Amor de ciudad grande - Vicente Quirarte - E-Book

Amor de ciudad grande E-Book

Vicente Quirarte

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Beschreibung

Amor de ciudad grande es un recorrido por la Ciudad de México a través del tiempo y de la gente que la ha habitado, visitado o escrito sobre ella, desde sus comienzos como refugio de españoles hasta su transformación en una de las ciudades más grandes del mundo. Vicente Quirarte ofrece con este libro un retrato de la ciudad, representada como un personaje que cobra vida gracias a la constante actividad y renovación de sus habitantes. Un paseo por sus calles, edificios y monumentos deja entrever al observador una parte de la esencia de la ciudad, a momentos caótica pero siempre enigmática, lo que hace aún más difícil la tarea de discernir entre el amor y el odio que puede suscitar una ciudad como el Distrito Federal. Desde la mirada de consagrados escritores, tanto mexicanos como extranjeros, que van desde Cervantes hasta Elena Poniatowska, Quirarte logra reconstruir la identidad de una ciudad que está en constante movimiento, y que sin embargo no tiene un rumbo definido

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Seitenzahl: 321

Veröffentlichungsjahr: 2013

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VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

AMOR DE CIUDAD GRANDE

VICENTE QUIRARTE

Amor de ciudad grande

Primera edición, 2011Primera edición electrónica, 2013

D. R. © 2011, Instituto de Investigaciones BibliográficasUniversidad Nacional Autónoma de MéxicoCentro Cultural Universitario; 04510 México, D. F.

D. R. © 2011, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1450-6

Hecho en México - Made in Mexico

VICENTE QUIRARTE

Nació en la Ciudad de México (1954). Poeta, narrador y ensayista, es doctor en letras por la UNAM, investigador del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la misma institución y miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre sus obras más importantes se cuentan Vencer a la blancura (1979), Enseres para sobrevivir en la ciudad (1994), El peatón es asunto de la lluvia (1999), Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México (2001) y Zarabanda con perros amarillos (2004). Recibió el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas por El azogue y la granada. Gilberto Owen en su discurso amoroso y el Premio Xavier Villaurrutia 1991 por El ángel es vampiro.

ÍNDICE

Agradecimientos

Amar una ciudad

    I. Don Quijote cabalga en Anáhuac

   II. Un teniente de dragones y un alabardero

  III. Elogio del viajero iluminado

  IV. Misterios de Los misterios de México

   V. La invención del dandy

  VI. La ciudad como representación teatral

 VII. Usos de la noche

VIII. El síndrome de Hyde

  IX. Retorno a los Santos Lugares

   X. Del llano a la laguna

  XI. Un amor casi posible

  XII. Ciudad mujer presencia

 XIII. Linaje del citámbulo

 XIV. Retrato de casa con ciudad

Bibliografía

A Patricia Compeán,ciudad de seda

¡La edad es ésta de los labios secos!

¡De las noches sin sueño! ¡De la vida

Estrujada en agraz! ¿Qué es lo que falta

Que la ventura falta? Como liebre

Azorada, el espíritu se esconde.

JOSÉ MARTÍ, Amor de ciudad grande

AGRADECIMIENTOS

A mis colegas del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, ya por su ayuda para la localización de libros, datos o documentos existentes en los fondos de la Biblioteca y la Hemeroteca nacionales, ya por su aliento y sus luces: Guadalupe Curiel Defossé, directora del Instituto, así como mis otros compañeros y amigos Liborio Villagómez, Lilia Vieyra, Sofía Brito Ocampo, Aurora Torres, Miguel Ángel Castro e Ignacio González-Polo. De manera particular agradezco a Marta Piña Centella, exploradora de ciudades invisibles, su atenta lectura del original y las valiosas observaciones que me hizo, así como a Dante Salgado, cuya hospitalidad permitió las condiciones para su versión final. A Felipe Garrido, por sus palabras solidarias. A Consuelo Sáizar y Joaquín Díez-Canedo, por su apoyo para la publicación de este libro en el Fondo de Cultura Económica. A Omegar Martínez Jiménez y Miguel Ángel Palma Benítez, por el cuidado editorial.

AMAR UNA CIUDAD

Leer una ciudad, particularmente aquella en que nacimos, es acto de amor y conocimiento. Criatura cambiante e imprevista, letal y dadivosa, al descifrar sus signos no sabemos si luego de semejante atrevimiento llegaremos a saberla, cuestionarla, rechazarla. O amarla contra todo. Leemos la ciudad al caminarla, al descubrir su rostro inédito, al trazar el mapa de nuestro tránsito por ella, una vez que nos concede volver a casa para soñar con reincidir en el diario combate: ganar y defender nuestro sitio en su incesante representación. La ciudad como gran casa; la casa como pequeña ciudad, según el precepto de Leone Batista Alberti.

Amar una ciudad es necesario y fatal. Igualmente odiarla, aunque ambas emociones, al mirarse en su espejo, encuentren semejanzas y diferencias. Cuando Efraín Huerta escribió su “Declaración de odio”, ofreció el más intenso poema de amor a la capital. Amar a la Ciudad de México parece una tarea cada vez más ardua. Fácil es caer en la inmediata provocación de repudiarla: aceptar el hechizo de condiciones y medios que facilitan el fugaz abandono del desastre. Sin embargo, tarde o temprano, humillados y ofendidos, convencidos o escépticos, por misteriosas razones regresamos a la imposible, la infiel, la insoportable. La inevitable Ciudad de México, noble y leal a pesar de nosotros.

El monstruo se rebela, tarde o temprano, contra su creador, y sólo una lenta seducción, la verdadera conquista, puede restaurar la inicial armonía. Este libro es una lectura diacrónica y sincrónica de la Ciudad de México, desde el instante en que era el ideal del pensamiento renacentista hasta su transformación en Megalópolis. Lecturas, a través del tiempo, por parte de sus nativos o visitantes que han hecho de ella personaje o escenario. “En piso de metal, vives al día, de milagro, como la lotería”, escribió en 1921 uno de sus devotos lectores, usuarios e intérpretes, Ramón López Velarde. Tal ha sido y será la condición de un espacio urbano que sobrevive entre el paraíso y el desastre.

Hace cuatro siglos, Don Quijote cruzó el Océano Atlántico y cabalgó en la Ciudad de México, aunque su autor jamás pudo estar en ella, como fue su deseo. En el tercer milenio, una célula igualmente heroica y definitiva, denominada los citámbulos, concibe a Rocinante y el manchego, lanza en ristre, a punto de atacar a un rebaño furioso de microautobuses, plaga y necesidad de una urbe incapaz de resolver integralmente el transporte público, pero en cuyo vientre existe sitio para el milagro o la hecatombe, para la hazaña y el sueño. En nuestras acciones más humildes, somos el héroe anónimo que la consagra, eleva y dignifica. Vivir la ciudad es defenderla. Leerla es conservarla.

En sus casi siete siglos de existencia, habitantes y elementos hemos destruido una y otra vez nuestra ciudad. Con idéntica pasión y energía hemos vuelto a levantarla. No hemos podido acabar con ella, prueba de su linaje. Pero también demuestra la casta de sus habitantes, aunque seamos los primeros en negar semejante obligación y privilegio. Cada minuto es una posibilidad para la epifanía, el asombro de la voz en medio de la ceguera y los oídos clausurados. Las líneas que siguen quieren ser testimonios de encuentros que ocurrirán mientras dure la gran ciudad, según el deseo de sus primeros y orgullosos pobladores.

I. DON QUIJOTE CABALGA EN ANÁHUAC

DOS FECHAS en la vida de Miguel de Cervantes Saavedra marcan su relación más intensa, una probable, otra real, con nuestro mexicano domicilio. La primera es el 21 de mayo de 1590, cuando a los 43 años de edad envía la carta en la cual solicita una de las cuatro plazas vacantes en las Indias. La segunda es el día de 1605 en que llegan a México los primeros ejemplares de El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha y, de tal manera, Cervantes logra su objetivo de llegar al otro lado de la que el poeta llamara, en homenaje al lugar común, “mar salobre”.

Todo cuanto se sabe sobre la vida de Cervantes pareciera haber sido dicho y escrito. Sin embargo, y por fortuna, todo puede ser conjetural, todo admite la lectura múltiple y fecunda que nos enseña su inagotable libro y la no menos heroica existencia de su autor. Las siguientes líneas esbozan la historia tanto del posible viaje de Cervantes al Soconusco como la llegada de su criatura a tierras mexicanas.

Los quince años que separan las fechas antes mencionadas son definitivas en la biografía de nuestro autor. En lucha contra las adversidades, apuesta todas sus cartas —ya que la enviada al rey no tuvo respuesta favorable— a otra escritura. Esa que sufre exclusivamente las traiciones de su creador. Sin embargo, porque es de la pluma de Cervantes, y porque habla del hombre anterior al Quijote, importa citar un fragmento de tal epístola:

[Miguel de Cervantes] Pide e suplica humildemente, quanto puede a V. M., sea servido de hacerle merced de un oficio en las “Indias” de los tres o quatro que al presente están vacos, que es el uno la Conthaduría del nuevo Reyno de “Granada”, o la Governación de la Provincia de “Soconusco” en “Guatimala”, o Conthador de las Galeras de “Cartagena”, o Corregidor de la Cibdad de la “Paz”; que con cualquiera de estos oficios que V. M. le haga merced, la rescebirá, porque es hombre ávil e suficiente e benemérito, para que V. M. le haga merced; porque su deseo es acontinar siempre en el servicio de V. M., e acavar su vida como lo han hecho sus antepasados, que en ello rescebirá muy gran bien a merced. —En “Madrid” a 21 de Mayo de 1590.1

Es necesario leer entre líneas y en varios niveles esta solicitud humillantemente autobiográfica, donde Cervantes se ve en la obligación de calificar sus propios méritos. Sin embargo, al mismo tiempo se trata de una autorreflexión conmovedora y orgullosa de quien ha servido a su país con la entrega y la fe con que lo hará su hidalgo manchego: prolongación del sueño de la andante caballería; la hazaña leída y llevada al terreno de la realidad. Quien la escribe es un Miguel de Cervantes que aún no encuentra su voz pero ya ha experimentado los ritos de paso que después llevarán a cabo varios de sus personajes: la difícil e interrumpida educación formal, la vida militar, el cautiverio, el fantasma tangible y pertinaz de las deudas económicas. Y una novela pastoril, La Galatea, que será la obra predilecta del autor, opacada por su hermano mayor. Cervantes fue un escritor de maduración tardía. No obstante, sin el difícil aprendizaje vital, sin los obstáculos de su juventud y primera edad adulta, no hubiera hecho acopio del arsenal emotivo que lo condujo a la escritura de su obra.

Como su futuro Sancho Panza, el Cervantes de 1590 pretende, en cierta medida, encontrar su ínsula. Al enfrentarse a la burocracia de su tiempo, universal y lenta en todas las edades, acaso hubiera tenido que pronunciar la plegaria de Sancho cuando, agobiado por las restricciones que le impone su difícil condición, anhela volver a la paz de su ocio. A partir de la posibilidad de que Cervantes hubiera solicitado llegar a México, un grupo de investigadores del Archivo General de la Nación, encabezado por Carlos Román, ha emprendido la investigación titulada El Soconusco cervantino: cartografía de una encomienda imaginaria, la cual habré de detallar posteriormente.

Durante su intensa estancia sevillana, Cervantes tuvo oportunidad de escuchar sobre la leyenda de la riqueza del Nuevo Mundo, que si tenía visos de realidad provocaría la ilusión y a veces la ruina de particulares y de imperios, como dos siglos y medio más tarde lo demostraría la frustrada aventura trasatlántica de Napoleón III. Gracias al trabajo de Pedro Piñero y Rogelio Reyes Cano, es posible establecer la geografía humana y literaria de Cervantes durante sus años en Sevilla. Y es precisamente en Sevilla donde nuestro autor sitúa la acción inicial de El celoso extremeño, una de sus novelas ejemplares. El anhelo de su personaje Felipe de Carrizales es

pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores —a quienes llaman ciertos los peritos en el arte—, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.

He ahí, en justas y precisas palabras, la idea que de América tenía Cervantes. De toda esa fauna, el solicitante ingresaba a la categoría de uno de esos “desesperados de España”.

Supongamos que en lugar del no rotundo que lo lleva a continuar como proveedor de la Armada Invencible, casi un Sancho Panza de la gran odisea por él vivida en Lepanto, Cervantes recibe respuesta afirmativa a su solicitud. Para reconstruir su posible llegada a México tenemos la investigación de José Luis Martínez. Cervantes era otro pasajero a las Indias. Para citar otra vez El celoso extremeño, en los anhelos de su protagonista vemos filtrarse los de su autor:

En fin, llegado el tiempo en que una flota partía para Tierrafirme, acomodándose con el almirante de ella, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto, y embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba; el cual, en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.

Muy distinta era la realidad a este optimismo de Cervantes. Para llegar a América, si el tiempo era bueno, eran precisos dos meses de navegación. Las circunstancias del trayecto eran penosas, ya se tratase de un personaje atendido por numerosa servidumbre, ya por un simple particular que debía llevar consigo bastimento y alimentación que sumaba cerca de los 800 kilos. Igualmente, el intrépido viajero debía sufrir las inclemencias de esa cárcel ambulante donde, como en las que padeció Cervantes en tierra firme, “toda incomodidad tiene su asiento y […] todo triste ruido hace su habitación”.

Cuando alcanza tierras americanas, el personaje de El celoso extremeño tiene 48 años, cinco más de los que Cervantes contaba al solicitar su traslado a las Indias. En la utopía que establece para su personaje, “en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados”. Acaso tal fuera el anhelo de Cervantes. En El licenciado Vidriera, aventura otro de sus presagios mexicanos al hacer la analogía de la capital de Nueva España con Venecia, uno de los grandes lugares comunes del imaginario renacentista:

ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante; merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo.

Por lo que escribe y por lo que podemos deducir, la imaginación de Cervantes, que era mucha, debe haberse forjado una particular imagen de México. Además de testimonios escritos por cronistas que pasaron a Indias, o de quienes sin haberlo hecho escribieron sobre América, pudo haber conocido el mapa de la Ciudad de México de Alonso de Santa Cruz, que data de 1555.2 Como advierte Serge Gruzinski, fue a partir de este mapa que la imaginación europea estableció, como Cervantes, la analogía entre Venecia y México. Miguel León-Portilla ve en él la inconfundible mano indígena. De ahí que, al contrario de cartografías donde la desbordada imaginación europea —finalmente, la mirada de nosotros y los otros— provoca representaciones inverosímiles, en el mapa citado la población, sobre todo la indígena, aparece en sus tareas cotidianas de pesca y caza. Asimismo, se representan los principales edificios: la Catedral, las Casas Reales, las numerosas acequias.

Finalmente, Cervantes no llevó a cabo la penosa navegación a las Indias. Pero unos cuantos meses después de publicada en España, la edición príncipe de Don Quijote sí logró hacerlo. La odisea de los libros a través del océano es una hazaña tan alta como las llevadas a cabo por Cervantes y su personaje. Gracias a las cuidadosas y eruditas investigaciones de Francisco Rodríguez Marín en el Archivo de Indias, es posible establecer el instante en que tuvo lugar ese nuevo encuentro de dos mundos. Entre otras historias, Rodríguez Marín rescata una recogida por Ricardo Palma cuando era director de la Biblioteca Nacional del Perú. En 1605, el virrey Gaspar de Zúñiga Acevedo y Fonseca recibió de la nao proveniente de Acapulco un ejemplar de Don Quijote que le enviaba un amigo con entusiastas recomendaciones. Debido a que estaba muy enfermo, el virrey no pudo leerlo y lo entregó al clérigo fray Diego de Ojeda, quien no sólo lo leyó y lo encomió sino tuvo la clarividencia para colocarlo en la estantería de su convento. Con ese acto aparentemente inocuo, Ojeda combatía la serie de obstáculos que la inteligencia impresa tenía que librar antes de su llegada a los privilegiados lectores. Por Real Cédula de 1531, apenas diez años después de la caída de la gran Tenochtitlan, quedó vedado que llegaran a las Indias “libros de romance de historias vanas o de profanidad; como son de Amadis y otros desta calidad, porque éste es un mal ejercicio para los indios e cosa que no es bien que se ocupen y lean”,3 prohibición reiterada en 1596 en el Libro primero de las provisiones y cédulas tocantes al buen gobierno de las Indias. En otra de esas Reales Cédulas se subraya la aversión a libros de “mentirosas historias”, pues alejan a los indios “de la Sagrada Escritura y otros libros de doctores”. Para que los libros pudieran ingresar a una de las naos que los transportaban a América, era preciso llevarlos en cajas abiertas a la Casa de Contratación de Sevilla, donde había una oficina especial del Santo Oficio. No obstante las prohibiciones —o tal vez debido a ellas— muchos fueron los libros condenados que llevaron a cabo la travesía atlántica. Digno de mención es el hecho de que en 1586, el librero sevillano Diego Mexía enviara a América dos ejemplares de La Galatea de Cervantes junto con El caballero de Febo, los cuatro libros de Amadís de Gaula y las Hazañas de Bernardo del Carpio. El punto culminante de las investigaciones de Rodríguez Marín señala: “En 25 de febrero de 1605, es decir, cinco o seis semanas después de haber salido a la luz pública la primera parte de esta obra inmortal, Pedro González Refolio presentaba a la Inquisición para su examen cuatro cajas de libros, en una de las cuales iban 5 Don Quixote”.4 Las cajas fueron registradas en el navío San Pedro y Nuestra Señora del Rosario, parte de la flota encabezada por don Francisco del Corral y Toledo.

¿Cómo era la Ciudad de México a la que llega por primera vez Don Qujijote? Podría afirmarse que en quince años una urbe no cambia radicalmente, pero en una época en la que la capital de Nueva España se afirmaba como gran metrópoli y cabeza del Imperio español en ultramar, las metamorfosis eran radicales. Entre 1590 y 1605, lapso entre los dos sueños cervantinos, cuatro son los virreyes que ejercen su poder en Nueva España: Álvaro Manrique de Zúñiga, Luis de Velasco hijo, el ya mencionado lector potencial del Quijote, Gaspar de Zúñiga y Acevedo, quien luego pasó a Perú, y Juan de Mendoza y Luna, marqués de Monteclaros, que gobernaba cuando llegó Don Quijote.

En 1605, el país llevaba más de medio siglo de tener Universidad e imprenta. Con la sabiduría de sus artesanos y sus profesores, tempranamente escribió, formó e imprimió sus propios libros de texto, como la Dialectica Resolutio de fray Alonso de la Veracruz. Francisco Cervantes de Salazar, a quien debemos uno de los retratos más vívidos de la universidad mexicana, habla de este teólogo como si en él se resumieran las virtudes del caballero andante que Cervantes exigirá de su personaje: “[…] sujeto de mucha y vasta erudición, en quien compite la más alta virtud con la más exquisita y admirable doctrina […] Según eso es un varón cabal, y he oído decir además que le adorna tan singular modestia, que estima a todos, a nadie desprecia, y siempre se tiene a sí mismo en puro”.5 La Real Universidad de México había tenido su acto fundacional el 25 de enero de 1553. Desde el principio, escriben Armando Pavón Romero y Enrique González González:

Con independencia de los modelos concretos propuestos como posibles paradigmas: París, Salamanca, Granada, u otros, el debate remitía a la cuestión de si la nueva fundación sería organizada y regida en forma vertical, a tono con los dictados del naciente absolutismo, de la modernidad, o si llevaría la impronta salmantina, de origen medieval, con una poderosa corporación gobernándose a sí misma.6

Por lo que se refiere a la llegada de los libros a sus destinatarios, ésta no tenía lugar mediante su oferta en locales especializados. No existían, propiamente, librerías. Las bibliotecas colectivas eran sobre todo las pertenecientes a corporaciones religiosas; las que eran propiedad de particulares se formaban por voluntad de los eruditos y bibliófilos que se hallaban al tanto de lo que aparecía en el universo de la imprenta. Juana Zahar Vergara indica:

En el transcurso del siglo XVI la venta de libros se practicaba entre particulares. En estas operaciones los libros pasaban de una mano a otra, del vendedor al intermediario y del intermediario al comprador, cuando lo había. Su destino final no era una librería, más bien eran las bibliotecas de los conventos.7

Un año antes de la llegada de Don Quijote a México, había aparecido Grandeza mexicana, un poema en octavas reales, escrito por el bachiller Bernardo de Balbuena, nacido en Valdepeñas pero formado en México. Su propósito era describir los esplendores de la capital a doña Isabel Tovar de Guzmán, viuda a punto de tomar los hábitos. El argumento del poema se halla contenido en la estrofa inicial:

De la famosa México el asiento,

origen y grandeza de edificios,

caballos, calles, trato, cumplimiento,

letras, virtudes, variedad de oficios,

regalos, ocasiones de contento,

primavera inmortal y sus indicios,

gobierno ilustre, religión, estado,

todo en este discurso está cifrado.

El poema no deja lugar a la duda en cuanto a la grandeza de la ciudad, esa que un viajero inglés, Thomas Gage, describirá como “una de las mayores del mundo considerada la extensión de las casas de los españoles y las de los indios”.8 Balbuena es un cantor del imperio concentrado en su joya allende el océano y exalta exclusivamente lo que le otorga esplendor. Sin embargo, no hay en el poema contrastes humanos ni pasiones comunes. Faltan sangre, sudor y lágrimas. La monumentalidad de los edificios, las bondades del clima, la armonía urbana parecen vivir independientemente de sus habitantes. Cervantes, viejo lobo, hubiera comprendido que había otra historia, marginal y secreta, del mismo modo en que la Sevilla de su tiempo, la Nueva Roma, como era conocida, ofrecía sus fulgores a los privilegiados y propiciaba el surgimiento de una rica corte de los milagros. Por fortuna y como contraparte al poema de Bal-buena, ese mismo 1604 un poeta anónimo, recogido por Dorantes de Carranza en su Sumaria relación…, daba en exactas pinceladas otro retrato de la Nueva España a través de su colorida fauna:

Minas sin plata, sin verdad mineros,

mercaderes por ellas codiciosos,

caballeros de serlo deseosos,

con mucha presunción bodegoneros.

Mujeres que se venden por dineros,

dejando a los mejores muy quejosos;

calles, casas, caballos muy hermosos;

muchos amigos, pocos verdaderos.

Negros que no obedecen a sus señores;

señores que no mandan en su casa;

jugando sus mujeres noche y día;

colgados del virrey mil pretensores;

tïanguis, almoneda, behetría…

Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa.9

Como señala uno de los versos anteriores, la capital de Nueva España pululaba de pretensores que se acercaban al virrey con objeto de obtener una alta posición, amparados no en sus luces ni méritos propios sino en ser descendientes de los primeros conquistadores. Compárese esta soberbia con la carta antes citada donde Cervantes invoca sus servicios. Como caballero y soldado, exige humildemente —y cabe el oximoron— reconocimiento y respeto a sus servicios. Es lo único que anhelará Don Quijote no tanto para él como para la andante caballería que representa. Al menos un lecho donde pasar la noche y dar reposo a sus molidos huesos, pues tal es la condición en que quedan después de cada aventura.

La Ciudad de México a la que llegan Don Quijote y Sancho Panza tenía una plaza mayor, escribe el otro Cervantes, el de Salazar, “tan amplia que no sea preciso llevar nada a otra parte; pues lo que para Roma eran los mercados de cerdos, legumbres y bueyes, y las plazas Livia, Julia, Aurelia y Cupedinis, ésta sola lo es para México”.10 Rodaban en sus calles 15 mil carrozas para una población de 40 mil españoles. “La población mixta, compuesta de hijos de españoles y de indios, era ya considerable en las diversas provincias.”11 El virreinato, desde fines del siglo XVI, nivelaba calles, derribaba casas que estorbaban el paso y “quitaba del tránsito todo lo que juzgaban contrario al ornato y la comodidad pública”.12

El año en que Don Quijote y Sancho cabalgaron por México, la ciudad centraba su preocupación en mantenerse a salvo de las inundaciones. Un cuarto de siglo más tarde, una sin precedente habría de acabar prácticamente con ella. En previsión a ese futuro e inminente desastre, el virrey ordenó que ese 1605 fueran empedradas las calzadas de Chapultepec, San Cristóbal y Guadalupe, mientras emprendía la limpieza de las acequias. Uno de los superintendentes de tales obras fue Juan de Torquemada, autor de Monarquía indiana, sumario de la cultura de los antiguos mexicanos.

Mientras el afortunado lector se enteraba de la condición y ejercicio del ilustre hidalgo, el virrey recibió una cédula de Felipe III en la cual se decretaba que los indígenas podían volver a sus antiguos asentamientos y ya no tenían que estar concentrados en pueblos, hecho que había facilitado la dominación y el buen gobierno que se había llevado a cabo en años precedentes. Los cajones que transportaban los ejemplares de Don Quijote desde Acapulco a México eran testigos, como antes lo había sido el virrey, de que “por espacio de ochenta leguas había visto las mejores campiñas y tierra más doblada y fértil que el pensamiento pudiera trazar, sin que en ellas hubiese descubierto tan solamente una cabeza de ganado”.13

En el mercado, Don Quijote y Sancho hubieran encontrado una variedad de olores, colores y sabores inéditos. Así los describe el otro Cervantes:

ají, frijoles, aguacates, guayabas, mameyes, zapotes, camotes, xocotes y otras producciones […] el zoquitl o quahtepuztli, muy propio para teñir de negro los cabellos y matar los piojos […] medicinas desconocidas a Hipócrates, Avicena, Dioscórides y Galeno […] semillas de virtudes varias, como chía, guahtli, y mil clases de hierbas y raíces, como son el iztapactli, que evacua las flemas; el tlacacahuatl y el izticpatli, que quitan las calenturas; el culuzizicaztli, que despeja la cabeza, y el ololiuhqui, que sana las llagas y heridas solapadas.14

Don Quijote y Sancho entraron, literariamente, en pocas y selectas casas. El libro que la censura hubiera calificado de mentirosa historia, no se insertaba en el esquema aristotélico de los géneros canónicos pero sí en la risa como actividad propia de los humanos, según el anhelo de Rabelais. Del mismo modo en que las novelas de caballería acuñaron los topónimos California y Calafia, puntos de la geografía que aún en el siglo XX Fernando Jordán llamara el otro México,15 la solicitud de Cervantes para viajar a las Indias redobla la atención hacia uno de los enclaves más misteriosos y sugerentes de la geografía americana. “Pese a los siglos, el Soconusco, lugar del imaginario gobierno de Cervantes [situado entre Chiapas y Guatemala] y fruto de disputas territoriales, prevalece como una región poco conocida, lo mismo que su historia y su devenir.” El proyecto El Soconusco cervantino: cartografía de una encomienda imaginaria tiene previstas dos fases:

[…] primero, recabar en el Archivo General de la Nación, además de otras instituciones archivísticas nacionales y extranjeras, los planos y mapas del territorio del Soconusco para integrar una cartografía histórica; segundo, el rescate y la organización de archivos municipales de la región chiapaneca del Soconusco, con el propósito de recuperar la memoria documental indispensable para construir su historia.16

Las sorpresas de semejante indagación serán gratas al historiador y al poeta. Hace más de cuatrocientos años Don Quijote llegó a México. Ese 1605, presionado por el rey, por pretensores y por una sociedad que no terminaba de integrarse, el virrey, por orden expresa de Felipe III, determinó que los indígenas “de veinte leguas en contorno de la Ciudad de México” dejaran de entregar el tributo de una gallina diaria a que estaban sometidos, gallina que representaba, seguramente, “las tres cuartas partes de su hacienda”. Casi cuatro siglos después, semejante desigualdad social, paliada por medidas populistas, provocó la rebelión chiapaneca, cerca del Soconusco austral, que mucho hubiera entusiasmado a Don Quijote en su avidez de deshacer entuertos. Más que lo históricamente comprobable, lo simbólicamente verdadero, pedía Jorge Luis Borges. En el territorio llamado Miguel de Cervantes, ambas aseveraciones se vuelven una sola.

1El Soconusco cervantino. Cartografía de una encomienda imaginaria.

2 El plano más antiguo de la urbe, atribuido a Durero, data de 1524, es decir, antes del nacimiento de Cervantes. Fue hecho conforme a las indicaciones enviadas por Hernán Cortés.

3 Francisco Rodríguez Marín, El Quijote y Don Quijote en América, p. 16.

4 Francisco Rodríguez Marín, Ibidem, p. 40. A lo largo de 1605, 46 ejemplares del Quijote llegaron a América. El autor agrega que debe haberse tratado de la edición príncipe, pues aparece descrita como de un cuarto de pliego, como corresponde a las ediciones hechas en 1605, tanto la de Madrid, a cargo de Juan de la Cuesta, como la de Lisboa por Jorge Rodríguez.

5 Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, p. 10.

6 Armando Pavón Romero y Enrique González González, “La primera universidad de México”, en Maravillas y curiosidades. Mundos inéditos de la Universidad, UNAM, México, 2002, p. 39.

7 Juana Zahar Vergara, Historia de las librerías de la Ciudad de México, p. 9.

8 Serge Gruzinski, “México en los albores del siglo XVII. Una capital en la primera globalización”, en Historia de la ciudad de México en los fines de siglo, Carso, México, p. 60.

9 Emmanuel Carballo y José Luis Martínez (comps.), Páginas sobre la Ciudad de México, p. 85.

10 Cervantes de Salazar, op. cit., pp. 26-27.

11 Niceto de Zamacois, Historia de México, t. V, cap. VII, p. 259.

12Ibidem, p. 244.

13Ibidem, p. 257.

14 Cervantes de Salazar, op. cit., pp. 50-52.

15 En las Sergas del virtuoso caballero Esplandián, hijo de Amadís de Gaula, de Garci Ordónez de Montalvo, aparecida en 1610, se habla de una isla llamada California, “la cual fue poblada de mujeres negras, sin que algún hombre entre ellas hubiese”. Baja California, en territorio mexicano, no es una isla sino una península, pero su geografía estuvo indefinida a lo largo de muchos años. Véase Miguel León-Portilla, Cartografía y crónicas de la antigua California, p. 38.

16El Soconusco cervantino, op. cit.

II. UN TENIENTE DE DRAGONES Y UN ALABARDERO

UN MAPA es testimonio gráfico de un fragmento del mundo transformado por voluntad del explorador, el guerrero, el utopista o el colono. Desde el tramado de cuerdas y semillas utilizado por los primeros navegantes para dar fe de su paso por las aguas hasta los grabados en metal que permitieron la emergencia de luces y de sombras, un mapa es la tierra domesticada, el planeta puesto ante los ojos experimentados del geógrafo o el asombro no menos auténtico del profano. El mapa es un tesoro más importante que el tesoro, como descubre paulatinamente el adolescente Jim Hawkins en rituales de paso que aceleradamente lo transforman en hombre. Más que promesa de aventura, el mapa es la aventura en sí: viaje de la imaginación. Conquista objetiva de la realidad.

Ciudad imaginada desde antes de su fundación, México ha pasado por todas las formas de representación cartográfica, desde los jeroglíficos sobre amate hasta el papel de trama y sello de agua cuyo nombre rinde homenaje a la ciudad de Fabriano. En las postrimerías del siglo XVIII fue levantado, dibujado e impreso el mapa de la Ciudad de México que la posteridad conoce como el plano del teniente coronel de dragones Diego García Conde y que es una verdadera anatomía de nuestro animal urbano de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Aquella ciudad, cuyos esplendores aún subsisten, rodeados de la confederación de tribus —con códigos y leyes específicas— que integran la actual megalópolis.

“Una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un hombre”, escribió el primer poeta que transformó la ciudad en emblema de la poesía moderna. Así se expresaba Charles Baudelaire al hablar de un París modificado de un día al otro por la piqueta implacable del barón de Haussman y por una revolución industrial que aislaba al individuo y privilegiaba la mercancía. No puede afirmarse lo mismo de la Ciudad de México de finales del siglo XVIII y principios del XIX, esa ciudad que, como en la utopía de Voltaire, creía vivir en el mejor de los mundos posibles. Aunque fundamentales resultaron las modificaciones urbanas llevadas a cabo por el virrey de Revillagigedo, en general el plano levantado por García Conde trata de representar una ciudad no en el presente sino, como nota Alejandra Moreno Toscano, hacia el futuro. Es la ciudad del orden y la geometría, la ciudad de la razón rodeada por los barrios tradicionales, rebeldes y caóticos, que habían sido la esencia de la ciudad primigenia. En su historia de la Ciudad de México, Serge Gruzinski titula “Luces en la ciudad” al capítulo dedicado a la urbe de finales del siglo XVIII. Para él, nuestra ciudad fue entonces el laboratorio más importante del despotismo ilustrado y el último bastión cultural de un tiempo imperial que rodaba por el plano inclinado. Es la representación cartográfica de una ciudad que, ante propios y ajenos, subraya el orgullo de representar a la ciudad más próspera y cultivada de este lado del océano. En 1768, Juan Manuel de San Vicente resumía en el título de su libro este carácter hiperbólico de la urbe: Exacta descripción de la magnífica Corte Mexicana, cabeza del nuevo americano mundo, significada por sus esenciales partes, para el bastante conocimiento de su grandeza.

En el Siglo de las Luces, resulta significativa la inexistencia de testimonios poéticos sobre la ciudad. En general, la poesía se supeditaba a circunstancias extraordinarias o acontecimientos urbanos tales como la entrada de un nuevo virrey. Rígida en sus formas neoclásicas, la poesía era, en el peor de los sentidos, palaciega. En cambio, son numerosos los textos en prosa que dan testimonio de la ciudad. Uno de los más conocidos es la Breve y compendiosa narración de la Ciudad de México, escrita en 1777 por el bachiller Juan de Viera, cuyo manuscrito custodia nuestra Biblioteca Nacional. Común a tales textos es el elogio a la ciudad en sus edificios, sus casas, sus alrededores. Inclusive afirma el Barón de Humboldt: “Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin exceptuar las de Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandiosos y sólidos como la capital de Méjico, y me bastará con citar aquí la escuela de minas dirigida por el sabio Elhuyar, el jardín botánico y la academia de las nobles artes”. Es a fines del siglo XVIII cuando en la Ciudad de México surgen hitos señalados por Humboldt, que aún usufructuamos en este siglo XXI: el Palacio de Minería, emblema de la ciencia; la antigua Tabacalera en la Ciudadela, símbolo del poderío industrial; la escultura ecuestre de Carlos IV, primera que representaba a un personaje civil.

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A la pluma de un soldado se debe la historia más vívida del choque entre dos culturas que trajo consigo la caída de Tenochtitlan y el fin de un imperio de este lado del mar. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo no sólo es autor de algunos de los principales puntos de partida para la reconstrucción directa de los hechos; también ha pasado a los anales como el rescatador de la persona del héroe anónimo, el que no alcanzó la nómina ilustre de los conquistadores. De la misma manera, y en las postrimerías del imperio tres veces secular, y cuyo nacimiento atestiguó Díaz del Castillo, otro hombre de armas, de nombre José Gómez, decidió cultivar el discurso de las letras para consignar los hechos más relevantes del diario acontecer.

En uno de sus cuentos del padre Brown, el dos veces grande Chesterton reflexiona, a través de su voz narrativa, sobre la importancia de ser alguien y ser nadie. “¿Está seguro de que nadie ha pasado por aquí?”, pregunta el detective. “Nadie, señor.” A la segunda inquisición, el interpelado responde: “Bueno, solamente el carbonero, el limpiador de chimeneas. O sea, nadie”. Ser nadie es una de las armas más eficaces para llevar a cabo acciones privadas que, si existen las condiciones, se transforman en hechos públicos. José Gómez fue uno de esos servidores que, refugiados en su anonimato, decidió escribir una obra actualmente esencial para el conocimiento de una época, para sus enormes minucias —otra vez Chesterton— y sus trascendentes sucesos. Gracias a la paciente y profunda labor histórica y paleográfica de Ignacio González-Polo es posible tener la versión integra del Diario de sucesos de México, que da testimonio del periodo 1776-1798, es decir, “durante buena parte del gobierno del virrey Bucareli hasta la llegada y toma de posesión del virrey Miguel José de Azanza”. Igualmente, gracias a sus indagaciones es que ahora tenemos alguna información sobre ese cabo de alabarderos que decidió dar testimonio directo de lo que sus ojos vieron. El original de tal obra se encuentra en la Biblioteca Nacional, dependiente del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, que antes había dado a la luz la obra parcial de José Gómez, en edición del propio González-Polo.1

José Gómez fue un hombre del virreinato y se sintió orgulloso de servirlo, como orgulloso se manifestaba particularmente de pertenecer al cuerpo de alabarderos. De ahí que le resulte tan importante el registro de las entradas de los sucesivos virreyes como el deceso y el funeral de sus compañeros de corporación. Sin embargo, no puede ni quiere evitar la expresión espontánea de hechos acaecidos a su persona. De tal modo consigna: “El día 17 de julio de 1790, me saqué la lotería en el número 5 143, y me saqué 10 pesos y 50 reales, y fue siendo virrey el conde de Revillagigedo”. La importancia de José Gómez ha sido señalada por historiadores desde Manuel Orozco y Berra hasta Guillermo Tovar y de Teresa. En su libro La Ciudad de México