Ángel Guerra - Benito Pérez Galdós - E-Book

Ángel Guerra E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Ángel Guerra es una novela de trasfondo cristiano del autor Benito Pérez Galdós. Se sitúa en Toledo a finales del S.XIX, en donde el hijo de una familia burguesa se compromete con la revolución social. Las vicisitudes de la guerra lo obligarán a huir y a encontrarse a sí mismo.-

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Benito Perez Galdos

Ángel Guerra

 

Saga

Ángel Guerra

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726495614

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

—[1-5]→

Primera parte

- I -

Desengañado

I

Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar, por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo, tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera, ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.

Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara —6→ de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.

-Mira como vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!

El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¡Para qué te metes en esas danzas?

Dejose caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su, boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió sus ojos por todo el ámbito de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Mas no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida, tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristales, y nos atormentan con su murmullo grave y monótono, expresión musical del tedio infinito.

—7→

-¿Tienes árnica? -dijo Guerra mirándose la ensangrentada, mano.

-Sí; la que traje cuando la perrita se magulló la pata. Mira, hijo, lo mejor será llamar ahora mismo a un médico.

-No, médico no -replicó él con viva inquietud-. Temo la policía, aunque no creo que nadie me haya visto entrar aquí... Si avisas a la Casa de Socorro, me comprometerás... La herida no es grave. No creo me haya interesado el hueso. La bala entró por esta parte y salió por aquí, ¿ves?... superficial... mucha sangre... alguna vena rota, y nada más... Entre tú y yo nos curaremos, digo, me curaré. Soy algo médico: me luciré siendo mi propio enfermo, y tú mi practicante.

Con exquisito cuidado procedió Dulcenombre a quitarle la cazadora, descubriendo la manga y puño de la camisa, tan anegados en sangre, que se podían torcer. Temerosa de lastimarle, cortó con tijeras, por encima del codo, la tela de la camisa y elástica, y trayendo en seguida una jofaina con agua, en la cual vertió gran cantidad de árnica, empezó a lavar las heridas, que eran dos, la entrada y salida de la bala, distantes como seis pulgadas una de otra.

Guerra no se quejaba, y apretando los dientes, repetía: -No es nada, y si es, que sea, ¡caramba! No llamaría médico, sino en el caso extremo de tener que cortar el brazo.

-¿De veras no te duele? -preguntaba Dulce poniendo en sus dedos toda la delicadeza posible. -No... ¡ay! Te digo que no... ¿Y qué te importa a ti que duela o no duela?... Ahora que sale menos sangre, —8→ ponme paños bien empapados en árnica, que renovarás cada poco tiempo. Luego me traes de la botica un emplasto cuyo nombre te escribiré en un papel... ¡ay! Tengo una sed horrible. Dame agua. ¿Hay coñac en casa?

-No; te pondré vino.

-Lo mismo da. Venga pronto, que me abraso.

Mientras: bebía, el abejorro volvió a entonar su insufrible canto de una sola nota, estirada y vibrante como el lenguaje de un hilo telegráfico que se pusiera a contar su historia. Echole Guerra tremendas maldiciones, pero como sintiese ruido en la escalera, atendió a él sobresaltado y receloso.

-¿Qué tienes? -le dijo Dulce-. Esos pasos son de alguno que baja del tercero. Aquí no viene nadie. En la vecindad no nos conocen ni las moscas. Échate a descansar sin miedo.

-No sé... ¡Maldita suerte! -replicó Ángel gesticulando con el brazo hábil-: Si vienen a prenderme que vengan. Todo perdido por falta de dirección y sobra de pusilanimidad... A la hora crítica, los leones de club se vuelven corderos y se meten debajo de la cama, y los traidores se disfrazan de prudentes. La mayor parte de las tropas comprometidas se asustan de la calle como las monjas, y no se atreven a salir del cuartel. ¡Qué noche! Tengo fiebre. ¿Sabes una cosa? La claridad del día me incomoda... Cierra las maderas y enciende luz, a ver si duermo. No, imposible que yo descanse... Por vida de... ¡cuánto me molesta ese bicharraco estúpido!

-Déjalo -dijo Dulce, riendo de los insultos que Ángel siguió dirigiendo al pobre insecto-; ya procuraré —9→ yo quitarle de en medio. Verás... Acuéstate ahora.

Cerró las maderas y encendió luz, figurando la noche en la reducida sala, y acto continuo pasó a la alcoba para arreglar la cama, que era grande, dorada, la mejor pieza de todo el mueblaje. Después ayudó al herido a quitarse la ropa. Mejor será decir que le desnudó; condújole al lecho, le acostó, arreglando los almohadones de modo que pudieran sostener el busto en posición alta, y colocándole el brazo sobre un cojín de la manera menos incómoda.

-Antes que se me olvide -le decía Guerra al acostarse-: recoge toda la ropa ensangrentada y lávala de prisa y corriendo... Otra cosa. Cuando salgas a la compra, tráeme periódicos, aunque sean monárquicos. ¿Qué hora es? ¿Dices que la vecindad no nos conoce? Bien puede ser, porque sólo hace ocho días que habitamos en este escondrijo, y nadie lo sabe más que tu familia, de la cual, acá para entre los dos, no me fío ni me fiaré nunca.

-No pienses mal de mis pobrecitos hermanos ni del infelizote de papá.

¡Pobrecitos, sí! (Con cruel ironía.) Serían capaces de venderse a sí propios el día en que no pudieran vender a los demás. Más tranquilo estaría yo si supiera que ignoran donde me encuentro... ¡Ay, Dulce de mi vida, procura matar a ese moscardón del infierno, o yo no sé lo que va a ser de mí! Mis nervios estallan, mi cabeza es un volcán; yo reviento, ya me vuelvo loco, si ese condenado no se va de aquí. Acéchale, ponte en guardia con una toalla o cualquier trapo... Aguantas el resuello, te vas aproximando poquito —10→ a poco, para que él no se entere, y cuando le tengas a tiro ¡zas! le sacudes firme.

Procedió Dulcenombre, bien instruida de esta táctica, a la cacería del himenóptero; pero él le ganaba, sin duda, en habilidad estratégica, porque en cuanto la formidable toalla (graves autores sostienen que no era toalla, sino un delantal bien doblado y cogido por las cuatro puntas, formando uno de los más mortíferos ingenios militares que pueden imaginarse) se levantó amenazando estrellarse contra la pared, el abejón salió escapado hacia el techo burlándose de su perseguidora.

La cual, desalentada por la ineficacia de su primer ataque, volvió al lado de su amigo, diciéndole: -Pues no debes temer nada de los míos. A tu casa irá probablemente la policía, y tu madre dirá que no sabe donde estás... como que, en efecto, no lo sabe ni lo puede saber.

Al oír nombrar a su madre, obscureciose el rostro de Guerra. De lo que murmuraron sus labios, hervor del despecho y la ira que rescoldaban en su alma, solo pudo entender Dulce algunas frases sueltas.

«¡Pobre señora!... Disgusto horrible cuando sepa...» Y luego, queriendo descargar con un suspiro forzado, que parecía golpe de bomba, la pesadumbre y opresión que dentro tenía, añadió esto: «Despedime de ella hace cuatro días, diciéndole que iba de caza a Malagón... ¡No es mala cacería... Cazado yo».

Tan abstraído estuvo, que el zángano pasó dos veces por encima de las almohadas, reforzando su infernal trágala, y Guerra no se dio cuenta de ello. Fue preciso que por tercera vez pasara el maldito, casi tocándole —11→ la punta de la nariz, con lo cual se evidenció que la burla rayaba en procaz insolencia, para que el otro lo notara y se revolviera airado contra la fiera, gritándole: «Canalla, trasto, indecente, si yo no estuviera amarrado en esta cama, verías». Poco faltaba para que en la excitada imaginación de Guerra se representase el zumbador insecto como animal monstruoso que llenaba todo el aposento con sus alas vibrantes. Emprendió Dulce de nuevo la persecución, y eran de ver su agilidad y tino, las cualidades estratégicas que en la desigual lucha iba desarrollando; cómo se aproximaba quedamente; cómo blandía el arma formidable; cómo seguía el vuelo curvo del enemigo en sus rápidos quiebros, adivinándole las retiradas y anticipándose a ellas; cómo, en fin, se prevenía contra su astucia, embistiéndole por el flanco menos peligroso, que era aquel en que no la delataba su propia sombra... Por último, uno de los muchos disparos con el lienzo insecticida fue tan certero, que el monstruo, sin exhalar un ay, cayó al suelo con las patas dobladas, las alas rotas.

-Pereció -dijo Dulce con la emoción de la victoria, inclinándose para verlo hecho un ovillo negro y peludo. En su agonía, parecía comerse sus propias patas y hundir la cabeza en la panza turgente.

-¡Maldita sea su alma! -exclamó Guerra con júbilo-. Así quisiera yo ver a otros que zumban lo mismo, y merecen también un toallazo... Ahora, paréceme que dormiré.

Vencido del cansancio, no tardó en caer en un sopor, que más bien parecía borrachera.

 

—12→

II

De la cual salió súbitamente, y como de un salto, media hora después, porque no vale que el cuerpo tome la horizontal, cuando las ideas se obstinan en ponerse en pie; ni vale que los músculos fatigados se relajen y apetezcan la quietud, cuando la sangre se desboca y los nervios se encabritan. Lo primero de que el herido se hizo cargo fue de la soledad en que se encontraba, pues Dulcenombre había salido. Sintió en torno suyo la impresión triste de la ausencia del ser que a todas horas llenaba la casa con su tráfago, diligente y amoroso.

«¡Qué buena es esta Dulce -pensó-, y qué vacías; qué solas, qué huérfanas quedan las cosas cuando ella es va!». Al pensar esto, como volviera a sentir el zumbido del insecto, se inflamó de nuevo en ira y deseos de destrucción. «O ha resucitado ese miserable -se dijo-, o ha venido otro a ocupar la plaza». Mas era un ruido puramente subjetivo, efecto de la debilidad y de la excitación de los nervios acústicos. El reloj de San Antón dio las ocho, y Ángel, después de contar cuidadosamente las campanadas, quedase con la duda de haber acertado en la cuenta. Los rumores de la calle se desfiguraban y acrecían monstruosa mente en su cerebro: el paso de un carro se le antojaba rodar de artillería, y los pregones alaridos de combate, los pasos de los vecinos en la escalera, movimiento de tropas que subían a ocupar el edificio. Felizmente, el chirrido del llavín en la puerta anuncié —13→ el regreso de Dulce. Alegrose Guerra al oírlo como niño abandonado que se ve de nuevo en brazos de la madre.

-Hija mía -la dijo al verla entrar con su pañuelo por la cabeza y su mantón obre los hombros-. Si no vienes pronto, no sé qué es de mí. Me abrumaba la soledad.

-Te dejé, dormido, monín -replicó ella, abalanzándose sobre la cama para acariciarle con ternura-. ¿Por qué has despertado? ¿Qué tal te encuentras? Y el bracito, ¿te duele?

-El brazo está como dormido, como muerto; no siento más que unas cosquillas... que suben hasta el hombro... y la sensación de que la parte herida es grande, tan grande como todo mi cuerpo. Tengo fiebre y bastante alta, si no me equivoco.

En el mismo instante, una galguita esbelta cuyas patas parecían de alambre, saltó sobre el lecho. Y empezó a acariciar al herido. Dulce cuidó de que el inquieto animal no lastimara el brazo enfermo, para lo cual le dirigió una admonición muy expresiva y graciosa. Por segunda vez apuntó la idea de traer un médico; pero Guerra se opuso terminantemente, quitando importancia a su herida. En cambio, pudo convencerle de que aquella fingida noche en que estaba, con las maderas cerradas y la luz encendida, más propicia era a la tristeza lúgubre que al descanso reparador. Y se apagó la vela y se abrieron las maderas; pero con la claridad solar, Guerra se excitó más, mostrando ganas de levantarse y apetito insaciable de charla. Mucho le contrariaba que Dulce no le hubiese traído periódicos, y ella prometió bajar más —14→ tarde, en cuanto los sintiera vocear. La pobrecilla se hubiera partido en dos de buena gana para poder atender a la cocina y a la alcoba, al puchero y al hombre. Iba y venía con celeridad no inferior a la de la galguita, y después de trastear allá dentro, volvía, para engolosinar a su amigo con una palabra cariñosa, para arroparle y acomodar el brazo sobre el cojín. Al pasar por la salita, no dejaba de dar un empujón a las butacas y sillas, poniéndolas en su sitio; de arreglar lo que desde la noche anterior permanecía revuelto; de pasar rápidamente un paño por lo más cargado de polvo, y sintiendo mucho no poder hacer limpia general, corría a la cocina, donde diversas faenas la reclamaban. Dígase de paso que la habitación era pequeñísima, que no tenía gabinete, sino tan sólo sala de un balcón, y alcoba separada de aquélla por puerta de cristales; que estas dos piezas uníanse por pasillo nada corto a la cocina y comedor, cuyas ventanas daban al corredor del patio. La casa era de estas que pueden llamarse mixtas, pues en la fachada había cuartos de mediana cabida, de ocho a diez duros de inquilinato; en el fondo, patio con corredores de viviendas numeradas, de cincuenta a ochenta reales. Una sola escalera servía el exterior como el interior de la finca, situada en la corta y solitaria calle de Santa Águeda, que comunica la de Santa Brígida con la de San Mateo.

Dulcenombre consiguió de Ángel que consintiese en estar encerrado un rato para poder abrir el balcón de la sala, y barrer, limpiar y ventilar ésta. Concluida la operación en un periquete, la joven, escoba en mano, fue a dar un poco de palique a su amante:

—15→

-¡Ay, hijo mío, qué cosas decían en la plazuela! que habéis sido unos tontos, y que no sabéis hacer revoluciones.

-Dicen la verdad; unos por inocentes, otros por traidores, todos merecemos el desprecio de las placeras.

-Pues anoche, a eso de las diez y media, toda la vecindad del patio salió de los cuartos, como las hormigas en tiempo de calor, porque se corrió la voz de que había gran trifulca. Yo me asomé a la escalera, y uno decía que verdes, otro que maduras. Contó no sé quién que la caballería sublevada había pasado por la calle de la Puebla dando gritos, con un oficial a la cabeza, que, revólver en mano, se desgañitaba diciendo que viviera la República. ¿Es verdad esto? Pues luego cada persona que llegaba a la casa traía una papa muy gorda. Uno que Palacio estaba ardiendo por los cuatro costados, otro que diecisiete generales se habían echado a la calle...

-¡Diecisiete rayos! -exclamó con furor el enfermo-. Alguno había comprometido, es verdad; pero estos comodones se quedan detrás de la puerta viendo la función, y si sale bien se llaman a la parte, si sale mal corren a presentarse al ministro de la Guerra.

-En medio de aquel barullo, yo me hacía la tonta, como si nada supiera, y me asombraba de cuanto me decían. Hoy, en la plazuela, he oído que fracasasteis antes de empezar, y que no habéis hecho más que chapucerías.

¡Chapucerías! Voy creyendo que en la plazuela nos juzgan como merecemos. Mira, Dulce, si no nos hubieran faltado los de los Docks, qué sé yo...

—16→

-El tío Pintado, el escarolero... tú no le conoces... aquel vejete que tiene su cajón al lado de San Ildefonso... Pues me contó que él ha sido, tremendo para estas cosas de revoluciones, y que el cincuenta y tantos y el no sé cuantos, él solo con cuatro amigos cortó la comunicación de la Cava Baja con la calle de Toledo, y que la tropa tuvo que romper por dentro de las casas. En fin, te mueres de risa si le oyes ponderar lo héroe que es. En su cajón había esta mañana un corro muy grande, y él, con ínfulas de maestro, os criticaba, porque en vez de encallejonaros en la estación de Atocha, debisteis iros a la Puerta del Sol y apoderaros del Principal.

-Tiene razón. ¡Si es de sentido común...!

-Dijeron allí también que habíais matado tontamente a dos generales o no sé qué, y que los patriotas de hoy no servís más que para ayudar a misa.

-También es verdad. Merecíamos ser apaleados por los de Orden Público, o que los barrenderos de la Villa nos ametrallaran con las mangas de riego. ¡Desengaño como éste...! Paréceme que despierto de un sueño de presunción, credulidad y tontería, y que, me reconozco haber sido en este sueño persona distinta de lo que soy ahora... En fin, el error duele, pero instruye. Treinta años tengo, querida mía. En la edad peligrosa, cogíame un vértigo político, enfermedad de fanatismo, ansia instintiva de mejorar la suerte de los pueblos, de aminorar el mal humano... resabio quijotesco que todos llevamos en la masa de la sangre. El fin es noble; los medios ahora veo que son menguadísimos, y en cuanto al instrumento, que es el pueblo mismo, se quiebra en nuestras manos, —17→ como una caña podrida. Total, que aquí me tienes estrellado, al fin de una carrera vertiginosa... golpe tremendo contra la realidad... Abro los ojos y me encuentro hecho una tortilla; pero soy una tortilla que empieza a ver claro.

Al llegar a este punto, sintió el herido gran debilidad, que reparó con un poco de café. Como sintiese también alguna molestia en el brazo, no quiso diferir la aplicación del emplasto. Dulce salió en busca de la medicina, tardando como una media hora, y al volver se trajo un rimero de periódicos, que Ángel desfloró, recorriéndolos con ansiosa y superficial lectura, para cazar la noticia verdadera en aquella selva de informaciones precipitadas. Como tenía más fiebre que apetito, y parecía natural que al enfermo le sentara mejor el buen caldo que los periódicos, Dulce cortó la ración de estos y activó el puchero, que era substancioso, riquísimo, con su poco de gallina, su jamón y vaca con hueso. Deslizose toda la mañana, sin que nada ocurriese de particular. Después de recorrer ligeramente parte de la prensa, sintiose Ángel fatigado; mas sus intentos de dormir fueron inútiles. Cerraba los ojos, y en vez de aletargarse, el cerebro reproducía fielmente las escenas de la tarde anterior, precursoras de la descabellada intentona de la noche. Veíase en el cafetín de Nápoles, concertando con el capitán Montero ciertos detalles del plan, fijando la hora exacta. Él, Guerra, secreteaba a su amigo las órdenes del brigadier Campón, que había de ponerse al frente de los sublevados. Montero respondía de los sargentos; pero ponderaba la dificultad de sacar del cuartel las tropas, burlando al coronel y a los oficiales.

—18→

Todo dependía de la temeridad y arrojo del capitán, que era de la piel del diablo.

Abría Guerra los ojos, y de la representación del hecho pasaba su pensamiento bruscamente al desairado fin de su aventura. «Todo es humillante -decía-, en este fracaso, hasta la herida que he recibido. La muerte o una herida grave hubiera correspondido a la intención; pero esta puntada en el brazo no me permite considerarme víctima, ni héroe, ni nada. Para que todo resulte chabacano, hasta mi herida... apenas me duele... Y ahora se me ocurre: ¿que habrá sido de aquel desdichado Campón? Los periódicos dicen que abandonó el tren, al saber que tampoco los de Alcalá respondían, y a estas horas andará fugitivo, dado a todos los demonios, hasta que le cacen los monárquicos. Le fusilarán, por no haber sabido escurrir el bulto cuando vio venir la mala. ¡Pobre Campón! No me atrevo ya a decir que es glorioso dar la vida por esta idea; no me atrevo a clamar venganza. La idea está tan derrengada como sus partidarios, y no puede tenerse en pie».

III

La debilidad de su cuerpo y la ebullición mental se manifestaron de improviso en el terreno de la ternura. Llamaba a su compañera para decirle con pueril afán: «Dulcísima, ¿me quieres? ¿Pero me quieres de verdad?» Ella respondía que sí con efusión del alma, añadiendo a la palabra demostraciones materiales que restallaban en la alcoba, porque entre otras particularidades fisiológicas, tenía la de besar de una manera ruidosa y descompasada. Queriendo arrancarle confesiones —19→ de más valía, Ángel la interrogaba así: «¿Me quieres por encima de todos y de todo? ¿Me perdonas que te arrancara a tu familia, juntándote con un hombre que está fuera de la ley y que puede dar con sus huesos en el destierro o en el patíbulo?»

Dulcenombre se echó a reír, diciendo que para ella no había más familia que él ni más leyes que la voluntad del hombre amado, y que lo seguiría a cuantas aventuras se quisiera lanzar. Agregaba que el dejar a su familia no era un mérito, pues cualquier género de vida, aun el más deshonroso, valía más que vivir con sus padres y hermanos.

-En eso estamos conformes -dijo Guerra-, y al sacarte de tu casa, te saqué de una leonera; pero si allí no eras más honrada, estabas más libre.

-No me gusta la libertad -se apresuró a decir Dulce-: Me siento mejor sometida, y con el cuello bien amarrado al yugo de un hombre que me gusta por el alma y por el cuerpo. Obedecer queriendo es mi delicia, y servir a mi dueño, siendo también por mi parte un poco dueña de él, quiero decir, esclava y señora... Pero déjame ir un momento a la cocina, que se nos quema el puchero.

Al quedarse solo, Ángel reflexionaba diciéndose: «En medio de tantas desgracias y caídas tengo el consuelo de poseer esta leal amiga, dechado de fidelidad, paciencia y adhesión, que cogí como con lazo en una selva obscura. Mi vida no es tan triste y desastrada como he podido creer, porque esta mujer me la ennoblece, y me colma de consuelos espirituales». Acordábase al punto de su madre y de su hija, y si el recuerdo de la primera causábale cierto terror, al —20→ pensar en la segunda se desbordaba en su alma la ternura. Urge decir que Ángel Guerra era viudo, y tenía una niña de siete años llamada Encarnación, a quien amaba con delirio. Su mayor pena en la encerrona a que se veía condenado, y a la cual probablemente seguiría larga proscripción, era verse alejado por tiempo incalculable de su inocente hija; y también le inquietaba la idea de una definitiva ruptura con su madre, a quien respetaba y quería, no obstante la infranqueable diferencia de opiniones entre ambos. Almorzó aquel día sin gana, fumó más de lo conveniente, pidió sus libros, en los cuales leyó algunas páginas sin enterarse de nada, y hastiado del tabaco y de las letras, renegó de su suerte y de los motivos de tan fastidiosa esclavitud. Dulce le consolaba desde la sala con palabras festivas, y amorosas mientras se peinaba sentada frente al armario de luna. Conviene ahora decir que Dulcenombre era bonita, y que lo habría sido más si su natural belleza hubiera tenido el adorno de las carnes lozanas, que por sí solas decoran y visten una figura de mujer. ¡Lástima que fuese más que delgada, flaca, y tan esbelta, que la comparación de su cuerpo con un junco no resultaba hipérbole! Era su rostro de una nobleza indiscutible; el perfil muy acentuado en el corte de la distinción y espiritualidad, cara y silueta dignas de lucir en un teatro con trajes históricos, dignas también de un bajo relieve de alabastro ahumado por el tiempo. Por esto Ángel Guerra bromeaba con su querida, diciéndole que parecía una princesa borgoñona o italiana, sacada de su sarcófago y rediviva por conjuros del diablo. Su mal color, como de leche, —21→ y miel de caña mezcladas en buena proporción, abonaba aquel juicio. Tenía entonces veinticuatro años, y representaba treinta, señal de que su hermosura y su juventud tendían a consumirse pronto, como candelas con doble pábilo, y antes de que se acabara en ella la mujer, ya se estaba anunciando la momia.

Nadie pareció por la casa en todo el día. La soledad y abandono en que vivía la pareja fueron de grandísimo consuelo para el revolucionario, que empezó a tener confianza en la impunidad. Su mayor recelo era que Arístides y Fausto, hermanos de Dulcenombre, llamasen a la puerta.

-No vendrán -dijo ella- ¿A qué cuento habrían de venir ahora, si no vienen casi nunca?

-No conoces a tus hermanos, hija mía. Vendrán sólo por el gusto de fisgonear, de molestarme y de venderme, si hubiera quien les diese algo por mí.

-Estate tranquilo. Sólo vendrían en el caso de que yo tardara muchos días en ir allá. Para evitar que nos visiten, pasaré esta noche o mañana si te parece.

-Sí, sí. Y llévales algo para que el mal humor, hermano gemelo de la penuria, no les ponga en ese estado particular del espíritu que engendra el dolo y las traiciones.

Quedó convenido esto, y Guerra descansó largo rato hasta la tarde. Ya de noche, después de comer cuando Dulce había encendido la lámpara, disponiéndose a emplear un par de horas en el arreglo de su ropa, el herido se animó considerablemente. No podía estarse quieto; sus ganas de hablar rayaban en frenesí, y como era aquella la hora de la cháchara y de las disputas con los amigos en el café, o en algún —22→ círculo más o menos público, la costumbre imponía su fuero, y el hombre habría charlado consigo mismo, si no tuviera a su querida para componerse un auditorio. Hízola pasar de la sala a la alcoba, llevando la luz, la silla baja, la cesta de ropa y una caja en que tenía los chismes de costura, la cual puso sobre la cama por no haber sitio más apropiado. A la cama saltó también la perra; la lámpara fue puesta sobre la mesa de noche, para que dominara con su claridad todo el grupo, que resultaba simpático. Ángel sentía febril apetito de contar las ocurrencias de la noche anterior, en las cuales había sido actor o testigo, y añadir los comentarios propios de sucesos tan graves. Por momentos se figuraba tener delante a su trinca del Círculo Propagandista Revindicador, y que alguien le contradecía, excitándole más. Cuando un hombre ha presenciado sucesos que pasan a la Historia, aunque sea de contrabando, y que acaloran la opinión, natural es que sienta el prurito de contarlos, de rectificar errores, y de poner cada cosa y cada persona en su lugar. En Guerra hablaban aquella noche el orgullo del testigo que sabe lo que los oyentes ignoran, el amor propio del narrador bien informado, y el coraje del revolucionario sin éxito.

Atención.

-Mira tú, querida, yo te aseguro que el general Araña estaba comprometido, aunque con reservas. Un amigo suyo, paisano, fue a nuestras reuniones de la calle de la Estrella y de la calle de la Fe, y nos dijo: «Señores, si el general Araña, al estallar el movimiento, se presentara ¿qué harían ustedes?» A lo que respondió Campón: «Pues nos pondríamos todos a —23→ sus órdenes». A pesar de este ofrecimiento, no contábamos con el general Araña, ni con el general Socorro, a no ser que desde el primer momento tuviéramos asegurado un triunfo indiscutible.

Pues verás otra cosa. Los periódicos censuran el movimiento por descabellado, fíjate bien, y dan por cierto que lo realizaron los ochenta hombres a caballo de Simancas y las dos compañías de infantería de Cerinola. Lo que hay es que estos infelices fueron los únicos que tuvieron arranque para cumplir lo pactado. Yo te aseguro, como si lo hubiera visto, que en un patio del cuartel de la Montaña estuvo formado el batallón de Andujar. Los sargentos y los oficiales nuestros lo habían arreglado bien; pero... lo que pasa en estos casos... entra el coronel, y ya tienes perdida toda la fuerza moral de los sargentos. «¿Qué es esto, voto al rayo?» «Nada, mi coronel, que supimos que había jarana, y estábamos preparando a los chicos para salir a sostener el orden». (Estupefacción de Dulce.) Pues verás otra mejor. En los Docks, teníamos conquistada la artillería. ¿Recuerdas que, cuando vivíamos en la calle de San Marcos, fue un domingo por la tarde a casa un muchacho, militar, y al otro día otro? A ti te chocó que habláramos solos más de una hora, y te enojaste porque no te quise decir de qué habíamos hablado. Pues eran sargentos de artillería. Yo les trabajé lo mejor que pude. Otros había que de meses atrás venían catequizados por amigos nuestros. Me consta que desde las diez, los sargentos habían hecho vestir a los chicos, y les tenían acostados en sus camas, bien tapaditos con las mantas, esperando la hora. Pero... la de siempre, hija mía, resultó lo mismo —24→ que en la Montaña, los oficiales se impusieron, y allí no se movió nadie.

-Pero dime -le preguntó Dulce-, ¿estabas tú en todas partes para saber lo que en todas partes pasaba?

-Lo que yo cuento a ustedes, señores -dijo Guerra con solemnidad, desvariando-, es el Evangelio... Perdona, hija, creí que hablaba con... aquellos. ¡Cómo me echarán de menos esta noche... y qué de mentiras se contarán en el corrillo!

Dio un gran suspiro, para volver de nuevo a su febril y desordenada relación del suceso.

IV

¿Que dónde estaba yo? ¡Caramba! En donde estar debía... Por la tarde, en la redacción de ElPalenque; al anochecer, conferenciando con Montero, el cual me dijo que necesitaba redoblar su audacia para sacar las tropas de San Gil, porque ayer mismo le dejó el Gobierno de reemplazo. La suerte suya... ahora bien podré decir la desgracia... pues la suerte suya fue que, no habiéndose corrido ayer las órdenes para quitarle el mando, podía entrar en el cuartel cuando quisiera. A las siete comimos en el café de Nápoles; Montero no tomó más que media chuleta de cerdo y una botella de vino, sin probar el pan. Yo, que no pierdo el apetito en ninguna ocasión, comí bien, y luego tomamos un coche de alquiler para ir a avistarnos con Campón, que vive en la calle de Silva. Le encontramos dispuesto a salir, risueño y con esperanzas. Vestía de paisano, llevando el fajín de brigadier tapado con el chaleco, y nos dijo que pensaba ir al —25→ café de Aragón, donde tenía la tertulia, para que su ausencia no despertara sospechas. En la reunión que tuvimos por la mañana, se había determinado que las tropas de San Gil y las de la Montaña atravesarían por Madrid en dirección a los Docks. Allí se unirían los artilleros, y... ¿Qué? ¿Te parece descabellado este plan? (Dulce no decía nada.) A mí también me lo pareció. Reunirse en Atocha, para subir luego a dar el ataque a las tropas monárquicas, o esperarlas en aquella hondonada, parecíame a mí una gran pifia. Pero no me atreví a contradecir a los militares. Campón nos dijo: «En cuanto yo me entere de que los de San Gil se han echado... y todo Madrid ha de saberlo al instante, porque la noticia correrá como un relámpago... me despido de mis amigos del café, como que voy a curiosear, y me bajo tan tranquilo por mi calle de Atocha. En la estación tomaré el mando, si no se presenta el amigo Araña, como algunos creen, y yo también». Sobre esto bromeamos un instante. «Usted cuídese de que todo vaya bien, y entonces tendremos general Araña y cuantos generales queramos. Pero si se nos tuerce, créame usted, querido Campón, que nos harán fu, llamándonos la hidra demagógica y la ola revolucionaria... Bajábamos los tres, y en la escalera encontramos a Díaz del Cerro. Hablamos brevemente los cuatro, y acordamos no salir juntos. Montero y yo salimos los primeros, y allá se quedaron los otros dos, que, según supe después, trataron de lo que debían hacer los paisanos armados... ya puedes figurártelo... pues situarse en las inmediaciones de los Docks, para impedir a los jefes de artillería llegar al cuartel.

—26→

-Me parece -dijo Dulce- que hablas demasiado, y que te excitas, hijo mío, te encandilas más de lo conveniente. Lo que queda me lo contaras otra noche.

-Cómo quieras; pero cuando uno ha tomado parte en hechos tan graves, cuando tiene uno la verdad metida en la mollera, como algo que le congestiona, o revienta o ha de vaciarla. Esto no lo contaría yo a nadie más que a ti, porque sé que no has de venderme.

-Lo demás me lo figuro. Que fuisteis Montero y tú a sacar a los de San Gil...

-¿Ves, ves como adulteras los hechos? (Exaltándose.) Eres como la prensa, que toma las cosas a bulto... y así traen los periódicos cada buñuelo...! Yo no fui a San Gil, porque no tenía para qué. No quiero atribuirme glorias que no me corresponden... ¿A qué sostienes que fui a San Gil...?

-No, hombre -replicó Dulce, dando a entender en el tono y en la sonrisa que el hecho en cuestión carecía de importancia-; si yo no sostengo nada. Ten por cierto que cuando se escriba la historia de esta tracamundana... pues yo creo que algún desocupado ha de escribirla... no te han de nombrar para nada. Que fueras tú a San Gil o no fueras, lo mismo da.

-Convengo en que no han de nombrarme. Mejor. Pero conste que Montero se separó de mí en la Plaza del Callao para ir a San Gil, a eso de las ocho y media. Fui entonces en busca de Gallo, que ya estaba esperándome en la puerta de la redacción, y...

-¿Quién es ese? ¿El rubito, de anteojos, ese que habla tanto y todo lo encuentra fácil?

-Gran corazón, muchacho excelente: Si hubiera —27→ muchos Gallos como éste, otro gallo nos cantara... Pues nos fuimos hacia el Prado... hacia el Prado, fíjate bien. Conste que no estuve en San Gil, y que si sé lo ocurrido allí, fue porque me lo contó Montero en cuatro palabras, cuando le llevamos a la calle del Peñón para esconderle, porque se estropeó un pie y no pudo seguir a los compañeros... ¿Ves? Tampoco sabías este detalle. ¡Si te digo que no se puede juzgar un caso como el de anoche sin estar en todos los pormenores!...

Dulce sonreía, fijando más los ojos en su costura que en la expresiva cara del historiador, el cual daba lumbre y vida al relato con la animación fulgurante de su cara.

«Pues al Prado fuimos Gallo y yo, y allí nos encontramos a otros. Cuidando de no formar grupos numerosos, nos dividimos en parejas. Paseo arriba, paseo abajo, acechábamos a una y otra parte. Ojo a la Carrera de San Jerónimo y a la calle de Atocha, pues por una o por otra habían de aparecer los de San Gil. Ojo a los Docks, y más que ojo, oído por si algún rebullicio sonaba allí. Pero no puedes figurarte qué silencio tan dormilón envolvía el condenado cuartel. Yo me desesperaba, y empecé a recelar que los artilleros se llamaban Andana. También nos corrimos del lado de la Ronda de Embajadores, para comunicarnos con otros paisanos, que debían soliviantar los barrios del Sur en cuanto el movimiento estallase... Pues señor, en una de aquellas vueltas, cuando Gallo y yo nos replegábamos hacia acá, sentimos un rum rum hacia la Carrera de San Jerónimo. Era como el viento que precede a la lluvia, un no sé qué, chica, un —28→ hálito... «Ya están ahí». ¡Qué emoción! Pocas veces he tenido una alegría semejante... ¡Ay de mí! En efecto, el tumulto bajaba hacia el Prado, y nosotros, con un instinto de organización adquirido por la fuerza de las circunstancias, corrimos a prevenir a los de los Docks. «Los artilleros no se mueven -me dijo Gallo-, hasta que no vean llegar la caballería y la infantería. No hay tal traición; es que esta primera piedra es muy pesada de tirar. Verás cómo ahora salen...» Pues señor, llegamos... ¿No lo dije? La puerta del cuartel cerrada a piedra y barro. Gallo, con un coraje que le envidié y le envidio, aplicó la boca al agujero de la llave y gritó: «¡Gaspar, Gaspar!» Este Gaspar es un sargento machucho, a quien habíamos metido de hoz y de coz en la conspiración, muy amigote de Gallo, hombre bien dispuesto para todo, pero que...

-No sigas -dijo Dulce-. Me figuro el resto. Ni la puerta se abrió, ni ese Gaspar respondió desde dentro.

-¿Qué había de responder?... Sordo como un cañón... Llegó Montero con los de San Gil, y como si nada... Yo fui el primero que perdí las ilusiones de contar con la artillería. Campón, que ya se había presentado, llamó también a la puerta; pero los de dentro le hicieron el mismo caso que a Gallo y a mí. Empieza el desaliento... el barullo... el pánico... «A la estación, a la estación». El uno gruñe, el otro jura, éste bufa, trinan muchos... Aún esperaba alguien que los artilleros salieran a unirse con los caballos de Simancas y la infantería de Cerinola. ¡Qué inocencia! La revolución era ya un verdadero adefesio. Tú dirás que a qué iban los sublevados a la estación. Te lo explicaré, —29→ te lo explicaré, para que concuerdes conmigo en que plan más disparatado no podía imaginarse. ¿Quién de los que me escuchan se atreverá a sostener que en el plan había siquiera asomos de sentido común?

Dulce le miró alarmada, porque en aquel punto el narrador llevaba trazas de trastornarse. Movía los pies entre las sábanas, como si quisiera pasearse por ellas. Se embriagaba con el vapor dramático que de los hechos referidos se desprendía, y como si alguien sostuviese delante de él que el plan era un modelo de habilidad estratégica, se enardeció más, sosteniendo y recalcando su acerbo juicio.

Al que me defienda el plan -añadió-, le declaro caballería. Fíjate tú bien para que juzgues, porque, sin entender de estas cosas, tienes bastante buen sentido para apreciarlas. «Contamos, decían ellos, con tales y cuales regimientos de Madrid y tales y cuales de Alcalá. En Madrid damos la batalla al Gobierno, y si la perdemos, trincamos el tren en Atocha para trasladarnos a Alcalá, donde nos reuniremos con los sublevados de allí para volver juntos sobre Madrid». Esto es desconocer la influencia decisiva de la fuerza moral en los casos de sedición. Derrotados aquí, no había que contar con apoyo en ninguna parte. En estos casos, todo lo que no se haga en un momento y por sorpresa, con esa improvisación de la temeridad y del fanatismo, es trabajo perdido. La sublevación militar, o triunfa en media hora apoderándose de los centros de autoridad, o en media hora se deshace. ¡Ay! Creíamos tener una bandera entre las manos, y nos encontramos con que sólo teníamos un estropajo.

—30→

Dulce convino en ello sin ningún esfuerzo, insistiendo en que, pues la intentona había fracasado, a nada conducía devanarse los sesos por si las cosas pasaron de este o del otro modo. ¡Ay! La pobre Dulce, mujer sencilla y casera, no comprendía el interés de la Historia, la filosofía de los hechos graves que afectan a la colectividad, interés a que no puede sustraérse el hombre de estudio, máxime si ha intervenido en tales hechos. Dulce creía que era más importante para la humanidad repasar con esmero una pieza de ropa, o freír bien una tortilla, que averiguar las causas determinantes de los éxitos y fracasos en la labor instintiva y fatal de la colectividad por mejorar modificándose. Y bien mirado el asunto, las ideas de Guerra sobre la supremacía de la Historia no excluían las de Dulce sobre la importancia de las menudencias domésticas, pues todo es necesario; de unas y otras cosas se forma la armonía total, y aún no sabemos si lo que parece pequeño tiene por finalidad lo que parece grande, o al revés. La humanidad no sabe aún qué es lo que precede ni qué es lo que sigue, cuáles fuerzas engendran y cuáles conciben. Rompecabezas inmenso: ¿el pan se amasa para las revoluciones o por ellas?

V

«Pues como te decía -continuó Guerra-, el pobre Campón, viendo que los de los Docks no daban lumbre determinó marchar a Alcalá a por almendras, como decía un soldado de Cerinola que con instinto seguro veía claro el fracaso y la desbandada. Los paisanos ¿qué hacíamos? ¿No te lo dije ya? Impedir que los —31→ oficiales de artillería acudieran al cuartel. -Temíamos que los cañones que no quisieron salir para ayudarnos, salieran para ametrallar a los sublevados antes de coger el tren. Yo no bajé a la estación. ¿A santo de qué? Gallo y Mediavilla lleváronme hacia donde estuvo la fuente de la Alcachofa, a punto que veíamos las tropas descender en tropel hacia el ferrocarril. Cuando llegamos, un grupo detenía a un jefe de alta graduación. Me parece que le estoy viendo: no muy alto, moreno, bigote negro, perilla entrecana, uniforme de artillería. Paréceme que veo aún las granadas de oro bordadas en el cuello. Atrás... ¡Que sí, que no! Diga usted viva la República... que no... Canallas... pim, pam... fuera... Hombre al suelo... boca abajo.

-¿Tú...? -preguntó Dulce sin atreverse a formular redondamente la interrogación.

-¿Yo? No sé decir que sí ni que no. Admitamos que sí... Recuerdo haber hecho fuego con un revólver que pusieron en mi mano... El delirio en que estábamos no nos permitía ver la atrocidad del hecho. Eramos los menos ocho contra aquel hombre que no llevaba más arma que su espada. Pero las luchas civiles, las guerras políticas ofrecen estos desastres, que no pueden apreciarse aisladamente. El pueblo se engrandece o se degrada a los ojos de la Historia según las circunstancias. Antes de empezar, nunca sabe si va a ser pueblo o populacho. De un solo material, la colectividad, movida de una pasión o de una idea, salen heroicidades cuando menos se piensa, o las más viles acciones. Las consecuencias y los tiempos bautizan los hechos haciéndolos infames o sublimes. Rara vez se invoca el cristianismo ni el sentimiento humano. —32→ Si los tiempos dicen interés nacional, la fecha es bendita y se llama Dos de Mayo. ¿Qué importa reventar a un francés en medio de la calle? ¿Qué importa que agonice pataleando, lejos de su patria y de los suyos?... Si los tiempos dicen política, guerra civil, la fecha será maldita y se llama 19 de Septiembre. Considera que, en el fondo, todo es lo mismo. No quiero decir que yo disculpe... Acaso puedo decir que fuera yo. Mi conciencia oscila... Realmente, no fui yo solo, y aunque lo hubiera sido... Aun ahora, no me doy cuenta de cómo fue. Yo estaba ciego de coraje... El toro huido, derrotado por su semejante, arremete con furia contra lo primero que encuentra... Un vértigo de sangre, de odio, de venganza, me sobrecogía.. Lo peor fue que entre aquel chaparrón de disparos contra un solo hombre, una bala del revólver de Mediavilla me atravesó al antebrazo... Creo que ni siquiera entendí que estaba herido hasta mucho tiempo después, al sentir escozor y la humedad de la sangre que me corría por la muñeca. No me hacía cargo del tiempo que transcurría, ni de la hora... Noche obscura, cortísima... Recuerdo de una manera confusa que Mediavilla me dijo que debíamos huir y ocultarnos, que somos todos unos grandes majaderos, y que el mayor disparate que podía haber hecho Campón era empaquetarse en un tren... Hacia la Ronda de Embajadores, nos encontramos a Montero, que se había estropeado un pie, y se retiraba con Zapatero y otros, para esconderse en una casa de la calle del Peñón. Faltaba, pues, el hombre arrojado, el loco de la sublevación, y ya tú has reconocido que estos actos de temeridad no se realizan sino por la iniciativa de un demente. —33→ ¡Lo mismo que la broma de sacar las tropas de San Gil!... Te lo contaré tal como lo oí, de boca del mismo Montero, cuando le llevábamos cojeando... cojeando él, digo... ¡Hombre de más temple!... Tan exaltado estaba, que no podíamos conseguir que hablase bajito. Pues fue un acto de esos que se llaman insensatos cuando salen mal, y heroicos cuando salen bien. Figúrate que, hallándose la tropa en las cuadras, y no pudiendo salir por la puerta...

-Salió por la ventana.

-Por la ventana, no; por un boquete que abrieron precipitadamente, horadando el muro que da al patio. De este modo evitó Montero que el coronel y los oficiales contuviesen a los soldados. Figúrate: la oficialidad les encerraba... el coronel, avisado del peligro, llegaría por momentos. Ganando minutos, fue abierto el boquete, y se precipitaron en el patio, y de aquí a la calle, antes de que los jefes pudieran evitarlo. Esto se llama empuje. Con muchos como este Monterito, pronto dábamos cuenta de toda la farsa legal. Pero no son todos así. ¿Ves al Mediavilla que tanto charla, y se quiere comer las instituciones crudas? Pues no vale para nada. Mucha fe, mucho optimismo, cándida confianza en los demás, y la falsa idea de que todos van de buena fe como él. Habla, proyecta, divaga, delira... y después nada. Cuando pierde las ilusiones, cae como en un pozo, y echa la culpa a la casualidad. De estos hay muchos, casi todos... ¡Ah, qué prueba esta, y cómo nos abre los ojos! ¡Cuánta ineptitud, cuánta miseria y qué desproporción entre las ideas y los hombres!

Creyendo que debía poner término a la charla febril —34→ de su hombre, levantose Dulce y entre abrazos y caricias le pidió por todos los santos del cielo que procurara tranquilizarse. Pero como no había llegado el agotamiento de la fuerza espasmódica, Ángel se rebelaba contra su cariñosa amiga, y en vez de aquietarse, la emprendió con los apocados y traidores que no habían querido pronunciarse, y les amenazó y vituperó tan a lo vivo cual si se hallaran presentes. Poco después, incorporándose, abiertos los ojos, hablaba y gesticulaba cual si estuviera soñando. «Señor coronel -decía-, aquí no hay más honor que el de la República. Envaine usted esa espada, o le levantamos la tapa de los sesos». Y después: «Mírale, mírale en el suelo, los ojos en blanco, la boca fruncida... Aprieta los dientes, como si tuviera entre ellos a uno de nosotros. La maldición que echó al caer se le ha quedado entre los labios negros, media palabra dentro, medía palabra fuera... ¡Llamarnos canallas! Servimos a la patria, y si matamos, también nos exponemos a que nos maten. Millares de hombres como nosotros han perecido por capricho de tu amo... Nosotros no reconocemos más amo que la idea... ¿Qué querías tú? ¿Sacar los cañoncitos del cuartel para ametrallarnos? Fastídiate, muérete... no vayas diciendo a la muy puto1 de la Historia que te hemos asesinado. Grita lo que gritamos nosotros, y te haremos ministro de la Guerra...»

Sosegábase un poco, cerrando los ojos como si se aletargara, y de improviso despertaba inquieto, azoradísimo; se inclinaba sobre un costado, alargando el cuello como para buscar en el suelo algo que se le hubiera caído, y con voz descompuesta decía: «Dulce, —35→ por Dios, hazme el favor de quitar de ahí ese cadáver».

-¿Qué cadáver? Pero tú estás soñando... Despierta.

-¿No lo ves tú...? El de las granadas en el cuello. La cabeza no la veo, porque cae debajo de la cama; veo el cuello con las granadas, el cuerpo de paño azul, y luego las piernas, las piernas larguísimas con franjas rojas, y los pies con espuelas, que caen junto a la puerta de cristales. Arrástralo. Me incomoda, me pone triste. No es que yo le tenga miedo. Yo no lo maté, ¡caramba! Fuimos varios, muchos; y no es justo que siendo de todos la culpa, el cadáver se meta en mi casa. Yo, si pudiera, te lo digo con sinceridad, si pudiera devolverle la vida, se la devolvería. No gusto de matar a nadie, ni al abejón que tanto me mortificaba... (Volviendo a mirar al suelo yasombrandose de no encontrar lo que creía.) Pero ya no está. Le has arrastrado fuera, tirando de los pies... ¡Ay! hija, no hemos adelantado nada con sacarle de aquí. Ya le siento en la sala; ha remontado el vuelo, y zumba chocando en las paredes y dándose testarazos contra el techo. Mira, mira lo que tienes que hacer: coges una toalla o una chambra o un pañuelo grande, y lo agarras por un extremo... También puedes emplear una zapatilla. No hay arma más terrible. Con ella aplastaremos otro día a todos los coroneles monárquicos que se nos pongan por delante... Pues te preparas bien, el arma levantada, hasta que veas que el cadáver se posa; te vas acercando poquito a poco sin respirar, y cuando estés a tiro ¡fuego! le descargas el golpe, y verás cómo no le valen ni las granadas que lleva en el pescuezo ni las espuelas que lleva en los pies.

—36→

Por fin tuvo Dulce que hacer la comedia de perseguir al abejón, dando zapatazos en las paredes, hasta que en una de éstas figuró haber alcanzado la victoria, y que el enemigo pataleaba en el suelo, con espuelas y todo. No se dio por convencido Guerra, y poco después murmuraba: «Verás, verás tú cómo resucita... Sus labios fruncidos, sus ojos echando chispas, la perilla negra con puntas blancas, la mano nerviosa empuñando la espada andan por dentro de mis ojos, y cuanto más los cierro, más veo... Supongo que a estas horas Campón habrá pegado fuego a media España. ¿Qué piensas tú? Tonta, no te interesas por estas cosas tan graves. Ni siquiera se te ha ocurrido traerme los periódicos de la noche.

-Los periódicos de la noche dicen que no ha pasado nada.

-Nada, nada. Un poco de ese bálsamo consolador, la nada, me vendría bien ahora, el santo sueño que nos da los consuelos de una muerte temporal. ¿Crees tú que no descanso yo porque no quiero? Mientras las ideas están despiertas y sublevadas dentro del cerebro, no hay que pensar en dormir. Si ellas se durmieran o se echaran a la calle, descansaría yo. Pero verás tú cómo no se van las muy perras. Sería cosa de echarlas... ¿sabes cómo? Metiendo en el cerebro un sinfín de números. Las ideas son enemigas de los números, y en cuanto los ven salen pitando.

-Eso es -dijo Dulce con esperanza-. Ponte a contar hasta una cifra muy alta, y verás cómo te duermes. Yo lo he probado. También es bueno rezar.

-Yo no rezo. Se me han olvidado las oraciones todas. Mejor será meter guarismos... Vengan cantidades. —37→ Busquemos el número de reales que tienen once onzas y media... Andando. En cuanto empiece a multiplicar, será como si me rociara los sesos con ácido fénico: Las cucarachas, o sean las ideas, saldrán de estampía y me dejarán en paz.

VI

Hasta hora muy avanzada de la noche duró esta fatigosa lucha; pero la fiebre remitió al fin, y Guerra pudo descansar. No así Dulce, a quien el trastorno moral, más que el estado físico de su amante, ponía en grandísima inquietud, robándole en absoluto el sueño. Ya le veía perseguido por la policía y embarcado para Filipinas en rueda de presos; ya se imaginaba que era condenado a muerte y fusilado junto a las tapias del Retiro, como los sargentos del 66, hecatombe que había oído referir al propio Ángel. Toda la mañana se la pasó en estas cavilaciones, junto al lecho del herido, observándolo y poniendo especial atención en su manera de respirar; y no parecía sino que las ideas expulsadas del cerebro del revolucionario desengañado se habían pasado al de ella, porque despierta, y bien despierta, no veía más que fusilamientos, sangre, y escenas de destrucción y venganza, el castigo y las represalias del pronunciamiento vencido. Tales imágenes, encendiendo en su mente recelos mil, y desconfianza y temor, tuviéronla desvelada hasta el romper del día, hora en que silenciosamente, para no molestar a Guerra, que dormía, se recostó vestida en el lecho, y se durmió también.

—38→

Avanzado el día, despertaron ambos, y se saludaron pon gozo y cariño, como si no se hubieran visto en mucho tiempo. En la voz, en la animación de su cara revelaba el enfermo que iba mejorando y que el sueño había reparado en gran parte su debilidad. Casi limpio de fiebre, quería levantarse, lo primero que hizo fue tomar un buen desayuno, y curarse el brazo. Mandó a Dulce a la botica por una disolución fenicada, y lavando con ella la herida para evitar la supuración, se volvió a poner el aglutinante. Dulce le hizo cabestrillo con un pañuelo de seda; y después de mucho discutir, convinieron en que no debía levantarse, porque la enorme pérdida de sangre le tenía extenuadísimo, como lo demostraba la blancura mate de su rostro, haciendo resaltar la barba y cabello, que parecían más negros por el vivo contraste.

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto: de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura —39→ bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Aquel día, la fuerte impresión de desengaño que había en su alma, le llevó, por ley de compensación espiritual, a fomentar y estimular el sentimiento, método inconsciente de consolarse en los fracasos del amor propio. Como sucede siempre, el alma, combatiente rechazado en una empresa de la vida pública, buscaba el desquite de su derrota en la ternura y alegría de la privada, por lo cual Ángel Guerra se recreó todo aquel día en Dulce, en ponderar su mérito y en congratularse de poseerla. No cesaba de echarle requiebros ni de manifestarle su amor de la manera más hiperbólica.

-Ya sé yo por qué te da tan fuerte -le dijo ella. Me quieres tanto más cuanto más desgraciado eres en lo que emprendes lejos de mí. Debo alegrarme de que las revoluciones salgan mal, y del que eso que llaman la cosa pública te ponga la cara fea, para que te guste más la mía. Yo, como no tengo nada que ver con la cosa pública ni me importa, te quiero y te querré siempre lo mismo.

-Bendita sea tu boca -replicó Guerra con calor-. A veces pienso que debo tenerme por muy feliz con poseerte. El día que te pesqué fue sin duda el más afortunado de mi vida.

-No exageres, no exageres -decía ella, tomándolo a broma-. Tengo miedo a tu impresionabilidad.

-No hay exageración. Eres tan modesta, que aún no te has enterado de lo mucho que vales. ¿Quieres —40→ que te lo diga? A ti se te pueden echar flores sin tasa, porque no tienes vanidad... hasta eso. Crees que eres como todas, y no hay ninguna como tú, al menos yo no he conocido a ninguna.

-No te fíes, no te fíes. (Tomándolo a broma).

-Me fío, y me fiaré. Quiero cegarme contigo. Si me salieras mala, creería que todo el orden del Universo se había alterado.

-¡Ave María Purísima! No hay que correrse tanto en la confianza, no valgo yo lo que tú crees. Lo que hay es que me ha dado por quererte... debilidad... el sino con que nacemos. Y tan segura estoy de no poder querer a ningún otro hombre, que le pido a Dios que me muera yo primero que tú. Así estoy más descansada, porque si tú te murieras, quedándome yo, viva... me faltaría razón para vivir.

Guerra tuvo que callarse, conmovido y meditabundo: Un año hacía que vivía con aquella mujer, tiempo quizá bastante para apreciar la firmeza de su cariño y su adhesión incondicional, probada de mil modos decisivos, de esos que no dejan lugar a ninguna duda. En aquel año, los dos amantes habían sufrido adversidades, por motivos que más adelante se dirán, y en los días adversos, Dulce fue siempre la misma que en los prósperos. Igualdad de ánimo más perfecta no se vio nunca, ni conformidad más santa con las cosas de la vida, vinieran como viniesen. Para ella no había más familia ni más mundo que él, fenómeno inaudito, no hallándose unida la pareja por el lazo matrimonial. Algún malicioso que observara la paz envidiable de aquella casa y la fidelidad sin par de Dulce, podría creer que el comportamiento de ésta —41→ obedecía al cálculo más que al amor, como un plan habilidoso para conseguir que Guerra se decidiera a casarse. Pero quien tal creyese no acertaría, porque si bien es cierto que al principio de aquel vivir ilegal, Dulce tuvo aspiraciones matrimoñescas, estas ideas se borraron pronto de su mente, y rarísima vez se acordaba de que hay bodas en el mundo. Las ideas revolucionarias de Guerra sobre este particular se habían ido infiltrando en ella, y el trajín de la vida, siempre llena de ocupaciones, no le dejaba tiempo para pensar en lo que aquella situación tenía de anómalo. Que Ángel estuviese contento, que fueran de su gusto las comidas que ella le hacía, que no se recogiera tarde, que tuviese salud, y guardase a su mujer postiza los miramientos y la fidelidad que ella se merecía, era lo que privaba en su mente. La verdad es que si Guerra vivía contento de su compañera, ésta no se hallaba menos satisfecha de él.

Los días que siguieron al del fracaso de la revolución, hallándose Guerra imposibilitado de salir, a causa de su herida y del miedo a los polizontes, hubo instantes placenteros, horas de común alegría. Pasaba él algunos ratos leyendo, y la reclusión llegó a serle grata. El desengaño de las cosas políticas labraba surco profundo en su alma, que se sentía corregida de ilusiones falaces. Solía coger a Dulce por la cintura, sentarla a su lado, hacerle mil caricias, diciéndole: «Mientras te tenga a ti, ¿qué me importa que al país se lo lleven los demonios? Bien mirado, es tontería apurarse por esa entidad obscura y vaga que llamamos el país y que no se cuida de los que se sacrifican por él».

—42→

El temor a las indagaciones policiacas fue disipándose cuando pasaron algunos días, y Guerra hablaba con desprecio de la autoridad gubernativa, pero haciendo propósito de no mostrarse de día en la calle durante algún tiempo. Comunicación con sus amigos y compinches de jarana no la tuvo entonces, y su fanatismo se había enfriado tanto, que apenas se inquietaba por la suerte de sus cómplices. A veces decía: «¿Qué habrá sido de Mediavilla? ¿En dónde se habrá metido el bueno de Gallo? Sin duda estará ya en Portugal o en Francia». Con mayor interés siguió las peripecias de la captura, encierro y procesamiento del desdichado Campón; y al pensar en el trágico fin que a tener iba su aventura, clamaba contra la ordenanza histórica, estableciendo amargas comparaciones entre el diverso término de las rebeldías militares, pues las hay en nuestra historia, para todos los gustos, algunas castigadas, premiadas las otras, y con el premio gordo por añadidura. Pensamientos de un orden muy distinto le intranquilizaban a ratos, turbando la placidez soñolienta de su encierro. Siempre que nombraba a su madre, tanto él como Dulce sentían que su espíritu se nublaba, porque la tal señora era severísima con su hijo, y muy contraria a la manera de proceder de éste, así en el terreno público como en el privado. Dulce, por su parte, no ignoraba la antipatía ardiente que inspiraba a su suegra, la cual, sin conocerla, hacíala responsable de todos los extravíos de Ángel.

-Deseo ver a mi madre -dijo éste sombríamente, y me aterra la idea de presentarme a ella. Tardaré todo lo que pueda en ir allá, para que el tiempo —43→ desgaste su enojo. Iré preparando lo que he de decirle, y las razones con que debo disculparme.

-Tu mamá -indicó Dulce, que sabía por referencias el genio que gastaba la buena señora-, cuando te presentes a ella, te tirará a la cabeza lo primero que tenga a mano, y te maldecirá, como acostumbra, desahogando su ira conmigo, a quien tiene por la más mala mujer del mundo, causa de tu perdición y de la perdición de todo el linaje humano... Pero como quiera que sea, allá tienes que ir, y vete aprendiendo la lección.

VII