Antología de la narrativa indigenista temprana (1848-1904) - Juan Carlos Orrego Arismendi - E-Book

Antología de la narrativa indigenista temprana (1848-1904) E-Book

Juan Carlos Orrego Arismendi

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Beschreibung

 El indigenismo literario es una corriente sobre la que no hay consenso crítico. Aunque suele rotularse de ese modo a las obras de ficción cuyos personajes principales son nativos americanos, hay quien pide que solo se haga con aquellas que proponen una reivindicación social de esos personajes. También sucede que se privilegia el subgénero de la novela realista del siglo  xx , por más que resulte riesgoso descuidar otras formas y estéticas, y precisamente aquellas en las que, en otra época, floreció la expresión indigenista: el cuento, el cuadro de costumbres, la leyenda o la remembranza.     El presente libro apuesta por una comprensión amplia del concepto de   narrativa indigenista  , y por eso, no solo pone los ojos en el siglo  xix , sino que ensancha el espectro a varios géneros, además de la novela. Esta selección incorpora los nombres de Narciso Aréstegui, Eugenio Díaz Castro, Ricardo Palma, Juana Manuela Gorriti, Juan León Mera, Clorinda Matto de Turner y Alcides Arguedas.    

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Antología de la narrativa indigenista temprana (1848-1904)

Ramón Torres Méndez. Indios pescadores (del Funza), aguatinta, 26 × 33 cm.

Editorial Universidad de Antioquia®

Biblioteca Clásica para Jóvenes Lectores

Editora: Doris Elena Aguirre Grisales

© De esta edición, de la selección, del prólogo y de la cronología, Editorial Universidad de Antioquia®

Selección, prólogo y cronología: Juan Carlos Orrego Arismendi

ISBN: 978-958-501-158-8

ISBN-e: 978-958-501-160-1

Primera edición en la Editorial Universidad de Antioquia: enero de 2023

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o

con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial

Universidad de Antioquia

Las imágenes incluidas en esta obra se reproducen con fines educativos y académicos, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 31-43 del Capítulo III de la Ley 23 de 1982 sobre derechos de autor

Editorial Universidad de Antioquia

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

Prólogo

En el vasto paisaje de la literatura latinoamericana, la narrativa indigenista es uno de sus mojones más visibles. Nombres como los de Jorge Icaza, Ciro Alegría y José María Arguedas se antojan hoy como capítulos fundamentales de una historia en la que, a pesar de la mejor voluntad, no son pocos los actores silenciados. Sin embargo, nada tan esperable como la posición descollante de esos escritores y otros como ellos: su obra, a fin de cuentas, surge en una región del mundo en la que el componente indígena mantiene su vitalidad en los diversos tejidos sociales, al mismo tiempo que se expresa en una multiplicidad de visiones, formas y problemáticas que no podrían dejar de sugestionar a la imaginación literaria.

Resulta paradójico, sin embargo, que no acabe de quedar muy claro qué tipo de narrativa es la que se distingue como “indigenista”. La revisión de la crítica de varias épocas deja ver que en algunas ocasiones se ha agrupado, bajo esa etiqueta, a todas las obras de ficción cuyos personajes principales son nativos americanos; mientras tanto, en otros trabajos se han considerado solo las obras que proponen una reivindicación social de esos personajes. Este último punto de vista es el del crítico peruano Luis Alberto Sánchez, quien hace ya varias décadas escribió que:

Se llamaba “indio” al aborigen de América, desde los primeros tiempos de la llegada de Colón, pues que él pensó haber dado con otro costado de las Indias Orientales, el occidental; se usó el de “indígena”, sin saber cómo ni por qué, a partir de fines del siglo xix. Parece como que en tal vocablo se hubiera recargado cierta dosis de intención reivindicatoria y social, de que no estaba libre la de “indios” [...]. Así pues: la novela india de “mera emoción exotista” será la que llamemos “indianismo”, y la de un “sentimiento de reivindicación social”, “indigenismo”.1

Con esas palabras, Sánchez buscaba aclarar la confusión a que daba pie —a su juicio— la reflexión de la crítica puertorriqueña Concha Meléndez, quien en 1934 había usado el término “indianista” para designar a todas las novelas de tema indígena escritas en Hispanoamérica desde 1832, con independencia de si dibujaban el mundo indio con los colores de un romanticismo hispanófilo y catequizante o si lo hacían con la pretensión de reivindicarlo, tras reconocer la opresión a la que se había sometido históricamente a los pueblos originarios de América.2

Aunque justa en su concisión, la propuesta clasificatoria de Sánchez todavía tuvo que chocar con las ideas posteriores que otros críticos, compatriotas suyos, ventilaron sobre el mismo problema literario. Uno de ellos, Antonio Cornejo Polar, llamó “indigenista” a toda escritura con personajes indígenas —de hecho, incluyó en la categoría las crónicas coloniales escritas por mestizos—, y señaló como rasgo definitorio su heterogeneidad social, pues, según su parecer, esa literatura tanto reafirma la dominación de la sociedad mestiza sobre el mundo nativo, como propicia un tipo de reivindicación de lo indígena: la que se concreta en la modificación de la forma novelesca occidental, la cual se ve impactada por las maneras narrativas indígenas, entre ellas la aglutinación de relatos breves, cierto lirismo poético y el discurso mitológico.3 Por su parte, Tomás Escajadillo, quien recoge la propuesta de Sánchez de llamar “indigenista” nada más que a la narrativa que deja atrás el exotismo decimonónico y que apuesta por una reivindicación social del nativo, cree asimismo que es necesario pedirle a esa literatura una “suficiente proximidad”4 con la vida indígena. Este requerimiento deja suponer que el escritor indigenista, más que basarse en la revisión de documentos históricos, apela a algún tipo de contacto material o experiencia etnográfica con una realidad indígena que le es contemporánea.

Sánchez y Escajadillo no coinciden en sus ideas sobre el origen del indigenismo. Para el primer autor, la obra precursora es Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner, novela en la que un joven matrimonio andino se empeña en amparar a dos indiecitas huérfanas del cerco de abusos tendido por los líderes civiles y eclesiásticos del pueblo de Kíllac. Para Escajadillo, toda exaltación de lo indígena en esa novela no deja de ser romántica, y de ahí que la denuncia del infortunio del nativo andino no trascienda el ámbito de lo sentimental. Él cree, más bien, que la primera obra narrativa propiamente indigenista es —al menos en su país— la colección Cuentos andinos (1920), de Enrique López Albújar. Ese libro, según el crítico, mira desde una cercanía conveniente la realidad de la vida nativa y descubre “indios de carne y hueso”,5 según una expresión que toma de una reseña de Ciro Alegría.Quizá no sea apremiante establecer qué tan romántica sea Aves sin nido o qué tan reivindicatorios sean los Cuentos andinos. La reflexión general de Sánchez de que la perspectiva indigenista es la que pretende reivindicar la figura indígena puede ser aceptada, casi sin más, como faro en una pesquisa sobre las manifestaciones tempranas de esa corriente en los Andes, que es lo que, concretamente, nos interesa. Con todo, vale la pena hacer dos anotaciones de cara al éxito de la empresa. Es necesario advertir, inicialmente, que, toda vez que no creemos forzosa la concurrencia del criterio de la “suficiente proximidad”, no vemos en el carácter histórico de ninguna obra un impedimento para la reivindicación social del indígena; antes bien, ese proyecto solo podría potenciarse en el contexto de una reescritura de la historia moderna americana, que, como se sabe, se ha construido sobre una estructura de drástico sojuzgamiento étnico. Esta aclaración parece necesaria cuando, en su mayor parte, los críticos han clasificado la narrativa histórica decimonónica de tema indígena bajo la categoría un tanto despectiva del “indianismo”.

La segunda anotación tiene que ver con la conveniencia de seguir la elección metodológica de Escajadillo ampliando la mirada más allá de la novela. Sánchez —pero también los ya mencionados Meléndez y Cornejo Polar, así como Julio Rodríguez-Luis—6 concentraron sus trabajos ya canónicos en ese género, y de alguna manera obturaron la posibilidad de entender, con mayor exactitud, el surgimiento y la evolución de una manifestación que es, en su esencia, narrativa, y que tanto cabe en el marco de la novela como en el del cuento, el cuadro de costumbres, la leyenda o la remembranza, géneros, por lo demás, muy cultivados en la Hispanoamérica del siglo xix. Pero la fijación de los críticos con la novela no solo ha significado que se dejen de auscultar esas otras modalidades narrativas: también ha llevado a que en los corpus de referencia solo sean incluidas las novelas en que la cuestión indígena conforma el principal hilo argumental, sin que se preste mucha atención a novelas en las que, así sea en la marginalidad de las subtramas, aparecen relatos más o menos autónomos con perspectiva indudablemente indigenista. La novela El padre Horán. Escenas de la vida del Cuzco (1848),7 de Narciso Aréstegui, a pesar de que pone en el centro de su argumento la historia de un cura que seduce a una joven devota, incorpora —a modo de decorado social— un par de cuadros en los que algunos personajes indígenas, del todo secundarios, componen vívidas escenas que, por lo sufrientes, denuncian los abusos de los que son víctimas. Dicho sea de paso, esos cuadros de denuncia suelen ser, por su inmediata remisión al ideal humanitario trunco y, sobre todo, por la potencialización de la respuesta rebelde en ciernes, la manifestación por antonomasia de la reivindicación indigenista.

La implementación del criterio de no buscar la manifestación indigenista apenas en las novelas o, aun en ese caso, no hacerlo apenas en la trama principal de ellas, permite vislumbrar de otra manera el panorama histórico de esa modalidad narrativa. Porque ya no sería Aves sin nido la primera obra que, por su intención reivindicatoria, irrumpiría como indigenista en la línea del tiempo, sino la novela de Aréstegui; un orden de cosas, justo es decirlo, sobre el que ya había llamado la atención Enrique Anderson Imbert.8 También nos ponemos en situación de considerar escritores y obras que hasta ahora han pasado inadvertidos para el grueso de los críticos del indigenismo literario en los Andes, tal y como ocurre con el colombiano Eugenio Díaz Castro, autor del relato “María Ticince o los pescadores del Funza” (1860). A su vez, la concurrencia del criterio de no excluir las obras con perspectiva histórica deja tomar conciencia —nueva conciencia— de segmentos narrativos convencionalmente asimilados a otras estéticas, que es lo que, por ejemplo, ha sucedido con el sexto capítulo de Cumandá o un drama entre salvajes (1879), de Juan León Mera: por ser esta una novela histórica, romántica y catequizante se la asocia con cierta naturalidad al indianismo, lo cual tiene, entre otras implicaciones, la de que no se pondere con objetividad la importancia sociológica de aquel capítulo, cuyo tema es el estallido de un levantamiento indígena motivado por los exabruptos de los hacendados blancos.

Antes de presentar los autores y relatos de esta antología, conviene explicar, así sea mínimamente, lo que entendemos por narrativa indigenista “temprana”. Como no se trate de la canónica novela de Matto de Turner, Aves sin nido, la crítica especializada ha visto en la narrativa indigenista un fenómeno propio del siglo xx.9 Como hemos dicho, Tomás Escajadillo tiene para sí que Cuentos andinos, libro aparecido en 1920, es la primera manifestación de esa corriente en Perú. Por su parte, Antonio Cornejo Polar, a pesar de creer que toda la escritura sobre el indio es indigenista, admite que la “plenitud”10 tuvo lugar con la aparición de las obras de José María Arguedas y Ciro Alegría a partir de la década de 1930-1940. En su trabajo más conocido, Julio Rodríguez-Luis ve en Raza de bronce (1919), de Alcides Arguedas, la primera novela indigenista surgida en el siglo xx,11 mientras que Raimundo Lazo ve en el mismo autor “el iniciador del ciclo de la propiamente dicha novela de lo andino”.12 En esa medida, cualquier expresión narrativa indigenista localizada en el siglo xix, o en la primera década del xx, puede tenerse como “temprana”, toda vez que —salvo la excepción mencionada— suele considerarse que todo lo escrito en esos años es indianismo romántico y exotista. Nuestra compilación se propone como un argumento múltiple en contra de tan estrecho punto de vista.

Obviamente, nuestra intención de documentar la precocidad histórica de la narrativa indigenista sugiere, como criterio de presentación de las obras seleccionadas, el orden cronológico. De ahí que la antología se abra con un capítulo de la ya mencionada novela El padre Horán. Escenas de la vida del Cuzco (1848),obra del abogado y militar peruano Narciso Aréstegui (1820-1869) y la cual, de acuerdo con algunos críticos, sería la primera novela publicada en ese país.13 Apareció por entregas en el diario El Comercio de Lima, y su argumento, que ya hemos descrito en términos generales, se concentra en el crimen perpetrado por un prelado cusqueño, el padre Horán, contra Angélica, su hija de confesión, a quien apuñala en su propia casa tras comprobar que no estaba dispuesta a rendírsele sexualmente; un episodio que estaría inspirado en un crimen real que sacudió a Cusco hacia 1836. La novela retrata la precariedad social de la época, cuando las guerras civiles libradas desde la Independencia, así como la invasión de fuerzas bolivianas en un sector importante de los Andes peruanos —con inclusión de la antigua capital del Tawantinsuyu—, habían sumido al país en un estado generalizado de devastación y pobreza. Precisamente, como parte de ese panorama, algunos capítulos de la novela —no muchos, en todo caso— se ofrecen como estampas de la vida crítica de los campesinos indígenas, quienes, sin remedio, se veían sitiados por el hambre, la enfermedad y el reclutamiento forzado, este último padecido, sobre todo, por los varones jóvenes. El segundo capítulo de la cuarta parte, titulado “Resignación”, da una idea vívida de ese orden de cosas por medio de un recurso narrativo muy ágil, cual es el diálogo entre marido y mujer indígenas. Más allá del carácter temprano de la publicación, la fuerza dramática y la potencia denunciatoria del episodio lo convierten, con legitimidad, en la primera pieza de nuestra muestra.

Asimismo, tampoco podría discutirse el neto carácter indigenista del segundo relato de la colección, muy a pesar de lo infrecuente que es la asociación del colombiano Eugenio Díaz Castro (1803-1865) con esa corriente literaria y lo temprano que puede resultar el año de 1860, en el país, para una producción tan madura de cara a los rasgos literarios que nos interesan. Pero “María Ticince o los pescadores del Funza” —relato publicado ese año en el periódico misceláneo bogotano El Mosaico— no solo inaugura la mirada solidaria hacia el miserable indio de su siglo, sino que anticipa la discusión moderna sobre el carácter económico de la reivindicación en ciernes, única manera de hacerla efectiva según advirtieron en 1904 y 1928, respectivamente, Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui.14 Fiel a la mirada corrosiva que, contra los “dones” de la política liberal, el escritor había mostrado en su célebre novela Manuela (1858), en el relato de 1860 denuncia la pobreza y explotación del indio en un mundo de presuntas garantías democráticas como la participación electoral y la posesión a título personal de la tierra de los resguardos. No sorprende, en todo caso, el interés de Díaz Castro por el mundo indígena: además de un par de esbozos etnológicos incluidos en sus novelas póstumas —un nativo veterano de guerra que, en El rejo de enlazar (1873),representa la injusticia con que se repartió el botín de la Independencia; un geólogo que en Bruna la carbonera (1879-1880)busca vestigios de los antiguos pobladores del altiplano cundiboyacense—, el escritor publicó varios artículos sobre las viejas costumbres muiscas que sobrevivían en la vida sabanera del siglo xix.

Quizá resulte más llamativa la inclusión, en esta muestra, del tradicionista peruano Ricardo Palma (1833-1919). Su conocido interés por la vida colonial y los chismes del virreinato limeño le merecieron acusaciones como la de ser apologista del orden hispánico. Sin embargo, ni siquiera es forzoso acudir a la defensa que del bibliotecario limeño hiciera Mariátegui —para quien Palma, con sus socarronas leyendas, realmente había reivindicado lo criollo sobre lo español—15 para justificar, en estas páginas, la presencia del relato “El corregidor de Tinta”, procedente de la segunda serie de las Tradiciones peruanas (1874). No solo ocurre que su protagonista es Túpac Amaru II, el caudillo de ascendiente inca que, en cierto sentido, puede ser considerado como el primer gran desestabilizador del sistema colonial americano; también debe tenerse en cuenta que, a pesar de su laconismo, la crónica incluye en sus párrafos una doble retaliación americana: la que el caudillo indio perpetró en la persona del arrogante corregidor Arriaga y la que, por la muerte de su señor, los nativos dirigieron contra el virrey Jáuregui. Por lo demás, esta noticia literaria del levantamiento de Túpac Amaru II anticipa, como motivo embrionario, las revueltas que conforman el argumento de novelas indigenistas ortodoxas como El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría; José Tombé (1942), del colombiano Diego Castrillón Arboleda, y Tupaj Katari (1944), del boliviano Augusto Guzmán.

De la misma veta romántica y tradicionista de Palma procede la argentina Juana Manuela Gorriti (1818-1892), cultora de la escritura tanto literaria como periodística. La autora se radicó en Perú forzada por el exilio político de su esposo, y por influjo de dicha experiencia se prendó de las historias y leyendas del incario, las que reescribió en su vasta obra folletinesca. Tal es el origen de “El postrer mandato”, narración incluida en el libro misceláneo Panoramas de la vida (1876). No obstante, en ella hay algo más que una fijación romántica con leyendas históricas y desenlaces dramáticos: se trata de una versión literaria de los días postreros de Atahualpa, de su amargura ante el descubrimiento de la felonía española y de sus últimas disposiciones como soberano, todas ellas encaminadas a alejar de la codicia blanca el tesoro ancestral del mayor imperio andino que ha conocido la historia. En ese sentido, se trata del significativo eslabón de una tradición discursiva que, desde las crónicas mestizas hasta la novela contemporánea —pasando por la poesía, la dramaturgia y la danza popular—, ha enarbolado los hechos de Cajamarca como un símbolo nítido de la afirmación indigenista.

La inclusión del relato de Gorriti a pesar de su perspectiva histórica —que, como ya dijimos, suele verse como rasgo indianista—, así como la de la novela de Aréstegui a pesar de su interés marginal por la reivindicación del indio, obligan a la consideración de algunas páginas de Cumandá o un drama entre salvajes (1879), del ecuatoriano Juan León Mera (1832-1894). A un lado del etnocentrismo exotista, el fatalismo moralista y el sesgo católico con que se dibuja la historia de amores y desencuentros de Cumandá y Carlos Orozco —joven blanco que incursiona en tierras de los záparos—, uno de los primeros capítulos de la novela rescata un cruento episodio del pasado de la familia del amante: el feroz levantamiento de los colonos indígenas de una hacienda riobambeña, azuzados por los abusos físicos y económicos de los hacendados de la región. Se trata del sexto capítulo, “Años antes”, y su inclusión en la presente colección no solo obedece a su evidente contenido indigenista, sino, en cierto sentido, a su autonomía narrativa respecto del resto de la célebre novela. Mucho menos conocido es un cuento de Mera, “Historieta”, publicado en la Revista Ecuatoriana, en Quito, en enero de 1893, e incluido posteriormente en las Novelitas ecuatorianas,