de ensayos interpretativos, y se concentró en los ciclos de la economía de exportación, del azúcar al café, señalando los diferentes tipos sociales que se asociaban a cada una de las etapas. Asimismo rindió tributo a las habilidades políticas de sus gobernantes, quienes nunca adquirieron el gusto hispanoamericano por la revolución. Sin embargo, en ningún momento ofreció una comparación verdadera entre México y Brasil, un ejercicio que pudo haber producido algunas conclusiones interesantes. Para lo demás, en Goethe y América (1932), Reyes señaló que gracias a la información proporcionada por un naturalista alemán que viajó por Brasil, Goethe sacó muchos ejemplos de ese país al ponerse a formular su filosofía natural. Aunque también tuvo que confesar que a pesar de su amistad con Alexander von Humboldt, “América” para Goethe significó primero y antes que nada Estados Unidos, la tierra de la promesa para los europeos del norte.

Al llegar a Buenos Aires en 1927, Reyes encontró un país que gozaba de un nivel de vida más alto que el de la Europa del sur y que era un agitado centro cultural, idéntico a Barcelona en cuanto a sus publicaciones. En sus Palabras sobre la Nación Argentina (1929-1930) Reyes definió a México y Argentina como “los dos países polos, los dos extremos representativos de los dos fundamentales modos de ser que encontramos en Hispanoamérica”. Contó que en París conoció al poeta argentino Leopoldo Lugones, quien lo desconcertara al declarar llanamente que México, más que Argentina, parecía un país europeo, pues contaba con una larga historia, con muchas tradiciones y con numerosos indios, añadiendo: “Sois pueblos vueltos de espaldas. Nosotros estamos de cara al porvenir: los Estados Unidos, Australia y la Argentina, los pueblos sin historia, somos los de mañana”. No es de sorprender que luego de este encuentro Reyes le escribiera a Henríquez Ureña que “todo mexicano suficientemente desinteresado sacará provecho de hablar con un argentino: es una perspectiva opuesta”.10 Pero una observación muy parecida ya la había hecho José Ortega y Gasset, quien señalara que México era parecido a países del centro y del este de Europa, resultado de la conquista y en donde se dio la lenta fusión de los victoriosos y de los derrotados. Mientras que “por el extremo argentino, el caso americano se da en toda su pureza; historia leve, problemas de raza casi nula, mezcla reciente de pueblos que se transportan con su civilización ya hecha, a cuestas”. Era el contraste entre la conquista justificada por la imposición de una nueva religión y una colonización que concentró sus recursos humanos en la agricultura. En efecto, Ortega y Gasset definía “América” como moldeada a la imagen de Estados Unidos y colocaba a México —y por implicación, a la zona andina— en un raro limbo que era la antítesis de lo que el Nuevo Mundo significó para la mayor parte de los europeos. Por su parte, Reyes se limitó en consignar el contraste, sin añadir un comentario personal.