Anales II. Libros XI-XVI - Publio Cornelio Tácito - E-Book

Anales II. Libros XI-XVI E-Book

Publio Cornelio Tácito

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Beschreibung

De Tácito no sabemos muchos datos biográficos importantes, más allá de algunos de los cargos políticos que ocupó en la administración imperial. Desconocemos fechas y lugares exactos de nacimiento y muerte e incluso se duda sobre su praenomen. Sin embargo, no hay prácticamente ninguna duda de que es uno de los historiadores fundamentales de la literatura latina, gracias sobre todo a dos obras que repasan la época imperial desde la muerte de Augusto: Anales e Historias. Tras el primer volumen de Anales en la Biblioteca Clásica, que reunía los seis primeros libros de la obra, este segundo tomo recoge los libros XI-XVI, ya que los intermedios VII-X se perdieron por completo. Aquí Tácito narra, año tras año y con su brillante estilo analítico y contundente, el período que va del 47 al 66 d. C., es decir, buena parte de los reinados de Claudio y Nerón.

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La Biblioteca Clásica Gredos, fundada en 1977 y sin duda una de las más ambiciosas empresas culturales de nuestro país, surgió con el objetivo de poner a disposición de los lectores hispanohablantes el rico legado de la literatura grecolatina, bajo la atenta dirección de Carlos García Gual, para la sección griega, y de José Luis Moralejo y José Javier Iso, para la sección latina. Con más de 400 títulos publicados, constituye, con diferencia, la más extensa colección de versiones castellanas de autores clásicos.

Publicado originalmente en la BCG con el número 30, este volumen presenta la traducción de Anales. Libros XI-XVI realizada por José Luis Moralejo.

Asesor de la colección: Luis Unceta Gómez.

La traducción de este volumen ha sido revisada por Lisardo Rubio Fernández.

© de la introducción, traducción y notas: José Luis Moralejo.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en la Biblioteca Clásica Gredos: 1980.

Primera edición en este formato: mayo de 2024.

RBA • GREDOS

REF.: GEBO684

ISBN: 978-84-2499-866-0

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

NOTA PREVIA

Al igual que en la de los libros I a VI, publicada en el vol. 19 de esta colección, en esta traducción de los libros XI a XVI de los Anales se ha tomado como base la 3.a edición de E. KOESTERMANN (Cornelii Taciti Libri qui supersunt, t. I: Ab Excessu Diui Augusti, Leipzig, «Bibliotheca Teubneriana», 1971), con las salvedades siguientes:

XI 28,1; véase nota 86 .

XII 2,3; véase nota 99 .

XII 54,1; véase nota 207 .

XIII 9,2; véase nota 262 .

XIII 26,2; véanse notas 284 y 285 .

XIV 16,1; véase nota 363 .

XV 40,1; véase nota 456 .

También se ha tenido en cuenta la reciente edición de P. WUILLEUMIER (Tacite, Annales. Livres XI-XII. Livres XIII-XVI, París, «Les Belles Lettres», 1976-78), con traducción francesa, así como el muy notable comentario del mismo KOESTERMANN , Cornelius Tacitus, Annalen, vols. III-IV, Heidelberg, Carl Winter, 1967-68. Para otras indicaciones generales y bibliográficas acerca de los Anales, puede consultarse nuestra Introducción al vol. 19 de esta serie. Al Prof. Lisardo Rubio agradecemos las numerosas sugerencias con que ha mejorado esta traducción y sus notas.

LIBRO XI

SINOPSIS

Año 47 d. C. (caps. 1-22) Año 48 d. C. (caps. 23-38)

CAPÍTULOS :

1-4.

Condenas varias.

5-7.

Debate sobre la abogacía.

8-10.

Problemas del Oriente.

11.

Juegos Seculares.

12.

Mesalina y Silio.

13-15.

Claudio como censor.

16-20.

Asuntos de Germania.

20-21.

Historia de Curcio Rufo.

22.

Problemas internos; historia de la cuestura.

23-25.

Entrada de los galos en el senado; medidas sobre el senado y patriciado; lustro y censo.

26-38.

Culminación y castigo de los escándalos de Mesalina: su muerte.

LIBRO XI

1. *** 1 pues creyó 2 que Valerio Asiático, dos veces cónsul, había sido tiempo atrás su 3 amante; y como además ambicionaba sus jardines, construidos por Luculo 4 y que él estaba embelleciendo con notable magnificencia, lanza a Suilio a acusar a uno y otro. Se le añade a Sosibio, preceptor de Británico 5 , con la misión de advertir a Claudio, como haciéndole un favor, que se guardara de una fuerza y unas riquezas que amenazaban a los príncipes; que Asiático, principal [2] instigador del asesinato de ⟨Gayo⟩ César 6 , no había temido confesarlo en la asamblea del pueblo romano, ni gloriarse incluso del crimen; que, tras haberse hecho famoso por ello en la Ciudad y una vez que su reputación se había extendido por las provincias, se disponía a marchar junto a los ejércitos de Germania, dado que, por haber nacido en Viena 7 y apoyarse en múltiples y poderosos parentescos, tenía facilidades para provocar revueltas entre los pueblos de su nación. Y Claudio, sin investigar nada más, despachó [3] tropas a toda prisa, como si se tratara de sofocar una guerra, al mando de Crispino, prefecto del pretorio, quien dio con él junto a Bayas y lo arrastró encadenado a la Ciudad.

2. Y no se le dio oportunidad de comparecer ante el senado: se le toma declaración en la alcoba, en presencia de Mesalina y acusándolo Suilio de haber corrompido a los soldados, a los que alegaba que con dinero y deshonestidades se tenía ganados para toda clase de infamias, luego de adulterio con Popea, y por último, de ser un afeminado. Ante esto venció el reo su silencio y estalló diciendo: «Pregunta a tus hijos, Suilio; ellos confesarán que soy un hombre» 8 . Comenzó entonces su defensa, que causó mayor emoción en Claudio, pero que incluso a Mesalina le arrancó lágrimas. [2] Al salir de la cámara para enjugárselas previene a Vitelio para que no deje escapar al reo; ella personalmente se apresura a perder a Popea, poniendo a su lado a quienes, aterrorizándola con la idea de la cárcel, la empujaran a una muerte voluntaria, tan sin que lo supiera el César que, pocos días después, teniendo a su mesa a su marido Escipión, le preguntó por qué no se sentaba con él su esposa, y él le respondió que su mujer había cumplido su destino.

3. Mas cuando Claudio estaba dando vueltas a la idea de absolver a Asiático, Vitelio le recordó entre lágrimas lo viejo de su amistad, y las atenciones que juntos habían tenido para con Antonia 9 , madre del príncipe; pasó luego revista a los servicios de Asiático al estado, y a su reciente campaña contra Britania 10 , así como a cuantos otros hechos parecían conciliarle la misericordia, para concluir proponiendo que se le permitiera elegir libremente su muerte; y al momento habló Claudio pronunciándose por la misma clase de clemencia. Después, cuando algunos le aconsejaron [2] la abstención de alimento y una muerte suave, Asiático les dijo que declinaba por completo el favor; se entregó al tipo de actividades que acostumbraba 11 , se bañó, comió de buen humor, y tras decir que hubiera sido más honroso para él perecer por las malas artes de Tiberio o la violencia de Gayo César que por el engaño de una mujer y la impúdica lengua de Vitelio, se abrió las venas, no sin antes inspeccionar su pira funeraria y ordenar su traslado a otro sitio para que la espesura de los árboles no resultara dañada por los ardores del fuego; tanta entereza tuvo en sus últimos momentos.

4. Tras esto se convoca al senado, y Suilio continúa amontonando acusados: dos caballeros romanos ilustres, ambos apellidados Petra. Y la causa de su muerte fue que habían facilitado su casa para los encuentros de Mnéster 12 y Popea. Pero a uno de ellos se le imputaba [2] haber tenido un sueño en el que habría visto a Claudio ceñido con una corona de espigas vueltas hacia atrás, y que por aquella visión había pronosticado una escasez de trigo. Algunos cuentan que vio una corona de vid con las hojas blanquecinas, y que lo había interpretado en el sentido de que al caer el otoño moriría el príncipe. De lo que no hay duda es de que uno u otro sueño le valió su muerte y la de su hermano. Se [3] votaron para Crispino un millón y medio de sestercios y las insignias de la pretura. Añadió Vitelio la propuesta de un millón para Sosibio por ayudar a Británico con su magisterio y a Claudio con sus consejos. Cuando se le preguntó su voto a Escipión dijo: «Como pienso sobre la conducta de Popea lo mismo que todos, haced cuenta que digo lo que todos»; gesto de elegante compromiso entre el amor conyugal y sus obligaciones de senador.

5. A partir de entonces la crueldad de las acusaciones de Suilio fue continua, y su osadía tuvo muchos imitadores; pues, al tomar para sí todo el poder de las leyes y la autoridad de los magistrados, el príncipe [2] había dejado campo libre para el pillaje. Por entonces no había mercancía más venal que la perfidia de los abogados, hasta el punto de que Samio, caballero romano insigne, que había dado a Suilio cuatrocientos mil sestercios, al descubrirse su prevaricación se dio muerte en su casa dejándose caer sobre una espada. [3] En consecuencia, por iniciativa del cónsul designado Gayo Silio, de cuyo poder y perdición hablaré a su tiempo 13 , se levantaron los senadores haciendo valer la Ley Cincia 14 , por la que está establecido de antiguo que nadie reciba dinero o dones por defender una causa.

6. Después, cuando alborotaron aquellos contra quienes se preparaba tal condena, Silio, que era enemigo de Suilio, arremetió con dureza recordando ejemplos de los viejos oradores, que habían considerado la fama y la gloria en la posteridad como el premio de la elocuencia; que de otro modo la más hermosa y la principal de las artes liberales quedaba mancillada por sórdidas mercaderías; que tampoco la integridad permanecía a salvo si se miraba a la magnitud de los honorarios. En cambio —decía— si los pleitos no se [2] hacían para provecho de nadie, habría menos; ahora se favorecían las enemistades, las acusaciones, los odios y las injusticias, de manera que, al igual que la virulencia de las enfermedades proporciona ganancias a los médicos, así también la podredumbre del foro les suponía dinero a los abogados. Los invitaba a recordar a Gayo Asinio, a ⟨Marco⟩ Mesala y, entre los más recientes, a Arruncio y a Esernino 15 : habían llegado a las más altas cimas sin corromper su vida ni su elocuencia. Ante tales palabras del cónsul designado, con [3] las que los otros estaban de acuerdo, ya se estaba preparando un decreto por el que se los incluía en la Ley de Concusión, cuando Suilio, Cosuciano y los demás, que veían que lo que se establecía no era un juicio —pues se procedía contra culpables manifiestos—, sino una pena, asedian al César pidiendo perdón para sus acciones pasadas.

7. Una vez que asintió, comienzan ellos a argumentar: ¿quién era tan soberbio como para presumir con sus esperanzas una fama duradera? Lo que se hacía era proporcionar un apoyo a la necesidad práctica, de manera que nadie se encontrara a merced de los poderosos por falta de abogados. Ahora bien, la elocuencia no era un don gratuito: se abandonaban los intereses familiares para dedicarse a los asuntos ajenos. Muchos se ganaban la vida en la milicia, otros cultivando los campos; nadie se esfuerza por algo cuyo fruto no haya previsto antes. Asinio y Mesala, colmados de recompensas [2] en las guerras entre Antonio y Augusto, o los Eserninos y Arruncios, herederos de grandes fortunas, bien podían haber adoptado un aire magnánimo; pero a la mano estaban los ejemplos de cuánto cobraban [3] por sus discursos Publio Clodio o Gayo Curión 16 . Ellos —decían— no eran más que unos modestos senadores que en una república tranquila no buscaban más que las recompensas propias de la paz. Debía pensar en los plebeyos que resplandecían en la abogacía; si se suprimían las recompensas a esos estudios, también los estudios [4] mismos perecerían. El príncipe, juzgando que si estas consideraciones no eran muy honorables tampoco carecían de sentido, limitó los honorarios a un máximo de diez mil sestercios; los transgresores serían procesados por concusión.

8. Por el mismo tiempo Mitridates, de quien ya conté 17 que había reinado sobre los armenios ⟨y que por orden de Gayo⟩ 18 César había sido puesto en prisión, volvió a su reino animado por Claudio y fiado en el apoyo de Farasmanes 19 . Éste, rey de los hiberos y hermano de Mitridates, le anunciaba que los partos andaban en discordia y que, ante la incertidumbre del poder supremo, no tenían cuidado de los asuntos menores. [2] En efecto, Gotarzes, entre otras muchas atrocidades, había provocado la muerte de su hermano Artábano, la de su mujer y la de su hijo, lo cual suscitó [3] miedo en los otros, que llamaron a Vardanes 20 . Éste, presto siempre a las grandes empresas, recorre en dos días tres mil estadios y, cogiendo desprevenido a Gotarzes, le produce tal pánico que lo desbarata; y no tarda en hacerse con las provincias vecinas, salvo la de Seleucia 21 , que rechazó su dominio. Encendido contra aquella gente en una ira excesiva para las conveniencias del momento porque ya habían hecho defección a su padre, se empeña en el asedio de la plaza fuerte protegida por el río que pasa ante ella, por un muro y por abundantes provisiones. Entretanto Gotarzes, reforzado [4] con la ayuda de los dahas y los hircanos 22 , reemprende la guerra, y Vardanes, obligado a dejar Seleucia, trasladó su campamento a los llanos de la Bactriana 23 .

9. Entonces, divididas las fuerzas del Oriente sin que se viera claro de qué lado se inclinarían, se dio a Mitridates la oportunidad de ocupar Armenia, con la ayuda de los soldados romanos para tomar las fortalezas de las alturas y también la del ejército hibero, que campeaba por los llanos. Los armenios no opusieron resistencia una vez desbaratado el prefecto Demonacte, que había intentado presentar batalla. Provocó una breve [2] dilación Cotis 24 , rey de la Armenia Menor, al que habían recurrido algunos de los notables; luego se sometió ante una carta del César, y todo se puso de parte de Mitridates, el cual adoptó una actitud demasiado dura para un reinado incipiente. Los caudillos partos, [3] cuando estaban ya preparándose para la guerra, hacen repentinamente un pacto al enterarse de una conjura del pueblo que Gotarzes descubrió a su hermano; se reunieron, y tras algunas vacilaciones iniciales, estrechándose las manos pactaron ante un altar de los dioses vengar la deslealtad de los enemigos y hacerse concesiones [4] mutuas. Pareció Vardanes más capacitado para conservar el reino, y Gotarzes, por que no hubiera lugar a rivalidades, se marchó al fondo de la Hircania. Cuando Vardanes regresa se le entrega Seleucia, a los siete años de su defección, no sin deshonor de los partos, a quienes una sola ciudad había burlado por tanto tiempo.

10. Visitó luego las más importantes provincias, y ya se disponía a recuperar Armenia, si no fuera que lo echó atrás Vibio Marso, legado de Siria, amenazándolo con una guerra. Pero entretanto Gotarzes, arrepentido de haber cedido el reino y llamado por la nobleza, cuya servidumbre es más dura en la paz, [2] reúne tropas. Le salieron al encuentro junto al río Erindes; tras duro combate en su paso se impuso Vardanes, y en combates prósperos sometió a los pueblos que había en medio, hasta el río Sindes 25 , el cual separa a dahas y arios 26 . Allí se puso un término a su fortuna, pues los partos, aunque vencedores, se negaban [3] a una campaña lejana. En consecuencia, tras levantar monumentos en los que daba fe de su poder y de que con anterioridad ninguno de los Arsácidas había logrado tributos de aquellas gentes, se vuelve cargado de gloria y, por ello, más cruel y más intolerante para con sus súbditos. Éstos, tras tenderle una trampa, lo mataron cuando estaba desprevenido y dedicado a la caza, en plena juventud, pero ilustre como pocos de los reyes viejos si hubiera buscado en la misma medida el amor de su pueblo que el miedo de los enemigos. Con el asesinato de Vardanes surgieron perturbaciones [4] entre los partos, que dudaban sobre a quién elegirían como rey. Muchos se inclinaban a favor de Gotarzes, algunos por Meherdates 27 , descendiente de Fraates entregado a nosotros como rehén. Al cabo se impuso Gotarzes, y una vez en el poder, con su crueldad y excesos, empujó a los partos a dirigir al príncipe romano ocultos ruegos pidiéndole que permitiera a Meherdates asumir el trono de sus padres.

11. En el mismo consulado, ochocientos años después de la fundación de Roma, sesenta y cuatro tras los que había dado Augusto, se celebraron los Juegos Seculares 28 . Dejo de lado los cálculos de uno y otro príncipe, suficientemente tratados en los libros en que narré la historia del emperador Domiciano. Pues también éste celebró Juegos Seculares, y en ellos tuve yo 29 participación especial por estar investido del sacerdocio quindecinviral y ser entonces pretor. Esto no lo cuento por jactancia, sino porque el colegio de los quindecínviros tiene ese cometido desde antiguo, y los magistrados oficiaban en la mayor parte de las ceremonias. [2] En ocasión en que asistía Claudio a los juegos circenses, cuando unos muchachos nobles a caballo representaron el juego de Troya 30 , y entre ellos Británico, el hijo del emperador, y Lucio Domicio, que por adopción pasó luego a heredar el imperio con el apellido de Nerón 31 , el favor de la plebe, que fue más vivo hacia Domicio, [3] se tomó como un presagio; y se contaba entre el vulgo que en su infancia había tenido junto a sí unos dragones como guardianes 32 , fábulas derivadas de fantásticas narraciones extranjeras; pues el propio Nerón, que en nada pretendía denigrarse a sí mismo, solía contar que en su habitación sólo se había visto una culebra.

12. Pero esta inclinación del pueblo era un resto del recuerdo de Germánico, del cual aquél era el único descendiente varón 33 ; además, la lástima por su madre Agripina aumentaba por la crueldad de Mesalina, que, aunque dañina siempre y entonces más exaltada, no podía suscitar falsas imputaciones y acusadores, entretenida como estaba a causa de un amor nuevo y próximo [2] a la locura. En efecto, ardía de tal modo por Gayo Silio, el más bello de los jóvenes romanos, que eliminó de su matrimonio a Junia Silana, dama noble, para gozar en exclusiva de su amante. A Silio no se le ocultaban ni el escándalo ni el peligro; pero si se negaba era segura su perdición, y tenía cierta esperanza de pasar desapercibido; recibía además grandes recompensas y se consolaba cerrando los ojos al futuro y gozando del presente. Ella iba a menudo a su casa, [3] no a escondidas, sino con gran acompañamiento; lo seguía paso a paso y lo colmaba de riquezas y honores, y al fin, como si hubiera ya cambiado la fortuna, los siervos, libertos y lujos del príncipe se veían en casa del amante.

13. Pero Claudio, que sin saber nada de su matrimonio se dedicaba a desempeñar funciones de censor 34 , reprimió con severos edictos la licencia del pueblo en el teatro, pues se habían atrevido a lanzar ultrajes contra el ex cónsul Publio Pomponio 35 —que daba obras a la escena— y contra ilustres damas. Además dio una [2] ley contra la saña de los prestamistas, prohibiéndoles prestar a los hijos de familia con la condición de pagar después de la muerte de los padres. También llevó a la Ciudad unos manantiales de agua desde las colinas Simbruinas 36 , y todavía añadió y difundió nuevas letras, tras averiguar que tampoco el alfabeto griego había sido empezado y completado de una vez.

14. Fueron los egipcios los primeros en representar los pensamientos, por medio de figuras de animales—sus documentos, los más antiguos de la historia humana, se pueden ver grabados en piedra—, y consideran que fueron ellos los inventores de las letras; que luego los fenicios, por su dominio del mar, las introdujeron en Grecia y se llevaron la gloria de lo que habían recibido [2] como si lo hubieran inventado ellos. En efecto, se cuenta que Cadmo 37 , llegado en una flota fenicia, fue el que enseñó tal arte a los pueblos griegos todavía incultos. Algunos narran que Cécrope 38 el ateniense o Lino 39 el tebano, o el argivo Palamedes 40 en los tiempos de Troya, inventaron las formas de dieciséis letras, y que luego otros y especialmente Simónides 41 inventaron [3] las restantes. En Italia los etruscos las aprendieron del corintio Demarato 42 y los aborígenes, del arcadio Evandro 43 ; la forma de las letras latinas es la de las griegas más antiguas. Pero también nosotros tuvimos pocas en un principio, y luego se añadieron más. Pues bien, siguiendo tal ejemplo, Claudio añadió tres letras 44 , que, en uso durante su reinado y olvidadas luego, se ven todavía ahora en los bronces de publicación de los plebiscitos fijados por los foros y templos.

15. Después informó al senado sobre el colegio de los harúspices 45 , para que no se perdiera por la desidia la ciencia más antigua de Italia. Les recordó que muchas veces en circunstancias adversas para la república se había llamado a los harúspices, por cuyo consejo se habían restaurado los ritos y conservado luego con más propiedad; que los notables etruscos por propia iniciativa o por impulso del senado romano habían cultivado esta ciencia y la habían propagado en sus familias; que eso se hacía ahora con menor diligencia por el desinterés público ante las artes provechosas, y por estar en auge las supersticiones extranjeras. Y cierto que por el momento todo iba bien, [2] pero había que dar gracias a la benevolencia de los dioses, haciendo que los ritos sagrados cultivados en las situaciones difíciles no se olvidaran en la prosperidad. En consecuencia se promulgó un decreto del senado [3] para que los pontífices miraran qué se había de conservar y robustecer en la disciplina de los harúspices.

16. El mismo año 46 el pueblo de los queruscos 47 pidió a Roma un rey, dado que en las guerras intestinas había perdido a sus nobles, y sólo les quedaba un personaje de sangre real que estaba retenido en la Ciudad y se llamaba Itálico. Era hijo de Flavo, hermano de Arminio 48 , y su madre era hija de Actumero, príncipe de los catos 49 ; tenía prestancia física y estaba ejercitado en armas y caballos a la manera patria y a la nuestra. Así pues, el César lo proveyó de dinero, le dio una escolta y lo exhortó a tomar sobre sí con magnanimidad la gloria de su gente, recordándole que él era el primero que, nacido en Roma y no como un rehén, sino como ciudadano, marchaba a un dominio extranjero. [2] A su llegada resultó grato a los germanos, y como, al no estar implicado en ninguna discordia, trataba a todos con la misma consideración, era celebrado y agasajado, dándose a veces a la amabilidad y a la templanza, que a nadie desagradan, y las más al vino y a los excesos, gratos a los bárbaros. Y ya su fama brillaba entre las gentes próximas, y aún más lejos, cuando, desconfiando de su poder los que se habían encumbrado con las facciones, se marchan a los pueblos limítrofes afirmando que se quitaba a Germania su antigua libertad [3] y que se impone el poder romano: ¿acaso no había nadie nacido en la propia tierra que pudiera ocupar el lugar principal sin que se colocara por encima de todos al hijo del espía Flavo? De nada valía —decían— que se pusiera por delante el nombre de Arminio; incluso aunque su propio hijo criado en tierra enemiga hubiera venido a reinar, podría temerse a quien estaba absolutamente contaminado por una crianza, una servidumbre y un modo de vida extranjeros; y si Itálico pensaba igual que su padre, ningún otro había empuñado las armas contra su patria y sus dioses penates con más saña que él.

17. Con estas y similares arengas lograron reunir grandes fuerzas; no eran menos los que seguían a Itálico, pues les recordaba que no había irrumpido entre ellos por la fuerza, sino que lo habían llamado considerando que en nobleza precedía a los demás; en cuanto a su valor, les decía que experimentaran ellos mismos si se mostraba digno de su tío Arminio y de su abuelo Actumero; que no se avergonzaba de que su padre no [2] hubiera quebrantado nunca la fe que había dado a los romanos con el consentimiento de los germanos; que la palabra libertad constituía un pretexto falso en quienes eran en su vida privada unos degenerados, para la comunidad una ruina, y que no tenían esperanza más que en la discordia. El pueblo acogía estas palabras [3] con entusiásticas aclamaciones, y en la gran batalla que se dio entre los bárbaros salió vencedor el rey; después, sin embargo, empujado por su prosperidad a la soberbia, fue destronado y restablecido otra vez con la ayuda de los lombardos 50 , dañando por igual al poder de los queruscos con sus éxitos y sus adversidades.

18. Por el mismo tiempo los caucos 51 , libres de disensiones intestinas y alegres por la muerte de Sanquinio 52 , mientras llegaba Corbulón hicieron incursiones por la Germania Inferior al mando de Gannasco. Era éste un canninefate 53 por nacimiento, mercenario auxiliar durante largo tiempo y luego desertor, que con naves ligeras se dedicaba a la piratería devastando especialmente el litoral de la Galia, pues no ignoraba que [2] se trataba de gentes ricas y poco guerreras. Pero Corbulón entró en la provincia con gran diligencia y pronto consiguió la gloria, de la cual fue inicio aquella campaña, en la que llevó las trirremes por el curso del Rin, y las restantes naves, según las posibilidades de cada una, por los estuarios o los canales. Tras hundir las barcas enemigas y ahuyentar a Gannasco, cuando vio la situación del momento bastante arreglada, redujo a la vieja disciplina a aquellas legiones desacostumbradas por la pereza al trabajo y las fatigas, pero felices con el pillaje, ordenando que nadie se saliera de la columna ni entablara combate si no se le había ordenado. [3] Las guardias y servicios de día y de noche se hacían con armas, y cuentan que a un soldado, por cavar desarmado en el recinto, y a otro porque lo hacía armado sólo con un puñal, los castigó con la muerte. Aunque esto es excesivo y no es seguro que no le haya sido imputado sin fundamento, toma origen en la severidad de aquel general; no cabe duda de que fue inexorable con los grandes delitos aquel a quien se atribuía tanta dureza incluso frente a las faltas leves.

19. Por lo demás, el temor ante tales medidas produjo efectos contrarios en el ejército y en los enemigos: nuestro valor aumentó, y se quebrantó la soberbia de los bárbaros. También el pueblo de los frisios 54 , que tras la revuelta surgida de la derrota de Lucio Apronio 55 se nos mostraba hostil o poco seguro, entregó rehenes y se asentó en las tierras señaladas por Corbulón; asimismo les impuso un senado, magistrados y leyes. Además, para evitar que desobedecieran sus órdenes, [2] estableció entre ellos un puesto fortificado, tras enviar comisionados que atrajeran a los caucos mayores 56 a someterse y que, al propio tiempo, atacaran por medio de engaños a Gannasco. La emboscada que se le tendió no resultó inútil, ni tampoco vergonzosa en el caso de aquel desertor que había violado la fe jurada. Pero con su muerte se soliviantaron los ánimos de los [3] caucos, y Corbulón no dejaba de suministrar motivos para la revuelta, en medio de comentarios favorables de la mayoría, mas no sin que algunos los hicieran adversos: en efecto, ¿por qué provocaba al enemigo?; las adversidades caerían sobre el estado, y si el éxito lo acompañaba, resultaba temible para la paz un hombre que se destacaba y difícil de soportar para aquel príncipe cobarde. En consecuencia, Claudio prohibió nuevos ataques contra las Germanias, hasta el punto de que mandó retirar las guarniciones más acá del Rin.

20. Cuando ya Corbulón estaba montando su campamento en territorio enemigo le llegó la carta. Ante este hecho inesperado, y aunque en él se mezclaban muchos sentimientos —miedo del emperador, desprecio de los bárbaros, escarnio de los aliados—, sin decir más que: «¡Felices los generales romanos de antaño!», dio la orden de retirada.

Sin embargo, para que los soldados se sacudieran el [2] ocio, cavó entre el Mosa y el Rin un canal de veintitrés millas destinado a evitar las incertidumbres del Océano 57 . Con todo, el César le concedió las insignias del triunfo, a pesar de haberle negado la guerra.

[3] Y no mucho después consigue el mismo honor Curcio Rufo, por haber abierto una mina para buscar filones de plata en el territorio de Mattio 58 ; su provecho fue escaso y poco duradero, pero las legiones hubieron de sufrir fatigas y bajas, cavar canales y hacer bajo tierra trabajos que serían duros incluso a cielo abierto. Sometidos a tales faenas, y como se veían obligados a soportarlas en varias provincias, los soldados escribieron una carta secreta en nombre de los ejércitos, rogando al emperador que a aquellos a quienes fuera a dar los mandos militares les concediera el triunfo por anticipado 59 .

21. Acerca del origen de Curcio Rufo, de quien algunos contaron que era hijo de un gladiador, no quisiera declarar falsedades, pero me da vergüenza relatar la verdad. Después de pasar de la adolescencia, incorporado al séquito de un cuestor al que había correspondido el África, cuando se encontraba en la ciudad de Adrumeto y andaba solo al mediodía por los soportales vacíos, se le apareció la figura de una mujer de aspecto sobrehumano y oyó una voz que le decía: «Tú eres, Rufo, el que ha de venir a esta provincia como procónsul». [2] Con tal augurio medraron sus esperanzas y, vuelto a la Ciudad, por la generosidad de sus amigos y también por su agudo ingenio consigue la cuestura y luego la pretura, frente a candidatos nobles, por recomendación del príncipe, ocasión en que Tiberio trató de disimular sus poco honrados orígenes con estas palabras: «Curcio Rufo me parece nacido de sí mismo». Tuvo luego larga vejez y, usando para con sus [3] superiores de una sombría adulación, de la arrogancia para con sus inferiores, y poco tratable para sus iguales, obtuvo el mando consular, las insignias del triunfo y, al cabo, la provincia de África; muriendo allí cumplió el presagio sobre su destino.

22. Entretanto en Roma, sin causas visibles ni luego conocidas, el caballero romano insigne Gneo Nonio es descubierto armado de espada en el corro de los que saludaban al príncipe. El caso fue que mientras lo desgarraban en los tormentos, sin negar acerca de sí mismo, no dio a conocer cómplices, sin que sepa si los ocultaba.

En el mismo consulado 60 propuso Publio Dolabela [2] que se celebrara todos los años un espectáculo de gladiadores a expensas de quienes alcanzaran la cuestura. Entre nuestros mayores tal cargo había sido una recompensa [3] a la virtud, y a todos los ciudadanos, si confiaban en sus buenas cualidades, les estaba permitido pretender las magistraturas; ni siquiera en consideración a la edad se hacían distinciones que impidieran alcanzar en la primera juventud el consulado y las dictaduras. Por lo que mira a los cuestores, fueron instituidos [4] cuando todavía gobernaban los reyes, según muestra la ley curiata restablecida por Lucio Bruto 61 . Además, conservaron los cónsules el poder de escogerlos hasta que también tal magistratura pasó a conferirla el pueblo. Los primeros a quienes se nombró fueron Valerio Potito y Emilio Mamerco, sesenta y tres años tras la expulsión de los Tarquinios 62 , con la misión [5] de asistir al ejército. Luego, al aumentar el volumen de los asuntos, se añadieron otros dos, encargados de Roma. Más tarde se duplicó el número, cuando ya Italia era tributaria y se sumaban los impuestos de [6] las provincias. Después, por una ley de Sila 63 , se crearon veinte para completar el senado, al que él había atribuido la vista de los juicios, y aunque luego los caballeros recuperaron los juicios 64 , la cuestura se concedía por la dignidad de los candidatos o por el favor de los electores y a título gratuito, hasta que con la moción de Dolabela quedó como sometida a subasta.

23. En el consulado de Aulo Vitelio y Lucio Vipstano 65 cuando se trató de completar el senado, los notables de la Galia llamada Comata 66 , que ya tiempo atrás habían conseguido la condición de federados y la ciudadanía romana, pidieron el derecho de alcanzar cargos en la Ciudad, lo que provocó muchos y variados comentarios. Ante el príncipe se enfrentaban [2] los intereses contrapuestos: se afirmaba que Italia no estaba tan decaída que no fuera capaz de proporcionar un senado a su capital; que antaño los indígenas les habían bastado a los pueblos consanguíneos, y que no había que avergonzarse de la antigua república. Aún más, se recordaban todavía los ejemplos de virtud y de gloria que la casta romana había dado según las viejas costumbres, ¿era todavía poco el que ya los vénetos [3] e ínsubres 67 hubieran irrumpido en la curia, para meter ahora en ella a una tropa de extranjeros, como a un grupo de cautivos?; ¿qué honor les quedaba ya a los nobles supervivientes o a algún senador pobre del Lacio, si lo había? Decían que todo lo iban a llenar aquellos [4] ricachones cuyos abuelos y bisabuelos, jefes de pueblos enemigos, habían destrozado a nuestros ejércitos por la violencia de las armas y habían asediado en Alesia 68 al divino Julio. Y todo esto eran cosas recientes; pues ¿qué decir si se recordaba a quienes al pie del Capitolio y de la ciudadela de Roma habían caído a manos de aquel mismo pueblo? 69 ; que gozaran en buena hora del título de ciudadanos, pero que no pretendieran rebajar las insignias del senado y los honores de los magistrados.

24. El príncipe no se dejó impresionar por estos y parecidos comentarios; no sólo se pronunció al momento contra ellos, sino que además, convocando al senado, empezó a hablar en estos términos 70 : «Mis mayores, de los que Clauso —el más antiguo—, siendo de origen sabino, fue admitido a un tiempo en la ciudadanía romana y entre las familias patricias 71 , me exhortan a proceder con parejos criterios en el gobierno del estado, trayendo aquí a lo que de sobresaliente [2] haya habido en cualquier lugar. En efecto, tampoco ignoro que a los Julios se los hizo venir de Alba 72 , a los Coruncanios de Camerio 73 , a los Porcios de Túsculo 74 ni, por no entrar en detalles de la antigüedad, que se hizo entrar en el senado a gentes de Etruria, de Lucania y de toda Italia; que al fin se extendió ésta hasta los Alpes, para que no sólo algunos individualmente, sino también tierras y pueblos se unieran a nuestro [3] nombre. Tuvimos entonces sólida paz interior; también gozamos de prosperidad en el extranjero cuando fueron recibidas en nuestra ciudadanía las gentes de más allá del Po, cuando, con el pretexto de nuestras legiones repartidas por el orbe de la tierra, incorporando a los provinciales más valerosos, se socorrió a nuestro fatigado imperio 75 . ¿Acaso nos pesa que los Balbos 76 desde Hispania y varones no menos insignes desde la Galia Narbonense hayan pasado a nosotros? Aun quedan descendientes suyos, y no nos ceden en amor a esta patria. ¿Cuál otra fue la causa de la perdición [4] de lacedemonios y atenienses, a pesar de que estaban en la plenitud de su poder guerrero, si no el que a los vencidos los apartaban como a extranjeros? En cambio, nuestro fundador Rómulo fue tan sabio que a muchos pueblos en un mismo día los tuvo como enemigos y luego como conciudadanos 77 . Sobre nosotros han reinado hombres venidos de fuera; el que se encomienden magistraturas a hijos de libertos no es, como piensan muchos sin razón, algo nuevo, sino que fue práctica de nuestro viejo pueblo. Se objetará que [5] hemos guerreado con los senones: ¡como si los volscos y los ecuos 78 nunca hubieran desplegado sus ejércitos contra nosotros! Fuimos cautivos de los galos, pero también hubimos de entregar rehenes a los etruscos y de tolerar el yugo de los samnitas 79 . Y con todo, si se [6] pasa revista a todas las guerras, ninguna se terminó en tiempo más breve que la que hicimos contra los galos, y desde entoces hemos tenido una paz continua y segura. Unidos ya a nuestras costumbres, artes y parentescos, que nos traigan su oro y riquezas en lugar [7] de disfrutarlas separados. Todas las cosas, senadores, que ahora se consideran muy antiguas fueron nuevas: los magistrados plebeyos tras los patricios, los latinos tras los plebeyos, los de los restantes pueblos de Italia tras los latinos. También esto se hará viejo, y lo que hoy apoyamos en precedentes entre los precedentes estará algún día».

25. Por un decreto del senado que siguió al discurso del príncipe obtuvieron los primeros los eduos 80 el derecho de senadores en la Ciudad. Fue ésta una concesión a su antigua alianza, ya que son los únicos de los galos que usan el título de hermanos del pueblo romano.

[2] Por los mismos días el César hizo entrar en el número de los patricios a los más antiguos del senado y a los que habían tenido padres ilustres, pues quedaban ya pocas de las familias que Rómulo había llamado de las gentes mayores y Bruto de las gentes menores 81 , y se habían agotado incluso las que añadiera ei dictador César por la Ley Casia y el príncipe Augusto por la Ley Senia 82 . Estas medidas provechosas para la república se adoptaban con gran alegría de aquel censor 83 . Inquieto por el modo en que a los hombres [3] de mala fama podría alejarlos del senado, empleó un medio suave y recién inventado en lugar de la antigua severidad: ordenó que cada cual reflexionara sobre sí mismo, y pidiera el derecho de abandonar su dignidad; se otorgaría fácilmente la venia, y él presentaría al mismo tiempo los nombres de los senadores separados y dimitidos, de manera que mezclados el juicio de los censores y el pudor de los que se retiraban voluntariamente mitigaran la ignominia. Con tal motivo el [4] cónsul Vipstano propuso que se diera a Claudio el título de padre del senado, puesto que el de padre de la patria se había hecho de corriente uso, y los méritos nuevos para con la república debían honrarse con títulos hasta entonces no usados; pero él mismo detuvo al cónsul como excesivamente inclinado a la adulación. También hizo la clausura del lustro, en el que se [5] censaron 5.984.072 ciudadanos 84 . Y por entonces tuvo fin su ignorancia con respecto a su casa; no mucho después se vio obligado a conocer y castigar los escándalos de su esposa, para más tarde arder en el deseo de un matrimonio incestuoso.

26. Ya Mesalina, hastiada por la facilidad de sus adulterios, se lanzaba a placeres desconocidos, cuando también Silio se puso a urgirla para romper con los disimulos, movido por una fatal ausencia de cálculo o pensando que los peligros mismos serían el remedio [2] de los inminentes; le decía que, desde luego, no habían llegado a aquel punto para esperar a la vejez del príncipe 85 ; para los inocentes los planes inofensivos; que para el escándalo manifiesto había que buscar una protección en la audacia. Le hacía ver que tenía cómplices llenos de los mismos temores; que él era soltero, sin hijos y que estaba dispuesto al matrimonio y a adoptar a Británico. Le aseguraba a Mesalina que conservaría el mismo poder, y en condiciones más firmes, con tal que se previnieran de Claudio, que era tan dispuesto a la ira como incauto ante las asechanzas. [3] No acogió Mesalina estas palabras con gran entusiasmo, no por amor a su marido, sino porque temía que Silio, tras alcanzarlo todo, acabara por desdeñar a la adúltera, y que aquel crimen aprobado en medio de los peligros lo apreciara más tarde en su verdadero valor. Sin embargo, la alusión al matrimonio la llenó de ardiente deseo por la magnitud de la infamia, que es, para los que ya lo han hecho todo, el último de los placeres. Y sin esperar más que la ocasión en que Claudio marchaba a Ostia para ofrecer un sacrificio, celebra su boda con toda solemnidad.

27. No ignoro que parecerá fabuloso el que haya habido mortales que, en una ciudad que de todo se enteraba y nada callaba, llegaran a sentirse tan seguros; nada digo ya de que un cónsul designado, en un día fijado de antemano, se uniera con la esposa del príncipe, y ante testigos llamados para firmar, como si se tratara de legitimar a los hijos; de que ella escuchara las palabras de los auspicios, tomara el velo nupcial, sacrificara ante los dioses, que se sentaran entre los invitados en medio de besos y abrazos y, en fin, de que pasaran la noche entregados a la licencia propia de un matrimonio. Ahora bien, no cuento nada amañado para producir asombro, sino lo que oí a personas más viejas y lo que de ellas leí.

28. Lógicamente, la casa del príncipe estaba horrorizada, y en especial aquellos en cuyas manos se hallaba el poder y que, si cambiaban las cosas, más tenían que temer, bramaban no ya en coloquios reservados, sino abiertamente, diciendo que mientras la alcoba del príncipe la había hollado un histrión 86 , cierto que se lo había deshonrado, pero había permanecido lejos el peligro de su ruina; ahora, en cambio, un joven noble, de distinguida belleza, con talento y en la proximidad del consulado, se aprestaba a una más alta esperanza; y no era un misterio lo que quedaba después de tal matrimonio. Sin duda se apoderaba de ellos el miedo [2] por considerar a Claudio un imbécil sometido a su esposa, y que muchas eran las muertes ordenadas por Mesalina. Pero a su vez el mismo buen carácter del emperador les hacía confiar en que, si lograban ellos imponerse ante lo atroz del crimen, podrían acabar con ella, condenada antes que juzgada; la cuestión estaba en si se llegaba a escuchar su defensa, y en lograr que los oídos de Claudio se cerraran incluso ante su confesión.

29. En un primer momento Calisto, de quien ya hablé a cuento del asesinato de Gayo César 87 , Narciso, que había tramado la muerte de Apio, y Palante, que entonces gozaba de excepcional favor, trataron de si intentar apartar a Mesalina del amor de Silio con secretas [2] amenazas, disimulando todo lo demás. Después desistieron, temiendo verse ellos arrastrados a la perdición; Palante por cobardía y Calisto también porque, conocedor de la corte en el reinado anterior, consideraba que el poder se conserva más seguramente con medidas cautas que violentas. Persistió en el empeño Narciso, cambiando el plan solamente en el sentido de no ponerla sobre aviso con comentario alguno acerca de [3] la imputación y del acusador. Atento a la ocasión, como el César se demoraba largo tiempo en Ostia, a dos cortesanas a cuyo cuerpo estaba el príncipe especialmente acostumbrado, con dádivas y promesas, y haciéndoles ver que, quitada de en medio la esposa, tendrían más poder, las empujó a hacerse cargo de la delación.

30. Entonces Calpurnia —así se llamaba una de las cortesanas—, cuando tuvo acceso privado al César, echándose a sus rodillas clama que Mesalina se ha casado con Silio; al tiempo, pregunta a Cleopatra, que estaba allí al quite, si también ella se había enterado, y, cuando le responde que sí, ruega que se haga venir a Narciso. Éste pide perdón para sus hechos pasados de [2] haberle disimulado a los Ticios, Vettios y Plaucios 88 , diciéndole que tampoco ahora iba a hacer acusaciones de adulterio, para que no tuviera que reclamar su casa, sus esclavos y los restantes ornamentos de su grandeza; más bien debía dejar que Silio disfrutara de esas cosas, pero devolviéndole a su esposa y rompiendo su contrato de matrimonio 89 . «¿Te has enterado —le dijo— [3] de tu repudio? Pues el matrimonio de Silio lo ha visto el pueblo, el senado y el ejército, y si no te das prisa en actuar, el marido se habrá hecho con la Ciudad.»

31. Entonces llama a sus principales amigos e interroga en primer lugar a Turranio, prefecto del suministro de grano, y luego a Lusio Geta, jefe de los pretorianos. Una vez que estos dos le dicen la verdad, los demás rivalizan en pedirle indignados que marche a los cuarteles, que se asegure las cohortes pretorianas, que se preocupe más de su seguridad que de la venganza. Se sabe con certeza que Claudio se llenó de tal pavor que no cesaba de preguntar si era él dueño del imperio y si Silio era un simple ciudadano.

Pero Mesalina, con una ostentación más desenfrenada [2] que nunca, en pleno otoño, celebra en su casa un simulacro de la vendimia. Se movían las prensas, rebosaban los lagares y mujeres ataviadas con pieles saltaban como bacantes que ofrecieran un sacrificio o se hallaran en estado de delirio; ella misma, con el cabello suelto, agitando un tirso, y a su lado Silio coronado de hiedra, llevaban coturnos, movían violentamente la [3] cabeza entre el clamor de un coro procaz 90 . Cuentan que Vettio Valente se subió en su frenesí a lo alto de un árbol, y que, cuando le preguntaron qué veía, respondió que una tremenda tempestad que venía de la parte de Ostia, ya fuera que tal fenómeno apuntara, ya que unas palabras pronunciadas al azar se transformaran en un presagio.

32. Entretanto ya no se trataba de un rumor, sino que de todas partes llegan mensajeros anunciando que Claudio se ha enterado de todo y que viene dispuesto a la venganza. En consecuencia Mesalina se marcha a los Jardines de Luculo, y Silio a sus asuntos del foro para disimular su miedo. Cuando los demás escapaban a la desbandada se presentaron unos centuriones y pusieron cadenas a cada cual según lo hallaban, en público o en [2] escondrijos. Sin embargo Mesalina, aunque lo adverso de su situación le menguaba el raciocinio, decide sin vacilar salir al encuentro y presentarse ante su marido, recurso al que había acudido con frecuencia, y mandó avisar a Británico y a Octavia para que fueran a abrazar a su padre. Además, suplicó a Vibidia, la más anciana de las vírgenes Vestales, que se hiciera oír del [3] pontífice máximo, que implorara clemencia. Y entretanto, acompañada solamente por tres personas —en tal soledad se había quedado de repente—, tras recorrer a pie toda la ciudad; en un carruaje de los que se usan para recoger los desperdicios de los jardines toma el camino de Ostia, sin que nadie sintiera por ella compasión alguna, porque se imponía sobre todo lo monstruoso de sus infamias.

33. No era menor el agobio de la parte del César, pues no se fiaban demasiado de Geta, prefecto del pretorio, igualmente tornadizo para el bien y para el mal. En consecuencia, Narciso, tomando consigo a los que abrigaban los mismos miedos, afirma que no hay otra esperanza de salvación para el César que el transferir sólo por aquel día el mando militar a uno de sus libertos, y se ofrece él mismo para tomarlo; y para que en el curso del viaje a la Ciudad no tuvieran tiempo de hacerlo arrepentirse Lucio Vitelio y Largo Cécina 91 , pide y obtiene asiento en el mismo vehículo.

34. Se repitió luego insistentemente que entre las exclamaciones contradictorias del príncipe, ya acusando los escándalos de su esposa, ya volviéndose al recuerdo de su matrimonio y a la tierna edad de sus hijos, Vitelio no hizo más que decir: «¡Qué fechoría, qué crimen!». Narciso, desde luego, lo animaba a hablar claro y a contar la verdad, pero no pudo apartarlo de responder con medias palabras y que se podían hacer derivar hacia donde se quisiera, ni a Largo Cécina de seguir su ejemplo. Ya estaba a la vista Mesalina y le [2] pedía a gritos que escuchara a la madre de Británico y Octavia, cuando el acusador ahogó sus palabras hablando de Silio y de sus bodas; al mismo tiempo entregó un memorial que atestiguaba sus excesos, para distraer la mirada del César. No mucho después, cuando [3] ya entraba en la Ciudad, se pretendía presentarle a los hijos comunes, pero Narciso ordenó que los retiraran. A Vibidia no pudo alejarla e impedirle que, con no poco encono, reclamara que no se hiciera perecer a una esposa sin defensa. En consecuencia Narciso le respondió que el príncipe la escucharía y le brindaría la oportunidad de excusarse de la imputación; entretanto debía marcharse la virgen y ocuparse de sus ceremonias sagradas.

35. A todo esto Claudio guardaba un asombroso silencio y Vitelio parecía no saber nada: todo estaba a las órdenes del liberto. Manda que se abra la casa del amante y que se lleve allí al emperador. Y ante todo le enseña en el vestíbulo la estatua del padre de Silio proscrita por un decreto del senado, y luego los bienes familiares de los Nerones y los Drusos 92 , que se habían [2] convertido en pago de su deshonra. Inflamado y mientras estallaba en amenazas lo llevó a los acuartelamientos, donde ya había hecho formar a los soldados; ante ellos, al dictado de Narciso, pronunció breves palabras, pues la vergüenza ponía coto a su dolor aunque éste fuera justo. Al momento se levantó un clamor prolongado de las cohortes reclamando los nombres de los culpables y exigiendo su castigo. Llevado Silio ante el tribunal no intentó defenderse ni provocar demoras, [3] y pidió que se apresurase su muerte. La misma entereza hizo desear la muerte rápida a los caballeros romanos ilustres. Y ordena que Ticio Próculo, puesto por Silio como guardián de Mesalina y a pesar de que se ofreció a declarar, Vettio Valente, que confesó, y Pompeyo Úrbico y Saufeyo Trogo, cómplices, sean llevados al suplicio. También Decrio Calpumiano, prefecto de vigilancia 93 , Sulpicio Rufo, procurador de los juegos, y el senador Junco Virgiliano fueron castigados con la misma pena.

36. Sólo Mnéster provocó dudas, pues rasgando sus vestidos le pidió a gritos que mirara las marcas de los azotes y que se acordara de la orden que le había dado de someterse a las órdenes de Mesalina; que otros se habían hecho culpables a causa de larguezas o de esperanzas desmedidas, pero que él lo era por necesidad; y que nadie habría perecido antes que él en caso de que Silio se hubiera hecho con el poder. El César se [2] impresionó por estas palabras, y cuando ya parecía inclinado a la misericordia lo empujaron sus libertos a que, tras haberse dado muerte a tantos hombres ilustres, no se preocupara por un histrión; el que hubiera cometido tan grandes delitos por propia voluntad u obligado nada importaba.

Tampoco se admitió la defensa del caballero romano [3] Traulo Montano; era éste un joven morigerado pero de gran belleza, y en una misma noche Mesalina lo había hecho venir y lo había despedido, pues era caprichosa por igual para la pasión y para el hastío. A Suilio Cesonino y a Plaucio Laterano se los libra de la muerte, a este último por los egregios méritos de su tío; Cesonino se vio protegido por sus vicios, pues se decía que en aquel círculo infame había desempeñado papel de mujer.

37. Entretanto Mesalina, en los Jardines de Luculo, trataba de prolongar su vida, amañaba ruegos no sin esperanza y por momentos llena de ira: ¡tanta soberbia exhibía en sus momentos postreros! Y si Narciso no hubiera acelerado su asesinato, habría logrado volver la perdición sobre su acusador. Pues Claudio, tras [2] volver a casa y calmarse con un prolongado banquete, una vez que se calentó con el vino, manda que vayan y avisen a aquella desgraciada —pues tal palabra cuentan que usó— que al día siguiente compareciera a pronunciar su defensa. Cuando se oyó esto y se veía que languidecía su ira, que volvía el amor, y temiendo, si no se actuaba con decisión, a la proximidad de la noche y al recuerdo del lecho de la esposa, corre Narciso y ordena a los centuriones y al tribuno que estaba de guardia que ejecuten el asesinato: así lo mandaba el emperador. Como vigilante y encargado de darles prisa se les [3] pone a Évodo, uno de los libertos. Este marchó por delante a los jardines con toda rapidez, y la encontró tendida en tierra, y sentada a su lado a su madre Lépida, la cual no se había llevado bien con su hija cuando ésta se hallaba en la prosperidad, pero que ante su angustia suprema se había movido a misericordia; estaba aconsejándole que no esperara al ejecutor: su vida ya había pasado, y no debía pretender más que [4] una muerte honrosa. Pero en aquel ánimo corrompido por las pasiones no quedaba sombra de honestidad; se prolongaban sus lágrimas y sus inútiles quejas, cuando los que llegaban forzaron la puerta y el tribuno se quedó en pie en silencio ante ella, en tanto que el liberto la increpaba con injurias abundantes y propias de un esclavo.

38. Sólo entonces entendió a fondo su situación, y tomando un puñal lo blande en vano, a causa del temblor, contra su cuello y su pecho, hasta que es atravesada por la espada del tribuno. El cuerpo le fue dejado [2] a su madre. Se anunció a Claudio, el cual estaba a la mesa, que Mesalina había perecido, sin aclararle si por su mano o por la ajena; tampoco él lo preguntó; pidió una copa y continuó haciendo los honores acostumbrados [3] al banquete. Ni siquiera en los días siguientes dio señales de odio o de alegría, de ira o de tristeza, en fin, de afecto humano alguno; tampoco al ver a los acusadores felices o a sus hijos doloridos. Y le ayudó a olvidarla el senado decretando que el nombre y las efigies de ella fueran removidos de los lugares públicos y privados. Para Narciso se decretaron los honores de [4] cuestor, bien poca cosa para el orgullo de aquel hombre que se movía por encima de Palante y de Calisto. Era algo justo, desde luego, pero de lo que debían surgir efectos perniciosos 94 .