Anecdotario del derecho de autor - Juan Ramón Obón - E-Book

Anecdotario del derecho de autor E-Book

Juan Ramón Obón

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Beschreibung

Ramón Obón es uno de los abogados especializados en derecho de autor más reconocidos de México y América Latina. Durante su larga trayectoria se ha ocupado de infinidad de asuntos relacionados con la defensa y salvaguarda de la propiedad intelectual y artística, compareciendo en juntas de avenencia o ante los tribunales civiles, administrativos e incluso penales. También ha sido llamado como perito experto en numerosas ocasiones y ha sustentado los principios de su especialidad en diversos foros. A lo largo de todo este tiempo, Obón se ha topado con casos insólitos y personajes curiosos de los que da cuenta en estas amenas páginas. Pero esto no es todo: junto con el humor y las agudas observaciones sobre la naturaleza humana que encontramos aquí, las anécdotas que nos ofrece el autor ilustran algunas de las peculiaridades, dificultades y claroscuros de su especialidad, la cual lo relaciona directamente con el trabajo de novelistas, poetas, guionistas, dramaturgos, pintores, fotógrafos, escultores, cineastas, compositores e intérpretes.

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In memoriam:a mis padres, Ramón y Oli, con el amor que no termina.

[ Prólogo ]

Conocí a Juan Ramón Obón León hace varios años, cuando él fungía como coordinador de la Comisión de Propiedad Intelectual de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados, y yo como subcoordinador. Realmente fue un placer trabajar con el autor de la obra que usted tiene en sus manos. Dicho trabajo conjunto derivó en una invaluable amistad que nos une hasta estos días. Como en aquel entonces, gracias a las inquietudes de mi querido amigo –cuya extraordinariamente amable manera de pedir las cosas lo dejaba a uno sin posibilidad de decir que no–, tengo la enorme oportunidad y honor de escribir este prólogo para introducir esta magnífica y no sólo divertida sino instructiva obra.

Durante nuestro trabajo en la Comisión de Propiedad Intelectual, Juan Ramón –o Ramón, como le decimos prácticamente todos sus amigos– buscó en todo momento –y a mi parecer lo logró con creces– que en la Comisión por él presidida se realizara un estudio serio, profundo e igualmente divertido de las distintas instituciones del derecho a la propiedad intelectual.

En el presente anecdotario, precisamente con historias de “vida diaria”, Ramón Obón relata distintos retos enfrentados durante su vida profesional como abogado especialista en materia de derecho de autor.

Las anécdotas, además de presentar retratos y situaciones notables, explican también, de manera amena, el origen, alcance y debida interpretación de las instituciones jurídicas en la materia autoral.

Así pues, Ramón nos explica por qué todo ser humano puede ser autor; cuáles son los requisitos de originalidad y de fijación en medios materiales para que una obra pueda ser registrada y defendida; las características de las obras por encargo; el derecho de los autores para la defensa de sus obras y para recibir regalías por su explotación; el autor frente al intérprete a la luz de un luchador enmascarado; las sociedades de autores, los personajes ficticios, el derecho a la imagen y a la privacidad, así como las características del contrato de edición, entre otros temas. Todo el análisis está hecho bajo la óptica de un autor-escritor y abogado especialista en derechos de autor que hace de esta obra un análisis único, no sólo para abogados, sino para cualquier lector curioso.

 

ESTEBAN GORCHES G.,

CIUDAD DE MEXICO, MAYO DE 2012

[ Agradecimientos ]

Llevar a cabo un anecdotario que, en suma, representa un cúmulo de vivencias personales que se han venido sucediendo a lo largo de los años, ha sido una gratificante experiencia. En esas vivencias, muchas son las personas que de una forma u otra han tenido que ver para que pudieran llegar a cristalizar en este libro. En primer lugar agradezco a todos aquellos que se nos han adelantado en este viaje hacia el infinito, pero que perduran en mi memoria y constituyen fragmentos importantes de mi vida. Entre otros quiero mencionar a José María Fernández Unsaín, Fernando Galiana, Adolfo Torres Portillo, José El Perro Estrada, Jaime Casillas, Josefina Vicens, Rogelio A. González Jr., Luis Spota, Ricardo Garibay, Guillermo Cañedo de la Bárcena, Venus Rey, José Luis Caballero Cárdenas, Alejandro César Rendón, Adolfo Loredo Hill, Carlos Carreiro, Gabriel Ernesto Larrea Richerand y Ramón Hale Weke, entre muchos otros.

Y desde luego a los que ahora siguen conmigo: a mi familia y al pilar de ella, mi esposa Tere, amiga, amante, cómplice y compañera de tantos y tantos viajes y tantas y tantas aventuras y anécdotas que a mi lado le ha tocado vivir, por su paciencia, solidaridad y amor incondicional a lo largo de todos estos maravillosos años de estar juntos. A mis hijos Ramón, Lorena y Mariana. A mis hermanas Guadalupe y Pilar, siempre animándome. A todos mis nietos: Mateo, Patricio, Camila, Pablo, Lucca y Bruno. A quienes también son mis hijos, Mario, Aldo y Picky. A mis colaboradores, especialmente a Blanquita. A todos mis compañeros escritores, abogados y cinematografistas. Y desde luego a quienes han creído en este anecdotario para llevarlo a buen fin: a mi amigo y editor Rogelio Villarreal Cueva; desde luego a Lupita Ordaz por su solidaria amistad de tanto tiempo; a Pablo Martínez Lozada, encargado de la edición de este anecdotario, por su empeño y dedicación, y en general a todo ese entrañable equipo que forma Editorial Océano de México.

Para todos ellos mi agradecimiento eterno.

 

MÉXICO, 2012

[ Breve advertencia ]

He procurado omitir los nombres de las personas que intervinieron en las anécdotas que he reunido para esta obra, especialmente para preservar el anonimato. En algunas ocasiones sí se encontrarán nombres reales, sobre todo en aquellos casos en los que he deseado hacer un reconocimiento al recuerdo de esos amigos que no por haber fungido como adversarios en algún litigio dejaron de serlo, ya que las pasiones o la defensa de los intereses, muchas veces encontrados, en las que nos vimos envueltos de ninguna manera han afectado la estima, el respeto y el reconocimiento que se les ha tenido y siempre se les tendrá.

 

JROL

[ A modo de introducción ]

A lo largo de mi carrera como abogado especializado en derecho de autor –que ya va por el medio siglo en estos menesteres– son infinidad los asuntos que he debido atender, como representante legal de sociedades de gestión colectiva o bien patrocinando profesionalmente asuntos en lo particular.

Ser abogado implica representar intereses de lo más variado. Pero algo sí podría aventurarles: serlo en esta materia es algo realmente especial. Quizá los fiscalistas, los penalistas o aquellos inmersos en el derecho corporativo podrían aseverar algo parecido dentro de sus ramas de especialización. Sin embargo, este derecho, que atañe a la creación, está vinculado dramáticamente a la evolución de los medios: ése ha sido su sino desde que, a raíz de la aparición de la imprenta en el siglo XV, el acceso al conocimiento, la cultura y las artes rompiera el círculo monopólico representado por las elites en el poder –llamáranse éstas seglares o religiosas–, pues ese invento comunicológico trajo aparejado el fenómeno de la reproducción, que propició que las obras se difundieran de manera impresionante, rompiendo fronteras y accediendo desde entonces a la que es una de sus características fundamentales: el don de ubicuidad.

Mas no sólo eso. Este derecho atañe a aquellos que tienen el don de la creación para concebir obras literarias y artísticas, como se han clasificado desde ese tratado internacional que por antonomasia atiende los derechos de los autores: el Convenio de Berna que data de 1886, revisado por último en el año de 1971 con una adecuación en 1979. Esos creadores que a veces rayan en la neurosis o la genialidad, en ese mundo introspectivo apasionante que hace brotar, de las entrañas mismas del entendimiento, una manifestación que se concreta en lo que los clásicos románticos han llamado “obras del espíritu”, son esos sujetos protegidos prima facie. Así están los dramaturgos, los poetas, los compositores, los pintores, los escultores, hasta llegar a los cineastas, marchando junto a ellos los grandes comunicadores de las obras del espíritu creador: los artistas intérpretes o ejecutantes. ¿Cómo negarles genialidad a Beethoven, Revueltas, Moncayo, Rulfo, Paz, Borges, Manzanero, Curiel, Rivera, Spota, Garibay, Héctor Cruz, Dalí, Picasso, Siqueiros, Shakespeare, Cervantes, Bernstein, Casals, Figueroa, el Indio Fernández, De Fuentes, Ismael Rodríguez, Hitchcock, Buñuel, De Sica, Fellini, Truffaut, Spielberg, Laurence Olivier, Brando, Wells, etcétera? Todos ellos están inmersos en el mundo de la creación. De las fantasías. De talentos desbordados. De genialidad. De seres complejos y sensibles. Y de aquellos que los acogen con igual genialidad y con gran visión de negocios: los editores, los productores de obras audiovisuales o fonográficas, los organismos de radiodifusión, los productores de multimedia. Esos osados que entran en la aventura del arte, en cuyas venas corre tal vez el antiguo llamado de los Mecenas que, con su toque, su apuesta e inversión, crean el mundo de las industrias culturales.

Esos seres humanos excepcionales son aquellos que campean en el mundo de quienes nos dedicamos a litigar en los derechos de autor. Son incontables las veces que en todos estos años he comparecido en juntas de avenencia o ante los tribunales civiles, administrativos y muchas veces penales, como perito experto o como postulante. Infinidades las veces que me he sentado en mesas de discusión, o ante legisladores, para defender una propuesta; o ante usuarios, para negociar derechos en una forma justa y equitativa; o bien en reuniones tanto nacionales como internacionales para sustentar la defensa de los principios de esta disciplina que enaltece uno de los atributos más loables de la humanidad: la capacidad de crear.

La descarga de adrenalina, la pasión y la excitación en que uno se ve inmerso al atender la representación de asuntos de esta naturaleza, donde está en juego la esencia misma de la creación; la defensa del patrimonio intelectual de una persona e incluso su libertad, así como los grandes intereses que han apostado a una obra, hacen de esta especialización algo apasionante, a tal grado que si tuviera que comenzar de nuevo y me dieran a escoger sobre cualquier disciplina del derecho, sin duda volvería a abrazar la que es motivo de este anecdotario.

Las páginas a las que te vas a enfrentar ahora, lector, no reseñan todos esos momentos en que he tenido que comparecer en defensa de los más disímbolos intereses que concurren en esta disciplina y que llevan a conflictos donde se despliegan toda la habilidad, los conocimientos, el ingenio y la estrategia de los litigantes para sustentar el ataque o la defensa en un procedimiento; donde hay instantes que llevan a un gran dramatismo, al suspenso y a la lucha dentro de la incertidumbre procesal; donde enfrentas tus conocimientos y argumentos a los de otro, para que finalmente un tercero acabe decidiendo bien o mal en esa controversia. Lo que ahora pretendo es sacar de esa cauda de experiencia algunos casos en los que tuve que intervenir, pero bajo un enfoque con sentido del humor. Mediante algunos de ellos planteo lo que sería la aplicación de la ley al caso concreto. En otros, la intención es dar una pincelada sobre esos seres extraordinarios, los autores; sobre cómo surgieron al mundo de la creación, o bien cómo quedaron entrampados en alguna trama legal, sin pensarlo ni preverlo. De igual manera, en este periplo encontrarás algunas anécdotas que, si bien no abordan un tema determinado sobre la materia, son pretexto para presentar situaciones de las muchas que se viven; por ejemplo, cuando el destino te lleva a viajar a diversos países para exponer un tema o abordar algún asunto jurídico; teniendo en estos casos la anécdota mucho de reminiscencia de esos momentos que también enriquecen la vida profesional.

Así pues, este volumen que ahora tienes en tus manos es simplemente un anecdotario lleno de remembranzas aparentemente jocosas, que no por ello me privaron de una gran enseñanza, la que ahora comparto con ustedes.

Así que, sin más, comencemos… Que lo disfrutes.

I“¿Por qué no te dedicas al derecho de autor?”

La propiedad más sagrada, la más personal de todas las propiedades, es la del autor sobre su obra.

LE CHAPELIER

 

Ésa fue la pregunta que mi padre, allá en el lejano 1964, me planteó, cuando yo cursaba el cuarto año en la Facultad de Derecho de la UNAM. Como buen estudiante que se respetara, el asunto de los derechos de autor me había pasado de noche, puesto que era un tema aislado incrustado dentro del curso de Bienes y Sucesiones, que se impartía a partir del segundo año de Derecho Civil.

Claro ejemplo de ello son las obras de Rafael Rojina Villegas (Compendio de derecho civil, tomo II) y Antonio de Ibarrola (Cosas y sucesiones), ambos juristas de entrañable recuerdo y de quienes me honré en ser su alumno, con el agregado de que, gracias a mis habilidades como mecanógrafo –en atención a la visión de mi señora madre, que a mis doce años de edad me metió a clases en la Academia Comercial Lefranc–, don Rafael, entonces magistrado y poco antes de ser nombrado ministro de la Corte, me hizo el encargo de transcribirle sus apuntes sobre divorcio, que entonces formarían parte del Compendio que estaba organizando. La propuesta de mi querido maestro fue en principio saber si alguien sabía taquigrafía. Nadie levantó la mano, excepto yo. La pregunta del maestro fue si sabía taquigrafía; le respondí que no, que yo era mecanógrafo, pero que podía traer una grabadora. Cuestión arreglada. Sólo que la grabadora era uno de aquellos enormes mamotretos de dos carretes, que tuvo a bien prestarme primero, y después regalarme, Rafael Baledón. La primera vez llevé aquel armatoste en el camión Insurgentes-Bellas Artes y así grabé la clase para transcribirla después. Al maestro le gustó mi trabajo y me quitó la carga –pesada, por cierto– de transportar aquella grabadora, facilitando él la propia y haciéndomela llevar por su chofer a mi casa en las tardes. Así que no sólo aprendí divorcio a rabiar, sino que a fin de año nadie tenía esos apuntes, y el maestro generosamente hizo uso como autor de su derecho de reproducción, autorizándome a sacar copias en mimeógrafo y dejándome obtener un beneficio con la venta a mis compañeros, cosa que desde luego hice, con mi eterno agradecimiento para su creador.

Volviendo al tema, le tomé la palabra a mi padre, y comencé por aquel entonces a gestionar registros de argumentos cinematográficos para diferentes productores de nuestra industria fílmica nacional ante la entonces Dirección General del Derecho de Autor, recién estrenada gracias a la promulgación de la Ley Federal sobre Derechos de Autor de 1963. En realidad, la ley tiene un nombre técnico más largo: “Ley del 31 de diciembre de 1956, reformada y adicionada por Decreto del 4 de noviembre de 1963, publicado en el Diario Oficial de la Federación del 21 de diciembre de 1963”. Con buen tino, Ediciones Andrade la bautizaba como “Nueva Ley Federal del Derecho de Autor”, consignando como nota editorial lo siguiente: “Estimamos que el Decreto de Reformas y Adiciones a la Ley Federal de Derechos de Autor promulgada el 29 de diciembre de 1956 […] constituye en realidad una nueva Ley”. Esta cuestión es indiscutible. Para evitar confusiones, en este Anecdotario nos referiremos a ella como Ley de 1963.

Para entonces la flamante Dirección General del Derecho de Autor, que heredaba las facultades consignadas a favor de la Sociedad General de Autores, regulada en la anterior legislación de 1956, y que ahora se consignaban en el Capítulo VII de ese nuevo cuerpo normativo, entraba en funciones.

No está por demás señalar que mi señor padre –que en gloria esté–, no sé por qué razón, tenía cierta aversión a los abogados, si no es que los odiaba; según alguien me dijo alguna vez, nos nombraba como “los tipitos del portafolios”. Tal vez esa animadversión derivaba de su carácter libre y no sujeto a las normas, a su espíritu bohemio y a su propensión a vivir un poco fuera de las reglas. Era él un connotado guionista cinematográfico; entre sus creaciones estuvo darle vida a un vampiro que encarnaría magistralmente un entonces joven actor español de nombre Germán Robles. Él tenía la esperanza de que su primogénito (es decir, “el de la voz”, como nos expresamos con cierta frecuencia los abogados en las actas de audiencia ante los tribunales) abrazara la carrera de Medicina; según tengo entendido, él en algún momento quiso ser doctor, de ahí que muchos lo conocieran como “doctor Obón”, cuestión que sin embargo nada tenía que ver con la profesión de Hipócrates, sino como un asunto mnemotécnico, pues mi buen padre, como “el suscrito” (y vuelvo a utilizar ese término que usamos los abogados en algunos de nuestros escritos), no tenía gran memoria para los nombres de las personas, aunque sí para su físico. De ahí que él inventara llamar a todo mundo “doctor…” para, de esa manera, no herir susceptibilidades.

Lo que juraba y perjuraba era ya un sino fatal, destruido al momento en que su adolescente hijo le comunicara que se inclinaría por la abogacía, lo que lo llevó, no –como podría pensarse– a maldecirme, sino –como autor respetuoso al fin de la libertad de expresión y de libre manifestación de las ideas– a apoyar a su vástago como debía ser.

Haciendo ahora memoria, cuando mi padre me hizo esa sugerencia alboreaba el año de 1964, como ya dije, lo que trae a cuento que se estaba estrenando la Ley Federal de Derechos de Autor, publicada unos meses atrás, es decir, unos días antes de la nochebuena de 1963. En consecuencia, no resultaba extraño que, con el barullo que se armara ante la nueva y flamante legislación, mi padre me recomendara dedicarme a esta rama del derecho. Además, él estaba inmerso en los quehaceres de la creación cinematográfica, además de ser miembro de la Sección de Autores y Adaptadores del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana (STPC de la RM), que entonces comandaba don Rafael E. Portas, quien, enterado de esa nueva ley, se dio a la tarea de dar forma a la sociedad de autores, pues así lo mandaba la nueva legislación en su artículo tercero transitorio. Como dato histórico, transcribo en la nota ese artículo, en donde, como se podrá apreciar, existía un plazo fatal de noventa días para regularizarse como entidad autoral en términos del Capítulo VI de la recién estrenada legislación.1

El caso, pues, es que desde esa época incursioné en esta apasionante materia, sin tener entonces noción de que dedicaría prácticamente mi vida profesional a los derechos de autor, y de esto ya ha llovido.

1965 fue un parteaguas en mi vida profesional. Estaba terminando la carrera. Litigaba asuntos laborales junto con un entrañable amigo, Fernando Trueba Buenfil, y ambos bajo el ala, vigilancia y enseñanza del gran jurista que fue su tío, don Alberto Trueba Urbina, cuando en el mes de noviembre mi padre falleció. Y eso me orientó hacia el cine, donde entré para mantener a la familia que mi padre me había dejado como parte de la herencia. Cómo me hice cinematografista y cuál ha sido mi desarrollo en esa área, una más de mis grandes pasiones, es asunto para otro anecdotario. Sirva como dato el que en mis primeras películas, trabajando para el productor don Enrique Vergara, conocí a un escritor sobre cuyo argumento tenía yo que elaborar la adaptación. Su nombre, Adolfo Torres Portillo, apasionado sindicalista con un gran espíritu de gremio, y que ahora se encontraba como gerente de la flamante sociedad de escritores cinematográficos, sociedad de autores de interés público. Supo de mis quehaceres como abogado, y siendo ya entonces escritor, me invitó a formar parte no sólo de aquella sociedad sino a meterme dentro de la directiva, cuestión que le dije iba a ponderar. Sin embargo, días después, por una llamada telefónica mi nuevo colega me informó que había sido aceptado en la sociedad como socio, y no sólo eso, sino que había sido elegido en ausencia para formar parte del Comité de Vigilancia.

De esa manera entré de lleno al mundo del derecho de autor. Conocí a José María Fernández Unsaín, entonces recién casado con Jacqueline Andere; a Fernando Galiana, con quien años después formé mancuerna para escribir más de treinta historias para el cine, y a muchos otros compañeros. Creé entonces el departamento de registro de la sociedad, como primera tarea que me impuse como su flamante abogado, puesto que el registro de historias y guiones se llevaba a cabo entonces ante la Sección de Autores del STPC. El registro, desde luego, era de índole privado y no como el que ahora se lleva a través de la sociedad, un registro oficial ante una institución del gobierno, dependiente de la Secretaría de Educación Pública, como era la entonces Dirección General del Derecho de Autor.

2Los avatares de la creación: el asunto de la creación y la originalidad

Autor es la persona física que ha creado una obra literaria y artística.

ARTÍCULO 12 2

 

Algo que me ha ayudado a comprender el derecho de autor es que tengo la fortuna de también ser, justamente, autor. Y esto me viene por herencia. Mi padre, Ramón Obón Arellano, fue, como ya he dicho, un prolífico escritor que hizo sus primeras armas dentro de la radio, primero en su natal Costa Rica y posteriormente en México, que lo acogió como su segunda patria. Finalmente incursionó en el cine, en donde permaneció hasta que cometió la estupidez de morirse a los cuarenta y siete años de edad.

De mente ágil y de una extraordinaria creatividad, alimentada seguramente por su vasta cultura, ya que era un lector insaciable, me dejó como ejemplo una peculiaridad que siempre hice valer ante mis alumnos en la ya casi extinta Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem) durante los veinte años en que impartí la materia de Ética y Marco Legal del Escritor.

Resulta que en las primeras clases de ese semestre donde recibíamos a los alumnos de nuevo ingreso, ya estudiados los aspectos que atañen a la libertad de expresión, sus limitaciones y los medios para defenderse contra los actos de censura, entrábamos de lleno a la materia de los derechos de autor, la cual se abrí consistente en que, en dos cuartillas a lo mucho, escribieran lo que para ellos significaba ser autor, advirtiéndoles que la clase siguiente –en la cual deberían cumplir trayendo esa tarea– posiblemente sería la más importante de todo el curso. De esa manera incluía en mi cátedra el suspenso, con la esperanza de que aquellos nuevos educandos no se me dispersaran o desertaran atrapados por el desánimo o la flojera de tener que enfrentar una clase de derecho durante dos horas seguidas; actividad heroica, tratándose sobre todo de personas que ni por asomo deseaban ser abogados.

Así que, llegado el día de la cita, los alumnos estaban ahí presentes; y debo reconocer que prácticamente todos aquellos que se habían inscrito llegaban puntuales a la cita, esperando develar finalmente aquel suspenso, salvo por error u omisión, o porque se hubiera colado en la lista el nombre de alguna persona que a fin de cuentas se arrepintió de entrar al mundo de la locura y jamás volvió a pisar ese lugar de enseñanza que prestigiaron maestros como Arrigo Cohen, Carlos Illescas, Ethel Krauze, Jesús González Dávila, Margarita Villaseñor, Eduardo Casar, Aline Pettersson, Marco Julio Linares, Rafael Ramírez Heredia, Griselda Álvarez, Héctor Azar, Jaime Casillas, Marianne Toussaint, Alejandro César Rendón, Hugo Argüelles, Vicente Leñero, Emmanuel Carballo, Beatriz Espejo, entre muchos otros destacados intelectuales.