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Reciedumbre, sinceridad y afán por la salvación de las almas brotan de estas homilías escogidas, que el Santo Cura de Ars predicaba a sus feligreses. Palabras sencillas, pero de doctrina clara y penetrante. Durante cuarenta y dos años, Juan Bautista María Vianney regentó la parroquia de Ars y, con la gracia de Dios, la transformó en un modelo. Además, acudieron a su confesonario miles de personas de muy distintos lugares, para abrir su alma, y obtener el perdón de sus pecados y la rectificación de sus vidas. Pocos santos han llegado a mostrar una visión tan clara de la malicia del pecado y sus horrorosas consecuencias en las almas. Así se refleja en sus homilías, donde el acento a veces es duro pero lleno de caridad con sus oyentes, ante quienes goza de la autoridad de padre, maestro y pastor. Se recogen en este volumen algunas homilías sobre el arrepentimiento y la conversión personal, así como los principales medios para alcanzar el perdón y vivir en el Amor.
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Veröffentlichungsjahr: 2015
Amor y perdón
© 2010 de la versión realizada por José María Llovera
Selección de textos: José María Casciaro
By Ediciones RIALP, S.A., 2012
Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)
www.rialp.com
Cubierta: El regreso del hijo pródigo(detalle), Pompeo Batoni, Kunsthistorisches Museum, Viena.
ISBN eBook: 978-84-321-3806-5
ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.
ÍNDICE
Presentación
Sobre el respeto humano (Adviento)
Sobre el Misterio (Navidad)
Sobre la Penitencia (Miércoles de Ceniza)
Sobre las tentaciones (Cuaresma)
Sobre la limosna (Cuaresma)
Aplazamiento de la conversión (Cuaresma)
El Sacramento del Amor (Jueves Santo)
El pecado renueva la Pasión de Jesucristo (Viernes Santo)
Sobre la perseverancia (Pascua)
Sobre la oración (Pascua)
El Cuerpo y la Sangre de Cristo (Corpus Christi) 235
Sobre la Santa Misa (Pentecostés)
Quien siga la lectura de estas homilías que el Santo Cura de Ars predicaba a sus rústicos feligreses, se verá arrastrado a tomar en serio la tarea de su propia santificación. Reciedumbre, sinceridad y celo por la salvación de las almas brotan de las palabras de estas homilías sumamente sencillas, pero de doctrina clara y penetrante en toda clase de almas.
* * *
Nació Juan Bautista María Vianney en 1786, cerca de Lyon. Sus padres eran modestos labriegos. Su niñez y su mocedad fueron sacudidas por las convulsiones de la Revolución francesa y los trasiegos militares de Napoleón. Abandonó el ejército y no cejó hasta conseguir entrar en el Seminario, adonde se veía llamado por Dios de manera inexcusable.
Sus biógrafos concuerdan en afirmar las dificultades que encontraba el joven seminarista para asimilar las disciplinas de humanidades y de teología. Superadoscon enorme esfuerzo los exámenes oportunos, fue ordenado sacerdote y regentó a lo largo de cuarenta y dos años la parroquia del pequeño pueblo de Ars. Durante toda su vida de párroco tuvo tal sentido de responsabilidad y tal celo por la salvación de las almas que, con la gracia de Dios, logró trasformar su parroquia en un modelo, quizá ninguna otra vez alcanzado.
Pero la actividad sacerdotal de Vianney no se limitó sólo a sus feligreses. Desde 1830 a 1859, en que murió, muchos miles de personas de diversa condición, venidas de todos los rincones de Francia y aun de muchos países de Europa y América, acudieron a su confesonario —casi nunca desatendido en ningún momento del día y de la noche— a abrir su alma a aquel humilde sacerdote para obtener el perdón de sus pecados y la rectificación de sus vidas. El Santo Cura de Ars había recibido de Dios, indudablemente, la misión de purificar un elevadísimo número de pecadores.
* * *
Esa extraordinaria actividad de confesonario marca precisamente uno de los rasgos más característicos de la espiritualidad y de las preocupaciones pastorales que se refleja en la predicación del Santo. Podemos decir que San Juan Bautista María Vianney se nos presenta como el gran enemigo del pecado. Pocos santos han llegado a mostrar una visión tan clara de la malicia del pecado y a concebir un horror tan grande hacia él.
En otros eximios autores de espiritualidad cristiana vemos con frecuencia la alusión a los consuelos y gozos del amor divino. En el Cura de Ars, en cambio, el acento está constantemente en la abominación del ultraje hecho a Dios y a la persona del Salvador y en las horrorosas consecuencias que el pecado produce en las almas. A veces, parece casi ahogarse en el océano de miserias que azotan sus oídos en las diarias y casi interminables series de confesiones que escucha en su iglesia parroquial de Ars.
Todo ello se refleja en sus sermones de modo evidente y explica, en parte, la personal dureza y la extremada penitencia con que el Santo trata a su propio cuerpo: «Yo les doy (a los pecadores) una pequeña penitencia y cumplo el resto en lugar de ellos», decía nuestro Santo en cierta ocasión.
La doctrina de Vianney es clara y sencilla, como era su persona y como corresponde a la generalidad de las almas a quienes iba dirigida, que eran sus feligreses rurales. Su lema de fondo, patente: la conversión del pecador, para que deje de ultrajar al Buen Dios y para que obtenga de la misericordia divina la salvación de su alma. Con frecuencia, los acentos son duros, pero llenos de caridad, en vivo diálogo con sus oyentes, a los que conoce perfectamente y ante quienes tiene la autoridad de su verdadero padre y maestro, de su Buen Pastor. Es innegable la singular fuerza de sus palabras para convertir a toda clase de personas a una vida de santidad y arrepentimiento de sus pecados pasados.
* * *
Las Homilíasdel Santo Cura de Ars han sido conocidas por los lectores de habla española merced, principalmente, a los tres tomos que, traducidos por el docto canónigo don José María Llovera, publicó en Barcelona el año 1927 la editorial pontificia «Eugenio Subirana». Nuestra edición está constituida por algunos textos de la mencionada publicación, seleccionados por don José María Casciaro en noviembre de 1956.
Hemos de advertir que se han suprimido algunas frases que nuestro autor repetía constantemente, como «¡Hermanos míos!», etcétera, o las consiguientes exclamaciones («¡Ah, Oh, Ay...!») propias de la oratoria de su tiempo. La gran frecuencia con que estas frases se repiten en el original era indudablemente algo acertado en la oratoria del Santo, pero leídas, resultan extrañas a nuestro gusto literario actual. También se han suprimido algunos párrafos a lo largo de muchas de las homilías, pues habrían requerido prolijas aclaraciones.
Beatus qui non fuerit scandalizatus in me.
Bienaventurado el que no se escandalice de mí.
(Mt 11, 6)
Nada más glorioso y honorífico para un cristiano, que llevar el nombre sublime de hijo de Dios, de hermano de Jesucristo. Pero, al propio tiempo, nada más infame que avergonzarse de ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. No, no nos maraville el ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un exterior de piedad para captarse la estimación y las alabanzas de los demás, mientras que su pobre corazón se halla devorado por los más infames pecados. Quisieran, estos ciegos, gozar de los honores inseparables de la virtud, sin tomarse la molestia de practicarla. Pero maravíllenos aún menos al ver a otros, buenos cristianos, ocultar, en cuanto pueden, sus buenas obras a los ojos del mundo, temerosos de que la vanagloria se insinúe en su corazón y de que los vanos aplausos de los hombres les hagan perder el mérito y la recompensa de ellas. Pero, ¿dónde encontrar cobardía más criminal y abominación más detestable que la de nosotros, que, profesando creer en Jesucristo, estando obligados por los más sagrados juramentos a seguir sus huellas, a defender sus intereses y su gloria, aun a expensas de nuestra misma vida, somos tan viles que, a la primera ocasión, violamos las promesas que le hemos hecho en las sagradas fuentes bautismales? ¡Ah, desdichados! ¿Qué hacemos? ¿Quién es Aquel de quien renegamos? Abandonamos a nuestro Dios, a nuestro Salvador, para quedar esclavos del demonio, que nos engaña y no busca otra cosa que nuestra ruina y nuestra eterna infelicidad. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! Para mejor haceros ver su bajeza, os mostraré:
1.oCuánto ofende a Dios el respeto humano, es decir, la vergüenza de hacer el bien.
2.oCuán débil y mezquino de espíritu manifiesta ser el que lo comete.
I. No nos ocupemos de aquella primera clase de impíos que emplean su tiempo, su ciencia y su miserable vida en destruir, si pudieran, nuestra santa religión. Estos desgraciados parecen no vivir sino para hacer nulos los sufrimientos, los méritos de la muerte y pasión de Jesucristo. Han empleado, unos su fuerza, otros su ciencia, para quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo edificó su Iglesia. Pero ellos son los insensatos que van a estrellarse contra esta piedra de la Iglesia, que es nuestra santa religión, la cual subsistirá a pesar de todos sus esfuerzos.
En efecto, ¿en qué vino a parar toda la furia de los perseguidores de la Iglesia, de los Nerones, de los Maximianos, de los Dioclecianos, de tantos otros quecreyeron hacerla desaparecer de la tierra con la fuerza de sus armas? Sucedió todo lo contrario: la sangre de tantos mártires, como dice Tertuliano, sólo sirvió para hacer florecer más que nunca la religión; aquella sangre parecía una simiente de cristianos, que producía el ciento por uno. ¡Desgraciados! ¿Qué os ha hecho esta hermosa y santa religión, para que así la persigáis, cuando sólo ella puede hacer al hombre dichoso aquí en la tierra? ¡Cómo lloran y gimen ahora en los infiernos, donde conocen claramente que esta religión, contra la cual se desenfrenaron, los hubiera llevado al Paraíso! Pero, ¡qué vanos e inútiles lamentos!
Mirad igualmente a esos otros impíos que hicieron cuanto estuvo en su mano por destruir nuestra santa religión con sus escritos, un Voltaire, un Juan-Jacobo Rousseau, un Diderot, un D’Alembert, un Volnev y tantos otros, que se pasaron la vida vomitando con sus escritos cuanto podía inspirarles el demonio. Mucho mal hicieron, es verdad; muchas almas perdieron, arrastrándolas consigo al infierno; pero no pudieron destruir la religión como pensaban. Lejos de quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo ha edificado su Iglesia, que ha de durar hasta el fin del mundo, se estrellaron contra ella. ¿Dónde están ahora estos desdichados impíos? ¡Ay!, en el infierno, donde lloran su desgracia y la de todos aquellos que arrastraron consigo.
Nada digamos, tampoco, de otra clase de impíos que, sin manifestarse abiertamente enemigos de la religión de la cual conservan todavía algunas prácticas externas, se permiten, no obstante, ciertas chanzas, por ejemplo, sobre la virtud o la piedad de aquellos a quienes no se sienten con ánimos de imitar. Dime, amigo, ¿qué te ha hecho esa religión que heredaste de tus antepasados, que ellos tan fielmente practicaron delante de tus ojos, de la cual tantas veces te dijeron que sólo ella puede hacer la felicidad del hombre en la tierra, y que, abandonándola, no podíamos menosde ser infelices? ¿Y a dónde piensas que te conducirán, amigo, tusribetesde impiedad? ¡Ay, pobre amigo!, al infierno, para llorar en él tu ceguera.
Tampoco diremos nada de esos cristianos que no son tales más que de nombre; que practican su deber de cristianos de un modo tan miserable, como para morirse de compasión. Los veréis que hacen sus oraciones con fastidio, disipados, sin respeto. Los veréis en la Iglesia sin devoción; la santa Misa comienza siempre para ellos demasiado pronto y acaba demasiado tarde; no ha bajado aún el sacerdote del altar, y ellos están ya en la calle. De frecuencia de Sacramentos, no hablemos; si alguna vez se acercan a recibirlos, su aire de indiferencia va pregonando que no saben en absoluto lo qué hacen. Todo lo que atañe al servicio de Dios lo practican con un tedio espantoso. ¡Buen Dios! ¡Qué de almas perdidas por una eternidad! ¡Dios mío! ¡Qué pequeño ha de ser el número de los que entran en el reino de los cielos, cuando tan pocos hacen lo que deben por merecerlo!
Pero, ¿dónde están —me diréis— los que se hacen culpables de respeto humano? Atendedme un instante, y vais a saberlo. Por de pronto, os diré con San Bernardo que por cualquier lado que se mire el respeto humano, que es la vergüenza de cumplir los deberes de la religión por causa del mundo, todo muestra en él menosprecio de Dios y de sus gracias y ceguera del alma. Digo, en primer lugar, que la vergüenza de practicar el bien, por miedo al desprecio y a las mofas de algunos desdichados impíos o de algunos ignorantes, es un asombroso menosprecio que hacemos de la presencia de Dios, ante el cual estamos siempre y que en el mismo instante podría lanzarnos al infierno. ¿Y por qué motivo, esos malos cristianos se mofan de vosotros y ridiculizan vuestra devoción? Yo os diré la verdadera causa: es que, no teniendo virtud para hacer lo que hacéis vosotros, os guardan inquina, porque con vuestra conducta despertáis los remordimientos de su conciencia; pero estad bien seguros de que su corazón, lejos de despreciaros, os profesan grande estima. Si tienen necesidad de un buen consejo o de alcanzar de Dios alguna gracia, no creáis que acudan a los que se portan como ellos, sino a aquellos mismos de los cuales se burlaron, por lo menos de palabra. ¿Te avergüenzas, amigo, de servir a Dios, por temor de verte despreciado? Mira a Aquel que murió en esta cruz; pregúntale si se avergonzó Él de verse despreciado, y de morir de la manera más humillante en aquel infame patíbulo. ¡Ah, qué ingratos somos con Dios, que parece hallar su gloria en hacer publicar de siglo en siglo que nos ha escogido por hijos suyos! ¡Oh Dios mío!, ¡qué ciego y despreciable es el hombre que teme un miserablequé dirán,y no teme ofender a un Dios tan bueno! Digo, además, que el respeto humano nos hace despreciar todas las gracias que el Señor nos mereció con su muerte y pasión. Sí, por el respeto humano inutilizamos todas las gracias que Dios nos había destinado para salvarnos. ¡Oh, maldito respeto humano, cuántas almas arrastras al infierno!
En segundo lugar, digo que el respeto humano encierra la ceguera más deplorable. No paramos de fijar nuestra atención en lo que perdemos. ¡Qué desgracia para nosotros! Perdemos a Dios, al cual ninguna cosa podrá jamás reemplazar. Perdemos el cielo, con todos sus bienes y delicias. Pero hay aún otra desgracia, y es que tomamos al demonio por padre y al infierno, con todos sus tormentos, por nuestra herencia y recompensa. Trocamos nuestras dulzuras y goces eternos en penas y lágrimas. ¡Ay! amigo, ¿en qué piensas? ¡Cómo tendrás que arrepentirte por toda la eternidad! ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos pensar en ello y vivir todavía esclavos del mundo?
Es verdad —me diréis— que quien por temor al mundo no cumple sus deberes de religión es bien desgraciado, puesto que nos dice el Señor que a quien se avergonzare de servirle delante de los hombres, no querrá Él reconocerle delante de su Padre el día del juicio1. ¡Dios mío! ¿Por qué temer al mundo, sabiendo como sabemos que es absolutamente necesario ser despreciado del mundo para agradar a Dios? Si temías al mundo, no debías haberte hecho cristiano. Sabías bien que en las sagradas fuentes del bautismo hacías juramento en presencia del mismo Jesucristo; que renunciabas al mundo y al demonio; que te obligabas a seguir a Jesucristo llevando su cruz, cubierto de oprobios y desprecios. ¿Temes al mundo? Pues bien, renuncia a tu bautismo, y entrégate a ese mundo, al cual tanto temes desagradar.
Pero, ¿cuándo obramos por respeto humano? Escucha bien, amigo mío. Un día, estando en la feria, o en una posada donde se come carne en día prohibido, se te invita a comerla también; y tú, en vez de decir que eres cristiano y que tu religión te lo prohíbe, te contentas con bajar los ojos y ruborizarte, y comes la carne como los demás, diciendo: «Si no hago lo mismo que ellos, se burlarán de mí». ¿Se burlarán de ti, amigo? ¡Ah!, tienes razón, ¡es una verdadera lástima! «¡Oh!, es que haría aun mucho más mal que el que cometo comiendo carne, siendo la causa de todos los disparates que dirían contra la religión». ¿Harías aún más mal? ¿Te parecería bien que los mártires, por temor de las blasfemias y juramentos de sus perseguidores, hubiesen renunciado todos a su religión? Si otros obran mal, tanto peor para ellos. Di más bien: ¿no hay bastante con que otros desgraciados crucifiquen a Jesús con su mala conducta, para que también tú te juntes a ellos para hacer sufrir más a Jesucristo? ¿Temes que se mofen de ti? ¡Ah, desdichado!, mira a Jesucristo en la cruz, y verás cuánto ha hecho por ti.
¿No sabes acaso cuándo niegas a Jesucristo? Sucede un día en que, estando en compañía de dos o tres personas, parece que se te han caído las manos, o que no sabes hacer la señal de la cruz, y miras si tienen los ojos fijos en ti, y te contentas con decir tu bendición y acción de gracias en la mesa mentalmente, o te retiras a un rincón para decirlas. Sucede cuando, al pasar delante de una cruz, te haces el distraído, o dices que no fuimos nosotros la causa de que Dios muriera en ella.
¿No sabes cuándo tienes respeto humano? Sucede un día en que, hallándote en una tertulia donde se dicen obscenidades contra la santa virtud de la pureza o contra la religión, no tienes valor para reprender a los que así hablan, antes al contrario, te sonríes por temor a sus burlas. «Es que no hay otro remedio —dices—, si no quiero ser objeto de continua mofa». ¿Temes que se mofen de ti? Por este mismo temor negó San Pedro al divino Maestro; pero el temor no le libró de cometer con ello un gran pecado, que lloró luego toda su vida.
¿No sabes cuándo tienes respeto humano? Sucede un día en que el Señor te inspira el pensamiento de ir a confesarte, y sientes que tienes necesidad de ello, pero piensas que se reirán de ti y te considerarán un santurrón. O cuando te viene el pensamiento de acudir a la santa Misa entre semana, y nada te lo impide; pero te dices a ti mismo que se burlarán de ti y dirán: «Esto es bueno para el que no tiene nada que hacer, para el que vive de las rentas».
¡Cuántas veces este maldito respeto humano te ha impedido asistir al catecismo y a la oración de la tarde! ¡Cuántas veces, estando en tu casa, ocupado en algunas oraciones o lecturas de piedad, te has escondido por disimulo, al ver que alguien llegaba! Cuántas veces el respeto humano te ha hecho quebrantar la ley del ayuno o de la abstinencia, por no atreverte a decir que ayunabas o comías de vigilia! ¡Cuántas veces no te has atrevido a recitar elÁngelusdelante de la gente, o te has contentado con decirlo para ti, o has salido del local donde estabas con otros para decirlo fuera! ¡Cuántas veces has omitido las oraciones de la mañana o de la noche por hallarte con otros que no las hacían; y todo esto por el temor de que se burlasen de ti! Anda, pobre esclavo del mundo, aguarda el infierno donde serás precipitado; no te faltará allí tiempo para echar en falta el bien que el mundo te ha impedido practicar.
¡Oh, buen Dios!, ¡qué triste vida lleva el que quiere agradar al mundo y a Dios! No amigo, te engañas. Fuera de que vivirás siempre infeliz, no has de conseguir nunca complacer a Dios y al mundo; es cosa tan imposible como poner fin a la eternidad. Oye un consejo que voy a darte, y serás menos desgraciado: entrégate enteramente o a Dios o al mundo; no busques ni sigas más que a un amo; pero una vez escogido, no le dejes ya. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice Jesucristo en el Evangelio: No puedes servir a Dios y al mundo, es decir, no puedes seguir al mundo con sus placeres y a Jesucristo con su cruz? No es que te falten trazas para ser, ora de Dios, ora del mundo. Digámoslo con más claridad: es lástima que tu conciencia, que tu corazón no te consientan frecuentar por la mañana la sagrada Misa y el baile por la tarde; pasar una parte deldía en la iglesia y otra parte en la taberna o en el juego; hablar un rato del buen Dios y otro rato de obscenidades o de calumnias contra tu prójimo; hacer hoy un favor a tu vecino y mañana un agravio; en una palabra: ser bueno, portarte bien y hablar de Dios en compañía de los buenos, y obrar el mal en compañía de los malvados.
La compañía de los perversos nos lleva a obrar el mal. ¡Qué de pecados no evitaríamos si tuviésemos la dicha de apartarnos de la gente sin religión! Refiere San Agustín que muchas veces, hallándose entre personas perversas, sentía vergüenza de no igualarlas en maldad, y, para no ser tenido en menos, se gloriaba aun del mal que no había cometido. ¡Pobre ciego! ¡Qué digno eres de lástima! ¡Qué triste vida!... ¡Ah, maldito respeto humano! ¡Qué de almas arrastras al infierno! ¡De cuántos crímenes eres tú la causa! ¡Qué culpable es el desprecio de las gracias que Dios nos quiere conceder para salvarnos! ¡Cuántos y cuántos han comenzado el camino de su reprobación por el respeto humano, porque, a medida que iban despreciando las gracias que les concedía Dios, la fe se iba amortiguando en su alma! Poco a poco iban sintiendo menos la gravedad del pecado, la pérdida del cielo, las ofensas que hacían a Dios pecando. Así acabaron por caer en una completa parálisis, por no darse ya cuenta del infeliz estado de su alma; se durmieron en el pecado y la mayor parte murieron en él.
En el sagrado Evangelio leemos que Jesucristo en sus misiones colmaba de toda suerte de gracias los lugares por donde pasaba. Ahora era un ciego, a quien devolvía la vista; luego un sordo, a quien tornaba el oído; aquí un leproso, a quien curaba de su lepra; más allá un difunto, a quien restituía la vida. Con todo, vemos que eran muy pocos los que publicaban los beneficios que acababan de recibir. ¿Y por qué esto? Porque temían a los judíos, porque no se podía ser amigo de los judíos y de Jesús. Y así, cuando se hallaban al lado de Jesús, le reconocían; pero cuando se hallaban con los judíos, parecían aprobarlos con su silencio. He aquí precisamente lo que nosotros hacemos: cuando nos hallamos solos, al reflexionar sobre todos los beneficios que hemos recibido del Señor, no podemos menos de manifestarle nuestro reconocimiento por haber nacido cristianos, por haber sido confirmados; pero cuando estamos con los frívolos, parecemos compartir sus sentimientos, aplaudiendo sus impiedades con nuestras sonrisas o nuestro silencio. ¡Qué indigna preferencia!, exclama San Máximo. ¡Maldito respeto humano, cuántas almas arrastras al infierno! ¡Qué tormento no pasará una persona que así quiere vivir y agradar a dos contrarios! Tenemos de ello un elocuente ejemplo en el Evangelio. Leemos allí que el rey Herodes se había enredado en un amor criminal con Herodías. Esta infame cortesana tenía una hija que danzó delante de él con tanta gracia que el rey le prometió todo aquello que pidiera, aunque fuera la mitad de su reino. Guardóse bien la desdichada de pedírsela, porque no era bastante; fue al encuentro de su madre para escuchar su consejo sobre lo que debía pedir, y la madre, más infame que su hija, presentándole una bandeja, la dijo: «Ve y pide que mande colocar en este plato la cabeza de Juan Bautista, para traérmela». Era esto en venganza de haberle echado en cara el Bautista su mala vida. El rey se quedó sobrecogido de espanto ante esta demanda; pues, por una parte, él apreciaba a San Juan Bautista, y le pesaba la muerte de un hombre tan digno de vivir. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué partido iba a tomar? ¡Ah! Maldito respeto humano, ¿a qué te decidirás?
Herodes no quisiera decretar la muerte del Bautista; pero, por otra parte, teme que se burlen de élporque, siendo rey, no mantiene su palabra. «Ve —dice por fin el desdichado a uno de los verdugos—, ve y corta la cabeza de Juan Bautista; prefiero dejar que grite mi conciencia a que se burlen de mí». Pero, ¡qué horror! Al aparecer la cabeza en la sala, los ojos y la boca permanecían cerrados, pero parecían reprocharle su crimen y amenazarle con los más terribles castigos. Al verlos, Herodes palidece y se estremece. Quien se deja guiar por el respeto humano es bien digno de lástima.
Es verdad que el respeto humano no nos impide hacer algunas buenas obras. Pero, ¡cuántas veces, en esas mismas buenas obras, nos hace perder el mérito! ¡Cuántas buenas obras, que no llevaríamos a cabo si no esperáramos ser alabados y estimados del mundo! ¡Cuántos vienen a la iglesia únicamente por respeto humano, pensando que, si abandonan la práctica de la religión, al menos exteriormente, pierden también la confianza de los demás, pues, como suele decirse, ¡donde no hay religión, no hay tampoco conciencia! ¡Cuántas madres, que parecen tener mucho cuidado de sus hijos, lo hacen sólo por ser estimadas a los ojos del mundo! ¡Cuántos, que se reconcilian con sus enemigos sólo por no perder la estima de la gente! ¡Cuántos, que no serían tan correctos, si no supiesen que en ello les va la alabanza mundana! ¡Cuántos, que son más reservados en su hablar y más modestos en la iglesia a causa del mundo! ¡Oh!, ¡maldito respeto humano, cuántas buenas obras echas a perder, que a tantos cristianos conducirían al cielo, y no hacen sino empujarlos al infierno!
Pero —me diréis— resulta muy difícil evitar que el mundo se entrometa en todo lo que uno hace. ¿Y qué? No hemos de esperar nuestra recompensa del mundo, sino solo de Dios. Si se me alaba, sé bien que no lo merezco, porque soy pecador; si se me desprecia, nada hay en ello de extraordinario, tratándose de un pecador como yo, que tantas veces ha despreciado con sus pecados al Señor. Mucho más merecería. Por otra parte, ¿no nos ha dicho Jesucristo: «Bienaventurados los que serán despreciados y perseguidos»? Y, ¿quiénes os desprecian? Algunos infelices pecadores, que, careciendo del valor para hacer lo que vosotros hacéis, para disimular su vergüenza pretenden que obréis como ellos; o algún pobre ciego que, bien lejos de despreciaros, debería pasarse la vida llorando su infelicidad. Sus burlas os demuestran qué dignos son de lástimayde compasión. Son como una persona que ha perdido el juicio, que corre por las selvas, se arrastra por tierra o se arroja a los precipicios gritando a los demás para que hagan lo mismo; grite cuanto quiera, la dejáis hacer, y os compadecéis de ella, porque desconoce su desgracia. De la misma manera, dejemos a esos pobres desdichados que griten y se mofen de los buenos cristianos; dejemos a esos insensatos en su demencia; dejemos a esos ciegos en sus tinieblas; escuchemos los gritos y aullidos de los réprobos; pero nada temamos, sigamos nuestro camino; el mal se lo hacen a sí mismos y no a nosotros; compadezcámoslos, y no nos separemos de nuestra línea de conducta.
¿Sabéis por qué se burlan de vosotros? Porque ven que les tenéis miedo y que por la menor cosa os sonrojáis. No es vuestra piedad el motivo de su burla, sinovuestra inconstancia, y vuestra flojedad en seguir a vuestro capitán. Tomad ejemplo de los mundanos; mirad con qué audacia siguen ellos al suyo. ¿No les veis cómo hacen gala de ser frívolos, bebedores, astutos, vengativos? Mirad a un impúdico: ¿se avergüenza acaso de vomitar sus obscenidades delante de la gente? ¿Y por qué? Porque los mundanos se ven constreñidos a seguir a su amo, que es el mundo; no piensan ni se ocupan más que en agradarle; por más sufrimientos que acarree, nada es capaz de detenerlos. Ved aquí, lo que ganaríais también vosotros, si quisierais en este punto imitarlos: no temeríais al mundo ni al demonio; no buscaríais ni querríais más que lo que pueda agradar a vuestro Señor, que es el mismo Dios. Convenid conmigo en que los mundanos son mucho más constantes en todos los sacrificios que hacen para agradar a su amo, que es el mundo, que nosotros en hacer lo que debemos para agradar a nuestro Señor, que es Dios.
II. Pero ahora volvamos a empezar de otra manera. Dime, amigo, ¿por qué razón te mofas tú de los que hacen manifestación de su piedad o, para que lo entiendas mejor, de los que gastan más tiempo que tú en la oración, frecuentan más a menudo los Sacramentos o huyen de los aplausos del mundo? Una de tres: o consideráis a estas personas como hipócritas, os burláis de la piedad misma, o en fin, os enoja ver que valen más que vosotros.
1.oPara tratarlos de hipócritas sería preciso que hubierais leído en su corazón, y estuvieseis plenamente convencidos de que toda su devoción es falsa. Pues bien, ¿no parece natural, cuando vemos a una persona hacer alguna buena obra, pensar que su corazón es bueno y sincero? Siendo así, ved qué ridículos resultan vuestro lenguaje y vuestros juicios. Veis en vuestro vecino una apariencia buena, y decís o pensáis que su interior no vale nada. Os muestran un fruto bueno: indudablemente —pensáis—, el árbol que lo lleva es de buena calidad, y formáis buen juicio de él. En cambio, tratándose de juzgar a las personas de bien, decís todo lo contrario: el fruto es bueno, pero el árbol que lo lleva no vale nada.
2.oDigo, en segundo lugar, que os burláis de la piedad misma. Pero me engaño; no os burláis de tal persona porque sus oraciones sean largas, frecuentes y hechas con reverencia. No es por esto, porque también vosotros oráis (por lo menos, si no lo hacéis, faltáis a uno de vuestros primeros deberes). ¿Es, acaso, porque ella frecuenta los Sacramentos? Tampoco vosotros habéis pasado la vida sin acercaros a los santos Sacramentos; se os ha visto en el tribunal de la penitencia, se os ha visto aproximaros a la sagrada mesa. No despreciáis, por tanto, a tal persona porque cumple mejor que vosotros sus deberes de religión, pues estáis perfectamente convencidos del peligro que corremos de perdernos, y de la necesidad de recurrir a menudo a la oración y a los Sacramentos para perseverar en la gracia del Señor. Sabemos que, después de este mundo, ningún recurso queda: para bien o para mal, será inevitable permanecer en esa suerte por toda la eternidad.
3.oNo, nada de esto es lo que nos enoja en la persona de nuestro vecino. Más bien es que, careciendo del valor para imitarle, no quisiéramos sufrir la vergüenza de nuestra flojedad; preferiríamos arrastrarle a imitar nuestros desórdenes y nuestra vida indiferente. ¿Cuántas veces nos permitimos decir: «para qué sirve tanta mojigatería, tanto estar en la iglesia,tanto madrugar para acudir a ella» y otras cosas por elestilo? ¡Ah! es que la vida de las personas seriamente piadosas es la condenación de nuestra vida floja e indiferente. Bien fácil es comprender que su humildad y el desprecio que hacen de sí mismas condena nuestra vida orgullosa, que no sabe sufrir y ansía la estimación y alabanza de todos. No hay duda de que su dulzura y su bondad para con todos abochorna nuestros arrebatos y nuestra cólera; su modestia y su serenidad en toda su conducta condenan nuestra vida mundana y llena de escándalos.
¿No es realmente esto lo que nos molesta en la persona de nuestros prójimos? ¿No es esto lo que nos enfada cuando oímos hablar bien de los demás y contemplamos sus buenas acciones? Sí, no cabe duda de que su devoción, su respeto a la Iglesia nos condena, y contrasta con nuestra vida disipada y con nuestra indiferencia por la propia salvación. De la misma manera que nos sentimos naturalmente inclinados a excusar en los demás los defectos que hay en nosotros mismos, somos propensos a desaprobar en ellos las virtudes que no tenemos el valor de practicar.
Lo contemplamos todos los días. Un mujeriego se alegra de hallar a otro mujeriego que le aplauda en sus desórdenes; lejos de disuadirle, le alienta a proseguir en ellos. Un vengativo se complace en la compañía de otro vengativo para aconsejarse mutuamente, a fin de hallar el medio de vengarse de sus enemigos. Pero poned una persona templada en compañía de un mujeriego, una persona siempre dispuesta a perdonar junto a otra vengativa; veréis cómo en seguida los malvados se desenfrenan contra los buenos y se lesechan encima.¿Ypor qué? Porque, no teniendo la virtud de obrar como ellos, quisieran arrastrarlos a su parte, a fin de que su vida santa no censure continuamente la suya propia.
Mas, si queréis comprender la ceguera de los que se mofan de quienes cumplen mejor que ellos sus deberes de cristianos, escuchadme un momento.
¿Qué pensaríais de un pobre que tuviera envidia de un rico, si ha renunciado a ser rico por voluntad propia? No le diríais: «¿Amigo, por qué has de hablar mal de esta persona simplemente porque tiene riqueza? Podrías ser tan rico como ella, e incluso más si quieres». Entonces, ¿por qué nos permitimos vituperar a los que llevan una vida más arreglada que la nuestra? Solo de nosotros depende ser como ellos e incluso mejores. Que otros practiquen la religión con más fidelidad que nosotros no nos impide ser tan honestos y perfectos como ellos, e incluso más todavía, si queremos.
Digo, en tercer lugar, que las gentes sin religión desprecian a quienes hacen manifestación de ella... Pero me engaño: en realidad no los desprecian, es solo una apariencia, pues en su corazón los tienen en gran estima. ¿Queréis una prueba de esto? ¿A quién recurrirá una persona, aunque no tenga piedad, para hallar algún consuelo en sus penas, algún alivio en sus tristezas y dolores? ¿Creéis que irá a buscarlo en otra persona sin religión, como ella? No, amigos, no. Conoce muy bien que una persona sin religión no puede consolarle, ni darle buenos consejos. Irá a los mismos de quienes antes se burlaba. Está plenamente convencido de que sólo una persona prudente, honesta y temerosa de Dios puede consolarlo y darle algún alivio en sus penas.
¡Cuántas veces, en efecto, hallándonos agobiados por la tristeza o por cualquiera otra miseria, hemos acudido a alguna persona prudente y buena y, al cabo de un cuarto de hora de conversación, nos hemos sentido totalmente cambiados y nos hemos retirado diciendo «¡qué felices son los que aman a Dios y los que viven a su lado! He aquí que yo me entristecía, no hacía más que llorar, me desesperaba. Y, con unos momentos en compañía de esta persona me he sentido todo consolado. Es bien cierto cuanto me ha dicho: que el Señor no ha permitido esto sino por mi bien, que todos los santos y santas han pasado penas mayores, y que vale más sufrir en este mundo que enel otro». Y así acabamos por decir: «En cuanto se presenteotra pena, me apresuraré en acudir de nuevo a él, en busca de consuelo». ¡Oh, santa y hermosa religión! ¡Qué felices son los que te practican sin reserva, y qué grandes y preciosos son los consuelos y dulzuras que nos proporcionas…!
Ya veis, pues, que os burláis de quienes no lo merecen; que debéis, por el contrario, estar infinitamente agradecidos a Dios por disponer entre vosotros de algunas almas buenas que saben aplacar la cólera del Señor, y sin esa ayuda pronto seríamos aplastados por su justicia. Si lo pensáis bien, de una persona que hace bien sus oraciones, que no busca sino agradar a Dios, que se complace en servir al prójimo, que sabe desprenderse incluso de lo necesario para ayudarle, que perdona de buen grado a los que le hacen alguna injuria, no podéis decir que se porte mal, antes al contrario.
Una persona así es muy digna de ser alabada y estimada de todo el mundo. Sin embargo, a esta persona es a quien criticáis. Pero, ¿no es verdad que, al hacerlo, no pensáis lo que decís? «Ah, es cierto —os dice vuestra conciencia—. Esa persona es más dichosa que nosotros». Oye, amigo mío, escúchame, y te diré lo que debes hacer: bien lejos de criticar y burlarte de esta clase de personas, has de hacer todos los esfuerzos posibles para imitarlas, unirte cada mañana a sus oraciones y a todos los actos de piedad que hagan durante el día. «Pero —diréis— para hacer lo mismo que ellas se necesita violentarse y sacrificarse demasiado. ¡Cuesta mucho trabajo!...». No tanto como suponéis. ¿Tanto cuesta hacer bien las oraciones de la mañana y de la noche? ¿Tan difícil es escuchar la palabra de Dios con respeto, pidiendo al Señor la gracia de obtener aprovechamiento? ¿Tanto se necesita para no salir de la iglesia durante las ceremonias? ¿Para abstenerse de trabajar el domingo? ¿Para no comer carne en los días prohibidos y despreciar a los frívolos que se empeñan en perderse?
Si teméis que alguna vez os pueda faltar valor, dirigid vuestros ojos a la cruz donde murió Jesucristo, y veréis cómo no os faltará aliento. Contemplad a esas muchedumbres de mártires, que sufrieron dolores que no podéis comprender vosotros, por el temor de perder sus almas. ¿Os parece que se arrepienten ahora de haber despreciado el mundo y elqué dirán?
Concluyamos. ¡Qué pocas son las personas que verdaderamente sirven a Dios! Unos tratan de destruir la religión con la fuerza de sus armas, como los reyes y emperadores paganos; otros, con sus escritos impíos, querrían deshonrarla y eliminarla, si fuera posible; otros se mofan de ella, ridiculizando a los que la practican; otros, en fin, sienten deseos de practicarla, pero tienen miedo de hacerlo delante del mundo.
¡Ay! ¡Qué pequeño es el número de los que recorren el camino del cielo, pues sólo se encuentran en él los que continua y valerosamente combaten al demonio y sus sugestiones, y desprecian al mundo con todas sus burlas!
Puesto que esperamos nuestra recompensa y nuestra felicidad sólo de Dios, ¿por qué amar al mundo, habiendo prometido seguir solo a Jesucristo y llevando nuestra cruz todos los días de nuestra vida? Dichoso, aquel que no busca sino sólo a Dios.
* Homilía pronunciada un 2.º Domingo de Adviento.
1 Mt 10, 33.