Caléndulas para una boda - Michelle Douglas - E-Book
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Caléndulas para una boda E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

De rebelde a caballero andante Nell Smythe-Whittaker había crecido en un mundo de privilegios. Pero, tras la pérdida de la fortuna familiar, se había visto obligada a salir adelante por sus propios medios, eso sí, con un poco de ayuda del delicioso chico malo del barrio, Rick Bradford. Aunque Rick no había vuelto a ver a Nell desde la infancia, ahora la necesitaba para resolver un misterio de familia tanto como ella lo necesitaba a él. Sin embargo, dado su pasado escabroso, ¿podría Rick ser alguna vez lo suficientemente bueno para la bella heredera? Estaba deseando demostrarle que sí.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Michelle Douglas

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Caléndulas para una boda, n.º 123 - abril 2015

Título original: The Rebel and the Heiress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6380-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Rick Bradford contempló la elegante mansión victoriana y leyó de nuevo la nota garabateada en el trozo de papel, que arrugó y metió en el bolsillo del pantalón.

–¿Estás segura? –le había preguntado a su amiga, Tash–. ¿Nell Smythe-Whittaker llamó solicitando mi presencia?

–¡Por décima vez, sí, Rick! Y no, no ha mencionado de qué se trataba. Y no, no le pregunté.

Desde luego, el cerebro de Tash estaba embotado con tanto amor. No tenía nada en contra de Mitch King, y se alegraba de ver a su amiga tan feliz, pero lo cierto era que había perdido gran parte de su agudeza.

¿Por qué no le había preguntado a la princesa de qué se trataba?

Porque desde hacía un par de semanas lo veía todo de color rosa. Rick frunció los labios. No estaba seguro de poder soportar por mucho más tiempo ser el tercero en discordia en el pequeño mundo feliz de Tash y Mitch. Por la mañana se dirigiría hacia la costa, buscaría un trabajo y…

¿Y qué?

Primero debía averiguar qué quería Nell Smythe-Whittaker.

«Pues no lo descubrirás si te quedas aquí plantado como un imbécil».

Suspiró ruidosamente y adoptó una pose casual, casi de insolente seguridad. La gente del mundo de Nell, y seguramente también la propia Nell, miraba a la gente como él por encima del hombro y no tenía ninguna intención de darles la satisfacción de creer que le importaba.

No había vuelto a hablar con ella desde que tenían diez años y podía contar con los dedos de una mano las veces que la había visto desde entonces. Ella siempre lo saludaba con la mano y él siempre le devolvía en saludo.

Aquello no parecía real. «¡Imbécil!». Era demasiado mayor para esas tonterías.

«Solo tienes veinticinco años».

¿En serio? Pues normalmente tenía la sensación de pasar de cincuenta.

Apretó la mandíbula, abrió la verja y subió por el camino hasta el porche. En una muestra de autocontrol, redujo el paso al máximo y dibujó un gesto de despreocupación en el rostro.

De cerca descubrió que el bonito castillo de Nell necesitaba unos cuantos arreglos. La pintura colgaba de los marcos de las ventanas y estaba descascarillándose en varias zonas de la fachada. Y lo que se veía del jardín estaba muy descuidado.

Los rumores debían ser ciertos. La princesa había caído en desgracia.

Estaba a punto de golpear la puerta con los nudillos cuando unas voces lo detuvieron.

–¡No volverás a tener otra oportunidad como esta, Nell!

Era una voz masculina. Y muy enfadada. Los músculos del cuerpo de Rick se contrajeron. Odiaba a los abusones. Y sobre todo odiaba a los hombres que abusaban de las mujeres.

–Es usted un sórdido y asqueroso simulacro de hombre, señor Withers.

Rick se acercó a la puerta acristalada de la terraza. La voz de la joven no denotaba miedo, solo desprecio. Evidentemente, era muy capaz de manejar ella sola la situación.

–Sabes que es la única solución a los apuros económicos en los que te encuentras.

–Y supongo que será casualidad que esa única solución le vaya a llenar los bolsillos…

–No hay un solo banquero en Sídney dispuesto a prestarte el dinero que necesitas. No van a considerar siquiera ese proyecto comercial tuyo.

–Pues dado que usted no es banquero y que no confío en su profesionalidad, le pido que disculpe mi escepticismo.

«¡Muy bien, princesa!». Rick sonrió.

–A tu padre no le gustará.

–Eso es cierto. Y además, no es de su incumbencia.

–Estás desperdiciando tus considerables talentos –hubo un momento de silencio–. Eres una mujer hermosa. Haríamos buena pareja tú y yo, Nellie.

¿Nellie?

–Quédese donde está, señor Withers, no le permitiré besarme.

Rick se irguió, inmediatamente alerta.

Un sonido de bofetada surcó el aire, seguido de otro más sordo de forcejeo. Rick se dispuso a entrar por la terraza, pero la puerta se abrió antes de que pudiera alcanzarla y se encontró con la espalda pegada a la fachada mientras Nell sacaba por la fuerza a un hombre vestido con un elegante traje. La joven lo tenía agarrado de una oreja y lo empujaba hacia la verja.

–Que tenga un buen día, señor Withers.

El hombre del traje se irguió y Rick se colocó detrás de Nell, mirándolo con gesto severo.

El hombre del traje hizo una mueca. Con gusto le hubiera borrado esa mueca del rostro, pero Rick ya no era esa clase de persona.

–Veo que eres un poco brusca. ¿Así es como te gusta?

–Me temo, señor Withers, que jamás descubrirá cómo me gusta –la joven miró a su espalda y los hermosos ojos verdes se encontraron con los de Rick–. Hola, señor Bradford.

–Hola, princesa –a Rick se le escapó el tratamiento sin querer.

–Y no creas que tu bravuconada te va a sacar de este lío…

–Cállese, horrible hombrecillo.

Los ojos verdes abandonaron el rostro de Rick, que por fin pudo volver a respirar.

Aprovechó la ocasión para mirarla bien y tuvo que pestañear varias veces. Nell parecía sacada de una película de los años cincuenta. Llevaba un seductor vestido que se abrazaba a la pequeña cintura. El estampado era de estilo hawaiano, con playas, palmeras y todo lo necesario.

–El señor Bradford es diez veces más hombre que usted y, además, es un auténtico caballero.

¿En serio? Rick se descubrió sacudiendo la cabeza. No estaban viendo la misma película.

–Me alegra mucho que haya podido venir –Nell se volvió hacia su invitado y, agarrándolo del brazo, lo condujo hasta la casa–. Lo siento mucho. Supongo que estaba en la puerta, pero hace tiempo que no consigo abrir esa condenada cosa, por lo que tendrá que entrar por la terraza. Le pido también que disculpe todo este desorden.

La joven lo condujo hasta una gran estancia que, a pesar de sus palabras, no estaba excesivamente desordenada, aunque sí llena de cajas esparcidas por el suelo.

–¿Por qué no consigues abrir la puerta? –Rick se soltó. El contacto era demasiado cálido.

–No tengo ni idea –ella agitó una mano en el aire–. Estará atascada o algo así.

¿Por qué no se había ocupado de que la arreglaran?

«No es asunto tuyo». Rick oyó la puerta de la verja cerrarse tras el hombrecillo del traje.

–¿De qué iba todo eso?

–Es un agente inmobiliario que quiere vender mi casa –los ojos verdes volvieron a incendiarse–, pero a mí no me interesa. Ha resultado ser un tipo muy machista. Y le advierto, señor Bradford, que si intenta utilizar alguno de sus trucos, recibirá el mismo tratamiento que él.

Esa mujer era una bomba rubia. Rick tenía ganas de sonreír, pero también de no sonreír.

El fuego se apagó en los ojos verdes. Nell hizo ademán de deslizar una mano por el rostro, pero en el último momento juntó ambas manos frente a su cuerpo.

–Lo siento, ha sido imperdonable por mi parte decir algo así. Estoy muy alterada y no razono.

–Está bien –contestó él, porque era lo que siempre les decía a las mujeres.

–No, no lo está –Nell sacudió la cabeza–. No tenía derecho a medirle por el mismo rasero.

–Preferiría que me tutearas.

Tras la rubia perfección principesca, Rick descubrió unas arrugas alrededor de los ojos y una total ausencia de carmín.

–¿Te apetece un café, Rick? –una tímida sonrisa se asomó a esos labios.

Y así, sin más, regresaron quince años en el tiempo. «Ven a jugar». No había sido una propuesta, sino una súplica.

Rick se esforzó por tragarse el nudo surgido de ninguna parte. Tenía ganas de salir a esa terraza y marcharse para no regresar jamás. Tenía ganas de…

–Pensaba que nunca me lo ibas a ofrecer.

Nell le dedicó una resplandeciente sonrisa y él comprendió que hasta entonces ninguna de las sonrisas de la joven había llegado a los bonitos ojos.

–Vamos, entonces –Nell lo condujo por el pasillo–. No te importará que nos sentemos en la cocina en lugar de en salón, ¿verdad?

–En absoluto –Rick intentó disimular la amargura. A los de su clase nunca los invitaban al salón.

Por la manera en que los hombros de la joven se tensaron, era evidente que había comprendido lo que él había pensado. Dándose media vuelta, lo condujo en otra dirección.

–Como ves, el salón no resulta habitable.

La intención de Rick había sido echar una simple ojeada, pero la escena lo empujó al interior. En medio del salón había algo amontonado bajo varias sábanas, seguramente muebles. La escayola se había caído de la pared junto a la chimenea y, aunque los pedazos habían sido barridos, nada se había hecho por tapar el enorme boquete. Una alfombra enrollada se apoyaba contra otra pared, junto con unas cuantas cajas más. La luz que entraba por el ventanal no le hacía ningún favor al salón. De la chimenea surgía un ruido. ¿Algún pájaro o una zarigüeya?

–Has acertado al definirlo como no habitable –él hizo una mueca.

–Por eso prefiero la cocina.

La voz de la joven era fuerte y clara, pero los hombros no parecían estar todo lo rectos de debieran. Rick la siguió hasta la cocina. Era evidente que la asistenta se había despedido, aunque nadie sabría decir cuánto tiempo hacía de ello.

En el fregadero se apilaban un montón de platos, cuencos y moldes para hornear. Un extremo de la enorme mesa de madera estaba cubierto por cajas y, el resto, de un manto de harina. No obstante, allí olía bien.

Nell despejó un pequeño espacio y Rick se sentó, básicamente porque le pareció lo más sensato y menos peligroso. No quería romper nada con un codazo accidental. La joven parecía moverse con facilidad entre todo el desorden, como si estuviera acostumbrada, pero él no se lo tragaba. La princesa se había criado en un mundo en el que eran los demás los que limpiaban y mantenían el orden. Su pose no era más que un ejemplo de su educación.

A los diez años no se había mostrado tan refinada, pero era evidente que sus padres habían conseguido transformarla.

–¿Te marchas de aquí? –el olor del café inundó sus pulmones.

–En realidad, me estoy instalando –Nell se sobresaltó, como si hubiera olvidado su presencia.

¿Instalándose? ¿Ella sola? ¿En esa enorme y vacía mansión?

«No es asunto tuyo».

Nunca había sido capaz de resistirse a una damisela en apuros. O a una princesa en apuros.

–¿Qué está pasando, Nell?

–¿De verdad? –ella lo miró y se cruzó de brazos.

Él no estaba muy seguro de a qué se refería con la pregunta. Podría referirse a si su interés era genuino o a su descaro por preguntar abiertamente.

–Claro –al final optó por su pose de diablillo insolente y se encogió de hombros.

Nell preparó el café y lo sirvió. Esperó a que Rick hubiera terminado de añadir la leche y el azúcar a su taza y luego se sentó. La anfitriona perfecta. La perfecta princesa.

–Lo siento. Estoy tan acostumbrada a que todo el mundo esté al corriente que tu pregunta me ha dejado momentáneamente perpleja.

–Solo hace quince días que regresé a la ciudad –además, vivían en mundos separados, aunque hubieran crecido en el mismo barrio–. Sin embargo, sí que he oído –se atrevió a añadir– que tu padre ha tenido dificultades.

–Y de paso casi se llevó con él el medio de vida de más de un centenar de personas.

¿Se refería a la fábrica de cristal? La familia Smythe-Whittaker había sido la propietaria desde hacía tres generaciones.

–Oí que había surgido un comprador en el último momento.

–Sí, pero no gracias a mi padre.

–La crisis económica es mundial y ha afectado a muchas personas.

–Eso es verdad –Nell pronunciaba cada sílaba de una manera encantadora–. Pero, en lugar de enfrentarse a los hechos, mi padre aguantó tanto tiempo que la venta de la fábrica no llegó a cubrir las crecientes deudas. Le tuve que entregar mi fideicomiso.

Mala cosa.

–Pero en cuanto a vender Whittaker House, mi casa, me muestro inflexible.

¿Whittaker? ¿Su abuela se la había entregado a ella y no a su padre? Interesante.

–Y, sin embargo, le diste todo tu dinero.

–Todo no –ella apoyó ambos codos sobre la mesa–. Ya me había gastado una parte en montar mi negocio. Aunque, para serte sincera, Rick, nunca me pareció que fuera mi dinero. Además, dado que nunca logré ser la hija que mi padre hubiera deseado tener, me pareció lo justo.

–Pero sigues enfadada con él.

–Sí –Nell soltó una carcajada. Tenía unos deliciosos labios que no necesitaban carmín–. Y dado que todo el mundo lo sabe, te lo contaré a ti también.

Intrigado, Rick se inclinó hacia ella.

–Aparte del hecho de que no tenía derecho a jugar con el sustento de los trabajadores de la fábrica, la primera solución que se le ocurrió fue casarme con Jeremy Delaney.

–¡Vaya, Nell! –él la miró boquiabierto–. No es ningún secreto que él…

–¿Ibas a decir que es gay? –ella asintió–. Lo sé. Lo que no entiendo es por qué no lo admite abiertamente. Sospecho que está demasiado sometido a su padre.

–¿Y te negaste a casarte con él?

–Por supuesto.

–Por supuesto –Rick recordó cómo había echado al hombrecillo del traje de su casa y sonrió.

–Y entonces mi padre me exigió que vendiera esta casa.

–¿Y también te negaste a ello? –no era una casa, era una mansión, pero él evitó mencionarlo.

–Como todo el mundo sabe –Nell alzó la barbilla, desafiante–, le entregué las escrituras de mi apartamento de la ciudad, mi coche deportivo y lo que quedaba del fideicomiso, pero no voy a vender esta casa –los ojos verdes emitían destellos.

–Me parece justo –Rick alzó las manos en un gesto de rendición–. No te estaba sugiriendo que lo hicieras, pero ¡caray, Nell!, si no te queda dinero, ¿cómo vas a mantenerla?

El fuego en los ojos verdes se apagó y los apetitosos labios se apretaron con fuerza.

–Cupcakes –en cuestión de segundos, recuperó por completo la compostura.

¿Cupcakes? ¿Se había vuelto loca?

–De fresa y crema –la joven se levantó con elegancia y destapó una lata–. Delicias de frutas de la pasión, sorbete de limón y crujiente de caramelo.

Al anunciar cada variedad colocaba ante sus ojos una espectacular creación que depositaba en un plato. Y de repente, la desordenada cocina se había transformado en un lugar mágico, en una fiesta de cumpleaños.

Nell le acercó el plato mientras él seguía contemplando boquiabierto las cuatro magdalenas más bonitas que hubiera visto en su vida.

–Preparo torres de cupcakes para cumpleaños o eventos especiales. De cualquier sabor y color. Incluso he pensado vender cupcakes individuales en cajitas de regalo.

–¿Has preparado tú estos? –él seguía contemplando estupefacto las muestras de repostería.

–Sí –Nell sonrió sin parecer ofendida por la incredulidad de su invitado.

¿La princesa era repostera?

–Sírvete –ella le entregó un plato más pequeño y una servilleta.

¿Lo decía en serio? A los tipos como él no les ofrecían deliciosos manjares como esos. Los tipos como él tenían que fingir indiferencia ante cualquier cosa cubierta de glaseado o crema.

Sin dedicar un segundo más a pensar en ello, tomó el cupcake que tenía más cerca, una confección cubierta de glaseado amarillo y con un gajo de limón escarchado incrustado. A punto de llevárselo a la boca, se detuvo y le ofreció a ella el plato primero.

–Solo me lo permito después de las tres de la tarde –Nell consultó el reloj–. Y son las dos.

–Qué tontería de norma.

–No lo entiendes. Me resultan adictivos y, por el bien de mis caderas y muslos, y también por cuestión de salud, he tenido que ponerme algunos límites.

Rick soltó una carcajada y mordió la magdalena.

La boca se le llenó de inmediato de un torrente de jugoso bizcocho, dulce y a la vez ácido. Cerró los ojos y todo su ser se abrió a las sensaciones que lo inundaban. En la cárcel, en ocasiones, había intentado alejar el horror imaginándose alguna experiencia sensorial proveniente del exterior. Rodar colina abajo, nadar en el mar, el olor de los eucaliptos en el parque nacional… De haberlo conocido, habría añadido el sabor de los cupcakes de la princesa.

Terminado el cupcake, contempló el resto del plato. ¿Le importaría mucho si tomaba otro?

 

 

Rick contemplaba los tres cupcakes de la bandeja con tal desesperación que Nell sintió una extraña sensación. Surgió como un pequeño ardor en el pecho, pero poco a poco se fue haciendo más intenso hasta instalarse en el estómago. Una cosa era lamentarse por las estrecheces a las que se enfrentaba, y otra muy distinta ver de cerca el mundo de fealdad en el que se había criado Rick. «Y no deberías olvidarlo».

–Cómetelos todos –le invitó–. Son los restos de un pedido que he entregado hace un rato.

Rick la taladró con una mirada cargada de incertidumbre. Había desplegado su personalidad más insolente, de chico malo, al entrar en esa casa, con actitud de gallito en consonancia con su atuendo de camiseta negra ajustada, pero era una actitud tan falsa como su propia sonrisa de damisela de alta sociedad.

Nell contempló los fuertes hombros y la boca se le hizo agua. Se sacudió mentalmente. En absoluto encontraba atractivo a ese tipo duro.

Rick apartó la bandeja y, por algún motivo, eso hizo que ella se sintiera desfallecer.

–¿Cómo… cuándo aprendiste a cocinar?

Nell no tenía ganas de hablar de ello. Si consideraba lo que se le daba realmente bien, cocinar y la jardinería, y pensaba en por qué se le daba bien, resultaba demasiado patético para verbalizarlo.

Y ya estaba harta de ser patética.

De modo que se colocó su mejor sonrisa, la que utilizaba en los actos benéficos.

–Al parecer, tengo una aptitud innata –se encogió elegantemente de hombros. Sabía que resultaba elegante porque lo había ensayado hasta que su madre le había dado el visto bueno–. ¿Quién lo hubiera dicho? Yo soy la primera sorprendida.

Rick la miró fijamente y ella fue incapaz de descifrar la expresión en el rostro del joven.

–¿A qué hora te has puesto a cocinar hoy?

–A las tres de la mañana –boquiabierto, Rick se inclinó hacia ella–. Hoy es domingo, y los sábados y domingos son los días que más trabajo tengo.

–¿Y has preparado todo eso tú sola?

Nell intentó no mostrar irritación ante el comentario. A veces llegaba a sentirse muy agobiada.

–Pero supongo que el resto de la semana lo tendrás libre para ocuparte de esta casa.

¡Era como todos los demás! La consideraba una perfecta inútil sin cerebro y, seguramente, sin integridad moral. «Es que eres una inútil».

–Supongo –Nell habló con voz afectadamente dulce– que lo que debería hacer es buscarme un hombre, con mucho músculo, saber hacer y montones de dinero al que pueda manejar…

–¿Para así poder dejar de preparar estos cupcakes? –un extraño brillo asomó a los ojos de Rick.

–Olvidas una cosa, me gusta preparar cupcakes.

–¿Y también te gusta levantarte a las tres de la mañana?

Ella ignoró la pregunta.

–¿Para esto querías verme? –él frunció el ceño.

–Supongo que músculos no te faltan, pero ¿tienes el saber hacer? –por supuesto, ni se molestó en mencionar el dinero. Hubiera sido muy cruel–. Pero no te he pedido que vengas por ese motivo.

–Entonces, ¿para qué me has hecho venir? –Rick la miró con gesto severo–. Si sabías que me alojaba en casa de Tash, ¿por qué no viniste tú a verme?

«¿Qué te hace pensar que eres mejor que yo?». Nell oyó perfectamente las palabras que quedaron sin pronunciar. Lo cierto era que no pensaba así, aunque él jamás lo creería.

–Pensé que no sería bien recibida –ella se humedeció los labios–. No le caigo bien a Tash.

–¿Qué demonios…? –él frunció el ceño.

–Hace poco entré en el Royal Oak.

Era el pub donde trabajaba Tash. Nell se había sentido sola y necesitada de contactar con personas con las que nunca le habían permitido hablar, a pesar de vivir todos en el mismo barrio. Sin embargo, se cuidó mucho de que se le notara en la voz el dolor que sentía.

«Ya has vuelto a caer en la autocompasión».

–Pedí una cerveza –alzó la barbilla–. Tash me sirvió una limonada y dejó bien claro que haría bien en bebérmela y largarme de allí cuanto antes.

–¿Y por eso dedujiste que le caías mal? –Rick la miró perplejo.

–Sí –Nell no tenía facilidad para hacer amigos.

–Princesa, yo…

–Me gustaría que dejaras de llamarme así –ella nunca había sido una princesa–. Preferiría que me llamaras Nell. Por otra parte, no hay ninguna razón para que le guste a Tash.

Dado que sus padres se habían asegurado de que no se mezclara con los demás críos del barrio, era lógico que le tuvieran manía. Incluso de adultos.

–¿Te acuerdas del jardinero que trabajó aquí durante años? –Nell continuó.

–¿El que me echó de aquí ese día? –Rick apoyó el tobillo de una pierna sobre la rodilla de la otra. A pesar del gesto casual, era evidente que le estaba dando vueltas a algo.

«Ese día». Era increíble que aún lo recordara con tanta frescura.

–Ven a jugar –la pequeña Nell había sacado una mano entre los barrotes de la valla y Rick la había sujetado un instante antes de que John lo echara.

John le había explicado que ese chico no era la clase de amigos que debería tener. Pero ella había reconocido la profunda soledad en la mirada del niño de diez años, y esa mirada le había infundido el valor para hablar con él. Curiosamente, aunque Rick solo había ido a verla en dos ocasiones más, no había vuelto a sentirse tan sola.

Aquel día, John le había regalado una parte del jardín. Eso también había ayudado.

–Sí, John fue el que te echó de aquí.

–John Cox. Recuerdo haberlo visto por aquí. Solía beber en el Crown and Anchor, si la memoria no me falla. ¿Por qué? ¿Qué pasa con él?

–¿Llegaste a conocerlo bien?

–Ni siquiera recuerdo haber hablado nunca con él.

–Eso es –Nell frunció el ceño.

–¿Por qué? –Rick se puso a la defensiva–. ¿Qué ha estado diciendo por ahí?

–Nada –ella tragó nerviosamente–. Murió hace ocho meses. Cáncer de pulmón.

Rick permaneció en silencio, los músculos en tensión.

–John y yo éramos amigos, supongo. A mí me gustaba la jardinería y él me enseñó a cultivar plantas y a cuidarlas.

–¿Cocinar y cuidar el jardín? Eres una mujer de talentos ilimitados, princesa.

A esas alturas debería ser inmune a las burlas, pero no lo era. Rick y ella habían compartido apenas un instante de camaradería quince años atrás, pero ya no tenían nada en común y ella hacía mucho tiempo que había dejado de mendigar amigos.

La joven se encogió de hombros en un intento de hacerle ver que no la afectaba que la llamara «princesa». Era un gesto que gritaba a los cuatro vientos que era mejor que él.

–John era muy reservado –ella echó la larga melena hacia atrás–. No tenía muchos amigos y yo era de las pocas personas que iba a verle en los últimos momentos.

Rick abrió la boca y ella se preparó para un comentario hiriente. Sin embargo, la volvió a cerrar enseguida. A pesar de lo que ese hombre pensara de ella, había llorado la muerte de John. Siempre se había mostrado amable con ella y se había molestado en enseñarle jardinería. Había respondido a sus interminables preguntas y había elogiado sus esfuerzos.

–¿Nell?

–Si nunca hablaste con él, lo que te voy a decir te va a sonar muy raro, pero…

–¿Pero?

–John me pidió un último favor –ella lo miró a los ojos.

–¿Qué clase de favor? –los ojos color chocolate, negro y amargo, taladraron los de Nell.

–Me pidió que te entregara esta carta, Rick.

–¿A mí?

–Me pidió que te la entregara personalmente, en mano –ella se levantó de la silla y abrió el cajón de la cocina en el que guardaba los documentos importantes.

Y se la ofreció.

Capítulo 2

 

El instinto de Rick lo empujaba a huir a toda prisa, lejos de esa ciudad, y no regresar jamás.

Quería alejarse de Nell y su rubia perfección, y esos aires de superioridad tan alejados de la niña que había conocido.

Cuentos de hadas. Eso eran sus recuerdos. En un intento de borrar la amarga realidad que lo rodeaba, había convertido sus recuerdos en fantasías, aferrándose a la promesa de un futuro mejor.

Por supuesto, esos sueños se habían esfumado en cuanto hubo pisado la cárcel por primera vez.

–¿No vas a leerla? –la carta empezó a temblar en la mano de Nell.

–No estoy seguro.

Ella se sentó en la silla.