El millonario y la criada - Michelle Douglas - E-Book
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El millonario y la criada E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

La mujer que le hizo volver a sonreír. Jo Anderson no se esperaba lo que se encontró cuando llegó a la casa de Mac MacCallum, el hombre que la había contratado como empleada del hogar. Seis meses atrás había sido un carismático y célebre chef, pero ahora estaba recluido en sí mismo y acomplejado por las cicatrices que le habían quedado por un incendio. Lo último que le faltaba a Mac era que llegase una extraña decidida a hacerle enfrentarse a sus inseguridades... y más cuando esa persona tenía también las suyas. ¿Cómo podía una mujer preciosa y llena de vida creer que era fea? Quizá pudiera ayudarla a darse cuenta de lo especial que era en realidad.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Michelle Douglas

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El millonario y la criada, n.º 2583 - diciembre 2015

Título original: The Millionaire and the Maid

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7289-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

MAC se frotó los ojos con las manos antes de volver a mirar la pantalla del ordenador. Releyó la receta que estaba escribiendo y apretó los puños. «¿Qué ingrediente venía después?».

Aquella receta de mejillones al vapor era complicada, pero debía haberla hecho unas cien veces. Apretó los dientes irritado. El texto en la pantalla se tornó borroso; las palabras parecían bailar. ¿Por qué no podía recordar cuál era el ingrediente que había que añadir a continuación? ¿Era la leche de coco? Sacudió la cabeza. No, eso iba un poco después.

Se levantó maldiciendo entre dientes, y se puso a andar arriba y abajo por la habitación mientras se imaginaba a sí mismo preparando aquel plato. Se visualizó en una cocina, con todos los ingredientes frente a sí. Se imaginó hablando a la cámara que rodaba cada programa, explicando cada paso de la receta, y la importancia de ir incorporando los distintos ingredientes en el orden correcto.

Inspiró profundamente, rebuscando en su mente, pero de inmediato se desinfló. Se pasó una mano por el cabello, angustiado. Volver a cocinar, volver al trabajo… Una oleada de dolor lo invadió, ahogándolo con un anhelo tan profundo que pensó que la oscuridad lo devoraría entero.

Y sería una bendición si eso ocurriese, pero tenía trabajo que hacer.

Le dio un puntapié a un montón de ropa sucia tirada en un rincón antes de volver a la mesa y alcanzar la botella de bourbon que había junto a ella, en el suelo. El alcohol lo ayudaba a aturdir el dolor, aunque fuese por poco tiempo.

Se llevó la botella a los labios pero se detuvo. Los pesados cortinajes tapaban por completo los ventanales y las puertas cristaleras que salían a la terraza, bloqueando la luz, y aunque su cuerpo parecía hallarse en un estado constante de aturdimiento, sabía que no debían ser más de las diez de la mañana. «¿Qué más da qué hora sea?», se dijo cerrando la botella y volviendo a sentarse. «En cuanto termine esta maldita receta podré emborracharme hasta quedarme dormido».

¿Terminar la receta? Era lo que tenía que hacer, pero estaba tan cansado… En ese momento el ordenador emitió un tono de notificación. Acababa de recibir un mensaje. Entró en el programa del correo electrónico para leerlo. Era de su hermano Russ. ¡Cómo no! Hizo clic sobre el asunto para leerlo: Hola, hermanito: No te olvides de que Jo llega hoy.

Mac soltó una palabrota. No necesitaba una empleada del hogar. Lo que necesitaba era paz y tranquilidad para poder terminar aquel condenado libro de cocina. Y si no fuera porque aquella mujer había salvado la vida de su hermano, la mandaría a paseo.

 

 

Jo se bajó de su todoterreno e intentó decidir qué mirar primero, si la casa a su izquierda, o la vista que se extendía hasta el horizonte a su derecha. Suerte que conducía un todoterreno y no el deportivo que soñaba con tener algún día, porque la carretera rural que llegaba allí estaba llena de baches. Y eso después de cinco horas de autopista. Se alegraba de haber llegado al fin a su destino.

Se giró hacia la derecha para admirar el paisaje. El terreno, cubierto de hierba descendía hasta convertirse en dunas salpicadas de plantas silvestres. Y más allá había una larga playa de dorada arena bañada por el suave sol de invierno.

Un suspiro escapó de sus labios. Debía haber al menos seis o siete kilómetros de playa y no se veía a un alma. Aunque había pasado ocho años trabajando en la árida región del Outback, no se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que había echado de menos el mar.

Finalmente se volvió hacia la casa. Estaba hecha de madera, tenía dos platas, un amplio porche, y en el piso de arriba un balcón. Era una casa muy bonita, pero… ¿por qué estaban cerradas todas las ventanas y echadas las cortinas?, se preguntó frunciendo el ceño. ¿Y si Mac no estaba allí? No, si hubiese vuelto a la ciudad su hermano Russ se lo habría dicho. Se mordió el labio y se cruzó de brazos. Russ le había dicho que su hermano era un poco… difícil.

Subió las escaleras del porche. En la pared junto a la puerta, pegada con celo, había una nota dirigida a ella. La arrancó para leerla:

 

Señorita Anderson:

No me gusta que me molesten cuando estoy trabajando, así que pase sin llamar. Su habitación está en el piso inferior, pasada la cocina. No debería haber razón alguna para que suba usted al piso de arriba.

 

A Jo se le escapó una risita. Eso pensaba, ¿eh? ¿Y no iría a llamarla «señorita Anderson» y a hacer que lo llamara a él «señor MacCallum»? Acabó de leer la nota:

 

Ceno a las siete. Por favor deje la bandeja con la comida en el rellano de la escalera e iré por ella cuando haga un descanso.

 

Jo dobló la nota y se la metió en el bolsillo. Abrió la puerta y, para que no se cerrara, la sujetó con lo que supuso era el tope: un gallo de hierro que había en el suelo. Luego sujetó también la puerta mosquitera a la pared con su gancho, fue al todoterreno por sus maletas y entró en la casa. Si Malcolm MacCallum creía que iban a pasar los próximos dos meses comunicándose a través de notas estaba muy equivocado.

Dejó las maletas en el vestíbulo y arrugó la nariz al notar el olor a cerrado. Pasó al salón y descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para que entraran la luz y el aire.

Miró a su alrededor, admirando el elegante mobiliario, y frunció el ceño. ¿De qué le servían a alguien el éxito y el dinero cuando lo hacían olvidarse de las personas que lo querían? Mac no había visitado a su hermano Russ ni una sola vez desde que había sufrido el infarto.

Sacudió la cabeza y echó otro vistazo a su alrededor. Aquella casa necesitaba un buen limpiado. «Pero eso mañana», se dijo.

Encontró la que sería su habitación al final del pasillo, tras pasar la cocina, como le había indicado Mac en su nota. Abrió la ventana, que se asomaba a una parcela de césped descuidado. Bueno, no era una habitación con vistas al mar, pero desde allí también se oían las olas.

Suspiró y se sentó en la cama. Quizás aquello no fuese una buena idea. Probablemente era irresponsable por su parte poner su vida patas arriba de aquella manera. Quizá hasta fuese una locura. Al fin y al cabo la geología tampoco estaba tan mal y… Pero tampoco era algo a lo que quisiese dedicarse el resto de su vida.

Se había hecho geóloga para complacer a su padre. ¡Y de mucho le había servido! Además, ya no le importaba que estuviese contento con ella o no. Si había seguido con su trabajo hasta entonces había sido solo por mantener la paz entre ellos, y porque tenía miedo a los cambios. Pero el infarto de Russ le había enseñado que había cosas a las que uno debía temer más que a eso.

Tenía más miedo a arrepentirse luego, si no cambiaba nada, y a desperdiciar su vida. Por eso no podía desanimarse. Quería un futuro que la ilusionase, del que pudiese sentirse orgullosa, sentirse realizada.

En ese momento le sonó el móvil. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla para ver quién la llamaba antes de contestar.

–Hola, Russ.

–¿Ya has llegado?

–Sí.

–¿Y cómo está Mac?

Jo tragó saliva. ¿Qué se suponía que debía decirle?

–Pues… es que acabo de llegar ahora mismo y todavía no lo he visto, pero deja que te diga que la vista es espectacular. Tu hermano ha encontrado el lugar perfecto para…

¿Para qué?, ¿para recuperarse? Había tenido tiempo más que de sobra para recuperarse. ¿Para trabajar sin distracciones? ¿Para recluirse?

–El lugar perfecto para huir del mundo –concluyó Russ con un suspiro.

Russ tenía cincuenta y dos años, estaba recuperándose del infarto que había sufrido, y dentro de unas semanas iba a someterse a una operación para que le hicieran un bypass. Si podía evitarlo, no quería generarle más estrés.

–No, el lugar perfecto para hallar la inspiración –replicó–. El paisaje es precioso; espera a verlo y entenderás lo que quiero decir. Te mandaré unas fotos por el móvil.

–¿Hace falta inspiración para escribir un libro de cocina?

La verdad era que no tenía ni idea.

–Bueno, cocinar y crear recetas es una actividad creativa, ¿no? Aquí tiene el sol, el aire, una playa inmensa para pasear, dunas de arena… Es un buen sitio para volver a encontrar el equilibrio lejos del mundanal ruido.

–¿Tú crees?

–Por supuesto. Bueno, voy a entrar en la casa y luego te llamo y te cuento, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. No sé cómo darte las gracias por lo que estás haciendo, Jo.

–Los dos sabemos que eres tú quien me estás haciendo un favor.

Y no era del todo mentira, se dijo después de colgar. Conocía a Russ desde hacía ocho años. Se habían entendido a la perfección desde el primer día, en que ella había entrado en las oficinas de la compañía minera con su kit recién estrenado de muestras de suelo. Y con el tiempo la camaradería entre ellos se había convertido en amistad. Russ había sido su jefe y su mentor, y era uno de sus mejores amigos.

Se había sincerado con él, diciéndole que quería dejar la geología e ir a otro lugar, lejos del Outback. No quería que su abuela y su tía abuela Edith la agobiasen constantemente. Estaba cansada de intentar estar siempre a la altura de las expectativas de los demás.

Y estaba segura de que cuando encontrara un trabajo con el que disfrutase, su abuela y su tía abuela se alegrarían por ella.

Al sincerarse con Russ él se había reído, se había frotado las manos y le había contestado: «Jo, tengo el trabajo perfecto para ti». Y ese era el motivo por el que estaba allí. Iba a trabajar para su hermano como empleada del hogar.

Russ necesitaba que alguien se asegurara de que Mac comiese tres veces al día y que no acabase devorado por la el polvo y la mugre. Y que ese alguien fuese alguien de confianza, que no fuese a vender exclusivas a la prensa, aprovechándose de que Mac se encontraba en horas bajas.

Y en cuanto a ella… Bueno, aquel trabajo le daría el tiempo que necesitaba para decidir qué quería hacer con su vida.

Se sacó la nota del bolsillo, la desdobló y sus ojos se posaron en la frase «No debería haber razón alguna para que suba usted al piso de arriba».

¡Ya lo creía que la había! Antes de que pudiese cambiar de idea se levantó, salió de la habitación, y se fue derecha hacia las escaleras.

Había cinco puertas en el primer piso. Cuatro de ellas estaban abiertas. Se asomó a la primera, que resultó ser un cuarto de baño, y luego a las otras: tres dormitorios. Las cortinas de los tres estaban echadas, así que no había más luz que la del pasillo, que ella había encendido para poder ver algo. Al llegar a la última puerta, que estaba cerrada, y a la que solo le faltaba un cartel que dijera «No molestar», llamó con los nudillos y se quedó esperando. No hubo respuesta.

Volvió a llamar, esa vez con más fuerza.

–Mac, ¿estás ahí?

No iba a llamarlo «señor MacCallum». Cada martes por la noche los últimos cinco años se había sentado con Russ a ver con él el programa de cocina de Mac en la televisión. Y durante los últimos ocho años Russ le había hablado de su hermano una infinidad de veces. Para ella siempre sería «Mac».

Al ver que seguía sin responder, se puso tensa. ¿Y si estaba enfermo o le había ocurrido algo?

–¡Márchese! –contestó de pronto una voz cavernosa al otro lado de la puerta.

Jo puso los ojos en blanco.

–No puedo irme; Russ me pidió que viniera.

–Y yo le he dejado una nota diciéndole que no subiera –le espetó Mac enfadado–. ¿Es que es incapaz de seguir las instrucciones que le dan?

Sí que era gruñón…

–Pues me temo que no, y voy a entrar.

Cuando abrió la puerta, Mac se apresuró a apagar la lamparilla del escritorio, la única luz que había en la habitación.

–¡Salga de aquí ahora mismo! Le he dicho que no quiero que me moleste nadie.

–No es correcto: una nota anónima me informaba de que hay alguien que no quiere que lo molesten –sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra–. Cualquiera podría haber dejado esa nota. De hecho, incluso podría haberte asesinado alguien mientras dormías y haberla escrito.

Él arrojó los brazos al aire.

–Pues como ve no estoy muerto. Y ahora haga el favor de salir de aquí.

–Creo que podemos tutearnos –le dijo ella, yendo derecha hacia las pesadas cortinas–. Y si por mí fuera me iría, pero… –las descorrió, y la luz del día inundó sin piedad la habitación.

–¿Qué diablos…? –exclamó él, poniéndose una mano delante de la cara y guiñando los ojos.

–Quería verte bien –respondió Jo, girándose hacia él.

Al ver a Mac dio un respingo y se llevó una mano al pecho.

–¿Contenta? –le espetó él.

Jo tragó saliva y sacudió la cabeza.

–No –murmuró.

A su hermano se le partiría el corazón si lo viese. Y no por las quemaduras que el accidente le había dejado en la parte izquierda de la cara y el cuello, sino por el cabello despeinado y grasiento, por los ojos enrojecidos y las ojeras, por la palidez de su rostro…

Tragó saliva y se irguió.

–Aquí huele fatal –dijo.

Había una mezcla de olor a cerrado, a calor y a sudor. Abrió las puertas de la terraza y la brisa del océano inundó la habitación. Jo inspiró profundamente y se volvió de nuevo hacia él, que estaba mirándola con el ceño fruncido.

–Le he prometido a Russ que hablaría contigo y vería cómo estabas. Le dije que lo llamaría después.

–¿Te ha mandado aquí para que me espíes?

–Me ha mandado aquí como un favor.

–¡No necesito que me haga ningún favor!

«No es a ti a quien le está haciendo el favor», le aclaró ella para sus adentros. Pero en vez de eso le dijo:

–No, sospecho que lo que en realidad necesitas es un psiquiatra.

Él se quedó mirándola boquiabierto, pero Jo se irguió y se cruzó de brazos.

–¿Es eso lo que quieres que le diga a Russ? ¿Que estás en un estado de profunda depresión, y posiblemente teniendo pensamientos suicidas?

Él apretó los labios.

–Ni estoy deprimido, ni tengo pensamientos suicidas.

–Ya –contestó ella con escepticismo–. Por eso te has pasado los últimos cuatro meses encerrado en esta casa a oscuras y negándote a ver a nadie. Sospecho que apenas duermes, y que no comes. ¿Y cuándo fue la última vez que te diste una ducha? –inquirió arrugando la nariz.

Él gruñó irritado y se frotó la cara con las manos.

–Ese no es el comportamiento que cabe esperar de un adulto –continuó ella–. Si estuvieses en mi lugar, ¿cómo interpretarías esto? ¿Y a qué conclusión crees que llegaría Russ?

Mac no dijo nada. Se quedó mirándola como si acabase de posar los ojos en ella, y eso le hizo darse cuenta de lo mal que estaba en realidad, aunque él lo negara.

Por su estatura, la mayoría de la gente daba un respingo o parpadeaba de un modo muy cómico al verla por primera vez. Aunque ella no le veía la gracia por ninguna parte. Sí, era alta; ¿y qué? Y no, no tenía una complexión frágil y delicada, pero eso no la convertía en una atracción de circo.

El caso era que Mac ni se había inmutado al verla, y parecía como si hasta ese instante ni siquiera hubiese reparado en lo alta que era.

–¡Maldita sea, Mac! –se encontró gritándole sin poder contenerse–. ¿Cómo puedes ser tan egoísta? Russell está recuperándose de un infarto y van a hacerle un bypass; necesita paz y tranquilidad y… Y cuando le diga en qué estado te he encontrado… –no pudo acabar la frase.

Mac continuaba callado, aunque la ira se había desvanecido de su rostro. Jo sacudió la cabeza, se dirigió hacia la puerta, y murmuró mientras salía:

–Al menos no he perdido el tiempo deshaciendo las maletas.

 

 

No fue hasta que la joven hubo salido de su dormitorio (¿cómo le había dicho Russ que se llamaba? ¿Jo Anderson?) cuando Mac se dio cuenta de cuáles eran sus intenciones.

Iba a marcharse. Iba a marcharse y a decirle a Russ que estaba hecho una piltrafa y que necesitaba un psiquiatra, o que lo internaran para que no se hiciera daño a sí mismo. Y los medios de comunicación se frotarían las manos si aquello llegase a sus oídos.

Pero en una cosa tenía razón: lo que menos le convenía a Russ era preocuparse por él; eso solo le generaría estrés, y con lo delicado que estaba… No, bastante culpable se sentía ya; no quería preocuparlo aún más.

–¡Espera! –llamó.

Corrió tras ella, golpeándose torpemente contra las paredes y la barandilla mientras bajaba las escaleras, como si su cuerpo se hubiese vuelto más pesado y no controlase sus movimientos. Para cuando llegó al rellano del piso de abajo le faltaba el aliento.

Llegó al vestíbulo justo cuando Jo estaba bajando los escalones del porche, con una maleta en cada mano.

–¡Espera! –la llamó.

Pero ella no se detuvo. Era alta y regia, como una amazona, y se sintió casi culpable por encontrarse admirando la gracia y la elegancia de sus movimientos y su brillante cabello castaño.

Salió al porche y bajó los escalones para ir tras ella. El sol le quemaba la cara, haciéndolo sentirse desprotegido y vulnerable.

–Jo, espera, por favor, no te vayas.

Ella se detuvo al oír su nombre. «Vamos, di algo que haga que deje las maletas en el suelo», se urgió a sí mismo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar el dolor que el calor del sol le provocaba en las quemaduras. Aspiró una bocanada de brisa y le dijo:

–Lo siento.

Dio gracias a Dios para sus adentros cuando Jo se volvió hacia él y dejó las maletas en el suelo.

–Por favor, no le vayas con cuentos a Russ sobre lo que has visto. Necesita… necesita… No necesita otra preocupación que le genere más estrés.

Ella se quedó mirándolo, alzó la barbilla y le respondió con los ojos entornados:

–Mira, Mac, no voy a hacer la vista gorda si es lo que me estás pidiendo. Se trata de tu salud y…

–Se trata de mi vida –la cortó él–. ¿Es que yo no tengo voz ni voto?

–Te trataría como a un adulto si te hubieras comportado como tal y no te hubiera encontrado en este estado.

–No puedes juzgar un libro por la cubierta, y menos cuando apenas has hablado conmigo cinco minutos. Además, estoy teniendo un mal día, eso es todo. ¿Qué tengo que hacer para convencerte de que no estoy deprimido, ni estoy pensando en suicidarme?

Jo se cruzó de brazos y apoyó el peso en la pierna derecha, y Mac no pudo evitar fijarse en la sensual curva de su cadera.

–¿Que qué tienes que hacer para convencerme? Bueno, eso te va a costar un poco.

Su voz, a pesar del tono de reproche, era dulce como la miel, y Mac sintió un cosquilleo en el estómago. Jo se acercó para escudriñar su rostro. Solo medía unos centímetros menos que él y olía de maravilla.

De pronto recordó el espanto que habían reflejado sus ojos al descorrer las cortinas y verlo, y ladeó la cabeza para ocultar las quemaduras. Por lo menos su espanto no se había tornado en lástima, lo cual era de agradecer.

–Quédate una semana –le rogó–. Pon tú las condiciones –insistió, al ver que seguía sin responder.

–Pues… para empezar, quiero que hagas ejercicio a diario.

¿Y arriesgarse a dejarse ver en público? ¡Ni hablar!

–Y al aire libre –añadió ella–. Necesitas vitamina E, y no te vendrá mal para perder esa horrible palidez.

–Sabes que he estado enfermo, ¿no? –le espetó él irritado–, que he estado en el hospital.

–Te dieron el alta hace meses –replicó ella–. ¿Tienes idea de hasta qué punto te has abandonado? Tenías un físico atlético, musculoso, unos hombros anchos… Y te movías con confianza, como si fueras el amo del lugar. Ahora cualquiera que te viera te echaría cincuenta años.

Mac le lanzó una mirada furibunda. Solo tenía cuarenta.

–Y un hombre de cincuenta hecho una pena –puntualizó Jo–. Si quieres que me quede, cada día tendrás que dar por lo menos un paseo hasta la playa. Ir y volver. Y si eres celoso de tu intimidad, como estás en tu propiedad, no tendrás que preocuparte de que vayas a tropezarte con algún extraño.

–La playa es pública.

Algunos de sus vecinos paseaban por ella todos los días.

–No he dicho que vayas a pasear por la playa –replicó Jo–. Solo que bajes hasta la playa y vuelvas.

Mac apretó la mandíbula, inspiró y contó hasta cinco antes de decir:

–Muy bien; ¿qué más?

–Me gustaría que separaras tu lugar de trabajo del lugar donde duermes.

Mac la miró irritado, pero claudicó.

–Está bien, lo que tú digas. ¿Y qué más?

–También quiero que dejes el alcohol. O al menos que dejes de beber a solas en tu habitación.

Había visto la botella de bourbon; ¡diablos!

–Y por último, quiero que cenes conmigo en el comedor todas las noches.

Para poder tenerlo vigilado, pensó Mac, para evaluar su nivel de cordura. Se sintió tentado de mandarla al infierno, aunque le diese igual lo que le pudiera pasar a él, lo que le pudiera pasar a su hermano sí que le preocupaba. Tenía once años y medio más que él, pero siempre habían estado muy unidos, y Russ siempre había cuidado de él.