Aquellas pequeñas cosas - Sergio Andrés Muñoz - E-Book

Aquellas pequeñas cosas E-Book

Sergio Andrés Muñoz

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Beschreibung

Esta novela cuenta, con un ritmo trepidante, la historia de un expolicía, que conocemos los lectores como Tío Tombo. A través de los ojos de su sobrino, que a petición de su tío decide contar la historia de las hazañas del personaje, conocemos su particular trayectoria. Tío Tombo fue un policía corrupto que aprovecha en excesos todo el dinero que le quedó de sus negocios turbios y que además tiene estudios de literatura y sigue con devoción a los formalistas rusos. Con este marco, el narrador nos presenta, con un humor mordaz, más allá de la vida de un personaje, una crítica a la literatura y a la sociedad.

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Primera edición digital, diciembre 2023

Primera edición, en Panamericana Editorial Ltda., agosto de 2021

© Sergio Andrés Muñoz

© 2021 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Diseño, diagramación e ilustración de portada

Alan Rodríguez

ISBN DIGITAL 978-958-30-6793-8

ISBN IMPRESO 978-958-30-6431-9

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Contenido

Empecemos

Tratemos de continuar

Elocuente disertación acerca de un importantísimo fetiche

Ya seguiremos con la disertación

Acerca del complejo arte de nombrar

Quejas y celebraciones y otras pendejaditas

Sigamos

Retomemos

Algunos problemas éticos y estéticos

Una vida sencilla

Lo que es haraganear

El Chueco

No precisamente días mejores

Choneto Style

Oh, el clásico error de un personaje trágico

Del 6 al 9 y viceversa

Locus-Loscu o malparidas retroalimentaciones

La nueva estancia de lo sublime

La vida siempre sigue. Y bien bella que sí es

De guamas también hay cosecha y travesía

La importancia de los socios

Aquellos viejos nombres

Serenidad

Cualquiera se queja

Culo de naranja

A y para Laura Guerrero

Empecemos

Hay gente que vive toda la semana esperando a que sea viernes y cuando es viernes lo celebra con aleluyas y otras pendejadas. Uno tiene que tener muchas ganas de envejecer para vivir así. Qué ganas de que pase el tiempo rápido, qué ganas de envejecerse rápido. Para que uno quiera envejecer rápido ha de tener una vida muy de mierda. Sí: definitivamente uno tiene que tener una vida miserable para vivir cinco días en función de que lleguen dos. Sí: dos. Bueno, dos y medio, aunque el domingo vivan deprimidos y con la angustia de que va a ser lunes. Uno tiene que tener una vida muy de mierda para odiar los domingos. Y para odiar los lunes.

La idea se repite y tengo ganas de orinar pero no sé si es parte del sueño o de la realidad. No puedo dormir ni estar despierto y en ese estado es difícil decidir levantarse al baño. Qué miada la que tengo. Eso debería ir en pasado. Cuestiones de escritura. No importa. Hay gente que tiene una vida muy de mierda. La mía lo es en esos momentos en que el guayabo tan tremendo no me deja descansar en paz y son las tres y algo de la madrugada y un estado que no es el sueño ni la vigilia le da autonomía a mi cerebro: lo separa de mí. Hipérbatos con cara de botella de 750 ml. Litro en Popayán a eso le decimos. Litrico, de cariño.

Ya. Sincerémonos: yo solo quería escribir una novelita, inscribirme en el sistema literario colombiano, que me leyeran en Barcelona pero más que todo en Piendamó. Uno para qué se pone a buscar las grandes ciudades. Ahora parece más importante una feria del libro en medio de la guerra que la poma de guarapo que se le perdió a don Gonzalo anoche. Busqué y busqué la gran historia por mucho tiempo. Me crucé con una que tenía una excelsa documentación histórica, una niña pobre enamorada del narrador y conflictos políticos que rodeaban por los laditos los melodramáticos sucesos. Pensé en una que tuviera un sujeto sumido en la tristeza, en la nostalgia de su país malbaratado, que viviera echándole cantaleta a todo el mundo desde la trillada novela de artista del XIX. Esa que sigue vendiéndose a los mocosos irreverentes sin llegar al público ignorante debido a lo parcializado que este está. Pensé en hablar de un político de ultraderecha, que en las noches de luna llena se llama Sabledesobediente, cuyo antagonista es un vampirozombie adolescente que tiene todo un clan de seguidoras que, en nombre de un guevaroide lema, se pierden con él en hoteles baratos a grabar videos amateurs. Lo de siempre. Obviamente se me pasó por la cabeza escribir la historia de la secuestrada, enferma de cáncer, a la que después de muchos años liberan y se encuentra con un país “cambiado” en el que lo único que sigue tal cual son las telenovelas, que el presidente mandó a repetir para reconstruirle la colombianidad perdida durante ese tiempo. Tradición oral ya el asunto. Pensé, claro que sí, en motos a toda mierda; monas y negras voluptuosas, tipo paisa y caleña; armas de largo y corto alcance; traiciones, intriga; buenas escenas de sexo entre el barrigón tatuado y las tres monas: Yudi, Ximena y Magali, cada una con un culo más grande que el de la otra. Disparos desde la moto, cigarrillos apagados en la nuca, pases de cocaína entre tetas y camionetas con bolsas llenas de gente descuartizada. Una señora importante, en todo caso, la secuestrada. Tenía otras en mente pero se me pasaron. Andaba en la calle comprando algo para almorzar y, preciso, cuando venía con la propia idea, agarraron a un ladrón afuerita de mi casa. El man tenía unos veinticuatro años y por cada golpe invocaba a uno de los tantos hijos recién nacidos que tenía. Todos con una madre soltera diferente. Algo bueno del boom de las madres solteras, frente a lo difícil que les toca y a los novios de turno que les pegan a ellas y a sus hijos, es que los apellidos de las mujeres ya no volverán a quedar en el olvido tan fácilmente (al menos no por ahora): van a ser los apellidos principales de sus nietos sean niños o niñas, porque esas cosas también se heredan. Vivimos épocas de cambio. De empoderamiento. Eso dice la vieja con la que andaba hace unos días. Recuerdo que usó esa frase para argumentar, o para defender, mejor dicho, sus ganas de ver porno conmigo. Yo le dije aaah hubieras dicho desde el principio. Iba a poner un video y ella me arrebató el computador y puso una cosa bastante falsa en la que las viejas supuestamente se desquitaban de sus exnovios o exmaridos y se tiraban a un “cualquiera”. Se me ocurrió que el nombre perfecto para esta página sería yomevengo.com, pero no lo era. La verdad estábamos en un gestor de videos de esos que muestran los que ya nadie compra o muestran los de moda en baja calidad. Y cortados. El hecho es que una negra o mulata más bien tipo costeña llamada Ana María se rodaba una escenita capaz de poner arrecho a cualquiera. Lo malo era el inicio: empezaba mamando, pero entre muchas comillas porque no se lo metía más de dos segundos a la boca y además lo hacía con muy poca frecuencia. No entendía qué podría estar pensando el director de la escena para permitir que esta mujer actuara de semejante manera, que lo mamara así de mal. Por un momento me dije que pues siendo una productora con esta calidad de modelos, de parlamentos, de tomas, poco creo que sean unos simples improvisadores, algo nos está queriendo decir el director con esa forma de mamar. Luego consideré que la estética podía esperar y me concentré en la vieja que tenía al lado.

El hecho es que la negra luego se bajaba los pantalones y el man, cuya cara no se veía porque la escena era algo así como un POV, bien colombiano, con sus exploraciones y sus colombianadas, le empezaba a poner aceite entre suspiro y suspiro y entre gemido y gemido fuerte, agitado, de la negra culona. Porque eso sí: tenía unnnnn culo. Y la negra ahí, en cuatro, con los pantalones en las rodillas y por tanga una T hecha por tres hilos que se unían en un anillito metálico en la parte de atrás. Uno de los hilos no se veía: se perdía entre las nalgotas de la negra. Cuando menos lo esperé la vieja ya me estaba mandando la mano pero se le notaba que lo hacía por un reto generacional, por asumir su papel de mocosa diferente que ve porno y admira a degeneradas que el cine representa. Su intención era bastante falsa, triste. Pero eso realmente me importó un culo. Yo quería comérmela y ya. Me fue bajando el cierre.

Dense cuenta de que, a estas alturas, y eso que a medias voy medio contando mediedades, más de uno se ha parado y se ha ido. Eso siempre pasa y es mejor quedarse con los propios. Así decía mi tío, el tombo. Y así siguió diciendo cuando dejó de serlo, bueno, cuando salió oficialmente de la institución porque eso de dejar de serlo es más complejo. El man siempre era con los chistes y tal, de todo tipo. Un man áspero hace y entiende chistes verdes, negros, tontos, bobos, finos, y lo que venga. Y mi tío, tombo y todo, había leído sus libritos. Aguanta hacerse una novelita bien intrigante, con grupos de masones que tienen influencia en los crímenes de Estado y en las negociaciones con la guerrilla1, y que uno de sus integrantes sea el que le sirve el tinto al presidente pero el presidente no lo sabe aunque el que sirve el tinto tampoco lo sabe, mejor dicho: no sabe que el presidente no sabe. Es más: ambos son algo así como unos sujetos puestos a prueba por la organización y sufren pequeñas tensiones entre ellos. Uno después, a medida que avanza la novela, como lector, se da cuenta de que el presidente es un títere más, manejado por una vieja escuela de exorcistas del Vaticano con sucursal en una oficina todavía no identificada de la torre Colpatria en Bogotá. Dicha escuela ha de tener un nombre que se escribe con las letras y las reglas ortográficas del élfico pero que suena a latín antiguo. Hay unas instrucciones muy precisas: se invierte la palabra y se traduce a lengua de señas de tendencia arcaizante; luego hay que pararse en plena canícula en la latitud cero allá en Ecuador, a las 3 de la tarde; se hacen estas señas con ciertos intervalos, muy precisos, de tiempo (lo que uno se demora masticando un chontaduro sin pepa de la vereda Seguengue del Tambo-Cauca) y en las sombras que se proyectan sobre un pliego de papel bond se trazan cuatro círculos, en cada uno de estos se evidenciará un número de la contraseña de una caja fuerte en la cual se dice que hay una verdadera astilla de la cruz de Cristo. Versiones más sensatas dicen que lo que en verdad hay detrás de esa caja fuerte es nada más y nada menos que las mismísimas esferas del dragón. Por cierto, creo que la caja fuerte está pegada a algo irrompible o indestructible, o algo así. Es más, Seguengue es un corregimiento y no una vereda.

1 Para la época en que fue concebido este párrafo, la paz con una de las guerrillas no se había firmado. Esta nota no es para aclarar que no existen contradicciones, es para darle una ayudita a los críticos colombianos.

Tratemos de continuar

No me vengan con posmogüevonadas. Lean un poquito. Como Tío Tombo, que a las redadas, allanamientos y cosas por el estilo, se llevaba un librito de los formalistas rusos porque decía que las golpizas, matanzas e incautaciones se construían de una manera semejante a la literatura: qué función constructiva le vas a asignar a la pistola, al bolillo, a las granadas de humo, al escudo. Que si las botas son para caminar nomás o para pisar las caras de los interrogados y/o perseguidos; que si son para, ateniéndose a la tradición, pisar la colilla de cigarrillo y luego voltear la mesa de la sala para hacer una trinchera instantánea o, simplemente, para hurgar en la tierra del parque mientras los compañeros tratan de separar, a las patadas, a los criminales de los civiles; que si el fierro es para apuntar a la cabeza de los criminales o para acariciar con la punta el cachete de una preciosura mientras se le dicen obscenidades y se le advierte que está pillada. El librito era su amuleto. Los tombos a veces hacen sus estados del arte a partir de policías de otras partes y de las películas más significativas para ellos.

Un día Tío Tombo me llevó. Había una banda de mocosos que estaba traficando en el centro de Popayán. La mayoría del mismo barrio pero íbamos por el jefe. Me dijo que eso era como en los videojuegos. Yo me emocioné. Tenía unos 7 años. Esperé en la patrulla mientras la puertica de mentiras estallaba y se escuchaba POLICÍA no se mueva quieto ahí malparidito. Dónde está, dónde está. Pum, ¿dónde hijueputas está? Y yo entre las rejitas de la ventana vi una señora llorando. Después, arriba, a un man escapando por el techo. Luego lo de siempre: uno que otro disparo y tres cuadras más abajo el levantamiento del cadáver. Quién lo manda a no quedarse quieto, me dijo, y yo: claro, tío, ahora gastame un heladito.

Tío Tombo nunca dejaba algo empezado. Al menos desde que empezó su carrera de policía. Las cosas hay que hacerlas bien, completas, decía. Yo, por el contrario, llevo mucho tiempo tratando de contar su historia pero siempre algo se me atraviesa. El otro día, por ejemplo, estaba intentando empezar su biografía comentada y, leyendo algunas para ver qué podía tomar de ellas, me crucé con una biografía comentada de Izmael Jimero, que en verdad es el seudónimo de Rigoberto Imbachí, un poeta payanés de esa generación posterior al terremoto. El man dizque era muy tomatrago, como todo payanés, y que un día le ganó rimando al diablo con ese famoso verso de él que empieza diciendo “Jueves Santo: no me dejés”. Eso es una pendejada, la verdad. Tío Tombo le ganó al diablo tomando aguardiente. Yo estaba ahí: caí casi después de Tío Tombo. A lo bien. En todo caso no lo voy a contar porque a la larga eso no es material de un novelista, o al menos no es material mío ahora. Eso es material de juglares y de gente por el estilo.