Amores oblicuos - Guillermo Antonio Correa Montoya - E-Book

Amores oblicuos E-Book

Guillermo Antonio Correa Montoya

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Amores oblicuos: La homosexualidad en Colombia desde la literatura, la prensa y la pintura, 1890-1990 detalla la manera como en el país se buscó proscribir y demonizar, mediante la prensa escrita, las relaciones homoeróticas, y el modo como, desde el arte, se logró proponer y posicionar otras formas de representación de las sexualidades disidentes, en la vía del reconocimiento y la aceptación de expresiones que han estado presentes en la sociedad a pesar de ese intento heteronormativo de invisibilizarlas. En el libro se examinan, desde el enfoque de la historia cultural, las representaciones de la homosexualidad en los principales periódicos y revistas del país, al igual que en obras de literatos como Porfirio Barba Jacob, Fernando Vallejo, Andrés Caicedo, Raúl Gómez Jattin y Marvel Moreno, y de pintores como Miguel Ángel Rojas, Luis Caballero, Lorenzo Jaramillo y Flor María Bouhot; al análisis se incorporan, además, entrevistas a homosexuales e información de archivos institucionales y personales. De este modo, el texto aporta elementos para el entendimiento de las disidencias sexuales, abre una perspectiva de indagación de los ámbitos artísticos y periodísticos, y muestra la necesidad de cruzar fuentes y archivos para ampliar la comprensión del tema.

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Amores oblicuos

La homosexualidad en Colombia desde la literatura, la prensay la pintura, 1890-1990

Guillermo Antonio Correa Montoya

Ciencias Sociales y Humanas

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Ciencias Sociales y Humanas

© Guillermo Antonio Correa Montoya

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-152-6

ISBNe: 978-958-501-156-4

Primera edición: febrero de 2023

Motivo de cubierta: Juan David Agudelo, Transeúntes, grabado en cartón, 22 × 45/50 × 70, 2000. Imagen colaboración especial del Museo Universitario de la Universidad de Antioquia - MUUA

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Introducción

Hace unos años fue publicado en Medellín un libro, Sexo. Y se le atribuyó a Henry Miller. Pero el texto de esa “obra”, en vez de contribuir a la investigación científica de ciertos fenómenos humanísticos, no hace sino presentar cuadros tremendos, de ningún recibo, de ninguna aceptación por lo demasiado sucios, para hablar con franqueza. Todos los temas pueden ser examinados abierta y libremente, pero sin llegar al abismo de la putrefacción verbal como lo de minorías. Se circunscribía a pequeños núcleos y la policía los vigilaba y realizaba batidas y los encarcelaba. Los médicos, cuando encontraban imposibles curaciones, aconsejaban ciertos procedimientos que no atropellaban el proceso de recuperación porque los casos eran meramente físicos, pero que podían educar, por así decirlo, y orientar al “paciente” para que este descubriera los encantos de la mujer. En muchas ocasiones fue obtenido un éxito completo, e inclusive los varones afectados se casaron y tuvieron muchos hijos… pero surgieron nuevas épocas. Del refinamiento se pasó al negocio. Y por negocio la aberración se generalizó. Hombres cuajados como tales, con todas las características de ser hombres, con el funcionamiento normalísimo para ser esposos y buscar esposas, se dedicaron a explotarse y se entregaron a la penosa profesión.

Los soñadores

Y en Colombia se produjo la dolorosa generación de los soñadores. Muchachos que tenían noticias de Oscar Wilde se equivocaron. Leyeron “La balada de la cárcel”, masticaron “el hombre mata lo que ama” y creyeron que el teniente por cuya muerte pagaba Oscar su cautiverio era una señorita. Compraron pipas, se dejaron crecer las melenas y se fueron de bruces sobre la humanidad, y, siendo hombres, dejaron de serlo dizque para imitar al poeta inglés, cuando Wilde era un varón completo. Leyeron también a Porfirio Barba Jacob y decidieron que sin sus ejemplos la vida no sería más “una vida profunda”. Tomaron el libraco “El retrato de Dorian Gray” y lo interpretaron mal, porque ¡Dorian es presentado por Wilde como un hombre, como un hombre perverso! Fue Mr. Grey el asesino de su propio retrato.1

En el prólogo del libro El deseo, enorme cicatriz luminosa, de Daniel Balderston, José Quiroga afirma que “hablar acerca de la homosexualidad implica —aún en el terreno latinoamericano—una abertura hacia otras ausencias que hay que situar en el campo de lo textual”.2 Precisamente, la literatura, como lo señala Quiroga, rompió el silencio en Colombia. Mediante una estrategia cifrada de presencias, voces directas, metáforas, entrelineados y arriesgados relatos, la literatura reveló parte de ese secreto de erotismo, en apariencia proscrito, que de forma esmerada la prensa y la misma historia de la literatura recubrieron de silencio y sombras.

Estas ausencias resultan ser testimonios desleídos y reinterpretados según normas de pudor y reserva. Así, se lee sin resaltar el texto y en un olvido intencional se lo traslada a la sombra de la historia, se lo recubre de categorías artificiosas y se lo esconde en una maraña de adjetivos. Al respecto, Balderston señalaría que:

El recato en torno a la homosexualidad no se origina en el texto sino en una historia que se vuelve “pudorosa” frente a él. De esta manera, y fuera de los consabidos binarismos de composición, el esquema crítico conmina a una historia de evidencias escritas y borradas, proclamadas a media voz, y crea un sistema en el que lo homosexual se mantiene precisamente en el terreno de una “huella”, de un “rastro”que apenas llega a la superficie para ser nuevamente consignado a lo suplementario.3

Uranistas, homosexuales, invertidos, sodomitas, lesbianas, tribadas, falsas mujeres, pederastas, maricas, cacorros, locas, gais, cagás y otras figuras más aparecen en algunas obras literarias colombianas a lo largo del siglo xx, sin el recato que la publicidad periodística y los discursos religiosos mantuvieron con respecto al tema. Sin embargo, parte de la evidencia y de las huellas de su presencia se oscurecieron en las historias oficiales y se convirtieron en rastros arqueológicos que merecen ser rescatados del olvido. Esto supone afirmar que la literatura ofreció un escenario de representación para diversos sujetos, experiencias y testimonios, contrario a la percepción que argumenta una inexistencia literaria sobre el asunto, con base en la noción del ambiente complejo, peligroso e inquisidor en que se vivía. No existió tal ausencia, pero sí hubo un silencio consciente e institucional, en el formato de eso no se habla, aunque esté escrito.

Si consideramos con Foucault4 que en los amarres del cuerpo y el placer se produce siempre un espacio de resistencia que tensiona el mismo cuerpo y lo derrama, la literatura sería en Colombia el primer espacio de confrontación o quiebre de ese silencio. Más tarde, ese espacio vendría a ser certificado y amplificado por la pintura.

Como documentos históricos, como reescritura de la experiencia de sujetos —reeditada en el pudor de la literatura y la pintura— y como testimonios de ese espacio de resistencia, en este texto proponemos una lectura de la historia de los amores disidentes y desterrados en Colombia. Esta tarea se desarrolla a partir de una selección de obras literarias, en combinación con pinturas y artículos de prensa. A partir de ellos, elaboramos un recorrido pictórico y literario, en un esfuerzo por entretejer parte de esa historia silenciada, articulada con personajes que, además de con su obra, con sus biografías mismas abrieron grietas en ese silencio.

La literatura primero y la pintura después ofrecerán un campo amplio de representación de los amores disidentes a lo largo de la historia del siglo xx. Aunque atrapadas en una suerte de trampa cultural pudorosa —y en un territorio que niega públicamente el deseo—, las palabras literarias agrietaron ese terreno desde principios del siglo, para filtrar formas proscritas en el enmarañado establecimiento de lucha contra la obscenidad. La pintura, vacilante —quizá porque su inmediatez gráfica resultaba más provocadora y susceptible de censura—, encontrará en la década del setenta, con base en ensayos de años anteriores, un modo posible para confrontar la moral sexual y representar amores y pasiones disidentes.

Esta historia nos muestra que, pese a la osadía temprana de la literatura, las artes plásticas en el país, particularmente la pintura, se encontraron asfixiadas durante largo tiempo en medio del pudor cristiano, las disputas políticas bipartidistas, el canon moral y la amplia susceptibilidad social respecto a cualquier representación insinuante del mínimo deseo adherido en algún cuerpo. De hecho, aparte de la imagen literaria construida antes de la década del setenta, en los informes periodísticos de la prensa sensacionalista en Colombia la homosexualidad solamente fue representada de manera negativa, envuelta en historias trágicas, delincuencia y crimen. Al momento de su emergencia plástica, la reacción conservadora no dejará de nombrar su molestia por la “anomalía” que se adhiere al campo artístico, como lo corrobora Pedro Restrepo en su tratado sobre la homosexualidad en el arte:

Perdido el eslabón que ataba el arte a las raíces del medio y cultura propios, advino una especie de brote cosmopolita en donde no es aventura suponer sutiles rasgos de homosexualismo.

En refugio de esta anomalía, enfermedad o como se la quiera bautizar se han convertido las artes. Sensualidad, placer por lo débil y delicado, sutileza y sentido de lo bonito, gusto por lo raro y exótico son características que —por su doble condición— suele poseer el homosexual. La alta costura, el arreglo floral, la decoración interior, la moda y sus derivados tienen prelación en la sensibilidad de este espécimen y en ello han descollado siempre.5

El presente texto es una aproximación histórica a la homosexualidad en clave literaria, pictórica y periodística. De la mano de la historia cultural, apoyándonos principalmente en Roger Chartier y Lynn Hunt,6 y coqueteando de cerca, además, con la obra de Daniel Balderston, presentamos un relato histórico articulado sobre los modos de representación del personaje homosexual en Colombia entre 1890 y 1990. Este periodo, a modo de paréntesis temporal, nos habla, en primer lugar, de la penalización inicial de los actos sexuales con consentimiento entre hombres (adultos y jóvenes adolescentes), que se consigna en el Código Penal de 1890 y llega hasta la institucionalización de las libertades civiles con la Constitución Política de Colombia de 1991. De modo atrevido, se podría sugerir que este texto es una lectura del cuerpo disidente y sus placeres en el periodo de vigencia de la Constitución de 1886.

En esta aproximación histórica nos ubicamos desde dos ángulos de observación y lectura, la literatura y la prensa, con el fin de entretejer una trama discontinua de amores y placeres disidentes y desterrados en resistencia, de ausencias de representación, de negaciones y exaltaciones. La literatura es la voz oblicua de personajes que resguardaron o ventilaron su secreto, legando formas subjetivas de representación de individuos disidentes o desterrados sexuales, contrariados en una cultura que se convierte en telón de fondo, restrictiva, tensa y disciplinaria.

La literatura nos permitió encontrar el lugar y la voz del disidente, o bien porque ocurre una suerte de articulación biográfica entre los escritores y sus obras —como en los casos de Porfirio Barba Jacob, Bernardo Arias Trujillo, Félix Ángel, Jaime Manrique, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Molano o Fernando Vallejo—, o bien porque los escritores representan al disidente o desterrado como parte central de la trama, sin anunciar alguna conexión con sus vidas —como en los casos de José Restrepo Jaramillo, Fernando Ponce de León, Andrés Caicedo, Marvel Moreno o Manuel Mejía Vallejo—.

La prensa ofreció otro ángulo de observación; por tanto, en este texto, asumiendo riesgos, está planteada como la voz del otro social hegemónico, como el medio de transferencia de narrativas institucionales, como la voz de un contexto social que niega, invalida y produce al personaje monstruoso como una suerte de paria social que puede ser disciplinado, exiliado o aislado. Por su parte, la pintura como documento histórico nos permitió observar los modos de autorrepresentación de artistas disidentes sexuales o de artistas que representan estas disidencias sin situarse en un lugar específico. Además, hizo posible examinar las transformaciones en el lenguaje plástico y los efectos que dichas representaciones generaron en el contexto social, especialmente en los circuitos de socialización de personas disidentes sexuales.

Se alude a la categoría técnica de homosexualidad, sin desconocer la carga semántica que le atribuye la medicina a lo largo de los siglos xix y xx, según la cual la homosexualidad era entendida como una enfermedad o como una condición antinatural. Cabe aclarar que esta categoría es tratada en este texto desde una perspectiva de disidencia y destierro, es decir, que al hacer referencia a una sexualidad disidente, reconocemos a aquellos personajes que, pese al estigma y al rechazo social de sus deseos y corporalidades, insistieron en sus formas de placer, practicaron su sexualidad y reafirmaron su singularidad; y al hablar de destierro aludimos a una sexualidad y a un personaje que sucumben a la presión social, huyendo y resguardando o reprimiendo sus pasiones.

Este trabajo se deriva de dos investigaciones propias: en primer lugar, de la investigación doctoral en historia titulada “Raros: Historia cultural de la homosexualidad en Medellín, 1890-1980”,7 de la cual retomamos apartes del capítulo sobre literatura y homosexualidad; en segundo lugar, rescatamos en él los resultados de la investigación “Representaciones de la homosexualidad en Colombia en los tiempos de la aparición del vih/sida, 1980-1990”.

En este trabajo no se presenta una selección exhaustiva de la producción literaria ni de la producción pictórica nacionales referidas al tema de la homosexualidad o a las disidencias en el sexo y el género. Las obras y los artistas elegidos permitieron recrear una trama histórica que, amarrada a narrativas de prensa y coyunturas de época, posibilitaron el tejido de una aproximación histórica a las formas de autorrepresentación de los personajes de sexo/género disidente. Este trabajo tampoco se plantea a modo de crítica literaria o de crítica plástica para determinar o desestimar el valor artístico de las obras. La importancia de estas producciones radica, singularmente, en su lugar narrativo histórico, en las voces que plantean los personajes disidentes, en las formas de representación exterior, así como en las maneras de autopercepción y autorrepresentación interior; a lo anterior se suman los efectos que estas obras generaron en individuos anónimos que, agrupados o de modo individual, encontraron en ellas referentes y espacios de afirmación o destierro. En este sentido, este texto no es propiamente una historia nacional de la homosexualidad —trabajo pendiente aún—, sino que consiste en una aproximación en clave de historia cultural a las formas en que esos personajes sexo/género disidentes conquistaron una voz propia; además, en este texto se analiza cómo esos personajes propusieron otros campos de representación, por fuera de las representaciones negativas ofrecidas por la prensa, la medicina, el derecho, la Iglesia, entre otros discursos.

Las obras literarias y pinturas seleccionadas nos permitieron atravesar un continuo de representación a lo largo de diferentes temporalidades. Sin pretender ser exhaustivos en esta selección, y sin proponer necesariamente un orden de lectura en el sentido cronológico (de aparición o publicación de las novelas), planteamos un ejercicio de observación, a partir de las temporalidades propuestas en cada novela. De este modo, iniciamos con un acercamiento mínimo a Eduardo Zuleta y su novela Tierra virgen (1897). Después nos detenemos en Porfirio Barba Jacob y parte de la obra poética vinculada a su vida personal, que fue recuperada por Fernando Vallejo en su libro El mensajero: Una biografía de Porfirio Barba Jacob (2003), publicado por primera vez en 1984 por la editorial Séptimo Círculo en México. Posteriormente, presentamos la obra La novela de los tres (1926), de José Restrepo Jaramillo, como documento fundacional de la novela disidente; esta nos permite recrear las representaciones durante la década del veinte. Respecto a la década del treinta, presentamos la novela Por los caminos de Sodoma (1932), de Bernardo Arias Trujillo, como primer testimonio de la voz del autor que nombra la disidencia de la homosexualidad sin recurrir a artilugios. Los años cuarenta están representados en la novela Aire de tango (1973), de Manuel Mejía Vallejo, y en relación con la década del cincuenta, tratamos la novela Matías (1958), de Fernando Ponce de León.

La novela El fuego secreto (1987), de Fernando Vallejo, ilustra la atmósfera de los años sesenta en Medellín y Bogotá. Así mismo, la década del setenta se observa a partir de la novela Te quiero mucho, poquito, nada (1975), de Félix Ángel, y del cuento “Besacalles”(1969), de Andrés Caicedo. Los años ochenta se recrean en la novela Un beso de Dick (1992), de Fernando Molano; la obra de Raúl Gómez Jattin, principalmente en sus poemas Del amor (1982-1997), y en las novelas El Divino (1987), de Gustavo Álvarez Gardeazábal, y El cadáver de papá y versiones poéticas (1978), de Jaime Manrique.Finalmente, abordamos la década del noventa con las novelas Vista desde una acera (escrita hacia 1997 y publicada póstumamente), de Fernando Molano Vargas, y Luna latina en Manhattan (1992), de Jaime Manrique. En el desarrollo del trabajo encontramos una dificultad metodológica con respecto a la identificación de archivo para construir una referencia del universo disidente del amor y el placer entre mujeres. Por ello, ofrecemos una revisión mínima de los trabajos de Albalucía Ángel, Marvel Moreno y Tatiana de la Tierra, señalando con vehemencia que se requiere continuar con la exploración de otros archivos y huellas ausentes para postular un análisis sistemático sobre la historia cultural del placer y del amor entre mujeres.

Por otro lado, sobre las formas de representación en la pintura, se tomaron como referencia los trabajos de Miguel Ángel Rojas durante los años setenta; también la obra de Luis Caballero que nos sitúa entre los años setenta y ochenta, así como el trabajo de Lorenzo Jaramillo y dos pinturas de Flor María Bouhot que nos amplían el campo de representación en los años ochenta. Para el cierre proponemos el trabajo sobre san Sebastián de Álvaro Barrios. Es importante señalar que este entrecruzamiento entre literatura y pintura no es, de ningún modo, una historia diacrónica que ubica en el devenir los cambios o las transformaciones sucedidos en el tiempo. Más bien, las obras y los autores se disponen para permitir observar continuidades y transformaciones en las experiencias subjetivas de los personajes disidentes, formas de definición y representación desde el lugar del otrohegemónico y, al final, formas de subjetivación e identificación del personaje ubicado en contradicción, simulación u oposiciones emergentes.

Respecto a las representaciones de la prensa, se tomaron como referencias centrales los periódicos El Colombiano, Sucesos Sensacionales, El Correo, El Espectador, El Tiempo, El País, El Heraldo y El Universal, así como las revistas Cromos y Semana.

Este texto comprende once capítulos. En el primer capítulo nos aproximamos a una lectura, en clave cultural, de las leyes contra la obscenidad, de la censura y de la producción de la vergüenza en la creación de un campo cultural intencionadamente desexualizado y descorporizado; en el cierre de este capítulo ofrecemos, a modo de grieta inicial, un fragmento de la novela Tierra virgen, de Eduardo Zuleta, y el esbozo fundante de la primera loca en la literatura colombiana. En el segundo capítulo nos acercamos a las existencias desconcertantes de Benjamín de la Calle y Porfirio Barba Jacob, a sus palabras e imágenes incómodas que burlan el lugar de la infamia y proponen representaciones imposibles. El tercer capítulo, del cual surge el título de este texto, nos aproxima a esa lectura diagonal de los amores oblicuos, en un juego que quiebra lo recto y lo horizontal en la obra La novela de los tres, de José Restrepo Jaramillo, y en la confesión pública e íntima de Bernardo Arias Trujillo. El cuarto capítulo, con las novelas Aire de tango, de Manuel Mejía Vallejo, y Matías,de Fernando Ponce de León, nos habla de esa homosexualidad no publicada, confiscada como un secreto, refrenada como un aguijón que se esconde en el cuerpo y es experimentada como una fuerza incontenible que no requiere nombrarse.

En el quinto capítulo nos trasladamos al Valle del Cauca, y situados en Cali exploramos las representaciones periodísticas de la homosexualidad durante los años sesenta y setenta en clave de pantanos morales y sanciones sociales; en esa misma atmósfera ambigua, de fugas y sanciones, leemos el cuento “Besacalles”, de Andrés Caicedo, y nos encantamos con la novela El Divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. En el sexto capítulo exploramos la osadía y las tensiones de los maricas sin secreto en las novelas El fuego secreto, de Fernando Vallejo, y Te quiero mucho, poquito, nada, de Félix Ángel. Moviéndonos al Caribe colombiano, en el séptimo capítulo nos aproximamos a la atmósfera de reinas, carnavales, violencia y zigzagueos con las obras seleccionadas de Raúl Gómez Jattin y Jaime Manrique. En el octavo capítulo, la representación pictórica se convierte en una amplia geografía del placer y el deseo con los trabajos de Miguel Ángel Rojas, Luis Caballero y Lorenzo Jaramillo. El noveno capítulo nos habla de la intrepidez de salir, afirmarse y conmocionarse en una atmósfera ochentera que abre los armarios y reinstala fantasmas del pasado; de la mano de Fernando Molano se restituye el amor y se conjuran las miradas inquisidoras. El décimo capítulo es una breve aproximación al amor entre mujeres, y en él se plantea un interrogante por las ausencias instaladas. Se finaliza en el undécimo capítulo con una mirada cruzada entre la agonía del deseo, el monstruo que se esconde o se refunde en imágenes blanditas o menos siniestras y la figura de un san Sebastián que reinstala esa representación oblicua de la homosexualidad.

En las primeras décadas del sigloxxi las narrativas literarias y las obras artísticas que tratan el tema de la homosexualidad o los placeres disidentes aumentaron de modo significativo en el país. Los modos de tratamiento, los géneros literarios y las apuestas se multiplicaron; de cierto modo, enuncian hoy una voz autorizada que ha conquistado el espacio de lo público y se ha revestido de derechos y singularidad. Este trabajo propone un punto de análisis, con pretensión histórica, de esas palabras e imágenes previas que hicieron posible esa enunciación.

1 “El hombre prostituido”, Sucesos Sensacionales, Medellín, 13 de junio de 1969.

2 Balderston, Daniel, El deseo, enorme cicatriz luminosa:Ensayo sobre homosexualidades latinoamericanas, Rosario (Argentina), Beatriz Viterbo Editora, 2004, p. 13.

3 Ibid., p. 12.

4 Véanse “La hipótesis represiva” y “La implantación perversa” en Foucault, Michel, Historia de la sexualidad i: La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 2002.

5 Restrepo Peláez, Pedro, El homosexualismo en el arte actual, Bogotá, Tercer Mundo, 1969, p. 18.

6 Esta investigación se apoyó en la nueva historia cultural(new cultural history), siguiendo las tres características propuestas por Lynn Hunt y retomadas por Chartier, esto es: “En primer lugar, centrar la atención en los lenguajes, las representaciones y las prácticas, la new cultural history propone una manera inédita de comprender las relaciones entre las formas simbólicas y el mundo social […]. En segundo lugar, la new cultural history encuentra modelos de inteligibilidad en disciplinas vecinas que los historiadores habían frecuentado poco hasta entonces; por un lado, la antropología; por otro, la crítica literaria. […]. Finalmente, esta historia, que procede más mediante estudios de caso que mediante teorización global, condujo a los historiadores sobre las elecciones conscientes o las determinaciones desconocidas que rigen su manera de construir las narrativas y los análisis históricos”. Chartier, Roger, El presente del pasado: Escritura de la historia, historia de lo escrito, México, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, 2005, pp. 13-15.

7 Esta investigación fue publicada en 2017, bajo el mismo título,por la Editorial Universidad de Antioquia y la Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la misma universidad.

1. La trama tensa entre la obscenidad y el pudor

Producir una ausencia

Con el Código Penal de 1890, en Colombia se esbozaron las bases para la instauración y producción de lo que podríamos llamar un territorio cultural descorporizado y desexualizado, es decir, un campo depurado de gestos y prácticas que sugerían pasiones corporales, deseo y carne. Como si se tratara de una reincorporación de la moral victoriana,1 la censura y sus derivados, catalogados como leyes contra la obscenidad, buscaron instalar en el seno de la producción cultural del país una suerte de prohibición y condena a todos los asuntos referidos al cuerpo, en particular a la mínima expresión que pudiera ser interpretada como erótica y sexual. Esto suponía, además, que de plano cualquier representación de la práctica sexual estaría descartada, incluso cuando esta ocurriera en el escenario de lo político y culturalmente aceptado:

Art. 415. Los que públicamente profieran palabras obscenas, o cantaren o recitaren canciones torpes, sufrirán un arresto de cuatro a treinta días.

Art. 416. Los que ejecutaren acciones deshonestas delante de otros serán castigados con prisión de ocho días a dos meses. Si la acción consistiere en signos o señales manifiestamente torpes, hechos con las manos o con cualquier clase de objetos, la pena se reducirá a la mitad.2

La censura se extiende, incluso, a las ilustraciones médicas o a cualquier material de uso educativo que tuviera imágenes de cuerpos desnudos, lo cual, sin ser declarado delito, requiere vigilancia de la policía para evitar que sean expuestos públicamente. Respecto a las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo con consentimiento de las partes, se penalizan las relaciones cuando se establecen con adolescentes:

Art. 419. La persona que abusare de otra de su mismo sexo, y esta, si lo consintiere, siendo púber, sufrirá de tres a seis años de prisión. Si hubiese engaño, seducción o malicia se aumentará la pena en una cuarta parte más; pero si la persona de quien se abusare fuere impúber, el reo será castigado como corruptor, según el artículo 430.3

En contravía de las transformaciones producidas en Europa y Estados Unidos con la llegada del siglo xx—y la progresiva centralidad que adquiere el cuerpo sexuado y su papel creciente en la iconografía, en las esferas médica y comercial—, en Colombia el cuerpo sexuado, confiscado por las leyes contra la obscenidad, solo adquiere presencia gráfica en los años treinta,4 cuando aparece tímidamente, en medio de complejas disputas políticas y sanciones morales, en las pinturas de Débora Arango, Pedro Nel Gómez y Carlos Correa. Por su parte, la literatura ofrecerá un refugio temprano para estas formas desterradas, como se observa en las obras de Porfirio Barba Jacob, José Restrepo Jaramillo y Bernardo Arias Trujillo.

De acuerdo con Anne-Marie Sohn, antes del siglo xx, el cuerpo sexuado rara vez era objeto de discusión en Occidente. Para ella, su presencia y su exhibición pública están vinculadas a la erosión progresiva del pudor y, en particular, a la exigencia de seducción que imponía la institución del matrimonio, mediado por la idea tradicional del amor:

El retroceso del pudor corporal, que comienza en la Belle Époque, se acelera en el periodo de entreguerras y se desarrolla durante los años 1940-1970. Además, hubo que superar tradiciones seculares: prohibición de mostrar pantorrillas (para la mujer incluso los tobillos), prohibición de orinar en público para un hombre e incluso para un niño, ocultamiento del parto, prohibición de desvestirse durante el aseo para no suscitar pensamientos culpables respecto de la moral religiosa. Debemos recordar que a finales del siglo xix todavía se hace el amor “desnudos, en camisón”, y que el dormitorio es el enemigo de la luz. Estos interdictos remiten a una concepción cristiana de la sexualidad, circunscrita a la pareja legítima, consagrada en lo fundamental a la reproducción y enemiga de la concupiscencia.5

Singularmente, en Colombia, la obscenidad, el pudor, la repugnancia y la vergüenza se van a producir, a lo largo del siglo xx, como un campo sinuoso de constreñimiento del cuerpo, buscando regular sus actos o formas, representados como indecorosos, pornográficos y nocivos para la mirada pública. La vergüenza y la repugnancia se instalan en el seno del orden social, para producir un continuo ejercicio de rechazo a cualquier práctica o gesto sexual filtrado en lo público. En cuanto a la vergüenza, esta tutela el cuerpo y el sexo, obligándolos a resguardarse en la oscuridad de la alcoba matrimonial o, dado el caso, en la periferia del prostíbulo. Al respecto, cabe recordar las palabras de Martha Nussbaum:

La vergüenza, por lo tanto, cala más profundo que cualquier orientación social específica respecto de las normas, y sirve como una manera altamente volátil con la que los seres humanos negocian algunas tensiones inherentes a su humanidad, es decir, en su conciencia de sí mismos como seres humanos finitos y marcados por demandas y expectativas exorbitantes.6

La producción social de la vergüenza corporal funcionará como un mecanismo coercitivo que regula los actos de los individuos, la desnudez, la proximidad entre los cuerpos, los cortejos, e instala una profunda restricción en las formas de representación. Al mismo tiempo, la repugnancia asegura la prohibición y vigila las formas visibles y públicas. Como sostiene Martha Nussbaum, “un objeto puede ser puro en un contexto, e impuro en otro: lo que torna impuro-repugnante es su violación de límites impuestos socialmente”.7 De ahí que la vigilancia de cualquier acto o representación considerados como una falta al pudor y la moralidad no solo se mantiene en la tutela institucional, que ocurre con las múltiples formas de censura, sino que también se especifica en el terreno del orden cotidiano, con la sanción social de cualquier intención de trasgresión. En este sentido, esta vigilancia se actualiza en el plano subjetivo, por la presunción contaminante transferida a cualquier alteración del pudor. “La repugnancia comienza entonces con un grupo de objetos centrales, que se ven como contaminantes porque son recordatorios de nuestra mortalidad y nuestra vulnerabilidad animal”.8 En esta dirección, se establece un esfuerzo por depurar las prácticas sexuales que pueden enlodar el cuerpo de las mujeres y el honor en los hombres, y se educa la mirada para apartarse de aquello que en su contenido designado como nocivo establece una extensión de contagio. No obstante, dicha pretensión se enfrenta siempre con las líneas de fuga producidas en la vida social. Parafraseando a Foucault, en los esfuerzos (institucionales) por constreñir el cuerpo y sus placeres, lejos de lograr sustraer las pasiones, ocurre una suerte de multiplicación y diseminación de ellas. Desde esta perspectiva, la censura y su corazón mismo, la obscenidad, a la vez que producen campos de regulación y tensión también suscitan formas de escape, fuga y reacción. Estas líneas de fuga en las disidencias sexuales se producirán, primero, en la literatura y, posteriormente, en la pintura.

En Colombia, gran parte del siglo xx estuvo amarrado a la existencia de un entramado jurídico-normativo de censura y constreñimiento corporal/sexual. Este sirvió como sustrato moral del Estado que, a modo de dispositivo, enunciaba una serie de esfuerzos emprendidos por un orden religioso católico, un campo político conservador y una serie de instituciones instauradas para garantizar un orden moral-sexual. Así se articulaban y se sostenían en el entramado los siguientes elementos: matrimonio católico, familia nuclear heterosexual, sexualidad reproductiva, borramiento o enajenamiento del deseo sexual en las mujeres, deseo sexual no contenido del varón (extendido al prostíbulo) y destierro de prácticas sexuales no heterosexuales. En este sentido, la censura o el señalamiento de obscenidad funcionaron a lo largo del siglo como un dispositivo9 de regulación y producción del cuerpo, que, pese a las transformaciones sociotemporales, mantuvo cierta estabilidad. En este entramado de censura, prohibición y vergüenza se esbozó un campo cultural desexualizado. Allí, el deseo se produjo como ausencia y la pasión corporal como mancha; además, se buscó efectuar un ajuste rígido y cuidadoso de la moral sexual, de modo que el acto sexual se convirtió en un tema incómodo de nombrar y en un asunto necesario de tratar como íntimo y privado. La desnudez y la alusión a cualquier asunto sugerente de sexo o erotismo se convirtieron en materia de preocupación moral y legal. El pudor se instauró como mandato institucional y norma jurídico-moral, mientras que la sexualidad se sometió a una severa vigilancia y control, hasta verse obligada a desaparecer en su manifestación pública o en su mera insinuación verbal, de tal modo que terminó reducida a una noción ambigua y precavida de actos torpes no publicables.

Ahora bien, más allá de las regulaciones legales en torno a los asuntos del cuerpo, el erotismo y el sexo en Colombia durante el siglo xx, a lo largo de más de setenta años, este dispositivo produjo una significativa ausencia de representación de las prácticas sexuales. Así, instauró un silencio adoptado como modo institucional, que buscaba extirpar cualquier manifestación del sexo, a partir de la creencia ampliamente generalizada de que al hablar de este y, en especial, al representarlo en sus formas gráficas, el apetito carnal despertaba. Y, con este despertar, la regulación corporal, la observación de conductas decorosas, la vigilancia de los deseos y otras formas problemáticas de estos entraban en un terreno movedizo y altamente riesgoso. Débora Arango, Carlos Correa y Pedro Nel Gómez, tres de los principales pintores de la primera mitad del siglo xx, nos permiten observar el funcionamiento de la censura en la plástica colombiana. Al mismo tiempo, posibilitan la comprensión del complejo contexto de representación del cuerpo y la sexualidad en el país durante la hegemonía conservadora. La compleja alianza entre la Iglesia católica y las fuerzas políticas conservadoras estableció un rígido campo de moral y censura. Estos actores no solo vigilaban el espacio de representación pictórica, sino que trasladaban su enfrentamiento político con los liberales a las obras de los pintores. De este modo, las pinturas de los tres artistas anteriormente mencionados, además de soportar el rechazo social de cierta parte de la sociedad conservadora, tuvieron que cargar con una fuerte sanción social y moral por parte de la Iglesia y con el desprecio de importantes políticos del conservadurismo, lo que generó que formaran parte de amplias disputas políticas, en las cuales el valor artístico quedaba relegado a un segundo plano. La exposición de Pedro Nel Gómez en 1934, en el Capitolio Nacional en Bogotá, generó una amplia polémica por las formas “expresionistas” y la incorporación de ideas modernas en su trabajo. Laureano Gómez se va a referir, posteriormente, a su obra con una serie de apelativos negativos, criticando la supuesta falta de técnica, la desproporción, la incapacidad en el dibujo, además de reducir su propuesta artística a los ámbitos de la grosería y la vulgaridad. Un año después del suceso, en 1935, Pedro Nel realizó varios murales para el Palacio Municipal de Medellín, y su trabajo despertó una serie de reacciones airadas en el público, el cual, además de censurar los temas sociales propuestos por el artista, rechazó su “desprecio” al arte academicista, su geometría y sus excesos de vulgaridad.10

Pese a los debates suscitados por la obra de Pedro Nel, su trabajo permaneció disponible al público por más de veinte años. En 1950, José María Bernal, alcalde de Medellín designado por el presidente Laureano Gómez, ordenó tapar los frescos con un velo. Según un artículo publicado en El Diario de Medellín el 30 de agosto de 1950, Bernal argumentó que tanto el colorido como los desnudos perturbaban el desempeño laboral y que, además, no eran del agrado de todos. Sumado a esto, el alcalde sostenía que, al cubrirla con un velo, la pintura estaría protegida del deterioro.

Una situación similar vivió la pintora Débora Arango, quien no solo causó polémica y fue censurada por sus pinturas de mujeres desnudas, sino que también fue acusada de vulgar, libertina, atea y una serie de otros calificativos difamatorios. En noviembre de 1939 participó junto a otros artistas en el Primer Salón de Artistas Profesionales, en el Club Unión de Medellín. Si bien a su pintura Las hermanas de la caridad se le otorgaría el primer premio, el escándalo se desataría por la serie de desnudos presentados por la artista y, particularmente, por su pintura titulada La amiga. La prensa conservadora, apoyada, incluso, por artistas del momento, como Eladio Vélez, no solo descalificaría a la artista por su atrevimiento temático, su falta de pudor y su apuesta modernista, sino que la convertiría en el blanco de ataques políticos. Por el contrario, la prensa liberal encontró en la artista una especie de ideal heroico. El motivo de escándalo y de censura radicaba en parte en la voluptuosidad que la artista imprime a su desnudo, en la forma directa de presentarla al espectador y en su realismo social. A estos elementos se les sumarían, posteriormente, la presencia de vello púbico, la mirada directa de sus desnudos y los elementos críticos de realidad social que acompañan su obra. En palabras de Alberto Sierra:

En los desnudos, Débora empleó los más grandes formatos. A partir de La amiga, las acuarelas y los óleos serían hasta de 1,95 metros de largo y las mujeres posarán de frente, mirando al espectador, exhibiendo los rigores de la vida a través de los pliegues de su propia carne, en retratos en los que el cuerpo es una manera de expresar la condición de lo femenino.11

En 1941, el cuadro de Carlos Correa titulado La anunciación se retiró del II Salón Anual de Artistas Colombianos, por el atrevimiento que, según la prensa de la época, había tenido el pintor al desacralizar y vulgarizar un pasaje bíblico, con lo que ofendía la fe católica. No obstante, la pintura se presentó nuevamente en el III Salón, bajo un título menos sugestivo, El desnudo, y logró el primer puesto, hecho que significó una nueva molestia para el público conservador. La obra, que, de acuerdo con el pintor, representa a una mujer en estado de gravidez como un canto a la maternidad mestiza, se convirtió en un nuevo pretexto de disputa entre liberales y conservadores. Como señala Santiago Londoño Vélez, el poder del pudor y del dispositivo de la censura puede entenderse a partir de los amplios debates y las pasiones que despertaron los trabajos de estos tres artistas:

Junto con el cuadro Anunciación de Carlos Correa, en la historia del arte colombiano no existen otras obras que hayan causado una polémica semejante a la que despertaron los desnudos de Débora Arango, quien por entonces tenía 32 años. Toda esta reacción puede entenderse mejor si se comparan tales obras con otros desnudos que las antecedieron. La mujer del Levita de Epifanio Garay, pintada a finales del siglo xix, se basa en una leyenda bíblica y tiene un afán moralizante, a pesar de la evidente voluptuosidad de la modelo; el desnudo femenino en Cano era sobre todo un símbolo del ideal de belleza, dispuesto para la contemplación pasiva, pero también un objeto de estudio, sobre el que se debía practicar incansablemente para aprender a reproducirlo con fidelidad y destreza. El desnudo en Pedro Nel Gómez se convierte en expresión de la condición precaria del trabajo minero y, por lo tanto, una forma de denuncia. Los desnudos de Débora Arango contradicen radicalmente el canon del género: la mujer aparece con todos los detalles de su anatomía, incluyendo el vello púbico; no solamente no oculta el rostro con vergüenza aleccionadora, sino que mira abiertamente al espectador. El clima de naturalismo que impera en ellos se ajusta precisamente al propósito de una expresión pagana.12

Como un campo contradictorio y problemático se presentó la sexualidad durante gran parte del siglo xx. La negación institucional de la carne y del deseo produjo un territorio tenso, amarrado siempre a un esfuerzo desmedido por el disciplinamiento de los sentidos y la restricción a ultranza de la representación de las pasiones. Como se observa, la vergüenza y la repugnancia se construyeron alrededor de la representación gráfica del cuerpo desnudo, cargado de pasión o sugerente de deseo, tomando como centro de observación el cuerpo de las mujeres. Por eso, las prácticas sexuales están excluidas de cualquier posibilidad de representación plástica; la mínima idea sugerente de sexo será catalogada como pornográfica. En este sentido, las relaciones sexuales no canónicas se traducen como inmorales en sí mismas, independientemente de la desnudez o de las formas corporales; además, sobre la homosexualidad la vergüenza está instaurada, y su simple insinuación gráfica potencia la repugnancia social. Así, en términos de la plástica, el dilema no solo está en la representación del cuerpo, sino también en la imagen de sus formas.

Esta ausencia gráfica fue trasgredida en modo inicial por la literatura, que, desde principios del siglo xx, mediante la obra de Porfirio Barba Jacob, introdujo en el país formas complejas del deseo en el texto escrito. Estos deseos e imágenes literarias, de cierto modo, se enredaron con la vida específica del poeta y, a través del rumor, adquirieron fuerza y representación en el escenario de lo público, aunque este mismo estuviese restringido a una sociedad alfabetizada. No obstante, para Porfirio, así como para muchos otros escritores, la huida del país hacia otros territorios representó una característica central.

En la década de 1920, el escritor José Restrepo Jaramillo nos ofrece una imagen íntima, cargada de angustias personales, con su trabajo La novela de los tres. Esta obra, desestimada por Tomás Carrasquilla y olvidada en la historia literaria del país, de modo táctico y cuidadoso presenta el escenario pudoroso y turbulento en que se desenvuelven las pasiones carnales y el amor oblicuo entre hombres. En la década del treinta, Bernardo Arias Trujillo asume un riesgo mayor al desnudar la esfera privada del amor homosexual en Colombia. Así, en una novela heroica, dramática y nihilista inaugura en el país, a modo de un ejercicio wildeano, el amor que por primera vez se atreve a pronunciar su nombre. En esta audacia literaria, Arias Trujillo, con el seudónimo de Sir Edgar Dixon, quiebra el silencio institucional y establece una grieta en el compacto mundo del pudor y la obscenidad.

En los años sesenta, el tema se vuelve más provocador y urgente. En una atmósfera de movilizaciones internacionales por las libertades sexuales, en un escenario bipartidista y en medio de una reacción más agresiva de los sectores conservadores y la Iglesia católica, la homosexualidad se vuelve insistente en sus formas de representación y narrativas públicas, hasta adquirir consistencia en la trama pictórica, periodística y literaria. Ángel, Caballero, Rojas, Jaramillo, Vallejo, Molano y otros instalarán el cuerpo sexuado, las pasiones disidentes y los géneros trasgresores en el espacio público de las representaciones sociales.

Existir antes de las representaciones

Ciertos personajes, ilegibles y singulares, parecen asomarse en la última década del siglo xix en Colombia. Algo en ellos resulta contrario, no encaja; su reconocimiento social oscila entre lo irritable, lo desconcertante y lo indescifrable. No obstante, la incomprensión en el orden de las representaciones sociales no equivale a su inexistencia.

La historia de uno de estos personajes fue registrada en 1899 en el periódico Las Novedades. Se trata de una intrépida mujer en el Suroeste antioqueño que, desengañada de su vida matrimonial, decide huir hacia otro municipio, adoptando un rol y una vestimenta masculinos. En aquel lugar logra encontrar trabajo como policía y consigue una novia a la que desposa tiempo después. Por circunstancias no muy claras, la mulata desposada, en confesión cristiana al sacerdote, revela asuntos misteriosos de su esposo. Así, el cura intrigado da aviso al médico del pueblo, quien termina examinando al esposo y revelando su secreto. El hecho se volvió público y, por más que hubo discusiones legales, cristianas y de todo tipo, la solución final resultó ser enviar nuevamente a la mujer a cumplir sus antiguos deberes maritales al lado de su primer esposo.13 Dos años antes, en 1897, se había publicado la novela Tierra virgen, de Eduardo Zuleta. El estilo e incluso el tema no solo generaron una serie de críticas e incomodidades en las voces de diferentes lectores y literatos, sino que también suscitaron una interesante defensa de Tomás Carrasquilla, quien, contrariando las diferentes molestias que despertó la novela, criticó a sus detractores señalando que la novela requería ser leída con un criterio moderno, por fuera del tradicionalismo, para encontrarla hermosa.

Un personaje cuyo nombre es omitido por el novelista despierta más aún el desconcierto:

Hay un garitero que tiene sus preferencias pecaminosas y carga la mano en ciertos plantos. Es un hombre que anda meneándose con las manos en la cintura y que al pararse saca las caderas hacia un lado y dobla la cabeza hacia el otro. Tiene una boca grande y oblicua y en la mirada se alcanza a ver su perversión del sentido y la fatal equivocación del sexo que lo obliga a ejercitar su actividad en oficios femeniles. Tiene una voz delgadita que asusta y unos además en que inspiran lastima unas veces, y aversión otras. Él peina a las cocineras los días de fiesta y entiende mucho de tijeras y aguja. Anda reñido con la muchacha que ayuda en la cocina y le da rabia con los peones que se chupan los dedos cuando ella pasa caminando de lado, con los brazos sueltos, y con el busto salido y provocativo de la calentana. Los domingos gasta toda la mañana en hacerse una bomba en la parte posterior de la cabeza, que es un modelo de peinado mujeril; por delante, el cabello partido a la izquierda y con moritas formas en la frente con delicadeza femínea. La camisa no deja de tener arandelas, y muy compuesto se va para el pueblo y va entrando a la plaza con los brazos sueltos y las palmas de la mano vueltas hacia adelante, y contoneándose y hablando menudito entra a la tienda del niño Julián, en donde compra corazones y pajaritos de azúcar para regalar a los farsantes de la mina que se burlan de este contranatural y desgraciadísimo tipo.14

El relato, generoso en la descripción del personaje, es elocuente en los modos de representación del hombre sexo/género disidente. Resulta significativo, además, que se resalte su oficio como garitero y que se borre su nombre. De hecho, es llamativo que, pese a la ausencia de sustantivos que lo identifiquen o determinen, su existencia no está determinada por una categoría. Así mismo, a pesar de tener una identidad no enunciada, su vida se revela con múltiples características. Al respecto, Tomás Carrasquilla señala:

Descuella entre ellos una figura magistral: el garitero. A este absurdo de la naturaleza pocos escritores se han atrevido. Palacio Valdés en José, doña Emilia en La madre naturaleza, y Zola en La Ralea, apenas lo esbozan. Zuleta, por modos harto delicados y sugestivos, da dos plumadas y un golpe de escalpelo, y allí aparece vaciado el infeliz andrógino.15

Si nos situamos en una interpretación poshistórica, con base en una suerte de categorías flexibles y reinstaladas en el orden cultural, el garitero se nos revela como la primera loca registrada en una novela colombiana. De el/ella, como lo señala Zuleta con cautela, nos quedan su meneo, sus formas atrevidas, su oficio irónico en el lugar de la bravura del macho minero, sus prácticas y sus modos de singularizarse. Mientras los otros ven en ella un absurdo de la naturaleza, una desgracia, una calamidad, ella nos ofrece sus arandelas, sus bombas de estilo, su boca y su mirada oblicua, en definitiva, toda su insistencia y su osadía.

1 Respecto de la moral victoriana, Michel Foucault señala: “A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar reservándose el secreto”. Foucault, Michel, Historia de la sexualidad i: La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 2002, p. 9.

2 Código Penal de la República de Colombia, Ley 19 del 18 de octubre de 1890, Bogotá, Imprenta Nacional, 1906, “Título octavo: Delitos contra la moral pública”, “Capítulo primero: De las palabras, acciones, escritos y pinturas y otras manufacturas obscenas”, p. 74.

3 Ibid.

4 Si bien Édna Rodríguez y Carolina Cárdenas, pintoras, escultoras y ceramistas bogotanas de principios de siglo xx, produjeron una serie de pinturas y tallas en madera con mujeres desnudas, ofrecieron un modo sinuoso y entrecomillado del cuerpo desnudo para eludir las censuras. De acuerdo con el crítico de arte Halim Badawi, “en el caso de Édna Rodríguez, aunque su trabajo tiene la carga de pintar mujeres desnudas, posando acostadas, con las manos grandes en una atmósfera lésbica, su pertenencia a una clase social alta, sus vínculos con familias de prestigio, generalmente asociadas a la élite del poder, posibilitó de cierto modo un escape a la censura” (entrevista, Bogotá, 11 de noviembre de 2019); igual situación vivió Carolina Cárdenas. No obstante, estas dos artistas pueden ser consideradas pioneras en la representación oblicua de una atmósfera lesbiana y un modo singular de tratamiento del cuerpo. Andrés Arias, en su novela Tú, que deliras, nos aproxima a esta historia. De similar modo, los trabajos de Francisco Cano o de Epifanio Garay, identificados como precursores en el desnudo pictórico en Colombia, se inscriben en el canon moral y en el cuidado desmedido de cualquier detalle que prefigure pasión corporal o deseo sexual.

5 Sohn, Anne-Marie, “El cuerpo sexuado”, en Corbin, Alain, Courtine, Jean-Jacques y Vigarello, Georges (dirs.), Historia del cuerpo. 3: Las mutaciones de la mirada. El siglo xx(pp. 101-133), Madrid, Taurus, 2006, p. 102.

6 Nussbaum, Martha, El ocultamiento de lo humano: Repugnancia, vergüenza y ley, Buenos Aires, Katz, 2006, pp. 206-207.

7 Ibid., p. 112.

8 Ibid., p. 114.

9 De modo general, planteamos la noción de dispositivo retomando a Foucault cuando señala: “Lo que trato de situar bajo ese nombre es, en primer lugar, un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen, los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos”. Foucault, Michel, “El juego de Michel Foucault”, en Saber y verdad, Madrid, La Piqueta, 1984, pp. 127-162.

10 Véase Ospina, Laura y Uribe, Andrea “La censura a los frescos de Pedro Nel Gómez en el Palacio Municipal”, De la Urbe, 3 de septiembre del 2015.

11 Sierra, Alberto y Escobar, María del Rosario, “Débora Arango, lo público y lo privado”, en Zuluaga Perna, Carolina (ed.), Débora Arango, Medellín, Gamma, 2011, p. 30.

12 Londoño Vélez, Santiago, “Débora Arango, la más importante y polémica pintora colombiana”, Nómadas, n.° 6, 1997, http://nomadas.ucentral.edu.co/index.php/component/content/article?id=674.

13 Véase Correa, Guillermo, Raros: Historia cultural de la homosexualidad en Medellín, 1890-1990, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia y Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, 2017, pp. 195-198.

14 Zuleta, Eduardo, Tierra virgen, Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, 2015, p. 83; primera edición por motivo del Bicentenario de Antioquia. El texto de esta edición de Tierra virgen se tomó de la edición príncipe de 1897 (Medellín, Librería Carlos A. Molina), y se actualizó la ortografía de acuerdo con la Ortografía de la lenguaespañola (2011),de la Real Academia Española.

15 Carrasquilla, Tomás, “Herejías”, en Zuleta, Tierra virgen, op. cit., p. 15.

2. Existencias desconcertantes, representaciones imposibles

Guayaquil y Benjamín entre calles disidentes

En las primeras décadas del siglo xx, en la recatada y pudorosa Medellín, se fue tejiendo, en el barrio Guayaquil,1 una trama de ciudad trasgresora, configurada a partir de prácticas anómalas, contradictorias y vinculantes. Maleantes, ladrones, prostitutas, invertidos, locos, bobos, cantineros, comerciantes, guapos, piernipeludos, intelectuales, fotógrafos, artistas, entre otros, constituyeron en pleno sector céntrico de la ciudad un espacio de contención y fuga:

El sector era asociado con un lugar de perversión porque ocurrieron allí, cada vez con mayor frecuencia, hechos repudiados como salvajes y primitivos. Escenas de prostitutas en tratos con hombres y muchachos, hombres tirados en las aceras con la mente nublada por la borrachera, gamines gritando obscenidades unos y robando carteras y relojes otros, jóvenes y viejos de andar y hablar amanerado, machos de ruana, cortando el viento con sus cuchillos tres rayas, y la mirada perdida al infinito de un ser moribundo, rondado por unas cuantas moscas, dieron los colores propios a aquel barrio del diablo.2

Guayaquil, el sector comercial del centro de la ciudad, deviene, en relación con sus usos y prácticas sociales, en un lugar de negociantes, sobrevivientes, rebuscadores y exiliados del orden moral y social de la ciudad. Este espacio, conquistado por sujetos problemáticos, sospechosos socialmente e interrogados, de modo creciente, por la oficialidad mediática, resquebrajó la intención de homogeneidad urbana y corporal de la ciudad. Burdeles, hoteles, cantinas, cuartos, rincones serán reapropiados por cuerpos singulares que, en medio de su oficio y sus insistencias, disputarán continuamente un lugar para existir:

Ellos se hacían más que todo era al frente del teatro Granada, había un café que se llamaba Galicia […], allá se reunían todos los homosexuales. Después hubo otro que también era de homosexuales, o todo el que entraba allá lo juzgaban como tal, que era el Veracruz, ese quedaba en Carabobo casi llegando a San Juan.3

En este juego de sobrevivencias y transacciones, las desviaciones de la norma social poco interesan cuando el campo de negociación es una batalla abierta de rebusque y ganancias económicas. Guayaquil ofreció licencias codificadas y, en el mismo movimiento, fue conquistada por sujetos infames que a diario le abrieron horizontes lucrativos. En esta trama tensa y conflictiva, el ambiente homosexual emerge sin ser nombrado, a modo de un circuito que está, pero no se enuncia, articulado en una atmósfera que requiere códigos colectivos para ingresar, permanecer y formar parte de ella. Una determinada manera de mirar, una específica forma de tomar o de invitar a una cerveza, entre otras señales, se irán convirtiendo, a fuerza de su repetición, en códigos secretos que posibilitan una comunicación en medio de un escenario problemático, en códigos que requieren ser siempre ajustados o transformados porque van resultando deducibles debido a su reiteración.

Sobre esa trama simbólica empieza a emerger un circuito disidente, bajo una atmósfera de referencia colectiva y una especialización territorial atravesada por las estratificaciones o sedimentaciones establecidas por los invertidos a quienes popularmente se les empieza a reconocer como bobos y maricos. Desde la mirada social, el invertido/afeminado ridículo es ante todo un personaje marginal dócil, que comparte su existencia y espacio con otra serie de personajes desterrados y miserables de la ciudad. Su mueca irónica, su capacidad para el trabajo y su docilidad los ubica en una esfera de poca peligrosidad. En Guayaquil, territorio de hombres “guapos” —donde la hombría se medía con la destreza para la pelea, la fuerza y el aguante, y la falta de ella se transaba con trabajo y servicio—, también habitó el marico bobo. El guapo era la contracara del invertido; y ambos eran, al mismo tiempo, personajes complementarios en sus formas de vida, como si cada uno se reafirmara en el otro. Sobre la relevancia de la guapura en este contexto, Alberto Upegui explica:

La ley en el barrio era que lo más importante era la guapura. El que no fuera guapo no era hombre. Desde chiquitos, nosotros no hacíamos sino pelear, tomar trago, enamorar y bregar a sacarle el “fuste” al trabajo. Todos sabíamos algún arte, pero los más trabajadores laborábamos unos tres días al año. ¿Con qué tiempo? Había que levantarse a beber, a beber y a ver quién se creía muy macho, para “volerar” el cuchillo con él.4

En este territorio, en intervalos nocturnos, aparecen esas otras presencias no enunciadas, que temen aproximarse al afeminado ridículo. Algunos de ellos se afanan por mantener en el día una imagen depurada de hombre de negocios, mientras que en las noches buscan, de la mano de la complicidad que compra el dinero, aventurarse a vivir sus deseos secretos; otros, en cambio, se encubren en matrimonios autoforzados o en aislamientos elegidos.

El periodista e investigador Jorge Mario Betancur nos permite una cercanía a ese territorio. Según él, en la Guayaquil de los años veinte y treinta algunos afeminados se hicieron famosos por sus atuendos, por su talento para el baile y, en especial, por los servicios sexuales que ofrecían a otros hombres anónimos. En el recuerdo de los antiguos moradores del barrio sobresalen los nombres de Albertina, Amapola y Sonia.

En el lugar de la trasgresión moral tolerada e institucionalizada, los maricas o invertidos ridículos conquistaron fragmentos urbanos. De este modo, Guayaquil se espacializó con una serie de desterrados de la decencia y de la moral social, creando un territorio plural de marginalidades particulares. Allí también encontró lugar el hombre discreto; por sus calles en busca de alguna aventura amorosa, estos maricas asolapados aprovecharon la noche y se lanzaron a la conquista de artistas, cirqueros, teatreros y todo tipo de personajes que visitaban el sector. Otros lugares se convirtieron en espacios de complicidad y discreción; en parte debido al prestigio de sus clientes, estos lugares, dispuestos a complacerlos, guardaron un secreto que nunca se publicó:

Hasta hace poco estuvo en pie, sobre el costado oriental de la vía, una vieja casona, inmensa como todas, donde funcionaba La Sancochería. Una de sus habitaciones estaba reservada única y exclusivamente para un comensal que no pagaba, idolatría de la dueña: don Tomás Carrasquilla. Allí llegaba el escritor, con sus amiguitos, y pasaba la tarde hasta las seis, hora de tertulia en el Café La Bastilla. Nunca le cobraron, y hasta que la señora murió el cuarto se conservó tal cual como lo disfrutó el gran Carrasca. Reflexión: fue más esta sancochera guayaquileña que el dueño de una universidad, que compró la casa donde vivió don Tomás, en la calle Bolivia, y sin ningún pudor la convirtió en motel.5

Bajo el titular “Guayaquil, un centro de corrupción y delincuencia”, el semanario Sucesos Sensacionales señalaba, en mayo de 1960,6 a aquel sector como una zona turbulenta de gran importancia comercial, donde reinaba un complejo entramado del hampa, la perversión, la ruina moral y los delitos de todo tipo. Guayaquil, oficializado en la institucionalidad7 como lugar de tolerancia, era uno de los centros de atención del semanario, abanderado en denunciar las graves ofensas a la rectitud moral y social que proclamaba esa otra parte de la ciudad, la parte “decente”.

La crónica ofrece una descripción del sector, presentándolo como un territorio para todo tipo de delincuentes. Se subraya la división de oficios en el hampa, las formas de manipulación de los niños para vincularlos a la delincuencia, la presencia permanente de pervertidos vestidos de mujeres y de hombres de doble moral que en el día posaban de masculinos y en la noche se escapaban a buscar amantes homosexuales. Todos estos personajes se sitúan en Guayaquil, y forman, de acuerdo con la crónica, una legión de antisociales. El relato describe, además, el perfil de los atracadores, las tácticas utilizadas por diversos antisociales para cometer sus crímenes y, en especial, la falta de regulación y control del sector:

Forman estos sujetos en Guayaquil una legión de verdaderos antisociales. Se les ve desde tempranas horas de la noche en los alrededores del crucero San Juan Bolívar ostentando vestimentas propias de mujer y fomentando los peores escándalos, sin que hasta ellos llegue la acción de las autoridades.

Los hemos visto en los cafés aledaños a los teatros Medellín y Granada en orgiásticas liberaciones y bailando entre sí, sin hacer caso al paso de los celulares de la policía que cuando de batidas se trata la emprenden únicamente contra las miserables mujeres que, den escandalo o no, son llevadas al permanente. ¿Hay explicación posible de que en las batidas, que son tan necesarias en Guayaquil, solamente se tenga en cuenta a esas damiselas y no a aquellos pervertidos adultos y menores, estos sí, una verdadera vergüenza en nuestro medio? Pero no son tampoco esos depravados los únicos degenerados merecedores de ser conducidos a la permanencia cada vez que haya batidas. Hay otro tipo de pervertidos que esconden su crápula moral bajo las apariencias de ser correctos caballeros y hombres que no carecen de ningún título de masculinidad. […]. ¿Quién habrá que entre las ocho o nueve de la noche y las cinco de la madrugada puede defenderse de la acción de los ladrones, las mujeres arrastradoras y los pervertidos de Guayaquil? […] es a breves rasgos, lo que sucede en Guayaquil, donde la falta de moral, la vagancia, el homosexualismo, el robo, la prostitución y otras tantas lacras por el estilo hacen del segundo centro comercial de Medellín un verdadero antro del vicio a donde raras veces llega la acción enérgica de las autoridades que son las encargadas de velar por la tranquilidad pública, imponer la moral y salvaguardar las vidas.8

Esta detallada descripción nos acerca al mundo turbulento y complejo del sector de Guayaquil; en específico, nos aproxima a ese circuito de las pervertidas falsas mujeres y de los aparentes correctos caballeros escondidos en su crápula moral, estableciendo un amplio circuito para la realización de sus vicios.

Benjamín y su mirada oblicua

Los maricos afeminados excluidos de su propia ciudad, venidos del campo o de otras ciudades, encontraron en Guayaquil una posibilidad de existencia. Allí, en un contexto complejo de masculinización, llamaron la atención precisamente por su trabajo y sus gestos distintivos, aspectos respecto de los cuales el macho