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Alfonso Reyes

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Beschreibung

El autor busca detectar el embrionario espíritu mexicano que anima a las obras literarias novohispanas del siglo XVI al XVIII. En su opinión tal espíritu no se cifra en el colorido local ni en la temática. No fue mexicano Juan Ruiz de Alarcón porque hiciera una excepcional alusión a la ciudad de México en Semejante a sí mismo. Su incipiente mexicanidad reside en su voz, en el tono, en la escala de valores, en la particular manera de asimilar la tradición heredada y devolverla, acrecentada, al patrimonio literario común de la literatura en lengua española.

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Nueva España

COLECCIÓNCAPILLA ALFONSINA

Coordinada por CARLOS FUENTES

Nueva España

Alfonso Reyes

Prólogo GONZALO CELORIO

Primera edición, 2008 Primera edición electrónica, 2015

Coordinadora editorial: Dalia Valdez Garza Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea Viñetas: Xavier Villaurrutia Diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini

D. R. © 2008, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.

D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2619-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRÓLOGO, por Gonzalo Celorio

NUEVA ESPAÑA

Resumen de la literatura mexicana (siglos XVI-XIX) [1957]

Primavera colonial (siglos XVI-XVII) [1948]

Virreinato de filigrana (siglos XVII-XVIII) [1948]

Tercera silueta. Biografía de Ruiz de Alarcón [1918]

PRÓLOGO

ALFONSO REYESY LA NUEVA ESPAÑAGonzalo Celorio

POR SU CONDICIÓN COLONIAL, que les confiere o impone una lengua y una tradición literarias, las letras novohispanas son un ramal de la literatura española, si bien a lo largo de los siglos coloniales van cobrando reconocidas excelencias y ciertas características que las distinguen de la literatura metropolitana.

En efecto, las corrientes literarias por las que navega el espíritu europeo durante los siglos XVI, XVII y XVIII, con las modalidades que adoptan en España según sus peculiares circunstancias históricas, afluyen a la expresión literaria de la Nueva España. Las voces populares del romancero —fragmentos líricos de cantares épicos medievales— se conservan en la memoria y en la lengua de los conquistadores, renovados Montesinos y Roldanes, y las fantasiosas novelas de caballerías desembocan en las realistas crónicas de la conquista; la utopía clásica, rediviva en el Renacimiento, encuentra verificación tangible en el hombre y en la naturaleza americanos, cuyas perfecciones son exaltadas con bucólicos acentos; los ingenios criollos del XVII reciben el barroco por amo y señor, según la feliz imagen de José Lezama Lima, y escriben, hasta el hartazgo de los centones y demás malabarismos poéticos, rebuscados versos gongorinos, y los humanistas del XVIII, que en brillantes hexámetros latinos hacen deambular a las diosas de la Antigüedad grecolatina entre nopales y magueyes, reproducen especularmente las luces europeas para proyectarlas sobre el Nuevo Mundo.

“Averiguar dónde el español se vuelve mexicano es enigma digno de Zenón,”1 dice Alfonso Reyes. Se refiere en particular a los numerosos poetas peninsulares que, atraídos por la fama, la novedad y la promisión de la “Atenas del Nuevo Mundo” —como se le llamó a la capital del virreinato—, vinieron a probar fortuna literaria en estas tierras, pero cuyas obras, subordinadas a los modelos metropolitanos y observantes de los cánones dictados allende el mar océano, no necesariamente pertenecen a la literatura de nuestro país, aunque aquí hayan sido escritas y muchas de ellas aludan al entorno mexicano. Tal consideración no sólo es aplicable a esta pléyade de escritores que, de Eugenio de Salazar a Bernardo de Balbuena, cantaron las glorias de la Nueva España, sino al largo y azaroso proceso mediante el cual la literatura española, trasplantada a nuestro país, va adquiriendo, durante la dominación colonial, una personalidad propia, es decir, una identidad mexicana.

En su vastísima obra, Alfonso Reyes trató en repetidas ocasiones el tema de la literatura novohispana. Su libro Letras de la Nueva España2 —el texto más amplio que escribió sobre el asunto— ofrece una visión panorámica y al mismo tiempo erudita de la literatura española producida en México durante los siglos coloniales. Además de ese compendio de las expresiones literarias y culturales de la época, Reyes escribió numerosos artículos monográficos dedicados a diversos escritores novo-hispanos, entre los que destacan los dos Juanes de la Nueva España, como denominó cariñosamente a Juan Ruiz de Alarcón y a sor Juana Inés de la Cruz.

En todos estos textos, Alfonso Reyes atisba el surgimiento de una nacionalidad. Con frecuencia se detiene a reflexionar sobre las peculiaridades que distinguen las obras novohispanas de las peninsulares y se esfuerza en detectar el embrionario espíritu mexicano que las anima. En su opinión, tal espíritunacional no se cifra en el colorido local ni en la temática, que en muchos casos comparten la literatura novohispana y la peninsular. No es mexicana sor Juana Inés de la Cruz porque introduzca su Divino Narciso con una loa en la que salen el Occidente de indio galán y la América de india bizarra con “mantas y cupiles”. Ni es mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora porque incluya sus conocimientos de saber náhuatl en textos escritos por encargo. Ni fue mexicano Juan Ruiz de Alarcón porque hiciera una excepcional alusión a la ciudad de México en El semejante a sí mismo. Su incipiente mexicanidad reside, como le hizo ver a Reyes Pedro Henríquez Ureña, su maestro, en la voz, en el tono, en la escala de valores, en la particular manera de asimilar la tradición heredada y devolverla, acrecida, al patrimonio literario común de la literatura de lengua española.

En las páginas subsecuentes, escritas a manera de prólogo, hemos tratado de dar cuenta del pensamiento de Alfonso Reyes acerca del complejo proceso que siguieron las letras de la Nueva España para articular, en la lengua de la dominación colonial, una expresión propia.

UNO

COMO TODAS LAS INSTITUCIONES políticas y culturales, la literatura española, al ingresar en el Nuevo Mundo, se impone sobre las tradiciones literarias —fundamentalmente de carácter oral— de las culturas autóctonas. En términos generales, los indígenas, tras la conquista, no pudieron establecer o continuar de manera autónoma una tradición literaria preservada por la escritura. Dice Reyes:

Hay una poesía indígena perdida en mucha parte, como enlazada con una civilización que el conquistador reprimía de caso pensado, confundida con un material religioso que el misionero tenía el encargo de expurgar, entendiéndolo como gentil y diabólico, y mal preservado en la tradición oral, puesto que el jeroglifo no podía preservarla como la partitura es capaz de preservar la música, y la escritura fonética apenas se ensayaba.3

De sus antiguas manifestaciones, empero, se conservan diversos testimonios, como los que recogieron algunos misioneros en sus dilatadas descripciones de las culturas de los indios. No obstante las alteraciones, las mixturas, los contagios y la censura de que fue objeto la poesía indígena después de lo que Ángel María Garibay llamó “el trauma de la conquista”, Alfonso Reyes reconoce su singularidad y su valor estético:

Así, restaurada a posteriori y cuando ha dejado ya de existir, como quien revela las letras borrosas de un palimpsesto; retocada a veces; otras, estropeada al ser reducida al alfabeto; mezclada de textos auténticos, anteriores a la conquista, y de textos tardíos; ora reconstruida hipotéticamente por cuanto a sus asuntos; ora consciente o inconscientemente contaminada por el bagaje humanístico o bíblico del fraile que la recogía en los labios de sus azorados catecúmenos, ella ha dejado, sin embargo, reliquias de inconfundible aroma añejo, que acusan una estética y una ideación no europeas y que permiten apreciar su sabor.4

Y menciona, también, la expresión indígena que asoma a la literatura dominante cuando cuenta por sí misma la historia de las culturas antiguas y de la conquista española. Son las voces de Hernando Alvarado Tezozómoc y de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, quienes, como el Inca Gracilaso de la Vega en el Perú, evocan con orgullo principesco un pasado irremisiblemente perdido.

Si las voces de la poesía antigua, que sentimos parte esencial de nuestra heredad, como dice Alfonso Méndez Plancarte, no se acallaron del todo ante el estruendo conquistador, se supeditaron finalmente a la cultura de los vencedores y se vertieron en obras cristianas escritas en lengua indígena. Es el caso, entre muchos otros, de los Cánticos guadalupanos del señor de Azcapotzalco, Francisco Plácido; la producción poético-misional de fray Andrés de Olmos y fray Luis de Fuensalida; los poemas en lengua náhuatl que alternaron con los griegos y latinos en algún certamen del siglo XVI, y, en el XVII, las versiones aztecas de Lope, Calderón y Mira de Amescua o los villancicos nahuas rimados por sor Juana Inés de la Cruz. Después de la evangelización franciscana —sentencia Méndez Plancarte— prácticamente no hay escritores indígenas. Considerados paganos, los textos antiguos fueron proscritos o abandonados y sus lenguas no tuvieron cabida en los círculos literarios.5 La conquista espiritual, acaso con mayor denuedo que la conquista política, resquebraja las culturas de los aborígenes. En su afán de incorporar a América al sistema de valores en que a la sazón se sustenta el Viejo Mundo —que no otra cosa es la conquista espiritual, como lo señaló Edmundo O’Gorman—, los españoles aprovechan las estructuras de la sociedad y de la ideología precortesianas para imponer las suyas propias. En el caso de la evangelización, empero, las semejanzas formales entre el cristianismo y la religión autóctona son consideradas peligrosas toda vez que las diferencias son esenciales. No hay entonces otra alternativa que la destrucción. Bien dice Alejandra Moreno Toscano, en referencia a la imposición del cristianismo, que los misioneros, “al desarticular el equilibrio de un sistema de vida coherente, estructurado, contribuyeron más profunda y radicalmente que los conquistadores a destruir el mundo que quisieron preservar”.6

Hablar de literatura novohispana, así las cosas, es hablar fundamentalmente de literatura española, si bien ésta se altera, se renueva, se transforma frente a la presencia del Nuevo Mundo, sobre todo durante las primeras décadas del siglo XVI, cuando el interés prioritario de numerosos escritores —o navegantes, soldados, misioneros metidos a escritores— es dar cuenta, precisamente, de semejante confrontación. Diarios de navegación, crónicas, historias de Indias, cartas de relación, poemas épicos van articulando la sintaxis del asombro frente a una realidad que desde entonces es calificada de maravillosa. El asombro de las plumas no es menor que el de sus lectores. Las primeras crónicas del descubrimiento y de la conquista se publican y traducen con rapidez admirable, sobre todo si se toman en cuenta las limitaciones editoriales de aquellos tiempos tan cercanos todavía a la invención de la imprenta. Algunos ejemplos: la Carta del descubrimiento que Cristóbal Colón dirige a los Reyes Católicos se publica en 1493, es traducida al latín por el catalán Leandro de Cosco y tuvo por lo menos ocho ediciones además de una paráfrasis en verso italiano debida al teólogo florentino Giuliano Dati. La Cosmographie Introductio, que incluye la Lettera en que Americo Vespucio da cuenta de sus cuatro viajes, es publicada por la Academia de Saint-Die en versión latina junto con el célebre mapamundi de Waldseemüler en el temprano año de 1507, y si ahí se llama al continente por el nombre de pila de Vespucio no sólo se debe a las aportaciones que hizo el navegante florentino a la consideración de que las tierras encontradas constituían una entidad geográfica separada y diferente del continente euro-asiático-africano, sino, sobre todo, al interés que suscitó la relación de sus cuatro viajes. “Los hombres de letras —dice Alfonso Reyes— tienen motivo para enorgullecerse de ese éxito, que en mucho se debe a la fuerza artística, al poder de difusión de unas narraciones bien contadas”.7 Apenas a dos años de haber sido dirigida al emperador Carlos V, la segunda de las Cartas de relación de Hernán Cortés se publica en Sevilla y de ahí a dos años más ya está reeditada en Zaragoza y traducida al francés, al latín, al italiano y al flamenco.

La transformación que sufren las letras españolas al contacto con el Nuevo Mundo es parte de la historia literaria española, pero también es el embrión de una nueva historia literaria que habrá de debatirse secularmente entre los ecos peninsulares para conformar su propia expresión. América es un tema exótico que asombra a las letras viejohispanas, pero también una voz inédita y plural que de la conquista a la independencia se irá articulando en las letras novohispanas con la complejidad propia de la sociedad de la que proviene.

DOS

UNA VEZ TERMINADA la etapa aventurera de la conquista, se establecen en la Nueva España diversas instituciones políticas, religiosas, académicas, que tienen el doble cometido de implantar la cultura española en el virreinato y de vigilar la observancia de sus principios y sus normas, y que van del Tribunal del santo Oficio a la Real y Pontificia Universidad de México.

Con el propósito de que sus alumnos aprendieran la lengua de Virgilio, Francisco Cervantes de Salazar, profesor de retórica de la flamante universidad, escribió sus Diálogos latinos, que constituyen, más allá de su intención didáctica, la mejor descripción de la ciudad de México-Tenochtitlan y de su vida política, académica y espiritual a mediados del siglo XVI. No en vano fue traducida al español bajo el significativo título de México en 1554, que privilegia, sobre el pedagógico, su valor documental. Los poetas españoles que visitan la ciudad virreinal descrita por Cervantes, como Juan de la Cueva, Diego Mexía o Luis de Belmonte Bermúdez; o que emigran definitivamente a estas tierras, como Eugenio de Salazar, Pedro Trejo o, más adelante, Bernardo de Balbuena, inician el proceso de asimilación de un mundo nuevo que a los conquistadores y a los primeros misioneros les causó asombro y estupor.

Conforme América se va incorporando al repertorio de ideas de la cultura europea y se va estableciendo una sociedad regida por las estructuras hispánicas, disminuyen las diferencias entre el Viejo y el Nuevo Mundo y declina, consecuentemente, el exotismo de los primeros tiempos. La información precipitada y sorprendida de la crónica es desplazada paulatinamente por la reposada glorificación de la poesía, que canta el esplendor de la colonia. En su obra dedicada a la ciudad de México, publicada en los albores del siglo XVII, Bernardo de Balbuena, por ejemplo, se distingue de los poetas del siglo precedente, pongamos por caso el Alonso de Ercilla de La Araucana, por algo que va más allá de las meras diferencias de tema, de estilo o de género literario, y que tiene que ver con la mirada y con la voz: Balbuena ve el Nuevo Mundo desde adentro y lo canta como a cosa propia. Aunque peninsular de origen, es ya un poeta novohispano. En los tercetos de arte mayor de su Grandeza mexicana, encomia como suya la admirable urbe donde vivió. La ciudad ya no es, ciertamente, la misma que vieron los conquistadores. Destruida por Cortés la Gran Tenochtitlan, por Cortés mismo fue reconstruida. Ha cambiado la ciudad, pero también ha cambiado la mirada. Deja de parecerse “a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís”, como dijo Bernal Díaz del Castillo en un feliz traslado de la ficción caballeresca al realismo testimonial de la crónica, para ser “de la famosa México el asiento”.

Si las voces españolas adquieren nuevas resonancias por la novedad del contexto en el que se articulan, las que aquí nacieron, paradójicamente, participan de un espíritu europeo más acendrado. Francisco de Terrazas, acaso el primer poeta criollo de la Nueva España, goza de un delicioso petrarquismo, imita y aun mejora a Camoens en su ya clásico poema Dejad las hebras de oro ensortijadas… y es tocado por el lirismo de Herrera, El Divino. A diferencia de los escritores peninsulares, como san Juan de la Cruz o Miguel de Cervantes, que pusieron sus esperanzas literarias en el Nuevo Mundo aunque nunca pudieron realizarlas, los criollos, paradójicamente, anhelan vivir en el Viejo Mundo, patria de sus mayores para ellos desconocida y magnificada, temerosos, acaso, de perder su identidad en tierra de indios. ¿No es significativo que en la misma flota que trajera al arzobispo fray García Guerra a la Nueva España en 1608 viajaran el español Mateo Alemán, ansioso de triunfar en América, y el criollo Juan Ruiz de Alarcón, de regreso de su primera estadía en España, donde, al parecer, no pudo estrenar sus primeras comedias pero a la que volvería pocos años después con el ánimo, compartido por todos los dramaturgos novohispanos, de triunfar en la escena madrileña?

Durante el siglo XVII, que va en barroco contraste de las corridas de toros, las comilonas y la música profana del arzobispo y virrey fray García Guerra a la severidad iracunda, misógina y justiciera de Francisco Aguiar y Seijas —que inició el proceso por el cual sor Juana Inés de la Cruz acabó abjurando de su vocación literaria—, las letras novohispanas, encabezadas por Juan Ruiz de Alarcón y la monja jerónima, alcanzan su mayor esplendor. Curiosamente, en la medida en que estos escritores más se asemejan, en talento y calidad, a los grandes exponentes peninsulares de la literatura española, con quienes compiten a veces favorablemente, más se diferencian de ellos en el tono, en los conceptos, en los valores, donde Pedro Henríquez Ureña cree distinguir los incipientes rasgos de mexicanidad de la literatura novo-hispana, particularmente de la obra de Alarcón.

A pesar de la animadversión que su deformidad física y sus pretensiones nobiliarias suscitaron en los protagonistas del teatro español de su tiempo, Juan Ruiz de Alarcón figura con toda legitimidad entre los grandes escritores de los Siglos de Oro. Alfonso Reyes advierte que la obra alarconiana, aunque relativamente escasa, no sólo trasciende su primigenia condición colonial para enriquecer la literatura española peninsular, sino que goza de una universalidad que no siempre alcanzan las de Lope, Calderón o Tirso de Molina. Dice Reyes:

Con la obra de Alarcón, México por primera vez toma la palabra ante el mundo y deja de recibir solamente para comenzar ya a devolver. Es el primer mexicano universal, el primero que se sale de las fronteras, el primero que rompe las aduanas de la colonia para derramar sus acarreos en la gran corriente de la poesía europea. Vence la capitis diminutio de ser un colonial, un contrahecho, un pobre pretendiente. Compite sin mengua con los príncipes de la escena española, cuando ésta era una de las mejores.8

Ahora bien: que la obra alarconiana se equipare a la de los grandes dramaturgos de los Siglos de Oro; que enriquezca la historia general de la literatura española; que tenga resonancia incluso más allá de las fronteras españolas (La verdad sospechosa fue parafraseada por Corneille en Le Menteur e influyó, indirectamente, en Molière) no implica, como podría pensarse y como acaso lo deseaba su propio autor, que carezca de ciertas características mexicanas que revelan el origen de Alarcón. Es más: quizá por primera vez se articula una voz, si no totalmente propia, al menos sensiblemente distinta a la de la Península. Y decimos voz porque esa mexicanidad no habría de buscarse en el retrato de las costumbres provincianas o en las alusiones al país natal (que, por otra parte, en Alarcón son absolutamente excepcionales), sino en esa tesitura cortés y comedida, identificada por Pedro Henríquez Ureña, que se corresponde estrechamente con las peculiaridades que Xavier Villaurrutia, para legitimar como mexicana su propia obra poética, consideró definitorias de nuestra tradición lírica: la intimidad, el tono menor, la introspección. En la voz, sí, sobria y discreta; pero también en los valores morales: la verdad, la justicia, la virtud que Alarcón postula y defiende en sus comedias.

En una de sus célebres conferencias del Ateneo Mexicano de la Juventud dictada en 1913, Henríquez Ureña señaló con lucidez algunos de los rasgos de la obra de Alarcón que pudieran considerarse mexicanos. Si bien el maestro dominicano le da preeminencia a la genialidad individual por encima de los determinismos nacionales, no puede dejar de reconocer que “existe un carácter, un sello regional, un espíritu nacional en México” y que éste “no es otra cosa que espíritu español modificado”.9 En el caso específico del teatro, Henríquez Ureña señala, como uno de los elementos modificadores de la exuberancia española, la contención alarconiana: “Sobre el ímpetu y la prodigalidad del español europeo que creó y divulgó el mecanismo de la comedia, se ha impuesto, como fuerza moderadora, la prudente sobriedad del mexicano”.10

Siguiendo a su maestro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes sintetiza de la siguiente manera la personalidad mexicana propia de Alarcón en el contexto de la comedia española:

En el mundo ruinoso de la comedia española, Alarcón da una nota en sordina, en tono menor. Donde todos […] descuellan por la invención abundante y la fuerza lírica […], Alarcón aparece más preocupado por los verdaderos conflictos de la conducta, menos inventivo, mucho menos lírico; y crea la comedia de carácter. Donde todos eran improvisadores, él era lento, paciente, de mucha conciencia artística. Donde todos salían del paso a fuerza de ardides y aun dejando todo a medio hacer, Alarcón procuraba ceñirse a las exigencias de su asunto, y no daba paz a la mano hasta lograr esa tersura maravillosa que comunica a sus diálogos una articulación no igualada y hace de sus versos, aun sin ser musicales o bailarines, un deleite del entendimiento y, con harta frecuencia, un dechado de perfección. Donde todos escribían comedias por cientos y a millares, Alarcón apenas escribió dos docenas.11

TRES

XAVIER VILLAURRUTIA ubica el origen del tono menor de la lírica mexicana en el ancestral componente indígena de nuestra cultura mestiza.12 Es posible que así sea. Sin embargo, habida cuenta de que las lenguas indígenas fueron desterradas del ámbito de la literatura escrita en la Nueva España, acaso habría que rastrear esa delicadeza de nuestra poesía, tan afecta al eufemismo y al recato, en la configuración de la idiosincrasia criolla.

En efecto, algunas de las modalidades que adopta la poesía novohispana en contraste con la que se escribe en la España peninsular son la contención, el rigor, la sutileza: la mesura de Juan Ruiz de Alarcón frente a los arrebatos de Lope de Vega o, más significativamente, la finura y la conceptuosidad de sor Juana frente a la contundencia y brillantez de las metáforas de Góngora. Tales diferencias entre la poesía de uno y otro lado del mar océano se corresponden con la vieja rivalidad que desde los primeros tiempos del virreinato se suscitó entre criollos y peninsulares, pues los españoles aquí nacidos en muy alta medida sostenían económicamente el poder político y militar que los nacidos allá detentaban. Se trata de un resentimiento estamental que tiene efectos culturales y que se traduce en la paradoja ya señalada que, con un cariz distinto en nuestro tiempo, todavía no ha sido superada del todo: los poetas criollos, aunque despreciaran a los españoles, admiraban su mundo y hubiesen querido que sus obras fueran reconocidas en el Viejo Continente, mientras que los peninsulares, fastidiados de su vetusto entorno, anhelaban renovar su energía en América, aunque minusvaloraran a sus habitantes. Baste señalar el ejemplo de la relación que sostuvieron el conspicuo cosmógrafo, matemático, historiador y cronista novohispano, Carlos de Sigüenza y Góngora, y el padre Eusebio José Kino, astrónomo proveniente del Tirol austriaco, a su paso por esta capital. El Cisne Mexicano, como sor Juana bautizó a don Carlos en un encomiástico soneto, sintió que el distinguido visitante, amparado en el prestigio de su procedencia, había desdeñado su punto de vista y sus conocimientos y, con tono resentido y quejumbroso, escribió la siguiente denuncia enderezada contra su “rival” europeo: “En algunas partes de Europa […] piensan que no solamente los habitantes indios del Nuevo Mundo, sino también nosotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos sobre dos piernas por dispensa divina, o, que aun empleando microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo racional en nosotros”.13 Con mejor suerte, mayor apoyo y desde luego superior talento que sus contemporáneos novo-hispanos, sor Juana logró cumplir la aspiración de todo escritor criollo: vio publicadas sus obras en España.

Durante la segunda mitad del siglo XVII, que es la época que le toca vivir a sor Juana, la Nueva España crece, se desarrolla y se vuelve próspera en la misma medida en que la Vieja España se sume en la profunda decadencia que caracteriza el reinado de los últimos Austrias y que contrasta con su prodigiosa expansión en la centuria inmediatamente anterior. A pesar de que semejante discrepancia debería beneficiar a los criollos, éstos todavía mantienen una condición sumisa con respecto a la metrópoli, si bien llegan a manifestar sutilmente sus anhelos de emancipación: se saben provincianos dentro del vasto imperio español y se asumen como tales. Esta condición subordinada es la que explica las modalidades que adopta nuestra lengua en el habla criolla: es un lenguaje en extremo cortés, más sutil y delicado que el de los peninsulares, cuyas peculiaridades fueron destacadas desde los comienzos del siglo XVII por Bernardo de Balbuena, quien dice que es en la sociedad mexicana

[…] donde se habla el español lenguaje

más puro y con mayor cortesanía,

vestido de un bellísimo ropaje

que le da propiedad, gracia, agudeza,

en casto, limpio, liso y grave traje.

Si el