Grecia - Alfonso Reyes - E-Book

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Alfonso Reyes

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Beschreibung

En esta selección de escritos, Alfonso Reyes recorre autores clásicos a la vez que aborda el problema del pensamiento occidental en la Grecia antigua; gracias al prólogo de Teresa Jiménez Calvente se puede ahondar más en los motivos y razones que propiciaron el amor de Reyes por el mundo helénico y por explorar y dar a conocer los clásicos a partir de tres perspectivas: la del erudito helenista, la del lector aficionado y la del historiador literario.

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Grecia

COLECCIÓNCAPILLA ALFONSINA

Coordinada por CARLOS FUENTES

Grecia

Alfonso Reyes

Prólogo TERESA JIMÉNEZ CALVENTE

Primera edición, 2012 Primera edición electrónica, 2015

Coordinador editorial: Pablo García Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea Viñetas: Xavier Villaurrutia Fotografía, diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini

D. R. © 2012, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.

D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2623-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO: ALFONSO REYES Y GRECIA,por Teresa Jiménez Calvente

GRECIA

I. Grecia en su historia

Presentación de Grecia [1949]

Fastos de Maratón [1939]

II. El pensamiento griego: la curiosidad por el saber

La aurora de la investigación [1944]

Las agonías de la razón [1952]

De geografía clásica (fragmento) [1948]

III. Creencias y mitos

La familia olímpica: primera generación (fragmento) [1950]

Mitología griega: los héroes (fragmentos) [1954]

IV. Reflexiones sobre la literatura griega

Aspectos de la lírica arcaica [1944]

La crítica en la Edad Ateniense (600 a 300 a.C.) (fragmentos) [1941]

Los historiadores alejandrinos [1951]

V. La épica de Homero

La poesía de los dioses. Las antiguas sagas. Saga troyana, ciclo épico y poemas homéricos [1955]

Breve comentario de la Ilíada [1955]

La Ilíada de Homero (fragmentos) [1949]

PRÓLOGO

ALFONSO REYES Y GRECIATeresa Jiménez Calvente
PALABRAS PRELIMINARES

QUIZÁS LA CASUALIDAD, el azar o la pura suerte estén en el origen de estas páginas, pues una suma de circunstancias fortuitas me ha conducido hasta la obra del gran Alfonso Reyes. En ocasiones, uno acepta un trabajo que deviene puro deleite. Esto justamente es lo que ha ocurrido durante la preparación del presente volumen, uno más de los publicados para homenajear a este gran sabio de las letras hispánicas. En mi caso, es el primer fruto —y espero que no el último— de una relación que viene de lejos.

Cuando estudiaba Filología Clásica en la Universidad Autónoma de Madrid, tuve la suerte de dar con una pieza que aún me conmueve, una hermosa tragedia de inspiración clásica que revelaba a un magnífico poeta. Aquella Ifigenia cruel me impresionó entonces, y aún hoy me impresiona.1 Quien había escrito esos versos nuevos cargados de reminiscencias del pasado se convirtió para mí en un escritor admirado. El horror de aquella heroína al redescubrir sus raíces manchadas de sangre me hacía pensar en la difícil situación del personaje y me llevaba a preguntarme por el significado oculto de aquellas escenas. La joven, incapaz de recordar sus orígenes, se siente extraña en su tierra de adopción, donde lleva una existencia de cruel sacerdotisa bárbara. La llegada de Orestes, su hermano, la sitúa en su verdadera dimensión. Pero antes de la anagnórisis, como explica el propio Reyes, se desencadena el diálogo entre ambos hermanos, pura alegoría, en que se contraponen Grecia, caracterizada por su curiosidad sin límites, y la Barbarie; así, dice Ifigenia:

Helenos: la fortuna está en no buscarla,

y habéis tentado todos los pasos del mar.

No os basta la ciudad medida a las plantas humanas

y, rompiendo los límites del cielo,

¿os sorprende ahora caer en la estrella sin perdón?2

El ansia de saber de los griegos, su descaro frente a la divinidad, es a la postre el inicio de su ruina, según señala la joven sacerdotisa. Ante tal sinrazón Orestes, prisionero, clama y protesta. Pero la barbarie acecha en cualquier parte, porque la familia a la que ambos pertenecen no es paradigma de civilización y humanitas: la crueldad, la sangre y la maldición han anidado en su seno. ¿Dónde se levantan, por tanto, las infranqueables fronteras entre los dos mundos? Ante esas revelaciones, Ifigenia, poseedora ya de su pasado, prefiere seguir con su vida entre los tauros, por bárbaros que éstos parezcan:

Huyo, porque me siento

cogida por cien crímenes al suelo.

Huyo de mi recuerdo y de mi historia,

como yegua que intenta salirse de su sombra.3

La paradoja cruel de esos versos, la contradicción interna ante la verdad descarnada prenden en el alma del poeta o, al menos, es lo que yo intuía entonces. Como en otras tragedias, el descubrimiento de la verdad es la llave del abismo.

Poco después, en una librería de viejo, encontré una añosa traducción de la Ilíada de Homero publicada por la editorial Porrúa en México: un ejemplar ajado, en mal papel, pero con la célebre traducción al castellano de Luis Segalá y Estalella. Y, en la portada, incluso antes de descubrir quién era el traductor de los versos homéricos, el nombre del prologuista: Alfonso Reyes, reclamo perfecto para los editores y sacudida eficaz para mi curiosidad. Tras esos primeros contactos, vino el silencio de los años hasta que, de una manera indirecta, he vuelto a reencontrarme con sus ensayos y, sobre todo, con un Reyes perdidamente enamorado de la Grecia clásica. Para mí ha sido un auténtico placer leer estas páginas y descubrir ahí la pasión de quien transmite conocimientos para modificar y mejorar su mundo. Mi admiración por esa manera de vivir la literatura alienta estas páginas, con que pretendo reavivar la curiosidad del lector no avisado que quiera acercarse a la Grecia de Reyes.

1. LOS CLÁSICOS EN EL HORIZONTE

LAS VIVENCIAS de la escuela y, sobre todo, las lecturas de juventud forman parte del bagaje que cada uno lleva consigo. Alfonso Reyes así lo creía y así lo expuso en Pasado inmediato (1941), deliciosa rememoración de un tiempo histórico cercano, clave esencial de su presente. Ahí se desvelan las huellas que en él dejó la Escuela Nacional Preparatoria, un loable proyecto educativo, un tanto desvencijado en los años en que Reyes recaló en ella antes de alcanzar la Escuela de Jurisprudencia, destino al que estaba obligado. Pero más allá de las aulas, es el ambiente de la calle, de sus amigos, un núcleo selecto de jóvenes deseosos de novedades, lo que explica su vida futura. Él, poeta en ciernes, amante de las letras, chocó rápidamente, como otros chicos de su edad, con una realidad que poco le gustaba. Al frente de todos ellos estaban sus maestros y, en especial, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, urdidor de un nuevo programa educativo en el que se reservaba un espacio destacado a los griegos y su cultura:

Te recomiendo que leas Las Bacantes de Eurípides y Las aves de Aristófanes. Léelas y cuéntame. “Nosotros” hemos organizado un programa de cuarenta lecturas que comprenden doce cantos épicos, seis tragedias, dos comedias, nueve diálogos, Hesíodo, himnos, odas, idilios y elegías, y otras cosas más, con sus correspondientes comentarios.4

En palabras de Reyes, Henríquez Ureña “enseñaba a oír, a ver, a pensar” y sabía insuflar en sus jóvenes amigos la pasión por los clásicos, capaces de alentar nuevas ideas a partir de lecturas y comentarios, como en aquella célebre lectura del Banquete de Platón, “en que cada uno llevaba un personaje del diálogo”, una experiencia que influyó notablemente en “la tendencia humanística del grupo”. El aprendizaje del latín y del griego, instalado desde lejos en la escuela, situaba a aquellos jóvenes en unas coordenadas precisas, las del mundo occidental, con el que América estaba unida por historia y por herencia. No en vano Henríquez Ureña les insistía en las lecturas y el conocimiento de los clásicos, los antiguos y los que pertenecían a las literaturas francesa, inglesa, alemana y la española de los Siglos de Oro. El renovado interés literario de su entorno es descrito por Reyes en los siguientes términos:

La pasión literaria se templaba en el cultivo de Grecia, redescubría a España —nunca antes considerada con más amor ni conocimiento—; descubría a Inglaterra, se asomaba a Alemania, sin alejarse de la siempre amable y amada Francia. Se quería volver un poco a las lenguas clásicas y un mucho al castellano; se buscaban las tradiciones formativas, constructivas de nuestra civilización y de nuestro ser nacional.5

Junto a este occidente literario, se erige la propia identidad mexicana, fuerte y vigorosa. El año 1910 fue clave en la vida del jovencísimo Alfonso Reyes: se cumplían cien años de la Independencia y las calles de México bullían. Una recién estrenada madurez espoleaba a los jóvenes, llenos de entusiasmo y ansiosos por actuar, por reformar, por participar en esa mayoría de edad. Pero entonces los hechos corrieron demasiado deprisa: la creación de la Escuela de Altos Estudios, del Ateneo de la Juventud, ágora pública en que dar rienda suelta a sus inquietudes, de la Universidad Popular (diciembre de 1912), un medio para acercar la cultura al pueblo, y, andando el tiempo, de la propia Facultad de Humanidades, en la que Reyes se ocupó de la Lengua y Literatura Españolas. Aquellos hitos se sucedieron sin respiro. Luego, casi de inmediato, el fallido golpe de Estado contra Francisco I. Madero en 1913, en el que intervino y murió el padre de Reyes. Por último, el exilio en Europa, primero en Francia y luego en España, que lo acercó a esa realidad occidental que ya había aprehendido en sus lecturas y en la que profundizaría gracias a su paso por el Centro de Estudios Históricos, dirigido por don Ramón Menéndez Pidal.

Ya exiliado, desde la otra orilla, tras el fecundo periodo comprendido entre 1910 y 1913, en que Reyes había respirado un nuevo canto de libertad inspirado en el mundo clásico y había atisbado la particular fuerza creadora de la civilización mexicana, la comparación entre culturas se ofrece, entonces más que nunca, como una forma certera de conocimiento. El ayer que fue, el hoy del presente y el mañana por hacer son objeto de reflexión a través de la Filosofía y de la Literatura. En última instancia, leer y escribir son las dos metas del destino que poco a poco se revela al joven Reyes, lejos de su patria y de los suyos. Como un humanista del Renacimiento, la lectura de los poetas y autores griegos le permite reconocerse: allí encuentra el antídoto ante tanto dolor, pues comprender a los griegos es adentrarse en el ser íntimo del hombre. Convencido de esta verdad, se vuelca en dar a conocer el riquísimo y fecundo legado de la Antigüedad; para ello hay que prepararse a fondo, empaparse en datos, desarrollar ideas y transmitir unos y otras con la factura más bella posible. Su obra es clara muestra de ese convencimiento, pues en ella se descubre a un divulgador de altura. En este sentido, nada mejor que recordar las palabras de admiración que Borges le dedica:

No digo el primer ensayista, el primer narrador, el primer poeta; digo el primer hombre de letras que es decir el primer escritor y el primer lector. Menos que un individuo, es ya un arquetipo. Amigo de Montaigne y de Goethe, de Stevenson y de Homero, nada hay que pueda equipararse a la delicada hospitalidad de su espíritu. Dos valores de México, el valor y la cortesía, están en su obra, esas virtudes cuya perdición en Florencia deploró Dante.6

Amigo del creador del ensayo literario (Montaigne), del poeta romántico por antonomasia (Goethe), del novelista fantástico (Stevenson) y del poeta clásico por excelencia (Homero) son los epítetos que adornan a un hombre, revestido, además, con dos virtudes clásicas: fortitudo et urbanitas. Quien había leído a los clásicos conocía bien las glorias del servicio a la patria a través de las letras: el alegato de Cicerón a favor del poeta Arquias había sido usado por los humanistas italianos para reivindicar la preeminencia de la poesía y los poetas; la palabra del canciller florentino Coluccio Salutati era más efectiva que la espada del guerrero más valiente y esforzado. En la época de la Revolución mexicana, Alfonso Reyes había concebido su misión de escritor como una manera de tender puentes, merced a su labor diplomática, entre culturas lejanas, sin olvidar su cometido como educador de su propio pueblo, necesitado de anclajes en la cultura y formación. Y para lograr esa cultura esencial, había que volver irremediablemente a Grecia y Roma. Así, en 1939, tras asentarse definitivamente en México, después de sus diez años en España (1914-1924) y de otros quince en distintas misiones diplomáticas, Reyes ahondó en la que él llamaba “la afición de Grecia”, que se convirtió en algo más que eso cuando ocupó su cátedra en El Colegio de México.

Desde ese elevado sitial (toro ab alto, como el Eneas virgiliano), de palabra y por escrito, sus reflexiones giraron a menudo sobre la Grecia clásica y alejandrina. Esa afición continuó atrapándolo hasta el final de su vida: en 1941, publicó La crítica en la Edad Ateniense y al año siguiente La antigua retórica, al tiempo que preparaba los materiales para Junta de sombras, que salió de las prensas en 1949; en 1950, comenzó a preparar sus trabajos sobre mitología griega; en 1951, publicó su traducción de los nueve primeros cantos de la Ilíada; entre 1955 y 1956, trabajó en sus Estudios helénicos y, en 1958, en su breviario de La filosofía helenística. Sus últimos alientos fueron para su La afición de Grecia, una colección con ocho ensayos, aparecida póstuma, en 1959. Tampoco su vena poética de última hora se apartó de esa influencia clásica y, como si su vida quisiera seguir los antiguos moldes poéticos de la composición anular (Ringskomposition), su Homero en Cuernavaca (1949-1951) rezuma nostalgia y sentido del humor gracias a la cuidada mezcla entre lo griego y lo contemporáneo. Aquí refiere que, en su dorado retiro, relee y traduce a Homero mientras contempla volcanes y las lluvias de septiembre, las lluvias evocadoras de la niñez y de su padre:

De cara a los volcanes, hoy prefiero,

pues la ambición y la ignorancia igualo,

deletrear las páginas de Homero,

que me acompaña para mi regalo.

Ensayo, me intimido, persevero,

aquí tropiezo y más allá resbalo:

otro volcán viviente y verdadero,

otro fastigio y otra cumbre escalo.

Pronto el cielo se opaca y estremece,

y el aguacero se desencadena.

Septiembre ruge, la nubada crece,

y cada vez que el horizonte truena,

la soberbia de Aquiles resplandece

y el viento gime con la voz de Helena.7

2. GRECIA, ESPAÑA, MÉXICO

GRECIA, ESPAÑA Y MÉXICO son tres realidades históricas y culturales cruciales en el pensamiento de Alfonso Reyes. ¿Por qué? ¿Qué tienen que ver, en definitiva, México y Grecia? Cualquiera puede responder de entrada que nada: ambos son, en verdad, dos mundos alejados en el tiempo y en el espacio. Por mucho que el historiador Lucio Marineo Sículo asegurase en el siglo XVI que, cuando Pedro Colón (sic) pisó las tierras de América por primera vez, algunos encontraron en tierra firme “una moneda con el nombre e imagen de Cesar Augusto”, no existe ningún puente físico entre México y el mundo clásico, pues los romanos nunca cruzaron el Atlántico. La imaginación de aquel humanista siciliano y su deseo de magnificar el poder absoluto de Roma están en el origen de su absurda afirmación. Con todo, las apariencias engañan y, de algún modo, la huella del mundo clásico es claramente perceptible en América. Precisamente a Reyes, su preocupación por encontrar las claves del “ser mexicano” le hace dirigir la mirada hacia Occidente, un elemento ineludible en la historia de México, pasada, presente y futura. Como señala Monsiváis en su magnífica semblanza del sabio mexicano, “él, con grave modestia y necesaria inmodestia, quiere hacer las veces de puente entre Occidente y México y consigue bastante pese a la desmesura del intento”.8

La relación de México y los clásicos no sólo atrapó a Reyes. Son abundantes los estudios sobre los fuertes lazos que vinculan ambos lados del Atlántico e inciden en las conexiones culturales entre las nuevas naciones, desligadas de España, y la vieja Europa.9 Frente a lo que pudiera pensarse, la búsqueda de referentes clásicos está igualmente presente en el vecino del norte, en Estados Unidos, donde ya en el siglo XVIII la independencia había reforzado ese imaginario colectivo entre los nuevos ciudadanos: contra la tiranía regia de la metrópoli, el mito de Bruto y el de la República romana cobraron vigor al igual que las referencias a Atenas y su democracia. Los nuevos patricios (así llamados) idearon una ciudad en la que la silueta del Capitolio, con su gran cúpula y su blanco mármol, traía fáciles evocaciones: la de una nueva Roma dispuesta a resucitar los triunfos de la vieja. Ese sentimiento de afecto por Roma y lo romano, evidente en Thomas Jefferson, cambió a comienzos del siglo XIX, en que Norteamérica prefirió volver sus ojos hacia Grecia, donde nunca ningún Julio César destruyó república alguna.10 De igual modo, la independencia de México sacudió la conciencia nacional y reavivó la búsqueda de una identidad propia: su pasado esplendoroso, con las ricas culturas precolombinas, se perfilaba nítido en el horizonte; pero a su lado, el cristianismo y, con él, la tradición clásica habían echado raíces en su suelo.

Y aquí México no estaba solo, pues sentimientos parecidos brotaban en otros países de América del Sur. Para comprobarlo, basta leer los apuntes del primer viajero de Hispanoamérica a Grecia, el venezolano Francisco de Miranda, quien se extasía ante las ruinas griegas y ve en ellas un símbolo de libertad, que cobra nueva fuerza ante la situación de los griegos modernos sometidos al imperio otomano.11 Bastante tiempo después y más al sur, Borges escribía en su “Yo, judío”, artículo aparecido en Megáfono (1934), el siguiente aserto: “Si pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos”. Reparemos, no obstante, en un pequeño detalle: mientras que la América anglosajona en tiempos de su independencia se miraba en Roma y en su todopoderoso imperio y sólo después viró hacia Grecia, Hispanoamérica fijó desde el principio sus ojos en el mundo heleno, la cuna cierta del pensamiento e imagen de libertad. Roma representaba, al fin y al cabo, la idea del poder imperial que convocaba en el imaginario colectivo algunos fantasmas que era preferible olvidar.

Esa pugna silenciosa entre el mundo griego y el romano como referentes primeros de cultura y civilización se libró también en Europa: si la crítica inglesa y alemana siempre proclamaron la comunión de su espíritu con el mundo helénico, los países mediterráneos, con Italia a la cabeza, prefirieron mirar a Roma por razones obvias. La batalla se había planteado ya en el primer Renacimiento, con los humanistas italianos, encabezados por el gran Petrarca, proclamando la superioridad de Italia por ser el solar patrio de la cultura romana. España no les fue a la zaga y esgrimió en el combate la lista de los autores latinos nacidos en la Península (Séneca, Lucano, Quintiliano, Marcial o Prudencio) y de emperadores tan renombrados como Trajano, Adriano o Teodosio. Francia, por el contrario, se encandiló con la Grecia más arcaica y se apropió del mito troyano con un Ronsard que en su Francíada (1572) contaba cómo Astianacte, hijo de Héctor, tras cambiar su nombre por el de Franco, había llegado a la Galia, donde fundó París en honor a su tío Paris Alejandro. ¡Qué curioso paralelismo con el mito del célebre Eneas, también troyano, y los orígenes de Roma!

Aquellas semillas, plantadas cuando en Europa daban sus primeros pasos los llamados estados modernos, crecieron hasta alcanzar un elevado porte; así, el siglo XVIII se inaugura con el enciclopedismo y el neoclasicismo, marcado nuevamente por el redescubrimiento de Grecia y Roma, que renacía con las excavaciones de Pompeya y Herculano. En ese contexto cultural, se explican los viajes del Grand Tour, habituales ya en ese siglo y popularizados a partir de 1820, cuando el recién nacido ferrocarril acorta las distancias de un modo que nadie habría soñado diez años atrás. De esa forma, los jóvenes de clases adineradas, especialmente en Inglaterra, podían admirar las bellezas de Francia y, por encima de todo, de Italia, donde se imbuían del espíritu del Renacimiento y la Antigüedad grecorromana; ya en las primeras décadas del XIX, el horizonte se amplió hasta una Grecia recién liberada de la ocupación turca en 1822. Grecia ofrecía, al fin, terreno virgen para la aventura y los descubrimientos: los frisos del Partenón, el altar de Zeus de Pérgamo, el mercado de Mileto y otras valiosas piezas arqueológicas fueron a parar a los museos ingleses y alemanes. Más allá de su utilidad para renovar los estudios de arquitectura y arte, esos vestigios arrojaron una imagen de Grecia que atrapó con fuerza a los espíritus más sensibles.

Todos coincidían en ver en ella la esencia misma de la civilización occidental en un momento en que Europa se tambaleaba por el empuje de Napoleón, retratado por Jacques-Louis David como un nuevo Aníbal en su travesía de los Alpes. Frente a las luchas y divisiones internas, Grecia se ofrecía como el origen común para todos, capaz de traspasar las barreras levantadas por los nacionalismos más exaltados, que habían sacado a ondear sus banderas ante el impulso del movimiento romántico. De ese modo, en gran parte de Europa, el ideal del mundo griego ganó la partida al mundo romano en una batalla cuyo eco se percibe más allá de la segunda Guerra Mundial (recordemos al respecto el ideal clasicista que inspiró al arquitecto preferido de Hitler, Albert Speer, en su concepción de los edificios y de los espacios). Así, a comienzos de los años sesenta, todavía un filólogo como Ernst Bickel proclamaba las concomitancias espirituales entre griegos y germanos en su Historia de la literatura romana (1960), donde dedica un capítulo a la “Afinidad electiva entre el espíritu artístico de los griegos y de los alemanes”.12

Pero, ¿por qué Grecia y no Roma? En definitiva, en cualquier proceso de autoafirmación nacional y de búsqueda de la identidad patria, el pasado remoto adquiere una especial relevancia: cuanto más brillante y linajudo sea éste, más relumbre dará al presente. Sin embargo, en ocasiones, tal vez por desconocimiento o tal vez por otros motivos menos inocentes y más ideológicos, la historia se manipula y triunfan los estereotipos y los prejuicios: si el espíritu griego es creativo e imaginativo, los romanos son considerados meros epígonos, demasiado pragmáticos e incapaces de alcanzar las alturas del pensamiento helénico. A partir de ahí, se reparten las aficiones: unos indagan en el “ser” griego y se identifican sin cortapisas con él; otros, sin quitar ni un ápice de mérito a los griegos, estrechan sus lazos con el pueblo romano. En este sentido, vale recordar a George Steiner y su delicioso ensayo La idea de Europa (2004), donde afirma que las señas de identidad de Occidente se encuentran en Atenas (cuya labor continúa Roma) y Jerusalén.

En otras palabras, los dos pilares clásicos (Grecia y Roma) se completan con un tercero, en realidad una mezcla de ambos: el cristianismo, surgido del judaísmo y cincelado hasta alcanzar la madurez gracias a su encuentro con el mundo helenístico, primero en Grecia (Pablo de Tarso escribió sus epístolas en griego, que es también la lengua utilizada en tres de los cuatro evangelios canónicos) y, más tarde, en Roma, donde se convirtió en la religión oficial del Imperio a partir del emperador Teodosio (380). Ya tenemos, por tanto, algunos de los elementos necesarios para comprender “la afición de Grecia”, compartida por muchos eruditos del siglo XIX, que identifican sin fisuras la cultura helénica con el origen común de la cultura occidental, mérito que no se otorgaba con igual facilidad a Roma, cuyos lazos con el cristianismo (y en especial con el catolicismo, que reconoce la primacía del obispo de Roma como jefe de la Iglesia) y el imperialismo político, contrarios a los ideales revolucionarios y laicistas que triunfaban entonces, dificultaban una identificación plena.

¿Y en México, qué? México también se erige sobre dos pilares, y uno de ellos es Occidente (con su poso de cultura grecorromana), trasladado allí a través de la presencia española. España, desde muy atrás, se había mirado en Roma, una búsqueda que se intensificó a partir del reinado de los Reyes Católicos. Los nuevos soberanos, con un esplendoroso Carlos V portando su armadura cual nuevo César Augusto, volvieron sus ojos hacia los emperadores romanos, en quienes admiraban su concepción del poder y su capacidad para organizar el gobierno de vastos territorios; además, estaba el latín, lengua franca en toda Europa, de la que el español era su más ilustre descendiente. Toda esta herencia cruzó el Atlántico; de ese modo, las nuevas universidades americanas, levantadas a imagen y semejanza de las españolas, siguieron sentando sus bases sobre la cultura grecolatina. La educación con una fuerte impronta humanística (muchas veces en manos de la Iglesia) se convirtió en la clave para infundir en los nuevos ciudadanos los principios de una cultura que, de entrada, unía ambas orillas. Con el tiempo, conseguida ya la independencia, los lazos se aflojaron, sin cortarse nunca del todo, pues los destinos de México y Europa siguieron unidos. Lo mexicano y lo occidental se contrapesaban en la balanza hasta conformar una nueva identidad que se reflejó en la educación y la cultura de la época, en la que al final Grecia ganó los afectos.

Demorémonos unos instantes y oigamos a Reyes cuando nos explica cuál había sido su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria, etapa clave para entender la madurez de su pensamiento. Volvamos, pues, a Pasado inmediato, donde refiere los principios de la reforma educativa auspiciada por Gabino Barreda, promotor de un nuevo plan de estudios con un marcado sesgo laicista y liberal, inspirado por el positivismo francés, y con una acusada preferencia por las ciencias. Esa influencia francesa, clara en la esfera política, se dejó sentir en la escuela, pero el proyecto “se fue secando en los mecanismos del método”, como apunta Reyes, quien señala el fracaso de una educación que había dado la espalda a las disciplinas humanísticas:

El Latín y el Griego, por exigencias del programa, desaparecían entre un cubileteo de raíces elementales, en las cátedras de Díaz de León y de aquel cordialísimo Francisco Rivas —de su verdadero nombre, Manuel Puigcerver—, especie de rabino florido cuya sala era, porque así lo deseaba él mismo, el recinto de todos los juegos y alegres ruidos de la muchachada. […] En su encantadora decadencia, el viejo y amado maestro Sánchez Mármol —prosista que pasa la antorcha de Ignacio Ramírez a Justo Sierra— era la comprensión y la tolerancia mismas, pero no creía ya en la enseñanza y había alcanzado aquella cima de la última sabiduría cuyos secretos, como los de la mística, son incomunicables. La Literatura iba en descenso, porque la Retórica y la Poética, entendidas a la manera tradicional, no soportaban ya el aire de la vida […]. Quien quisiera alcanzar algo de Humanidades tenía que conquistarlas a solas, sin ninguna ayuda efectiva de la escuela.13

Ante este panorama, hubo una nueva reacción: a comienzos del siglo XX, la rebeldía de unos cuantos jóvenes cristalizó en un acercamiento a las letras griegas, vehículo necesario para acceder a la libertad de pensamiento y a los ideales de la libertad política (no en vano la democracia había nacido en Atenas y la Grecia de entonces había logrado su independencia). En el México de la generación de Reyes, Grecia (no tanto Roma) se convirtió en espejo para su propio tiempo: la libertad, la democracia y la cultura podían ser instauradas en el nuevo suelo americano, limpio ya de cualquier adherencia o deuda con el pasado. En ese contexto, era posible revisitar Grecia y traerla a la modernidad. En el caso concreto de Reyes, que confiesa en más de una ocasión que no sabía demasiado latín ni griego,14 escruta la Grecia clásica y su derivación helenística y, con enorme solvencia y sabiduría, se la sirve en bandeja a sus lectores. Como un nuevo debelador de la barbarie, título que algunos concedieron siglos atrás a Antonio de Nebrija por su empeño en devolver las letras latinas a España,15 Reyes se bate contra los fantasmas de la incultura y preceptúa una nueva medicina a través de sus escritos: su análisis certero del mundo griego (de su historia, de su literatura —con un especial hincapié en la poesía—, de su filosofía y mitología), se revela como un método adecuado para sacudir las conciencias y preparar un nuevo futuro. En este sentido, vale recordar las palabras de José Antonio Sequera Meza en su ensayo sobre Reyes:16

Para la generación de Alfonso Reyes (significativamente llamada “El Ateneo de la Juventud”), Grecia dejó de ser un palimpsesto para convertirse en el modelo “heredado”, “a seguir”, “analizado”, integrado como parte de nuestra cultura occidental, el paradigma que podía dar la vuelta de tuerca a la deshumanización en la que había caído el positivismo mexicano […]. Para América y para México, Grecia es la tradición occidental que representa la occidentalización de la utopía americana.

El propio Reyes y otros intelectuales del momento vindican con fuerza esa tradición occidental, fruto del peso de la historia, como elemento clave en la conformación de un nuevo México, que ha de mirar por igual al pasado más remoto y al más cercano. Por esa razón, fuera de modas estéticas o circunstancias coyunturales, Reyes cree en la necesidad de profundizar en la búsqueda de las raíces más hondas, las autóctonas y las occidentales, que de modo obligado llevan a recalar en Grecia. Ésta ofrece un magnífico caudal de datos con los cuales realizar las comparaciones pertinentes, de las que nacen el conocimiento más puro y las verdades intemporales. Todos somos, en definitiva, griegos:

El orbe histórico al que pertenecemos es producto del genio filosófico y artístico de Grecia, completado por el genio religioso de la gente hebrea y el genio político y jurídico de la gente romana. En el origen de nuestra civilización está Grecia, y nuestra civilización ha venido extendiéndose paulatinamente por la tierra, y tiende a cubrir con su manto los vestigios de otras civilizaciones arruinadas.17

3. LA GRECIA DE ALFONSO REYES: “LLEVAMOS A GRECIA POR DENTRO Y ELLA NOS RODEA POR TODAS PARTES”

SI GRECIA era una “afición” para Reyes, cabe preguntarse qué equipaje llevaba consigo cuando se aventuró hacia un destino tan remoto y arduo. Podríamos comenzar recogiendo la opinión de Ingemar Düring, autor de Alfonso Reyes, helenista (un calificativo que repiten y repasan otros estudiosos), que elogia sus logros en ese terreno, para después recalar en las palabras del propio Reyes, que reconoce ciertas lagunas al respecto: “no leo la lengua de Homero; la descifro apenas”.18 La verdad es que, a la vista de su traducción de los nueve primeros cantos de la Ilíada, los críticos enarbolaron sus espadas: unos se lanzaron a defender su valía como traductor del griego; otros a mostrar algunos defectos y plantear dudas. Entre los primeros, Bernabé Navarro achacaba la famosa frase al hondo sentimiento de modestia de Reyes:19 si bien Reyes no había cursado estudios de Filología Clásica, cabía la posibilidad de que sus muchos años de estudio personal y en privado sobre la lengua homérica le hubieran proporcionado conocimientos suficientes para realizar la traducción. En el bando contrario, Antonio Alatorre ponía en duda esa competencia lingüística, pues afirmaba haber prestado ayuda a Reyes para resolver dudas impensables en alguien con un somero conocimiento del griego; es más, manifestaba haber oído a Reyes confesar que su traducción de la Ilíada estaba hecha a partir de traducciones francesas e inglesas.20 En realidad, esta discusión está fuera de lugar por aplicar criterios sólo apropiados para el ámbito académico, en el que los estudiosos repasan con acerado juicio crítico los trabajos de sus colegas para dictaminar si sus logros están a la altura de lo esperado. En el caso de Reyes, sus trabajos sobre Grecia no están en absoluto pensados para los filólogos clásicos. Por lo general, se dirigen a un público más amplio y variopinto, al que intenta familiarizar con el mundo helénico sin perderse por los vericuetos del pequeño detalle filológico. El propio Reyes utiliza al respecto una hermosa metáfora venatoria para expresar su relación con el helenismo académico, pues afirma sentirse como el cazador furtivo que, de cuando en cuando, cobra una buena pieza:

Me avergüenzo cada vez que se me llama “helenista”, porque, como ya lo he explicado, mi helenismo es una vocación de cazador furtivo; aunque creo que los cazadores furtivos, los que entran en los cotos cerrados y merodean en tiempo de veda, suelen cobrar las piezas mejores. En suma, que hasta la heroica ignorancia de las técnicas, de las preceptivas, si ayuda el astro, conduce también al descubrimiento.21

Estas palabras encierran modestia, pero también el firme convencimiento de que con su trabajo, realizado a través de caminos menos canónicos, había obtenido buenos resultados. Incluso, los helenistas reconocen hoy que esto es así, pues Reyes se acerca a Grecia pertrechado con sus muchas y meditadas lecturas, en las que se apoya para explicárnosla. Está claro que lee a los clásicos griegos por medio de traducciones, pero sus lecturas van arropadas por los estudios de los grandes especialistas del momento. De ese modo, sus ensayos sobre Grecia dejan a un lado la pura ensoñación idealista y se escudan en un sólido comparatismo, como cabía esperar de quien conocía a fondo las literaturas europeas (francesa, italiana, inglesa y, sobre todo, española) y se movía con soltura por sus páginas. Amigo de Werner Jaeger, Gilbert Murray o de Victor Bérard, Reyes realizó una importante labor como traductor de las obras de algunos de estos estudiosos al castellano (Introducción al estudio de Grecia de A. Petrie [1946], Historia de la literatura griega de C. M. Bowra [1948] o Eurípides y su época de G. Murray [1949]), y esa tarea fue, como señala Carlos García Gual, “una forma de leer muy a fondo”.22

Por supuesto, además de traducciones, Reyes comenta, completa y critica esas obras de erudición, como en “De cómo Grecia construyó al hombre”,23 todo un homenaje a la magna Paideia de Jaeger, de la que ofrece un resumen mezclado con “algunas observaciones personales”. Admiración y algo más rezuma su “Prólogo a Bérard”,24 donde repasa la interminable “cuestión homérica” antes de presentar las teorías del estudioso francés sobre el influjo de los relatos de viajes fenicios en la Odisea. De ese modo, esta labor de difusión, de enorme importancia, se acrecienta aún más por su capacidad para imprimir en cualquier trabajo su huella personal:25 Reyes era un hombre con ideas, no un mero relator de los hallazgos ajenos. En sus trabajos, siempre ofrece a los lectores su visión personal de Grecia, con la que aspira a sembrar en ellos nuevas ideas, útiles para el día a día por su capacidad de transformar desde dentro la forma de mirar el mundo.

Al tanto de las novedades editoriales y de los derroteros de la crítica especializada, sus opiniones bien meditadas van por delante y, cuando se trata de un tema de la mayor actualidad científica, defiende su postura con gallardía y seriedad. Al fin y al cabo, Grecia es un objeto de reflexión que le permite explicarse a sí mismo. Hay, por tanto, un acercamiento al mundo heleno en el que se vislumbra un retrato bastante fiel del estudioso y de sus fantasmas personales. Surge así una serie de “temas” que le apasionan y a los que presta la mayor atención: los orígenes de Grecia (asunto debatido entonces a la luz de las teorías nordicistas y orientalistas), el mestizaje (entrevisto como elemento revitalizador para la sociedad) o el nacimiento y desarrollo del pensamiento racional y científico (quizás esta pasión por la ciencia esté relacionada con la fuerte impronta del positivismo en su etapa de formación) son algunos de estos motivos recurrentes.

3.1. GRECIA EN LA HISTORIA: DE LOS ORÍGENES AL PERIODO CLÁSICO

EN LA DISPUTA DESATADA sobre la influencia de otras culturas en la cultura griega, Reyes piensa que se equivocan quienes sobrevaloran las aportaciones de los otros pueblos:

Hay que rescatar la verdadera figura de la Grecia prehistórica por entre una maraña de confusiones y de rutinas escolares. Hay que abandonar la manía de echarnos fuera de Grecia para entender a Grecia. Los descubrimientos sobre todo ese orbe flotante que se llama la civilización egea permiten hacerlo así felizmente. La perspectiva venía padeciendo por causa de dos desviaciones. La una opera de sur a norte, en sentido ascendente, y la llamaremos el prejuicio oriental, por referirse al Oriente clásico de los manuales —que hoy suele decirse el Cercano Oriente—, y en el que Egipto acomoda por propio derecho, pues en aquellos tiempos era mucho más asiático que africano. La otra desviación opera en sentido descendente, de norte a sur, y la llamaremos el prejuicio septentrional, por referirse a las invasiones nórdicas.26

Según su parecer, Grecia se lo debe todo a sí misma, por lo que no es preciso ni volcarse por completo en Egipto o las civilizaciones orientales ni limitarlo todo al influjo de las invasiones venidas del norte, idea que ridiculiza:

Según el prejuicio septentrional, Grecia se rectifica, madura y alcanza la verdadera adultez bajo la conducta del tutor extranjero. Su cultura es una fertilización determinada en la masa étnica primitiva por el acarreo de alguna savia superior. ¡Claro! ¡Venida del norte!27

Y, más adelante, insiste: “Se alega que los recién llegados eran los rubios, los jóvenes, los fecundos, y que los primeros ocupantes eran los tristes y seniles morenos, los decadentes”.28 Nada de esto encuentra asidero en la realidad que, tozuda, demuestra la importancia de los sustratos: el mundo griego era necesariamente mestizo, porque la población mediterránea era superior en número a los invasores, viniesen éstos de donde viniesen y, desde luego, el color más tostado de la piel no implicaba menor talento.29 Es más, en Parentalia,30 Reyes mismo se pone de ejemplo y apela a sus múltiples y mezclados orígenes, loando el carácter mestizo de su familia, que él, desde su saber, considera antes galardón que demérito; en otras palabras, el mestizaje es el que proporciona la savia adecuada a la cultura helénica:31

¡Qué catástrofe hubiera sido la historia de mi alma, si no llego a aceptar en mí estos mestizajes como dato previo! Pero fácilmente me convencí de que ellos están en la base de todas las culturas auténticas: las que crean, si no las que meramente repiten. ¡Qué dolor constante mi trabajo, si no llego a saber a tiempo que el único verdadero castigo está en la confusión de las lenguas, y no en la confusión de las sangres!32

Se burla así de las discusiones estériles sobre etnografía griega, que habían encendido y aún encendían a algunos intelectuales del momento (y eso que no llegaron a conocer la moderna genética de poblaciones, tan fascinante como peligrosa). Para él, lo relevante era el estudio de Grecia como una entidad cultural surgida en un marco geográfico concreto, que latía desde épocas muy remotas y que había que relacionar con Creta, Micenas y Jonia,33 sin menospreciar sus contactos con otras culturas pujantes de su entorno, como caldeos, hititas o egipcios.34 De esa forma, si algunos afirman que Egipto tuvo mucho que ver en el desarrollo de la isla de Minos, Reyes se pregunta por qué no pensar en una influencia inversa de Creta sobre Egipto. Y cuando se habla de Babilonia, ni siquiera el desarrollo de la astrología se lo debe todo a ella:

Algunos nombres de constelaciones, en efecto, son babilónicos, pero la mayoría son griegos y provienen de las tradiciones mitológicas cunadas en Creta, Arcadia y Beocia, lo que les da una antigüedad y una categoría minoicas.35

A los orígenes del mundo heleno se dedican muchas páginas, pues la esencia griega tiene mucho que ver con esos primeros pasos; por ello, anima a retrotraerse hasta los siglos previos a los héroes del épos. Es entonces cuando aparece una amalgama de origen claramente incierto, que Reyes rebautiza como civilización “egea”, dotada de un carácter propio, conformada por un pueblo marinero que está destinado “a los ensanches más federales que imperiales, espectaculo contrario al que nos dan las naciones de tierra adentro, las asiáticas o la egipcia”.36 Todas estas reflexiones insisten en la idea de una Grecia que no precisa de referentes externos para explicarse a sí misma: su espacio geográfico y sus gentes, no importa tanto de dónde viniesen, son respuesta suficiente.

Sentados estos principios, Reyes escruta la historia de esa Grecia tan peculiar, porque el conocimiento del mundo heleno, esencia pura de Occidente, abre las puertas al conocimiento de otros mundos. Para hacerse con ese saber, hay que penetrar en el alma griega, la que se esconde en los testimonios literarios, cuyo desciframiento corresponde a la filología y la filosofía (entendida como disciplina que estudia la historia del pensamiento), y la que se manifiesta en otras realizaciones artísticas y culturales, a cuyo estudio ayudan, entre otras disciplinas, la antropología o la arqueología. En su obra, Reyes no rechaza ninguna de estas vías de aproximación, lo que le permite conformar un cuadro en el que su admiración no se ve empañada por prejuicios idealizadores. El mundo griego que él nos descubre no está siempre regido por el orden y la razón, como muchas veces se había creído: hubo, por el contrario, motivos sobrados para llorar.

Las guerras, la crueldad y la sinrazón son claves que también hay que explorar. En este sentido, Reyes (siempre al tanto de las tendencias de la crítica especializada) recoge el testigo de aquellos estudiosos que ahondan en lo irracional, cuyas trazas se perciben en una religiosidad que sobrepasa las realizaciones de poetas y artistas, y que permanece anclada en tiempos remotos, cuando la tribu y no la polis definía al individuo, según analiza en “El caos y la reconstrucción de Grecia”37 o en Religión griega.38 Lo irracional anida en el ser íntimo del hombre; contra esa pulsión, lucha la razón, que se refugia en el corazón de unos pocos, los menos. En Grecia también se libró esa batalla, que se recrudeció con la crisis espiritual que sucedió al imperio de Alejandro.39

Si la indagación sobre los orígenes se muestra fecunda, no menos provechoso resulta su interés por otras marcas específicas del devenir histórico de los helenos. Entre éstas se cuentan las migraciones, que distinguen a los griegos de los otros pueblos de su entorno:

Sin duda que en la civilización griega hay una proporción mayor de elementos prearios o vetustos. También hay condiciones geográficas diferentes. Pero acaso es más profunda en la determinación del temperamento helénico la experiencia que aquel pueblo recibió (y que quedó en su subconsciencia) en la era de las emigraciones marítimas.40

Reyes se plantea así un fenómeno que le era extrañamente familiar, pues puede recurrir a su propia experiencia como exiliado para preguntarse por los motivos de estos grandes movimientos de población. ¿Qué empujó a los griegos a hacer el hatillo y encomendar sus vidas a la mar? La pregunta es, además, pertinente si se tiene en cuenta que México fue y había sido durante mucho tiempo tierra de promisión y destino final de muchos inmigrantes. Como apunta Reyes, cualquier migración supone una ruptura con la tradición y propicia cambios profundos, pues los que se marchan han de dejar atrás su pasado y enfrentarse a tierras y pueblos que no comprenden, pero con los que tienen que convivir. Con una presencia clara en los relatos más antiguos, el viaje es un elemento central en la conformación del hombre griego: los individuos y los pueblos viajan por diferentes motivos y, en ocasiones, se quedan en otro sitio para siempre.

Por lo tanto, por mucho que la crítica se haya centrado en la alabanza del arte y la cultura griegas, estas realidades no se explican si no se tienen en cuenta los cambios propiciados por los movimientos de gentes. Y en el origen de todo ello subyacen causas económicas, pues, aunque Reyes no cree en los principios del materialismo histórico, sí reconoce la importancia de la economía en el desarrollo de los acontecimientos.41 Aceptado este hecho, es posible saltar hacia el presente, pues también aquí Grecia, semilla primigenia, es un libro en el que aprender:

En el caso de la antigua Grecia —verdadero campo experimental para el estudio de la civilización de Occidente, expresivo y fácil como un ejemplo de enseñanza primaria hasta por haber sido un orbe limitado y pequeño, verdadera brújula que deja trazados los rumbos para los siglos venideros—, se ha insistido hasta la saciedad en la historia heroica y la política, en la cultural, en la artística. Pero por lo mismo que estas fases de la vida helénica son tan fascinadoras, no siempre se otorgó la consideración debida a la historia económica y social.42

La agricultura primera, “doméstica, en régimen paternal y casero”, provocó un aumento de la población, que hubo de abandonar los lares patrios y buscar nuevas tierras. Sólo dos ciudades-estado quedaron rezagadas en la carrera de las colonizaciones: Atenas y Esparta. A partir de ahí, surgen dos modelos de organización ciudadana opuestos. Esparta, como bien cuenta Reyes, inició una expansión por las tierras de alrededor y tuvo que vivir siempre militarizada para contener y dominar al vecino; Atenas, por el contrario, asentó su desarrollo en la exportación de los excedentes agrarios y manufacturas. Pero “las soluciones históricas son transitorias”43 y el éxito terminó por ahogar a Atenas. Al final, las fricciones y luchas entre ambas potencias dieron al traste con su grandeza. Aquella lucha entre dos estados con concepciones políticas diferentes se ha perpetuado hasta nuestros días, pues “Atenas y Esparta siguen peleando en todo el mundo”.44

De todo este relato, que no se detiene exclusivamente en las dos potencias enemigas, se extrae aún otra enseñanza, la de que las penalidades aguzan el ingenio, pues sólo cuando el hombre ha de luchar contra un medio hostil aparecen grandes soluciones para los grandes problemas. El ejemplo escogido es el de la fundación de las colonias de Calcedonia y Bizancio: la primera se plantó en un lugar fértil y no dejó de ser una colonia agrícola más, mientras que la segunda, en un enclave poco adecuado para la agricultura, se dio al comercio, que la convirtió en una ciudad rica. Nadie, antes de aquello, había previsto ese resultado, lo que puede aplicarse a otras muchas fundaciones, pues es “muy fácil juzgar de las cosas a posteriori”. Quienes analizan este caso concluyen que aquella fundación se debió a la ceguera de los colonizadores, pero Reyes va más allá y, en su búsqueda de la razón última, considera que pudo haber algún motivo histórico que en el presente se nos escapa, pues no es descartable que algunas colonias griegas ocupasen antiguos asentamientos fenicios.45

En otras palabras: no vale analizar los hechos sin tener en cuenta su anclaje en la historia (“los trasfondos laberintosos de cualquier interpretación histórica”, en palabras de Reyes) y, para explicarlo mejor, recurre a un suceso mucho más cercano en el tiempo, el de la fundación de la propia ciudad de México:

Porque todos los días oímos la queja contra la ciudad de México, encaramada en una altitud tan extrema, pantanosa ayer y hoy afligida por un clima cada vez más desértico, y que se hace desesperante en la estación de las tolvaneras. Todos los días oímos aquello de que Cortés debió haber llevado su capital a Cuernavaca […]. En el caso de México, es innegable que no era lo mejor esta alta meseta, y mucho menos por los días en que llegaron los remotos fundadores de Tenochtitlan. Al considerar la larga peregrinación que traían, y más si es cierto que se afincaron algún tiempo en parajes tan placenteros y ricos como Mazatlán, no puede uno menos de pensar que ellos no escogieron, sino que venían expulsados de todas partes —acaso por su conocido carácter sanguinario— y acabaron por quedarse con lo único que les dejaron: los fangales inclementes de las alturas. Sería entonces de creer que, en la pugna contra este desafío de la naturaleza, en su esfuerzo por aprovechar los lagos y conquistar tierras contra ellos, cobraron el músculo que les permitirá fundar un fuerte imperio.46

La lucha contra la adversidad define a los pueblos. Una y mil veces, la historia se repite: las presiones demográficas, los cambios económicos, la naturaleza indomable que se muestra cual madrastra cruel, el espíritu luchador de pueblos que no se rinden ante la adversidad dan cuenta de la historia de fracaso o éxito del hombre. De continuo, Reyes invita a la reflexión gracias a los paralelismos frecuentes entre el pasado y el presente: el culto a Afrodita o cualquier diosa primitiva con innombrables advocaciones le hace rememorar las Vírgenes de la Semana Santa andaluza,47mientras Aquiles en su persecución de Héctor sigue la misma táctica que un gaucho de la pampa.48

Mas su éxito como erudito no radica sólo en lo plástico de sus comparaciones o en la agudeza de su pensamiento, sino que debe mucho a su habilidad literaria. Su maestría para mezclar lo culto y lo popular se refuerza gracias a su estilo narrativo fluido y ameno, en el que no caben los alardes de erudición excesiva; más bien, su prosa revela el tono de la conversación culta, no el del adoctrinamiento pedante. Hay, eso sí, mucha enjundia, pero al lector se le cuentan las cosas para que las comprenda sin demasiados rodeos. Aunque cualquier ensayo nos serviría para comprobar esa forma suya de proceder, que arranca de lo particular para enunciar verdades universales sin despeinarse demasiado, vale la pena detenerse unos instantes en los “Fastos de Maratón”,49 en que se rememora la famosa batalla de las Guerras Médicas. Aquí apenas una página le basta para repasar la historia particular de las diferentes póleis griegas; con ello consigue que, antes de asistir al desarrollo minucioso de la batalla, todos comprendamos las circunstancias políticas, sociales e incluso psicológicas de aquel momento decisivo en que Grecia hizo frente al terror místico que le inspiraban los persas, comparado aquí con el de los indígenas de América cuando se percataron “de que los caballos de los conquistadores, tenidos por entes incorruptibles, también eran mortales”. Junto a esos esbozos generales, Reyes coge el pincel del fino retratista para pintar a Milcíades, verdadero artífice de la victoria. Hacia delante y hacia atrás, su vida y pensamiento se desgranan en estas páginas:

Milcíades era ciertamente tan desaprensivo como valeroso; temperamento —diríamos hoy— de jugador por alto estilo; fruto en fin de aquella aristocracia caprichosa y versátil que, siglos más tarde, Alejandro aplastará con su sentido común de bárbaro sin distingos. Capaz del genio militar, Milcíades lo era también de rencores y mezquindades. Ellos, al cabo, después de la gloria, habían de conducirlo a la degradación y a la infamia. No anticipemos el relato; retrocedamos más bien, para mejor apreciar la silueta de Milcíades.50

A partir de este punto, retrato y descripción de la batalla se alternan, con lo que consigue un magnífico ejercicio literario en el que el escritor se crece a cada paso ante la dificultad de trasladar al lector a un campo de batalla ajeno y desconocido.

Acabamos de destapar otro logro literario de Reyes: su capacidad para el retrato de personajes, que cobran vida real por medio de su cálamo; en estas pequeñas biografías, nuestro autor se apega a la mejor tradición retórica de la etopeya: la vida interior, el aspecto exterior y los actos notables del personaje elegido dan forma a pequeños relatos entre la ficción y la realidad que cautivan necesariamente al lector.51 Así, su “Contorno de Aristóteles”52 nos introduce en la vida y personalidad del filósofo del Liceo, cuyo perfil se dibuja al lado del de su más célebre discípulo, el gran Alejandro. Con soltura, se insertan una gran cantidad de datos que ponen ante los ojos del lector la vida de tan complejo personaje, prototipo de una época también difícil. En ocasiones, incluso se atreve a pintar caracteres por medio del diálogo dramático con que imagina conversaciones que dibujan la personalidad de quienes hablan; así ocurre, por ejemplo, en “El trágico destino de Melos”,53 donde recrea la conversación, como había hecho Tucídides, entre un habitante de la isla y un ateniense, y en el “Diálogo de Aquiles y Elena”,54 ficticia charla entre dos personajes del mito; otras veces, reproduce en un ágil estilo directo frases célebres de los personajes, como su “Sócrates (conversación improvisada)”.55

Esa habilidad como escritor ilumina igualmente otras muchas biografías de personajes célebres de la Antigüedad, que juntas nos ofrecen una interesante galería sobre las principales virtudes (y algunos vicios) del alma humana: Agatón, Demetrio Falereo, Elio Arístides o Proclo son algunos de los escogidos. Sin duda, Reyes confiaba en el valor formativo de esos retratos que, como decían los antiguos, habían de despertar necesariamente las ansias de emulación en quienes los contemplaban o leían.

3.2. GRECIA Y EL DESPERTAR DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO. EL ALMA GRIEGA A TRAVÉS DE SU LITERATURA

ADEMÁS DE LA HISTORIA,56 la aparición del pensamiento filosófico, que por fuerza se une al conocimiento mitológico y la religión,57 es otro tema que reclama su atención. A este respecto, Reyes está convencido de que los viejos pensadores jonios fueron, antes que nada, unos viajeros impenitentes dotados de una extraordinaria capacidad de observación: Tales de Mileto, Jenófanes o Pitágoras visitaron otras culturas, aprendieron allí algunas nociones básicas, que después llevaron al terreno de la pura abstracción; sólo a partir de ahí se desarrolla el pensamiento científico, que es una creación genuinamente griega: si los egipcios construían pirámides, los griegos disertaban sobre las diferentes formas geométricas. Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias ni menos si cabe por la theoria recepta, que subraya el desarrollo del pensamiento abstracto o meramente especulativo, pues Reyes defiende que los primeros filósofos griegos, los presocráticos o milesios, fueron ante todo pensadores prácticos; es decir, sus especulaciones tenían en cuenta el desarrollo de la tecnología,58 lo que supone “una dignificación de la inteligencia, la técnica y el poder humanos” frente al poder abstracto de los dioses celestes:

Anaximandro le había legado un universo dividido en cuatro elementos de densidad distinta: Fuego, Niebla, Agua y Tierra. Ahora Anaxímenes discurre que la diferencia cualitativa entre estos cuatro elementos puede reducirse a una diferencia cuantitativa. Piensa que el Fuego, al hacerse más compacto, se muda en Niebla; ésta, en Agua; y el Agua, en Tierra. ¿De dónde pudo venirle esta noción? Según los comentaristas y según el testimonio mismo del vocabulario que emplea el filósofo, esta noción proviene de las artes del fieltro, tal como se las practicaba en Mileto, tierra natal de Anaxímenes, famosa por sus manufacturas de lana.59

Ellos aprovechaban sus viajes para observar y aprender, a la manera de Jenófanes, que anduvo de ciudad en ciudad tras abandonar Colofón, pues no quería verla en manos del persa. Así comprendió que “los negros imaginan negros a sus dioses; los tracios los imaginan rubios y zarcos.”60 En muchos de estos ensayos sobre la filosofía antigua late una preocupación muy actual y propia de cualquier profesor (y Reyes lo era):61 el problema de la educación o paideia y la lucha perpetua entre la razón y lo irracional. Los filósofos siempre se rodearon de jóvenes y contribuyeron con sus especulaciones y viajes a la formación de su comunidad sin demasiadas intromisiones de los estados. Basta leer “El mito de Protágoras”,62 por citar sólo un ejemplo, para comprender que, entre sus páginas, la filosofía griega se convierte a menudo en objeto de reflexión sobre un problema de actualidad: ¿cómo debería desarrollarse la educación en el contexto presente?

Sus reflexiones sobre la forma de educar aparecen aquí y allí, tanto al hilo de sus consideraciones sobre la filosofía como cuando aborda la génesis de la crítica literaria, íntimamente ligada al mundo de la escuela y de las recitaciones o certámenes.63 En estos ensayos, Reyes retoma una práctica común a todos aquellos escritores que, más allá de buscar un asiento junto a las Musas, han pretendido cambiar el mundo a través de la pluma. De idéntica forma actuaba Cicerón cuando en sus discursos ante un tribunal de justicia cantaba las excelencias de la concordia ordinum o aprovechaba su defensa de Marco Marcelo para convencer a César de las ventajas de la clemencia con los vencidos. En ese campo de batalla se define la labor de cualquier intelectual que se precie: la de apostar por la renovación moral de la sociedad en que vive. En este sentido, la figura de Reyes se acerca a la de aquellos grandes hombres del pasado que supieron conjugar la vida contemplativa del estudio con la vida activa de la palestra política, que, en su caso, es la vida del profesor, del periodista, del divulgador, del forjador de ideas con las que cambiar la sociedad que lo había visto nacer.

Reyes se confiesa escritor, oficio propio del individuo capaz de comprender los entresijos del alma humana, lo que le habilita para infundir en los hombres el amor a la razón.64 De ahí su interés por los filósofos griegos, que sentaron las bases del conocimiento y adoctrinaron a los jóvenes de su entorno para que, guiados por la curiosidad, continuaran sus pesquisas. El conocimiento disipa los miedos internos y prepara para una vida en libertad aneja a la responsabilidad. La “agonía de la razón” trajo también el decaimiento de la filosofía y, con ella, la búsqueda de amparo en un sinfín de regímenes autoritarios y despóticos. Ésta fue, a la postre, la paradoja del mundo griego, incapaz de imponerse a sí mismo el uso de la racionalidad. Ese proceso fue gradual y dio comienzo a una etapa apasionante en la historia de la cultura y de la filosofía: la edad alejandrina o, como la titula Reyes, la “helenización del mundo antiguo”. Nadie mejor que nuestro autor para definirnos los grandes cambios y logros de ese periodo, que arranca con la muerte de Alejandro Magno en 323 a. C. y llega, en su primera etapa, hasta la batalla de Accio en 31 a. C.:65