12,99 €
¿Es la castidad algo deseable? ¿Está realmente al alcance de la gente corriente? ¿Cuánto tiene de renuncia y cuánto de felicidad? El autor lleva a cabo una reflexión positiva sobre esta virtud tan cuestionada en nuestros días, a la vista de las palabras de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios". La pureza guarda un estrecho parentesco con el amor, y su ausencia, con el desamor. Hablar de pureza es hablar de felicidad. Contribuye al propio desarrollo y enriquece la relación. Tratar de pureza es hablar de don de sí, de equilibrio y valentía y de interacción entre persona y sociedad. Pero también de castidad conyugal, de celibato cristiano y paternidad espiritual.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2015
GUILLAUME DERVILLE
AMOR Y DESAMOR
La pureza liberadora
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2015 by FUNDACIÓN STUDIUM
© 2015 de la versión española realizada por MERCEDES VILLAR,
by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)
Fotografía de cubierta: © Giuseppe Porzani - Fotolia.com
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4486-8
CONTENIDO
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRÓLOGO
Son muy pocos los que hablan de castidad castamente
¿El retorno de la castidad?
¿Qué es la castidad?
Una óptica cristiana. La persona en la enseñanza de san Juan Pablo II
El enfoque amplio y positivo de san Josemaría
Las alas de la pureza
Bajo la protección de Dios
La buena nueva
1. CORAZÓN
El corazón como fuente
La pureza de corazón
La disposición afectiva
El hombre interior
La verdadera libertad
El orden del corazón
Fe y castidad
La persona divina de Cristo y su humanidad
Dimensión espiritual de la persona
Afirmación decidida de una voluntad plena de amor
2. DON DE SÍ
Masculinidad y feminidad
La felicidad
Poseerse para entregarse
No hay castidad sin caridad
El placer y el don de sí
La comprensión de la castidad: saber amar
Vida, vocación, fuerza, luz
Esperanza
3. DON DE DIOS
Necesidad de ternura
La Santísima Virgen, esposa de José
Virgen y Madre
Madre de todos los hombres
María, glorificada en su cuerpo
Rezar insistentemente a la Santísima Virgen
Crea en mí un corazón puro
La oración, debilidad de Dios y fuerza del hombre
Una petición humilde
Amar la lucha
El Padrenuestro
La prueba de la tentación
Las aguas de la gracia
El don de la castidad conyugal
La confesión sacramental
Pecado perdonado, pecado olvidado
Conservar el recuerdo de la misericordia divina
En el Huerto de los Olivos
Compartir los sentimientos de Cristo
4. PUREZA, CULTO Y EUCARISTÍA
El arquetipo de la virginidad está en Dios
La vocación divina del hombre a la pureza
Adulterio e idolatría
El nuevo templo: el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, cada cristiano
El sacrificio de la cruz
Eucaristía, sacrificio y pureza
El don de piedad
Pureza y comunión eucarística
La Eucaristía, María y el celibato
Ser uno con el Señor
Llegar a ser ofrenda
5. EQUILIBRIO
Aprender a conocerse
Humildad de la carne y del espíritu
Aceptación de uno mismo
El culto al éxito y sus perjuicios
El soporte de la fe y de la humildad
Valorar los fracasos
Compensaciones
Estar en su sitio
Apología de la vulnerabilidad
Débil e hijo de Dios
Inteligencia, voluntad, sentimientos
La afectividad
Madurez humana
Abrir el corazón
Educación y formación de la personalidad
Desde la más tierna infancia
6. VALOR
Conquista
Vanidades
Ni angelismo ni sensualismo
Vigilancia
Huir de las ocasiones
Los sentidos
Hablar y escuchar
Ver y mirar
El «ethos» de la visión
Gloria y servidumbre de Internet
El arte y su falsificación
El cine
Sentir y consentir
Mortificación para lograr el dominio de sí
La reconquista del cuerpo
Seguir a Cristo en su pasión voluntaria
Éxtasis versus repliegue en sí
Solidaridad
Crecimiento de la castidad en el tiempo
7. SOCIEDAD
El cuerpo, objeto de cultura
El caos de ayer y de hoy
Estructuras de pecado o clima favorable
Pudor y respeto
Pudor e identidad
Desnudez versus libertad de expresión
Pudor y sociedad
Dignidad e intimidad
Necesidad del recogimiento
Auténtica relación con el otro
Adecuación al momento y al lugar
La moda y el sentido común
Educar y no tratar de seducir
La educación de los hijos
La responsabilidad de los padres en la explicación del misterio de la vida
Un aprendizaje vital y espontáneo
La disociación del amor y el placer
Una insatisfacción permanente
8. CASTIDAD CONYUGAL
1. LA GRANDEZA DEL AMOR CONYUGAL
Un gran misterio
Los primeros esposos cristianos
Exacta comprensión de la virginidad de la Madre de Dios
Fidelidad versus divorcio
Respetar el itinerario de cada uno
Camino divino, obra a llevar a cabo
Amar es aprender a amar: espíritu de aventura
Dar y recibir
El matrimonio como sacrificio. Cosas pequeñas
Un acto de caridad: el amor y la transmisión de la vida
Paternidad y maternidad responsables
2. LA DESUNIÓN EN LA UNIÓN
Contracepción
Voluntad «contraconceptiva» y voluntad «no conceptiva»
Heroísmo para vivir en plenitud la dimensión personal del amor
Fecundación asistida
El rechazo a la enseñanza de la Iglesia: una doctrina difícil
Adulterio
3. EL MISTERIO DE LA VIDA Y EL DEL MATRIMONIO
La vida siempre es un bien
No hay paternidad sin filiación
Participar en la obra de Dios
El amor debe ser protegido
Cuando no llegan los hijos
La fuerza del sacramento
Creación, alianza, santificación, morada, promesa
Familia y vocación: toda vocación es separación y realización
Una nueva postura
Deber y abandono
Alegría y dolor
9. CELIBATO CRISTIANO
Novedad de Cristo
Celibatos
En la perspectiva del Reino
Esperanza del Reino
1. VOCACIÓN AL CELIBATO
Las circunstancias
Superioridad teológica del celibato
Toda elección comporta renuncia
Experiencia y consciencia
Aptitud para el celibato y realismo
Las dos vienen del Señor
Un «éxtasis» que trasciende la simple disponibilidad
Un compromiso escatológico
2. DIMENSIONES DEL CELIBATO POR DIOS
Dimensión cristológica del celibato
Dimensión eclesial del celibato
La belleza del celibato consagrado: la vida religiosa
El celibato apostólico laical
Celibato sacerdotal fundado sobre el sacramento del Orden
Dimensión objetiva de la santificación en el celibato
El misterio del celibato
Un espacio para comprender, aceptar y vivir
El celibato, don y tarea
Amor sin división
Carácter absoluto del don
Paternidad y maternidad espirituales
Amor humano y divino
Ciento por uno
EPÍLOGO
ÍNDICE DE TEXTOS DE LA SAGRADA ESCRITURA
ÍNDICE DE LOS NOMBRES CITADOS
OTROS TÍTULOS RIALP
PRÓLOGO
En tiempos antiguos, cerca de Sicar, probablemente al este de la Naplusa actual, Jacob había comprado un campo al pie del monte Garizim. Allí, hacia el mes de diciembre, Jesús, cansado de caminar, agotado, se sentó sobre el brocal de un pozo. Era mediodía. Un poco después, los discípulos se reunieron con Él. El Maestro suscitó asombro por partida doble: el de la samaritana, considerada por los judíos como ritualmente impura; y el de los discípulos, por verle hablando a solas con una mujer. No obstante, Él conocía muy bien la situación matrimonial de su interlocutora, y también la herejía de su comunidad, pero a pesar de ello le anuncia una fuente de agua que salta hasta la vida eterna: ha llegado la hora en que los muros del templo abracen al mundo entero, en una adoración en espíritu y en verdad.
Este episodio encierra muchas enseñanzas. Anecdótica en apariencia, la reacción de los discípulos revela la prudencia de Cristo en su comportamiento con las mujeres y deja entrever un modo de vida. En aquella época, algunos judíos se abstenían incluso de hablar en público con su esposa. Jesús respetaba los usos externos, especialmente severos en lo concerniente a la relación con el sexo femenino. Sin embargo, su comprensión —rica en misericordia— con los pecadores le impulsa al diálogo. Jesús se dirige a la samaritana con respeto: «mujer» (Jn 4, 21). La llama como llamó a su Madre, por ejemplo, en Caná y en el Gólgota. La conversación se eleva hasta la profecía de un culto espiritual, el de la existencia personal vivida como una ofrenda a Dios (cf. 1 P 2, 5): así es, en el Espíritu Santo —fruto del don total de Cristo en la Cruz—, el culto de los adoradores «que el Padre busca» (Jn 4, 23).
El contraste entre Cristo y la samaritana es inmenso. No alude a una cuestión meramente doctrinal, sino a un modo de vida. Y al él se refiere Cristo: esta mujer ha tenido cinco maridos y ahora vive con otro hombre (cf. Jn 4, 18). No se trata de algo marginal para la samaritana, pues constituirá el nervio de su anuncio ante los habitantes de su ciudad: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho» (Jn 4, 29). Es evidente que la vida de esa mujer no se puede reducir a un mero recuento de sus parejas. Jesús fue capaz de hablar con ella como con cualquier otro, y entrar a fondo en su corazón sin necesidad de descender a lo vulgar. ¿Cómo hablar de castidad dos mil años después?
Son muy pocos los que hablan de castidad castamente
«Son muy pocos los que hablan de castidad castamente, pocos los que hablan de humildad humildemente»[1]. Desde hace más de tres siglos, la constatación de Pascal no ha perdido actualidad. Cuando se alude hoy a la castidad, no suele ser con las palabras adecuadas. Y lo mismo quizá haya sucedido en todas las épocas. Al entrar en la catedral de Siena nos sorprende la advertencia que figura en una inscripción sobre el pavimento: Castissimum virginum templum caste memento ingredi (acuérdate de entrar castamente en este templo sin mancha). ¿Cómo «acordarse» de algo así, si nunca se ha oído hablar de castidad en las iglesias?[2]. Asistimos a un prolongado silencio histórico en torno a este tema tabú, ligeramente interrumpido desde la revolución de 1968. Han transcurrido veinte siglos desde la denuncia que san Pablo hacía a los romanos de su propia sociedad, y que hoy sigue siendo sorprendentemente válida: el Apóstol deploraba las costumbres depravadas de innumerables personas, y su aceptación por parte de la opinión pública. En un tono dramático, señalaba que la muerte es el castigo de la impureza; la inmoralidad y el rechazo del Creador, que es la Vida, provocan la cólera de Dios, así como el debilitamiento de las mentes (cf. Rm 1, 18-32). San Pablo habla de gentes desamoradas y sin piedad (v. 31): el término griego «astorgos» significa incapacidad para amar tiernamente a sus prójimos. Mil ochocientos años después, Chateaubriand escribió que todo vicio tiene sus admiradores y toda depravación sus altares.
¿El retorno de la castidad?
No es mi intención hablar de impureza. Para esbozar la situación actual, especialmente en Europa, bastaría traducir del latín los antiguos manuales de moral católica, aquellos que —quizá en exceso— describían todas las aberraciones posibles con el objeto de ofrecer una calificación moral. Nada cambia en lo esencial, excepto el hecho de que hoy ese inventario de vicios se expone y se propone a plena luz del día, dinamizado por la extraordinaria difusión producida por la tecnología. Parte de lo que se muestra en anuncios, kioscos, comportamientos personales, programas de televisión, Internet, educación sexual, literatura, desencadena una ola que lo sumerge todo, hasta los textos escolares, la producción artística, los acontecimientos festivos organizados por las empresas y las instituciones públicas. ¿Cómo no va a conducir todo esto a una multiplicación de pecados, cometidos a veces en grupo, en una emulación perversa y de mal gusto?
A finales del siglo pasado, algunos intentos originales de rehabilitación de la castidad suscitaron el asombro del pensamiento dominante: lo mismo que los salvajes de otro tiempo, aterrados por el disparo de fusil del explorador o por la exhibición de su dentadura postiza, los dueños de la idea de una coexistencia blanda e intolerante al mismo tiempo, no daban crédito a lo que veían sus ojos. Aquellos jóvenes no habían sufrido los traumas de la rigurosa educación de sus mayores. ¿Cómo entonces aspiraban a la continencia hasta el punto de llegar a publicar sus propósitos de buena conducta? Allí aparecían los puritanos de Estados Unidos y el éxito escandaloso de los «anillos de la virginidad», alhajas de bisutería lucidas por jóvenes inocentes que se atrevían a pensar en el matrimonio, incluso en llegar a él sin tacha. El brote de tales iniciativas de promoción de la virginidad se produjo en primer lugar en los medios desacomplejados de las comunidades evangélicas; luego, se difundió en otros ambientes. Paralelamente, una nueva forma de lucha contra el sida alcanzó una eficacia relativa: las campañas a favor de la abstinencia, más que de la castidad, pretendían disminuir el porcentaje de la población contaminada por el virus. En nombre de la salud, de la eficacia y de la experiencia, algunos tomaron iniciativas que, a pesar de sus buenas intenciones y de ciertos resultados, mostraban en ocasiones lagunas antropológicas. Olvidaban que, sin Dios, nada es posible, sobre todo cuando se trata de castidad, o de otras virtudes y actitudes cristianas como la humildad o el perdón de las ofensas.
Con todo, no se puede ocultar el bien producido por los esfuerzos en rehabilitar la virginidad y promocionarla como un valor en sí, especialmente en los ambientes católicos. Cuál sería mi sorpresa cuando, al salir de la iglesia de San José en Nazaret, en 2007, después de comprar unas postales, la vendedora insistió en entregarme un libro sobre las buenas razones para ser virgen. Algo impensable hace solamente quince años.
La consecuencia es un cuadro con luces y sombras. En ocasiones, con la sombra de una castidad efímera, algo pasada de moda, que degrada su profunda belleza. Hay también colores chillones, de una pureza ruidosa, demasiado oficial quizá, vacía de sentido, y sobre todo alejada de su trascendencia: una pureza artificial, que es a la verdadera pureza lo que los enanitos del jardín son a las auténticas estatuas, que hacen adivinar la grandeza divina del horizonte humano. No obstante, este horizonte no siempre está oculto por las brumas de preocupaciones demasiado humanas, y logra abrirse a un hermoso ideal: unirse con el cielo y realizar a la persona humana dejándose superar por lo divino.
¿Qué es la castidad?
La castidad es una virtud. Nace en nuestro corazón, en lo más íntimo de la persona. La Iglesia católica enseña que la castidad forma parte «de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana»[3]. Nuestra sensibilidad se inclina naturalmente hacia lo bueno y, al contrario, rechaza lo malo; sin embargo, a raíz del pecado original, el estado de concupiscencia altera esta orientación. En todos los casos, nuestro cuerpo resulta afectado. La continencia, como parte de la virtud de la templanza, es la disposición de la voluntad por la que el hombre resiste a la concupiscencia del tacto: tiene que ver con el alimento y con las relaciones sexuales; la virginidad se refiere a la persona que nunca ha mantenido esas relaciones, que habitualmente son fundamentales en el matrimonio. El celibato se refiere al hecho de no estar casado. También se llama «continencia perfecta» a la abstención de toda relación sexual. La castidad es más que eso, y se adapta a cualquier situación: es una vocación para todos. «La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer»[4].
No hay castidad sin pureza de corazón, pues lejos de ser algo exterior y formal, la virtud supone más bien una actitud de toda la persona, una disposición estable que perfecciona su inteligencia y su voluntad; el hombre es virtuoso en el ejercicio de su voluntad. La libertad, don de Dios, es necesaria para amar, y el amor es en sí mismo su verdadero fin. Pues bien, la castidad es también una virtud necesaria para amar a Dios, para amarse a uno mismo y para amar al prójimo. La integridad de la persona, que supone una cierta pureza, es la condición para poder anudar lazos de unión con el otro[5].
Una óptica cristiana. La persona en la enseñanza de san Juan Pablo II
Solo Dios es puro; la pureza total pertenece a su misterio. En el ser humano, se refleja en una virtud que, pese a no haber sido considerada siempre como primordial en la vida cotidiana, tiene una importancia capital. En efecto, está estrechamente ligada a la edificación de la identidad individual y social, al desarrollo de la persona y a la virtud de la caridad. Es un jardín de auténtica belleza. Es cristiana, en primer lugar, porque al tomar nuestra carne, el Verbo de Dios confirmó la bondad del cuerpo humano, y la hermosura tanto del celibato que Él mismo observó como del matrimonio, manifestada en su participación en las bodas de Caná. Toda la existencia humana está llamada a ser santificada por la gracia divina: en una palabra, por el amor. Pues bien, la castidad mantiene ese amor siempre joven y nuevo.
Con palabras de Henri de Lubac, diría que Karol Wojtyla ofreció una reflexión realista, positiva y madurada en el tiempo, sobre la castidad en su libro Amor y responsabilidad [6]. El futuro Papa hablaba del «arte de la educación del amor, el verdadero ars amandi»[7]. San Juan Pablo II desarrolló después ampliamente su pensamiento sobre el amor humano. Me referiré a esto con frecuencia, sobre todo a sus catequesis entre 1979 y 1984 sobre la creación del hombre y de la mujer a imagen de Dios, el cuerpo, el corazón y el espíritu, la resurrección, el matrimonio y el celibato, y el amor humano en el plano divino[8]. El pontífice polaco quiso explicar cómo «el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad está ordenado interiormente a la comunión de las personas (communio personarum)»[9]. Remitiéndose a Pablo VI, se guió por una concepción integral de la persona y del amor conyugal, explorada en un marco sacramental, mostrando así las dimensiones del matrimonio como alianza y signo.
El enfoque amplio y positivo de san Josemaría
En la perspectiva de meditación teológica elegida para abordar el tema de la castidad, me refiero también a un maestro de vida cristiana, san Josemaría Escrivá de Balaguer, que no concede a esta virtud el primer lugar: «Considero una deformación del cristianismo la insistencia de algunos en escribir o predicar casi exclusivamente de esta materia, olvidando otras virtudes que son capitales para el cristiano, y también en general para la convivencia entre los hombres»[10]. Mi generación no ha conocido ese tipo de exageración, que parece remontarse al menos a la primera mitad del siglo XX. En su predicación, san Josemaría emplea frecuentemente la palabra «pureza» para referirse a la castidad, y alude también a la actitud del corazón y a su necesaria purificación por la gracia. La pureza está incluida en el marco de la vocación cristiana. Se respira el aire de la misericordia divina, que llama a la persona humana a la felicidad de amar y de sentirse amado. Me limitaré a señalar cuatro aspectos de sus enseñanzas en relación con la virtud de la santa pureza.
En primer lugar, la perspectiva, que siempre es positiva: «El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad»[11]. La pureza se juega en nuestros corazones, en esos corazones de los que san Pablo quería hacer auténticos libros que hablaran de Cristo. Siguiendo el ejemplo de san Josemaría, emplearé con frecuencia el término «pureza» como sinónimo de «castidad», ya que este último procede de un campo semántico más restringido que el del primero. Este uso nos remite más directamente a una interioridad esencial. Al estudiar la unidad formidable de la persona humana, hay que incluir la pureza, que no es un reglamento ni una teoría, ni una etapa o un estado de vida.
Además, es de destacar que san Josemaría nunca separa la grandeza del matrimonio de la del celibato: cuando habla de castidad, ambas situaciones vitales van siempre unidas; eso no es ajeno a que «el santo de la vida ordinaria» —así le llamó san Juan Pablo II[12]— hablara a la gente de la calle. «Creced y multiplicaos», dijo Dios al dar a Eva como compañera del primer hombre. Como seres complementarios, iguales en dignidad y tan distintos al mismo tiempo en muchos aspectos personales —fundamentalmente físicos y psicológicos—, el hombre y la mujer se unen y transmiten la vida; pueden también renunciar a esto y no casarse a causa del Reino: siguen así el celibato cristiano, fuente de fecundidad espiritual; por último, cabe que permanezcan célibes por otras razones, quizá santas y nobles, voluntarias o impuestas por las circunstancias, y que pueden o no constituir un motivo de sufrimiento.
La claridad del mensaje de san Josemaría en cuanto a la exigencia cristiana, dura como el granito, está impregnada de comprensión para con los pecadores, y de discreción para cada persona humana, cuya dignidad exige respeto; hace una llamada a la responsabilidad propia de hombres y mujeres libres. Para él, «la castidad —la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote— es una triunfante afirmación del amor»[13]. Es «una virtud y como tal, debe crecer y perfeccionarse [...]. No te basta, pues, ser continente —según tu estado—, sino casto, con virtud heroica»[14].
Por último, san Josemaría da pruebas de una gran delicadeza cuando habla de la castidad. Evita caer en la vulgaridad, y tampoco recurre a la crudeza de los términos clínicos, que suelen ser inútiles en un razonamiento espiritual. Evita hablar de impureza, y habla siempre de pureza; prefiere hacerlo sobriamente y en el momento oportuno, evitando en lo posible dejar al margen cuestiones antropológicas y teológicas esenciales.
Las páginas que siguen son, pues, parte de su herencia espiritual, de sus deseos de difundir una nueva cultura del amor humano que integre una adecuada comprensión de la castidad, de modo que nuestra humanidad se desarrolle bajo la mirada de Dios. San Josemaría se pronunció en diversas ocasiones respecto a este tema, especialmente en los comentarios sobre la vida de Cristo y en sus textos sobre las virtudes. Su explicación es profunda, aunque no pretenda ser sistemática[15].
Cabría añadir dos aspectos complementarios siempre presentes en su enseñanza: la castidad es don de Dios a la vez que fruto de una lucha personal. San Pablo se complace de no haberse comportado con los corintios según la «sabiduría carnal» (2 Cor 1, 12), sino con la simplicidad y la pureza de Dios. La pureza es una respuesta amorosa en la que «el amor procede de Dios» (1 Jn 4, 7). La preeminencia del amor divino es, pues, el fundamento de la consideración de la pureza como un don de Dios[16]. Desde este punto de vista, san Josemaría, empleando la expresión «santa pureza» presente ya en el vocabulario católico, entiende esta virtud como un concepto teológico-espiritual[17]. El adjetivo «santa» no significa inaccesible, un ideal lejano e inalcanzable, sino que se refiere a la acción del Espíritu Santo en el alma. A causa de la unidad de alma y cuerpo, la acción divina repercute en él. Pero todo esto no se da sin una lucha personal.
Las alas de la pureza
En efecto, la pureza no se limita a una especie de situación «material», ni tampoco a la simple continencia. Significa más bien una opción, una elección personal, una decisión de la voluntad, una firme aspiración... Es una afirmación, una afirmación prolongada y repetida al mismo tiempo, deseada, querida, amorosa. No es algo que suponga sufrimiento ni que venga impuesto desde el exterior, sino más bien un impulso de amor. Por esa razón, san Josemaría, como otros santos anteriores a él, compara la virtud de la pureza con «alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas —también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes— pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor»[18].
Bajo la protección de Dios
La imagen de las alas contiene reminiscencias bíblicas, que remiten a la poderosa y misericordiosa protección de Dios. «Tomo las alas de la aurora», dice el Salmo para aludir al Oriente y afirmar la presencia de Dios hasta los confines del mar (Sal 139 [138], 9). Del Oriente viene Cristo, «luz del mundo» (Jn 8, 12).
En Fedro, Platón hablaba de las alas del alma; después de él, Gregorio Nacianceno alude al «ala del pensamiento»[19]. En la tradición judeo-cristiana y en los santos Padres, las alas pueden ser el símbolo de la gracia, de la «ligereza» del alma para elevarse hacia Dios, e incluso más concretamente de la virginidad, como en el caso de Gregorio de Nisa, que se refiere a este estado como «ala de la virtud» o «ala celestial»[20]; las alas aligeran el fardo carnal, que no es simplemente el vuelo platónico del alma, sino un modo de vida sublime, el deseo de los bienes celestiales: son las «alas de la paloma» («¿Quién me diese alas como a la paloma?», dice el Salmo 55 [54], 7), en otras palabras la gracia del Espíritu Santo[21]. En la Biblia, la aurora y la luz simbolizan la salvación. El despertar matinal, en el momento de los dones divinos, refleja en ocasiones la resurrección (cf. Sal 17 [16], 15).
Las «alas de la aurora» pueden significar la pureza necesaria para la salvación. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8): las alas de la pureza los llevarán hasta la aurora de la salvación eterna. Estas son «las alas de la virginidad» que, según san Jerónimo, hacen que, en la mañana de Pascua, Juan sea el primero en llegar al sepulcro vacío[22]. Paul Claudel explica a Jacques Rivière la grandeza de esta virtud diciéndole que la pureza le hará «tan espléndido como el sol de la mañana»[23].
La buena nueva
«Venid a ver», dice la samaritana a la gente de la ciudad. Ha dejado el cántaro junto al pozo. Adivinamos un sentimiento de alegría mezclada con asombro y estupor. «¿No será él el Cristo?» (Jn 4, 29). Parece que el diálogo con Jesús ha purificado ya a esta mujer, que presiente que ha visto al Mesías, a aquel que, más tarde, enseñará en Galilea que los que poseen un corazón puro verán a Dios. Arraigada en el amor de Dios, la castidad es una «buena nueva» que es preciso compartir.
El misterio de Cristo estará siempre en el trasfondo de las páginas siguientes: la pureza es atractiva y comprensible en el contexto y grandeza de la fe. La castidad no es solamente formal, sino que nace en nuestros corazones (1), expresa el don de uno mismo (2) al tiempo que se recibe como un don de Dios (3), y se inscribe en el culto que se le rinde en un estrecho lazo con el misterio de la Eucaristía (4). Como indisociable del equilibrio personal (5) la castidad es también una conquista que exige valor (6) y a la que la sociedad no debe poner trabas (7). Toda persona humana está llamada a la pureza en el marco de una vocación que permite el don de sí, en el matrimonio (8) o en el celibato (9), dos caminos en los que la ternura y la fecundidad reflejan la fuerza del amor que libera[24].
Este es, pues, un ensayo de meditación teológica sobre la castidad cristiana. La sabiduría del corazón abre la senda de la felicidad. Como impulso de amor a Dios y al prójimo, la castidad da unas alas que, desde la aurora de la vida espiritual, nos conducen hacia la aurora de la vida eterna.
[1] B. Pascal, Pensamientos, en Obras completas, París 1963, Lafuma-Brunschvicg: 655-677.
[2] El filósofo francés Rémi Brague confiesa en Le Monde (30 de septiembre de 2013): «Nunca oí ni una sola homilía sobre este tema». Una mujer francesa de 80 años, católica practicante, afirma que solo una vez oyó hablar de pureza en una iglesia; era un 2 de febrero: un vicario parroquial habló de pureza de espíritu y de cuerpo.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica (en adelante CCE, por Catechismus Catholicae Ecclesiae), 2341.
[4]Ibídem, 2337.
[5] Cf. CCE, 1804, 2332.
[6] Cf. K. Wojtyla, Amor y responsabilidad. Estudio de moral sexual, Editorial Razón y fe, Madrid 1969, p. 347. Prefacio de Henri de Lubac, pp. 7-10.
[7]Ibídem, p. 98.
[8] Cf. S. Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. El amor humano en el plano divino, ed. preparada por el Pontificio Instituto Juan Pablo II (coord. Alejandro Burgos Velasco), Ediciones Cristiandad, Madrid 20102, p. 758.
[9]Ibídem, 7.XI.1984, pp. 667-668.
[10] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, 5.
[11] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, 24; cf. CCE, 1804, 2332.
[12] S. Juan Pablo II, Discurso, Roma, 7 octubre 2002.
[13] S. Josemaría, Surco, 831.
[14] S. Josemaría, Forja, 91.
[15] Cf. en particular S. Josemaría, Santa Pureza y Corazón, en Camino, 118-171; El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, 22-30; Porque verán a Dios, en Amigos de Dios, 175-189; etc.
[16]Cf. A. Léonard, Ton corps pour aimer. La morale sexuelle expliquée aux jeunes, Mame Edifa 2009, p. 11: «Partir del don de Dios», como hace Léonard al respecto, es «la pedagogía del Nuevo Testamento».
[17] Encontramos esta expresión, por ejemplo, en los escritos de S. Gertrudis, en la encíclica de Pío IX Quipluribus (1846), y también en textos del Breviario romano.
[18] S. Josemaría, Amigos de Dios, 177.
[19] S. Gregorio Nacianceno, Discurso 7.
[20] S. Gregorio de Nisa, La virginidad, cap. IV, n. 6; cap. XI, n. 5, Ciudad Nueva, Madrid 2000, pp. 71, 98.
[21] Cf. ibídem, cap. II, n. 3; cap. XI, n. 5: en ibídem, pp. 47, 98.
[22]Cf. S. Jerónimo, Commentarium in Isaiam, lib. XV, LVI, 4.5, en Corpus Christianorum, Series Latina, LXXIII A, Pars I, 2 A, 1963, p. 634: «Elatus uirginitatis alis cucurrit ad Dominum» (evoca Jn 20, 4 comentando Is 56, 5; cf. Sb 3, 14).
[23]P. Claudel, Lettre à J. Rivière du 3 mars 1907, in Correspondance, Plon, París 1926; ed. Livre de vie, París 1963, p. 36.
[24] Para la edición española de este libro he suprimido del original francés dos capítulos, cuyos contenidos, sobre el misterio de Cristo y la vocación, fueron distribuidos entre los demás. El texto, que nacía de varias charlas, clases y conferencias, reunidas y trabajadas de nuevo, ha ganado así en linealidad. Añadí también unos párrafos sobre un tema actual, el hombre vulnerable, y otros relativos a la donación propia de los religiosos.
1. CORAZÓN
Después de haber elegido a los Doce, Jesús recorría con ellos los caminos de Galilea. En ocasiones les enviaba a predicar, prolongando así su misión en las regiones colindantes. Un día los discípulos estaban junto a Jesús, pero no se encontraban solos: unos escribas y fariseos habían llegado desde Jerusalén para verle. Los fariseos respetaban el Sabbat, observaban los ritos de la purificación, pagaban el impuesto del Templo y creían en la resurrección de los cuerpos. El Señor confirmó su doctrina sobre la conveniencia de dirigirse a Dios como Padre y sobre el carácter primordial del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Algunos fariseos eran amigos de Jesús y le invitaban a almorzar. En casa de Simón, la pecadora derramó sobre Él sus lágrimas y un valioso perfume. Los ritos de la Antigua Ley manifestaban la necesaria pureza moral para acercarse a Dios. La tradición había ampliado esos ritos a las comidas, pues cualquier acción debía tener un sentido auténticamente religioso y acercar al hombre a Dios.
El corazón como fuente
San Marcos relata que aquel día algunos manifestaron su sorpresa al ver que los discípulos de Cristo comían «con las manos impuras, es decir, sin lavar» (Mc 7, 2). El evangelista explica, dirigiéndose sin duda a los que no tenían raíces judías, en qué consistía aquella costumbre. Llega incluso a decir que se lavaban las manos con todo cuidado, prácticamente hasta el codo (v. 3). Un gesto que implica las manos suele tener un sentidoprofundo en el ser humano. En este caso, no obstante, el legalismo de las normas rituales terminaba por asfixiar poco a poco el sentido del culto.
Jesús denuncia esta actitud remitiéndose a la Sagrada Escritura: «Bien profetizó Isaías de vosotros, como está escrito: este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me dan culto» (Mc 7, 6-7; Is 29, 13). Y Cristo añade: «Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres», e incluso llega a decirles que anulan este mandamiento (cf. v. 9): «Su corazón está lejos de mí». ¡El Verbo de Dios hablando de sí mismo! Isaías es justamente el profeta que nos revela a un Mesías lleno de amor: anuncia la pasión y le da su sentido. ¿Comprendieron los fariseos que la plenitud de la Ley, la cumbre de la Sagrada Escritura, es el amor? Su comportamiento parece hipócrita. En todo caso, ignoran que se cumple plenamente en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. San Agustín dirá que se trata del amor a este Ser del que estamos llamados a gozar: Dios; y también del amor a esos seres llamados a gozar de Dios con nosotros: el prójimo.
Luego, Cristo invita a acercarse a la multitud, como nos cuentan Mateo y Marcos; sin duda quiere dar mayor relieve a su enseñanza. Nos imaginamos cómo se apresurarían sus discípulos, los curiosos, los vecinos. ¿Qué va a pasar? ¿Hará un milagro? San Mateo nos transmite las palabras del Verbo encarnado: «Del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones» (Mt 15, 19; cf. Mc 7, 21).
La pureza de corazón
Es en la interioridad del hombre, en lo más íntimo de la persona, donde se encuentra la verdadera pureza. Solo tiene sentido cuando abarca a toda la persona, no a una parte de ella. En el corazón se define la autenticidad de la castidad. Es algo esencial para captar el sentido de la pureza, pues esa no es ritual, formal o externa, y tampoco es etérea, abstracta o angélica. Ya no se trata de algo antiguo, formal o legal: es una pureza nueva, humana y divina, la del corazón. También el mandamiento confiado por Jesús en la intimidad del cenáculo, tras la salida de Judas, es el de amar como Él nos ha amado (cf. Jn 13, 34): amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 37-39). La novedad de este mandamiento reside en la persona divina de Cristo, nuestro único modelo, que en el Monte de las Bienaventuranzas proclama la felicidad de los corazones puros.
¿Qué es el corazón? Siguiendo el sentido bíblico, el término «corazón» reemplaza en el pensamiento cristiano al término clásico, estoico, de «pectus» («pecho»), que era el signo de la inteligencia. El corazón es el centro escondido de la persona, el lugar de sus decisiones, y también del encuentro con Dios y con los demás[1]. Dos textos sobre esta noción esencial nos ayudarán a delimitar mejor su naturaleza. Uno de san Josemaría y el otro de Benedicto XVI.
En una hermosa meditación sobre el sagrado Corazón de Jesús, san Josemaría considera que la Escritura ve el corazón humano como «toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás», «el resumen, y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras y de las acciones»: la alegría, el arrepentimiento, la alabanza a Dios, la disposición para oír al Señor, la vela amorosa, y también la duda y el temor:
«El corazón no solo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el corazón, y en él permanece escrita. Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19).
»Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se habla de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 2)»[2].
San Josemaría describe aquí el corazón como lo más profundo de la persona, el lugar en el que se apoya su relación con Dios y con el prójimo. Es la persona entera orientada hacia su bien. «Deja que tu corazón se expansione, que se ponga junto al Señor»[3], nos dice. Pues bien, el Señor mismo «deja que su corazón se enternezca ante el dolor de la viuda de Naín»[4], y resucita a su hijo.
La disposición afectiva
En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI manifiesta que esta orientación del corazón desempeña un papel unificador de la persona, inteligencia, voluntad y sentimientos. «A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su existencia. La voluntad tiene que ser pura y, antes que ella, debe serlo también la base afectiva del alma, que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir». ¿Qué es el corazón? Benedicto XVI lo define como «la interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre». Hay pues una dinámica del corazón, que es al mismo tiempo como la resultante de diferentes factores y los consolida en una interacción constante. Benedicto XVI indica en especial «la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de la criatura llamada “hombre”».
Para Benedicto XVI, «la disposición afectiva fundamental del hombre depende precisamente también de esta unidad entre el alma y el cuerpo, así como del hecho de que acepte a la vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu». Y continúa: «El corazón, la totalidad del hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios»[5]. En resumen, es esencial considerar todo lo que compone la persona, en una misteriosa alquimia en la que cada elemento, bajo la mirada de Dios, necesita del otro y se encuentra constantemente influido por el otro. El centro está en el corazón, pero ese centro está llamado a «descentrarse», porque el corazón debe ser puro, abierto y libre para ver a Dios. Así, el centro se desplaza del hombre hacia Dios: Benedicto XVI muestra el hilo que conduce desde la pureza, la apertura del corazón y la libertad interior, a la salvación del hombre.
Habla también de la «disposición afectiva del alma». Esta expresión puede ayudar a comprender el papel y la importancia del corazón, al que designa como el fondo del ser. Veamos el ejemplo del estado de ánimo con el que el lector aborda un texto: de su disposición depende el esfuerzo de la inteligencia que ha de ejercitar para entenderlo y apreciarlo. Si se deja llevar por un prejuicio negativo, su actitud hacia el texto queda empañada por un filtro que le distancia, y la lectura resultará desvirtuada. Al contrario, si se abre al contenido real de la obra, podrá formarse un juicio más objetivo sobre las ideas que expone. Esta es precisamente la disposición que pedía el pontífice alemán en el prólogo del libro que acabo de citar, el crédito de «esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible»[6]. La benevolencia no se limita a la inteligencia ni a la voluntad; tampoco se reduce a un simple sentimiento. El autor pide ser leído con buena voluntad. Se trata realmente de una orientación, una disposición, una opción fundamental. Tiene ya una dirección, apenas perceptible quizá, pero muy real, que precede a los hechos y a los pensamientos: lo que se desea, lo que se ama. Para que se logre la unidad interior, necesitamos estar dispuestos a aceptarnos a nosotros mismos, a dar la bienvenida a este ser que hemos recibido de Dios, y que es cuerpo y alma a la vez. La descripción que ofrece Benedicto XVI se termina como empezó, con la referencia a la visión de Dios.
¿Cuál es, por tanto, la aspiración fundamental de nuestro corazón? Sabemos que «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación»[7]. Creado a imagen y semejanza de Dios, el ser humano es social, y en su relación con los otros encuentra la ocasión de un don de sí libre y responsable en la búsqueda del bien común: «El hombre, única criatura a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»[8]. Llamada por el bautismo a participar de la vida divina y a compartir en ella la felicidad por el testimonio de su fe, la persona humana continúa la obra de Dios por medio del trabajo, en el seno de la familia y en la sociedad, en la espera amorosa de la nueva venida del Señor (cf. 2 Tim 4, 8). También ejerce su libertad en su historia temporal, entregándose con la perspectiva de su destino inmortal. Esta libertad participa del poder creador de Dios.
El hombre interior