Ángel de amor - Michelle Douglas - E-Book

Ángel de amor E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

En otro tiempo, Cole Adams y Cassie Campbell habían sido inseparables y habían recurrido el uno al otro en los malos momentos. Cassie llevaba diez años tratando de seguir adelante con su vida y olvidar el pasado, pero ahora Cole había vuelto a casa por Navidad y no podía evitarlo… ni a él, ni a los recuerdos. Cole sabía que Cassie había cambiado; ahora era viuda y cuidaba de los demás de manera incansable. Pero la conocía bien y podía ver el dolor que escondía tras su alegre sonrisa. ¿Podría llegar al fondo de su maltrecho corazón y convertir a su ángel de Navidad en su esposa?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Michelle Douglas

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ángel de amor, n.º 2194 - enero 2019

Título original: His Christmas Angel

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-444-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

COLE atravesó la casa y salió por la puerta trasera. Se aferró a la barandilla del porche y tomó aire. Media hora. Había vuelto hacía sólo media hora y ya estaba deseando salir de allí. Nada había cambiado.

«Por el amor de Dios, pensaba que después de diez años…».

Giró los hombros tratando de aliviar la tensión que había ido acumulándose en ellos. Observó el jardín detenidamente. Menudo desastre. Había que reparar la verja, cortar el césped, y el…

El árbol de Cassie.

Sus pensamientos furiosos se detuvieron en seco. Miró hacia el sol de la tarde, pero dos enormes adelfas al otro lado de la verja le impedían ver gran parte de la casa en el jardín de al lado. ¿Seguiría viviendo allí Cassie Campbell?

«Cassie Parker», recordó. Se había casado diez años atrás.

Y era viuda desde hacía dieciocho meses. Algunas cosas sí habían cambiado.

Se pasó una mano por la cara. Cassie ya no viviría allí. Viviría en el centro del pueblo con el resto de los Parker. Ya no necesitaba vivir en las afueras. Y, dado que su madre había muerto…

Sintió un intenso dolor en el pecho. No había vuelto por el funeral. Tampoco había vuelto por el funeral de Brian.

Se quedó mirando fijamente lo poco que podía ver de la casa y el jardín, tratando de imaginar a otra persona viviendo allí, pero no podía. Volvió a mirar el árbol que se encontraba en la esquina. Sonrió y sintió cómo la tensión disminuía. Por aquel entonces, lo único que había hecho que la vida fuese soportable era Cassie Campbell.

«Cassie Parker», volvió a recordarse, y la sonrisa desapareció.

Volvió a apretar la barandilla con fuerza. ¿Qué pensaba que estaba haciendo? ¿Tratando de verla? Tuvo la inminente necesidad de golpearse la cabeza contra el poste de la barandilla. Había dejado de pensar en Cassie hacía diez años.

«Sí, claro», pensó. «Por eso estás a punto de romperte el cuello mirando por encima de su verja con la lengua fuera».

Emitió un sonido gutural de frustración. Probablemente ya no sería su verja. Estaba a punto de darse la vuelta cuando una pierna asomó colgando del árbol; una pierna larga, delgada y femenina. Parpadeó y se colocó la mano sobre los ojos para poder ver.

¿Cassie?

El corazón le dio un vuelco, pero la curiosidad hizo que bajara los escalones del porche y cruzara el jardín de todas formas. Era una pierna muy interesante, y sentía verdadera curiosidad por ver quién vivía en casa de Cassie.

Una exclamación medio ahogada salió del árbol a medida que él se acercaba y, por alguna razón, hizo que sonriera. Aceleró el paso y, sin esperar a que sus ojos se ajustaran a la sombra, levantó la mirada. Se quedó sin aire y emitió un sonido gutural desde lo más profundo de su garganta. No podría haber emitido un solo sonido coherente ni aunque su vida hubiera dependido de ello.

Unos ojos violetas se volvieron para mirarlo desde lo alto. Contemplaron su cara y entonces unos labios generosos formaron una O perfecta.

–Vaya, pero si es Cole Adams, de vuelta por Navidad.

¡Cassie Campbell!

El corazón le dio un vuelco y comenzó a acelerársele. Tragó saliva.

–Hola, Cassie –dijo finalmente.

–¿Hola, cassie? –preguntó ella–. ¿Después de diez años, eso es lo único que se te ocurre decir?

Entonces sonrió. Sonrió de verdad. Cassie siempre ponía todo su corazón en una sonrisa, y consiguió eclipsar al mismo sol. Cole parpadeó, pero no apartó la mirada. Sintió un dolor en la ingle. Toda su piel se tensó, como si su cuerpo fuese demasiado grande para ella.

–Ni siquiera te despediste –añadió ella perdiendo la sonrisa.

Sus palabras fueron como un cuchillo para él, y en ese mismo momento sintió que no podía estar más arrepentido de nada en su vida. Si tan sólo pudiera regresar diez años atrás…

De pronto Cassie sonrió de nuevo, y Cole dejó de pensar.

–¿Me ayudas con esto, Cole?

¿Ayudar…? Entonces se fijó en el gatito que llevaba en brazos.

Cassie se agachó y se lo entregó.

–No lo sueltes –le advirtió mientras desaparecía entre las ramas. Reapareció con un segundo gatito que igualmente le entregó. Volvió a desaparecer. En pocos segundos, Cole recibió al tercer cachorro, y enseguida tuvo los brazos llenos de gatitos.

Cassie sonrió.

–Parece que no te quedan manos para ayudar a la dama.

Su piel tenía el color rosa suave de los pétalos de rosa, y Cole deseó estirar la mano y ayudarla a bajar. Deseó tocarla. Deseaba saber si era tan suave y fría como parecía. Trató de recolocarse los gatitos entre los brazos, pero no paraban de moverse.

–No dejes que esos gatos se escapen, Cole Adams.

–No, señora –dijo él débilmente mientras Cassie se colocaba a su lado de un salto. Su fragancia inundó su nariz. Olía a algo tropical, y deseó hundir la cara en su cuello y aspirar.

–Llevo saltando de este árbol más años de los que puedo contar. ¿Realmente crees que necesito ayuda?

–Llevas falda –señaló él. Y le quedaba perfecta. Rodeaba sus muslos como si bailara de alegría sólo por estar envolviendo a Cassie Campbell.

«Parker», recordó.

Se dio cuenta de lo feliz que sería si él también estuviera rodeando a Cassie así.

–Eh… –se aclaró la garganta–. Podría… hacer que te resultara más difícil saltar, nada más. Eso es lo que quería decir.

Cassie sonrió y se levantó la falda. Los ojos de Cole estuvieron a punto de salírsele de las cuencas. ¿Cómo diablos esperaba que pudiera sujetar a los cachorros si…?

¡Mallas de ciclismo! Dejó escapar la respiración. Llevaba mallas de ciclismo debajo de la falda.

Cassie le guiñó un ojo antes de arrodillarse junto a la verja y echar a un lado un pedazo suelto de la madera. Otro gatito, más pequeño que sus hermanos, asomó la cabeza por el hueco.

–Vamos –dijo Cassie golpeándose la rodilla–. No tenemos todo el día.

Sin más, el cachorro atravesó el hueco de la verja y se dirigió a su regazo. Cole no podía culparlo.

Cassie agarró al animal suavemente y se puso en pie.

–Vamos –dijo, y señaló con la cabeza hacia la barandilla trasera de Cole. Él la siguió sin pensar. Una vez allí, Cassie cerró la pequeña puerta, dejó a su cachorro en el suelo y, uno a uno, fue depositando a los demás junto a él.

Cole se quedó mirándolos y sonrió.

–Vaya, Cassie, son los gatitos más feos que he visto.

Cassie se incorporó y lo miró.

–¿Feos?

Cole medía casi un metro con ochenta y cinco. Casi todas las mujeres tenían que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Cassie no, pues medía uno con setenta y cinco.

Cole tenía tortícolis al besar a casi todas las mujeres. Sin embargo, no tendría ese problema besando a Cassie.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella contempló sus labios y él se puso rígido. Entonces Cassie sacudió la cabeza y se apartó.

–¿Feos? –repitió con voz fuerte–. ¿Qué sabrás tú sobre eso, Cole Adams? Estos gatitos no son feos; son preciosos.

Cole contempló a uno de los cachorros. Cassie estaba exagerando.

–Amo a estos gatitos –prosiguió ella levantando la barbilla–. Y, cuando amas algo, es precioso. Así que guárdate tus comentarios.

Cole volvió a mirar a los cachorros. De acuerdo, tal vez «feos» no fuese la palabra adecuada. Tal vez…

Cassie agarró al más pequeño y se lo puso delante.

–Míralo –ordenó–. ¿Realmente puedes decir que es feo?

El animal maulló lastimeramente, y Cole no pudo evitarlo. Estiró un dedo y le acarició la cabecita.

–Es mono –murmuró finalmente, al ver que Cassie no dejaba de mirarlo con esa furia en los ojos. Impulsivamente, le rodeó las manos con las suyas y frotó su mejilla contra la piel del gatito. La piel de Cassie era cálida y suave–. Lo siento. No pretendía reírme de algo que amas.

Cassie abrió mucho los ojos. Algo ocurrió entre ellos. Algo dulce y puro que Cole no logró identificar. Ella se echó hacia atrás y él dejó caer las manos.

–Hola, Alec –gritó Cassie mirando hacia la malla metálica de la puerta.

Alec se acercó a la puerta.

–Llegas pronto, señorita.

Cole se quedó mirándola. ¿Pronto para qué?

–No he venido a verte a ti –le dijo a Alec, guiñándole un ojo a Cole–. Pero podrías hacer algo útil y traernos algo de beber aquí fuera. Hace calor.

Cole se quedó con la boca abierta.

–Ve tú a por ellas. Yo estoy en silla de ruedas.

–No te hagas el inválido conmigo. Sabes cómo manejar ese trasto. Te cronometraré –respondió ella, sentándose en una de las dos sillas que había a cada lado de una mesa pequeña.

Cole miró hacia la puerta y luego a Cassie.

–¿Desde cuándo sois tan íntimos? –preguntó. Aquél era Alec, el hombre que lo había criado. Alguien con quien Cassie normalmente no se reiría ni bromearía. Al menos diez años atrás. Frunció el ceño y se sentó frente a ella.

Cassie lo contempló desde el otro lado de la mesa, apoyó la barbilla en una mano y, durante unos segundos, no dijo nada.

–Así que finalmente te ha convencido, ¿verdad? –dijo finalmente.

Su larga trenza oscura había desaparecido, dejando paso a una melena lisa y corta que le llegaba sobre los hombros. Cuando se movió de una determinada manera, un mechón de pelo brillante y oscuro le cayó sobre la cara, y Cole ansió poder estirar la mano y acariciarlo, descubrir si era tan…

–¿Me convenció? –preguntó él, esperando no haberse quedado mirándola.

–Para venir en Navidad.

Cassie frunció el ceño cuando Cole permaneció en silencio.

–¿No lo hizo?

–No.

–Él es su peor enemigo, ¿sabes? –dijo ella con un suspiro mirando hacia la puerta.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que lleva meses quejándose de que nunca vienes a casa. Le dije que le estaba bien empleado. Le dije que, si yo fuera tú, tampoco regresaría jamás.

–¿Le dijiste eso?

–Sí, se lo dije –Cassie se cruzó de brazos y levantó la barbilla–. Le dije que era un anciano cruel.

De pronto Cole echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó. Se quedó mirándola con una intensa sensación de afecto. Quizá Cassie se hubiera cambiado el apellido, pero seguía haciendo lo mismo de siempre; hacer que las situaciones malas no fueran tan malas, sino soportables.

–Ahora sólo es un anciano asustado –añadió ella, borrando la sonrisa de su cara.

–¿Asustado?

La malla metálica se abrió en ese momento y Alec salió en su silla, con una bandeja balanceándose sobre su regazo.

–Cuidado con mis gatitos –le advirtió Cassie–. Los he traído de visita.

Alec masculló, pero no dejó de mirar al suelo. Colocó una jarra con agua y dos vasos sobre la mesa. Cole parpadeó. La jarra contenía rodajas de limón y cubitos de hielo. Alec no podía haber…

–¿No te quedas con nosotros?

–Estoy viendo el partido de rugby, como bien sabes.

–Entonces no dejes que te entretenga.

Cole observó con asombro cómo una sonrisa reacia aparecía en el rostro de Alec. No recordaba haber visto a Alec sonreír en… al menos dieciocho años.

–Vigila bien tu espalda con esta señorita –le dijo a Cole–. Es capaz de clavarte un cuchillo sin que te des cuenta.

Era la frase más larga que Alec había pronunciado en la última media hora. Cole había estado fuera diez años. Diez años. Pero, al entrar por la puerta principal, Alec simplemente lo había mirado y había dicho:

–Así que has vuelto –como si acabara de regresar de la tienda de la esquina.

Había estado tentado de volver a salir y hospedarse en un motel.

–Y será mejor que no lo olvides –dijo Cassie riéndose mientras Alec volvía a entrar. Llenó los dos vasos de agua y le pasó uno a Cole–. Está mejor. No se ha quejado por los gatos.

–¿Por qué dices que está asustado?

Cassie frunció el ceño, como si la hubiera decepcionado.

–¿Tú no estarías asustado si estuvieras muriéndote, Cole?

Cole se quedó mirándola, incapaz de hablar.

Cassie se llevó la mano a la boca y dijo:

–¿No lo sabías?

No. Nadie se había molestado en mencionar eso.

–¿Pero no es por eso por lo que has vuelto? Pensé que habías hablado con el doctor Phillips.

–Lo hice –dijo él pasándose una mano por la cara–. Lo único que dijo fue que Alec tenía que ir al asilo. Y que esperaba que hubiese sitio libre después de Navidad.

Cassie apretó los dientes y dijo:

–Espera a que lo pille. Lo siento, Cole, no debía habértelo dicho así.

–No es culpa tuya, Cassie –la culpa era suya. Había estado fuera durante demasiado tiempo. Tenía miles de preguntas y, mientras uno de los gatos utilizaba una de sus piernas para rascarse, hizo la pregunta menos comprometida–. ¿Qué haces con todos estos gatitos?

–Son regalos de Navidad para mis ciudadanos mayores.

¿Quiénes eran sus ciudadanos mayores? El agua se desbordó de su vaso cuando Cole volvió a ponerlo con fuerza sobre la mesa.

–Por el amor de Dios, no pensarás darle uno a Alec, ¿verdad?

–¿Tú qué crees? –respondió ella–. Además, no se pueden tener mascotas en un asilo.

Sintió un nudo en el estómago mientras veía a uno de los gatos atacar los cordones de la playera de Cassie. Una playera unida a una pierna larga y esbelta. Deslizó la mirada hacia arriba. Tenía unas piernas espléndidas. Eran firmes y fuertes.

Cassie se echó hacia delante y se alisó la falda sobre las rodillas.

–Nunca lo llamaste papá, ¿verdad? Siempre lo llamaste Alec.

–Nadie podría decir que estábamos muy unidos, ¿verdad?

–No –convino ella, pasando el dedo por el borde de su vaso–. Ha cambiado, Cole. No ha tomado una copa en dos años.

¿Hablaba en serio? El nudo en el estómago creció. ¿Sería la bebida la que le había hecho caer enfermo? ¿Por qué si no…?

–¿Qué estás intentando decir, Cassie?

–¿Has vuelto para hacer las paces con él, Cole, o para disfrutar?

–Crees que he… –comenzó a decir él mientras se ponía en pie.

Cassie se llevó un dedo a los labios y señaló con la cabeza hacia la puerta.

–Cuidado con el gato.

El cachorro se coló entre sus pies y se aposentó bajo su silla. Uno de sus hermanos se unió a él. Lentamente, Cole volvió a sentarse.

–Mira, Cole, lo comprendo. Yo tenía una madre como Alec, ¿recuerdas?

Sí, lo recordaba. Había días en que deseaba poder olvidarlo.

–Y siempre la llamabas mamá –dijo él–. ¿Hiciste las paces con ella antes de que muriera?

Un mechón de pelo le cayó sobre la cara, tapándole los ojos, y Cole lamentó su brusquedad de inmediato. No debía tomarla con ella. Era la última persona que se lo merecía.

–No, nunca hice las paces con mi madre. Nunca dejó de beber el tiempo suficiente como para que lo intentara.

No iría a ponerse a llorar. Cassie nunca lloraba.

–Y ahora está muerta –concluyó con una sonrisa. Una sonrisa triste que le llegó al corazón.

–No te merecías eso, Cassie –dijo él acariciándole la mano por encima de la mesa.

–Tú tampoco.

Cole sintió un gran vacío en su interior cuando ella apartó la mano.

–He oído que eres un gran arquitecto –añadió Cassie.

No quería hablar del pasado. Había seguido con su vida. Al igual que él.

–¿Has vuelto a casa para construirme esa casa en el árbol?

–Me había olvidado de eso –dijo él.

–Yo no.

Algo en su tono de voz hizo que volviera a mirarla. Tenía unos ojos increíbles; violetas, con la textura suave y profunda del terciopelo. Cole tenía la sensación de que ella lo recordaba todo.

–Incluso diseñé los planos para esa casa.

¿Cómo podía haberlo olvidado? Había trabajado semanas en esos dibujos.

–De eso también me acuerdo –dijo ella riéndose–. No encontramos un árbol lo suficientemente grande para albergarla.

–Apunté alto.

–Y triunfaste.

Sus palabras fueron suaves y parecían expresar placer auténtico. Hizo que se sintiera avergonzado por evitar…

Tomó aliento y habló.

–Me enteré de lo de Brian. Lo siento mucho, Cassie.

Aquel mechón de pelo cayó sobre su cara, ocultándola. Le temblaron las manos y una punzada de dolor atravesó a Cole.

 

 

Cassie sintió un vuelco en el estómago. Se le endureció la cara. No se le ocurrió ninguno de sus comentarios habituales. Trató desesperadamente de recuperarse.

«Idiota», pensó. «¿Realmente pensabas que podrías tener una conversación sin que saliera el nombre de Brian?».

Se apartó el pelo de la cara, observó la preocupación en los ojos de Cole y no lo soportó. Por un momento estuvo tentada de dejar que el pelo le tapara los ojos, para ayudarla a mentir, pero no podía mentirle. A Cole no. Él lo sabría.

–La Navidad pasada fue un infierno –eso al menos era cierto. Comenzó a girar su anillo de boda en el dedo una y otra vez–. Así que pienso asegurarme de que ésta no lo sea.

Se sintió agradecida cuando, con un simple movimiento de cabeza, Cole asintió y dejó correr el asunto.

–¿Qué planes tienes? –le preguntó ella–. ¿Vas a quedarte para Navidad?

–Sí.

–Eso es fabuloso –quedaban nueve días para Navidad. Se arriesgó a mirarlo a la cara, pero no logró interpretar su expresión. Diez años era demasiado tiempo–. ¿Qué vas a hacer el día de Navidad?

–Siento quitarte las ilusiones, pero la Navidad para mí es como cualquier otro día –dijo él.

–¿Y eso?

–Mira, yo…

–Significaba mucho cuando éramos pequeños y no teníamos Navidad.

–¿Por eso quieres tener una Navidad ahora?

–¿Es por eso por lo que tú no quieres?

Se quedaron mirándose durante unos segundos y luego se rieron. Pero Cassie decidió algo en aquel instante. Cole iba a tener Navidad ese año quisiera o no. Todo el mundo necesitaba la Navidad.

Y Cole no había tenido una desde los doce años.

Lo observó detenidamente. Era agradable tenerlo en casa de vuelta. Se quedó mirándolo mientras él contemplaba el jardín con aquella mirada que recordaba tan bien. Cole siempre había sido un chico guapo. Pero eso era lo que había sido al marcharse. Obviamente había cambiado desde entonces. Había crecido.

Era un hombre. Y menudo hombre.

Cassie sintió que se le aceleraba el pulso en la base del cuello. Cole iba a revolucionar a toda la población femenina de Schofield.

Aunque sus ojos no habían cambiado. Seguían siendo negros, penetrantes y amables. Y, dada la oportunidad, podían ver a través de ella. Cassie se agachó y se colocó a uno de los gatitos en el regazo. No podía darle a Cole esa oportunidad.

Miró hacia la verja trasera de los Adams, que recorría junto a la lavandería toda la longitud de la casa. Se puso en pie y recorrió la distancia, mirando a izquierda y derecha hasta darse la vuelta, apretando al gatito contra su pecho.

–Cole, necesito un favor.

–Lo que quieras.

–¿Estás seguro?

Cole se rió y dijo:

–Puede que no te haya visto en diez años, Cassie Campbell… Parker, pero todavía te conozco.

–Puede que haya cambiado.

–Claro que has cambiado –contestó él mirándola de arriba abajo.

Cassie volvió a sentarse en su silla. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y comenzó a balancear el pie sin poder parar. Lo puso en el suelo, pero eso hizo que le temblara la rodilla. Volvió a cruzarse de piernas y dejó que el pie se moviera.

–Tienes buen aspecto, Cassie. Muy buen aspecto.

–Gracias –contestó ella agarrando su vaso–. Tú tampoco estás mal –pero no lo miró mientras lo decía. Dio varios tragos al agua helada, pero eso no consiguió aliviar el calor que sentía en su interior.

–¿De qué favor se trata?

El favor. Claro. Volvió a dejar el vaso en la mesa.

–¿Harías de canguro con mis gatitos?

–¿Canguro?

–Hasta Navidad.

–¡Navidad!

–No puedo llevarlos a casa porque Rufus se los comerá. Los he tenido guardados en la lavandería ahora que no está alquilada, pero es muy pequeña y me parece mal tenerlos allí durante tanto tiempo. No te causarán problemas, te lo juro.

Cole parecía escéptico, y era lógico.

–No tendrás que hacer nada. Vendré todas las tardes a darles de comer.

–¿Lo harás?

–Luego los volveré a meter en la lavandería durante la noche.

–¿Vendrás todas las tardes?

–Todas –le aseguró–. Así que lo único que tendrás que hacer será dejarlos salir de la lavandería por la mañana. Nada más.

–Nada más, ¿verdad?

–Nada más. Aunque, incluso si dices que no, vendré cada tarde de todas maneras. Soy la cuidadora doméstica de Alec.

–¿Cuidadora doméstica?

–Es un programa comunitario diseñado para ayudar a que la gente se mantenga en sus hogares más tiempo ayudándolos con las tareas domésticas, las comidas y esas cosas.

–¿Tú haces eso?

–Me encanta.

–¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?

–Diez años –contestó ella apartando la mirada.

Hubo un largo silencio.

–¿Cuánto tiempo llevas ayudando a Alec? –preguntó Cole finalmente.

–Dos años.

–¿Dos años? ¿Lleva enfermo dos años y no me lo ha dicho?

–Está siendo cuidado…

–Sí, pero…

–¿Pero qué? Habrías venido a casa, habrías visto que estaba recibiendo los cuidados adecuados y te habrías vuelto a marchar.

–¿Cuánto tiempo le queda? –preguntó Cole pasándose la mano por el pelo.

–No puedo darte una respuesta a eso –contestó ella con un suspiro.