Antología de Cuentos Hispanoamericanos - Mario Rodríguez Fernández - E-Book

Antología de Cuentos Hispanoamericanos E-Book

Mario Rodríguez Fernández

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Beschreibung

Esta nueva colección de Cuentos hispanoamericanos presenta dos importantes diferencias con las tradicionales. Por una parte, se han abandonado las rígidas categorizaciones generacionales que enclaustraron durante tanto tiempo la rica libertad creadora de los autores. Por otra, y siguiendo a Octavio Paz, es posible visualizar en ella el desarrollo del cuento hispanoamericano en la llamada "doble tentación": la del cosmopolitanismo y la del americanismo. La de Europa y América en una relación tremenda y terrible, opuesta y unida, ferozmente prístina así como nueva, una relación de amor y odio, de lealtad y rebeldía, única en la historia de la literatura. Con todo, a través de la lectura de Cuentos hispanoamericanos irá apareciendo esa misma relación –en un desarrollo palpable en las distintas temáticas que abarcan las expresiones del género aquí contenidas– de una manera extraordinariamente evolutiva.

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H863.008

C965h Antología de Cuentos Hispanoamericanos/selección,

prólogo y notas de Mario Rodríguez Fernández.

30a ed.– 5a reimpr. Santiago de Chile: Universitaria, 2016.

[467] p.; 13 x 18,5 cm. (El Mundo de las Letras)

Incluye notas bibliográficas.

ISBN Impreso: 978-956-11-1949-9

ISBN Digital: 978-956-11-2730-2

1. Cuentos hispanoamericanos. 2. Autores hispanoamericanos. I. t. II. Rodríguez Fernández, comp.

©1970, MARIO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZInscripción Nº 85.172, Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por© Editorial Universitaria, S.A.Avda. Bernardo O‘Higgins 1050, Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor.

DIAGRAMACIÓN DIGITAL: EBOOKS [email protected]

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ÍNDICE

Nota Preliminar

EL CUENTO ROMÁNTICO REALISTA

ESTEBAN ECHEVERRÍAEl matadero

EL CUENTO NATURALISTA

TOMÁS CARRASQUILLAEn la diestra de Dios Padre

BALDOMERO LILLOSub-Sole

HORACIO QUIROGAJuan Darién

OLEGARIO LAZO BAEZAEl padre

EL CUENTO MODERNISTA

RUBÉN DARÍOEl rey burguésLa ninfa

EL CUENTO SUPERREALISTA

JUAN EMAREl pájaro verde

MANUEL ROJASEl vaso de leche

JORGE LUIS BORGESEl Sur

ALEJO CARPENTIERViaje a la semilla

ARTURO USLAR PIETRILa lluvia

JUAN BOSCHDos pesos de agua

MARÍA LUISA BOMBALEl árbol

JULIO CORTÁZARLa noche boca arriba

JUAN JOSÉ ARREOLAEl guardagujas

JUAN RULFOEl hombre

MARIO BENEDETTIPuntero izquierdo

AUGUSTO MONTERROSOMister TaylorEl dinosaurio

JOSÉ DONOSOAna María

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZLa siesta del martes

JORGE EDWARDSDespués de la procesión

MARIO VARGAS LLOSADía domingo

ROSARIO FERRÉLa muñeca menor

LUISA VALENZUELALos censores

CRISTINA PERI-ROSSILa rebelión de los niños

JOSÉ EMILIO PACHECOLa reina

ANTONIO SKÁRMETAEl ciclista del San Cristóbal

ALFREDO BRYCE ECHENIQUEAnorexia y Tijerita

REINALDO ARENASComienza el desfile

RICARDO PIGLIALa loca y el relato del crimen

Nota Preliminar

Esta nueva edición de Cuentos Hispanoamericanos presenta sustanciales diferencias con las que le preceden, que sorprendentemente para un país de pocos lectores, alcanzan a doce en un lapso de veinte años.

Hemos, para partir, abandonado el círculo de tiza del modelo generacional, conservando, solamente, algunas propuestas muy ge­nerales, como las referentes al sistema de tendencias (romanticismo, naturalismo, etc.).

En segundo término, visualizamos el desarrollo del cuento his­panoamericano enmarcado dentro de lo que Octavio Paz (Los hijos del limo) llama “la doble tentación”: la del cosmopolitismo y la del americanismo; el espejismo de la tierra que dejamos (Europa) y de la tierra que buscamos (América).

Dicha oscilación es enteramente visible en el cuento del siglo XIX: junto al americanismo del relato naturalista se yergue el cosmo­politismo del relato modernista, Carrasquilla frente a Darío. La oposición se presenta, como es esperable, a nivel de lenguaje. Al americanismo corresponde el privilegio del coloquialismo y el cos­mopolitismo el uso del lenguaje culto.

En el siglo XX la dualidad se transforma, mejor dicho se en­mascara en la archiconocida fórmula de “la búsqueda de la identi­dad hispanoamericana” (o del “ser hispanoamericano”). Las direccio­nes son múltiples y van desde el reconocimiento de la identidad en un rescate de las raíces precolombinas (Arguedas), hasta la acepta­ción de que nuestra tradición no es otra que la cultura europea (Borges), sin que falte el paso intermedio, presente en la afirmación del carácter mestizo de nuestra cultura (Uslar Pietri).

Tal vez sean Borges y Paz quienes han reflexionado con mayor lucidez sobre el problema. Borges, frente a la pregunta ¿cuál es la tradición argentina (sudamericana)?, que equivale a preguntarse ¿cuál es nuestra identidad?, responde: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición” (“El escritor argentino y la tradición”). Por su parte Octavio Paz, aceptando nuestra pertenencia a lo que él llama las culturas centrales, puntualiza que nos ubicamos en los suburbios de ellas, es decir, que habitamos culturalmente la periferia (Los hijos del limo).

Pero, Borges añade un dato fundamental, la posibilidad del escritor hispanoamericano de innovar en la cultura occidental, a partir, precisamente, de esta situación periférica que permite “manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas” (“El escritor argentino...”).

Esta irreverencia la percibimos en los mayores cuentistas del siglo, como Cortázar, el propio Borges, Arreola, Monterroso, Skár­meta, Peri-Rossi.

Otra lectura de la oposición cosmopolitismo-americanismo se puede percibir en la también famosa proposición carpenteriana “de lo real maravilloso”.

Alejo Carpentier en un texto ya clásico —el prólogo a su novela El reino de este mundo— propuso una suerte de ontología hispanoame­ricana. Sostuvo que la realidad del continente, del ser hispanoameri­cano, está marcada por una confusión de órdenes y tiempos. En relación a lo primero, Carpentier ejemplifica a través de una expe­riencia del narrador innominado de Los pasos perdidos, quien viajando hacia el interior de Latinoamérica sorprende en el frontis de una iglesia un grabado que representa a “un ángel tocando las maracas. Es decir, una contaminación del orden celestial por el terreno, carnavalesco y corporal. La confusión de tiempos la ve el novelista cubano en su viaje de ascenso por el Orinoco que, más allá de un viaje espacial, se transforma en una verdadera regresión temporal que lo lleva a la época del Neolítico, lo que lo conduce a concluir que en el Nuevo Mundo (“el continente de la poca historia”) a un habitante de la urbe moderna le basta alejarse unos pasos de su entorno para darse la mano con un hombre de otra época.

Esta forma de ser tan novedosa fundada en la simultaneidad de códigos y tiempos opuestos constituye “lo real maravilloso”.

La categoría significa un privilegio de uno de los términos de la oposición: el americanismo. Lo periférico, lo natural, lo que perma­nece en el “tercer día de la creación”, lo instintivo, lo primitivo, “lo atrasado” (desde la perspectiva eurocentrista), aparece como alta­mente positivo y deseable.

Dicha visión es una inversión abierta de la propuesta ideológica dominante en los relatos del siglo XIX. Reparemos que en el cuento antologado de Echeverría —“El Matadero”— lo americano es lo bárbaro, lo degradado, lo animalesco marcado por el arbitrio y la violencia, a tal extremo que se transforma en un espacio casi mons­truoso. Estos monstruos de la barbarie son los que deben ser refor­mados o exterminados por el espíritu civilizador proveniente de Europa.

La inversión —América, de espacio de perdición (en Echeverría) pasa a ser de salvación (Carpentier)— nos proporciona otra lectura del desarrollo del cuento. Esta lectura pasa por la convicción de que en el siglo XIX la literatura hispanoamericana, en todos sus géneros, se inscribe en un proyecto emancipatorio de claro origen liberal, como lo demuestra Hernán Vidal en Literatura Hispanoamericana e Ideología Liberal: Surgimiento y Crisis (Buenos Aires: Ediciones Hispa­mérica, 1976). Para los románticos la literatura debía ayudar a la emancipación de los pueblos latinoamericanos de la ignorancia, la pobreza, la barbarie, la irracionalidad, difundiendo las luces de la civilización europea en los vastos espacios ocupados por la primitivi­dad americana. Y, como escribe Vidal, todo lo que se opusiera a este proyecto liberal-difusionista era considerado demoníaco (el llamado “mito demoníaco”).

En este punto podemos inscribir la fórmula sarmientina (civili­zación v/s barbarie) que recorre gran parte del relato romántico, en la categoría básica que exploramos: la civilización corresponde al cos­mopolitismo, la barbarie al americanismo. Bien sabemos que para Sarmiento la luz de la civilización reside en la ciudad, en cuanto mera prolongación de las formas de vida europeas; dicho de este modo, la urbe es un enclave cosmopolita en medio de la barbarie americana.

Ello podría explicar los temores y las contradicciones de los escritores naturalistas, que vienen a continuación, cuando buscando la identidad de sus pueblos creen verla en las formas rurales de vida. El viaje al campo es, en realidad, un encuentro con los demonios de la barbarie, como sucede en el cuento criollista. Ello, a pesar de que el campo pareciera exento, en cierto modo, de las deformaciones y degradación cosmopolita de la ciudad, constituyéndose, en la óptica de los mundonovistas, en un espacio abierto “bello y terrible a la vez” (Doña Bárbara).

Estrictamente, el viaje al campo en el relato naturalista es un desplazamiento hacia la periferia, no sólo geográfica sino también social y aun moral. El cuento naturalista explora tanto “el lado oscuro” de la burguesía citadina (sus perversiones éticas, sexuales, políticas, etc.), como la periferia social: campesinos, indios, obre­ros, etc. Se trata, en ambos casos, de un viaje desde el centro luminoso, educado y bello construido por los románticos (Amalia de José Mármol) hasta la oscuridad de la pobreza, la fealdad y el dolor.

El proyecto emancipatorio naturalista (positivista, democrático y de clase media) consiste en la redención de las víctimas que habitan ese espacio. Paradigmáticamente, podemos visualizar la transforma­ción producida en el desarrollo del cuento, en las figuras de Echeve­rría y de Baldomero Lillo. Aristocrático, europeizante el primero, ve la emancipación americana en el triunfo de las luces ilustradas de la vieja Europa sobre la novedad bárbara del mundo americano (capaz de volver a crucificar el Cristo de la civilización —el joven unitario del cuento antologado— en la cruz sangrienta del matadero rosista). Lillo, por su parte, clase media trabajadora, espíritu regionalista, concibe la emancipación a través de una toma de conciencia de la condenación que sufren los marginales de parte de las capas sociales ilustradas, cultas y económicamente dominantes.

Podemos darnos cuenta, en este nivel, de que la oposición cosmopolitismo (Echeverría)/americanismo (Lillo) se inscribe en una fuerte ideologización, no prevista en la proposición de Octavio Paz, pero ciertamente real.

En la disyunción propuesta, el cuento modernista se inclina por el cosmopolitismo, pero con una nueva nota definitoria. Hay una clara conciencia en el escritor modernista del lugar marginal que ha pasado a ocupar el artista y, en general, “el intelectual” (término que aparece junto con el modernismo) en la sociedad “modernizada”, económica y políticamente de fines de la década de 1880.

La modernidad artística, encabezada por Darío, se enfrenta a la modernidad burguesa que ve en el arte un lamentable desperdicio de tiempo y de energía. Frente a este menosprecio, la actitud de los intelectuales es la crítica de los pilares básicos de la modernidad, el progreso, la racionalidad, el futuro, el tiempo lineal (Paz, La otra voz). La crítica conduce al consiguiente rechazo de las representacio­nes burguesas, para las cuales el arte sería una forma de entreteni­miento hedonista (“El rey burgués”).

El cosmopolitismo propio de los modernistas vuelve a entronizar el rechazo de lo americano propugnado por los románticos, con la diferencia de que la degradación de las formas hispanoamericanas de vida no sólo se limita, para el escritor modernista, a la barbarie del ruralismo, sino que alcanza a toda la sociedad, especialmente a la citadina. En rigor, el cosmopolitismo modernista “naturaliza” la sociedad hispanoamericana, viendo en ella el predominio de la materialidad más baja y de los instintos más crueles.

La marginalidad a que es condenado el escritor, una suerte de “peso muerto” en el proceso modernizador de las estructuras socio-económicas de América Latina de fines del siglo XIX, contribuye a generar junto a otras causas estéticas, la ruptura violenta con el imaginario burgués del arte (representación de experiencias recono­cibles por el lector, entretenimiento, intercambios comunicativos compartidos, etc.) que efectúa el cuento vanguardista. Basta leer “El pájaro verde” de Juan Emar, para percibir la ironía y la parodia implacables que ejecuta el vanguardismo de los llamados modos racionales de comportamiento, que caracterizarían las representacio­nes burguesas de lo real.

En este punto podemos retomar la propuesta carpenteriana de “lo real maravilloso”, ya que ella se vincula, por analogía y contraste, con las tendencias vanguardistas. Si para el vanguardismo lo maravi­lloso debía ser suscitado mediante una técnica poética, lo real maravilloso, según Carpentier, era un modo de ser de la historia (¿puede haber algo más maravilloso que las crónicas de Descubri­miento y Conquista?) y de la cotidianeidad hispanoamericanas. La tesis lleva a considerar los grandes espacios naturales del continente como una suerte de paraíso no contaminado por el progreso y la alienación de las culturas centrales (euronorteamericanas). Lo que los románticos llamaban barbarie, los autores adscritos a la propuesta de Carpentier lo llaman paraíso perdido, espacio materno recobrado, o lugar de las maravillas, mundo de las sorpresas, casa de los delirios, “ombligo del mundo”.

Como anota Jorge Guzmán (Diferencias Latinoamericanas), la propuesta de Carpentier conlleva una fuerte visión irracional de la realidad latinoamericana de origen claramente spengleriano (La Decadencia de Occidente), que privilegia el primitivismo, lo sensorial e instintivo por sobre las coordenadas racionalistas.

Ello conlleva al autor de Los Pasos Perdidos a relativizar, y finalmente a impugnar, toda noción de progreso, de técnica y desarrollo, terminando “lo real maravilloso” por ser una alabanza al atraso geopolítico latinoamericano, o mejor dicho, al subdesarrollo; ya que se augura, a partir de este cuerpo primitivo, una nueva posibilidad de vida e historia, capaz de dejar atrás la decadencia occidental.

Nos enfrentamos, así, a una nueva significación de la dualidad cosmopolitismo-americanismo que pasa por una historia del cuerpo en la cultura latinoamericana. El cuerpo: las pasiones, el erotismo, las pulsiones de vida y muerte, el deseo, el placer, están virtualmente ausentes en el cuento decimonónico. Se podría decir que lo corporal está presente en la sangre y la bestialidad que recorren “El Matadero” de Echeverría, pero se trata de un cuerpo ideologizado, demonizado, más estrictamente, por el proyecto político del narrador. Sólo en el cuento modernista aparece por primera vez, como programa verifica­ble, el deseo sensual, sensorial, de apropiación del otro (“La Ninfa”).

El cuento del siglo XX intenta un rescate del “cuerpo americano” y no sólo a través de lo real maravilloso, sino explorando las imágenes que emite el cuerpo, cristalizadas en sueños, mitos, recuerdos de lo perdido o lo negado por la censura racionalista eurocéntrica, como las raíces precolombinas, los códigos del mestizaje, la familiaridad con la muerte, los ritos ancestrales, las circularidades temporales (Cortázar, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa).

La recuperación de lo americano alcanza su plenitud en la década del sesenta, en el movimiento conocido como el Boom o la nueva novela latinoamericana.

En los años que siguen, los del setenta, aparece un nuevo grupo de narradores, el Postboom, que llevan a cabo en su escritura las exequias del mito americano. La desconstrucción se efectúa median­te la ironía, la parodia de las estructuras canónicas de narrar. Así, un cuento puede reducirse a una línea, como en “El Dinosaurio” de Monterroso, o “Desnudo en el tejado” de Skármeta. Hay una desdra­matización de la función liberadora de la literatura y del rol del escritor como guía en la búsqueda de una identidad histórica. La apropiación irónica de los códigos de comunicación de los “mass media” (radioteatros, televisión, etc.) juega un papel fundamental.

Las representaciones canónicas del americanismo y del cosmopo­litismo se relativizan al concebirlas, ahora, como expresiones del gran tema que obsesiona a los nuevos narradores: el tema del poder.

Recordemos que la década del setenta ve entronizarse en toda América Latina los autoritarismos militaristas y las prácticas estali­nianas en Cuba, fenómenos políticos que enfrentan al escritor a la censura, a los exilios o al silencio.

El cosmopolitismo y el americanismo se transforman, entonces, para estos escritores, en discursos legitimatorios del poder usurpado por los totalitarios. El cosmopolitismo puede enarbolarse como una justificación de la necesidad de modernizar y “abrir al mundo” (el ingreso al mercado) las economías latinoamericanas. A su vez, el americanismo les sirve para enaltecer los valores nacionalistas ame­nazados por supuestas prácticas extranjerizantes.

Ambiguamente, los totalitarismos latinoamericanos, desde el “porfiriato” (nombre dado al gobierno del general mexicano Porfirio Díaz que detentó el poder entre 1870 y 1910), han utilizado los dos discursos: el economicista y el nacionalista.

La nueva situación produce, en un primer momento, una abun­dante narrativa testimonial de los estragos del poder, para dar paso, enseguida, a una línea menos directa, pero más eficaz estéticamente, donde la alegoría, los sobreentendidos, los guiños al lector, la parodia de los mecanismos del poder, como en Peri-Rossi o Valen­zuela, son verdaderas y alucinantes máquinas destructoras de los proyectos totalitarios.

Y ello engarza con el otro gran tema que recorre al cosmopolitis­mo y al americanismo: el tema del otro.

Para un cuentista del siglo XX como Echeverría, el otro (el gaucho, el indio, el negro), el diferente al modelo europeo preconi­zado (el burgués, educado y racional), era un demonio, un bárbaro, casi un monstruo. La tarea del escritor era “redimir” esa alteridad americana bestializada; redimir significaba europeizarla.

Para un escritor del Boom, como Carpentier, el otro, y aun “lo otro”, era el cuerpo americano no contaminado por la degradación de las culturas centrales; es decir, este cuerpo instintivo, libre y armóni­co, era ahora el capaz de redimir la intolerancia europea, presentán­dole las bondades y la positividad de lo diferente. El escritor podía contribuir a levantar la condena secular que había hecho Occidente de todo lo que fuera distinto, diferente, a su modelo de vida, de creencia y de arte.

Para una narradora Postboom, como Julia Valenzuela desen­gañada de las utopías americanistas, podríamos decir que “el otro es uno mismo”, recurriendo a una fórmula de clara filiación borgeana; concepción que da origen a los temas del doble, o del “golem”, como en Rosario Ferré, del reflejo especular, etc., tan dominantes en la nueva narrativa. Desaparece, así, la tarea redentora del escritor para ser reemplazada por una exploración en una escritura espejeante que muestra, en cada vericueto o reflejo, el extraño rostro de un mismo. Metafóricamente visualizamos a estos escritores como un Narciso desorientado: al mirarse en la fuente nunca ve su rostro, sino otro, abominable o inesperado, pero siempre seductor.

Para estos mismos autores “lo otro” ya no es un continente metafísico o mítico como en Carpentier, sino un espacio habitado por los monstruos de la historia: los totalitarismos, las utopías esclavizantes, los discursos falaces con que el poder se legitima (“La rebelión de los niños”).

La risa, la parodia, la ironía, como en Bryce Echenique, parecen ser los mejores antídotos. Los nuevos cuentistas se empeñan incesan­temente en carnavalizar las representaciones canónicas del cosmopo­litismo y del americanismo, tal como aparecen en la tradición literaria, histórica y política de Latinoamérica; en última instancia, la tentativa debe entenderse como una desconstrucción del poder.

Nuestra antología está organizada a partir de estas propuestas. No se trata, solamente, de una selección de autores notables, sino de una historia del cuento hispanoamericano estructurada a través de una dualidad siempre presente: cosmopolitismo v/s americanismo, lo que implica un privilegio ya sea del lenguaje culto o del coloquial (Darío frente a Carrasquilla), oscilación que nunca es neutra, sino que pasa por una ideología (por ejemplo, la de la aristocracia argenti­na, en Echeverría, la de la pequeña burguesía chilena en Lillo) y que en niveles más complejos, remite a una historia del “cuerpo latinoa­mericano”, es decir, a una historia de cómo se ha presentado nuestra materialidad (naturaleza, instinto y deseo). Su exploración nos ha llevado a proponer la idea de que en el cuento del siglo XIX el cuerpo, que se confunde con la naturaleza americana, es visto como espacio de perdición, mientras que en la primera mitad de este siglo se lo concibe bajo el signo contrario: espacio de salvación (el mito carpen­teriano); a su vez, los autores de la década del setenta desconstruyen el mito, llevados por una invencible desconfianza de las utopías y del papel redentor del escritor. La ironía, la parodia, procedimientos básicos utilizados en la desconstrucción del mito, se extienden a la dualidad cosmopolitismo/americanismo, en un proceso de desen­mascaramiento que termina por mostrarla como una representación legitimatoria del poder, ya sea a través del discurso modernizante (cosmopolita) o nacionalista (americanista); en este punto aparece el tema del poder, obsesión central de los nuevos autores. Se desarrolla en dos líneas, una testimonial, los relatos de las víctimas del poder, y otra más actual, la carnavalización del poder.

Finalmente, el tema del otro y de “lo otro” resuena en las diversas formas de la dualidad. El relato del siglo XIX, a pesar de su america­nismo teórico, recoge la concepción eurocéntrica que vio en América, desde el llamado “Descubrimiento”, lo inferior, incluso lo no humano. Recordemos que los europeos llaman a los habitantes del Nuevo Mundo indígenas o naturales, es decir “no hombres”, u hombres “naturalizados”. Echeverría, Sarmiento, etc., concibieron, también, al gaucho, al indio, al pueblo, como entes naturales, “como una raza irredenta”.

El relato del siglo XX, rusonianamente, concibió a América, en oposición a lo anterior, como naturaleza o mito salvador.

Los nuevos cuentistas descubren que el otro, siempre censurado, ha pasado a ser en Occidente la mujer, las minorías étnicas, los locos, los inadaptados al pragmatismo de la modernidad, y esencialmente descubren, como ya lo hizo el gran Borges, que yo es el otro (“Borges y yo”).

El cuento romántico realista

ESTEBAN ECHEVERRÍA

Argentino (1805-1851)

La crítica lo considera el iniciador del romanticismo en Hispanoamé­rica. Su estadía en Francia, entre 1825 y 1830, lo pone en contacto con los más relevantes románticos franceses: Victor Hugo, Lamarti­ne, Musset, Chateaubriand. También le seduce en Europa el pensa­miento filosófico de Vico y Herder, que le va a proporcionar la base teórica para su contradictoria propuesta de un “americanismo litera­rio”. Decimos contradictorio, porque Echeverría, al mismo tiempo que afirma que la literatura debe ser reflejo del paisaje y de las costumbres latinoamericanas, denuncia el carácter bárbaro de ellos y propone su redención, a través de lo que Hernán Vidal llama “el difusionismo” de la cultura europea en los espacios primitivos del continente americano. Americanismo que deviene en europeísmo.

A pesar que Echeverría publicó varios textos poéticos, Elvira o la novia del Plata (1832), Los consuelos (1834), Rimas (1837), donde se encuentra su más conocido poema, “La cautiva”, y un libro de ensayo, El dogma socialista, que recoge el ideario de “la joven genera­ción argentina”, asociación que él encabezaba, su obra más perdura­ble ha resultado ser el relato “El Matadero”, publicado en forma póstuma en 1871.

“El Matadero”, que participa de las formas del cuadro de costum­bres, del cuento y del discurso de denuncia político-social, es una suerte de alegoría de la situación de Argentina bajo la tiranía de Juan Martínez de Rosas. La sociedad se presenta dividida en víctimas y victimarios, simbólicamente en reses y carniceros, que políticamente equivalen a unitarios y federales. Se trata de un mundo en que los valores están invertidos, ya que la violencia, la delación y lo instinti­vo aparecen como valores incorporados y aceptados por la mayoría, la clase latifundista y el pueblo, con la oposición de una minoría culta, ilustrada y europeizante, representada por el joven unitario del relato. El grito, lema e insulto rosista: “mueran los salvajes unita­rios”, representa esta situación de violencia e inversión; los bárbaros llaman salvajes a los civilizados.

En el modo de representar a este mundo caótico, deformado y sangriento late una pasión (el verdadero “phatos” romántico) arreba­tada, que lleva a Echeverría a transitar los dominios del grotesco en la descripción de achuradoras, matarifes, gauchos y negros. Se trata de un rechazo inconsciente, racionalizado por el ideario liberal, de lo que hemos llamado la materialidad profunda del cuerpo americano, tan grosera e instintiva para los románticos como la figura del matón rosista, Matasiete. Enfrente a este engendro demoníaco se yergue el portador de los valores positivos del liberalismo, la figura semicris­tológica del joven unitario (recordemos que su muerte se produce en Semana Santa), mártir propicio de una nueva redención: la emanci­pación cultural de Hispanoamérica.

Si podemos hablar de americanismo literario en Echeverría, se trata de una postura teórica que choca brutalmente con el primitivis­mo genésico del nuevo continente.

El matadero

por

ESTEBAN ECHEVERRÍA

A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto1, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y los estómagos que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero los novillos necesarios para el sustento de los niños y los enfermos dispensados de la abstinencia por la bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la Iglesia y a contaminar la socie­dad con el mal ejemplo.

Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del norte al oeste por una cintura de agua y barro, y al sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barqui­chuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la protección del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. “Es el día del juicio —decían—, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los sabios y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos”.

Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.

Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía, acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaura­dor, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce donde millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.

Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho, sin necesidad de conjuro ni plegarias.

Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinen­cia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 pesos y los huevos a 4 reales, y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula: pero, en cam­bio, se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.

No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo: pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes, que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promis­cuación.

Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continua­ba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostum­brados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizadas por el inexorable apetito, y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, produ­cidos por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.

Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitá­neos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revoluciona­rio y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impieda­des, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina: tomó activas providencias, desparra­mó a sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance, y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales.

En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a vado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos: cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimen­tarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!

Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos, que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.

Sea como fuera, a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, de achuradores y de curiosos, quienes recibieron con grandes vociferacio­nes y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.

—Chica, pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!

Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federa­ción estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matade­ro, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas se reanimaron y echaron a correr desatentadas, conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.

El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carni­ceros marchó a ofrecérselo en nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entraña­ble a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema, y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferacio­nes de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.

Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la plaza del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad.

El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sur de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular, colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí termina y la otra se prolonga hasta el este. Esta playa, con declive al sur, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge en tiempo de lluvia toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto, hacia el oeste, está lo que llaman la casilla, edificio bajo de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.

Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal, en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro, y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república, por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: “Viva la Federación”, “Viva el Restaurador y la heroica doña Encarnación Ezcurra”, “Mueran los salvajes unita­rios”. Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religio­sa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla de la heroína, banquete a que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí, en presencia de un gran concurso, ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla, donde estará hasta que lo borre la mano del tiempo.

La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros, y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura más prominen­te de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pe­cho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripa y rostro emba­durnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfa­tean... gruñando se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas, toldadas con negruzco y pelado cuero, se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa, y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco, o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que, más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules, que habían vuelto de la emigración al olor de la carne, revoloteaban, cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyec­tando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.

Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba: los grupos de deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida, o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era que el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otros los cuartos en los ganchos de su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél; de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura, salía de cuando en cuando una mu­grienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.

—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tipa —gritaba uno.

—Aquél lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.

—Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo —exclamaba el carnicero.

—¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.

—Son para esa bruja: a la m...

—¡A la bruja! ¡A la bruja! —repitieron los muchachos— ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! —Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.

Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hileras 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando, uno a uno, los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.

Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo, se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que, columpiándose en el aire, celebra­ban chillando la matanza. Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.

De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salió furiosa en persecución de un muchacho que le había embadur­nado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro, y llovían sobre ella zoquetes de carne, bola de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.

Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.

Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres, porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe la hora. Dos enlazadores a caballo penetraron en el corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horqueteada sobres sus nudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo, varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzo y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.

El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo, y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro, donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritábanle, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos que estaban prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces, tiples y roncas que se desprendían de aquella singular orquesta.

Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca, y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza, excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.

—Hi de p... en el toro.

—Al diablo los torunos del Azul.

—Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.

—Si es novillo.

—¿No está viendo que es toro viejo?

—Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c. . .o!

—Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño, o se ha quedado ciego en el camino?

—Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?

—Es emperrado y arisco como un unitario.

Y al oír esta mágica palabra, todos a una voz exclamaron:

“¡Mueran los salvajes unitarios!”.

—Para el tuerto los h...

—Sí, para el tuerto, que es hombre de.... para pelear con los unitarios. El matambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!

—A Matasiete el matambre.

—¡Allá va! —gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!

—¡Alerta! ¡Guarda, los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!

Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha lo hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

—¡Se cortó el lazo! —gritaron unos—. ¡Allá va el toro!

Pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio, porque todo fue como un relámpago.

Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degolla­do por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: ¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! ¡Enlaza, Sietepelos! ¡Que te agarra, Botija! ¡Va furioso; no se le pongan delante! ¡Ataja, ataja Morado! ¡Dale espuela al mancarrón! ¡Ya se metió en la calle sola! ¡Que lo ataje el diablo!

El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras, sentadas en hilera al borde del zanjón, oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplie­ron la promesa.

El toro, entretanto, tomó la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales, y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y, sin duda, iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía el pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr, dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embar­go, no detuvo ni frenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: “Se amoló el gringo; levántate gringo”, exclamaron, cruzando el pantano, y amasando con barro bajo las patas de sus caballos su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante, al grito de ¡al toro!, cuatro negras achura­doras que se retiraban con su presa, se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.

El animal, entretanto, después de haber corrido unas 20 cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta, donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba brío y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados, y resolvieron llevarlo en un sueñuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.

Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero, donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.

Enlazaron muy luego por las astas al animal, que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron: su lengua, estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.

—¡Desjarreten ese animal! —exclamó una voz imperiosa. Mata­siete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba en premio el matambre. Mata­siete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado, y se agachó a desollarlo con otros compañeros.

Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiere­za; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea, que lo echaron por lo pronto en olvido. Mas, de repente una voz ruda exclamó:

—Aquí están los huevos —sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores dos enormes testículos, signo inequí­voco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía, debía arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población que el señor Juez tuvo que hacer ojo lerdo.

En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.

Mas, de repente la ronca voz de un carnicero gritó:

—¡Allí viene un unitario! —y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.

—¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.

—Perro unitario.

—Es un cajetilla.

—Monta en silla como los gringos.

—La Mazorca con él.

—¡La tijera!

—Es preciso sobarlo.

—Trae pistoleras por pintar.

—Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.

—¿A que no te le animas, Matasiete?

—¿A que no?

—A que sí.

Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.

Era éste un joven de 25 años, de gallarda y bien apuesta persona, que mientras salían en borbotones de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.

—¡Viva Matasiete! —exclamó toda aquella chusma, cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.

Atolondrado todavía el joven, fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante, a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete, dando un salto, le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.

Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.

¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, ¡siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte!

—Degüéllalo, Matasiete; quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.

—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.

—Tiene buen pescuezo para el violín.

—Mejor es la resbalosa.

—Probaremos —dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.

—No, no lo degüellen —exclamó de lejos la voz imponente del juez del matadero que se acercaba a caballo.

—A la casilla con él, a la casilla. Preparen mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!

—¡Viva Matasiete!

—“¡Mueran!”. “¡Vivan!” —repitieron en coro los espectadores, y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferacio­nes e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento, como los sayones al Cristo.

La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empello­nes al joven unitario hacia el centro de la sala.

—A ti te toca la resbalosa —gritó uno.

—Encomienda tu alma al diablo.

—Está furioso como toro montaraz.

—Ya te amansará el palo.

—Es preciso sobarlo.

—Por ahora verga y tijera.

—Si no, la vela.

—Mejor será la mazorca.

—Silencio y sentarse —exclamó el juez dejándose caer sobre un sillón. Todos obedecieron, mientras el joven, de pie, encarando al juez, exclamó con voz preñada de indignación:

—¡Infames sayones! ¿Qué intentan hacer de mí?

—¡Calma! —dijo sonriendo el juez—. No hay que encolerizarse. Ya lo verás.

El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.

—¿Tiemblas? —le dijo el juez.

—De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.

—¿Tendrías fuerza y valor para eso?

—Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.

—A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.

Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.

—A ver —dijo el juez—, un vaso de agua para que se refresque.

—Uno de hiel te daría yo a beber, infame.

Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el asombrado rostro de los especta­dores.

—Este es incorregible.

—Ya lo domaremos.

—Silencio —dijo el juez—. Ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuenta. ¿Por qué no traes divisa?

—Porque no quiero.

—¿No sabes que lo manda el Restaurador?

—La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.

—A los libres se les hace llevar a la fuerza.

—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. ¡El lobo, el tigre, la pantera, también son fuertes como vosotros! Deberíais andar como ellos, en cuatro patas.

—¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?

—Lo prefiero a que maniatado me arranquen, como el cuervo, una a una las entrañas.

—¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?

—Porque lo llevo en el corazón por la patria que vosotros habéis asesinado, infames.

—¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?

—Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor, y tributarle vasallaje infame.

—¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas. Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.

Apenas articuló esto el juez, cuatro sayones salpicados de sangre suspendieron al joven, lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.

—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.

Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma y las venas sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.

—Átenlo primero —exclamó el juez.

—Está rugiendo de rabia —articuló un sayón.

En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa, volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:

—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.

Sus fuerzas se habían agotado.

Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.

—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.

—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.

—Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado en serio —exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre—. Es preciso dar parte; desátenlo y vamos.

Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del juez cabizbajo y taci­turno.

Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.

En aquel tiempo, los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inven­tada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el matadero.