Amor lésbico: 10 cuentos para adultos - Camille Bech - E-Book

Amor lésbico: 10 cuentos para adultos E-Book

Camille Bech

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  • Herausgeber: LUST
  • Kategorie: Erotik
  • Serie: LUST
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

"Allí, entre las tinieblas, vamos sentadas una al lado de la otra sin articular palabra. Dentro del túnel, el tren succiona el aire de detrás produciendo un ruidoso remolino de viento que suena como un rugido en el exterior de la ventanilla. Pero nosotras seguimos en silencio, su mano sobre mi regazo."En esta edición especial, te damos 10 historias sobre mujeres a quiénes les gustan otras mujeresPrincesa Poetisa Lujuria en la Rusia imperial Maliwan La policíaEl deseo de Navidad Sueño de solsticio de veranoLa sirenaLa sensación de su presenciaOrgasmos en línea Bienvenidos a Kitty -

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Seitenzahl: 245

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Amor lésbico: 10 cuentos para adultos

LUST

Amor lésbico: 10 cuentos para adultos

Translated by Adrián Vico Vazquez, Begoña Romero Garcia, Cymbeline Nuñez

Cover image: Shutterstock

Copyright © 2021 Katja Slonawski, Elena Lund, B. J. Hermansson, Malin Edholm, Alicia Luz, Chrystelle LeRoy, Camille Bech and LUST, an imprint of SAGA Egmont, Copenhagen.

All rights reserved ISBN: 9788726775037

 

1st ebook edition, 2021 Format: Epub 2.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

La sirena

Katja Slonawski

 

Siempre me ha encantado el agua. Hay algo en ella, el tacto, la sensación, la falta de gravedad, que me relaja. La idea de la inmensidad de los océanos y lo que habita en sus profundidades siempre me ha resultado fascinante. Durante un largo período de mi vida, leer acerca de las ballenas azules, tiburones, corales y demás criaturas marinas fue mi pasatiempo favorito, y es algo que todavía sigo haciendo con frecuencia, a pesar que apenas me queda nada por aprender. Mis padres me han comentado que, cuando no era más que un bebé, las clases de natación era mi momento favorito de la semana. Soltaba chillidos de alegría y parecía encontrarme en mi elemento, como pez en el agua y cuando llegaba el momento de salir del agua, protestaba llorando a grito pelado. A los cuatro años empecé a nadar sola. Era verano y estábamos en la casita de campo. El abuelo me vigilaba desde el embarcadero, mientras yo nadaba de un lado a otro alrededor de la pequeña barca de remos amarrada a uno de los pilotes, y desde entonces nada ha podido detenerme. Ya en cuarto de primaria tenía muy claro que de mayor me iba a dedicar a algo relacionado con los grandes océanos; jamás me he planteado otra cosa. En el instituto, me aseguré de obtener siempre buenas notas en las asignaturas de ciencias naturales y acudí a clases particulares de matemáticas para conseguir aumentar por poco que fuera mis calificaciones y que de este modo nada se interpusiera en mi camino hacia el trabajo de mis sueños. Tras cinco años en la universidad, me gradué en Biología Marina y nunca he dejado de amar mi trabajo, al menos hasta ahora. Recientemente he hecho un descubrimiento que me provoca curiosidad, pero a la vez me asusta un poco, y que ha complicado mi relación con el agua. No es que quiera cambiar de profesión, ni mucho menos, pero las cosas ya no son lo que eran. Habita en mí una inseguridad que se ha apoderado por completo de mi ser y me hace cuestionarme lo que es real y lo que no.

 

Todo comenzó en la piscina. Parte del trabajo de una bióloga marina consiste en bucear para recolectar muestras que en ocasiones se encuentran en el mismísimo fondo del mar, así que es imprescindible saber nadar y estar en buena forma física. Por eso, cuando no estoy realizando trabajo de campo, hago ejercicios de natación una hora por la mañana y otra por la tarde. A veces nos tenemos que quedar en alta mar durante varios días obteniendo muestras, y entonces evidentemente no puedo hacer mis ejercicios de natación, pero los echo de menos. Vivo bastante cerca de la piscina, así que no me supone ningún problema pasarme por allí antes y después del trabajo. La mayor parte de los días incluso me puedo permitir una sesión de quince minutos en la sauna y, si estoy sola en los vestuarios, lo que suele suceder cuando voy temprano por la mañana, puedo disfrutar de un poco de tiempo para mí misma mientras me ducho.

 

Sucedió en noviembre. En la oficina estábamos muy ocupados tras la publicación de varios informes sobre la contaminación por residuos industriales en el mar Báltico y teníamos que obtener las muestras a tiempo para la investigación que iba a llevar a cabo el Ministerio de Medio Ambiente y Energía. Para acabar de empeorar las cosas, el estrés y la presión provocados por estas largas jornadas habían acabado por causarme dolor de hombros crónico. Cuando no tienes hijos, te suelen llamar para cubrir el turno de noche o los fines de semana para dejárselos libres a la gente con familia, y por lo general también te envían a recoger muestras. Las personas con niños tienden a tener horarios más regulares y a trabajar en oficina dentro de lo posible. No es que me importe demasiado, pues me encanta el aire libre, pero el frío aire de noviembre puede resultar excesivo incluso para mí. Cuando hay más actividad de lo habitual en el trabajo, me aseguro de pasar más tiempo en la piscina y en la sauna para aliviar el dolor y la tensión de los hombros y del cuello. Este día en particular, había trabajado bastante tiempo con el microscopio y necesitaba estar a solas en la ducha antes de empezar mis ejercicios de entrenamiento. Después de haber inspeccionado exhaustivamente los vestuarios y la sauna en busca de otros nadadores, me encerré finalmente en la cabina de la ducha y le abrí al agua, que estaba tibia y me golpeó la cabeza como si me estuvieran dando un masaje con agujas. Antes de meterme en la piscina prefiero las duchas tibias, y al salir me gusta el agua muy caliente. De ese modo, saltar al agua fría de la piscina me resulta menos traumático y, a la salida, el agua caliente me ayuda a entrar en calor.

 

Cerré los ojos y dejé que el sonido de la ducha me ayudase a estabilizar el pulso antes de la sesión de natación. Bajé los hombros y sentí cómo el agua arrastraba consigo el estrés. Me llevé las manos a la cara, masajeando la frente, las sienes y las mejillas. La gravedad que hacía caer las gotas de agua sobre mi cabeza me hacía cosquillas y me provocaba hormigueos en el cuero cabelludo: una reconfortante sensación que me trasladó a un estado de mayor sensualidad. Sentí tirantez en el cuero cabelludo y me peiné el cabello con los dedos. Con un suave masaje, las manos siguieron su camino hasta la parte posterior del cuello. Presioné los músculos de los hombros, imaginando que eran las manos de otra persona, y luego continué mi camino hacia los pechos. Pellizqué ligeramente los pezones, que se habían puesto duros. Me acaricié el vientre y las caderas con suaves movimientos ondulantes y traté de pensar en algo que no fuera mi trabajo diario. Me humedecí los labios y, para alimentar mis fantasías, me inspiré en la imagen de un actor que había visto en una película de acción. La respiración se volvió más pesada e irregular y, apoyada contra los azulejos de la pared, me metí la mano en la entrepierna. En mi imaginación, eran las manos de aquel héroe de la película de acción las que me acariciaban, y empecé a frotar el pulgar hacia arriba y hacia abajo, exactamente como a mí me gustaba. Me mordí el labio inferior, tratando de no hacer demasiado ruido cuando la respiración se hizo más pesada y empecé a perder el control de los movimientos de la mano.

 

Después de la ducha, me dirigí hacia la piscina. Eran aproximadamente las diez de la noche y se encontraba desierta, con excepción del joven socorrista, que jugaba con el móvil en la oficina. Me quedé observándolo hasta que por fin levantó los ojos de la pantalla, me reconoció y me saludó con la mano. Le devolví el saludo y me encaminé hacia mi esquina habitual, en la piscina grande. En esta época del año, las piscinas públicas tienen algo aterrador; hay algo en el aire sin tratar y en el olor a cloro que te pone la piel de gallina y los vellos de punta. Sin embargo, a mí no dejan de gustarme, porque debajo de la superficie no se percibe nada de eso. Allá abajo solo hay agua. Dejé la toalla sobre una silla blanca de plástico al bordillo de la piscina y me puse las gafas de natación. Me situé en la calle dos, sintiendo el áspero suelo de piedra bajo los pies, mojado y frío después de todo un día de actividad. Con una respiración profunda y rítmica, tensé los muslos, flexioné los pies y me lancé al agua.

 

En los primeros metros, el agua pasó como un rayo por mi lado, empujando pequeñas burbujas de aire hasta la superficie, mientras mi cuerpo cortaba las frías aguas de la piscina. Durante los primeros segundos después de haberme lanzado al agua no pensé en otra cosa que en mi propio cuerpo, en el trabajo conjunto de los músculos y en la materia que flotaba a mi alrededor. Unos escasos segundos en los que el tiempo se detuvo y experimenté la felicidad absoluta. Cuando la resistencia ofrecida por el agua hizo que redujese la velocidad, instintivamente ascendí a la superficie dando largas brazadas, nadando al estilo crol. Después de tantos años perfeccionando la técnica, puedo decir sin sonrojarme que mi velocidad es más que decente, teniendo en cuenta que no soy nadadora profesional ni tengo cuerpo de deportista. Normalmente hago dos mil metros, lo cual me lleva alrededor de una hora y me deja completamente extenuada. Hoy, sin embargo, ya me sentía agotada antes de empezar, así que no pensaba recorrer tanta distancia. Después de unos cuantos largos, noté cómo los músculos se empezaban a calentar. Traté de cuidar la técnica y la respiración, pero no podía dejar de pensar en asuntos del trabajo y me costaba concentrarme. Frustrada, aumenté la velocidad, llevando mi cuerpo al límite, tratando de desconectar del mundo real con todas mis malditas fuerzas.

 

Cuando llevaba cerca de quinientos metros tuve un presagio. Algo cautivó de lleno mi atención, adentrándose en mi mundo y desplazando todos los demás pensamientos, algo que se movía en el agua. Se encontraba a bastante distancia de mí, pero era como si pudiera sentir las partículas reorganizándose. Recuerdo que pensé que seguramente habría alguien más en la piscina y no le di mayor importancia, pero después de unos cuantos largos más, al no oír brazadas en el agua, levanté la vista y estudié la superficie del agua. No había nada. Fruncí el ceño y me disponía ya a continuar con mi sesión de entrenamiento con la cabeza bajo el agua cuando percibí movimientos a unas cuantas calles de distancia: en la calle siete u ocho algo parecido a una nube de burbujas se movía a toda velocidad. Y, dentro de esta nube, alcancé a distinguir una forma humana. A juzgar por la velocidad, parecía que la persona en cuestión acababa de lanzarse al agua, pero había recorrido ya la mitad de una calle de cincuenta metros y se movía a una velocidad extraordinaria, sobrehumana. Imposible. Me quedé tan atónita que reduje la velocidad hasta detenerme, mientras seguía con la mirada la nube de burbujas que se propulsaba hacia el otro extremo de la piscina. Sobre la superficie tan solo se apreciaba una leve ondulación en el lugar donde creía que la persona había dado la vuelta para cambiar de dirección. Bajo el agua se podía distinguir una larga melena oscura ondeando junto al cuerpo, y los movimientos de la persona eran similares a los de un delfín, ascendentes y descendentes, en lugar de deslizarse por la superficie como yo hacía. Al darme cuenta de lo ingenua que había sido, me entró la risa. Era, naturalmente, una buceadora de apnea con su monoaleta, que seguramente practicaba la capacidad de apnea tratando de completar uno o dos largos sin respirar. Sacudí la cabeza mentalmente al pensar en lo tonta que era y continué con mi propio entrenamiento.

 

Al cabo de otros mil metros, decidí dar la sesión por finalizada y alcancé nadando uno de los bordes laterales. Tan agotada me sentía que ni siquiera tuve fuerzas para impulsarme en el bordillo como hago habitualmente, sino que tuve que utilizar la escalerilla para salir del agua. Envuelta en una toalla y estremeciéndome en el aire gélido, me dirigí a los vestuarios. Inspeccioné mis alrededores en busca de la buceadora, pero no fui capaz de localizarla. Ya de vuelta en la ducha, aumenté la temperatura del agua y gemí ante la muy merecida caricia del agua caliente quemándome la piel. El calor obró maravillas en mi cuello rígido, así que decidí continuar el tratamiento en la sauna. Aunque la temperatura ya era bastante elevada cuando entré en la cabina, decidir añadir un par de cacitos de agua a las piedras y me senté en la grada superior. El calor hacía que mi cuerpo se sintiera más pesado, purificándolo y dilatándolo de un modo sumamente agradable. Entre ensoñaciones, visualicé el agua fría de la piscina, me tumbé boca arriba y miré a través de la puerta de cristal de la sauna. No había nadie. Pensé en la buceadora y en las olas que creaba al surcar las aguas. La imagen de aquellos movimientos ondulantes de arriba a abajo hizo que mi sexo se fuese humedeciendo, y noté cómo se me aceleraba la respiración una vez más. Dadas las circunstancias, me atreví a gemir en voz alta y me coloqué la mano sobre un pecho, sintiendo la piel suave y turgente. Por la piel, a ambos lados del cuerpo, me resbalaban gotas de agua y sudor que iban a caer a mis pies, sobre la suave toalla. Sujeté el duro pezón entre los dedos índice y pulgar, lo pellizqué con fuerza y dejé escapar otro gemido. El calor prácticamente insoportable y el placer provocado por el dolor me excitaban e hicieron que se me acelerase la respiración. En mi mente, el cuerpo de la buceadora anónima y el mío se tocaban, y para simular esa sensación empecé a frotar un muslo contra el otro, haciendo cada vez más ruido al respirar y moviéndome con frenesí. El calor y la humedad me hicieron perder la noción del tiempo y descendí a un oscuro túnel de placer condensado. Miré al techo de madera de la sauna. Parpadeé. El excesivo calor me estaba pasando factura y entendí que tenía que salir de allí. Con piernas inestables y temblorosas conseguí a duras penas alcanzar la puerta.

 

El aire fresco de las duchas me pareció una bendición. Después de ducharme por segunda vez aquella tarde, me dirigí al vestuario a recoger mis cosas, y fue entonces cuando caí en la cuenta de que todo estaba exactamente igual que a mi llegada. No podía ser, así que di otra vuelta e inspeccioné las taquillas; estaban todas abiertas, con el cerrojo sin echar. La piscina iba a cerrar en quince minutos y normalmente a estas horas no hay nadie más, pero hoy había visto a otra mujer, ¿se habría marchado ya? Cuando estaba en la sauna, no la había visto en las duchas, pero, por otra parte, estaba ocupada en otros menesteres, por así decirlo, y no me había concentrado precisamente en lo que pasaba de puertas para afuera. Pero me sentía incómoda y tenía un mal presentimiento. ¿Habría pasado algo? Me envolví en la toalla y fui de puntillas a la zona de la piscina. Ni rastro del socorrista; evidentemente ya había empezado a cerrar. Fui a echar un vistazo a la piscina de cincuenta metros en la que había estado nadando un rato antes. Ya no había ondas en la superficie. Fruncí el ceño extrañada y me acerqué al bordillo, atravesando el agua clorada con la mirada como si esperase encontrar a alguien en el fondo de la piscina. Al cabo de un minuto o así me empecé a sentir un poco estúpida. Seguramente la mujer hubiese pasado por los vestuarios sin que yo advirtiese su presencia. La idea de que me hubiese podido ver u oír en la sauna me hizo sonrojar, y recé para que fuera de esas personas que se cambian allí, pero que prefieren ir a ducharse a casa. Regresé a los vestuarios y me preparé para marcharme. Al pasar por recepción vi al socorrista tras el mostrador.

 —Disculpa —le dije, caminando hacia él. ¿No habrás visto a nadie en la última media hora o así, ¿verdad?

El socorrista parecía confundido.

 —Una mujer —aclaré—. De pelo oscuro. Estuvo nadando en la piscina de cincuenta metros. Creo que era buceadora de apnea.

El socorrista negó con la cabeza y me aseguró que yo había sido la última visitante del día.

 —¿Estás del todo seguro? —insistí.

 —Puedo comprobar el registro de visitas si quieres —sugirió en un tono que denotaba incredulidad.

 —No importa —me apresuré a responder, con una sonrisa de arrepentimiento—. Debo de haberme confundido de día o algo. ¡Últimamente trabajo demasiado!

El socorrista me sonrió con amabilidad, deseándome una buena tarde. Salí a la oscuridad de la noche y no pude dejar de sentirme ligeramente irritada por la actitud del socorrista. Se supone que su trabajo era velar por la seguridad de las piscinas y sus usuarios, pero él parecía más interesado en el teléfono móvil que en llevar a cabo sus tareas. Esperé que tuviera el suficiente sentido común como para revisar las piscinas una vez más antes de cerrar e irse a casa.

 

Aquella noche tuve un extraño sueño que por momentos parecía tan vívido y real que dudé de si estaba sucediendo en la realidad. En el sueño, yo me encontraba en la piscina de cincuenta metros, aunque el agua era oscura, salada y estaba más fría de lo habitual, como si se hubiese transformado en un océano. Estábamos en medio de una tormenta y tenía que luchar contra el oleaje de la piscina. De pronto me vi debajo del agua y decidí que era más fácil nadar allí bajo las olas que tratar de dominarlas. Y entonces apareció la mujer de la piscina nadando por debajo, mirando hacia mí. Tenía los rastros difuminados y lo cierto es que no la vi con la suficiente claridad como para describir su aspecto, pero el largo y oscuro cabello ondeaba entre las aguas como los venenosos tentáculos de una medusa. Estaba desnuda y pude ver dos pechos blancos con los pezones duros. La piel presentaba un tono gris opaco Reluciente, con matices verdeazulados que resplandecía bajo la superficie del agua. Noté que nadaba igual que la otra vez, con aquellas ondulaciones, y centré la mirada en sus pies. No vi ninguna monoaleta de plástico, sino escamas plateadas que producían destellos en multitud de colores. Una gran aleta caudal se movía de arriba a abajo mediante la patada de delfín. Busqué el borde de la tela o algún tipo de presilla, pero no encontré nada por el estilo. La mujer buceaba hacia atrás y hacia abajo y las reflectantes escamas iban perdiendo brillo a medida que se alejaba de mí. Una fuerte luz detrás de ella iluminó su silueta y me di cuenta de que ella nadaba hacia la superficie y de que era yo la que se iba hundiendo sin control en dirección al fondo de la piscina. La sensación de pesar menos en el agua me había confundido y de algún modo había acabado por debajo de ella. Empecé a agitar brazos y piernas, tratando de propulsarme a la superficie, agobiada porque no podía respirar, pero en vez de acercarme a la superficie, parecía hundirme más y más. El sueño acababa conmigo cayendo hasta aterrizar con los omóplatos en el fondo de la piscina y con la luz encima de mí atenuándose hasta desaparecer. Al levantarme sentí frío y noté el fresco aire de la habitación en la piel y el edredón hecho un ovillo a los pies de la cama. El sueño se repitió durante varias noches consecutivas, exactamente de la misma manera y en las mismas circunstancias; igual de vívido que la primera vez, yo estaba convencida de que lo que me estaba sucediendo era real hasta que me volvía a despertar, muerta de frío y completamente desconcertada.

 

La siguiente semana tuve algo menos de trabajo y conté con la compañía de mi compañero de trabajo y amante del momento, Julian. En los últimos años habíamos estado saliendo de forma intermitente. Nadie más del equipo estaba al corriente, y a los dos nos convenía que así fuera. Nunca he contemplado la idea de formar una familia y tener niños, y él es demasiado joven para saber lo que quiere, pero nos llevábamos muy bien en el trabajo y fuera de él, podemos hablar de casi cualquier cosa y, lo más importante, el sexo es estupendo. Nunca se me pasaría por la cabeza irme a vivir con él, pero después de aquella temporada tan estresante en el trabajo que había tenido como consecuencia extrañas pesadillas en las que me ahogaba, agradecía contar con la compañía de Julian. Más que nada por lo bueno que es a la hora de elegir un vino. El miércoles por la noche hicimos la cena y nos pusimos al día mientras disfrutábamos de una copa grande de vino tinto. Le hablé del descuidado socorrista que no había visto a una persona que había ido a la piscina y del extraño escenario en el que se desarrollaban mis sueños desde entonces. Julian hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza y frunció el ceño cuando llegué a la parte en la que me hundía. Al cabo de un rato, no pude evitar reírme.

—¡Qué cara más seria! —dije, tomándole el pelo mientras removía la comida en las ollas.

—Los sueños son un lenguaje simbólico —explicó Julian— y es posible que tu subconsciente esté tratando de decirte algo.

—Algo como qué, ¿que doy pena nadando? —respondí, tomando un sorbo de aquel vino con tanto cuerpo.

Julian se rascó la barbilla, pensativo.

—Por lo que recuerdo, ahogarse en un sueño significa miedo, estrés o una crisis de identidad —dijo finalmente.

—Y de estas tres cosas, sabemos exactamente a cuál nos referimos en mi caso —bufé yo.

Julian me miró fijamente e inclinó la cabeza hacia un lado como un cachorrito.

—Tan solo prométeme que te estás cuidando. No me gustaría que te diese un infarto.

—Oye, que no soy tan vieja —repliqué, dándole un pequeño puñetazo en el brazo.

Su aspecto preocupado se transformó en una risita juguetona, me sujetó por la muñeca y me atrajo hacia sí. El vino se salió por el borde de su copa, salpicándolo. Le pasé los brazos alrededor del cuello y lo besé. Él posó la copa sobre la encimera y empezó a acariciarme la espalda.

—¿No tienes hambre? —dije provocándolo.

—Sí, pero no de comida —respondió, haciéndome dar la vuelta y elevándome sobre la mesa de la cocina.

Julian me separó las rodillas y me acercó más a él, sin dejar de besarnos en ningún momento. Yo miré la olla que estaba al fuego.

—¿Tenemos tiempo? —preguntó entre dientes.

—¡Claro que tenemos tiempo! —respondí con determinación en la voz, empezando a desabrocharle los pantalones vaqueros con dedos titubeantes.

Mi respiración se estaba volviendo más irregular y de pronto caí en la cuenta de que lo que más necesitaba en aquel momento y en aquel lugar era un polvo en condiciones, esta vez con Julian. Logré quitarme la camiseta y las braguitas, pero no quería esperar más así que le agarré la polla con la mano y empecé a acariciarla. Julian se apretó contra mí entre gemidos. Yo le ayudé a encontrar el camino hasta mi vagina y me recosté sobre la mesa. Dejé que me embistiera, con delicadeza al principio y con mayor intensidad después; tanto que hizo crujir la mesa debajo de mí. Por unos instantes, todos los pensamientos sobre el trabajo y las pesadillas en las que me ahogaba se esfumaron y me centré en disfrutar del cuerpo de Julian sobre el mío y dentro de mí.

 

Cuando acabamos, me dio una palmadita en el trasero antes de empezar a poner la mesa. Mientras cenábamos seguimos hablando de mi extraño sueño y de asuntos de trabajo. Al acabar de cenar, me encontraba llena, relajada y un poquito achispada. Julian me rodeó la cintura con los brazos, me condujo hasta el dormitorio y empezó a quitarme la ropa. Yo me dejé hundir en la cama mientras él se arrodillaba delante de mí y me quitaba los calcetines. Cuando me agarró la cinturilla de los pantalones vaqueros y las braguitas, me tumbé boca arriba levantando las nalgas para que le resultara más fácil desnudarme. Me besó las pantorrillas y el interior de uno de los muslos y luego colocó una de mis piernas sobre su hombro. Yo contemplaba el techo mientras Julian me besaba la entrepierna como si de mi boca se tratase. Besos largos y profundos que me excitaban con locura. Mientras me besaba el cuello lo atraje hacia mí tirándole de la camiseta y le pasé la mano por el bulto que se adivinaba tras la cremallera de sus pantalones. No tardamos mucho en despojarnos de toda la ropa y acurrucarnos bajo las sábanas. El vino hacía que me costara concentrarme y, aunque tenía a Julian dentro de mí, mis pensamientos giraban en torno a la mujer de la piscina. Sus suaves movimientos contra mi cuerpo, la cosquilleante sensación del agua circulando entre nosotras. En la vida real era Julian quien me besaba los senos, pero en mi imaginación eran los todavía desconocidos labios de ella los que me acariciaban la piel. Algún tiempo después, cuando las rítmicas embestidas habían tocado a su fin y Julian se encontraba sumido en un profundo sueño, todavía podía sentir aquel cosquilleo en la entrepierna y me imaginé los oscuros cabellos de ella danzando ligeros bajo las aguas.

 

Aquella noche la pesadilla decidió no presentarse y conseguí descansar algo mejor. Fueron pasando los días y, con la mente ocupada en otros asuntos, me olvidé por completo de la misteriosa buceadora. El trabajo seguía siendo estresante, pero después de mi encuentro con Julian me encontraba algo más relajada. Puede que después de todo lo que me hacía falta era un buen polvo. Volví a ir a la piscina después del trabajo como era habitual para después trabajar un rato desde casa. Por las tardes siempre había mucha gente en la piscina, pero aunque eso supusiera lidiar con la presencia de mujeres de más edad que nadaban a una velocidad extremadamente lenta, aún no me sentía cómoda en el agua sin compañía. Partes de aquella intensa pesadilla parecían haberse quedado en mi interior. Una tarde, después del trabajo, empecé a notar los comienzos de un dolor de cabeza que me había estado amenazando todo el día y que ahora se extendía desde las sienes hasta la frente. «Trabajo demasiado», pensé para mis adentros, y decidí irme directa a casa en lugar de pasar por la piscina. Nada más entrar, me tomé un analgésico y me tumbé a echar una siesta en el sofá. Me desperté dos horas más tarde, sin dolor de cabeza y con hambre. Calenté en el microondas las sobras de la cena de hacía dos noches que encontré en el frigorífico y comí en silencio, pero ligeramente intranquila. Por un instante había pensado que sería capaz de acabar el trabajo que me había traído a casa aquella noche, pero supuse que mi pobre cabeza se merecía un descanso. Lo que de verdad me apetecía era ir a nadar, pero si aquel dolor de cabeza era el primer síntoma de alguna enfermedad, seguramente no era muy inteligente dejar que me cogiera un resfriado. Una voz dentro de mí susurró: «Una sesión corta». Le eché un vistazo al maletín que había dejado sobre una de las sillas de la cocina. Existía un riesgo real de que no fuera a prestarle la debida atención al trabajo si no concentraba mis energías en algo, y además me sentía muchísimo mejor después de aquella siesta reparadora, así que al final opté por acercarme hasta la piscina.

 

Me bajé del coche. El aparcamiento estaba vacío y un viento gélido aullaba entre los árboles. El lugar tenía aspecto de estar desierto y en un principio pensé que la piscina estaba cerrada, pero al aproximarme a las puertas automáticas, estas se abrieron ante mí como de costumbre. Me cambié a toda velocidad, saludé a la socorrista, que esta vez era una mujer de más edad, y me lancé al agua en la piscina de cincuenta metros. No tardé en alcanzar una buena velocidad y, después de todo el día encerrada en la oficina, el poder moverme con libertad me pareció la más maravillosa de las sensaciones y agradecí el haberme esforzado en acercarme hasta aquí. No había pensado nadar demasiada distancia ni demasiado tiempo, pero avanzaba con rapidez y me estaba acercando ya a los mil metros. Decidí hacer un par de largos más y dar por finalizada la sesión. Me puse a nadar de nuevo y al principio no supe describir exactamente lo que sentía, pues me encontraba concentrada por completo en la natación, pero empezó a invadirme una vaga sensación de estar siendo observada y me detuve para estudiar la superficie. Nada. La sensación se volvió más intensa y el miedo se apoderó de mi cuerpo cuando, al mirar dentro del agua, vi algo nadando por debajo de mí. El corazón me latía con fuerza. Me encontraba lejos del bordillo de la piscina y había enmudecido de miedo, así que ni siquiera podía gritar para pedir ayuda. A pesar de todo, en lugar de ir nadando hacia los bordillos, como hubiese hecho cualquier ser humano con el instinto de supervivencia en su sitio, me dejé llevar por la curiosidad y miré lo que había en el agua. Una figura se aproximaba, nadando paralela al suelo de la piscina, a seis metros de profundidad. Cuando descubrí que la figura era en realidad una persona, y que esa persona era la misma que había divisado hacía más o menos una semana, me sentí a la vez aliviada y extremadamente estúpida. Era la buceadora de apnea. Al reconocer el cabello oscuro y ondeante que se me aparecía en sueños, me invadió una combinación de excitación y desconcierto. Nadaba en dirección a mí, más despacio que la última vez, y en esta ocasión no había burbujas alrededor de su cuerpo. Cuando se encontraba a unos cien metros de mí conseguí estudiar el cuerpo desde arriba y me di cuenta de lo que estaba viendo. No llevaba equipamiento de buceo: ni monoaleta, ni gafas de bucear, ni traje de baño. En el lugar donde normalmente se encontrarían las piernas había una resplandeciente cola de pez con brillos de tonos verdegrisáceos, exactamente igual que en mi sueño. «Una sirena»: el pensamiento se me pasó por la cabeza antes de que el miedo lo invadiese todo. Pegué un grito.