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Jean-Noël Liaut

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Beschreibung

¿Cómo logró el hijo de unos pobres inmigrantes eslovacos, criado en Pittsburgh, convertirse en el artista más famoso de su generación? ¿De qué manera pasó de ser un niño enfermizo, víctima del acoso de sus compañeros de clase, a erigirse en padre del pop art? ¿Es Warhol un genio del arte contemporáneo? Andy Warhol fue uno de los grandes creadores del siglo XX. También fue artífice de un personaje fascinante, excéntrico y refulgente. Una quimera viviente que brillaba por igual entre intelectuales, travestis, drogadictos, ultrarricos y superestrellas, manteniendo su pasado en un borroso recuerdo impenetrable. Aun así, hubo personas que conocieron la cara oculta de Warhol, rodeada de miedos e inseguridades cosechados durante la infancia. En este libro, Jean-Noël Liaut recurre a las confesiones más íntimas del entorno warholiano —John Richardson, Stuart Preston, Lee Radziwill, Pierre Bergé, Ultra Violet, etc.; muchas de ellas inéditas—, para pintar un retrato lleno de matices y reminiscencias, alejado de los frecuentes esfuerzos por mitificar la figura del artista. Episodios totalmente desconocidos que indagan en sus comienzos y sus desgracias, su talento y su habilidad, sus visiones proféticas y su sentido del marketing, y que el autor desvela por primera vez tras treinta años de investigación. Una biografía trepidante y adictiva, que cuenta la vida de un zorro astuto y curioso —en palabras del autor— que olisqueaba en busca de la dirección del viento y que comprendió su época mejor que nadie.

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ANDY WARHOL

 

 

 

 

 

Título original: Andy Warhol. Le renard blanc

© del texto: Allary Éditions, 2021

© de la traducción: Jordi Giménez Samanes, 2022

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Publicado mediante el especial acuerdo con Allary Éditionsy 2 Seas Literary Agency

Primera edición: marzo de 2022

ISBN: 978-84-18741-44-9

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Andy Warhol, Ewa Rudling (Född, 1936), (c) AlbumMaquetación: Nèlia Creixell

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 6508034 Barcelonaarpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación

puede ser reproducida, almacenada o transmitidapor ningún medio sin permiso del editor.

 

 

 

A la memoria de mi padre,Francis Liaut (1946-2019).

 

 

«El mundo me debe aquello de lo que siento necesidad. Lo que yo necesito es belleza, brillantez, luz».(RICHARD WAGNER)

«Mi alma sufre un pinchazo».(P. G. WODEHOUSE)

ÍNDICE

PRÓLOGO

I.

Únicamente existen dos males reales: la enfermedad y la pobreza

II.

Andy Morningstar

III.

La oración, el dibujo y el cine

IV.

El muchacho de los cabellos verdes

V.

Andy Piltrafa

VI.

Primera exposición

VII.

Los gatos del tío Andy

VIII.

Os amo, sufro y os espero

IX.

Acuérdate de desconfiar

X.

Mi voz Bouvier

XI.

Marilyn Monroe se convirtió en su Gioconda

XII.

De pronto el pop art estaba por todas partes

XIII.

The Silver Factory

XIV.

Él me propuso Poly Esther y yo elegí Ultra Violet

XV.

Pobre niña rica

XVI.

Cómo enfrentar a una leona teutona con un colibrí californiano

XVII.

Superstars

XVIII.

Los surrealistas habrían soñado con crear una atmósfera como aquella (Salvador Dalí)

XIX.

Entre Drácula y Cenicienta

XX.

Andy era una droga deliciosamente irresistible

XXI.

Desde entonces, su cuerpo no dejó de hacerle sufrir

XXII.

Un bálsamo para el magullado ego de Andy

XXIII.

Uno de los artistas mayores del siglo XX

XXIV.

Como todos los que trabajaban para él, se enamoró

XXV.

En París

XXVI.

Artista, homosexual, demócrata y católico practicante

XXVII.

Mi pequeño zorro blanco

XXVIII.

Le tenía tomado el pulso a la época

XXIX.

Jimmy Carter, Willy Brandt o Golda Meir, warholizados para la posteridad

XXX.

Hasta qué punto se sentía solo

XXXI.

El Doctor Andy y Mister Warhol

XXXII.

Un esclavo de la fama

EPÍLOGO. UNA CONVERSACIÓN CON JOHN RICHARSON

NOTAS

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

El lunes 19 de enero de 1987 me crucé con Andy Warhol en el Beaubourg. Yo estaba en segundo año del preparatorio, había cumplido los veinte hacía dos meses, y ahora, en este preciso instante, pasados más de treinta años, me acuerdo de él como si aquel breve encuentro acabara de producirse. Mi manía olfativa-compulsiva me lleva incluso a recordar con precisión el aroma de Shalimar que lo envolvía. Yo ignoraba por entonces que se rociaba con este perfume para disimular un persistente olor a ajo, que consumía en gran cantidad como beneficioso para la salud. Lo cual no deja de antojarse irónico, teniendo en cuenta que moriría al cabo de un mes, el 22 de febrero, a la edad de 58 años. Su presencia me intrigaba de tal modo, que no podía apartar la mirada de él. Con su peluca platino acrílica, colocada de través, y su tez desleída, que me hacía pensar en esos animales translúcidos privados de la luz del día, aquel hombre parecía pertenecer a otro espacio-tiempo. De haberse practicado un corte geológico al espíritu de Andy, ¿qué habría revelado? Esta pregunta me la hice entonces. Celebridad del arte en el mundo entero, se mostraba afable, prudente, atento con quienes lo rodeaban, lejos de la reputación sulfurosa que lo precedía por todas partes. Pero tras aquel aire reservado, yo detectaba también en él cierta socarronería (esa risa impasible de la que habló Toulet). Aquel quincuagenario hermafrodita se expresaba con la voz de una vieja dama irónica. Por decirlo de algún modo, se me aparecía tan enigmático como el hombre de la máscara de hierro. Nadie era menos terrestre, en sentido clásico. Pero, ¿quién se ocultaba en realidad detrás del artificio warholiano?

Desde aquel instante comencé a interesarme por él, hasta el punto de consagrarle mi tesina de licenciatura, en 1990. Aquellas páginas sobre The Silver Factory (1964-1967) fueron para mí bastante más que un simple trabajo universitario. Después de la publicación de mi primer libro, en 1994, varios editores se interesaron por mi tesina y me propusieron convertirla en un ensayo o en una biografía. Pero resistí a la tentación, ya que, en conjunto, aquel estudio me parecía demasiado árido, demasiado deudor de mis lecturas de biblioteca. Le faltaba carne, y también un suplemento de alma, conversaciones con sus conocidos más próximos, una investigación de verdad. Esta la inicié a comienzos de los años noventa, para concluirla en 2020. Según ha ido pasando el tiempo, no he dejado de indagar acerca de Andy Warhol, y mi curiosidad ha sido más que recompensada. Entre otras muchas personas, me entrevisté con la actriz underground y artista plástica Ultra Violet. Habladora impenitente, me ayudó a desbrozar el ecosistema warholiano, del que ella fue una de sus figuras emblemáticas. Su nombre quedará indisociablemente unido al de Warhol, así como a la estética de la Nueva York de los años sesenta, que sigue siendo fuente de inspiración para los creadores del mundo entero. El historiador del arte John Richardson, quien pronunció el elogio fúnebre de su amigo Andy el 1 de abril de 1987, me ofreció una valiosa clave interpretativa al compararlo con el protagonista de El idiota, de Dostoyevski. Lee Radziwill, hermana de Jacqueline Kennedy, me describió su propiedad de Montauk y la atmósfera que reinaba en ella a comienzos de los años setenta. Me reveló igualmente el secreto que se ocultaba tras la famosa voz de Warhol. Pierre Bergé me aportó luz acerca de la relación entre Andy e Yves Saint Laurent, quienes llegaron a idear juntos dos comedias musicales. A lo largo de numerosas conversaciones, en su casa o en un restaurante, Stuart Preston, el antiguo crítico de arte del New York Times, insistió siempre en la originalidad y en la importancia de Warhol en la historia del arte. Él lo conoció en sus inicios, y Andy le dibujó un retrato en 1958. He esperado veinticinco años antes de escribir este libro, con el fin de disponer de la distancia necesaria para poder dirigir una mirada mesurada y, así lo espero, ajustada sobre este monstruo sagrado del arte del siglo XX. Y puedo afirmar que no pocas revelaciones presentes en estas páginas, obtenidas gracias a decenas de horas de entrevistas con sus íntimos, no aparecen en ninguna de las numerosas biografías que le han sido dedicadas.

Además de transformar para siempre con sus cuadros la mirada de sus contemporáneos, Andy Warhol había adivinado antes que nadie que cada cual podía alcanzar el éxito por los motivos más incongruentes. Toda telerrealidad al completo está contenida en su «cuarto de hora de fama». En términos generales, nuestra época ejemplifica hasta qué punto estaban fundadas las profecías warholianas. Y muestra con énfasis el alcance de su siembra: utilización del vídeo en el arte contemporáneo, clips musicales, diseño gráfico, dirección artística, diseño artístico y moda. Son ya incontables los hijos de Warhol (empezando por Jeff Koons), ya sean de mayor o menor vuelo, y su impacto sobre la producción de imágenes diversas y variadas da la medida de su posteridad. Su influencia no ha dejado nunca de aumentar, de evolucionar. Todo el mundo queda fascinado ante este hombre que hizo de los botes de sopa y de las sillas eléctricas iconos intemporales que se arrebatan de las manos, hoy más que nunca, museos y coleccionistas. En noviembre de 2013, uno de sus «accidentes de coche» de 1963, Silver Car Crash (Double Disaster), se vendió en Sotheby’s por ciento cinco millones de dólares.

La actriz Paulette Goddard, musa de Charles Chaplin, llamaba a Andy «el zorro blanco». Y así es ciertamente como lo veo yo también: como un zorro astuto y curioso por todo, un Maese Raposo de pelaje platino que no dejó nunca de explorar, un viejo zorro del desierto que olisqueaba en busca de la dirección del viento, que comprendió su época mejor que cualquier otro, pero que se mantuvo misterioso e inaprehensible, y al que muy pocos lograron en realidad acariciar. Este Fantastic Mister Fox fue para mí el último dandi. Un dandi que encerraba también en su interior a un campesino prudente y silogómano, un romántico frustrado, un hombre cuyo lote de adversidades y sufrimientos se convirtió en un tesoro de guerra para él, un mito hecho a sí mismo en perpetua reinvención, un ángel exterminador y un ser muy rodeado de gente pero profundamente solo, que me hacía pensar en aquello que escribiera Madame de La Fayette en su historia de La princesa de Montpensier: «Se marchó del baile fingiendo encontrarse mal y se fue a su casa a soñar con su desdicha».

He intentado captar a Warhol de frente, de espaldas, de perfil y en semiperfil; he procurado descubrir todos los matices característicos de su personalidad. En ocasiones ha sido como ponerse un manto de ortigas. Ha habido también momentos llenos de flores. Ante todo me he tomado el tiempo necesario para penetrar en la atmósfera warholiana, para evaluar sus méritos y sus flaquezas. Encuentros y lecturas han alimentado el retrato de este hombre orquesta, a un tiempo ilustrador, pintor, fotógrafo, cineasta, autor (a falta de ser auténticamente escritor), creador de revistas y descubridor de talentos. O de cómo el hijo de unos pobres inmigrantes rutenos se convirtió en un artista venerado o despreciado: una polémica que fue interesante de estudiar, por cuanto, aún hoy, cuenta con tantos adoradores como detractores, y no deja a nadie indiferente. He aquí, pues, mi versión de Las muy ricas horas de Andy Warhol.

CAPÍTULO I

ÚNICAMENTE EXISTEN DOS MALES REALES: LA ENFERMEDAD Y LA POBREZA

Tras la muerte de su madre, Julia, en 1972, Andy Warhol afirmaba que estaba como una rosa cuando alguien le preguntaba por la anciana. «Se encuentra muy bien, gracias, pero está un poco cansada y no sale de casa». Este comportamiento no puede por menos de hacernos pensar en el personaje de Norman Bates, de Psicosis, la película de Alfred Hitchcock. Bates, que padece de un trastorno disociativo de la personalidad, ama de tal forma a su madre, que finge que sigue viva y conserva preciadamente su cadáver momificado y vestido en el sótano de la casa junto a su motel. ¿Qué sucedía en el caso de Andy? ¿Se trataba de una inhibición de autodefensa? ¿De un modo patológico de llevar el duelo? ¿Padecía él también de un trastorno disociativo? ¿O era un subterfugio para desembarazarse de los inoportunos, para escabullirse con el pretexto de tener que volver a casa para ocuparse de ella…? Un rasgo de humor muy Warhol. Llegaba al extremo de comprarle vestidos en las tiendas elegantes de Nueva York, cuando llevaba años muerta y enterrada. «¡Supongo que debía ponérselos él en casa, en secreto!», sugiere Ultra Violet. «Encajaría con su personalidad, quién sabe».1 Caben todas las hipótesis. Pero, ¿no podría verse en su actitud simplemente una incapacidad para expresar en voz alta la muerte del ser que más contó para él en su vida? «No hay que olvidar que Julia había ocupado el centro de la existencia de Andy. Su papel era primordial y, con su desaparición, él debía de sentirse vulnerable, completamente desamparado. Muchos homosexuales adoran a su madre, pero ¿cuántos de ellos mienten acerca de su muerte? Hasta donde yo sé, él es el único», explica John Richardson.2

Julia Warhola y su hijo pequeño formaron un águila de dos cabezas desde la infancia de Andy. En él influyeron las historias que ella le contaba acerca de su país de origen y de su juventud, así como una sensibilidad incontrolable que incidía en lo patético y lo lacrimógeno. La amable e implacable Julia alternaba los registros, dulzura y crueldad, abismos y cimas; el ángel del hogar se sumergía gustoso en el caldo de los recuerdos. Nada era inconfesable para ella, incluso delante de un niño pequeño e impresionable. Ella remendaba una y otra vez el pasado, sin preocuparse jamás por asentar las bases de una paz salutífera para su progenitura. «Yo decía de Andy que era mi pequeño vampiro de los Cárpatos, pues su familia procedía de esa región del mundo», recordaba su amiga São Schlumberger.3 Y más exactamente del pueblo de Miková, situado en la actual República de Eslovaquia, no lejos de la frontera polaca, en Europa central. Sus padres formaban parte de la minoría rutena. Hablaban el rusino, que mezclaba varias lenguas y dialectos, eran cristianos pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla y vivían en la más extrema pobreza. Esta comunidad de campesinos austeros y piadosos sobreviviría, más que vivir, al yugo de diferentes déspotas a lo largo del tiempo, desde el Imperio austrohúngaro hasta la dictadura soviética. Una existencia ligada al ritmo de las estaciones y a la agricultura, a la falta de comodidades y a la ausencia de higiene. «Únicamente existen dos males reales: la enfermedad y la pobreza», escribía el príncipe de Ligne en el siglo XVIII, y este pensamiento habría podido ser la divisa de aquellas poblaciones rutenas. Granjeros y pastores en su mayor parte, no sabían leer ni escribir, y sus únicos consuelos eran la oración y alguna fiesta campesina, de vez en cuando, para celebrar un casamiento o el fin de la cosecha.

Los padres de Andy nacieron en Miková: Andrej Warhola en 1889 y Julia Zavacky en 1892. A la edad de dieciséis o diecisiete años, Andrej emigró a Estados Unidos, para instalarse en Pittsburgh, en la cuenca hullera de Norteamérica, con la esperanza de ahorrar y volver a su tierra con el fin de formar una familia. Eran muchos los que intentaban la aventura, en unas condiciones espantosas. Después de llegar a pie hasta el puerto más cercano y cruzar el océano en barco, hacinados en dormitorios insalubres, debían hacer frente a los servicios de inmigración de Ellis Island. A la menor señal de indisposición, eran puestos en cuarentena. Algunos eran devueltos para siempre a su país de origen. El lugar tenía bien merecido su sobrenombre de «Isla de las Lágrimas». Andrej consiguió llegar hasta Pittsburgh, cuyas acerías trabajaban día y noche. La descripción de la vida cotidiana de aquellos hombres ofrece la medida de su fuerza de carácter: condiciones de trabajo inhumanas, salarios de miseria, promiscuidad, contacto con prostitutas portadoras de enfermedades venéreas. Con la única esperanza de pensar que cada centavo ahorrado pudiera servir para obtener la mano de una joven de su tierra.

Al cabo de dos años, Andrej regresó a Miková con la intención de casarse. Fue entonces cuando se reencontró con Julia, de dieciséis años de edad, una adolescente considerada guapa, llena de vida y «artista»: pintaba los objetos cotidianos para hacerlos más bonitos, esculpía estatuillas y cantaba de maravilla. Andrej había sido paje de boda de su hermano, las familias se conocían desde siempre. Rendido a sus encantos, hizo la petición. Él era bien parecido, agradable, estaba dispuesto a todos los sacrificios, lo animaba una fe profunda y no bebía, una rareza en aquellas regiones en que los alcohólicos pegaban a sus mujeres. Todas sus amigas soñaban con casarse con él, pero Julia lo rechazó de entrada, no tenía ningunas ganas de acabar como su madre: consumida por quince embarazos consecutivos y marcada por la muerte prematura de seis hijos de corta edad. Se ocupaba de sus hermanos y hermanas, del hogar, de las cabras, y con eso ya tenía bastante. Pero su padre, que tenía demasiadas almas a su cargo, le pegó hasta que ella aceptó. La boda, celebrada en 1909, duró tres días, y a Julia le encantaba contarle a Andy los festejos: orquesta cíngara, coronas de flores frescas en el cabello, trajes bordados y alegría general. Una imagen que chocó muy pronto con la realidad: la joven pareja vivió los tres primeros años de su unión bajo el techo de los padres Warhola. Andrej trabajaba en el campo de sol a sol, mientras Julia se sometía a las órdenes de una suegra poco amable, como mandaba la tradición. Cuando él decidió volver a marcharse con destino a Pittsburgh, Julia, que acababa de dar a luz a su primera hija, se quedó en Miková. Él prometió llamarla lo antes posible, en cuanto reuniera dinero suficiente con que vivir los tres. ¿Cómo habrían podido imaginar que su separación iba a durar nueve años?

«En 1985, la comedia musical Los miserables conoció un enorme éxito, desde su estreno, y un día en que hablábamos de este espectáculo y de la novela de Victor Hugo, Andy me dijo: “Cosette era mi madre…”. Su expresión era tan seria, tan triste, que no la he olvidado jamás», recordaba São Schlumberger.4 A decir verdad, los Warhola se comportaban enteramente como los Thénardier con su nuera, a la que trataban peor que a los animales. Ella trabajaba para ellos doce horas al día, y cuando en 1914 dio a luz, se enfurecieron porque era niña. Otra boca más a la que alimentar, otra presencia inútil. Los chicos al menos se marchaban a buscar fortuna. El invierno de 1914 fue particularmente riguroso. La pequeña cogió frío y cayó gravemente enferma. Los Warhola obligaban a Julia a trabajar todos los días en el campo, cuando ella lo que deseaba era permanecer junto a su hija. Sin la ayuda de un médico ni el cuidado de nadie, el bebé murió con seis semanas. ¿Cuántas veces describiría Julia aquella escena a Andy? Un atardecer, al volver a casa agotada y aterida, descubrió el cuerpecito sin vida en la cuna. Al cabo de veinte años, revivía la escena delante de su bebé, entre sollozos y gritando: «¡Mi niña está muerta!».

Julia no encontró ningún consuelo en el seno de su propia familia. Su padre había muerto, y a su hermano más querido lo mataron en la guerra, lo cual llevó a su madre a la tumba en el espacio de un mes. Julia tuvo que ocuparse de sus dos hermanas pequeñas, de seis y nueve años. Resultó que el joven hermano estaba vivo, se trataba de una noticia falsa, pero el mal estaba hecho. Maltratada por sus suegros, lejos de su marido, con la carga del cuidado de dos huérfanas y pasando por el duelo por su primera hija, Julia vivía además bajo el terror de los combates, de una gran violencia en la región. A menudo tenía que ir a esconderse con las niñas en los bosques vecinos, durante días enteros. Las mujeres solas eran víctimas de violaciones, era algo por todos sabido. ¿Qué sentiría al descubrir la casa de su familia completamente quemada? Andy escuchó decenas de veces a Julia contar las desgracias de su juventud, ella no se cansaba nunca. «Es peligroso dejarse llevar por la voluptuosidad de las lágrimas: te arrebata el ánimo e incluso la voluntad de sanar», apuntaba Henri-Frédéric Amiel en su Diario, el 10 de febrero de 1846.

Julia decidió trabajar para su párroco, lo cual le permitió sacar adelante a sus hermanas, de las que los Warhola se negaban a ocuparse. Esperaba en vano noticias de su marido, quien sin embargo le envió en varias ocasiones dinero para sufragar su viaje a Estados Unidos: un dinero que ella no recibió jamás. En 1921, terminó por pedirle prestada al párroco la suma necesaria y confió a las dos pequeñas a unos parientes, antes de ir a reunirse con Andrej en Pittsburgh. Tras un periplo largo y lleno de dificultades, se reencontraron por fin, pero la Norteamérica obrera, en aquellos comienzos de los años veinte, era apenas menos inhospitalaria que Miková y sus alrededores, que contaban al menos con el beneficio de ofrecer una naturaleza inmaculada, preservada de la suciedad del mundo industrial. En Pittsburgh, la contaminación era tal, que las farolas permanecían encendidas todo el día, por cuanto la luz del sol prácticamente no llegaba a la calle. Los obreros se hacinaban con sus familias en habitaciones sórdidas, cuyas condiciones sanitarias eran deplorables; vivían en verdaderos cuchitriles. Su experiencia recordaba la novela Norte y sur (1855), en que Elizabeth Gaskell evocaba el «Black Country» de las fábricas de Mánchester en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra: un universo miserable y brutal en el que los patronos explotan a sus empleados, seres oprimidos y recambiables. En Norteamérica, por aquellas fechas, el rendimiento industrial se basaba más que nunca en una productividad vinculada con la racionalización de las tareas y en relaciones de trabajo fundamentadas en la autoridad, que sacrificaba a los obreros. A partir de 1920, el gobierno Harding había tomado oficialmente posición a favor de la patronal, hasta el punto de que el número de sindicados cayó de cinco millones en 1920 a tres millones y medio en 1929. No obstante, el discreto Andrej no sintió nunca que todas aquellas luchas fueran con él, pues no tenía sino un único deseo: hacerse invisible y fundirse en la masa.

En aquel mismo año de 1921, en el momento en que Julia descubría su nuevo país, la economía norteamericana sufrió una fuerte depresión, provocada por un descenso rápido de las exportaciones. La crisis golpeó de lleno a la industria del automóvil, indisociable de las grandes acerías de Pittsburgh. A partir de 1921, el aumento de la producción europea había liberado prácticamente a la vieja Europa de su dependencia con respecto al Nuevo Mundo. Se cernía la amenaza del paro, Andrej lo sabía, y el constante aflujo de recién llegados redundaba en la precariedad de su día a día. Había que apretar los dientes y no hacerse ver. No cabía esperar ningún tipo de ayuda de las sucesivas oleadas de inmigrantes, el «sálvese quien pueda» era la única regla en vigor, y los últimos en llegar eran los más marginados. Los Warhola inspiraban apenas menos compasión que los negros de los estados del sur y que los blancos más desfavorecidos de los Apalaches, sumidos en una terrible pobreza. Pero Andrej había progresado en la jerarquía, había dejado las minas de carbón para hacerse obrero de la construcción, una condición que lo llevó a viajar a través de Estados Unidos de una obra a otra.

La pareja de jóvenes casados, ya no tan jóvenes (tenían 32 y 29 años en el momento de su reencuentro), amplió la familia lo más rápidamente posible, por cuanto su primer hijo, Paul, nació en junio de 1922, seguido de un segundo, John, en mayo de 1925. En la habitación de sus padres en Pittsburgh, nació Andrew Warhola el 6 de agosto de 1928, bajo el signo de Leo. «Soy Pez-Gato»,5 respondió a un periodista que le había preguntado, unos meses antes de su muerte, cuál era su signo del zodíaco.

CAPÍTULO II

ANDY MORNINGSTAR

La infancia de Andrew, a quien sus allegados llamaban Andy, desarrolló en él una estrategia de supervivencia que condicionaría su vida adulta: anticiparse a todo, incluso a las más negras posibilidades. Una infancia constreñida, minada por la pobreza y la enfermedad. «Soy una flor incolora nacida en un cubo de basura, y a la que solo mi madre se acordó de regar», confió un día entre risas a su amiga São Schlumberger.1 «Una broma a mano armada», habría dicho Sainte-Beuve. El Pittsburgh de los años veinte y treinta era tanto un territorio geográfico como mental, un mundo de callejones sin salida y de ángulos muertos. Los Warhola vivían en cajas de cerillas, respiraban un aire viciado, y Julia se angustiaba de ver a su marido extenuado por la labor, exprimiéndose por ahorrar cada centavo, en un contexto más difícil que nunca. Un año después del nacimiento de su último hijo, el crac bursátil de Wall Street, en octubre de 1929, dio origen a una oleada de despidos sin precedentes por todo el país. Los parados se contaban por millones. En marzo de aquel mismo año, el presidente Herbert Hoover había prometido «un nuevo amanecer», que iba a permitir el acceso a la prosperidad, incluso a los más desposeídos. Y ahora resultaba que, siete meses más tarde, el 24 de octubre, la caída de las cotizaciones generaba un efecto dominó de quiebras y un paro generalizado. Durante los tres años que siguieron, uno de cada cuatro trabajadores norteamericanos perdió su empleo. Algunos recorrían desesperadamente el país entero en busca de un trabajo cualquiera, aunque fuera el más ingrato. La fotógrafa Dorothea Lange realizó una serie de retratos de aquellas familias quebrantadas por los avatares del capitalismo. Fue necesario esperar a la elección del presidente Roosevelt, en 1932, para empezar a recobrar la esperanza. En 1933, desplegó su política del New Deal, un amplio programa de reformas que estimuló el crecimiento económico.

En Pittsburgh, tampoco los Warhola se salvaron, y Andrej perdió también su empleo. Tuvieron que abandonar la casa en la que vivían y alquilar un minúsculo apartamento de dos habitaciones. Andrej se transformó en hombre para todo y Julia se puso a trabajar como mujer de la limpieza. Los tres hermanos dormían en la misma cama y se aseaban en un barreño, por cuanto los sanitarios eran inexistentes, pero sus padres se tomaban como una cuestión de honor que fueran bien alimentados, incluso en los peores momentos. Se criaron entre un padre exhausto y severo, pero siempre justo, y una madre benevolente y exaltada, que a la mínima volvía a sumirse en sus recuerdos. Revivía una y otra vez sus amarguras del pasado, lo cual la ayudaba a sobrellevar la tristeza y los problemas cotidianos, y les cantaba baladas tradicionales que partían el corazón. En cuanto disponía de un poco de tiempo, Julia ideaba composiciones florales con latas de conserva vacías, que guardaba como un tesoro. Luego intentaba venderlas, puerta a puerta, con el fin de llegar sin tantos apuros a fin de mes. Podía recorrer kilómetros a pie antes de vender una, ya que, en aquellos años de depresión económica, un gasto como aquel no era una prioridad para las amas de casa, que tenían que hacer malabarismos con el último centavo. Pero ella no se permitía el desánimo y continuaba su camino con la esperanza de hacer más llevadera la existencia. Unos cuantos años más tarde, Andy afirmó que aquellas creaciones le inspiraron sus famosas pinturas de latas de conserva, que le valdrían la gloria.

Sus hermanos mayores hacían cuanto podían para ayudar a sus padres, repartiendo periódicos, carbón y hielo a domicilio. Paul y John eran luchadores, tenían resistencia, raramente se dejaban vencer por el abatimiento, mientras que a Andy, tímido y reservado, todo le daba miedo. Los dos hermanos mayores eran los clásicos jóvenes viriles y no siempre comprendían las reacciones de su hermano pequeño, por lo que las peleas eran frecuentes. Con cuatro años de edad, en su primer día en la escuela infantil, una niña pequeña pegó a Andy, y este estuvo un año sin querer volver a la escuela. Prefería quedarse en casa con su madre, siempre dispuesta a ceder a sus deseos. El ambiente familiar de los Warhola era más bien triste y austero, pero el mundo exterior le parecía aún peor a Andy. ¿Acaso sus hermanos no sufrían en la calle la intimidación y extorsión de los hijos de inmigrantes irlandeses e italianos, durante el camino de vuelta del colegio? Pero ellos preferían pelear, antes que rendirse, la valentía era la única alternativa válida para Paul y John. Fue durante esta época cuando Andy, aquel niño angustiado y pesimista, se apegó con pasión a su madre, hasta el punto de encerrarse ambos en una prisión afectiva.

En 1934, Andrej, que había ahorrado pacientemente cada dólar desde su llegada a Norteamérica, pudo pagar al contado una pequeña casa de ladrillo en un barrio menos sórdido, South Oakland, en el número 3252 de Dawson Street. Los padres dormían en el comedor y los tres hermanos en la buhardilla, lo cual les permitía alquilar las dos habitaciones y el baño del primer piso. En 1932, Andrej pasaba de un empleo manual a otro, pero la vida se había vuelto menos áspera para toda la familia, puesto que se habían convertido en propietarios y percibían el alquiler de sus inquilinos. Disponían además de un pequeño huerto, del que Julia se ocupaba con el mayor esmero. Las verduras que cultivaba en él representaban un ahorro siempre bienvenido, y cocinaba buenos platos con ellas. Dos años más tarde, el pequeño Andy contrajo la escarlatina. De aquella «fiebre escarlata», le quedó para toda la vida la herencia de una nariz roja. Durante el resto de su infancia fue motivo de grandes burlas entre los demás niños y que se convirtió para él en una fuente de tortura interior, que le llevó a desarrollar un profundo sentimiento de inferioridad. Mientras tanto, no sin copiosos gritos y llantos, había vuelto a ir a la escuela, donde se mostró siempre como un alumno estudioso y aplicado. Andy destacaba en cuanto cogía un lápiz para dibujar, pero tenía más dificultades con el inglés, por cuanto en casa sus padres solo hablaban rusino. Le costó por este motivo progresar en la lengua de su país de adopción.

Si Andrej la hablaba más o menos correctamente por resultarle imprescindible para trabajar, no había peligro de que Julia mejorara mucho su inglés, pues se desenvolvía en un círculo cerrado formado por los miembros de su familia, exiliados ellos también en la región. Hermanos, hermanas, primos, tíos y tías se reunían con la mayor regularidad posible, en una atmósfera ruidosa y alegremente rutena que recordaba a la de Miková. Andy no guardaba solo buenos recuerdos de todo ello. En abril de 1983, con cincuenta y cuatro años, confiaba a su diario íntimo un episodio revelador.2 Cierto día en que habían ido a visitar a una hermana de su madre, que vivía en el barrio norte de la ciudad, la anfitriona había recibido también la visita de una anciana desdentada a la que había servido un cuenco de sopa. Como la señora no se lo terminó, la tía se lo dio a su joven sobrino, quien tuvo que apurarlo ante la mirada de los demás, pues tirar comida era algo impensable. Durante su edad adulta, Warhol detestaba el más mínimo contacto físico, prefería comer solo en casa, antes que encontrarse con amigos en un restaurante, ya que la mera idea de unos cubiertos sospechosos le repugnaba. Ello alcanzó mayores proporciones con la aparición del sida. Andy desplegó entonces un acervo de inventiva para no beber nunca de una taza de café que hubiera sido utilizada por otras personas, aunque la hubieran fregado.

La religión dirigía la vida de la familia Warhola. Ben-decían la mesa antes de cada comida y no se acostaban sin rezar. El domingo, antes de respetar un descanso absoluto, asistían todos juntos a misa en una pequeña iglesia con las paredes recubiertas de iconos. Aquellos bellos rostros bizantinos de santos y arcángeles, de apóstoles y mártires, alineados y colgados muy pegados unos a otros, inspirarían a Andy sus retratos en serigrafía. ¿No decían en China los pintores de estampas que el viento del pasado soplaba a través de sus pinceles? No tan solo en sus obras sopló este viento, ya que Andy Warhol, durante toda su vida, siguió asistiendo regularmente a la iglesia cada domingo. Cuando ya se había convertido en un artista famoso, se llevaba los domingos a misa un bote vacío de mantequilla de cacahuetes, que llenaba de agua bendita con el fin de purificar cada una de las habitaciones de su domicilio neoyorquino. De niño, Andy era tan piadoso, que su hermano Paul pensaba que quizás estuviera llamado al sacerdocio. En familia, o en compañía de los demás niños del vecindario, también era capaz de mostrarse como un chico alegre y bromista. Y le encantaba jugar con su perrita Lucy. Este último detalle no carece de importancia, y es que, hasta su muerte, siempre se sintió más cercano a sus gatos y perros que a los seres humanos.

Ahora que la vida de la familia había entrado en un período de mayor calma, un nuevo infortunio trastornó a Julia cuando Andy cayó gravemente enfermo, a la edad de ocho años, aquejado del mal de San Vito (denominación obsoleta, hoy en día sustituida por la de corea de Sydenham). Se trataba de una infección del sistema nervioso central, que podía afectar a niños de entre cinco y quince años, y se caracterizaba por accesos de fiebre, movimientos espasmódicos e incontrolables de las extremidades, y por un reumatismo articular agudo. En el colegio, las manos le temblaban de tal modo, que los demás alumnos se burlaban sin miramientos de él. Andy sufría por falta de atención, pero también por algo más serio como era una gran inestabilidad emocional. En junio de 1981, anotaba en su diario3 que en aquella época había sido también víctima de vacíos de memoria. Aquella patología tuvo repercusiones muy graves, ya que provocó en él despigmentación de la piel y caída precoz del cabello. La corea de Sydenham se cura merced a la penicilina, pero esta no entró en circulación hasta 1941, es decir, varios años más tarde. En 1935, había que esperar con paciencia hasta que la infección desapareciera tal y como había venido. Julia se volvía loca de preocupación con él, pues Andy era un niño frágil y enclenque, contrariamente a sus hermanos. No en balde, bastante antes de contraer la escarlatina y la corea de Sydenham, se había roto un brazo al caer entre los raíles de un tranvía, a la edad de cuatro años. El hueso se había soldado torcido, y había sido necesario volver a romperlo para recomponerlo en su posición original.

Andy se había convertido en la víctima propiciatoria de su clase, y consiguió convencer a su madre para que le dejara quedarse con ella en casa. Él la llamaba «Matsuka» y ella a él «Andek». Matsuka y Andek eran más que nunca inseparables. Él la ayudaba en el huerto, la miraba cocinar, reían, nada les gustaba más que dibujar y pintar juntos, sobre todo gatos. La locuaz Julia le contaba historias del tiempo pasado, no dejaba nunca de evocarle a su pobre hermanita muerta, la Primera Guerra Mundial en Miková y otros tantos temas caros a aquella «Drama Queen» rutena. Andrej se exilió con los chicos mayores, a la habitación de estos, a fin de dejarle el campo libre a Andy, que dormía con su madre. Ella velaba por él día y noche, le aterraba la idea de que también él pudiera morir, como su hijita pequeña. Julia le compraba cuadernos y scrapbooks (álbumes de recortes), lápices y pinturas, tijeras y botes de cola. Andy dibujaba, montaba collages y, cuando pidió un proyector para ver dibujos animados, ella fue a limpiar a más casas para poder regalárselo, porque la regla era no tocar el dinero del hogar. Andy la recompensaba con dibujos de los personajes con los que acababa de disfrutar en la pantalla: sus primeros retratos. Aprendió a manejar también la máquina de fotos de la familia. La cama se convirtió en una maravillosa balsa salvavidas, en la que podía refugiarse a la menor alarma. Durante su edad adulta, Warhol fue famoso por sus cuatro estudios, todos ellos llamados «Factory», en los cuales, rodeado y asistido por sus ayudantes, se entregaba a sus diversas actividades artísticas: pintura, fotografía, rodaje de películas, creación de una revista. En 2016, la ensayista Olivia Laing propuso la siguiente tesis: el dormitorio de Dawson Street había sido su primer taller, su primera Factory. El pequeño Andek expresó en él toda su creatividad naciente, con su Matsuka a su lado como única y exclusiva ayudante.

Su pasión por el cine nació en su dormitorio-taller, donde leía las revistas especializadas que le traía su madre. Iba a ver una película todas las semanas, los sábados. Andy huía de una realidad insatisfactoria imbuyéndose de la vida de las estrellas cinematográficas, cuyas fotos recortaba y coleccionaba como un tesoro, y frecuentando las salas de cine. Hollywood se convirtió en su colegio y en el antídoto a las constricciones de su vida cotidiana; un refugio para olvidar Pittsburgh y su enfermedad. Se sentía vibrar, como si viviera una vida más intensa. Cada semana esperaba con impaciencia la hora de salir para ir al cine. En él se ofrecía todo un espectáculo recreativo que duraba dos horas y que constaba de un aperitivo musical, una representación escénica, un cortometraje cómico, un reportaje de actualidad y un largometraje, sin olvidar las fotos de promoción de los intérpretes principales, que pasaban a integrar su preciada colección. Andy no se perdía nada. Se evadía así de un mundo estrecho y cruel, para visitar palacios, regiones exóticas y épocas idealizadas. Concibió una pasión por la belleza física y la elegancia teatral de las mujeres, tal y como se las representaban los estudios californianos. Ello incluía pestañas postizas, satén, zorro blanco y diamantes por doquier. «Andy poseía un conocimiento enciclopédico del trabajo de los grandes modistos», recordaba su amiga Ultra Violet. «En plenos años sesenta era todavía capaz de recordar hasta el más mínimo detalle lo que llevaban Marlene Dietrich, Joan Crawford o Hedy Lamarr en películas de los años treinta y cuarenta. “Deberías quedarte con este modelo”, me decía, “Loretta Young o Jeanette MacDonald llevaban el mismo y a ti te sentaría estupendamente”. Sentía pasión por Adrian, que había vestido a Garbo, su icono. Andy me hizo una lista de todas las películas que había que ver solo por sus guardarropas, y si un cine de barrio las reponía, allí se iba de cabeza. Algunas eran mediocres, pero el diseñador de vestuario había hecho maravillas. “Es una birria de película, pero Merle Oberon está tan divina y tan chic... Ve, te dará ideas…».4

Sus sueños de celuloide no tenían fin: Andy se pasaba horas leyendo revistas que hablaban de rivalidades entre actrices, de intrigas novelescas y de chismes diversos y variados. La piadosa Julia, que no entendía inglés, no tenía ni idea de lo que contenían aquellas páginas. Salvo por raras excepciones, las revistas y las películas no solían abordar la realidad económica y social de aquellos tiempos de crisis, y cuando un director se arriesgaba a hacerlo, como en el caso de King Vidor con El pan nuestro de cada día (1934), que narraba la vida de una pareja de desempleados, el público desertaba de las salas. Al igual que Andy, los espectadores norteamericanos querían soñar. La amenaza de la pauperización no podía competir con Fred Astaire y Ginger Rogers, que afrontaban los problemas bailando de tiros largos, con frac y vestido de noche.

Toda su vida Warhol recordó que su película favorita había sido y seguía siendo Alicia en el país de las maravillas, en la versión de 1933, la de Norman McLeod, que había visto en su infancia, protagonizada por Gary Cooper como el Caballero Blanco y Cary Grant como la falsa tortuga. Andy se imaginaba entonces como la heroína, que podía pasar al otro lado del espejo, donde todo era puro exceso; The Silver Factory («La Fábrica Plateada»), su primer estudio, podía compararse con tomar el té con el Sombrerero Loco: Andy podía adoptar alternativamente el papel del Sombrerero, de Alicia o de la malvada Reina de Corazones, que ordenaba decapitaciones según su humor del momento. Por norma general, se identificaba sobre todo con niñas y adolescentes. Tenía también debilidad por El mago de Oz (1939) y por Su última diablura (Three Smart Girls Grow Up, 1939), con Deanna Durbin, vedette de comedias musicales. Pero su actriz favorita, aquella a la que rendía verdadero culto, fue sin duda Shirley Temple. A partir de 1934, esta niñita de cuatro años representó, en una sucesión de películas exitosas, el papel de huérfana encantadora y valerosa en busca de familia. Una niña necesitada de protección y afecto con la que Andy se identificaba profundamente. Él la imitaba, copiaba su entonación y sus gestos. Ya adulto, sorprendía a veces a su entorno reapropiándose de aquella gestualidad tan característica y representando de memoria escenas de La simpática huerfanita (Curly Top, 1935), Heidi (1937) o La pequeña princesita (1939). «Un día, Andy se puso a imitar para mí a Shirley Temple, cantando y bailando con Bill “Bojangles” Robinson, no me lo podía creer», recordaba Stuart Preston.5 «Era torpe, pero se puso tan alegre, como pocas veces lo había visto, hasta el punto de que ante mis ojos no tenía ya a un adulto con peluca, sino a un niño pequeño que creía ser Shirley Temple, como si se hubiera equivocado de cuerpo». La admiraba tanto, que le escribió pidiéndole su autógrafo, y cuando lo recibió por correo en su casa de Dawson Street, Andek se sintió tan feliz como nunca en toda su vida.

Lejos de ser una afición pasajera, su pasión por el cine no flaqueó jamás a lo largo de los años. Warhol dirigió y produjo numerosas películas, fundó una revista enteramente dedicada al séptimo arte y buscó la compañía de actrices y actores famosos. Si descendemos a un nivel más profundo, podría decirse que su enfermedad, vinculada con todas estas películas y lecturas, provocó en él lo que los psicoanalistas definen como «un caso de autoengendramiento». Se trata de un renacer por el mero poder de la imaginación, de una construcción de lo que Freud llamaba «la novela familiar de los neuróticos». Andy dejaba así de ser un Warhola, el hijo de Andrej, para poner en escena situaciones en las que reemplazaba a sus padres por seres carismáticos, admirados por todos, infinitamente más halagadores para él que los modelos originales. Había elegido además un apellido nuevo para sí, según anota en su diario, en octubre de 1984:6 Andy Morningstar (Andy «Estrella de la Mañana»). Nada le parecía tan bonito como aquel patronímico de ficción. En sus fantasías, podía prescindir de sus hermanos e imaginarse Shirley Temple en La pobre niña rica (1936), todo era posible. Y el pobre Andrej dejaba su plaza al ventrílocuo Edgar Bergen, al que admiraba mucho, mientras que su Matsuka, con delantal de flores y babuchas, adoptaba los rasgos de Greta Garbo o de Paulette Goddard, quien se convertiría decenios más tarde en amiga y en una desconcertante madre de sustitución, dos años después de la muerte de Julia. Para Andy, el glamur fue tanto un veneno, como un arma y una varita mágica.

CAPÍTULO III

LA ORACIÓN, EL DIBUJO Y EL CINE

A los diez años, Andy Warhol era un ratón en un mundo de gatos. En el colegio, al que le obligaron a regresar, era discreto hasta la invisibilidad, y no tenía más que un deseo, el de volver a casa con Julia. Ella lo sobreprotegía, porque era su hijito frágil, y él prefería el refugio de su habitación a las aventuras que pudiera ofrecerle el mundo exterior. Detestaba los deportes, y a los ojos de sus hermanos y de los demás chicos del barrio, que no vivían más que para el béisbol, era un gallina. Si Andy asistía al estadio, era solo por ayudar a Paul y John a vender cacahuetes las tardes de partido, y ganar algo para poder ir todos los sábados al cine. Aquel muchachito sin pigmento en la piel y con la nariz roja era demasiado afeminado y todo un engorro para la Norteamérica de los años treinta, y más aún para el Pittsburgh de la época. Pero sobresalía en una faceta: el dibujo.

Andek se hacía perdonar dibujando el retrato de sus allegados y de los vecinos de la calle Dawson. Cuando dibujaba era él de verdad, daba lo mejor de sí mismo y se ganaba a los demás, que se sentían halagados al reconocer sus rasgos en los ágiles trazos de su lápiz. En el tiempo que tardaba en hacer un boceto, obtenía el respeto de la gente. Aprovechaba además su habilidad para ganar unos centavos vendiendo los dibujos a sus ocasionales modelos. Un profesor de la escuela primaria, asombrado por su talento, lo recomendó para que asistiera a los cursos de arte de los sábados que ofrecía el Carnegie Museum of Art, considerado como el primer museo de arte moderno del país. Criado en un medio de una perfecta estrechez intelectual, Andy emergió por fin de los espinos al recibir una enseñanza de gran calidad y descubrir por vez primera las obras de arte. La diversidad social le abrió igualmente los ojos, pues algunos de los otros niños llegaban al centro en coche con chófer y acompañados por una madre que parecía salida de una revista.

En casa, ¿se daba cuenta Andy de que su padre no era ya más que una sombra de sí mismo, agotado por años de trabajo en unas condiciones durísimas? Paul y John pensaban que su hermano pequeño sobreactuaba a veces en su papel de niño enfermo, con el fin de salirse más fácilmente con la suya. A la menor contrariedad, sufría una nueva crisis nerviosa y no volvía a salir de casa durante días enteros, en ocasiones semanas. Tiranizaba entonces a toda la familia, que vivía al dictado de las vicisitudes de su salud. Prisionero de un mundo en el que únicamente su madre tenía un papel relevante, Andek dejaba que sus hermanos, mucho más maduros que él, se preocuparan por Andrej, como también hacía Julia, dividida entre un hijo enfermizo y un marido que languidecía a simple vista. Proporcionar a su familia una vida lo más digna posible había sido la única prioridad de aquel hombre responsable y serio, a quien parecía haber abandonado la alegría de vivir. Con dieciséis años, Paul había interrumpido sus estudios para trabajar en una acería y ayudar a su padre. Su salario supuso una gran ayuda para la familia. Sin embargo, Andrej no pensó ni por un momento en bajar el ritmo, siguió trabajando doce horas al día y seis días a la semana, ahorrando cada dólar para el día de mañana. El camino que había recorrido desde su marcha de Miková era admirable: había sido capaz de comprar la casa en la que vivían y de criar a tres hijos en tiempos de crisis. Pero sus fuerzas menguaban y ya solo era un recuerdo del que había sido.