Anotaciones para una teoría del fracaso - Gabriel Bernal Granados - E-Book

Anotaciones para una teoría del fracaso E-Book

Gabriel Bernal Granados

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Beschreibung

La figura del fracaso es el tema central de este título. El autor va relacionando la imagen del naufragio con una reflexión acerca del destino para comprender el devenir de la literatura a través de los siglos XIX y XX y descubrir el momento en que la modernidad perdió la conjunción de la palabra y la imagen. Los ensayos presentados hablan de la vida y obra de escritores -Mallarmé, Melville, Michon y Borges- y pintores -Cézanne, Degas, Friedrich, Eakins, van Gogh, Schiele, Spencer, Freud y Audirac- que parecen no dejar de comunicarse en estos siglos que nos preceden.

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SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

ANOTACIONES PARA UNA TEORÍA DEL FRACASO

GABRIEL BERNAL GRANADOS

Anotacionespara una teoría del fracaso

Primera edición, 2016 Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3662-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A Ana Rosa, Bonnie y Zoe

Índice

Agradecimientos

Prefacio

Donde la Nada se honra

Retrato de Achille

Degas — 9 lámparas

Un hombre arruinado

El hundimiento del Pequod

Eakins

Los jugadores de ajedrez

Los jugadores de cartas

Café de noche

Egon — la conciencia de sus manos

Stanley Spencer

Retrato de un hombre

Fábula de Polifemo y Galatea

Los caminos llevan a Roma

Poetas apóstatas

Come en casa Borges

Anémonas en espejo negro

Agradecimientos

Primeras versiones de los ensayos que conforman este libro se publicaron en suplementos y revistas: Laberinto de Milenio —donde mensualmente se fue publicando parte de estas Anotaciones—; Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla; Mandorla: Nueva Escritura de las Américas; Biblioteca de México; Confabulario de El Universal, La Palanca. Quiero reconocer en sus directores y editores la hospitalidad que contribuyó a ir afinando, con el paso del tiempo, la expresión de mis ideas: José Luis Martínez S., Armando Pinto, Roberto Tejada, Eduardo Lizalde, Julio Aguilar, Geney Beltrán Félix y Diego José. Quiero agradecer especialmente a Tomás Granados Salinas: su generosidad y su inteligencia han hecho posible la consolidación de este proyecto.

Prefacio

A lo largo de su obra, Stéphane Mallarmé meditó sobre el fracaso. En su famoso poema Un golpe de dados, Mallarmé equiparó la figura del fracaso a la de un naufragio. Probablemente la imagen la tomó de Poe, quien había imaginado a un testigo y sobreviviente de un naufragio en “Descenso al Mäelstrom” y en la Narración de Arthur Gordon Pym. A su vez, Poe habría encontrado la imagen en el poema narrativo de Coleridge “The Rime of the Ancient Mariner”. Lo cierto es que la imagen del naufragio —asociada a la posibilidad del viaje a los confines de la Tierra— estaba presente en el imaginario del arte occidental desde finales del siglo XVIII.

Sobre el fracaso pesa la misma condena que sobre lo no deseado. Es una palabra que produce repugnancia y miedo en igual medida. Todo el mundo teme fracasar. Y sobre los diferentes modos de combatir ese miedo se ha producido una literatura que ha tenido enorme auge en nuestro tiempo: el libro de autoayuda.

En el imaginario de los artistas y escritores de los siglos XIX y XX, la idea de fracaso se tornó una reflexión sobre el arte y los medios de producirlo frente a una sociedad indiferente. Artistas y escritores dejaron de ocupar un lugar central y se convirtieron, por voluntad propia, en entidades marginales.

Los poemas se volvieron autorreflexivos y las historias rondaron con incisiva frecuencia la posibilidad de historiar el fracaso del hombre. El tema es muy antiguo y tiene que ver con la heroicidad de los personajes que han poblado las historias desde los tiempos de Homero. Pienso en una escena de Shakespeare, del Rey Lear. Lear, quien se ha despojado voluntariamente del amor de sus hijas, de la razón y de su reino, se enfrenta, en la soledad de un páramo, a la fuerza incontestable de los elementos. No hay manera de guarecerse cuando el hombre enfrenta su destino y se descubre frágil y finito.

En su teatro, trescientos años más tarde, Beckett retomaría el tema de la soledad y la finitud para llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Su modelo, sin embargo, no sería la noción de res que comporta el teatro shakespeariano, sino la de absurdo que se encuentra en el parlamento de los bufones y los personajes secundarios que aparecen en esas mismas obras.

Los artistas que aparecen en este libro no fueron, en sentido estricto, “artistas fracasados”, aunque las vidas de algunos de ellos, como las de Melville y Cézanne, estuvieron marcadas por la incomprensión de sus contemporáneos. Todos ellos, sin embargo, están vinculados por esa reflexión en común sobre el destino. En Mallarmé, el destino aparece figurado como una embarcación enfrentada a la infinita incógnita del mar. Bajo esa imagen romántica subyacía el correlato de la escritura proyectada sobre el esquema de la página en blanco. Para Mallarmé, las ideas debían representarse a sí mismas en el escenario dramático de la imaginación. La escritura era entonces un medio de propiciar ese teatro mediante su lectura en voz alta.

En pintura, Cézanne ocupa un lugar análogo al de Mallarmé en literatura. Su obra es una reflexión sobre la pintura en el mismo sentido en que la obra de Mallarmé es una reflexión sobre la poesía. Cézanne dedicó los primeros años de su carrera a explorar el tema de la marginalidad del artista. Y el retrato de su amigo Achille Emperaire es uno de los más emotivos y significativos de la primera etapa de su trayectoria.

La misma zozobra marítima que aparece en el poema de Mallarmé, con modulaciones escriturales distintas, se encuentra en Moby Dick, de Melville, y en el cuadro de Caspar David Friedrich, El mar de hielo. En la pintura de Thomas Eakins, la imprescindible dignidad de la derrota, como diría Borges, se traslada al escenario moderno del ring de box, aunque en este caso están involucradas soluciones plásticas sobre la carne y su exposición a las sociedades del espectáculo.

Ya en el siglo XX, Egon Schiele realiza una serie de autorretratos donde la propia sexualidad se vuelve un arma desacralizadora. No se trata solamente de escandalizar al público, sino de violentar los cerrrojos de lo sagrado a través de una suerte de lucidez enferma.

En el pintor Stanley Spencer la carne es un emblema de saciedad terrenal sagrada. El cuerpo, el universo de lo sensual y lo sensorial, existe en la medida en que puede ser celebrado y representado tal como es, sin inhibiciones de ninguna índole.

Lucian Freud, discípulo de Spencer, estudia esa misma carnalidad y la rodea de emblemas que tienen que ver con la finitud y el carácter eminentemente transitorio de la vida y el cuerpo humano; pero también, en un sentido diferente, con la exposición y la corrupción de los ideales morales de las sociedades contemporáneas.

El escritor Pierre Michon, autor de Vidas minúsculas, fusiona ficción y autobiografía en un habitáculo de prosa para enseñarnos que la literatura puede ser el antídoto más eficaz contra el veneno permanente de la vida. En tanto que Borges, a través de un comentario tangencial sobre su vida y su obra, se ha convertido a nuestros ojos en el escritor moderno por antonomasia —reformador del idioma y de los hábitos de nuestra imaginación y pensamiento literarios, a pesar de su conservadurismo a ultranza; escritor disfrazado de lector, protagonista encubierto bajo el disfraz de un mero figurante—.

La noción de fracaso es un detonante para comprender el devenir de la poesía y la literatura en los dos siglos que nos preceden. Pero también es un aliciente para ayudarnos a situar a los artistas y a los escritores en la periferia de un movimiento que carece de centro. Los medios masivos han desplazado a las artes y la literatura del centro que ocuparon en otro tiempo. Los escritores y los artistas plásticos realizan su obra a pesar de los dictados de la moda o de la corriente social imperante. Fracasan, en un sentido paradójico, cuando cumplen con el mandato de su vocación y dicen lo que tienen que decir a pesar de esa falta de equidad, de esa ausencia de reconocimiento o poder. El escritor desconoce la victoria cuando se pronuncia, a pesar incluso de que sus pronunciamientos tengan que ver con momentos históricos delicados o limítrofes, como serían los casos de La tierra baldía de Eliot o Esperando a Godot de Beckett. Y esa forma de fallo, o de errancia, se ha convertido literalmente en una forma de derrota.

La trayectoria que sigue un barco desde que zarpa hasta que llega a su destino se conoce como derrota. Esa etimología se encuentra en el origen del poema de Mallarmé, Un golpe de dados, en el que el poeta se aboca a concatenar imágenes, sonidos y palabras en torno a la posible relación entre el azar y el destino; es decir, entre lo accidental y lo fijo, lo circunstancial y lo eterno. El poema de Mallarmé quedó trunco; sin embargo, una legión de escritores y de artistas que vinieron después, o que escribieron o pintaron antes de la emergencia del poema y la figura de Mallarmé, intuyeron, como él, que la belleza y la vida del hombre oscilan entre esos dos polos inciertos.

[En el principio de la era cristiana, la palabra se opuso a la imagen. Sin embargo, desde los orígenes de la cultura, palabra e imagen han estado ligadas hasta el punto de constituir, en griego y náhuatl por ejemplo, un solo verbo. Mi libro estrecha los vínculos que siempre han existido, en calidad de instancias complementarias, entre la pintura y la literatura. No quise hacer, en ese sentido, un libro sobre pintura ni un libro sobre literatura sino, en todo caso, una crítica de la cultura a través de estos dos prismas. La pintura y la literatura de los siglos XIX y XX se nos aparecen como un continuo que nos permite mirar y comprender, sin dar por ello pie al optimismo, el estado actual de las cosas en ese Occidente, global e imaginario, del que todos formamos una pequeña parte.]

Donde la Nada se honra

1

Al poeta Stéphane Mallarmé (1842-1898) le gustaba velear. En dos fotografías se le ve navegando en el Sena a bordo de su bote de vela. Solo, con la gorra de capitán de barco y el brazo izquierdo dando dirección al timón, o acompañado de su amigo Thadée Natanson (en una foto de 1896, tomada por Julie Manet). Muy poco hace falta para llevar esta afición marítima al ámbito calculado de sombras en que florece su poesía. Así, el mar (la existencia) y la pequeñez del hombre forman una sólida mancuerna en algunos poemas de Mallarmé. Dos cuernos enfrentados sobre una misma superficie: de un lado, la vastedad y, del otro, la insignificancia humana, como queda de manifiesto en dos poemas previos a la elaboración de Un golpe de dados.

El primero de ellos, “Saludo” (“Salut”, 1893, un poema que tradicionalmente abre las antologías de poesía de Mallarmé), reproduce un brindis enseñoreado de símbolos. Donde parece elevar una copa para celebrar el desembarco de un navío, o dirigirse a un grupo de personas como despedida con motivo de un largo viaje, el solo gesto del poeta llama al símbolo, a la evocación metafísica desde la primera sílaba. “Rien, cette écume, vierge vers / À ne désigner que la coupe”. Imaginamos, asociándola al gesto, la mano con los dedos gruesos sosteniendo el vaso, los labios a punto de beber el vino y las sombras de los comensales a quienes dirige el apóstrofe. Pero de esos labios se desprenden palabras de sentido engañoso, sentido que trastoca su propia literalidad, anulándola. “Nada, esta espuma, virgen es / el verso que sólo a la copa / designa”. Nada: ese momento evocado son sólo palabras. La escena se esfuma como por un manotazo y nos devuelve al sentido primero de las palabras, a su nomenclatura vana. Palabras: muladar sonoro, auténtico juego de espejos donde los sentidos se pierden para ser recobrados en los objetos designados. Para mantener el ritmo y la ilusión del metro original francés, en esta versión al español del poema se ha puesto al “verso virgen” como único aliado en la designación de la copa emblemática. Sin embargo, son tres los elementos —la Nada, la espuma y el verso virgen— que disuelven la copa fijando su sentido (¿reminiscencia del cáliz o imagen pura de la perfección?). El poema es un prodigio de síntesis; veladuras inaparentes sobre la superficie misma del poema forman parte de su trama, al tiempo que la ocultan y complican mediante el uso imbricado de símbolos y consonancias. Mallarmé busca la difusión del efecto sobre la preeminencia de la cosa en sí:

Navegamos. Mi sitio es,

Oh diversos amigos, la popa

y es el vuestro la proa que copa

rayos e inviernos. Embriaguez

gozosa ahora me convida

(su cabeceo no intimida)

a hacer de pie el saludo mío,

soledad, estrella, arrecife,

a cuanto valga en este esquife

de nuestra vela el blanco brío.

[Traducción de Ulalume González de León.]

El Poeta, en la concepción poética de Mallarmé, ocupa un lugar secundario. Sentado a la popa del esquife, reproduce con fidelidad la imagen de la primera fotografía citada líneas antes. Este clima triunfal, mórbido, atemperado por la embriaguez y la compañía protectora de los amigos, dista del agotamiento baudeleriano de “Brisa marina” (“Brise marine”, 1865, incluido más tarde en Le Parnasse contemporain, 1866). El primer verso, “La chair est triste, hélas ! Et j’ai lu tous les livres”, ha sido objeto de infinidad de glosas y provocado muchos dolores de cabeza (¿en qué lecho descansa la conexión plausible de la carne, sinónimo de experiencia, y la lección agotada de la biblioteca?). El séptimo y el octavo, “Ô nuits ! Ni la clarté déserte de ma lampe / Sur le vide papier que la blancheur défend”, dieron origen a una mitología literaria que gira en torno de la página en blanco y sus posibilidades como terreno fértil y/o yermo de la creación poética. “Brise marine”, un poema emparentado con “Salut” por la cantidad de motivos que tienen en común, es una reescritura, por así decir, del poema “Invitación al viaje” de Baudelaire y una declaración de principios con respecto a la metáfora del mar y la significación del viaje: promesa de aventura y alejamiento de la tierra de fastidio que tanto permeó en la Francia del siglo XIX.

2

Un pasaje de la “Autobiografía”, como se conoce la carta que Mallarmé le envió a Verlaine con fecha del lunes 16 de noviembre de 1885, es, entre otras cosas, un apunte sobre la naturaleza del mundo contemporáneo, hostil a la actividad y presencia del Poeta. “En el fondo —escribe—, considero la época contemporánea, para el poeta, un interregno en el que no tiene ningún caso involucrarse: está demasiado caduca y en efervescencia preparatoria para que haya que intentar otra cosa que no sea trabajar con misterio en vistas al después o al jamás, y de tiempo en tiempo enviar a los vivos una tarjeta de presentación, estrofas o soneto, para no ser de ninguna manera lapidado cuando se les ocurra suponer que uno nunca se ocupó de su existencia.”

Las palabras de Mallarmé, más que pesimistas, son reservadas. Su forma de vida, profesor de inglés en el Liceo Condorcet de París, anfitrión de las tertulias de los martes en el número 89 de la calle Rome, dueño de una pequeña propiedad en la población de Valvins, a orillas del Sena, poeta y prosista sin aspiraciones “mundanas”, incluso con cierto desdén respecto de la reacción del público frente a su obra, le había hecho inmune a los abismos. Un sentido práctico de las cosas relativas a su oficio —el más alto, y el menos acreditado, que era dado imaginar en aquellos años, la Poesía, del que Mallarmé era hierofante— es la razón de que haya puesto los últimos tres decenios del siglo XIX dentro del paréntesis del interregno. Las líneas que siguen, “trabajar con misterio en vistas al después o al jamás…”, aluden al trabajo de su vida, concebido durante un periodo de crisis, entre 1866 y 1867, y a la reserva que le inspiraba su posible recepción por parte del público. La Obra, “la Gran Obra, como decían los alquimistas, nuestros antepasados”, de la que todos sus poemas y sonetos escritos antes y después, poemas y sonetos que hubieran enaltecido a un poeta con menos ambiciones que Mallarmé, serían tan sólo apostillas, o al menos caprichosas bagatelas depositarias de vislumbres o pálidos destellos de aquel opus inalcanzable.

Gracias a un número considerable de traducciones y estudios críticos, cuya publicación en México se ha intensificado en los últimos diez años,1 sobre los empeños y la poesía de Mallarmé, sabemos que el poeta nunca llegó a realizar su obra soñada, y que el poema conocido en español como “Un golpe” o “Un tiro de dados”2 (1897, revista Cosmopolis y, posteriormente, en la forma en que lo conocemos ahora, 1914, NRF, Gallimard, París) es un estado preparatorio de su proyecto. La palabra “estado” aparece tal cual en el “Prefacio” que redactó Mallarmé para la publicación de su poema en Cosmopolis, no en el sentido de una etapa provisional de algo mucho más grande, sino, acaso, en el mismo sentido que los pintores conceden a los estados preparatorios de un grabado: obras en sí, testigos de un proceso que habrá de culminar en la realización del proyecto, cuando lo que importa no es tanto la realización del proyecto que el artista ha imaginado en su cabeza, sino el desarrollo por etapas de un trabajo que desembocará finalmente en la obra. ¿Qué entendía Mallarmé por la grandeza de su obra? En el texto mismo de la “Autobiografía” había aventurado una respuesta concreta: “Un libro, así de sencillo, en muchos tomos, un libro que sea un libro, arquitectural y premeditado, y no una colección de inspiraciones al azar, por maravillosas que sean… Iré más lejos y diré: el Libro, persuadido de que en el fondo no hay más que uno, el que todos los que han escrito han intentado sin saberlo, incluidos los Genios. La explicación órfica de la Tierra, que constituye el único deber del poeta, y el juego literario por excelencia: porque el propio ritmo del libro en tal caso impersonal y viviente, hasta en su paginación, se yuxtapone a las ecuaciones de ese sueño, u Oda”.

El libro como objeto ritual, desposeído de la polisemia a que orilla la naturaleza misma del lenguaje, es la noción que se pone en juego a lo largo de Un golpe de dados. En uno de los párrafos de la sección titulada “El libro, instrumento espiritual”, que forma parte de Variaciones sobre un tema, Mallarmé discute abiertamente la suerte de fisura que ya por esas fechas (febrero de 1897) atraviesa de extremo a extremo las páginas de su poema. Nada, al parecer, debía quedar sometido al imperio del azar, aunque todo finalmente fuera producto de un azar inexplicable: “Nada de fortuito —dice Mallarmé—, ahí, donde un azar parece captar la idea, el aparato es lo invariante: no juzgar, en consecuencia, estas palabras industriales o referentes a una materialidad: la fabricación del libro, en el conjunto que habrá de expandirse, comienza desde una frase”; esa frase, que da inicio a la cascada del poema, es Un coup de dés. Así fue dispuesta sobre la página: una gruesa mancha tipográfica que apela, en una primera instancia, al sentido de la vista y sugiere la construcción volumétrico-espacial del poema en el tacto del lector; pero llama, en un segundo movimiento, a la entonación que debe regir la lectura. En la segunda lámina del biombo, ya que el pliego se abre y se cierra en dos mitades simultáneas, aparece un término marítimo de connotación, digamos, “negativa”: DESDE EL FONDO DE UN NAUFRAGIO. Silencio y mar, simulados, en un recorrido verbal del todo transparente, lapidario, esta vez con alusiones a la derrota del marino. Si bien es verdad que Un golpe de dados es un poema referido a sí mismo, esto es, un poema en el que abundan las claves sobre el proceso de composición del poema, también es verdad que trata uno de los temas que acompañaron a Mallarmé durante más de treinta años: la zozobra espiritual del poeta en relación con las fuerzas elementales de su entorno. Así como la imposibilidad de trascenderlas.

Presenciamos el despliegue de una obra en el entendido de que la obra no se cumple, sino que se debe a un proceso donde los hilos conectores de la trama se han cortado adrede y donde la postergación es requisito indispensable del nombrar. Es una música literal la que se ciñe a nuestros labios, si obedecemos el mandato del autor de no sólo ver sino de leer el poema en voz alta. A falta de un sentido fijo, la desazón se adueña de nosotros, pero esa extraña colisión que evitan las palabras al agruparse en módulos verbales separados entre sí por espacios en blanco, como si fuesen los planetas de un sistema de muchos soles omitidos por voluntad de un azar que no regula la voluntad del poeta, nos consuela y nos lleva al punto del descenso y la caída: el poema se enaltece y adquiere sentido gracias a la irrupción de una epifanía, siempre y cuando el sentido vislumbrado sea imposible de traducir a una experiencia que no sea la de la lectura del poema en sí. El poema, en efecto, lo abarca todo. O, para decirlo con una exactitud aún mayor que retrate esa experiencia epifánica a la que me he referido: el poema constituye ese vislumbre magnético e hipnótico del todo.

Mallarmé había procurado ese mismo efecto en un soneto anterior, fechado en 1868: el “Soneto en IX”, que desde entonces, por virtud de sus símbolos, ya se prestaba a las alucinantes interpretaciones. El poema constituye una excepción ritual porque, en él, la poesía se propone como una realidad inaprensible: “del salón vacuo de las credencias: conca alguna, / abolida voluta de inanidad sonora, / (porque a la Estigia ha ido el Maestro por llanto / con ese solo objeto que enaltece la Nada)” [de la traducción de Ulalume González de León, que es más literal que la de Octavio Paz, aunque la primera requiera de la segunda para ser comprendida]. El “Soneto en IX” de Mallarmé ha llamado tanto la atención, se le ha traducido a tal diversidad de lenguas y se le ha comentado en tal diversidad de ocasiones, no por lo que dice ni por el aura de ceremonia que lo reviste, sino más bien por todo lo que puede decirse acerca de este guiñol de símbolos que anticipa las ironías aterradoras de Beckett sobre realidades tan hondas y ridículas como la muerte, la enfermedad, la humanidad y el tiempo.

El Maestro del soneto reaparece en una de las páginas sin foliar de Un golpe de dados, convertido en el capitán del barco hundido o por hundirse bajo las aguas quietas del poema,

lejos de antiguos cálculos

en que la maniobra olvidada con la edad

antaño él empuñó el timón

bajo sus plantas

del horizonte unánime

[Traducción de Jaime Moreno Villarreal.]

De fantasear con la figura del Maestro, que nada, por otro lado, lo impide, veríamos en él al Hierofante: el auténtico oficiante de esta misa paródica, la marioneta gobernada por esa otra instancia superior imperceptible —ni Cálculo ni Azar, acaso Dios, donde la Nada existe— que contempla desde lo alto la evolución de las acciones dentro de este teatro de sombras chinescas. Pero el Maestro, como lo hace notar Octavio Paz en su ensayo sobre “El soneto en IX (1868-1968)”, también es el Burgués: dueño de la casa, ausente; y es el Poeta, sinónimo negativo del Héroe. El soneto de Mallarmé, “Soneto nulo y que se refleja a sí mismo en cada una de sus partes”, es una respuesta a los sonetos de Les Fleurs du mal, y en especial es una respuesta a “Le soleil”, que tiene en el combate del poeta con la página en blanco una tenue aproximación a la Obra, el tema de su variación. El soneto de Mallarmé ocurre en una noche sustraída al tiempo; el poema de Baudelaire, en cambio, ocurre en un tiempo y un lugar precisos: la buhardilla parisiense, donde a ratos el poema se entromete en la eclosión del poema:

Por la vieja barriada, donde de las casuchas

Las persianas ocultan las lujurias secretas

Cuando el astro cruel furiosamente hiere

La ciudad y los campos, los techos y sembrados,

Quisiera ejercitarme en mi esgrima fantástica

Husmeando en los rincones azares de la rima

Tropezando en las sílabas, como en el empedrado,

Acaso hallando versos que hace tiempo soñé.

[Traducción de Carlos Martínez Sarrión.]

En verano, el reloj marca las seis de la tarde, es decir, el momento en que el crepúsculo, con lujo de violencia, incendia los tejados y los cristales de las ventanas, haciendo necesaria, y paradójica, la intervención de las cortinas. Baudelaire, acaso, cuando escribía este poema pensaba en las atmósferas tenues descritas por Poe en “Los asesinatos de la calle Morgue”, donde los personajes, Dupin y el narrador mismo, se entregan a los placeres de la lectura y la composición literaria con las ventanas clausuradas para simular una noche profunda en plena luz del día. En el caso de Baudelaire, el poeta es un criminal que esparce los cuerpos de sus víctimas, como el sol sus rayos, sobre las callejuelas de la ciudad vacía. Su oficio es tan clandestino y dramático como secreto y teatral será años más tarde en la concepción de Mallarmé.

En estos dos poemas, el “Soneto en IX” de Mallarmé y “El sol” de Baudelaire, ambos poetas están regidos por el signo del sol —sol nocturno de un lado, y sol crepuscular, mortecino, del otro. No obstante, por su complejidad y reducción del tema, el combate del poeta con la obra, a la dimensión de drama absoluto e irrepresentable, Mallarmé hace parecer a su personaje del Maestro un cuanto ingenuo. Mallarmé ha transfigurado al personaje del Poeta que encuentra el azar de la rima en el empedrado de una calle parisiense en un Burgués, anfitrión de un salón literario que poco a poco se ha ido vaciando, hasta dejar, en el lugar de las presencias materiales de los comensales, objetos, y en el lugar de los objetos, emblemas. El Poeta, en Mallarmé, ha dejado de ser el astro luminoso que no sólo atestigua sino que participa de los crímenes que tienen lugar en la ciudad baudeleriana. Ha convertido al Poeta en una conciencia vacía, desvaneciendo a su personaje de la arena donde se producen los acontecimientos: el ámbito extraño, poblado de signos, que conforma la puntuación del poema mismo.

3

Con Mallarmé, el poema se vuelve terreno fértil para la especulación. Engañosa invitación a su desenvolvimiento en prosa, el poema simbolista, tal como lo entendía Mallarmé, se encuentra cerrado sobre sí mismo. Como carece de sentido último (es decir, de desenlace, en el sentido narrativo del término), se sitúa en la misma órbita de la música y las vibraciones del color en la pintura. Mallarmé, de hecho, tenía en esas dos instancias de arte los modelos que quería fundir en su obra. Esto nos permite definir el poema simbolista como un acto en potencia que habrá de cumplirse, y resignifcarse, en un ámbito diferente del suyo. Sin embargo, por haberse producido en una clave específica y estar sujeto a modificaciones sucesivas, hace pensar en lo contradictorio de la naturaleza del poema simbolista enemigo de la exégesis, pero al mismo tiempo dependiente de ella. No basta con traer a cuento los ensayos y los estudios que se escribieron en vida del autor y después de su muerte hasta nuestros días: el propio poeta, aquí, es el encargado de sembrar y seguir las pistas que conducen al origen, pretérito y futuro, del poema en cuanto constelación de símbolos. A esta pasión por los símbolos y su sentido gregario (toda causa se acompaña de su determinado efecto), se debe que el poeta-autor, el poeta-burgués, el poeta-anfitrión, el Payaso, el Sosias, el Maestro, se convierta también en crítico de su propia obra y, en ocasiones, introduzca dentro del poema elementos que proponen su fisura y su desenvolvimiento en las partes que lo componen. Si el “Soneto en IX” es un ejemplo de poema-cerrado-sobre-sí-mismo, un poema que requiere de un esfuerzo imaginativo considerable para arrojar los fundamentos de su interpretación, Un golpe de dados sería modelo del poema crítico —es decir, el poema que se cuestiona a sí mismo al tiempo que se desenrolla entre los compases tipográficamente marcados de la página en blanco—.

El rumor del mar y el vaivén progresivo de las olas… éstas son las metáforas tradicionales a las que se remite el lector después de haber repasado la superficie del poema. Porque este poema es eso: superficie, para ser recorrida al tacto sonoro de la lectura en voz alta (como ya hemos dicho, Mallarmé pensaba, en el Prefacio de 1897, primero en una partitura, después en los estados sucesivos de un grabado y, finalmente, en una puesta en escena mental). Es una paradoja que un poema pensado visualmente tenga que ser leído al tacto, como si se tratara de una lectura en código braille. El lector, tanto como el autor en el momento de proponer una ruta para la composición del poema, está ciego. Aguarda la iluminación debida a un gesto de la inteligencia, un segmento volcánico de no-pensamiento, una ruptura en el cráneo que permita la irrupción del rayo luminoso de la epifanía. Pero la epifanía no sucede hasta que uno se da cuenta de que todo el poema está arrollado en una sola frase: “Un golpe de dados no abolirá el azar”. Son objetos, emblemas o símbolos los que están plegados en el desarrollo potencial de esta proposición. Mallarmé, al igual que en su “Soneto en IX”, está jugando con la analogicidad de su lenguaje, en busca del efecto poético.

En el retrato pintado por Manet en 1876, Mallarmé aparece “con una actitud y una edad casi inmemorial”. Es cierto: tiene 34 años y la mímica de su cuerpo (sosteniendo entre índice y pulgar de la mano izquierda un puro humeante sobre las páginas de un libro abierto; la otra mano recogida en el pliegue de una de las bolsas de su gabán de color azul marino, muy parecido, por cierto, al que usa Baudelaire en las fotos de Nadar) delatan su estro. Su mirada se pierde en un punto fijo, mas el color castaño de su abundante bigote devuelve lo cincelado de su rostro a una dimensión terrena. “Aquí —escribe Verlaine en una carta de 1884— el poeta está de alguna forma en apoteosis, inmortalizado.” ¿Intuía Manet la fama postrera que acompañaría la tentativa poética de su amigo, o estaba subyugado por el poder sugestivo de unas facciones casi puramente plásticas? Todo pintor se reconoce en su modelo, y en este caso es cierto que hay una afinidad íntima, asociada a dos revoluciones, una efectuada en pintura, otra en literatura. Ambas igualmente silenciosas. Mallarmé y Manet fueron dos artistas discretos. Nada de escándalos en sus biografías, de no ser por el desnudo de una prostituta pintado hacia 1863 en la escena campestre de Un desayuno en la hierba o la ninfa alanceada por unos unicornios en la luna del espejo en el salón vacío en el “Soneto en IX”. La discreción era una regla no sólo del poeta burgués sino del detective. Así pues, la figura reclinada del poeta en el retrato de Manet se asemeja a la del personaje de mente analítica inventado por Poe en “Los asesinatos de la calle Morgue”. Al igual que el detective amateur Auguste Dupin, que no se mancha las manos en la solución de un acertijo sangriento, Mallarmé interviene lo menos posible en la composición de un poema que se produce en el acto —esto es, con flagrancia—, a fin de que las palabras se conviertan en los emblemas de una quietud aparente. Son sensibilidades afines, la del detective y el poeta; ambos están empeñados en la solución de problemas que involucran el rito de la profanación de la carne y el comportamiento analógico del cosmos. “La explicación órfica de la Tierra, que constituye el único deber del poeta, y el juego literario por excelencia”, había escrito Mallarmé en la “Autobiografía”.

4

Una de las posibles fuentes del tema del barco que naufraga, en el caso del poema de Mallarmé, se encuentra en las traducciones que hizo Baudelaire de los cuentos y los relatos de Poe, en especial La narración de Arthur Gordon Pym