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Es sorprendente y frecuente que cuando se invita a alguien a recordar y compartir una experiencia inexplicable que haya tenido a lo largo de la vida, aparecen muchas historias inverosímiles, y seguramente no surgen más porque el ser humano, que ha llevado la lógica a las más altas cotas de desarrollo, tiende a descartar aquello que no puede explicar y, en consecuencia, a enterrarlo en el fondo de su memoria. Los 16 relatos que forman esta antología dan una buena muestra de que la vida sigue siendo, afortunadamente, un misterio insondable, una aventura maravillosa y una caja de posibilidades y sorpresas inagotables que nos conectan con lo más profundo de la existencia, lo que está pero no se ve, lo que es y será y nos trasciende, queramos o no detenernos a intentar comprenderlo.
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Seitenzahl: 172
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Título original: Antología de lo imposible.
Relatos reales de acontecimientos inexplicables, mágicos y paranormales.
Primera edición: Diciembre 2024
© 2024 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autores: Marta Prieto Asirón, Gabriel R. Cañizares, Julián Gutiérrez Conde, Willy M. Olsen, Antonio Díaz-Deus, David Serrano, Óscar Mateo, Miguel Juan Jiménez Rollán, Enric Lladó, Cipriano Toledo, Eduardo Bieger, Ovidio Peñalver, Manu de la Flecha, Eber Dosil, Javier Vasserot, Juana Villanueva
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Diseño de cubierta: David Serrano
Iconos de portada por Rflor
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-10209-47-3
Producción del ePub: booqlab
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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Prólogo
Un atardecer sobrecogedor en Albacete
Marta Prieto Asirón
Mi madre me lo dijo
Gabriel R. Cañizares
Aspasht
Julián Gutiérrez Conde
Energías terribles
Willy M. Olsen
Un encuentro con lo sagrado de la existencia
Antonio Díaz-Deus
El silencio de Inés
David Serrano
La brújula
Óscar Mateo
Llamarás a mi puerta
Miguel Juan Jiménez Rollán
«Deus Ex Machina»
Enric Lladó
Mi «historia poco normal»
Cipriano Toledo
Mi gato Fermín
Eduardo Bieger
La sensación de levedad
Ovidio Peñalver
Ser de luz
Manu de la Flecha
El milagro de Tommy Wiseau
Eber Dosil
¿Están bien los niños?
Javier Vasserot
La mujer de blanco
Juana Villanueva
Me pasé la infancia y la juventud cultivando con esmero una mente brillantemente racional. Hija y hermana de ingenieros, y con una madre bióloga, venía de una familia muy de Ciencias, que es lo que estudié yo hasta que al final me decanté por el Derecho. Por aquel entonces leía muchísimo, sobre todo novela. Eso sí, muchas novelas de aventuras y también buenas históricas y de ficción, porque es verdad que he leído muy buenos libros de joven, aunque no los libros de metafísica que devoro en estos últimos años, pues ya no me interesan tanto las historias inventadas.
Mi madre asistía a las charlas del padre Pilón en el colegio Chaminade, un sacerdote prodigioso, que, además de ser un gran radiestesista, era experto en temas paranormales. Probablemente por provenir de un sitio mágico como es Arizcun, en el valle del Baztán (Navarra), tierra de brujas y hadas, creía en la existencia de otras realidades. Nunca hablamos de ello y yo no lo supe hasta que yo misma me topé con estos temas, aunque eso sería ya muchos años después de su muerte. El resto de la familia aplicaba escuadra y cartabón a la vida y funcionaba como un reloj suizo con una mente perfectamente cuadriculada, aunque luego mi hermano, ya de adulto, contaría muchas cosas que le pasaban de pequeño, pero bueno, esa ya es otra historia.
La curiosidad y la observación a lo largo de los años de numerosos sucesos inexplicables en base a la lógica y que se escapan a los parámetros de cualquier convención conocida o estadística posible, así como la lectura de innumerables libros de fenómenos insólitos, misterios varios y acontecimientos sobrenaturales, y los numerosos testimonios personales de conocidos, gente no sospechosa de sufrir de «alucinaciones», que enseguida tienen algo insólito que contar cuando muestras alguna predisposición en este sentido, poco a poco, casi sin darme cuenta, me han ido llevando a reconsiderar mis lógicos esquemas de juventud y abrir la mente, diría que ya de forma total.
Me apetecía mucho publicar una antología, pues teniendo un gran y nutrido grupo de buenos escritores de muy diversa procedencia, cultura y carácter creo que puede constituir como mínimo un interesante ejercicio literario compartido de vivencias personales de esos sucesos insólitos desde todo punto de vista que nos han acontecido, y seguramente nos sorprendamos mucho unos a otros y también a alguno de nuestros lectores.
Pues el lector considere que, a pesar de que la literatura y la mejor literatura vuelan con ayuda de la imaginación, el mayor don de los seres humanos, se ha pedido a los escritores de este libro que se ciñan a la descripción de hechos reales vividos en primera persona, eso sí, expresados por cada cual de la forma que estime más oportuna. Pero es solo la forma la que permite un margen de creación, y espero que no de exageración, pues el fondo les aseguro que es verdad al ciento por ciento (o al menos eso me han asegurado todos los que han participado en este proyecto, por muy increíble que parezca tras leer algunos de los relatos que aquí se recogen). Algunos de los que me enviaron, siendo todos excelentes desde el punto de vista literario, tuvieron que ser descartados para este libro en particular pues no cumplían el requisito solicitado de «historia inexplicable», y caían más bien en la categoría de «historias curiosas», «historias sorprendentes» o casualidades varias. Todos ellos me han proporcionado sugerentes ideas para ulteriores antologías, pero ahora me apetecía mucho hacer esta y quería que fuera fiel al objetivo perseguido.
Creo que los 16 autores hemos conseguido una buena muestra de sucesos inverosímiles que al menos harán cuestionarse a alguno la idea de que todo sea tan simple y explicable como nos han contado.
Abre la antología mi relato, aunque advierto que me ha costado seleccionar una de entre las muchas experiencias singulares y sincronías que he tenido ocasión de experimentar por mí misma, como seguramente les haya pasado a todos ustedes si han tenido el valor de reconocerlo y no ocultarlo en el fondo de su mente, como puede ocurrir.
Esa mañana madrugué mucho. Corría el mes de junio del año 2000. Recuerdo perfectamente el vestido que me puse, negro con ribetes blancos, ya que aún lo conservo porque es muy mono, aunque ahora no lo uso pues me parece un poco corto para mí. Tenía que visitar a un cliente potencial en Alicante, una empresa de mármoles muy rentable que estaba interesada en que la asesoráramos en un posible proceso de venta de acciones. Yo acababa de montar mi propia empresa de asesoramiento financiero con un par de socios. Los tres proveníamos de Alpha Corporate, la división de fusiones y adquisiciones del grupo Arthur Andersen, por aquel entonces la firma de auditoría más grande y prestigiosa de España, antes de sucumbir y desaparecer pocos años después de modo definitivo. Unos meses atrás había solicitado una excedencia para poder conciliar vida familiar y profesional. Me gustaba mi trabajo, pues era realmente interesante, pero había tenido una segunda niña y cogía un avión varios días a la semana. Empezaba a ser una forma de vida bastante incompatible con el hecho de criar una familia, o al menos como a mí me parecía que había que tener una familia.
Pero la inercia del trabajo, el atractivo que tenía, fue una tentación demasiado grande. Dos de las personas de mi equipo de Alpha Corporate me propusieron montar una consultora «boutique». Alquilamos una oficina muy aparente al lado del hotel Santo Mauro de Madrid, es decir, en muy buena zona, y nos dispusimos a seguir las oportunidades y los contactos que teníamos entre los tres. Yo era la más experimentada del equipo. Había dejado la división de M&A de la gran auditora el último año de gerente y el siguiente paso habría sido convertirme en socia, cosa que creo que probablemente habría conseguido. Pero mi decisión no me pesó. Siempre he sabido que en la vida todo tiene un precio y yo no estaba dispuesta a que mi familia fuera el precio que había que pagar por un sueldo alto y un trabajo que requería dedicación extrema.
Empecé la consultora «boutique» (se llamaba Antares, como la gran estrella) con ilusión, aunque también con la (mala) conciencia de que por delante me esperaba mucho trabajo, pero que asumía que podría dominar al haberme convertido en dueña de mi propia agenda. En el fondo sabía que me engañaba: había salido de «Guatemala» para caer en «Guatepeor», pues un negocio propio exige miles de horas de dedicación y esfuerzo, como bien he podido comprobar todos estos años que llevo dirigiendo mi propia editorial (eso sí, con los finalmente serían cuatro niños, pero ya criados), y había perdido muchas de las ventajas que ofrece el trabajar por cuenta ajena en una gran empresa.
En fin, me había dejado arrastrar por mi natural entusiasmo y ya estaba embarcada y comprometida con un nuevo proyecto y reto profesional, y ahí estaba, a las 7:00 h de la mañana subida en el cochecito de mi colega Gonzalo Liñán camino de Alicante. Y digo «cochecito» porque mi padre, que siempre había tenido buenos coches cuando pudo, nos enseñó que para viajar hay que hacerlo en vehículos grandes y que estén a punto. Pocas veces me he subido yo en un utilitario para hacer un viaje de 400 km, pero esa fue una de esas veces…
Gonzalo iba al volante y yo en el asiento del copiloto. Avanzábamos tranquilos, conversando sobre nuestra visita y trabajo. Le conté que esa mañana mi marido había recibido una nefasta noticia. El hijo de unos grandes amigos de sus padres, la familia Servet de Murcia, había fallecido el día anterior en un accidente de tráfico ocurrido en la provincia de Albacete cuando viajaba para asistir a la boda de su hermano. Mi marido lo conocía de toda la vida y lógicamente el fallecimiento representó una gran tragedia para todos. Por ello iba a acompañar a sus padres al entierro que iba a tener lugar esa misma tarde en el cementerio de Albacete. Fue claro está un suceso que a todos nos impactó muchísimo por la juventud de la víctima y las circunstancias del mismo.
Gonzalo y yo íbamos comentando el terrible acontecimiento precisamente cuando estábamos pasando por el mismísimo lugar del accidente mortal del día anterior, donde todavía se veían señales del mismo. Cogí el teléfono para hablar con mi marido y decírselo, pero no me dio tiempo a terminar de contarle nada porque en ese momento se interpuso delante nuestro un vehículo que acababa de incorporarse a la autopista por el carril derecho, por el que nosotros circulábamos a la velocidad que se permitía entonces, que seguramente era mayor del límite de los 120 km/ hora de hoy en día (antes íbamos por las autopistas a 150 km/h muy tranquilamente), pero el coche que se nos metió delante iba excesivamente lento. El impacto fue inevitable. Nos empotramos literalmente en la furgoneta que se nos acababa de colocar enfrente aparecida de la nada. Retransmití en directo por teléfono el choque a mi marido. El pobre tuvo que sentarse en una silla de la impresión. Yo llevaba puestas unas gafas de sol que salieron volando y recuerdo que el tornillo de la patilla me hizo un arañazo en toda la cara. Pero a nosotros no nos pasó absolutamente nada. Eso sí, el coche de Gonzalo quedó siniestro total. Acudió al lugar la Guardia Civil y pronto se vio que el conductor de la furgoneta con la que nos habíamos estampado estaba ebrio y que esa había sido la causa de su temeraria maniobra y del accidente. ¡Borracho a las 9:00 h de la mañana! En fin, que no nos matamos de milagro, o seguramente porque todo estaba perfectamente orquestado conforme a un plan mayor y ese día no tocaba que nadie más muriera en ese lugar, que ya había sido testigo de suficiente dolor el día anterior.
La grúa acudió al rescate a su debido tiempo. La cuestión es que Gonzalo se había quedado sin coche y se tenía que ocupar de todo lo relativo a la gestión del vehículo siniestrado y yo estaba muy cerca del lugar al que iba a acudir mi marido, que ya se había puesto en camino para asistir al entierro de su amigo. Por lo tanto decidí reunirme allí con él. Recuerdo ese entierro al aire libre en un atardecer paranormal, con una mezcla de sensaciones muy intensas acerca de la precariedad de la vida. Por el joven que había fallecido, por que yo misma podía haberme matado ese día, y por que todo hubiera ocurrido en el mismo sitio el mismo día. Lo interpreté como un mensaje que me mandaba el universo para que reflexionara sobre el rumbo que le estaba dando a mi vida después de haber dejado mi fabuloso trabajo para cuidar de mi familia. Me había dejado llevar de nuevo por la vorágine y estaba otra vez metida en una carrera. ¿Tenía algún sentido para mí? Esas eran las preguntas que me hacía en aquel cementerio, escenario de un suceso alucinante entre nubes de colores, pues fue una de las puestas de sol más fantásticas que recuerdo en mi vida.
La certeza de que aquello era un mensaje del Más Allá se confirmó cuando volví a Madrid y me hicieron una revisión médica para verificar que estaba todo bien tras del accidente que había sufrido. Entonces descubrí que estaba embarazada de un mes de mi tercer bebé, algo que desconocía hasta ese momento. ¡Cómo iba a criar a tres niños pequeños con un negocio propio de compraventa de empresas! Esa misma semana quedé en una terraza de la calle Serrano con mis socios y les comuniqué mi determinación de venderles mis acciones y retirarme de todo aquello. Y ese fue uno de los grandes empujoncitos que me dio el universo para irme acercando a la que con el tiempo se convertiría en mi gran apuesta personal y profesional: la creación de editorial Kolima, un proyecto para aumentar la conciencia mediante la publicación de libros con valores, aunque antes tendría que hacer muchas cosas más (como por ejemplo descubrir que ese era mi propósito, e impartir miles de horas de formación a directivos), porque las cosas del universo van a su ritmo…
Marta Prieto Asirón es autora del libro Simple-mente un caballo.
«Respira hondo y tensa el brazo. No pierdas aire ni apartes la vista del horizonte. Luego gira la cintura y suelta un latigazo, todo a un tiempo. Si algo te duele es que no lo has hecho bien». Mi padre recitaba esa letanía cada vez que me veía apedrear los flecos del mar. Los viernes cálidos de primavera nos reuníamos con él a la salida del trabajo para tomar un bus hacia la costa y derramar luego la tarde frente a sus azules perpetuos. No era un plan que me sedujese. Por entonces yo carecía de mañas para combatir el aburrimiento al que inducen las soledades playeras. Sin embargo recuerdo que para mis padres aquellas tardes eran el mejor momento de la semana; a veces el único disponible. Les bastaba parlotear de sus cuatro cosas sobre la arena y verme zascandilear de acá para allá entre conchas y piedras para sentirse afortunados. A mis ojos la suya era una planitud enigmática, una renuncia vital que solo se quebraba con la caída del sol, cuando instigados por el frescor de la brisa hollaban descalzos la arena húmeda para acompañarme en mis apedreamientos.
Era por esa época poco más que un mozalbete de talle espigado, flaco de tanto nervio y avispado hasta donde permitían los tiempos. Pero aun siendo lego en asuntos de padres no tardé en percatarme de que aquellos hábitos de apariencia vacua más que al recreo iban dirigidos a acortar las distancias y reafirmar nuestros apegos. Descubrí así que nuestro deber era hacernos felices unos a otros, con lo poco que tuviéramos a nuestro alcance. Y aprendí a disimular mis disgustos y fingir interés por esas soporíferas visitas al mar. La gratitud fue la parte que me correspondió en aquel reparto. La doctrina que tuve que asimilar.
Hoy ya no me caben las dudas. Algo de lo que soy se lo debo a aquella playa, a la manera en que mis padres marcaron parte de mi destino, tal vez sin quererlo. Reconozco que hubiera preferido cualquier otro lugar para el adiestramiento, pues siempre detesté los calores húmedos, el martirio de la arena pegada al cuerpo, ese escozor salobre acuchillando las cuencas de los ojos. Pero regresaría allí de nuevo si pudiera lanzar piedras con él, o sentarme junto a ella y disfrutar de aquellas fábulas preñadas de supersticiones que mi inocencia avalaba sin reparos. Ese recuerdo, intacto en mi cabeza, ha mejorado con la pila de años que nos cayó encima, a pesar de cómo nos cambiaron. No dejé que nada se perdiera en el viaje a la madurez. No podía atisbar los renglones que el futuro se guardaba, pero podía escribir ese pasado y recorrerlo cada vez que lo necesitase. Por eso la infancia es el único lugar del que nunca me he ido. Y por eso ahora, como siempre que me asomo a una vasta extensión de agua, regresan a mí aquellas imágenes sazonadas de feliz añoranza. Ni sé contenerlas ni quiero hacerlo. Me gusta que vayan y vengan a su antojo, como las espumosas olas de aquel mar.
Justo en ello andaba pensando hace un instante, mientras buscaba proyectiles por los alrededores. Luego, aplicando el viejo procedimiento de mi padre, he catapultado uno al vacío. De haberme visto hoy se habría sentido orgulloso. En un instante la piedra ha rasgado el aire por encima de la tupida fronda, ha descrito una trayectoria curvilínea y ha perforado las aguas del río. Apenas me ha devuelto un chapoteo imperceptible antes de desaparecer. Vuelo corto, recompensa efímera, olvido eterno. Suena parecido a la vida, me digo.
Conviene aclarar que no ha sido un hecho aislado. Durante esta última hora muchas piedras se han precipitado al cauce con precisa regularidad. Algunas arrastrando consigo un pensamiento doliente, otras una porción de rabia. La mayor parte de ellas volaban y caían por su propio peso, sin otra misión que aliviar el sopor de un tiempo muerto. Imagino que la apatía y la tristeza, sumadas a la infeliz certidumbre que ha de culminar esta larga espera, hacen de tan repetitivo gesto un pasatiempo apetecible.
Mis compañeros han preferido otras distracciones. Uno de ellos anda desmembrando ramas secas para fabricarse fustas que luego hace restallar contra los troncos de los pinos. El otro yace recostado contra un colosal peñón, murmurando con su conciencia mientras garabatea en la tierra oscura con un filoso estilete de madera. Allá al fondo, en el primer recodo del camino, dos agentes de la Guardia Civil intercambian lumbre y cuchichean entre bocanadas de humo junto a un par de periodistas. Debo agradecerles que los mantengan alejados de nosotros; la idea de sustituir las piedras por esa maldita cámara de televisión me resulta peligrosamente apetecible. Pero sé que antes o después el sargento volverá a acercarse. No han debido bastarle mis argumentos y no deja de observar, de analizar nuestros movimientos con un gesto distante y grave, mitad curioso mitad desconfiado. Y lo entiendo. De hallarme en su lugar yo también lo cuestionaría.
No dejo de cavilar en todo lo ocurrido mientras selecciono el nuevo canto que ha de tragarse el río. Sin urgencias. Puedo permitirme el lujo de la paciencia, pienso; especialmente ahora que el tiempo reniega a sus prisas, extraviado en los contornos de este día gris. Poco ha cambiado en el paisaje desde nuestra llegada. El horizonte agoniza a un centenar de metros, y más allá el mundo parece haberse disuelto en el manto turbio que desciende desde los altos valles. No gotean las nubes, pero todo está empapado. El aire se condensa por dentro y encharca la garganta, los bronquios, las entrañas mismas. Solo los ojos, huérfanos ya de lágrimas, se alivian con la atosigante humedad.
