Antonio Machado - Enrique Baltanás - E-Book

Antonio Machado E-Book

Enrique Baltanás

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Beschreibung

Como todos los grandes de la poesía, Machado es algo más que un poeta, es un arquetipo humano. Por eso interesa su vida y su obra, siempre indisolubles en todo ser humano. Mucho se ha escrito sobre él. En esta ocasión, el autor aspira a ofrecer un recuento y una reflexión, no solo sobre su obra literaria y su biografía, sino también sobre el perfil controvertido, el pensamiento y la ideología de quien ha sido el poeta central de la poesía española del siglo XX.

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ENRIQUE BALTANÁS

ANTONIO MACHADO

Poeta de todas las Españas

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by ENRIQUE BALTANÁS

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID

(www.rialp.com)

Preimpresión / eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6351-7

ISBN (edición digital): 978-84-321-6352-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

«Todo hombre célebre debe cuidar de no deshacer su leyenda —la que a todo hombre célebre acompaña en vida desde que empieza su celebridad—, aunque ella sea hija de la frecuente y natural incomprensión de su prójimo. La vida de un hombre no es nunca lo bastante dilatada para deshacer una leyenda y crear otra. Y sin leyenda, no se pasa a la Historia. Esto que os digo, para el caso que alcancéis celebridad, es un consejo de carácter pragmático. Desde un punto de mira más alto, yo me atrevería a aconsejaros lo contrario. Jamás cambiéis vuestro auténtico ochavo moruno por los falsos centenes en que pretenden estampar vuestra efigie».

Antonio Machado, Juan de Mairena, cap. XIX

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

UNA VIDA Y UNA OBRA (O VICEVERSA)

CONTÉMOSLO DE NUEVO

RETRATO DE FAMILIA EN UN PALACIO

MADRID: LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

«HE HECHO VIDA DESORDENADA EN MI JUVENTUD...»

1898: LAS COLONIAS, RUBÉN DARÍO... Y SEVILLA

LA CAPITAL DE EUROPA

LA AVENTURA DEL MODERNISMO

DE NUEVO EN PARÍS, DE NUEVO RUBÉN DARÍO

1903: LAS PRIMERAS SOLEDADES

1907: SOLEDADES... Y GALERÍAS

SORIA, 1909: EL AMOR CATEDRÁTICO

1911: EN PARÍS, DE NUEVO, ESTA VEZ CON LEONOR

EL PROFESOR VIUDO

BAEZA, RINCÓN MORUNO Y SALAMANCA ANDALUZA

CASTILLA, ANDALUCÍA, ESPAÑA

PROFESOR... Y ALUMNO

LOS AÑOS DE SEGOVIA (1919-1931)

EL RUIDO DEL MUNDO

LA FLECHA DE UN AMOR INTEMPESTIVO

SÍ, SOY PILAR DE VALDERRAMA

AMOR, PERO NO OLVIDO

ABEL MARTÍN, FILÓSOFO ERÓTICO

PLATÓN Y LA II REPÚBLICA

TERTULIAS Y RETRATOS

VIEJOS Y JÓVENES, O QUÉ ENTENDER POR POESÍA

LA EDAD DE LA PÓLVORA

SENTENCIAS, DONAIRES, APUNTES Y RECUERDOS DE UN PROFESOR APÓCRIFO

DE MAR A MAR ENTRE LOS DOS LA GUERRA

APÉNDICE ANTONIO MACHADO Y LA POLÍTICA.DE LA REPÚBLICA A LA GUERRA CIVIL (1931-1939)

ELENA GARRO VISITA ROCAFORT JUNTO A OCTAVIO PAZ

OTRA VISITA: PEDRO GARFÍAS, EL «COMANDANTE CARLOS» Y ENRIQUE CASTRO DELGADO

JOSÉ JANÉS, BENJAMÍN JARNÉS Y EDUARDO DE ONTAÑÓN INTERCEDEN POR FÉLIX ROS ANTE ANTONIO MACHADO Y SU RESPUESTA LES DESCONCIERTA

ANTONIO SÁNCHEZ-BARBUDO, UN ASIDUO VISITANTE

EN LA GUERRA Y ANTE LA GUERRA

LA VIDA SINGULAR DE DIONISIO RIDRUEJO

CODA INESPERADA. LA DIOSA RAZÓN, LA SORPRENDENTE Y NUEVA OBRA DE LOS HERMANOS MACHADO

CRONOLOGÍA

AUTOR

UNA VIDA Y UNA OBRA (O VICEVERSA)

CONTÉMOSLO DE NUEVO

Se ha dicho —algunos han dicho— que Antonio Machado es en realidad el último poeta del siglo XIX. Si tal cosa fuera cierta, habría que concluir que Machado sería el poeta del siglo XIX que mayor y más polémica presencia ha levantado en la poesía del siglo XX. Ciertamente, es Machado clarísimo deudor de la lírica decimonónica (con ecos no solo de Bécquer, sino de Campoamor, e incluso Zorrilla y Espronceda), del simbolismo y del modernismo finiseculares, y es cierto también que nunca comprendió —o quizá, según otros, comprendió demasiado bien— las vanguardias estéticas que dominaron buena parte —la parte cronológicamente medular— de la lírica del siglo XX. Siendo esto así, resulta curioso que la mayoría de las escuelas, promociones y estilos poéticos de este siglo hayan hecho su autodefinición precisamente en relación con la poesía de Antonio Machado, colocando así a don Antonio como el poeta central de la literatura española de este siglo. No se trata de un problema de lenguaje o de estilo —que cada autor, o cada época, habrá de tener el suyo— sino de algo más de fondo: tradición o vanguardia, claridad o hermetismo, figuración o abstracción, poesía humana frente a poesía deshumanizada. Ese debate, que aún no parece concluido, habrá de zanjarlo, si puede, el siglo XXI. Tal vez para plantearlo en otros términos.

Como todos los verdaderos poetas, Machado no solo es un conjunto de versos o de palabras, sino todo un caso paradigmático de encuentro y de respuesta de un hombre ante sus circunstancias: un ejemplo (en el sentido medieval de exemplum, no en el de modelo). Como en Garcilaso, como en Bécquer, en Machado la poesía no se conforma con la lectura y se convierte en leyenda, tal vez en mito popular. Hay razones para la leyenda, y acaso para el mito, en el buen sentido de la palabra mito. Como todos los grandes poetas, Machado es algo más que un poeta, es un arquetipo humano. Por eso, nos interesa su vida y nos interesa su obra, que como en todo hombre son indisolubles. Sí, vamos a contar su vida de nuevo, vamos a releer su obra otra vez. Vamos a repasar las cuentas machadianas, por si nos sobra o nos falta algo, por si podemos, por lo menos, afinar los decimales.

Al repasar una vez más la vida y la obra de Antonio Machado (la vida al hilo de la obra, y al revés), cuando ya se ha contado y analizado tantas veces, tan solo aspiramos modestamente a recontar. Y recontar es contar de nuevo: por si se nos había olvidado algo, por si hicimos mal el cálculo. O, sencillamente, para repasar una cuenta que siempre, de todos modos, seguiremos teniendo pendiente.

No puede pasarse por alto que nuestro poeta ha sido, y aún lo es, un hombre controvertido, no solo en cuanto a su obra literaria, sino en cuanto a su significado político, su ideología, su pensamiento... Para algunos, Machado se reduce al defensor de la Segunda República, al hombre comprometido (con la izquierda, of course), al “poeta del pueblo”, como lo calificó Tuñón de Lara. Para otros, su figura humana, su ejemplo, su biografía anecdótica, están incluso por encima de su obra.

Personalmente, descreo de la absoluta validez de las casillas cronológicas: lo humano es un continuo, aunque necesitemos, para no marearnos, aferrarnos a las barandillas un tanto burocráticas y relojeras de los trienios, quinquenios, siglos y milenios. El mejor ejemplo es el del propio Antonio Machado, nacido en el último cuarto del XIX, muerto casi al filo de la mitad del XX, pero cuya obra —lo mejor de su obra— sigue viva cuando está ya más que inaugurado un nuevo siglo. Porque nosotros somos aún, de alguna manera, hombres y mujeres del siglo XIX, como aún somos también en cierto modo griegos del impreciso tiempo homérico. Pues, como sabía el poeta, todo pasa y todo queda, aunque lo nuestro, como individuos, sea solo pasar.

Antonio Machado. El poeta de todas las Españas es el título que he dado a este libro. No quiero decir, naturalmente, que Machado vaya a ser el poeta del siglo actual (ese, quizá, aún no ha nacido), sino qué Machado recibirá este nuevo siglo como herencia viva. Arriesgado propósito, para el que pido al lector me acompañe con benevolencia por este recorrido a través de la vida y la obra de Antonio Machado, el poeta central —no quiero decir mayor ni menor— de la poesía española del siglo XX.

RETRATO DE FAMILIA EN UN PALACIO

El niño Antonio Machado Ruiz nace el 26 de julio de 1875 en el palacio de las Dueñas, de Sevilla, donde a la sazón vivía su familia. Que naciera en un palacio no quiere decir que el futuro poeta perteneciera a la aristocracia, ni siquiera que su familia gozase de una posición económica privilegiada. En aquella época era muy común que casas y palacios nobiliarios de Sevilla, o algunas de sus dependencias, se alquilasen a familias de clase media. Este era el caso, por entonces, del palacio de las Dueñas, llamado así porque se encontraba en la calle de las Dueñas, cuyos propietarios, los Duques de Alba, no lo habitaban.

Entre esas familias se encontraba la del médico y naturalista Antonio Machado y Núñez, catedrático de la Universidad de Sevilla, y la de su único hijo, Antonio Machado y Álvarez, padre de nuestro poeta.

Si para cualquier individuo la familia es un condicionante que marca una impronta a veces indeleble, en el caso de Antonio Machado, vástago de una familia de intelectuales liberales, no lo fue menos. Sus orígenes familiares ayudan a explicar o, mejor dicho, resultan imprescindibles para explicar el sentido de buena parte de su obra, y de su vida.

Detengámonos, en primer lugar, en sus abuelos paternos. Don Antonio Machado y Núñez, «el médico del gabán blanco» como le conocían popularmente en Sevilla, había nacido en Cádiz, en 1812, en una familia de adinerados comerciantes. El apellido Machado, sin embargo, es de origen portugués, y es probable que sus ancestros —como ha apuntado Jon Juaristi— fuesen judíos portugueses emigrados a España. Luego Manuel Machado Ruiz blasonaría de un supuesto ascendiente aristocrático, el portugués Félix Machado, Marqués de Montebelo, pero esto no parece sino una buenhumorada fantasía de Manuel, notable conocedor de las letras de nuestro Siglo de Oro, y de muchos de sus curiosos personajes (el de Montebelo fue autor de una Tercera parte de Guzmán de Alfarache).

El caso es que don Antonio Machado y Núñez recibió una esmerada educación y, luego de una estancia por tierras americanas en las que visitó Guatemala (donde vivía su hermano Manuel), El Salvador y Cuba, completó sus estudios médicos y científicos en la Universidad de la Sorbona de París. Ya de vuelta en España, ocupó diversas cátedras —en Cádiz, Santiago de Compostela, Sevilla...— y jugó un papel importante en la difusión de las por entonces heterodoxas e innovadoras teorías del naturalista británico Charles Darwin. Importante fue asimismo su actuación política en el período comprendido desde la revolución de septiembre de 1868, que destronó a Isabel II, hasta la Restauración canovista. En esa etapa ocupó los cargos de rector de la Universidad, alcalde y gobernador civil de la provincia de Sevilla. Posteriormente, ya con la Regencia de María Cristina, figuraría como presidente del comité provincial de Sevilla del partido democrático-progresista de Cristino Martos, partidario de la fórmula republicana, pero enemigo de toda acción revolucionaria.

En 1845 había contraído matrimonio con la joven Cipriana Álvarez Durán, de la que había de tener su único hijo: Antonio Machado y Álvarez. Cipriana era hija del extremeño José Álvarez Guerra (Zafra, Badajoz, 1778-Sevilla, 1858?), autor de un curioso libro titulado Unidad simbólica y destino del hombre en la tierra o filosofía de la razón (Madrid, 1837-Sevilla, 1857), en el que se anticipaba a las tesis del krausismo, doctrina más tarde importada de Alemania por Julián Sanz del Río y que estaría en el origen de la Institución Libre de Enseñanza, donde estudió nuestro poeta. No es aventurado suponer que este libro de su bisabuelo se encontraría en la casa de los Machado, y en él Antonio pudo leer párrafos como el siguiente:

Amor es,como hemos visto, el impulso moral y la causa de la infelicidad del hombre; sea pues amor la causa y el origen de la felicidad humana. Amor desordenado nos ha perdido; amor ordenado va a regenerarnos. La Armonía de la unidad compuesta de dos partes es la base del Ser Supremo en toda su creación universal...

O este otro:

¿Por qué el Ser Supremo habrá dado una ley compuesta de dos fuerzas o parte opuestas, cuando en su Omnipotencia pudo indudablemente darla sencilla y sin oposición?

Se trataba de un libro filantrópico y conciliador, deísta y roussoniano, con múltiples puntos de contacto no solo con el armonicismo krausista sino, algo más allá, con el socialismo utópico de un Fourier o un Saint-Simon.

Por parte de la abuela, Cipriana Álvarez Durán, le llegará al joven Antonio otra influencia no menos destacable, la de su tío-abuelo Agustín Durán (Madrid, 1793-1862), académico de la Lengua y director de la Biblioteca Nacional, autor del célebre Romancero general (1849), y adelantado de la recuperación romántica del romancero y del teatro español del Siglo de Oro. El propio Machado se referiría explícitamente a esta influencia: «Yo aprendí a leer —recordará en 1917— en el Romancero general que compiló mi buen tío D. Agustín Durán...». Es posible suponer que quien le daría de leer sería la abuela Cipriana, mujer de notables cualidades artísticas —participó en exposiciones de pintura, y entre otros cuadros que se conservan de ella, figura uno de su nieto Antonio— y aficionada a recoger cuentos y leyendas populares —los niños de Llerena la llamarían “la mujer de los cuentos”, mote que ella adoptó como pseudónimo en sus publicaciones folklóricas—.

Pero el influjo familiar más próximo y directo sería el de su propio padre, Antonio Machado y Álvarez (Santiago de Compostela, 1846- Sevilla, 1893), que habitualmente firmaba bajo el pseudónimo de Demófilo, es decir, el amigo del pueblo. Demófilo había fundado en 1881 la Sociedad del Folklore Andaluz, cuyo modelo intentó extender al resto de España e incluso de Europa. Su concepto del Folklore no era el de un simple coleccionista de antigüedades o de curiosidades típicas. Por el contrario, se trataba para él de recoger y estudiar las creencias, los saberes tradicionales, cantos, refranes... usos y costumbres del pueblo, pero no por mero afán erudito, sino con un alcance regeneracionista, pues el verdadero y último objetivo de la Sociedad del Folklore era, como se afirmaba en una de sus Bases, «la reconstitución científica de la historia, idioma y cultura nacionales». En una España decaída y somnolienta, era el pueblo el auténtico generador de la energía nacional, y en él, y sólo en él, estaba la esperanza de la regeneración y de la unidad. El Folklore partía de unas bases científicas positivistas, que insistían en la necesidad de la recolección de materiales y en la fidelidad escrupulosa de las mismas, pero sus objetivos no eran meramente académicos o eruditos.

«La obra del pueblo español —escribía Demófilo—, la del primero y más importante de los factores de la historia patria, ha sido completamente desatendida hasta aquí y por nadie estudiada: diríase que en España no ha existido pueblo, o que su papel se ha limitado sólo al tristísimo simbolizado en aquella fórmula que ha hecho considerar a algunos nuestros concilios como el origen de nuestras Cortes, omni populo asentiente, esto es, media docena de infelices que movían afirmativamente la cabeza cuando hablaban el obispo o el magnate que les proporcionaba el sustento... en este sentido [la Sociedad del Folklore] es una institución de interés verdaderamente nacional».

No es difícil ver en este rechazo al papel del pueblo como mera comparsa una crítica implícita al sistema electoral de la Restauración, tan condicionado por los apaños y el caciquismo.

Demófilo mismo recogió y estudió los cantes flamencos, los cuentos, adivinanzas, pregones, coplas, el lenguaje infantil... pero su verdadera importancia no radica en esto, sino en su propio y original concepto del Folklore, muy diferente del concepto inglés e incluso del de otros “folkloristas” europeos y españoles. El jacobinismo de Machado y Álvarez —republicano federalista; moderado pero firme anticlerical; convencido de que la verdadera era de la Humanidad no había comenzado todavía; sensible al cristianismo pero crítico con el catolicismo...— no puede olvidarse a la hora de entender el pensamiento, la obra en prosa e incluso la poesía de su hijo. Machado y Álvarez, contumaz idealista y quijotesco impulsor de un nuevo concepto del Folklore, no pudo ver realizados sus propósitos. La obra a la que consagró su vida, sus escasos recursos económicos y hasta su salud, no le reportó sino un amargo fracaso. Para sacar a flote a su numerosa familia, tuvo que emigrar el año 1892 a Puerto Rico, con el cargo, al parecer, de Registrador de la Propiedad, pero apenas tuvo tiempo de disfrutar del beneficio. Una grave enfermedad le obliga a volver a España. Sin tiempo de llegar a Madrid, murió en Sevilla, asistido por su mujer, Ana Ruiz Hernández, que había venido a su encuentro desde la Corte. Su hijo Antonio, aparte de muchos otros testimonios en su obra en prosa, le recordaría en 1916 (contaba el poeta entonces cuarenta y un años) con estremecida ternura en un apunte de Los complementarios:

Mi padre en el jardín de nuestra casa,

mi padre, entre sus libros, trabajando.

Los ojos grandes, la alta frente,

el rostro enjuto, los bigotes lacios.

Mi padre escribe (letra diminuta),

medita, sueña, sufre, habla alto.

Pasea —oh padre mío ¡todavía

estás ahí, el tiempo no te ha borrado!

Yo soy más viejo que eras tú, padre mío, cuando me besabas.

Pero en el recuerdo, soy también el niño que tú llevabas de la mano.

¡Muchos años pasaron sin que yo te recordara, padre mío!

¿Dónde estabas tú en esos años?

Más tarde puliría este borrador, este apunte, para darnos uno de sus mejores, por más sentidos, sonetos:

Esta luz de Sevilla... Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho. —La alta frente,

la breve mosca, y el bigote lacio—.

Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea.

A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto

ahora vagar parecen, sin objeto

donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.

Tanto en el apunte como en el soneto definitivo, vemos a Demófilo, muy plástica y vívidamente pintado como el soñador («medita, sueña, sufre, habla alto», «a veces habla solo, a veces canta») de una quimera incumplida («...sin objeto/ donde puedan posar, en el vacío»). Antonio intenta atrapar los detalles físicos («la breve mosca, y el bigote lacio»), pero lo que de verdad le importa es subrayar la relación padre-hijo. El hijo necesita aún del padre y de algún modo quisiera poder ir aún de su mano («...soy también el niño que tú llevabas de la mano»), contar con su protección y su aliento. Pero este niño es ya un hombre, un hombre de cuarenta y dos años, y es ya el autor de Campos de Castilla, y se siente heredero y continuador, de algún modo, de la obra o, quizá mejor, del espíritu y de los ideales de su padre. Esos ojos de mirar inquieto se posan ahora sobre él, reclamándole la fidelidad y la memoria, la continuación de lo que él, su padre, no pudo llevar a término. Antonio se siente como el mañana del ayer de su padre. El adverbio “piadosamente” del último verso del terceto final está aparentemente atribuido al mirar del padre, pero en realidad es el hijo quien recuerda con piedad, solidaridad y ternura a su padre.

Esta tierna y emotiva recordación del padre por el Antonio Machado hombre maduro contrasta vivamente con la actitud de otros escritores de su generación. «A fines del siglo XIX —ha observado Javier Varela— el conflicto entre padres e hijos se alza como un tópico cultural consistente, desde la literatura al psicoanálisis, asociada a la formación de la moderna familia nuclear... La visión del padre como enemigo, como rival amenazador, como autoridad despótica que se odia y se ama a la vez, está muy presente en toda la obra de Azorín, de Baroja o de Maeztu”[1]. Es una diferencia más, que no se ha señalado, entre Antonio Machado y los del grupo del 98, sobre cuyas relaciones nos detendremos más adelante.

Pero esta, vamos a llamarle, lealtad, o simpatía, de Antonio Machado hacia su padre no se reduce a un sentimiento paternofilial, puramente personal e íntimo (que también lo es, claro está) sino que hay algo más que simple devoción filial, y es la continuidad de un pensamiento, de una tradición intelectual. Machado jamás olvidaría cuál era la tesis de su padre y, de hecho, por boca de Juan de Mairena, la resumió magistralmente:

Mairena tenía una idea del folklore que no era la de los folkloristas de nuestros días. Para él no era el folklore un estudio de las reminiscencias de viejas culturas, de elementos muertos que arrastra inconscientemente el alma del pueblo en su lengua, en sus prácticas, en sus costumbres, etcétera.... Pensaba Mairena que el folklore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que aprender, para poder luego enseñar bien a las clases adineradas.

¿Y la madre? Se llamaba, ya lo hemos dicho, Ana Ruiz Hernández. Había nacido el veintiocho de febrero de 1854 en el popular arrabal de Triana, en la que entonces se llamaba calle de la Orilla del Río número 11 (hoy es la calle Betis) donde su familia residía, dedicada a negocios de tráfico marítimo. Un hermano suyo, Rafael, llegaría a ser médico, y fue el que atendió a su marido, Antonio Machado y Álvarez, en su última enfermedad y muerte. No parece que doña Ana tuviese las cualidades intelectuales de la abuela Cipriana, pero sí las de una mujer sensible y cariñosa, dedicada a la crianza de sus hijos, y al gobierno de su casa... Antonio Machado la recordará y evocará en numerosas ocasiones. En Soledades recordará con nostalgia «el buen perfume de la hierbabuena,/ y de la buena albahaca,/ que tenía mi madre en sus macetas». Uno de sus más vivos recuerdos infantiles —y que él califica nada menos que como «el acontecimiento más importante de mi historia»— está asociado a la figura de su madre:

Era yo muy niño y caminaba con mi madre, llevando una caña dulce en la mano. Fue en Sevilla y en ya remotos días de Navidad. No lejos de mí caminaba otra madre con otro niño, portador a su vez de otra caña dulce. Yo estaba seguro de que la mía era la mayor. ¡Oh, tan seguro! No obstante, pregunté a mi madre —porque los niños buscan confirmación aun de sus propias evidencias—: «La mía es mayor, ¿verdad?» «No, hijo —me contestó mi madre—. ¿Dónde tienes los ojos?». He aquí lo que yo he seguido preguntándome toda mi vida.

(Es curioso que, en una redacción anterior de esta misma anécdota, en sus cuadernos de Los Complementarios, quien le acompañe y le haga la misma observación sobre el tamaño del palodú sea la abuela y no la madre. Creo que se debe a que Machado en algún momento confundió en una sola ambas figuras, no solo por el gran papel de la abuela Cipriana en la educación de sus nietos, sino por lo compenetradas que estaban suegra y nuera. Hay una carta de Antonio Machado y Álvarez en que este escribe a su corresponsal, el médico siciliano Giuseppe Pitrè: «El cuidado de mis cinco hijos, que comparte con mi señora, que la quiere como a una madre (creo que no haya en el mundo madre e hija que se quieran y se aprecien más)...». Y fijémonos en que se habla de madre e hija, y no de suegra y nuera).

Doña Ana Ruiz, como sabemos, acompañaría a su hijo hasta el exilio, y le sobrevivió dos días. Ambos siguen enterrados en la misma tumba de Collliure, en Francia.

Y aún hay que hablar de otra influencia familiar: la de su hermano Manuel. Manuel era el primogénito, pero solo le llevaba a Antonio once meses. Siempre —y no es ocioso recalcar la palabra siempre— estuvieron muy unidos. No hay más que recordar el teatro que escribieron juntos. Manuel sentía devoción por su hermano Antonio. E igual sucedía a la recíproca. Le contaba Antonio a Gerardo Diego: «Nos llevamos once meses, de modo que hay un mes en el año que tenemos la misma edad». Y comenta Gerardo Diego: «Esto para él era un gran motivo de orgullo». En los años de juventud, Manuel actuó casi como un padre, y también como un “promotor”, de su hermano Antonio, mucho más tímido y huraño que el siempre desenvuelto Manuel.

MADRID: LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Pero no adelantemos acontecimientos. Aún tenemos a un Antonio Machado de ocho años, cuando en 1883 su familia decide trasladarse a Madrid, donde al abuelo le han concedido una cátedra en la Universidad Central, y donde su padre espera poder desarrollar con más brío y con mayores posibilidades su idea de organizar la Sociedad del Folklore Español.

Antes de partir, su padre los lleva a ver el mar, en la cercana provincia de Huelva. Esta primera visión del mar será otro recuerdo indeleble.

En Madrid fijan su residencia en la calle de Claudio Coello, 16, 3.º derecha, haciendo esquina a la calle de Villanueva. Es una vivienda amplia, porque la familia está formada, además de por los padres y por los abuelos, por los cuatro niños: Manuel, de nueve años, Antonio, de ocho, José, de cuatro y Joaquín, de dos. Ya en Madrid nacería Francisco (que, por cierto, también escribiría versos), al año siguiente de llegar.

Los dos mayorcitos comenzarían a ir pronto al establecimiento de la Institución Libre de Enseñanza. Muy distinto es el ambiente de este establecimiento escolar del de aquella escuela sevillana evocada por el poeta:

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

..........................................

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.

En la “Insti” los profesores tienen un trato cercano, casi íntimo, con los alumnos. No se aprende de memoria, sino a través de la observación y el diálogo socrático. No hay exámenes. Son frecuentes las excursiones y salidas al campo y a ciudades y pueblos cercanos a Madrid. También a fábricas, talleres, museos... Todo un programa pedagógico innovador, que tardaría mucho en generalizarse en España. Antonio recordaría siempre con afecto su paso por la Institución: «Me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud». Entre estos maestros se encontraba Joaquín Sama, amigo de su padre (del que escribiría una semblanza), que explicaba ética y filosofía; Manuel Bartolomé Cossío; pero, sobre todo, el fundador y alma de la Institución, don Francisco Giner de los Ríos. Este catedrático de la Facultad de Derecho no desdeñaba dar clase a párvulos y bachilleres, pues estaba convencido de que el porvenir de España se ventilaba en la escuela. La regeneración de España habría de venir a través de la educación. A su muerte, Machado le dedicó un esforzado poema, en el que lo llamaba «el viejo alegre de la vida santa». Y no fue la única vez en que se acordó de la venerable figura de este intelectual, que había sido amigo de su padre. En un artículo de 1915 escribió: «Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía don Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase... En su clase de párvulos como en su cátedra universitaria, don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo poníamos los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos —de los hombres o de los niños— para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos». Este diálogo socrático —aunque bastante más irónico que el de don Francisco— es el que luego empleará el apócrifo Juan de Mairena con sus discípulos.

Pero si los métodos pedagógicos de la Institución funcionaban de maravilla de puertas adentro, no ocurría lo mismo cuando los alumnos tenían que enfrentarse a los exámenes de la enseñanza oficial. Bien pronto lo comprobaría el propio Antonio Machado. Con catorce años —el dieciséis de mayo de 1889— realiza el examen de ingreso en el Instituto de San Isidro: aprobado. Ese mismo año, se presenta, como alumno libre, a varias asignaturas del primer curso de bachillerato: aprueba la geografía, pero le suspenden en latín, en castellano, en historia de España. La verdad es que su expediente escolar no fue nada brillante. Tardaría no menos de once años en culminar sus estudios de bachillerato, salpicados de suspensos y abandonos. Por fin obtendría el título de Bachiller el veinticinco de septiembre de 1900. Ya había cumplido los veinticinco años. Sin duda que en este “fracaso escolar” de Machado influyó la difícil situación familiar: la muerte de su padre, de su abuelo, las apreturas económicas... Pero también, además de cierto rechazo a la enseñanza oficial proveniente de su educación institucionista, influiría su propio carácter, «más soñador e indolente que estudioso», dice José Luis Cano.

«HE HECHO VIDA DESORDENADA EN MI JUVENTUD...»

Lo de indolente habría que matizarlo. Sí para lo que se refiere a los estudios oficiales. No, desde luego, en lo que concierne a las aficiones literarias, que se despiertan muy pronto en Antonio y en su inseparable hermano Manuel. Ambos son asiduos de la Biblioteca Nacional, donde se pasarán muchas horas leyendo, sobre todo a los clásicos del Siglo de Oro: Lope, Calderón, san Juan de la Cruz, Góngora, Quevedo... Ambos colaboran en una revista, La Caricatura, que dirige el amigo de Manuel, Enrique Paradas. Antonio firma sus colaboraciones bajo el pseudónimo de Cabellera; Antonio, con el de Polilla; cuando escriben juntos, el pseudónimo será no menos humorístico: Tablante de Ricamonte. Sus amigos de entonces, además de Paradas, son Ricardo Calvo —hijo del célebre actor, amigo de su padre, Rafael Calvo—, y Antonio de Zayas, futuro duque de Amalfi. Todos escriben versos. Todos, menos Antonio, de quien los demás creían que llegaría a ser un gran crítico.

Naturalmente, no todo son versos, ni artículos periodísticos, ni lecturas... También hay que divertirse. Consta la afición a los toros[2]