Antología - Julián del Casal - E-Book

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Julián del Casal

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Beschreibung

Antología de Julián del Casal: Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor de la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, es el que trabajaba Julián del Casal. José Martí

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Seitenzahl: 386

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Julián del Casal

Antología Edición de Ángel Augier

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Antología.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-341-9.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-417-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-527-2.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Prólogo Julián del Casal en el contexto del modernismo hispanoamericano 11

Julián del Casal y Rubén Darío: paralelo revelador 11

Notas dominantes y recursos artísticos 26

«Mi museo ideal». El soneto modernista casaliano 33

Las Rimas con los Bustos 36

Prosa de Julián del casal. «La otra cara de la luna» 45

Crónicas 61

La sociedad de La Habana 63

Dedicatoria a madame Juliette Lambert 63

Capítulo I. El general Sabas Marín y su familia 64

Capítulo III. La antigua nobleza 68

Capítulo XI. La prensa (Fragmentos) 85

Capítulo IV. Los antiguos nobles en el extranjero 90

Capítulo XIII. Los pintores (Fragmentos) 94

El general Salamanca 99

Bustos femeninos 103

Crónica 107

Los funerales de una cortesana 113

Seres enigmáticos 115

El hombre de las muletas de níquel 115

Salones habaneros 121

Gran baile de trajes 121

Veladas teatrales 125

La señorita Ina Lasson y las hermanas Joran 125

Álbum de la ciudad 127

I. Frío 127

II. En Tacón 128

La herodíada perruna 131

Todavía los perros 133

Noches azules 137

Un gran matrimonio 137

Croquis femenino 143

Derrochadora 143

A través de la vida 147

Bocetos sangrientos 151

El matadero 151

Siluetas artísticas 155

Claudio Brindis de Salas 155

Salones habaneros 159

Una recepción 159

Temas literarios 163

Carta abierta 163

Rubén Darío 169

Azul y A. de Gilbert 169

Rubén Darío 176

Manuel Reina 183

I 183

II 184

III 194

Recuerdos de Madrid 195

Un poeta mexicano: Francisco de Icaza 195

Joris-Karl Huysmans 203

La vida errante 213

Guy de Maupassant 213

En el cafetal 219

La vida literaria 225

Aurelio Mitjans 225

Verdad y poesía 229

Bustos 233

I. Ricardo del Monte 233

II. Enrique José Varona 241

III. El doctor Francisco Zayas 246

IV. Aurelia Castillo de González 253

V. Esteban Borrero Echevarría 258

VI. Juana Borrero 265

VII. Bonifacio Byrne 276

VIII. José Fornaris 282

IX. José Arburu y Morell 290

Libros a la carta 303

Prólogo Julián del Casal en el contexto del modernismo hispanoamericano

Julián del Casal y Rubén Darío: paralelo revelador

Si nombrar las cosas es función atribuida al mito, la de nombrar a las personas, que es obra del azar, en algunos casos podría creerse que es obra de la fábula. Uno de esos casos es el del poeta cubano Julián del Casal. Recuérdese el inicio del fino y amoroso obituario que le consagró José Martí: «Aquel nombre tan bello; que al pie de los versos tristes y joyantes, parecía invención romántica más que realidad».1 Sobre lo que significó esa fabulosa realidad queremos reflexionar. Una realidad que sin dejar de parecer también «invención romántica», paradójicamente contribuyó a la agonía del romanticismo, para enriquecer a la poesía hispánica con más transparencia y pureza artística.

Siempre se ha reconocido la importancia de este poeta cubano, dentro del movimiento renovador de la literatura iberoamericana —encabalgado entre los siglos XIX y XX— al que se puso la etiqueta de modernismo. No obstante, a lo largo de toda una centuria la crítica literaria debatió sobre la ubicación del poeta, situándosele ya entre los precursores, ya entre los iniciadores de aquel poderoso impulso artístico de las letras de nuestra América que se extendió a las españolas. Otro punto polémico fue el de si precedió Casal a Rubén Darío —otro nombre de signo fabular— en el cultivo de la nueva poesía e influyó sobre él, o viceversa, si fue el poeta de Azul(1888) quien ejerció influjo sobre el poeta de Nieve (1892). La incógnita quedó despejada en su momento, con un criterio conciliador que ya se verá.

Para mí, cierto es que el estudio de la personalidad poética de Casal en paralelo con la de Darío no solo confirma tal criterio, sino que, además, ofrece un ángulo de observación y de valoración de mucha apertura y calado en la búsqueda de claves para comprender mejor su discurso lírico, en el contexto del modernismo. Las relaciones personales entre ambos poetas han de aportar elementos definitorios en el análisis y las conclusiones.

El paralelo tiene un inicio significativo: la coincidencia de que la primera composición publicada respectivamente por uno y otro poeta se titulara «Una lágrima», sin más diferencia que la de haber colocado Casal su título entre signos de admiración (diferencia que también ha de resultar significativa a la hora de las conclusiones). El poema nicaragüense apareció en el periódico El Termómetro, de Rivas (junio de 1880), a los trece años del niño prodigio, y el cubano en un semanario habanero, El Ensayo (febrero de 1881), a los diecisiete años de su autor, quien, como se sabe, era tres años y dos meses mayor que Darío, si bien la precocidad de éste compensaba de cierta manera la distancia cronológica.

Fue simple coincidencia, por el tema escogido, la muerte; en Darío, la del padre de un amigo, a quien dedica el poema; de la madre de una niña en Casal. Es improbable que Casal tuviese oportunidad de conocer en La Habana el periódico local de un pueblo de Nicaragua. Además, el espíritu y la factura de cada composición no presenta semejanza alguna. Son balbuceos poéticos de un niño tocado por la magia de la poesía y de un adolescente munido ya de esa gracia.

A esta coincidencia de carácter literario antecedió otra de tipo personal. Al hacer brotar esa «lágrima» poética en ojos ajenos, ambos habían tenido que regar de lágrimas propias el breve camino recorrido hasta entonces, pues desde temprana infancia tuvieron más motivos para verterlas que la generalidad de los niños. Contando cinco años, Casal quedó huérfano de madre, y desde los nueve tuvo por hogar el internado de una escuela religiosa. También fue aciaga la infancia de Darío: casi desde la cuna perdió padre y madre, y no precisamente por fallecimiento, aunque tuvo por hogar adoptivo el de sus tío-abuelos. La prematura orfandad marcó sus vidas para siempre.

Fueron hombres profundamente tristes. Pero mientras Casal cultivó su melancolía innata, Darío se sobrepuso a ella, relegándola a lo más hondo, y solo asomó a su verso ocasionalmente («¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?»). Pero ya habrá oportunidad de perfilar las antítesis de temperamento, dentro de las muchas analogías biográficas.

Aunque las oportunidades de educación no fueron semejantes en uno y otro, Casal y Darío llegaron a un punto en el que, de alguna manera, coincidieron las condiciones a través de las cuales, en disímiles circunstancias, lograron formar su propia personalidad literaria. Tuvo Casal el privilegio de una esmerada educación en el Real Colegio de Belén, donde los jesuitas acogían y preparaban a los vástagos de la burguesía insular. El grado de bachiller, en 1880, le liberó del largo internado, cuyos últimos años transcurrieron en circunstancias difíciles, debido a los severos quebrantos de fortuna de su padre; por esa misma causa, se vio forzado a interrumpir estudios de Derecho que había matriculado en la Universidad de La Habana.

Darío no pudo rebasar la escuela primaria, que fue la inestable e irregular de los pobres. Pero en el ilustrado ambiente de la ciudad de León, su talento precoz y su temprana e impetuosa afición poética, le propiciaron un saber literario considerable para su edad y una prematura fama. En 1882, ya instalado en Managua, por acuerdo de la Cámara de Diputados, se le concedió una beca en una escuela superior de Granada, pero él la rechazó olímpicamente, porque se le había prometido esa beca en Europa. Desde entonces, el mimado adolescente decidió hacer vida de hombre de letras, prodigando generosamente sus versos en publicaciones y actos públicos locales.

También coincidieron los jóvenes Casal y Darío en su conducta protestataria: Darío fue de ideas ácratas y además defendió y luchó por la unión centroamericana; Casal, en el Colegio de Belén, estuvo vinculado a los grupos estudiantiles más liberales y patriotas y codirigió un periódico manuscrito subversivo que fue suspendido por los jesuitas.

Este año de 1882, en el que tanto Casal como Darío emprendieron libremente, sin ataduras académicas, el camino abierto de la poesía y comenzaron a penetrar en sus secretos, es un año decisivo en el proceso renovador de la literatura latinoamericana. Es el año en que José Martí (1853-1895) publica en Nueva York su poemario Ismaelillo, sugerente inicio de la nueva poesía, cuya necesidad había proclamado el poeta cubano con especial énfasis, desde sus destierros de la década anterior en México y Guatemala. Recuérdese su exhortación: «Se ha de escribir viviendo con la expresión sincera del pensamiento libre, para renovar la forma poética vaga que de España tiene América».2 También ese mismo año estrenó Martí en sus correspondencias a La Nación de Buenos Aires, la prosa modernista que ya anunciaban sus ensayos de la Revista Venezolana, de Caracas, un año antes, y ya entonces también le brotaban los «endecasílabos hirsutos» de los Versos libres.

Asimismo, en 1882, el poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) labraba, como Martí, la nueva prosa artística del modernismo. Razón tendría más tarde el poeta modernista panameño Darío Herrera, al afirmar que:

«Para mí Darío y Casal han sido los propagadores del modernismo, pero no los iniciadores. Este título corresponde más propiamente a José Martí (…) y a Manuel Gutiérrez Nájera. Ambos vinieron a la vida literaria mucho antes que Darío y Casal, y eran modernistas cuando todavía no había escrito Darío su Azul ni Casal su Nieve.3

Por entonces, en efecto, Casal y Darío iniciaron independientemente el intenso período de formación literaria que los incorporaría años después al movimiento renovador. A diferencia del nicaragüense, el habanero no fue pródigo en la publicación de sus versos en esa etapa inicial. Después de aparecer la composición «¡Una lágrima!» y otras dos más en números sucesivos de El Ensayo (1881), no se encuentra colaboración alguna suya en publicaciones cubanas hasta agosto de 1883: en la revista El Museo un poema titulado «Amor en el claustro». Es precisamente con el que presentó Nicolás Azcárate a Casal en una de las veladas literarias de Nuevo Liceo, suceso que evocaría luego el novelista Ramón Meza (1861-1911), como inicio de su amistad con el poeta, y por inferencia debe situarse en 1883, fecha de publicación del poema, y no en 1885, como se ha dicho erróneamente.

Es importante establecer la fecha, porque permite situar el período recordado por Meza en su conocido ensayo sobre Casal, que abarca dos etapas de su formación literaria y de su evolución estética, desde el romanticismo hasta su asimilación de las tendencias modernas de la poesía ochocentista. La primera etapa es la que evoca Meza, cuando con el joven poeta, codo a codo en el mismo lado de la mesa, en la vasta biblioteca de los abuelos del novelista, estudiaban la literatura «en preceptores tan amenos (…) como Lamartine y Madame de Stäel».4 Con romántico arrebato recitaban versos de Núñez de Arce, Zorrilla, Espronceda y Bécquer, y conmovíanles las heroínas y los héroes literarios de todos los tiempos. E insistía Meza:

Nos hallábamos en el período agudo de la fiebre de lectura, tributamos, por segunda o tercera vez a los grandes hombres, la admiración profunda que se merecen los genios: Esquilo, Sófocles, Virgilio, Dante, Goethe, Petrarca, Milton, Shakespeare»; y se preguntaba: «¿Qué no leímos? ¿Qué autor de universal celebridad no conocimos?5

La duración de esta primera etapa pudiera calcularse entre 1884 y 1886, pues al comienzo de las sesiones de lectura se reunían «en las horas de ocio, muy frecuentes por entonces, en que dejando de la mano a Justiniano y las Pandectas, estudiaba con el poeta la literatura», o sea, sugiere que se trata de la época universitaria del futuro novelista. Más adelante en su testimonio, reconoce Meza que «aquella mole aterradora de lectura comenzó a pesar sobre nuestros pulmones»,6 al punto de enfermarse ambos, pues, agrega, «trabajábamos algo, bastante», y enumera las múltiples tareas de una época muy posterior a la del ocio:

Además de nuestra ocupación diaria, él, de escribiente de Hacienda, yo, en el bufete, nos ocupábamos con toda puntualidad en la semanal tarea de redactar La Habana Elegante, de nuestras lecturas e investigaciones, y, por si fuera poco, íbamos a la biblioteca de la Sociedad Económica a copiar, página por página, obras de Cirilo Villaverde,

agregando: «Manuel de la Cruz y Aurelio Mitjans nos acompañan en esta tarea».7

Hay que recordar que no es sino hasta octubre de 1885 cuando figuran Casal y Meza, junto con Aniceto Valdivia, como redactores del semanario habanero. Han transcurrido varios años y en ese lapso han cambiado las circunstancias de vida de los protagonistas de la evocación de Meza.

La segunda etapa de este período —que pudiera ubicarse entre 1886 y 1890— comienza cuando, según Meza, Aniceto Valdivia «nos absorbió por completo a Casal», quien dejó «su íntima comunión de lectura con nosotros y entró con pasos firmes y decididos por otros derroteros, influidos tanto por la tendencia poética predominante en sus días, como por su forma material de expresión».8 Valdivia había regresado recientemente de Europa bien provisto de cultura literaria general y en particular de la literatura francesa contemporánea, bagaje avalado por una biblioteca envidiable y provocadora, que fascinó al poeta. Es bien explícito el párrafo de Meza al respecto:

Casal, que ya poseía el francés, se perfeccionó con facilidad admirable en este idioma penetrando los giros exquisitos de la rima en los autores de más difícil traducción. Los versos nuevos de Parnaso, de Teófilo Gautier, Carlos Baudelaire, Teodoro de Banville y Leconte de Lisle, señalaron otra tendencia en el poeta y sin duda que grabaron profunda huella con sus poesías sucesivas. Fue apartándose de los grandes poetas de su hermoso idioma: de Núñez de Arce, de Espronceda, Duque de Rivas, Zorrilla y Bécquer y de los románticos franceses, Hugo, Lamartine y Musset para estudiar la forma de expresión e inspirar sus ideales en la escuela novísima.9

Agregaba Meza otros nombres que lograron la devoción de Casal: Verlaine, D’Aurevilly, Huysmans, Viele Griffin, Moreás, Mallarmé, entre otros.

La línea fronteriza de estas dos etapas puede fijarse en el primer libro de Casal, Hojas al viento (1890), donde ya en los poemas posteriores a 1887, incorpora elementos de las nuevas tendencias, que alcanzarían plena manifestación en Nieve (1892).

Hay que destacar la coincidencia de que precisamente en aquellos mismos años, Rubén Darío experimenta una evolución similar a la de Casal, también en dos etapas con iguales características y resultados. En su primera visita a El Salvador (1882-1883), Francisco Gaviria lo inicia en el conocimiento de Víctor Hugo y le revela su adaptación al castellano de la cadencia rítmica del alejandrino francés. De regreso a Managua, el joven Darío obtuvo empleo en la recién fundada Biblioteca Nacional nicaragüense. Allí, según testimonio del poeta en su Autobiografía,10 Antonino Aragón, que fungía de director, supo orientar sus lecturas durante largos meses de avidez intelectual. Edelberto Torres, el más autorizado biógrafo dariano, afirma con acierto que para Darío aquella etapa de afanosas lecturas en dicha biblioteca, constituyó la carrera universitaria del poeta. Leyó entonces a los clásicos castellanos del Siglo de Oro, frecuentó literaturas de diversas épocas y países, y profundizó de modo especial en el estudio de los románticos franceses —Hugo, Musset, Vigny— y españoles —Núñez de Arce, Campoamor, Zorrilla, Bécquer—. También en esa ocasión leyó por primera vez las crónicas de José Martí en La Nación de Buenos Aires, que habrían de influir en su estilo, como él reconoció posteriormente. Con ese bagaje, similar al que acumuló Casal en la primera etapa que hemos examinado, viajó Darío a Chile en 1886.

Es notoria la especial significación que tuvo para el veinteañero Rubén Darío su tránsito por ambiente superior de cultura como el de Chile, de 1886 a 1889. En la segunda etapa del período de consolidación de su personalidad literaria, fue Pedro Balmaceda Toro tan determinante en Darío como Aniceto Valdivia en Casal. El joven escritor chileno, que utilizaba el seudónimo de A. de Gilbert, poseía selecta biblioteca de autores franceses que fueron una revelación para Darío, y recibía las más importantes revistas literarias de Francia y de otros países.

Puede considerarse que Darío cerró su ciclo romántico influido por Bécquer, Campoamor y otros poetas españoles, con sus colecciones editadas en Santiago de Chile en 1887: Abrojos, Canto épico de las glorias de Chile y Otoñales (Rimas), a semejanza de la línea divisoria trazada por Casal coetáneamente y que culminó con Hojas al viento en 1890. A partir de entonces, inició Darío su nueva etapa renovadora que significó Azul (Valparaíso, 1888), aunque la parte poética de esta edición (las composiciones de «El año lírico» y las que le acompañan), aún participan del clima estético que se dispone a abandonar. Sabido es que lo novedoso de Azul está en su prosa, donde el autor incorpora procedimientos estilísticos de la nueva literatura francesa. En breve nota lo explicaría él mismo alguna vez:

Azul es un libro parnasiano y, por lo tanto, francés. En él aparecen por primera vez en nuestra lengua, el «cuento» parisiense, la adjetivación francesa, el giro galo injertado en el párrafo clásico castellano, la chuchería de Goncourt, la calinerie erótica de Mendès, el encogimiento verbal de Heredia, y hasta su poquito de Coppée.11

Ambos poetas ya se habían situado, simultáneamente, en una misma latitud artística, a la que arribaron por caminos distintos en parecidas circunstancias, pero se ignoraban mutuamente.

No tenemos referencia alguna acerca de cuándo tuvo Darío noticias de Casal y su poesía. Podemos suponer que fuese en Chile, en la redacción de revistas que mantenían canje con El Fígaro y La Habana Elegante, las publicaciones en las que aparecieron textos de Casal desde 1886. En mi libro sobre Cuba en Darío y Darío en Cuba, creo haber dejado establecido que Casal y sus compañeros de redacción en La Habana Elegante supieron de Darío por primera vez, cuando en julio de 1887 su director, Hernández Miyares, se hizo eco en sus páginas de dos encomiásticos comentarios de la prensa chilena sobre Rubén Darío, por lo que dedujo que se trataba de «un nuevo poeta chileno», algunos de cuyos «abrojos» reprodujo de los artículos mencionados. Y en diciembre del mismo año, la misma revista dio a conocer por primera vez en Cuba un texto de Darío, un poema de la etapa campoamoriana de su autor.

Así quedaron abiertas a Rubén Darío las páginas de La Habana Elegante, que en octubre de 1888 reprodujeron la nota de una revista santiaguina sobre la aparición de Azul, y que durante ese año acogieron nuevos textos del nicaragüense, tomados del canje periodístico. No fue sino hasta 1890, que La Habana Elegante recibió colaboración de Darío enviada por él personalmente y dedicada al director Hernández Miyares: los «sonetos áureos», composiciones ya plenamente modernistas que incluyó su autor en la segunda edición de Azul (Guatemala, 1890). Fue esta edición la que se conoció en Cuba en abril de 1891, La Habana Elegante dio cuenta de haber recibido tres ejemplares enviados por Darío: uno para Casal, otro para Raoul Cay y el tercero para Hernández Miyares. Ya quedaba establecida la conexión entre Casal y Darío.

Casal correspondió a la gentileza, dedicándole a Rubén el poema «La reina de la sombra», publicado por la revista habanera en mayo de 1891, y en noviembre del mismo año, su entusiasta artículo sobre «Azul y A. de Gilbert», el ensayo que Darío consagró a su amigo chileno Pedro Balmaceda Toro. A su vez, el poeta de Azul dedicó a Casal su composición «El clavicordio de la abuela», que apareció en La Habana Literaria —continuadora ocasional de La Habana Elegante— en marzo de 1892.

Precisamente en ese primer trimestre de 1892, vio la luz el segundo libro de Casal, Nieve, que lo consagró como uno de los más calificados exponentes del modernismo hispanoamericano, y que le valió ser considerado por Darío como «de lo moderno, el primer lírico que ha tenido Cuba» y «de todos los tiempos, el primer espíritu artístico».12

Hay la certeza de que ambos poetas tuvieron intercambio epistolar antes de encontrarse personalmente en julio de 1892, cuando Darío pasó por La Habana de tránsito para España. Hubo un último y dramático encuentro el 5 de diciembre, al regresar Rubén de España y permanecer solo unas horas en puerto para trasbordar al vapor que lo llevaría de retorno a Centroamérica.

Las dos líneas paralelas, tan coincidentes en su formación, trayectoria y rumbos ya justificaban el certero criterio ulterior de don Federico de Onís, de que al encontrarse Casal y Darío, habían llegado los dos independientemente a las mismas fuentes, y a muchos puntos de coincidencias en su creación poética. Imantadas mutuamente por la admiración recíproca, el ansiado y feliz contacto entre ambos, en definitiva, habría de resultar traumático para Casal.

Hasta entonces, el poeta cubano había sobrevivido confesándose a sí mismo, o sea, a su verso confidente, su desencanto de la vida, su tedio incurable, su mortal pesimismo; y solo su profundo amor al arte, que le propiciaba el desahogo de su implacable neurosis, le hacía tolerable la existencia. Casal, cautivado por el genio artístico de Rubén, identificado con él por las mismas tendencias estéticas, lo consideró un espíritu gemelo en cuya afinidad esperaba encontrar una cálida fraternidad. No hay dudas de la admiración, comprensión y afecto de Darío hacia Casal, pero en el aciago momento de la despedida, el dramático choque de temperamentos, el rudo contraste de sus vidas, confirmó a Casal intensamente la triste certidumbre de su soledad.

Esta confrontación sentimental fue relatada por el poeta cubano en ese impresionante testimonio poético y humano que es la composición «Páginas de vida», que sin referencia alguna a Darío publicó su autor en enero de 1893 en la revista La Habana Elegante, y que incluyó en su libro póstumo Bustos y rimas.

Casal describe en tono sobrecogedor el escenario del encuentro y el estado de embriaguez de su amigo: «En la popa desierta del viejo barco/ cubierto por un toldo de frías brumas (...) sintiendo ya el delirio de los alcohólicos/ en que ahogaba su llanto de despedida,/ narrábame en los tonos más melancólicos/ las páginas secretas de nuestra vida». Y reproduce su versión de la imagen que de sí mismo describió Darío:13

—Yo soy como esas plantas que ignota mano

sembró un día en el surco por donde marcha,

ya para que la anime luz de verano,

ya para que la hiele frío de escarcha.

Llevada por el soplo del torbellino

que cada día a extraño suelo me arroja,

entre las rudas zarzas de mi camino

si no dejo un capullo, dejo una hoja.

Mas como nada espero lograr del hombre,

y en la bondad divina mi ser confía,

aunque llevo en el alma penas sin nombre,

no siento la nostalgia de la alegría.

¡Ígnea columna sigue mi paso cierto!

¡Salvadora creencia mi ánimo salva!

Yo sé que tras las olas me aguarda el puerto.

Yo sé que tras la noche surgirá el alba.14

A ese vital ímpetu que impulsa su existencia, el poeta que se dispone a partir opone la imagen negativa del poeta que ha acudido a despedirle, y éste no vacila en aceptarla, al repetirla en sus patéticas estrofas:

Tú, en cambio que, doliente mi voz escuchas,

solo el hastío llevas dentro del alma:

juzgándote vencido por nada luchas

y de ti se desprende siniestra calma.

Tienes en tu conciencia sinuosidades

donde se extraviaría mi pensamiento,

como al surcar del éter las soledades

el águila en las nubes del firmamento.

Sé que ves en el mundo cosas pequeñas

y que por algo grande siempre suspiras,

mas no hay nada tan bello como lo sueñas,

ni es la vida tan triste como la miras.

Si hubiéramos más tiempo juntos vivido

no nos fuera la ausencia tan dolorosa.

¡Tú cultivas tus males, yo el mío olvido!

¡Tú lo ves todo en negro, yo todo en rosa!

Quisiera estar contigo largos instantes,

pero a tu ardiente súplica ceder no puedo:

¡hasta tus verdes ojos relampagueantes,

si me inspiran cariño, me infunden miedo!15

Tal es la versión lírica de lo escuchado por Casal de labios de su amigo, en la triste despedida, mientras «daba la nave tumbo tras tumbo,/ encima de las ondas alborotadas/ cual si ansiosa estuviera de emprender rumbo/ hacia remotas aguas nunca surcadas».16 En esa confrontación de sensibilidades quedaba definido el espíritu de la poesía de uno y otro, dentro de una coincidente línea estética de similar trayectoria. Pero la dimensión humana de la confrontación trasciende lo meramente literario. El recuerdo de aquella conversación con Darío quedó en Casal como una quemadura, o como la herida del punzante cardo de las últimas estrofas de «Páginas de vida»:

Cada vez que en él pienso la calma pierdo,

palidecen los tintes de mi semblante

y en mi alma se arraiga su fiel recuerdo

como en fosa sombría cardo punzante.

Doblegado en la tierra luego de hinojos,

miro cuanto a mi lado gozoso existe,

y pregunto con lágrimas en los ojos:

¿Por qué has hecho, ¡oh, Dios mío!, mi alma tan triste?17

La nave de la despedida condujo a Darío a contactos que propiciaron su nombramiento de cónsul de Colombia en Buenos Aires, inicio de su triunfal irradiación cosmopolita a partir de 1893. Casal, por el contrario, quedó en su ciudad colonial, como encerrado entre las murallas que la circundaban, ya agotados cuerpo y espíritu por enfermedad que meses más tarde troncharía su vida. Por fortuna no murió de tristeza: la violenta risa provocada por un chiste entre amigos, rompió un aneurisma que de súbito produjo la muerte ansiada y presentida. Dos semanas antes de su deceso, lo había anunciado a Darío en carta en la cual subrayaba, «para demostrarte que aun al borde de la tumba, a donde pronto me iré a dormir, te quiero».18

Este paralelo —que va más allá de lo anecdótico para ser punto de comparación en el estudio de la poesía de Casal— comenzó con el coincidente título de «Una lágrima», del primer poema publicado por uno y otro poeta. La metáfora es válida para concluirlo. Darío, por su amor a la vida y a la gloria, hizo evaporar aquella lágrima primigenia. Casal, debió su tristeza y su obsesión de la muerte a que destiló esa primera lágrima en sus venas y en su espíritu. Pero, al cabo, demostró que los tristes, paradójicamente, pueden hacer estallar la vida en esa explosión de alegría que es una carcajada.

Notas dominantes y recursos artísticos

Del paralelo Casal-Darío, del contraste de temperamentos dentro de las coincidencias que marcaron el decursar de la infancia y la adolescencia y el proceso de formación respectivos, creo que pueden deducirse con meridiana precisión en toda la poesía del cubano sus notas dominantes en el contexto del modernismo.

Esas notas dominantes son evidentes y reiterativas: desencanto e inconformidad ante la realidad circundante, sentimiento de rechazo a la vida y obsesión por la muerte, pesimismo y fatalismo extremos, nihilismo; en fin, todos los matices de la renuncia a la existencia sin un carácter metafísico definido, de conflicto ontológico ni de intención filosófica, como es el caso de José Asunción Silva.

Ya se han ofrecido elementos biográficos suficientes que explican el origen de esa actitud negativa de indudable condición patológica. En «Autobiografía», poema que sigue al titulado «Introducción» del primer libro Hojas al viento, Casal hace alusión en forma simbólica a la orfandad, punto de partida de su infortunio vitalicio:

vi la Muerte, cual pérfido bandido,

abalanzarse rauda ante mi paso

y herir a mis amantes compañeros,

dejándome, en el mundo, solitario.

¡Cuán difícil me fue marchar sin guía!19

En el poema «Todavía», del mismo libro, es más explícito y patético:

Siendo niño, en noche fría,

lleno de dolor profundo,

vi morir la madre mía,

y yo digo todavía:

—¿Qué hace el huérfano en el mundo?20

Es obvio que la orfandad prematura del poeta influyó decisivamente en su compleja psicología, pero no puede preterirse la influencia del clima histórico de su país en la época donde transcurre su breve y angustiosa vida.

«Nací en Cuba». Así comienza el ya mencionado poema «Autobiografía», como una afirmación de orgullo nacional del poeta, hecha cuando en su isla natal conspiraba el criollo contra el régimen colonial español, para conquistar la nación independiente que habían logrado antes los demás pueblos latinoamericanos.

De 1868 a 1878, la primera guerra de independencia de los cubanos, culminó en fracaso precisamente el mismo año en que cumplía Casal los quince de su edad. A sus desventuras personales y familiares, pues la ruina financiera del padre ocurrió en ese lapso, se agregaron las desventuras de su pueblo. Más en su prosa que en sus versos asoma el espíritu patriótico de Casal, como se verá en el curso de este prólogo. Pero es innegable que una poderosa sensación de desaliento y derrotismo invadió a ciertos sectores de la sociedad criolla en aquellos días aciagos, cuando parecía que el dominio colonial extrajero, de explotación y oprobio, habría de prolongarse indefinidamente. No puede descartarse la presencia de ese transitorio estado de espíritu en el pesimismo congénito del poeta. A esta actitud se enfrentaba el justo criterio de los más combativos, que aceptaron la paz como una tregua en la larga lucha, ya que se había perdido una batalla, pero no la guerra.

Hay un poema de Julián del Casal que refleja más que ningún otro lo profundo de su renuncia a todo esfuerzo o lucha, por lograr algunas de las cosas cuya posesión significa felicidad para los hombres. Es el magistral «Bajo relieve» de su libro Nieve, donde «El joven gladiador yace en la arena», herido, mientras la muchedumbre y los cortesanos y sus mujeres lo instan a continuar la lucha. Una voz invoca para sus sienes «los laureles del Arno» —la gloria—; otra le grita que el pueblo desea «que al combate/ tornes de nuevo y venzas al contrario»21 —la popularidad—; un edil le promete que si triunfa, además de su rescate recibirá «un tesoro/ de sextercios» —la libertad y la riqueza—, y los goces del amor le son ofrecidos por dos hetairas tentadoras, si logra vencer aún, pero

Al escuchar las voces agitadas,

levanta el gladiador la mustia frente,

fija en la muchedumbre sus miradas,

muéstrale una sonrisa indiferente

y, desdeñando los placeres vanos

que ofrecen a su alma entristecida,

sepulta la cabeza entre las manos

viendo correr la sangre de su herida.22

Parecería que José Martí —el poeta y el libertador—, en su poema «Pollice verso» de Versos libres, hubiera querido impugnar la tesis derrotista de Casal con los mismos elementos simbólicos:

y hasta el pomo ruin la daga hundida

al flojo gladiador clava en la arena.

(...)

Circo la tierra es, como el romano

(...)

(...) la vida es la ancha arena,

y los hombres esclavos gladiadores

(...)

¡Pero miran! Y aquél que en la contienda

bajó el escudo, o lo dejó de lado,

o suplicó cobarde, o abrió el pecho,

laxo y servil a la enconosa daga

del enemigo, las vestales rudas

desde el sitial de la implacable piedra, condenan a morir, ¡pollice verso!23

Pero en Casal, el gladiador ya se sentía vencido desde el mismo instante que pisó la arena. Por olvidar o ignorar esta circunstancia, algunos críticos achacaron el morboso pesimismo del poeta a la influencia —que consideraron nociva— de Baudelaire y de sus epígonos. El hastío, el tedio, la melancolía, la fúnebre obsesión impregnan la poesía de Casal desde antes de que conociera a Baudelaire y demás «poetas malditos». Porque esos estados de ánimo ¿no fueron acaso los ingredientes indispensables del «mal del siglo» que puso de moda el romanticismo? Baudelaire, que «desarticuló el verso romántico» (al igual que de Verlaine dijo Remy de Gourmont), llevó nuevo aliento, «nuevo estremecimiento» a la poesía francesa, según Hugo, dándole un tono distinto a la expresión de los mismos sentimientos humanos que caracterizó —y enfatizó hasta la impostura— el romanticismo. La inmensa mayoría de los poemas reunidos por Casal en Hojas al viento, corresponden a su etapa romántica inicial, como hemos reiterado, anterior al momento en que Aniceto Valdivia le revelara a Baudelaire, los parnasianos y los simbolistas. Dos tercios de esos poemas expresan la amarga realidad de una vida frustrada tempranamente. Se salvan de esa impronta sombría solo algunos de los poemas que ya presentan señales de la transición modernista, como los sonetos «Mis amores», «Versos azules» y «La canción de la morfina», entre otros.

Tampoco acertaron los críticos que acreditaron a la influencia de los poetas parnasianos en Casal la concepción y expresión plástica de su poesía. Éstas ya se revelan en «Amor en el claustro», el poema más antiguo de los reunidos en Hojas al viento. Fue el que dio a conocer Nicolás Azcárate al introducir al poeta en el Nuevo Liceo en 1883. El propio Casal dejó un apasionante testimonio de la concepción plástica de esta pieza, en su «busto» de «José Fornaris», al recordar la ocasión en que conoció a este poeta:

Habiendo sentido siempre un gran amor por la pintura, yo había tratado de hacer, en aquella composición, dos cuadros poéticos, uno en el estilo de Perugino y otro en el estilo de Rembrandt. En el primero trazaba la figura de una joven novicia que se paseaba, al claro de luna, por los jardines de un claustro italiano, formando ramilletes de lirios y violetas. Allí todo era lila, blanco, ámbar y azul. En el segundo, la misma joven, que había pronunciado ya los votos supremos, aparecía al pie de un altar, desgarrando el sayal y echada la toca hacia atrás, pidiendo a Dios, en la noche, que alejara de su memoria la imagen de un guerrero a quien había amado en sus primeros años. Todo era azul, blanco y negro. Bajo los tintes místicos del primero había tanto sensualismo oculto, que me decidí a esconderlo y solo presenté el segundo, pues ambos podían mostrarse aislados.24

Esa cualidad plástica está presente en muchas composiciones de Hojas al viento. Parecería que solo a través de ella podía manifestarse su fino temperamento sensual, reprimido en las plenas expresiones naturales de la vida. Desde temprano se supo él en posesión de tal secreto de transposición artística. Mimaba los colores en su paleta ideal, los descomponía o los integraba con plena conciencia de virtuoso, y con pulso firme y cálculo preciso de los relieves y las proporciones, lograba los efectos propuestos.

Ya se ha despojado de «lo antiguo» y asimilado «lo moderno», lo ya «modernista», entendido como ejercicio artístico, como dominio y rigor de las formas.

La primera sección, «Bocetos antiguos», exhibe cinco grandes tapices con temas trascendentes de la mitología, la Biblia y la historia: Prometeo, el circo romano, Moisés, Petronio, Saulo en el camino de Damasco, personajes de las visiones apocalípticas de Moreau. Poemas narrativos a lo Leconte de Lisle, de prodigioso poder descriptivo, en vibrantes endecasílabos y diversas formas estróficas, con todos los resplandores de la nueva poesía: rica adjetivación, rimas y giros de estreno, imágenes de luz y colores brillantes. El yo lírico ya no se presenta a sí mismo como protagonista del drama de la vida, sino que se convierte en espectador a distancia, en la transposición de su propia postura ante la realidad de la existencia a personajes mistificados, de distintas épocas y latitudes.

La sección «Mi museo ideal», consagrada a los cuadros del pintor francés Gustavo Moreau, merecen comentario aparte. Los sonetos de los «Cromos españoles», también de suprema calidad plástica, reproducen estampas típicas matritenses, como maja, torero, fraile, captadas durante el breve viaje del poeta a España. Las secciones «Marfiles viejos» y «La gruta del ensueño» agrupan poemas de los más variados temas líricos, donde persiste la nota dominante ya apuntada, con la diferencia de que la primera está integrada por dieciséis sonetos; en tanto que la segunda muestra diversos moldes estróficos, incluyendo sonetos.

«Mi museo ideal». El soneto modernista casaliano

En los sonetos parnasianos de «Mi museo ideal» concentró nuestro poeta todo su virtuosismo plástico, al devolver a la poesía escenas, personajes e imágenes de algunos cuadros de Gustavo Moreau, que éste plasmó con magia poética tomándolos de la Biblia y de Homero. Se sabe que Casal se inició en el conocimiento y culto de Moreau por las sugestivas descripciones de dos creaciones del maestro francés —«Salomé» y «La aparición»— trazadas por Joris-Karl Huysmans en su novela À Rebours, que fue la biblia del decadentismo parisiense para los jóvenes latinoamericanos del fin de siglo, amantes apasionados de «lo raro» y de «lo moderno». Por ello merecieron y adoptaron el calificativo de modernistas.

El arte alucinante de Moreau hechizó a Casal, a pesar de que solo pudo conocer en La Habana reproducciones litográficas de su obra. Los tres primeros cuadros traducidos a sonetos parecen haber sido «Heléne», «Salomé» y «Galatea», que fueron los que envió a Moreau en carta fechada el 21 de abril de 1891, por mediación de Huysmans. Fue el inicio de una efusiva correspondencia entre el anciano artista parisino y el joven poeta habanero. Este contacto epistolar se prolongó hasta enero de 1893. (Las cartas de Casal se conservan en el Museo Gustave Moreau, de París, y fueron publicadas por el profesor Robert Jay Glickman, de la Universidad de Toronto, en 1972; las de Moreau a Casal se desconocen, pero Darío, al evocar su estancia en La Habana recordaba con cuánto orgullo le mostraba el cubano las cartas de Moreau.)

La desbordada idolatría por Moreau que muestra Casal en sus cartas, se repite en las dos composiciones que escoltan a los diez sonetos de «Mi museo ideal»: el soneto «Vestíbulo. Retrato de Gustavo Moreau» y el extenso poema que cierra la sección, «Sueño de gloria. Apoteosis de Gustavo Moreau», cuartetas endecasílabas de airosas rimas alternas, sin división estrófica, exaltan al artista hasta la divinidad por su genio artístico y su amor al arte.

Se ha insistido en exagerar la influencia del autor de Les Trophés en los sonetos de «Mi museo ideal». Lo parnasiano en ellos solo se advierte en que Casal utiliza los procedimientos de objetividad y distanciamiento que antes señalamos, aplicados por él, a su manera personalísima, sin imitación estilística alguna del muy personal poeta cubano-francés, quien, como es notorio, cultivó siempre el soneto alejandrino propio de la tradición literaria francesa, en tanto el habanero prefirió la forma clásica castellana, en el metro y la disposición de las rimas. Heredia hizo famosos sus sonetos desde las revistas literarias, mucho antes de reunirlos en Les Trophés, que no se editó hasta 1893, un año después de Nieve, y solamente tres de aquellos están inspirados en cuadros de Moreau: «Nemea», «Estinfálidas» y «Jasón y Medea». Los publicó junto con los demás de su ciclo helénico en la Revue des Deux Mondes en 1888. Casal pudo o no conocerlos, pero solo coincidió con Heredia, en cuanto a los cuadros de Moreau, en el titulado «Hércules y las Estinfálides». Es fácil comprobar que la creación casaliana es absolutamente original, sin deuda alguna con nadie. Con razón ha afirmado José Lezama Lima que «Mi museo ideal» es:

una de las mejores colecciones de sonetos que puede mostrar nuestra literatura. El verso final de esos sonetos es casi siempre un logro espléndido. A pesar de los temas de mitología helénica, la voluptuosidad, el sentido plástico, es muy cubano. Cierto regodeo en el esplendor de las formas naturales, trasladado con innegable exquisitez a la forma poética.25

Uno de los aportes formales del modernismo fue el de reestablecer el perdido auge del soneto, obviamente renovándolo con la riqueza expresiva de sus rimas, giros, metáforas y léxico, pero también en su factura, al componerse en los más diversos metros y juegos de consonancia. Es significativo que Casal se mantuviera fiel a la regla clásica que prestigió Garcilazo: uso casi exclusivo del endecasílabo y disposición canónica de las rimas, ABBA en los dos cuartetos y CDE en los tercetos. Ya se dirán los escasísimos momentos en que Casal infringió la regla.

De su proeza artística al esculpir con seductora perfección la tradicional estrofa, aportando nuevos elementos de esmalte y colorido, ya se advierten señales, por sobre ineludibles rezagos románticos, en algunos de los ocho sonetos dispersos en Hojas al viento y así subtitulados, como si no bastara su forma inconfundible, en particular el titulado «Mis amores» identificado por su autor como «Soneto Pompadour», que es gallarda y plena declaración de fe modernista («Amo el bronce, el cristal, las porcelanas,/ las vidrieras de múltiples colores»).26 En Nieve, la proeza se eleva a sus más puras manifestaciones no solo en «Mi museo ideal», donde únicamente los sonetos VII y IX varían el orden de la rima en los tercetos. Prosigue en los dieciséis sonetos que conforman «Marfiles viejos», leopardiano breviario de su perenne angustia, donde solo en un caso cambia el patrón nímeo de los tercetos. Además entre las muchas composiciones de formas estróficas diversas, en la última sección, «La gruta del ensueño», donde el poeta reitera su morbosa inconformidad con el mundo en que le tocó vivir, hay que destacar tres sonetos que confirman la maestría artística de Casal como poeta pintor, particularmente dos, los titulados «Paisaje de verano» y «Al carbón».

Por último, debe anotarse la única excepción en la preferencia de Casal por el soneto endecasílabo: los tres de la sección «Cromos españoles», trabajados en dodecasílabos de seguidilla, con hemistiquios de heptasílabo y pentasílabo, que también exhumaron de la tradición poética Darío y otros poetas modernistas.

Las Rimas con los Bustos

En su última carta a Rubén Darío, de 7 de octubre de 1893, donde le comunicaba la gravedad de su quebrantada salud y el presentimiento de su próxima muerte, Casal agregaba:

Dentro de poco, quizás antes de que me muera, podré leer el libro que debes estar imprimiendo a estas horas [se refiere a Prosas profanas]. La Habana Elegante me está editando uno, pero que no tiene ningún valor. Yo te lo mandaré, o te lo mandarán.27

Dos semanas después, en la mañana del sábado 21, Casal pasó por la redacción de La Habana Elegante para revisar las pruebas de su libro Bustos y rimas. Por la noche, durante la sobremesa de una cena en casa amiga, la muerte presentida le sobrevino súbitamente. El cuidado de su amigo Enrique Hernández Miyares propició que Bustos y rimas naciera en su cuna de papel y tinta algunas semanas más tarde, antes de finalizar el año en que se apagara la vida de su autor. (En un dolorido prefacio titulado «Al público» que prefirió conservar anónimo Hernández Miyares advierte que Casal había atendido la compaginación y la corrección de pruebas de los primeros pliegos del volumen. Hace también referencia a las obras «En preparación» consignadas por Casal al respaldo de la falsa portada. Pero de ellas nadie se preocupó luego, a pesar de las previsiones del prologuista: La joven América (estudios críticos); Las desolaciones (poesía); Seres enigmáticos (estudio psicológico); Puah (novela); Los amados de los dioses (estudios críticos); Mis dioses y mis semidioses (estudios críticos). ¿A dónde irían a parar estos manuscritos?

Siempre me he preguntado cuáles motivos tendría Casal para juntar prosa y verso. Él, tan preocupado de sus dos anteriores libros de poesía, le dio prioridad a aquélla en su último libro que resultaría póstumo. Es posible que consciente del inmediato desenlace, por sus agudos achaques, quisiera salvar en el libro que sabía último, no solo los poemas escritos con posterioridad a Nieve (entre 1892 y 1893), sino también sus semblanzas de personalidades intelectuales cubanas, algunas de ellas publicadas bajo el rubro de «Bustos literarios», en los que se resalta su devoción personal y voluntad de estilo.

Otra interrogante justificada es la de por qué dio Casal a esta colección de sus últimos poemas un título, Rimas, que ya Gustavo Adolfo Bécquer había hecho famoso, asociándolo a un personalísimo estilo de composición, sin parentesco alguno con las reunidas en su libro. ¿Sería un título provisional el de Bustos y rimas, escogido apresuradamente bajo la presión del editor, susceptible de ser modificado durante el proceso editorial, propósito frustrado por la enfermedad y la muerte súbita? La incógnita queda flotando, pero quedó el simple título, quizás en consonancia con el «ningún valor» con que el autor subestimaba su obra en la carta a Darío.

Rimas consta de cuarenta y una composiciones de las más disímiles formas estróficas, diecinueve de ellas —casi la mitad— sonetos. Esta circunstancia me anima a completar la revisión emprendida. En las Rimas, el poeta mantiene su fidelidad al soneto endecasilábico con una sola excepción, en toda su obra, el titulado «Profanación», en versos alejandrinos. Todos conservan la clásica rima ABBA de los cuartetos. La rima CDE en los tercetos, que prefirió antes, aquí solamente la utiliza en seis ocasiones; en doce, prefiere ahora la disposición CCD EED, y por una sola vez acude a la de CDC DCD, lo que muestra mayor versatilidad con su habitual maestría; si bien debe admitirse que no todos los sonetos de Rimas exhiben la marmórea perfección de los que refulgen en Nieve.

La crítica ha destacado, con justa razón, que en Rimas Casal ha acendrado los rasgos modernistas de su madurez artística. Sin embargo, considero que tan acentuadamente como en la sección «La gruta del ensueño», de Nieve, en su libro póstumo se repite la particularidad —presente siempre en Casal— de un espíritu que, sin abandonar su naturaleza romántica, ha logrado expresarse en lenguaje modernista, por imperativo artístico, es decir, con pleno dominio de los recursos renovadores, que caracterizan la nueva estética de la época. El yo lírico que en las parcelas iniciales de Nieve pudo proyectarse al exterior para lograr distanciamiento y objetividad, vuelve a replegarse en sí mismo, ya irremisiblemente inmerso en su dramático dilema existencial, al llegar al punto más alto o más bajo de su hastío y de su fúnebre obsesión, sin que el sufrimiento que siente y expresa tenga compensación pareja con las santas voluptuosidades que pregonan los versos de Baudelaire y que sirven de epígrafe a Rimas.

No hay en Casal, pues, la plena revelación de una nueva sensibilidad, que algunos críticos quieren advertir en él como uno de los elementos esenciales del modernismo. Lo que singulariza a este poeta dentro de esa tendencia es la pasión artística con que asimiló y aplicó, a las necesidades expresivas de su sensibilidad, las nuevas corrientes de la poesía francesa. El culto de la forma, como primera condición de esa pasión artística, se manifiesta en Casal, como en otros iniciadores del movimiento, mediante la innovación de combinaciones y metros desusados —eneasílabos y dodecasílabos— de audacias metafóricas, de sinestesias, de efectos plásticos, de colores brillantes y de relieves. A ello se añade el gusto por lo exquisito y lo raro, las piedras preciosas y los perfumes enervantes. Agréguese las extravagancias enfermizas, los exotismos que no asimiló Casal solamente impresionado —como lo estuvo realmente— por Des Esseintes, el personaje de Huysmans en À Rebours, sino también porque estaban presentes en la sociedad elegante del «fin de siglo» que el poeta se vio obligado a frecuentar como cronista de salones, en sus tareas de «folletinista» de un diario habanero. Así que, independientemente de las influencias librescas, su «japonesismo» personal y poético —decorado oriental de su modesta habitación, sus poemas titulados «Sourimono» y «Kakemono»— le vino desde muy cerca: de su amistad estrecha con el cronista Raoul Cay y su hermana María, hijos del cónsul de Japón en La Habana, circunstancia que evocó Darío en uno de sus recuerdos de Cuba.

Esta mención de María Cay —cuya belleza ejerció evidente fascinación en nuestro poeta— obliga a destacar el conflicto erótico sufrido por Casal y que es, sin duda, uno de los elementos recurrentes en su poesía dentro de su renunciamiento absoluto al disfrute natural y normal de la vida, con la única excepción del poema «A Berta» de 1885. Espíritu amoroso, extremadamente sensible a todas las manifestaciones de la belleza, especialmente la femenina, por algún trauma sufrido en la adolescencia, reitera, sin embargo, su rechazo a todo compromiso sentimental y sexual con la mujer —caso insólito en la apasionada, epitalámica y madrigalesca poesía hispanoamericana—, no como expresión de homosexualidad sino como postura seudofilosófica dentro de un cuadro de asco y hastío patológicos. ¿Por la muerte de la primera mujer que amó, a que se refiere en el poema «Lazos de amor», de Hojas al viento