Apasionada rendición - Caitlin Crews - E-Book

Apasionada rendición E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Bianca 3045 Pensaba que su matrimonio había terminado, pero tan solo acababa de comenzar… La inocente Chloe Stapleton se casó con Lao Monteleone poco después de la muerte de su padre para conseguir protección. Desde ese momento, los dos llevaron vidas separadas. Por lo tanto, cuando Lao le pidió que se presentara en su maravilloso castello siciliano, Chloe dio por sentado que él le iba a solicitar el divorcio. Sin embargo, su esposo le pidió algo muy diferente… ¡Un heredero! Chloe siempre había sentido una poderosa atracción por Lao, algo totalmente prohibido en un matrimonio que lo era solo en apariencia. Aunque estaba dispuesta a confiarle a Lao su cuerpo y su solitario corazón, sabía que aceptar esas condiciones supondría su absoluta y Apasionada rendición

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Caitlin Crews

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Apasionada rendición, n.º 3045 - noviembre 2023

Título original: What Her Sicilian Husband Desires

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804585

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA un magnífico día para divorciarse.

Chloe Stapleton sonrió cuando el avión privado comenzó a descender sobre las montañas de Sicilia, que se levantaban sobre el reluciente azul del mar Mediterráneo, irguiéndose orgullosas. Estaban cubiertas de amplios viñedos y de ruinosos templos de la antigüedad, erigidos para honrar a dioses olvidados ya hacía mucho tiempo.

Muy apropiado.

Miraba atentamente por la ventana mientras el avión tomaba tierra bruscamente en una recóndita pista de aterrizaje, excavada sobre la ladera de una montaña con una eficacia firme y brutal que le recordaba al dueño del avión y de la propia pista. En realidad, era el dueño de la montaña entera y de gran parte de Sicilia, por no mencionar una porción siempre en aumento del mundo entero.

No había parte del planeta, por aislada o remota que estuviera, al que no llegara el poder y la influencia de la familia Monteleone.

Chloe no podía evitar sentir cierta nostalgia porque sabía que, en breve, se le iba a pedir que dejara su lugar en la familia.

«En realidad, soy una de ellos solo por el apellido», se corrigió.

Solo había estado en aquella finca en una ocasión. Hacía cinco años, cuando, sin saber lo que hacer, había recurrido al poderoso y misterioso hombre que, hasta aquel momento, había sido su hermanastro para pedirle ayuda.

Lao Monteleone había sido su única esperanza y él no había dudado. Chloe siempre lo había considerado un hombre reservado, lo que hacía que su cruel ferocidad fuera aún más evidente. Hacía exactamente lo que quería, siempre cuándo y cómo le convenía. Sin embargo, aunque distante, siempre había sido amable con Chloe.

Ella había ido hasta allí hacía cinco años, contando con dicha amabilidad y Lao no la había defraudado.

Cuando descendió del avión y permitió que el eficiente personal de Lao la condujera al coche que la estaba esperando, no le quedó más remedio que admitir que la amabilidad de Lao y la protección inmediata que él le había ofrecido le habían hecho sentirse muy segura cuando nunca más había esperado volver a sentirse así. Nunca lo olvidaría.

En las horas más oscuras de su desesperación, cuando perdió a su padre y con él, a la única persona que siempre la había amado y la había apoyado incondicionalmente, Lao había acudido en su ayuda. Se había ocupado de todo, dejando así que Chloe pudiera ocuparse de sí misma.

Resultaba agridulce volver allí. Sabía que aquel día representaba el final de tanta seguridad. En lo sucesivo, necesitaría encontrar la manera de crear su propio espacio en solitario.

«Creo que eso se llama aprender a ser adulto. Ahora te toca a ti tomar las riendas», se dijo con firmeza.

Trató de apartar la extraña sensación de melancolía cuando el coche echó a andar, llevándola por estrechas pistas de tierra que se abrían paso entre los recovecos de aquellas exuberantes y salvajes montañas. Pudo contemplar de pasada las antiguas ciudades que crecían cerca del agua y muchos pueblos históricos que parecían incrustados en las colinas. En Londres, su hogar, el tiempo era horrible, por lo que la luz del sol parecía incluso más hermosa y abundante sobre aquellas tierras, como si fuera una bendición que hacía que las hojas relucieran con fuerza.

Incluso cinco años atrás, cuando estaba totalmente destrozada por la pérdida de su padre, le había resultado imposible no percatarse de la belleza de aquella isla indomable. Había pasado muchos días de vacaciones en los lugares más refinados de Italia, pero nunca había estado antes en Sicilia ni había regresado desde entonces. A pesar de la nostalgia que había sentido por aquella isla, todo era tal y como lo recordaba. Un lugar salvaje, no del todo civilizado, que no se parecía en nada a la Italia más elegante que ella conocía.

En realidad, se podría decir lo mismo del propio Lao.

Se había casado allí con ella hacía cinco años, rápidamente y sin ceremonia alguna. Había sido más una reunión de negocios que una boda, aunque, en aquel momento, a Chloe le había convenido porque era la demostración del aprecio que Lao sentía por ella. Habían firmado su unión en el despacho de Lao, en el misterioso castillo que él poseía allí en la isla y que había reformado y modernizado para convertirlo en su centro de operaciones.

Lao le había informado, así, de pasada, que el castillo era propiedad de la familia Monteleone desde hacía varios siglos. Al escuchar aquellas palabras cinco años atrás, a Chloe le había parecido que aquel castillo se convertía también en un lugar seguro para ella. La familia Monteleone, con su poder e influencia, la protegería también.

Y suponía que así había sido.

Cuando Chloe pensaba en aquel día, sus recuerdos eran algo borrosos. Sentía la impresión de los ojos grises de Lao y su poderosa corpulencia. Era mucho más alto y fuerte que ella. Sujetaba suavemente las pálidas manos de Chloe entre las suyas mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas.

–Por supuesto, un matrimonio como este lo será solo en apariencia –le dijo de aquella manera tan sombría y firme en la que él hablaba.

–Por supuesto –le había respondido Chloe.

Chloe nunca le había contado a nadie que aquella parte le había resultado un poco… insultante. Incluso entonces, cuando estaba ahogada por el puño de la pérdida, una sensación que tardó un año en olvidar, se había sentido no exactamente insultada, pero sí algo molesta de que Lao ni siquiera se hubiera dignado en sellar su matrimonio con un beso. Además, él había mirado al sacerdote como si el hecho de que este le sugiriera algo así hubiera sido una afrenta.

Ciertamente, no se había sentido insultada, dado que Lao había ido más allá del deber que hubiera podido sentir hacia ella, pero sí ligeramente indignada. No obstante, sabía que había sido una estupidez pensar de aquella manera. No tenía derecho alguno.

Lo que importaba, y tenía la intención de decírselo a Lao en cuanto lo viera, era que había sido un don. En realidad, Lao no le debía nada. Podría haberse negado a recibirla aquel día y, sin embargo, le había dado el regalo de su protección. Las estúpidas y alocadas fantasías que ella había imaginado eran un secreto que Chloe se llevaría a la tumba.

El coche se detuvo por fin ante una imponente verja, flanqueada por columnas de mármol de estilo antiguo a pesar de que la verja en sí era moderna y, evidentemente, contaba con los últimos avances en tecnología. Al otro lado del muro, el camino se hizo más llano, sin baches, por lo que Chloe ya no tuvo que agarrarse con fuerza al reposabrazos del asiento trasero.

Se acomodó mientras el coche la conducía hacia el lugar donde la esperaba su esposo, aunque la resultaba complicado referirse así a Lao o a la relación que él había tenido con ella. Los cipreses alineaban el camino y, al otro lado, los olivos formaban como un ejército sobre la ladera de la colina, pero fue la aparición del castillo lo que la dejó sin aliento. Se erguía, imponente, en lo alto de la colina.

Allí, en aquel lugar, Lao se había casado con ella y, a continuación, la había liberado para que ella pudiera hacer lo que deseara.

–Tal y como tu padre lo hubiera querido –le había dicho, en los breves instantes que habían compartido después de la rápida ceremonia.

Por lo tanto, Chloe había aprovechado aquellos años que Lao le había concedido esforzándose por encontrar su lugar en el mundo. Eso habría sido lo que su padre habría deseado.

La verdad era que Chloe siempre había sido algo soñadora. Tal vez sería mejor describirla como una persona muy protegida, pero, fuera como fuera, había ido pasando de un empleo a otro, tratando constantemente de encontrar algo que la apasionara. Había hecho de relaciones públicas en el mundo literario, porque le había parecido muy importante poder ir por todo Londres hablando de libros a quien quisiera escucharla. Sin embargo, el trabajo no había sido lo que ella había esperado. Tenía que ver poco con hablar y menos aún con su amor a los libros, pero sí con crear campañas en Internet y torear los correos electrónicos enfurecidos por parte de los autores. También había formado parte de las asociaciones benéficas en las que trabajaban muchos de sus amigos del colegio, pero todas parecían tener más que ver con ser fotografiada en las fiestas que con hacer buenas obras en el mundo. Nadie le había comprendido cuando trató de explicarles cómo se sentía.

–Pero sí que hace cosas buenas para el mundo –le había replicado Mirabelle, su mejor amiga–. A la gente le gusta ver cosas bonitas. ¿Por qué no ser una de ellas?

Chloe había terminado trabajando en una galería de arte, lo que le resultó bastante divertido, principalmente porque la galería solía llenarse de la clase de personas que disfrutaban haciendo una espectacular montaña de un grano de arena.

–Así es como convences a los ricos sin gusto de que compren un lienzo barato pintado con un churretón de pintura para que lo cuelguen en la habitación de invitados –le había dicho su jefe.

A pesar de todo, Chloe había empezado a pensar que su futuro podría estar en el mundo del arte, dado que, al menos, no se aburría tanto como le había ocurrido con la publicidad. Tal vez no era su pasión, pero por lo menos le gustaba. Y resultaba muy poco sofisticado pasarse demasiado tiempo preocupándose por encontrar algo que pudiera realizar para ocupar su tiempo, aunque nadie en absoluto parecía valorar sus esfuerzos o mostrar interés alguno.

Estaba pensando en cómo podría mejorar en el juego de la sofisticación, cuando recibió la carta de citación de Lao.

Resultaba extraño que lo único en lo que podía pensar mientras se acercaba al Castello Monteleone fuera la pasión. Ya estaba pensando en sus argumentos, del mismo modo en el que lo hacía cada vez que recibía una carta de citación de Lao en la ciudad en la que ambos estuvieran en aquel momento. Así había sido siempre. En una ocasión se había encontrado con él en una playa de Brasil. Normalmente la llevaba a cenar, le preguntaba por su vida y sus planes de futuro, como si estuviera adoptando el papel de padre y tutor a pesar de ser legalmente su esposo. Luego, se marchaba, dejándola presa de aquella rampante virilidad que lo rodeaba, además de un poder incalculable y arrollador.

Siempre soñaba con él después de esas cenas.

Sin embargo, a lo largo de aquellos cinco años, aquella era la primera vez que él la citaba en el castillo. En el instante en el que recibió la carta, Chloe comprendió que solo podía significar una cosa, lo que, tarde o temprano, siempre había sabido que ocurriría.

Lao le había dado el regalo de aquellos cinco años. La había protegido con su poder y su influencia. Ya era hora de que Chloe tomara las riendas de su propia vida, por muy poco sofisticada que aquella imagen pudiera parecer.

El coche se detuvo por fin frente al castillo. Uno de sus empleados acudió a abrirle la puerta. Chloe sintió la tentación de desmayarse como una de las heroínas de sus libros favoritos. No lo hizo. Sabía que eso sería aprovecharse y, en cierto modo, mancharía el comportamiento de Lao con la muchacha que se había presentado allí hecha pedazos hacía cinco años sin que él la invitara, cuando ella ni siquiera sabía si iba a poder terminar aquella semana.

Sonrió al empleado que le había abierto la puerta y también al mayordomo que la esperaba en la entrada para acompañarla personalmente al interior del castillo.

A Chloe no le interesaba demasiado la arquitectura. No había prestado demasiada atención cinco años atrás, pero, en aquel instante, comprobó que aquel edificio era verdaderamente espectacular.

Por supuesto, tener mucho dinero había ayudado a su reforma y mantenimiento, pero Chloe estaba segura de que Lao tenía buen gusto para los detalles porque había sido capaz de tomar un antiguo castillo y convertirlo en una muestra impecable de estilo y elegancia incomparables. Los muros eran de piedra, de los que colgaban tapices y obras de arte de valor incalculable. Al mismo tiempo, había también vigas de acero muy modernas y una sensación de luminosidad y amplitud gracias a las numerosas ventanas, seguramente muchas más de las que había habido originalmente en el casillo. Después de visitarlo por primera vez, había leído que cuando Lao se hizo cargo de él, el edificio estaba en estado ruinoso y lo había transformado hasta convertirlo en su propio palacio personal.

El articulista había escrito que se trataba de «una hazaña de la arquitectura que viajaba en el tiempo, un ejemplo del buen gusto y de visión de futuro, el refinamiento llevado a la perfección». Sin embargo, cuando Chloe pensaba en aquellas palabras, veía al propio Lao ante sus ojos, no al castillo en el que se encontraba en aquellos momentos.

El mayordomo la condujo hacia una galería acristalada que abarcaba una especie de recoveco en la ladera de la montaña y desde la que se podían admirar muchos kilómetros a la redonda. Sintió un profundo escalofrío por todo el cuerpo y, cuando llegaron al otro lado, comenzaron a caminar por una larga pasarela que estaba construida con una pared entera de espejos antiguos. Chloe aprovechó la oportunidad para atusarse el cabello y estirarse la ropa, algo arrugada por el vuelo que la había llevado hasta allí desde Londres.

Se había vestido para su imponente esposo, a pesar de que él, muy pronto, iba a pasar a convertirse en su ex.

Lao siempre la había dejado sin aliento. Fuera lo que fuera para ella. Tanto si llevaba un traje oscuro, a juego con el triste ambiente de un verano londinense como si estaba en una playa de Brasil con una cierta indolencia a la que ella nunca había podido enfrentarse directamente.

En realidad, lo que la había cegado no había sido la indolencia, sino los músculos esbeltos y dorados que él le había mostrado, cubiertos ligeramente de un vello oscuro y con una sugerente uve en la parte inferior del abdomen que parecía atraer directamente la mirada hacia uno de esos pequeños trajes de baño que estiraba al máximo su capacidad sobre el…

Al pensar en aquella reunión en Brasil, sintió que las mejillas se le sonrojaban. No recordaba nada de lo que él le había dicho. Además, era totalmente posible que ella no hubiera podido pronunciar ni una sola palabra y que hubiera permanecido allí, perdida por completo en sus tumultuosos pensamientos.

Pensando exclusivamente en el color azul. El color de aquel traje de baño. Un color que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía turbándola.

Una vez más, Chloe sonrió ante su propia necedad. Justo en aquel momento, el mayordomo murmuró algo que ella no terminó de entender. Entonces, la animó a que entrara en una sala que Chloe recordaba perfectamente.

Allí era donde se casaron, en aquel despacho prácticamente colgado sobre el acantilado. En aquella parte del castillo, todo era muy moderno, desde la decoración, los muebles y hasta los enormes ventanales que imitaban a los del castillo original, pero que eran completamente de cristal.

Lao Monteleone estaba allí, junto a los ventanales, justo donde se había casado con él hacía cinco años. Estaba de espaldas a ella.

Chloe se sintió de repente muy débil. Vio cómo Lao se daba la vuelta y el sol iluminó su rostro desde arriba, reflejándose en las duras planicies de su pétreo rostro. De repente, Chloe dejó de sentirse débil para, como era habitual en ella, quedarse sin aliento.

Siempre le ocurría lo mismo y, sin embargo, cada ocasión parecía diferente. Todo el mundo lo consideraba un hombre guapo, aunque, en realidad, no lo era en el estricto sentido de la palabra. Era demasiado imponente. Demasiado distante. Individualmente, sus rasgos eran demasiado fuertes para la clase de belleza masculina que se admiraba en las portadas de revistas. Los altos pómulos, la cruel nariz, los sensuales labios que parecían estar siempre apretados, mostrando desaprobación. Como en aquel momento.

Su físico era imponente, pero, además, de él emanaba un poder que era tan intimidante como su estructura física. Medía al menos un metro ochenta y tenía un físico muy musculado, parecido quizá a muchas de las estatuas que había por los pasillos del castillo. Sin embargo, tenía los hombros mucho más anchos. Aquel día, no iba vestido con su habitual traje ni, por suerte, tampoco con un minúsculo bañador en color azul cobalto. No obstante, tampoco se podía decir que su atuendo fuera informal. Llevaba un camisa blanca, con el cuello ligeramente desabrochado que permitía ver un poco de su dorada piel. Chloe era incapaz de comprender por qué, con solo mirarlo, sentía un anhelo casi insoportable en el interior de su cuerpo.

Desgraciadamente, estaba segura de que Lao podía notarlo, del mismo modo que era capaz de ver cómo se le habían ruborizado las mejillas.

–Hola, Lao –dijo.

Sintió el absurdo impulso de echarse a reír como si fuera una colegiala, algo que siempre le ocurría. El anhelo que sentía en su interior se hizo totalmente dueño de ella.

–Chloe. Confío en que hayas tenido un vuelo agradable –respondió él. El modo en el que pronunciaba su nombre sonaba a poesía. Además, la magia de su acento contenía tanto picante que ella tuvo que contenerse para no lamerse los labios.

–Sí, gracias. Muy agradable.

–He pedido que te traigan un té –dijo él. A Chloe no se le pasó por alto el énfasis que él puso en aquella última palabra.

Lao era italiano cien por cien. No comprendía la obsesión que los ingleses tenían con el té y mucho menos cuando este se diluía con leche. Sin embargo, se lo proporcionaba de todas maneras, dado que esa era su naturaleza. Se ocupaba de todo. Siempre. Parecía decidido a que ella, solo ella, supiera el protector que realmente era. No el mago negro de los negocios al que todos tanto temían, el inescrutable multimillonario que, en ocasiones, había sido el hombre más temido de toda Europa. Solo ella sabía la verdad.

–Sé lo mucho que los ingleses necesitáis el té –añadió.

–Muchas gracias.

Chloe le habría dado las gracias, aunque no hubiera motivo alguno para dárselas, pero, la verdad era que le vendría muy bien un té para que se le asentara el cuerpo. Necesitaba dejar de temblar y empezar a tener en cuenta que aquel viaje no solo era para expresarle su gratitud. Era para darle las gracias y divorciarse de él.

Lao le hizo una indicación con la cabeza a alguien que estaba detrás de Chloe. Ella se dio la vuelta y vio que el mayordomo se dirigía a otro de los empleados para que colocara una bandeja con un servicio completo de té sobre una mesa de madera tallada.

El silencio que reinaba en la estancia pareció profundizarse aún más cuando el mayordomo y su empleado se retiraron.

–Eres muy amable –dijo Chloe por fin. Se había prometido que no permitiría que él la acobardara. No toleraría que el sentimiento que la abrumaba la dejara una vez más sin palabras–. Quiero que sepas que te agradezco esto más de lo que puedo expresar. Estos últimos cinco años han sido un regalo maravilloso. No sé lo que habría sido de mí sin ti. Gracias a ti me siento lista y capaz de seguir con mi vida. Sola. No lo olvidaré nunca, Lao. Es maravilloso lo que has hecho por mí, cuando, técnicamente, ya no eras mi hermanastro.

Lao permaneció inmóvil.

–¿Por qué crees que te he convocado hoy aquí, Chloe?

–Bueno –respondió ella con una risita nerviosa–, he dado por sentado que estás dispuesto a seguir con el resto de tu vida y que un matrimonio poco conveniente con la hija de un hombre al que, según recuerdo, no le tenías mucha estima, podría impedírtelo.

Lao siguió en silencio, observándola atentamente. Una vez más, Chloe sintió que el calor se apoderaba de ella.

–No me importa que te quieras divorciar de mí, Lao –añadió precipitadamente–. De verdad. No tienes que preocuparte por mí.

–No me preocupo por ti porque sé que te están cuidando –afirmó, con una voz baja y profunda que no logró hacer desaparecer el temblor que se había apoderado de Chloe–. Sin embargo, las cosas deben cambiar. Creo que ya es hora.

–Estoy de acuerdo –afirmó ella. No obstante, tuvo que recordarse que no debía experimentar un sentimiento de desilusión poco razonable.

–Necesito un heredero –dijo él, de repente–. Y, como ya tengo esposa, no veo razón alguna para que ella no me lo pueda proporcionar.

–¿Un heredero?

A Chloe le estaba costando entenderlo. Tragó saliva, o por lo menos lo intentó, dado que parecía que la garganta no le funcionaba.

–¿Quieres… quieres decir conmigo? –añadió.

Lao la miró como si él estuviera hecho de trueno y lluvia, tan salvaje e indómito como las montañas sicilianas que los rodeaban. La miró como si ella fuera un pequeño y delicado objeto de cristal que tuviera en la palma de la mano.

Así era precisamente como se sentía Chloe.

–Sí, contigo –repuso Lao–. Ya va siendo hora de que te conviertas en mi esposa en todo el sentido de la palabra.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

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