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Leer esta Antología de Vida y Muerte nos va conduciendo por diferentes caminos que podrían ser experiencias en la vida de cualquier persona. La joven autora sabe capturar nuestra atención en estos breves cuentos, para sorprendernos con un final que más que resolver la historia nos deja llenos de preguntas. Historias de la vida, transcurridas en cualquier escenario, en cualquier momento pasado o actual. Siendo ésta su primera obra literaria, Candela Viglione se nos presenta como una autora prometedora, con mucho camino por recorrer.
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Seitenzahl: 111
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cande Viglione
Cande ViglioneAntología de vida y muerte / Cande Viglione. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4051-5
1. Narrativa. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Infancia
Mis recuerdos de chica
Los 12 Arcos
Las ruinas de Notre-Dame
Juventud
Mis recuerdos de joven
El Cadillac 66
El otro
Adultez
Mis recuerdos de adulta
Las fotos
Humedad y hierro
A mis padres, por su apoyo emocional, pero sobretodo, económico. Sin ustedes, esto no hubiese sido posible.
A mi hermana, por leerlo (aunque sea un poco) y compartirlo
—¿Cuál es tu mayor recuerdo de chica? —le inquirió un voz dulce y cercana.
El cielo era tan azul que dolía un poco mirarlo, unas nubes muy delgadas y lejanas no llegaban casi a divisarse. El sol calentaba, pero no quemaba. Una brisa ocasional movía el pasto, cosquilleándole los brazos y el cuello.
—¿Qué? —le respondió a la nena que tenía a su lado, sin mirarla.
—¿Son recuerdos felices o tristes? —le contestó la voz. Ella cerró los ojos, sintiendo la brisa y el sol—. Ani... —le susurró en el oído.
—No sé qué me estás preguntando —le soltó, aún sin mirarla.
—¿Cuál es tu mayor recuerdo de chica? De la infancia —insistió, algo impaciente.
—¿Qué decís, Mili? ¡Si todavía somos chicas! —le respondió con los ojos cerrados y el ceño fruncido.
—¿Querés que te diga el mío? ¿Cuál es mi último recuerdo? —le susurró Mili. Tan cerca que le dio la sensación de que la voz venía de adentro de ella.
Ani abrió los ojos, cegada por un momento ante el azul del cielo. Su cuerpo no era el de una nena. Tenía los brazos largos, los senos erguidos y sintió el pelo corto hasta el cuello, a pesar de que recordaba llevarlo largo cuando era chica. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se abrían ante la luz. Volteó lentamente la cabeza hacia Mili y las lágrimas cayeron en el pasto.
Mili tenía el pelo dividido en dos colitas. El rostro en la dirección de Ani, ensangrentado, manchaba también el pelo de su colita izquierda sobre el pasto. La mirada clavada en Ani, con las pupilas dilatadas y la boca semiabierta. Su ropa estaba sucia y desgarrada.
Ani volvió la vista lentamente al cielo mientras ahogaba un sollozo. Cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el labio, y al abrirlos despertó en su cama. Tenía un monoambiente en la ciudad, y por el ventanal se veía (pero sobre todo se escuchaba) la lluvia. Aunque era de mañana, la oscuridad del cielo era tal que el departamento estaba en penumbras.
Ani se levantó, corriendo la sábana, con una mirada inexpresiva. Una camiseta blanca y la bombacha eran su ropa de dormir. Sus pies, con las uñas pintadas de bordó, hacían crujir el piso de madera mientras se acercaba al ventanal. Miró hacia abajo, con el flequillo pegándose al vidrio, la gente caminaba apurada bajo la cortina de agua y los autos pasaban a una velocidad incluso mayor.
En la esquina, Ani vio que dos nenas tomadas de la mano compartiendo un paraguas esperaban a cruzar. Llevaban pilotos, uno amarillo y el otro violeta, hablaban, reían, y cuando el semáforo les dio pase cruzaron mientras mantenían su conversación. Ani no apartó la mirada. El paraguas voló por el aire, seguido de cerca por el cuerpo de la nena en el piloto amarillo. El auto siguió su camino, perdiéndose al doblar tres calles después. La gente gritaba, el ruido de los coches se detuvo, permitiendo escuchar la lluvia y los pedidos de auxilio y ambulancias.
Ani se alejó de la ventana. Manteniendo su rostro inexpresivo, y sin encender las luces, se preparó un café. Se sentó en la barra de su cocina para tomarlo, mientras rogaba por dentro escuchar pronto el sonido de la ambulancia.
Marla salió a jugar con su padre, Marcos, esa mañana. Tenían una casa en el campo, frente a la laguna y solían nadar juntos. Desde hacía un tiempo a Marla le dolía mucho moverse, pero nadar solía aliviarla, así que nadaba con su padre sin dudar. Pero esa mañana fue diferente, su padre simuló ayudarla a nadar, y sin titubeos la mantuvo bajo el agua hasta ahogarla. Luego, salió de la laguna y subió hasta la casa. Tomó la escopeta que escondía en el costado del aparador de la sala de estar, revisó una vez más, la había revisado antes de salir, que estuviera cargada y sentándose en la silla de la cocina llevó el caño a su boca y gatilló. Tenía cuarenta años.
Marla despertó en un lugar muy blanco, casi cegador. Tenía doce años y estaba muerta. Miró a su alrededor, pero no vio nada, así que comenzó a caminar. No había arriba o abajo, izquierda o derecha, adelante o atrás. La nena caminaba sin rumbo, hasta que divisó una figura pequeña. Corrió a ella y descubrió que era un gato, su pelo era marrón oscuro y sus ojos de un verde familiar. Lo saludó, para su sorpresa el gato le devolvió el saludo.
—Mi nombre es Socram —dijo claramente.
—El mío es Marla.
—¿Hace cuánto que llegaste?
—No lo sé. No pareció mucho tiempo, pero no entiendo este lugar. ¿Dónde estamos?
—Es el limbo.
—¿El limbo?
—Sí, el lugar por donde pasan las almas antes de ir al paraíso… o al infierno.
La mirada de Marla demostró su tristeza repentina.
—Entonces… ¿estoy muerta? —inquirió con los ojos llorosos.
—Sí —respondió seriamente el gato.
—¿Me van a juzgar para saber dónde ir?
—Sí —asintió.
—Y ¿quién? —dijo mientras miraba a todos lados—. Yo no veo a nadie.
—No los vas a ver porque son espíritus. Pero te van a estar juzgando mientras crucemos los arcos.
—¿Qué arcos?
—Aquellos —señaló el gato detrás de la niña con el hocico.
Marla volteó y vio un camino de doce arcos cuadrados y rojos. Eran muy altos y anchos, no podía entender cómo no los había visto hasta entonces. En sus columnas, tenían tallado el número en color dorado y del marco superior colgaban dos enormes cascabeles. La niña se dirigió al gato sin voltear.
—¿Me van a juzgar mientras cruzo? ¿O luego de cruzarlos?
—El juicio es al final del camino, pero estas son las doce pruebas.
—¿Doce pruebas?
—Sí, te van a mostrar doce recuerdos, por tus doce años de vida. De acuerdo con tu reacción a esos recuerdos, serás juzgada.
—¿Cómo mi reacción? ¿Tengo que decir algo? ¿Hacer caras?
—No, ellos van a saber la reacción de tu corazón antes de que puedas decir nada.
—Aaah —dijo la nena mirando la enormidad de los arcos. Entonces se agachó hacia el gato y susurró—: ¿Entonces estos son los espíritus?
El gato asintió. Parecía sonreír. La nena miró alrededor una vez más. Fuera de los arcos, todo tenía una blancura sin ningún tipo de diferenciación. Frunció el ceño y se incorporó.
—¿Acaso soy la única persona en este lugar?
—Sí. Los limbos son personales.
—Creí que todas las almas en transición pasaban por este lugar.
—Pasan, pero no se ven entre ellas. Es importante que no haya distracciones durante la prueba. ¿Vamos?
Marla miró asombrada a Socram, luego frunció el ceño aún más.
—Si son personales, ¿por qué vos estás acá? —Dio un paso hacia atrás, alejándose del gato—. ¿Quién sos?
—Soy tu guía, todas las almas tienen uno.
Marla lo miró con desconfianza.
—Y ¿por qué un gato? Yo nunca tuve gatos. ¿Todos tienen gatos?
—Somos seres que podemos conectar con el mundo espiritual, te puede tocar un gato o un perro. Yo soy un gato, y me fuiste asignada. Y si no empezamos el recorrido, no vas a llegar.
—¿Cómo que no voy a llegar?
—La prueba tiene un tiempo, si se te acaba vas a quedarte acá hasta que te asignen otro guía. ¿Te querés quedar?
—¡No! ¡No! —exclamó la nena estirando los brazos hacia el gato—. ¡Vamos!
Ambos comenzaron a caminar, y cruzaron el primer arco. Al pasar la columna, la blancura alrededor se transformó en un hospital. Marla era un bebé y estaba en brazos de su mamá, que le sonreía toda transpirada. Su padre, parado junto a su madre, le sonreía a la bebé con los ojos llenos de lágrimas. Marla quiso gritarle a su padre, pero solo le salió llorar. Su madre comenzó a tratar de calmarla. Sintió el calor de su cuerpo y el latido de su corazón, y se quedó tranquila. Hacía mucho tiempo que no sentía su abrazo y decidió disfrutarlo mientras pudiera. Unas lágrimas recorrieron sus mejillas. Cuando abrió los ojos se encontraba frente al segundo arco.
—¿Qué? ¿Ya está?
—Sí, es un recuerdo de bebé, es muy frágil.
—Y, ¿vos sabés si me voy a reencontrar con mi mamá?
—No, no lo sé. Va a depender del lugar al que vayas y el lugar en el que ella esté.
—Ah, claro. Ella seguro está en el cielo. Vos no sabes dónde está, ¿no?
—No —dijo el gato bajando la cabeza, como si le pidiera un perdón silencioso.
Marla avanzó al siguiente arco. Despertó en el hombro de su madre, que la hamacaba mientras revolvía un puchero, el olor de la comida era tan delicioso que la hizo feliz. Hasta que se dio cuenta de que era un infante de un año, y no iba a poder comer nada de eso. Rompió en llanto de la bronca y su madre se apresuró a sentarla en su sillita. La abrochó mientras ella seguía llorando y su madre trataba de calmarla. Fue a la heladera, tomó una mamadera y la puso a baño maría en una ollita con agua. La sacó, la secó y probó la temperatura de la leche en el anverso de su muñeca. Marla no podía dejar de llorar, aunque no sabía por qué lloraba. Su madre acercó el biberón a su boca y Marla comenzó a tomar, calmándose al contacto con la leche tibia. Sostuvo por su cuenta el botellón y siguió tomando mientras su madre apagaba el fuego de su puchero y lo servía en una bandeja. Su padre entró en la cocina y dejó su campera en una de las sillas. Se acercó a ella y besó su frente.
—¿Qué tal princesa? —le dijo—. ¿Está rico eso?
Luego caminó hacia donde estaba su mujer y la besó en el cuello abrazándola por la espalda.
—Esto ya está. ¿Vas poniendo la mesa? —le dijo ella.
—Ahí va —contestó él soltándola y abriendo la heladera. Sacó una botella pequeña de cerveza, la destapó y comenzó a tomar.
—¿Cómo te fue? —le inquirió ella mientras ponía en la mesa los vasos y los cubiertos.
—Más o menos. Qué se yo. Dicen que me van a llamar, pero viste cómo es.
—Sí —dijo ella poniendo el puchero sobre la mesa—. Pero hay que hacer algo, Marcos, la nena necesita cosas y no podemos seguir viviendo de prestado.
—Sí, sí. Ya sé. Pero, bueno, ¿qué querés que haga? Por lo menos nos queda algo de la indemnización, ya voy a encontrar, quedate tranquila.
—Sí, eso espero —dijo ella suspirando—. Dale, sentate que se va a enfriar.
Marcos se acercó a la mesa y se sentó. Sirviéndole el puchero en el plato a su mujer y luego sirviéndose él. Su madre se acercó a Marla, que había dejado el botellón a un lado escuchando la conversación de sus padres, y la sacó de la sillita golpeando suavemente su espalda. Marla eructó y luego comenzó a sentir mucho sueño. Su madre seguía golpeando suavemente su espalda, y Marla cerró los ojos. Al dejar de sentir el tacto de su madre los abrió, y se encontró parada ante el tercer arco.
—¿Esto va a ser todo así? —le inquirió al gato mirando hacia el arco.
—Sí. Son tus años de vida, cada arco representa un año y cada año tiene un recuerdo.
—Pero no son recuerdos que yo tenga presentes, o al menos no son cosas de las que me acuerde.
—Es que eras muy chica. Pero el recuerdo está ahí.
—¿Y yo puedo modificar algún recuerdo?
—No.
—¿Y si quiero decir o hacer otra cosa?
—No importa si querés, no vas a poder. En el recuerdo vas a decir o hacer exactamente lo mismo que viviste, aun si querés otra cosa. No tenés ese poder. El pasado es imborrable, e incorregible. Somos producto de lo que fuimos, y cuanto antes lo entendamos, mejor.
—¿Mejor para quién? Si yo ya estoy muerta.
—Precisamente. ¿Para qué querés modificar el pasado?
—No sé. A lo mejor podría impedir que mamá se muera.
—No podrías impedirlo, aunque quisieras. Las cosas no pasan por un motivo en particular. Suceden y ya. Podrás salvarla en tu recuerdo, pero en la vida real va a seguir muerta. No vas a poder devolver su espíritu a la tierra.
A Marla los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿O sea que voy a tener que volver a verla morir? —dijo con la voz quebrada.
—No lo sé. Puede ser. Yo voy a estar ahí igual, quedate tranquila.
—¿Vos?
—Sí, yo.
Marla se secó las lágrimas mirando al gato, y asintió. Comenzó a cruzar el tercer arco.
Entró en la sala de estar, caminando como una nena de dos años, su madre cosía un pantalón sentada en uno de los sillones. Era de tarde, y la luz naranja se colaba entre las cortinas de las ventanas. Su madre levantó la mirada y le sonrió.
—¿Qué pasa, Mar? ¿Te despertaste de la siesta?
Marla asintió sonriendo.
—Mamá —consiguió decir—, bacho. —Y estiró los brazos.
—Vení acá con mamá —le dijo en un tono de voz juguetón mientras le sonreía de oreja a oreja y aplaudía sus piernas.