Amor en París - Helen Brooks - E-Book
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Amor en París E-Book

Helen Brooks

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Beschreibung

Sucumbieron a la tentación… Jacques Querruel era un hombre soltero de treinta y dos años que aparecía asiduamente en las revistas de sociedad acompañado de bellas mujeres y al que le gustaba jugar con sus propias reglas. Así que cuando dijo que quería que la tímida Holly Stanton fuera su secretaria personal, lo hizo como hecho consumado. Holly había jurado que no se dejaría atrapar por los encantos de su nuevo jefe, pero cuando Jacques la llevó a su lujoso apartamento parisino a trabajar codo con codo durante horas, supo que la tentación sería demasiado fuerte. Y mezclar los negocios con el placer era la especialidad de Jacques...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Helen Brooks

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor en parís, n.º 1432 - septiembre 2017

Título original: The Parisian Playboy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-462-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

QUÉ tal está la adorable Holly esta mañana? ¿Se ha divertido durante el fin de semana? Pareces una chica que sabe divertirse.

Holly levantó la vista y miró a Jeff Roberts sin reacción aparente.

–Buenos días, señor Roberts –dijo secamente.

Se aproximó y se sentó en su mesa. A ella se le revolvió el estómago. Estaba lo suficientemente cerca como para que su repugnante colonia lo invadiera todo. Pero Holly continuó escribiendo sin mirarlo, con la esperanza de que llegara a cansarse y se marchara.

Había tres modos de enfrentarse a un acosador.

La primera, ignorar y evitar al triste individuo, tratándolo, además con la frialdad suficiente como para que entendiera que su impertinencia no era bienvenida.

La segunda, acusarlo de acoso y llevar dicha acusación tan lejos como fuera necesario.

La tercera, darle al desagradable tipo un puñetazo en la mandíbula.

Holly lo había intentado con la primera opción desde hacía ocho semanas, cuando, poco después de incorporarse a Querruel International, Jeff Roberts había empezado su desagradable persecución. Pero su método de contraataque no parecía estar teniendo efecto alguno sobre él. Denunciarlo, sin embargo, supondría el inmediato despido, pues se enfrentaba al adorado hijo del jefe. El puñetazo en la nariz garantizaría, además, que no volviera a trabajar en ninguna compañía que se preciara durante el resto de su vida. Así que tenía pocas opciones.

Él se inclinó sobre ella a leer el informe que estaba escribiendo y le susurró:

–Ya te he dicho que me llames Jeff cuando estamos los dos solos en el despacho.

Como siempre, un agrio olor emanaba de su ropa y, probablemente, de su piel. Holly tuvo que controlar una náusea.

El espacio era reducido, un ridículo cubículo robado al amplio despacho de la secretaria del padre de Jeff y paso obligado para la entrada en él.

–Si está buscando a Margaret, volverá en un momento –dijo Holly, y continuó con su trabajo.

–Bien. Pero antes, tomaré prestado un lápiz –dijo él, inclinándose sobre ella y pasando el brazo por delante de modo que le rozó el pecho.

Holly dejó de escribir y lo miró.

–Le he dicho ya antes que no haga eso.

–¿Que no haga qué?

–Tocarme.

–¿Te he tocado? –él sonrió y volvió a inclinarse sobre ella–. ¿Por qué no salimos a tomar algo después del trabajo? Seguro que te apetece…

–Lo siento, pero tengo otros planes –dijo Holly.

–¿Mañana, entonces? Te invitaré a cenar, si eres una buena chica. Es un trato justo.

¿De dónde había salido aquel tipo? Le habría gustado saber qué podía hacer para reventar aquel ego. Jeff Roberts era un prepotente acosador por naturaleza, que trataba de propasarse con todas las chicas jóvenes de la oficina. Pero casi todas las demás trabajaban en lugares más seguros y menos susceptibles de permitirle salir inmune de sus excesos.

Ella lo miró fríamente.

–Lo siento, pero no voy a salir a tomar nada ni mañana ni nunca, señor Roberts.

El rostro del individuo cambió.

–Puedo beneficiarte mucho si juegas bien tus cartas –dijo él–. Pero también puedo perjudicarte. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

–Perfectamente –respondió Holly fríamente.

–¿Y?

–La respuesta sigue siendo la misma. Ahora, necesito terminar este informe.

Él se incorporó y ella pensó por un momento que se iba a marchar, así que volvió a centrar la vista en su ordenador.

Pero, inesperadamente, dos manos carnosas aparecieron por detrás, descendieron desde sus hombros y atraparon sus senos provocándole un agudo dolor.

Holly no tuvo tiempo de pensar. Se levantó en un abrir y cerrar de ojos y lo abofeteó.

Él retrocedió, claramente sorprendido por aquella reacción, y maldijo con una retahíla de obscenidades. Holly pudo apreciar que su intención era atacarla de nuevo, así que se preparó para defenderse.

–¿Qué demonios está sucediendo aquí?

La voz que procedía de la puerta obligó a Jeff a volverse. Holly miraba fijamente al hombre alto y moreno que estaba en el vano. Supo de inmediato de quién se trataba y no solo por su acento francés. Había oído hablar mucho del único dueño de Querruel International y lo habría podido describir sin problemas, aunque jamás había visto su rostro.

Jacques Querruel, treinta y dos años, soltero pero con una larga lista de amantes que lo hacían centro de todas las miradas del periodismo de sociedad. Era un hombre que se había hecho a sí mismo, alguien que había salido de los barrios bajos de París y que había llegado a convertirse en el dueño de una cadena de tiendas de muebles originales y de gran éxito. París había sido el punto de partida, pero la empresa ya se había extendido por toda Francia, Estados Unidos y Reino Unido.

Según se decía, tenía varios coches caros, tal y como era de esperar de un joven francés millonario. Pero su transporte favorito cuando visitaba Inglaterra era una Harley-Davidson.

Pues bien, allí tenía al gran hombre, justo delante de ella, y Holly se había quedado hipnotizada.

Pero pronto la voz de Jeff Roberts la sacó de su ensimismamiento.

–Señor, lamento que tenga usted que ser testigo de este incidente. Estaba reprendiendo a la señorita Stanton por la baja calidad de su trabajo. Me temo que he perdido los nervios cuando ella me ha abofeteado.

–¡Mentiroso! –gritó ella, sorprendida de su duplicidad–. ¿Cómo se atreve…

–Ya está bien –la voz de Jacques Querruel interrumpió su protesta. Discutiremos esto en el despacho del señor Roberts.

–¡Un momento! –dijo Holly sin reparos. Ya no tenía nada que perder y sabía lo que iba a ocurrir si intervenía el director.

–¿Acaso no he hablado suficientemente claro? –dijo con un acento francés más fuerte–. Me han informado de que el señor Roberts tiene una reunión y no regresará hasta dentro de una hora, así que nadie nos interrumpirá allí.

¿Acaso había adivinado el motivo de su objeción? Holly lo miró directamente a los ojos. Sus pupilas eran de un suave color ámbar y su mirada era hipnotizante. Eran sin duda unos ojos hermosos, pero fríos, como los de un gran depredador felino.

Se reprendió a sí misma por aquellas inoportunas apreciaciones y siguió a los dos hombres hasta el opulento despacho del señor Roberts.

Al pasar por delante de Margaret, la secretaria de dirección, pudo apreciar en su mirada que había oído parte de lo acontecido en la habitación contigua. No podría hacer mucho por ella, porque Holly pronto se encontró a solas con los dos hombres.

–La verdad, señor Querruel, es que no tiene sentido que le preste ni un minuto de atención a un asunto tan nimio –dijo Jeff Roberts en un desagradable tono servil–. Seguro que tiene usted cosas mucho más importantes que hacer.

–Muy al contrario –respondió Jacques Querruel con total frialdad, indicándoles que se sentaran con un simple gesto de la mano.

El gran hombre se apoyó en el borde del gran escritorio de madera y los miró fijamente.

–Bien –dijo Jacques–. Parece que tenemos un problema.

–Nada que no esté en mi mano solucionar, señor Querruel –intervino rápidamente Jeff.

Holly intervino rápidamente.

–¡En sus manos, desde luego, no! –se dirigió a Jacques–. Le he tenido que pedir al señor Roberts que no se propase conmigo en más de una ocasión y hoy lo ha hecho hasta más allá del límite. Este hombre es un pervertido y me niego a permitir que me acose ni un minuto más.

Jacques levantó las cejas.

–Continúe, señorita Stanton, diga cuanto tenga que decir.

–Gracias, señor Querruel. Eso es exactamente lo que voy a hacer. No hay nada malo con mi trabajo y no me estaba reprendiendo por ningún fallo. Me estaba tocando contra mi voluntad y, por eso, le he dado una bofetada.

–Ya veo.

–No son más que calumnias –intervino Jeff–. La única verdad que hay aquí es que la señorita Stanton no está cualificada para realizar el trabajo para el que ha sido contratada y yo siento pena por ella. Llevo semanas dándole oportunidades, pero está claro que ha malinterpretado mi interés y lo ha confundido. Cuando le dejé claro que no me gustaba que flirteara conmigo, se puso furiosa y me abofeteó.

La mirada de Jacques se volvió hacia el seboso y repugnante individuo que acababa de hablar, antes de volver a posarse en la deliciosa mujer que tenía delante. Su pelo era negro y brillante, sus ojos azules y tenía esos pómulos salientes por los que muchas modelos habrían podido matar. El rubor de sus mejillas indicaba que estaba furiosa, muy furiosa.

–Asumo que refuta su argumentación, señorita Stanton.

–Sin duda alguna –dijo ella.

–Bien, me gustaría ver algo que pruebe sus argumentos. Señor Roberts, ¿podría mostrarme algún trabajo donde se haga patente la ineptitud de la señorita Stanton?

–Bueno… lo cierto es que de sus trabajos solo conservamos los que ya han sido corregidos. Lo que no vale, se tira.

–¿Y usted, señorita Stanton? ¿Tiene pruebas de las «excesivas confianzas» que se toma con usted el señor Roberts?

–No son solo confianzas –dijo ella–. Es acoso. Y lo comete porque siendo el hijo del director sabe que no le va suceder nada. Todas las chicas lo evitan. Y no, no tengo ningún testigo directo, si eso es lo que me está pidiendo. Metida en ese pequeño cubículo, no tengo vía de escape ni posibilidad de que nadie lo vea. El señor Roberts busca siempre el momento en que nadie pueda observar sus acciones. Si me va a preguntar si alguien más podría testificar en su contra, le diré que probablemente no, pues todo el mundo quiere conservar su trabajo aquí.

–Esa es una afirmación algo cínica, ¿no cree?

–Más bien realista –respondió ella.

No iba a dejar que la intimidara con su arrogancia y estaba dispuesta a sacar a la luz toda la verdad. Estaba segura de que el señor director sería capaz de conseguir que al menos una docena de féminas juraran que su hijo estaba cerca de la santidad, pero eso no la detendría. Todo aquello implicaba que sus días en Querruel International estaban contados, y lo sentía, pues tenía un puesto muy bueno. Pero las cosas estaban así y no pensaba amedrentarse.

–¿Significa eso que no tiene fe en los procedimientos internos de la compañía para solventar este tipo de incidentes?

Holly alzó la vista y la hermosa mata de pelo se agitó con el movimiento. Su aguda observación hizo que se sintiera más vulnerable aún ante el problema, pero era una sensación conocida a la que estaba habituada y que no le costaba ocultar.

–Solo llevo ocho semanas en esta empresa, con lo cual no tengo información suficiente como para emitir un juicio de valor –dijo ella. Luego miró a Jeff–. Pero sería infantil por mi parte pensar que se va a hacer justicia en un caso así.

–Ya –Jacques Querruel se volvió hacia el otro hombre–. ¿Y usted? ¿Cree que se hará justicia?

–Tengo toda mi fe en los procedimientos de la compañía? –dijo Jeff pomposamente.

¿Cómo era posible que Michael Roberts, un hombre que contaba con toda su estima y admiración, tuviera un hijo como aquel?, pensó Jacques. Se levantó irritado por el problema que se le estaba planteando.

Se arrepentía de no haberse dejado llevar por su instinto tiempo atrás, cuando Michael Roberts había sugerido la incorporación de su hijo a la compañía. Jacques había considerado entonces la opción de tenerlo en París, lejos de la sombra protectora de su padre. Solo así habría podido estimar la valía real del individuo, y sus valores personales.

No obstante, en ningún momento habría podido imaginarse algo así. Se volvió hacia el individuo en cuestión.

–Queda suspendido de empleo y sueldo hasta que se aclare este asunto.

–Pero…

–No hay «peros» –lo interrumpió él con sequedad–. Es la política de la empresa.

–¡Pero no puede creer a esta chica! No es más que una vulgar mecanógrafa mientras que yo… –se detuvo abruptamente, pero luego continuó–. Es decir, mi padre…

–Él será el primero en apoyar una medida justa.

Holly estaba a punto de sonreír cuando notó que la mirada del gran hombre se volvía hacia ella.

–¿Tiene usted algo más que decir, señorita Stanton? –preguntó él. Confusa y algo desconcertada, se limitó a negar con la cabeza–. Entonces, lo mejor que puede hacer es regresar a su pequeño «cubículo» y escribir un informe con todos los detalles de lo acontecido. El señor Roberts hará lo mismo conmigo aquí –presionó el intercomunicador y Margaret apareció rápidamente por la puerta, sin duda ansiosa por enterarse de lo que pasaba–. Tráiganos café, Margaret. Incluya una taza para la señorita Stanton, si no le importa. Se la tomará en su pequeño «cubículo».

Estaba claro que no le había gustado el comentario sobre su ridículo despacho. Lo sentía, pero no había hecho más que llamar a las cosas por su nombre.

Holly salió del despacho y cerró la puerta; luego atravesó el despacho de Margaret y entró en el suyo.

Se sentó ante el ordenador y sintió que el corazón le latía con fuerza. Respiró profundamente para tratar de calmarse.

Miró de un lado a otro el reducido espacio. Seguía pensando que aquel no dejaba de ser un cubículo diminuto por mucho que al señor Jacques Querruel no le hubiera gustado el comentario.

Margaret apareció un momento después por la puerta.

–¿Qué ha pasado? –le preguntó en un susurró y añadió–. He encargado que suban café.

Holly le contó lo sucedido, siempre pendientes de la puerta del despacho del señor Roberts, temerosas de que las sorprendieran hablando.

En cuanto terminó su relato, Margaret le puso una mano en el hombro para reconfortarla.

–Es un tipo repugnante, Holly, y lleva mucho tiempo necesitando que alguien le dé su merecido. Yo nunca he tenido ningún problema con él, claro está –Margaret llevaba tres décadas felizmente casada y tenía dos hijos mayores–. Pero sí sé de al menos una chica que decidió marcharse de aquí para que no siguiera molestándola. He tratado de hablar con su padre sobre todo eso en varias ocasiones, pero él hace caso omiso a mis insinuaciones. El señor y la señora Roberts perdieron dos hijos en un accidente antes de que naciera Jeff y siempre lo han considerado perfecto.

–Espero que, encima de lo que me ha sucedido, no me convierta en el hazmerreír de la compañía.

–No te preocupes, Holly.

En ese instante, entró en el despacho anexo una camarera con los cafés y Margaret salió a atenderla.

Una vez sola, Holly recapacitó con calma sobre la situación y llegó a la clara conclusión de que debía empezar a buscarse otro trabajo aquella misma noche.

Con aquella decisión tomada, se puso a teclear su declaración.

Se concentró en lo que quería escribir durante una hora y lo revisó todo con detenimiento antes de mandarlo a imprimir. Luego lo volvió a leer. No había exagerado nada, no le hacía falta. La verdad de los hechos era suficientemente dura de por sí.

–Es muy malo lo que hay ahí escrito, ¿verdad?

Holly alzó la vista y vio al imponente Jacques Querruel de pie delante de ella. Se había quitado la chaqueta de cuero y se había quedado con una sencilla camiseta que marcaba todos sus músculos.

Aunque trató de controlar su reacción, Holly se quedó momentáneamente sin respiración.

Luego, se estiró y trató de recobrar la compostura.

–Júzguelo por usted mismo –le dijo con una dureza impropia de una empleada hablando al jefe supremo.

Él se aproximó hasta ella y tomó el informe de sus manos. Se sentó en el borde de la mesa y se puso a leerlo allí mismo.

De pronto, a Holly le pareció que el ya pequeño espacio se hacía insufriblemente diminuto, pues la sola presencia de aquel hombre lo llenaba todo. No podía evitar oler su colonia sutil y cara, no podía dejar de apreciar, no sin claro deleite, el aspecto sensual que le daban los pantalones de cuero negro.

Era, sin duda, un hombre realmente atractivo.

Holly lo oyó maldecir al llegar a la última parte de la declaración y se sorprendió.

Jacques alzó la vista y la miró.

–¿Cómo es que no ha dado parte de todo esto antes? No me parece usted del tipo de mujer que tenga problemas para expresar lo que piensa.

–Esperaba poder solucionar la situación ocasionando los mínimos problemas.

–Pues no lo ha conseguido.

–No es culpa mía, ¿verdad? –respondió ella con cierta rabia. Aquel hombre impertinente parecía estar acusándola–. Quería conservar mi trabajo. Supongo que eso no es un crimen.

–Claro que no, señorita Stanton –afirmó él–. Sé que lleva en Querruel solo unas semanas.

–Ocho –añadió ella rápidamente–. Me va a decir que el señor Roberts lleva aquí mucho más tiempo que yo, pero si no ha habido quejas no ha sido porque no haya dado motivos, se lo aseguro.

–No iba a decir nada de eso –alzó el informe–. ¿Me puedo quedar con esto?

Holly asintió.

–Sí, ya está terminado.

Igual que lo estaba ella. Sabía que no le quedaba mucho tiempo en aquel puesto. Podía ser que ganara aquella pequeña batalla, pero Michael Roberts acabaría encontrando un motivo para despedirla. Además, en aquellas circunstancias, el trabajo se haría más que desagradable.

Jacques Querruel se levantó.

–Le aseguro que desprecio profundamente a los hombres que tratan a las mujeres de este modo, así que puede tener la certeza de que investigaré el caso con total objetividad. La posición de Jeff Roberts no afectará al veredicto.