Amor en la toscana - Catherine George - E-Book
SONDERANGEBOT

Amor en la toscana E-Book

CATHERINE GEORGE

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Se había dado cuenta de que no había nada que le impidiera seducirla... y convertirla en la madre de su hijo Los caminos de Harriet Verney y James Edwards Devereux volvieron a cruzarse cuando ella accedió a venderle su preciosa casa. Harriet era amiga del hermano pequeño de James, pero siempre se había sentido intimidada por el aspecto poco refinado y la poderosa autoridad del mayor de los hermanos Devereux. Sin embargo, ahora, su presencia hacía que se le acelerara el corazón por motivos diferentes, y no pudo evitar rendirse a él aquella noche en la Toscana...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 171

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Catherine George. Todos los derechos reservados.

AMOR EN LA TOSCANA, Nº 1565 - julio 2012

Título original: The Unexpected Pregnancy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0705-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Harriet entró en la silenciosa casa, pero en lugar de hacer la proverbial visita nostálgica por las habitaciones, fue directamente a la cocina para hacerse un café que le serviría como «combustible». Había llegado el momento. Tenía que resolver un problema, para lo cual había pedido una semana de vacaciones en el trabajo. Antes de volver a Londres, debía tomar una decisión sobre su herencia. Su abuela había dejado bien claro en el testamento que podría hacer lo que deseara con la casa End y con su contenido. Aunque lo que ella deseaba era que su abuela estuviera viva y verla entrar desde el jardín con una cesta de flores en la mano.

Después de tomar el café, Harriet subió su maleta al piso de arriba y, como podía ser la última vez que durmiera allí, la llevó a la habitación de su abuela. Pasó la mano por el cabecero de bronce de la cama y guardó algunas de sus cosas en el armario de roble y otras en la preciosa cómoda georgiana. Porque Olivia Verney no soportaba ver ropa colgada en una silla.

Harriet sonrió mientras hacía la cama. Afortunadamente, su abuela nunca había visto la habitación de su compañera de piso. Dido Parker era una buena amiga, y muy buena en su trabajo, pero ordenada no era.

Después de comer, hizo algunas llamadas de teléfono para anunciar su llegada a Upcote, regó las plantas del invernadero y se disponía a leer un libro cuando oyó el ruido de un motor. Se levantó y al descubrir quién era, hizo una mueca de desagrado.

Pero no tenía sentido esconderse bajo el sofá. Tim seguramente le había dicho a su hermano que estaba en Upcote.

Cuando oyó el timbre, Harriet contó hasta cinco antes de enfrentarse con la alta figura de James Edward Devereux.

–Hola. Me temo que Tim no está aquí. He venido sola.

–Lo sé. ¿Puedo entrar?

Como si pudiera decirle que no, pensó ella, irritada. De modo que lo acompañó a la elegante salita de estar.

Su visitante se quedó en silencio un momento, mirando alrededor.

–Hace meses que tu abuela murió, pero ya que estoy en su casa, creo que debo darte el pésame de nuevo, Harriet.

–Gracias. Siéntate.

–Yo apreciaba mucho a tu abuela –dijo él entonces, sentándose en el sillón favorito de Olivia Verney–. Sentí mucho no poder acudir a su funeral. En ese momento, estaba en cama con un virus.

–Me lo habían dicho –murmuró Harriet, sentándose en el brazo del sofá. Conocía al hermano de Tim desde que tenía trece años y últimamente se habían encontrado en Londres un par de veces, pero nunca antes habían estado solos. ¿Qué estaría haciendo allí?

–Supongo que su muerte fue un gran disgusto para ti.

–Para mí fue un gran disgusto, pero para mi abuela fue lo mejor. Yo no quería que sufriera.

–Entiendo –James Devereux adoptó entonces un gesto profesional–. Muy bien, Harriet, iré al grano. ¿Tu abuela te dijo que yo quería comprar su casa?

–¿Esta casa? –preguntó Harriet, sorprendida.

–Sí. Las casas colindantes ya pertenecen a Edenhurst...

–A ti.

–Sí, Harriet, a mí. Necesito alojamientos para mis empleados y la casa End sería ideal.

–Lo siento, no está en venta.

Él la miró, extrañado.

–Tim me dijo que habías venido precisamente para tomar una decisión.

–Así es.

–¿Cuándo has llegado?

–Hace un par de horas.

–¿Y ya has tomado la decisión? –sonrió James, levantándose–. Dime, Harriet. ¿Si la oferta la hubiera hecho otra persona, habrías aceptado?

–No es nada personal –contestó ella, sin mirarlo–. Es que no quiero vender la casa ahora mismo.

–Pero Tim me ha dicho que pediste una tasación...

–Siguiendo su consejo –replicó Harriet, cada vez más irritada. Iba a tener unas palabritas con Tim Devereux.

Él la miró, pensativo.

–Si te ofrezco un diez por ciento más del precio en el que está tasada, ¿cambiarías de opinión?

–¡Desde luego que no! Y Tim no tenía ningún derecho a discutir el precio contigo.

–Él no me ha dicho nada. Pregunté en la inmobiliaria que me vendió las otras tres.

–Pues no deberías haberte molestado. La casa End no está en venta.

–Antes de irme, dime una cosa, Harriet. ¿Por qué eres siempre tan hostil conmigo?

Ella sonrió, desdeñosa, mientras lo acompañaba a la puerta.

–No es ningún misterio. Sé que desapruebas mi relación con Tim.

–Pero supongo que sabrás por qué.

–No he pensado mucho en ello –contestó Harriet, asombrada de que no le creciera la nariz al menos un par de palmos.

–Pues piénsalo. He tenido que ser padre, madre y hermano mayor para Tim desde que tenía diez años. No quiero que nadie le haga daño.

–¿Crees que yo voy a hacerle daño?

–Sí –contestó él, con sinceridad–. Tim sólo te quiere a ti, pero sé que hay otros hombres en tu vida. Yo diría que es muy probable que le hagas daño.

No por primera vez, Harriet deseó darle un puñetazo a Edward James Devereux. Pero en lugar de hacerlo, abrió la puerta, muy digna.

–A Tim no le importa en absoluto que tenga amigos.

–En la misma situación, a mí sí me importaría.

–Pero él y tú sois dos personas muy diferentes.

–Cierto. Todo el mundo adora a mi hermano. Buenas noches, Harriet –se despidió James–. Pero la oferta sigue en pie. Llámame si cambias de opinión.

Harriet cerró la puerta, corrió el cerrojo y fue a la cocina para hacerse otro café, esta vez más fuerte, para contrarrestar el efecto que James Devereux ejercía siempre en ella.

Había conocido a su hermano Tim en la oficina de correos de Upcote cuando fue a vivir con su abuela y los dos, ambos huérfanos de trece años, se hicieron amigos de inmediato. Tim pidió permiso a Olivia Verney para llevar a su nieta a pescar al riachuelo de Edenhurst y después le presentó a su hermano, doce años mayor que él y tan guapo que a Harriet le pareció un dios del Olimpo.

Tim adoraba a su hermano y, por lo tanto, Harriet lo adoraba también. Al contrario que sus compañeras de colegio, todas enamoradas de cantantes de rock o jugadores de baloncesto, Harriet Verney lo estuvo de Edward James Devereux. Alto, seguro de sí mismo, con el pelo oscuro y los ojos color ámbar de los Devereux, era el arquetipo perfecto para una adolescente que empezaba a leer la poesía de Lord Byron.

La pérdida de sus padres, muertos durante una tormenta en alta mar, puso su mundo patas arriba y sólo el cariño de su abuela la ayudó sobrevivir. El encuentro con Tim aceleró el proceso. Ese verano, Harriet pasó todo el tiempo con él. Encantados el uno con el otro, comían con Olivia Verney y corrían libres por la finca de Edenhurst, el hermoso pero cada día más deteriorado hogar de los Devereux.

Los padres de Tim habían muerto varios años antes y el hermano mayor se enfrentaba con muchas dificultades económicas. Los impuestos de herencia, más el colegio privado de Tim y el sueldo del personal necesario para mantener la casa Edenhurst eran una enorme carga para James, que acababa de terminar la carrera de arquitectura. A través de su amigo, Harriet supo que algunos de los muebles y los cuadros más valiosos de la casa habían tenido que ser vendidos. Con ese dinero, James Devereux se aventuró en una arriesgada empresa: convertir desvencijados almacenes al borde del Támesis en lujosos apartamentos.

Pero la aventura dio resultado y se hizo rico. Más tarde, decidió transformar Edenhurst en una serie de hotelitos de lujo, se casó con una famosa modelo y, a partir de ahí, la única nube en la exitosa vida del empresario fue la negativa de Tim de unirse a la empresa.

Tim Devereux estudió Bellas Artes y pasó directamente de la universidad a una galería de Londres, cuyo propietario, Jeremy Blyth, era un galerista muy respetado. Harriet no había influido en sus decisiones, pero James siempre dejó claro que la culpaba a ella, aunque Tim insistía en que nada lo habría persuadido para meterse en el negocio hotelero. Jeremy Blyth era un hombre muy agradable, divertido, abiertamente gay y gran conocedor del mundo del arte, de modo que ese trabajo sería una gran experiencia para él y, además, le permitiría explorar su propio talento como pintor. Compartía una casa en Chelsea con dos amigos de la facultad y tenía a Harriet. ¿Qué más podría querer en la vida?

–¿La bendición de tu hermano? –le espetó Harriet un día.

–No sé por qué te cae tan mal Jed –rió Tim, pasándole un brazo por los hombros–. Venga, Harry. Cuéntamelo. Tú y yo no tenemos secretos, ¿verdad? ¿Qué te pasa con mi hermano?

Siguió insistiendo hasta que, por fin, para quitárselo de encima, Harriet se lo contó: un domingo por la tarde, se detuvo para acariciar al perro en la puerta de Edenhurst, oyó a Edward James Devereux dándole la charla a Tim y sufrió el proverbial castigo de los cotillas:

«Deberías salir con los chicos del pueblo, en lugar de pasarte el día con esa cría... aunque parezca un chico con el pelo corto y esa voz tan ronca».

Aún se ponía furiosa al recordarlo.

–Podría haberlo matado con mis propias manos.

Tim soltó una estrepitosa carcajada.

–Has cambiado un poco desde entonces, tigresa. Te ha crecido el pelo, tienes el necesario «equipamiento» femenino y con esa voz tuya podrías ganar una fortuna en una línea erótica... ¡Ay! –gritó Tim, cuando Harriet le dio un puñetazo en el hombro–. Y ahora que la bella Madeleine le ha dejado, espero que sientas cierta compasión por Jed.

–Ninguna –respondió Harriet–. Es demasiado prepotente como para merecer mi compasión.

A partir de ese día, no volvió a referirse a Edward James Devereux como Jed, que era como le llamaban sus parientes y amigos. Y nunca le contó a nadie que ese comentario había destrozado su autoestima y que tardó años en verse pasablemente atractiva.

Harriet llamó a Dido a la mañana siguiente para decirle que había recibido una oferta por la casa.

–El hermano de Tim quiere incluirla en Edenhurst, pero no puedo venderla todavía, así que le he dicho que no.

–¿Estás loca? –exclamó su amiga–. Sé que tu abuela te dejó dinero para mantener la casa durante seis meses, pero a partir de ahora tendrás que cargar tú con los gastos.

–Lo sé, pero ha sido mi hogar durante los últimos diez años... No puedo venderla. De hecho, incluso había pensado vivir aquí durante un tiempo.

–Pero si trabajas en Londres –le recordó Dido.

–Podría buscar trabajo por aquí, en Cheltenham, por ejemplo.

–¿De verdad quieres abandonarme?

Harriet se sintió culpable.

–Ahora ganas mucho dinero. ¿No puedes pagar la hipoteca tú sola?

–Me da igual la hipoteca. Te quiero aquí conmigo, Harriet. Además, ¿qué va a pasar con Tim?

–Podemos vernos los fines de semana.

Al otro lado del hilo hubo un silencio.

–Creo que vas a cometer un error, cariño. Por favor, piénsatelo.

Harriet le aseguró que lo pensaría y luego fue al pueblo a comprar el periódico y a charlar con la gente a la que conocía desde pequeña. Como hacía un día precioso, tomó el camino más largo para volver a casa, bordeando el riachuelo que marcaba el lindero de Edenhurst. Se detuvo al llegar a las piedras sobre las que había saltado tantas veces con Tim para cruzarlo y, por impulso, se quitó las sandalias. Pero cuando estaba a medio camino, descubrió que la corriente era más fuerte que antes y que su equilibrio era bastante más precario. Se volvió y, cuando vio a James Devereux a la sombra de un sauce, estuvo a punto de caer al agua.

–¿Quieres ayuda?

–No –contestó ella, con los dientes apretados.

Irritada, lo vio quitarse los zapatos y caminar sobre las piedras, tan seguro como una pantera.

–Dame la mano.

Harriet vaciló y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero James tomó su mano y la llevó hasta la otra orilla, al territorio de Edenhurst.

–Te he salvado de un remojón y exijo mi recompensa –sonrió, poniéndose los zapatos–. ¿Por qué no comes conmigo? Este fin de semana no hay bodas ni conferencias. Todo está muy tranquilo.

Ella lo miró, atónita, mientras se ponía las sandalias.

–Si estás intentando ganarte mi confianza para que te venda la casa, no va a funcionar.

–No es eso. Creo que deberíamos llevarnos bien... por Tim. Además, cuando intento ganarme la confianza de una mujer suelo hacerlo con caviar y champán –sonrió James.

–Detesto el caviar.

–Ah, tomo nota –rió él–. Pero ahora mismo sólo puedo ofrecerte un humilde sándwich. ¿Qué dices?

Harriet se lo pensó un momento.

–Bueno.

Sonriendo ante su clara falta de entusiasmo, James llamó a la casa para pedir que preparasen un almuerzo en el cenador.

–Recuerdo cuando corrías por aquí –comentó, mientras subían por el camino–. Has cambiado mucho desde entonces. Antes era difícil distinguirte de Tim, pero ahora...

–Ahora llevo el pelo largo y es más fácil decir a qué género pertenezco –lo interrumpió Harriet–. La voz, lamentablemente, no me ha cambiado mucho.

Él se detuvo, sorprendido.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Sé que intentaste convencer a Tim para que pasara menos tiempo conmigo y más con los chicos del pueblo –sonrió ella, irónica–. Pero no lo conseguiste.

–Todo lo contrario. Tim está loco por ti desde los catorce años.

–Desde los trece.

–Ah, perdón –sonrió James.

Entonces la sorprendió tomándola en brazos para pasar la cerca.

Cuando llegaron al cenador de estilo griego donde tantas veces había jugado con Tim, la comida estaba lista. Había una fuente con fruta fresca, una bandeja de plata con sándwiches y una botella de vino, abierta.

James le sirvió una copa y se sentó a su lado.

–¿Ves? No es caviar.

–De todas formas, qué lujo, James. ¿Siempre vives así? Levantas tu varita mágica y...

–¡Has pronunciado mi nombre! –exclamó él, levantando su copa–. Brindemos por esta tregua, Harriet. Y ahora, ¿qué desea la señora? ¿Jamón, salmón ahumado, queso?

–Queso –contestó ella.

Harriet miró afectuosamente la casa mientras comían. La arquitectura de Edenhurst era típica de la zona: paredes de piedra, tejado de teja antigua y ventanas con parteluz. Pero ahora que estaba restaurada y funcionaba como hotel de lujo, Edenhurst tenía un aire ostentoso muy diferente del encanto nostálgico del pasado.

–¿En qué estás pensando? –preguntó James.

–En que la casa me gustaba más antes.

Él sonrió.

–Un punto de vista muy romántico. Sin embargo, yo he tenido que hacer malabarismos para decidir qué reparación era más urgente.

–Tim me lo contó –suspiró Harriet, tomando otro sándwich–. Mi abuela estaba impresionada contigo.

–Era una señora muy especial –suspiró James–. La verdad es que me dolió mucho tener que vender algunas posesiones familiares, pero no había alternativa. Luego tuve un golpe de suerte cuando un compañero de facultad aportó capital para formar una empresa... Trabajábamos veinte horas diarias entonces.

–Pero te ha salido bien. El resto es historia –sonrió ella–. ¿Sabes una cosa? Esto me sorprende.

–¿Que estemos comiendo juntos?

–Sí.

–¿Aunque soy el malvado propietario que intenta echarte de tu casa? –sonrió James, sirviéndole más vino.

–Que intenta tentarme con una oferta hinchada.

–No es una oferta hinchada. La casa End tiene, además del jardín, un bonito invernadero.

Harriet suspiró.

–Mi amiga cree que estoy loca por rechazar la oferta, pero ha sido mi hogar durante mucho tiempo. Venderla es como separarme de mi abuela... que era una mujer muy práctica y se reiría de mí por ser tan sentimental.

–Entiendo. Pero si no quieres venderla, podrías alquilarla, ¿no?

–Lo he pensado, pero un abogado amigo mío dice que alquilarla podría darme muchos problemas. Si pudiera conseguir trabajo en la zona, me quedaría a vivir aquí.

–La vida en Upcote es mucho más tranquila que en Londres, así que piénsatelo bien antes de tomar una decisión.

–He venido aquí precisamente para eso. Pero tendré una semana menos de vacaciones para irme a Italia con Tim.

–Mi hermano me ha contado que, por fin, te ha convencido para ir a La Fattoria –sonrió James–. ¿No le importa perderse siete días de vacaciones?

–No, él se irá el día que habíamos convenido. Yo iré después.

–Mi hermano nunca te pone pegas para nada, ¿verdad?

Harriet dejó su copa sobre la mesa.

–No tenemos que estar todo el tiempo juntos, como si fuéramos gemelos. A mí me parece muy bien y a él también.

Él sacudió la cabeza.

–En vuestras circunstancias, a mí no me parecería bien.

–¿Ah, no? Si esa era tu actitud con Madeleine, no me extraña que te dejara.

James se levantó, pálido.

–Tú no sabes nada sobre el matrimonio, jovencita.

–No, desde luego... perdona –se disculpó Harriet–. Será mejor que me vaya.

–¿Por qué? ¿No puedes quedarte a tomar café? Ya sabes lo fácil que me resulta llamar al servicio. Sólo tengo que sacar la varita mágica...

Ella negó con la cabeza.

–No, gracias.

–Entonces, te acompaño a casa.

–No es necesario.

James levantó una ceja.

–¿La tregua ha terminado?

–Claro que no. Es más práctico que seamos amables el uno con el otro... aunque sólo sea por Tim.

–De acuerdo. Por cierto, mi hermano ha estado tirando indirectas sobre la posibilidad de que haya boda...

–Es demasiado pronto para hablar de eso –contestó Harriet, apartando la mirada.

Él se encogió de hombros.

–Bueno, ya me enteraré. Mi hermano es incapaz de guardar un secreto. Y se alegrará de que hayamos comido juntos.

–Seguro que sí –sonrió Harriet, intentando ser amable–. Gracias. Ha sido un almuerzo estupendo.

–De nada. Suelo pasear por la finca cuando estoy en Edenhurst, pero nunca había tenido la suerte de encontrarme con una damisela en apuros.

–Antes podía saltar por las piedras sin ningún problema, pero mi sentido del equilibrio ha empeorado mucho desde los trece años.

James sonrió.

–Te pido disculpas por haber intentado que Tim se alejara de ti entonces, Harriet. Sólo quería que estableciera relaciones con los chicos del pueblo para cuando tú no estuvieras aquí. Sin ti, siempre se ha sentido como un alma en pena –los ojos color ámbar, tan parecidos y tan diferentes a los de su hermano, se clavaron en ella–. ¿Me perdonas?

–Por supuesto –sonrió Harriet–. Adiós.

Eligió el camino más corto para volver a casa y paseó, pensativa. El inesperado almuerzo no había sido en absoluto desagradable. Y Tim estaría encantado de que, por fin, se hablara con su hermano. Aunque era improbable que volvieran a verse. Harriet sabía que, para comprobar si los empleados hacían bien su trabajo, James Devereux solía aparecer en Edenhurst sin avisar y se alojaba en los antiguos establos, convertidos ahora en una preciosa casa para invitados. Pero Tim prefería vivir en Londres y no se acercaba a Edenhurst desde que se convirtió en hotel.

Los dos hermanos no podían parecerse menos. Tim Devereux era delgado y rubio, con cara de niño y un encanto natural que hacía que las mujeres lo tratasen como a un hijo...

Sus labios se curvaron en una sonrisa cínica. De todas las emociones que James Devereux despertaba en el sexo opuesto, el instinto maternal debía ser el último de la lista.

Capítulo 2

Harriet encontró una nota bajo la puerta cuando llegó a casa:

Harriet, me han dicho que vas a quedarte toda la semana, ¿quieres que vaya el lunes a limpiar, como siempre?

Saludos, Stacy