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¿QUÉ HARÍAS SI ALGUIEN TE DIJERA QUÉ DÍA VAS A MORIR? En un vuelo camino a Sydney repleto de gente, de pronto una mujer empieza a hacer predicciones sobre la causa y la edad de la muerte de los pasajeros a bordo. Algunos están encantados al enterarse de que tienen por delante una larga vida y que morirán por causas naturales bien entrados en la vejez, pero otros, a quienes la suerte no les sonríe tanto, comienzan a inquietarse al recibir la información de que su muerte será pronto. Sea cual sea la situación, lo que no cabe duda es que la vida de todos ellos cambiará para siempre. ¿Quién es esta mujer? ¿Serán ciertas sus predicciones? ¿Qué hacer si recibimos esta información? Sin duda, estamos ante una novela que nos hace reflexionar sobre el amor, la familia y cómo aprovechar todo lo que la vida puede ofrecernos.
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Seitenzahl: 767
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
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Epílogo
Agradecimientos
Título original inglés: Here one moment.
© del texto: Liane Moriarty, 2024.
© de la traducción: María Cristina Martín Sanz, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición: mayo de 2025.
REF.: OBDO483
ISBN: 978-84-1098-328-1
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA MARISA Y PETRONELLA
He observado que hasta las personas que afirman que todo está predestinado y que no podemos hacer nada para cambiarlo miran antes de cruzar la calle.
STEPHEN HAWKING,
Agujeros negros y pequeños universos
Cuando un hombre sabe que dentro de dos semanas lo van a ahorcar, su mente se concentra de un modo maravilloso.
SAMUEL JOHNSON
Más adelante, ni una sola persona recordaría haber visto a esta señora tomar el vuelo en el aeropuerto de Hobart.
Nada en su apariencia ni en su conducta dispara una señal de alarma ni levanta la más mínima sospecha.
No está bebida, ni se muestra beligerante ni es famosa.
No está lesionada como el hípster con gafas que lleva un brazo en cabestrillo mediante una gasa blanca para mantener la mano apretada todo el tiempo contra el corazón, como si estuviera profesando su amor o su sinceridad.
No se la ve estresada, como la madre joven y sudorosa que debe ocuparse de lidiar con un bebé que no deja de moverse, con una niña pequeña y furiosa, y con una cantidad excesiva de equipaje.
No es frágil como esa pareja de ancianos encorvados que van vestidos con múltiples capas de ropa, como si fueran a incorporarse a la expedición del capitán Scott a la Antártida.
No está gruñendo como las diversas personas de mediana edad que tienen la cabeza ocupada en sus cosas de esa etapa de la vida, o como el único menor no acompañado que viaja en este vuelo: un pequeño de seis años al que han obligado a perderse la fiesta de laser tag de su amigo porque el acuerdo de custodia compartida de sus padres lo obliga a tomar este vuelo a Sídney todos los viernes por la tarde.
No es habladora como esa pareja tan deseosa de contar hasta el más mínimo detalle de sus vacaciones, hasta el punto de que uno no puede evitar preguntarse si no estarán trabajando de incógnito para una iniciativa turística del gobierno de Tasmania.
No está embarazadísima como esa mujer tan embarazada.
No es tremendamente alta como ese tipo tan sumamente alto.
No está temblando por el miedo a volar ni por el efecto del café o de las anfetaminas (esperemos que no) como esa adolescente nerviosa vestida con una enorme sudadera con capucha y un pantalón tan cortísimo que da la impresión de que no lleva bragas, que algunos dicen que se trata de esa cantante que está saliendo con aquel actor, pero también hay quien dice que no, que no es ella, yo sé a quién te refieres, pero no es ella.
No tiene los ojos brillantes como los novios en luna de miel que vuelan a Sídney todavía vestidos con sus trajes de boda, qué locos, que van dejando olas de buena voluntad a su paso e incluso provocan que una pareja, de manera imprudente, les ofrezca sus asientos de clase business, los cuales ellos rechazan con amabilidad pero con firmeza, para alivio de la pareja.
Esa señora no es nada de eso, por eso más tarde nadie la va a recordar.
El vuelo se retrasa. Solo media hora. Hay quien frunce el ceño o suspira, pero en su mayoría los pasajeros están dispuestos a aceptar esta molestia. Hoy en día, volar es así.
Por lo menos no lo han cancelado. «Todavía», añaden los pesimistas.
El sistema de megafonía anuncia que los pasajeros que requieran asistencia especial pueden embarcar.
—¡Te lo dije! —Los optimistas se ponen en pie de un salto y se echan el equipaje al hombro.
En el momento de embarcar, la señora no se para a tocar uno de los lados del avión una, dos o tres veces para tener suerte, ni para coquetear con una azafata ni golpea frenéticamente la pantalla de su móvil porque la tarjeta de embarque ha desaparecido misteriosamente, estaba allí hace solo un momento, ¿por qué siempre hace eso?
Esta señora no es útil, como los pasajeros que ayudan a padres y a cónyuges a encontrar tarjetas de embarque desaparecidas, o como el hombre de hombros cuadrados, mandíbula cuadrada y cabello gris que, sin esfuerzo, va ayudando a subir las maletas a los compartimientos superiores mientras camina por el pasillo del avión sin perder el paso.
Cuando ya todos los pasajeros han embarcado, se han sentado y se han abrochado los cinturones, el piloto se presenta y explica que hay «un pequeño problema mecánico que necesitamos solucionar» y que «los pasajeros comprenderán que la seguridad es lo primordial». La tripulación de cabina, añade con un atisbo de sonrisa en su voz grave y fiable, también se están enterando de esto en este momento. (De modo que no insistan). Luego da las gracias, «amigos», por su paciencia y les ruega que permanezcan relajados en sus asientos, que el avión despegará dentro de quince minutos.
Pero pasan quince minutos y el avión no ha despegado.
El avión permanece quieto frente a la terminal, sin moverse, noventa y dos horribles minutos. Un poco más de lo que estaba previsto que durase el vuelo.
Al final, hasta los optimistas dejan de decir: «¡Seguro que todavía llegaremos!».
Todo el mundo está disgustado, tanto los optimistas como los pesimistas.
Durante ese rato, la señora no aprieta su botón de llamada para decirle a la azafata que tiene una conexión con otro vuelo, ni que ha hecho una reserva para cenar ni que sufre migrañas o aversión a los espacios cerrados ni que su estresada hija, madre de tres niños, ya está yendo hacia el aeropuerto de Sídney para recogerla, ¿y qué se supone que debe hacer ella ahora?
No echa la cabeza hacia atrás para aullar durante veinte insufribles minutos, como el bebé, que en realidad está manifestando lo que sienten todos.
No pide que alguien haga callar al pequeño, como esos tres pasajeros que dan toda la impresión de haber llegado a la mediana edad convencidos de que los bebés dejan de llorar cuando se les ordena.
No pregunta educadamente si puede bajarse del avión, como el menor no acompañado, que llega a su límite de cuarenta minutos de retraso y piensa que quizá, después de todo, todavía podría acudir a la fiesta de laser tag.
No exige que le permitan desembarcar, junto con su equipaje ya facturado, como hace la mujer vestida con un mono de estampado de leopardo, que dice que ya debería estar en otro sitio, y que jamás volverá a volar con esta aerolínea, pero que al final se calma y acto seguido se automedica con tanta eficacia que se queda profundamente dormida.
No exclama de repente, con desesperación, «¿Es que nadie puede hacer nada?» como la mujer de cara sofocada y cabello encrespado que va sentada dos filas más atrás que el bebé que llora. No queda claro si quiere que se haga algo respecto al retraso, al llanto del bebé o al estado del planeta, pero es en ese momento cuando el tipo de la mandíbula cuadrada se levanta de su asiento y le da al pequeño un enorme manojo de llaves. Primero hace una demostración de que al apretar un botón concreto de un teclado comienza a parpadear una luz roja, y el bebé enmudece de asombro, para alivio de la madre, ya desquiciada, y de todos los demás.
Esta señora en ningún momento hace una llamada telefónica teatral, en tono resentido, para comunicarle a alguien que se encuentra «atrapada dentro de un avión», «Aquí sigo», «De ninguna forma voy a poder enlazar con el otro vuelo», «Sigue con lo tuyo y no me esperes», «Tendremos que modificar el programa», «Tendré que cancelar», «No puedo hacer nada», «¡Ya lo sé, es increíble!».
Nadie recordará haber oído a esta mujer pronunciar una sola palabra durante el tiempo de espera.
No como el hombre elegantemente vestido que dice: «No, no, cielo, llegaré por los pelos, pero estoy seguro de que llegaré», pero se nota por la ansiedad con que se golpea la frente con el teléfono que no va a llegar, de ninguna forma.
No como las dos amigas veinteañeras que han estado bebiendo vino en el bar del aeropuerto con el estómago vacío y que, como resultado de ello, consiguen que varios de los pasajeros que las rodean se enteren de los detalles íntimos de los complejos sentimientos que albergan respecto a una tal Poppy, una amiga común que no es tan maja como ella quiere parecer.
Ni como los dos tipos treintañeros que no se conocen entre sí, pero que entablan una conversación perfectamente audible y extraordinariamente aburrida acerca de los batidos de proteínas.
Esta señora viaja sola.
No tiene familiares que la molesten con su mera existencia, como esos cuatro que van sentados en parejas de género: la madre con la hija pequeña, el padre con el hijo pequeño, todos enfadados y en tensión por un tema que tiene que ver con el cargador de un teléfono.
Esta señora va en un asiento de pasillo, el 4D. Tiene suerte: el avión va relativamente lleno, pero ella ha conseguido un asiento sin nadie a su lado, excepto el hombre que va en ventanilla. Varios pasajeros de clase turista recordarán más tarde haber mirado con envidia ese asiento vacío del medio, pero no recordarán haberse fijado en esa señora. Cuando por fin reciben la autorización para despegar, la señora no necesita que le pidan que por favor coloque su asiento en posición vertical ni que ponga su bolso en el suelo frente a sí.
No aplaude de modo sarcástico cuando el avión por fin comienza a rodar en dirección a la pista.
Durante el vuelo, la señora no se corta las uñas de los pies ni se pasa el hilo dental.
No abofetea a ningún auxiliar de vuelo.
No grita insultos racistas.
No canta, no parlotea ni habla con voz gangosa.
No enciende un cigarrillo con toda naturalidad, como si estuviéramos en 1974.
No tiene relaciones sexuales con otro pasajero.
No se desnuda.
No lloriquea.
No vomita.
No intenta abrir la puerta de emergencia en mitad del vuelo.
No se queda inconsciente.
No se muere.
(El sector de las aerolíneas ha descubierto, por dolorosa experiencia, que todas esas cosas pueden suceder).
Hay una cosa que está clara: que esta señora es una señora. Ni una sola persona la describirá luego como una «mujer» o una «fémina». Obviamente, tampoco lo harán como una «chica».
Hay incertidumbre respecto a su edad. ¿Sesenta y pocos, quizá? Puede que cincuenta y tantos. Claramente, setenta y tantos. ¿Ochenta y pocos? Es tan mayor como tu madre. Tan mayor como tu hija. Como tu tía. Como tu jefa. Como tu profesora de la universidad. El menor no acompañado la describirá como «una señora muy vieja». La pareja de ancianos la describirá como «una mujer de mediana edad».
Quizá sean sus canas las que la sitúan tan rotundamente en la categoría de «señora». Es la versión madura y sensual de una mujer adinerada. Melena a la altura de los hombros, bien peinada. Con un buen color, un «buen gris». ¡El gris que hace que una piense en teñirse! Algún día. Todavía no.
Es una señora de complexión menuda, pero no tanto como para requerir la atención de nadie. No suscita sonrisas benévolas ni ofrecimientos de ayuda. Al mirarla, nadie se acuerda de lo mucho que echa de menos a su abuela. De hecho, no hace pensar en nada en absoluto. Uno no podría adivinar cuál es su profesión, su personalidad ni su signo del Zodíaco. Le daría totalmente lo mismo.
Tampoco nadie diría que es invisible, como tal.
Semitransparente, quizá sí.
Esta señora no posee una belleza llamativa ni una fealdad penosa. Viste una bonita blusa de tonos verde y blanco, con cuello, remetida bajo la cintura de un pantalón gris ceñido. Lleva un calzado plano y cómodo. No luce piercings ni joyas exageradas ni tatuajes. Solo unos pequeños pendientes de plata y un broche plateado en el cuello sobre la blusa, el cual se toca con frecuencia, como para cerciorarse de que sigue en su sitio.
Es decir: la señora que luego será conocida como la «Dama de la Muerte» en el retrasado vuelo de las 15:20 de Hobart a Sídney no es digna de que nadie la mire dos veces, ni un miembro de la tripulación, tampoco ningún pasajero, hasta que hace lo que hace. E incluso entonces transcurre más tiempo del que cabría esperar antes de que la primera persona empiece a gritar, otra empiece a filmar, los botones de llamada empiecen a iluminarse y a sonar por toda la cabina como una máquina de pinball.
Han pasado cuarenta y cinco minutos desde el despegue y el ambiente que reina a bordo es tranquilo, estoico, solo una pizca afligido. El rato que pasaron esperando antes de despegar, cuando el tiempo se ralentizaba, se estiraba y se adelgazaba de modo que cada minuto duraba su cuota completa de sesenta segundos, ya pertenece al pasado. El tiempo vuelve a discurrir a su ritmo habitual: rápido e invisible.
En la cabina principal se ha servido un «aperitivo ligero» consistente en almendras, pretzels, galletas saladas y salsa. Los cinco pasajeros de la sección de business han disfrutado de un «refrigerio ligero» (todos han elegido el pollo) y bastante vino (todos han elegido el pinot).
En la cabina principal, se ha recogido la mayor parte de las sobras y se han vuelto a subir las bandejas de los asientos. El bebé y la niña pequeña están dormidos. Y también la novia, mientras el novio teclea en su teléfono. El menor no acompañado juega con energía a un videojuego en su dispositivo. La pareja de frágiles ancianos está enfrascada en sendos crucigramas. La tripulación conversa en voz baja acerca de los planes para el fin de semana y los turnos de la semana siguiente.
Los pasajeros hacen uso del aseo. Vuelven a calzarse. Toman pastillas mentoladas. Se aplican cacao en los labios. Piensan en lo próximo que van a hacer: recoger la maleta de la cinta de equipajes, hacer cola para tomar un taxi, pedir un Uber, escribir un mensaje a la persona que va a recogerlos. Ya se ven entrando por la puerta principal de su casa, su hotel o su Airbnb, dejando caer la maleta agotados. «¡Qué pesadilla!», le dirán a su pareja, a su mascota o a la pared, y después volverán a sus vidas.
La señora se suelta el cinturón y se pone de pie.
Es una señora a punto de bajar algo del compartimiento de equipajes. O una señora a punto de encaminarse hacia el aseo. Nada que revista importancia, que suscite preocupación o interés, que represente un peligro.
Inclina la cabeza y aprieta con el dedo el pequeño broche que lleva prendido en la blusa.
Sale al pasillo y se queda quieta.
Una persona se percata.
Esa persona es un ingeniero de caminos de cuarenta y dos años que sufre acidez de estómago y dolor de cabeza.
Leopold Vodnik (aunque nadie lo llama Leopold, solo Leo, excepto su maternal abuela, que ya ha muerto, y un antiguo amigo de la universidad que hace mucho que salió de su vida) va sentado en el 4C, justo al otro lado del pasillo.
La de ellos es la primera fila de la cabina principal. Enfrente tienen una pared que declara que «A partir de aquí comienza la clase business». Una discreta cortina oculta el lujoso estilo de vida que se ofrece tan solo unos pocos pasos más allá.
Leo tiene pinta de pertenecer a la clase business. Es un individuo de cutis oliváceo y constitución mediana, dotado de una nariz grande y definida, y de una frente alta que acaba bruscamente en una mata de pelo de profesor loco, oscuro, rizado y salpicado de alguna que otra cana. Hace poco, una de sus hermanas le envió un artículo que hablaba de que unos científicos habían descubierto el gen del «síndrome del cabello imposible de peinar».
Lleva una camisa de lino de color azul arremangada hasta los codos, un pantalón de pinzas de tono gris y unos botines de ante. Su mujer dice que él viste mejor que ella. (No es difícil. Neve se viste sobre todo a la manera descuidada y descoordinada de alguien que acaba de sobrevivir a un desastre natural).
Leo lleva todo el vuelo masticando antiácidos, masajeándose la frente con las yemas de los dedos y mirando la hora una y otra vez.
Ya nada puede hacer. Tiene que afrontar los hechos. La función musical de su hija en el colegio empezará dentro de cinco minutos. Y él no estará presente porque se encuentra aquí, a treinta y cinco mil pies de altura.
—Obviamente, llegaré a casa con tiempo de sobra para asistir a El rey león —le dijo a su mujer cuando le planteó por primera vez la posibilidad de viajar hasta Hobart para acompañar a su madre a una cita con el especialista.
—A no ser que se retrase tu vuelo —replicó Neve.
—No se retrasará —dijo Leo.
—Toco madera —contestó Neve sin tocar madera.
Casi da la impresión de que el retraso es culpa de ella. ¿Por qué mencionar siquiera la posibilidad? Se supone que en su relación el pesimista es él.
¿Quién iba a predecir un retraso de dos horas?
Por lo visto, Neve.
Leo vuelve a mirar el reloj. En esos momentos debería estar tiritando de frío en el colegio de su hija, susurrando a su hijo adolescente que guardara el teléfono y apoyara a su hermana, intercambiando bromas de buen humor con otros padres acerca del gélido aire acondicionado, pidiéndole a su esposa que por favor le recordara el nombre del padre de Samira y diciéndole a este que deben tomarse esa cerveza de una vez, cosa que los dos saben que nunca sucederá, porque, en fin, así son las cosas.
Le duele la cabeza de remordimiento. Justo ahora se están apagando las luces. Justo ahora se abre la cortina. Está tan inclinado hacia delante que casi ha adoptado ya la postura de prepararse para un impacto.
No hay nadie a quien echarle la culpa excepto a él mismo. Nadie le pidió que hiciera esto. Su madre le dijo que por favor no malgastara dinero en un vuelo para un solo día. Sus tres hermanas no le han agradecido que haya asumido ese deber familiar. Al contrario: lo han acusado de hacerse el mártir en el grupo de WhatsApp.
Pero es que tuvo el extraño presentimiento de que algo andaba mal con la salud de su madre y de que él debía estar presente para saber qué decía exactamente el especialista.
Cuando hace seis años enfermó su padre, estaba distraído. Acababa de empezar en su empleo actual y el trabajo lo consumía por entero. Y sigue haciéndolo, no sabe cómo evitarlo.
Y luego, el ruido estridente del teléfono arrancándolo del sueño a las cinco y la voz de su madre, fuerte, segura y despierta:
—Llama a tus hermanas y os cogéis un avión ahora mismo.
Ella, la adulta; él, el niño que balbucea medio dormido.
—¿Qué pasa, mamá, por qué?
Aún no había procesado debidamente el hecho de que su padre estaba muy grave, y mucho menos el hecho de que podía morir, lo cual hizo aquel mismo día mientras sus hermanas y él aguardaban en la cinta de equipajes a que saliera la bolsa de su hermana pequeña, porque había facturado una bolsa.
Desde aquel día, tiene la sensación de que, si hubiera estado más alerta, si no hubiera estado tan centrado en su trabajo, quizá habría salvado a su padre. Es el hijo mayor. El único hijo varón. Ahora quiere hacer bien las cosas con su madre.
Bueno, basta ya de sentimientos tan serios. El especialista dedicó cinco minutos y cobró trescientos dólares para anunciar que su madre gozaba de una salud perfecta.
Leo no se siente decepcionado por la buena salud de su madre.
Pues claro que no.
Bueno, a decir verdad, sí que se siente un poco decepcionado por la buena salud de su madre. Habría resultado gratificante que le hubieran diagnosticado algo grave pero curable.
Y también algo no doloroso. Él quiere mucho a su madre.
—Ya, vale —contestó Neve cuando él la llamó para informarla del retraso.
En ese momento todavía pensaba que llegaría, aunque fuera un poco tarde. Ya se había visto a sí mismo saliendo a la carrera por la puerta, saltándose la fila de los taxis (¡por su hija habría infringido su código ético!). Pero el avión continuó inmóvil frente a la terminal mientras el piloto iba emitiendo de manera intermitente aquellos exasperantes mensajes de «les pedimos disculpas, amigos» y él iba volviéndose loco.
«No puedes hacer nada». Neve no respondió con un «ya te lo dije». En ningún momento. Así constató su autoridad. «Bridie lo entenderá». Ya le parecía estar oyendo a Bridie al fondo, diciendo: «Más vale que no sea papá avisando de que va a retrasarse».
Lleva semanas ayudando a Bridie a ensayar. «Papá, es un papel pequeño pero importante», le dijo en tono solemne la primera vez que volvió a casa con el guion y él esquivó la mirada de Neve porque Bridie es sensible a las sonrisas que intercambian sus padres. Va a interpretar el papel de Zazú (ahora, ya mismo). Zazú es un «cálao bicorne muy remilgado y estirado», y fue milagroso el modo en que Bridie lo encarnó al momento. ¡Tiene gestos! ¡Gestos remilgados y estirados! Es la mismísima Meryl Streep. Exactamente así de buena. Olvidaos de Mufasa, olvidaos de Simba, en la función de esta noche, la estrella va a ser Zazú. Leo está muy seguro de que Bridie recibirá una fortísima ovación. Y él va a perdérsela.
Es el típico error que las personas lamentan en su lecho de muerte.
Resopla ruidosamente, se recuesta en su asiento y abre y cierra la hebilla del cinturón de seguridad, abre y cierra. La mujer que va a su lado levanta la cabeza de la revista y Leo entrelaza las manos. Está resultando molesto. Es la típica cosa que haría su hijo de catorce años.
Al acordarse de su hijo, el corazón le da un vuelco. Ya lleva meses prometiéndole a Oli que harán esa preciosa excursión al parque nacional que tanto les gusta, el domingo que viene, pero siempre es «el domingo que viene» porque muy a menudo él tiene que trabajar el fin de semana, y este domingo que viene va a tener que recuperar todo lo que no ha podido hacer hoy, lo cual, por cierto, no lo convierte en un adicto al trabajo, sino únicamente en un hombre que tiene un empleo.
Su jefa está convencida de que es importante encontrar un equilibrio entre el trabajo y la vida personal. «Leo, la familia siempre va primero», le dijo cuando él le mencionó que iba a tomarse el día libre, pero uno de los indicadores clave de su rendimiento es su «tasa de utilización», una medida del número de horas facturables que acumula cada semana, en comparación con el número de horas que ha trabajado. Su tasa de utilización la tiene en el pensamiento a todas horas, es un mosquito que no deja de zumbar, pero al que no tiene permitido matar. A veces trabaja una jornada de catorce horas pero solo factura ocho. Es difícil. La vida es difícil. Lo único que necesita es controlar la gestión del tiempo. Su jefa, que siente interés por el tema, le da recomendaciones de libros y pódcasts, a la vez que consejillos útiles. Lleva tres años trabajando para Lilith. Es una mujer impresionante y ejemplar en una profesión dominada por hombres, y él está intentando aprender de ella de la misma manera que aprendió de su primer jefe, que le devolvía los dibujos cubiertos de correcciones en color rojo, lo cual lo enfurecía, pero terminó convirtiéndolo en mejor ingeniero. Hace no mucho, Lilith le dijo que el primer paso para mejorar la productividad era una «auditoría de horas exhaustiva», pero él no ha tenido tiempo de hacerla.
Oli ni siquiera pone cara de estar desilusionado cada vez que Leo le dice que a lo mejor el próximo fin de semana hacen la excursión. Se limita a responder con un escéptico gesto de pulgares arriba, como si estuviera contestando a un proveedor que una y otra vez incumple la promesa de entregar un producto.
La mujer del asiento del medio carraspea con delicadeza, y Leo se percata de que está subiendo y bajando la pierna izquierda, como si se hubiera electrocutado. Se lleva una mano al muslo para calmarlo. Le parece estar oyendo decir a su mujer: «Cielo, no entres en una espiral».
Le costó creérselo la primera vez que lo llamó «cielo». La sensación tan maravillosa que le causó.
Esboza una breve sonrisa en dirección a su compañera de asiento, la cual espera que ella interprete como una forma de pedir disculpas y no como una invitación a charlar.
Se llama Sue, y su marido, en el asiento de ventanilla, se llama Max.
Eso Leo ya lo sabe, junto con otras muchas cosas más de ellos, porque durante el tiempo que permanecieron inmóviles junto a la terminal no tuvo más remedio que oír de refilón el increíble número de llamadas que hicieron ambos: «¡Espera, que Sue quiere decirte una cosa!», «¡Vuelvo a pasarte con Max!».
Max y Sue forman una alegre y entusiasta pareja de mediana edad que acaba de regresar de un viaje en autocaravana por Tasmania. ¡Ha sido una maravilla! Sue es diminuta, de mejillas sonrosadas, ojos brillantes y grandes pechos. Lleva una pulsera llena de colgantitos que tintinea mientras gesticula. Max luce bronceado y cabello blanco, y tiene una barriga grande, firme y orgullosa. Como si fuera Papá Noel volviendo de sus vacaciones de verano. Posee la misma masculinidad y seguridad en sí mismo que los encargados con los que trabaja Leo: hombres fuertes que hablan dando voces, que saben lo que están haciendo y no tienen dificultades para administrar su tiempo.
Al principio, Sue intentó trabar conversación con Leo, pero se rindió al ver que él le respondía con monosílabos por cortesía. Leo sabe que podría haberle contado que estaba perdiéndose la función de Bridie, y que ella y su marido son los típicos que al instante le habrían mostrado comprensión e interés (por todas esas llamadas, deduce que tienen nietos: «¡El abuelo y yo estamos deseando veros!»), pero estaba demasiado tenso para charlar.
Vuelve a mirar el reloj. En estos momentos, Bridie está ya en el escenario.
«Deja de pensar en ello».
El estómago empieza a rugir. Está muerto de hambre. Rechazó el «aperitivo ligero» porque, y vaya estupidez, no deseaba ralentizar las cosas. Se sintió irracionalmente molesto con todas aquellas personas que se entregaban alegremente a comer las almendras y los pretzels. Quería concentrarse en llegar a Sídney.
La señora del otro lado del pasillo se desabrocha el cinturón de seguridad.
Se pone de pie.
Hasta ese momento, ha sido una figura borrosa en su visión periférica. Si le hubieran preguntado, a lo mejor la habría descrito como una mujer menuda, con el cabello gris, pero de ninguna forma habría podido distinguirla en una fila de señoras menudas y pelo gris.
Ella sale al pasillo y se queda justo al lado de él, mirando hacia la parte posterior del avión.
No se mueve.
¿Qué estará haciendo?
Leo, por educación, mantiene la vista fija en el bolsillo que hay en la parte trasera del asiento que tiene enfrente. Lee la primera frase de un anuncio que aparece en la contraportada de la revista: «¿A qué está esperando? ¡Reserve hoy mismo su crucero fluvial “Joyas de Europa”!». Neve dice siempre que ambos sabrán que son viejos cuando esos cruceros fluviales empiecen a parecerles atractivos. Leo no le ha confesado que a él ya le parecen atractivos.
La señora de cabello gris sigue sin moverse. Ya está pasando demasiado tiempo. La tiene demasiado encima. Lo está agobiando un poco.
Mira hacia abajo. Lleva unos zapatos pequeños, marrones, limpios y con los cordones bien atados.
De pronto, la señora dice con voz clara y serena:
—A la de tres.
En cierta ocasión me enamoré de un chico muy alto y delgado que tenía el cuello más vulnerable del mundo, y que me infundía el valor necesario para acudir a fiestas y bailes pese a que yo pensaba que me desmayaría de pura timidez.
—A la de tres —me decía agarrándome de la mano mientras a mí se me aceleraba el corazón y se me nublaba la vista—. Una, dos y tres.
Y entrábamos.
Eso podría explicar por qué yo tenía esa confianza en mí misma: estaba pensando en él.
«A la de tres, ¿qué?».
Leo observa a la señora. Tiene el semblante pálido e inexpresivo. Parece desconcertada. Posiblemente angustiada. Cuesta trabajo asegurarlo. Leo mira hacia atrás para ver si hay alguien cerrándole el paso, pero el pasillo se encuentra despejado.
Vuelve a mirarla a ella. Tiene la misma edad, estatura y constitución que su madre, salvo que su madre ni muerta llevaría zapatos planos. (En sentido literal. Su madre quiere que la entierren llevando puestos sus Jimmy Choo. La hermana pequeña de Leo le dijo: «Pues claro que sí, mamá», al tiempo que le hacía gestos con la boca a Leo diciendo «Ni hablar» y señalaba sus propios pies).
A su madre no le gusta que nadie se muestre «paternalista» con ella. ¿Sería paternalista preguntarle a esta señora si necesita ayuda?
Observa que lleva un broche de plata prendido en la blusa.
Sus padres tuvieron una joyería en Hobart durante cuarenta años. Y aunque ni él ni ninguna de sus hermanas tuvieron interés por continuar con el negocio, todos los miembros de la familia controlan las joyas de forma automática. Se trata de un broche pequeño, posiblemente antiguo. Es un símbolo de algún tipo, un símbolo antiguo del viejo mundo. No puede verlo sin inclinarse hacia delante, lo cual sería inapropiado, pero hay algo en ese broche que, de tan familiar, le resulta turbador. No sabe cómo, pero está extrañamente relacionado con él. Le transmite una sensación de... propiedad. Incluso de un vago placer. Debe ser algo relacionado con la joyería Vodnik, ¿pero qué?
¿O será el símbolo en sí mismo lo que significa algo? Espera, ¿tiene que ver con el instituto? No. ¿Con la universidad? El hecho de pensar en la universidad lo conduce inevitablemente a uno de sus recuerdos más dolorosos: él mismo en una calle, en la puerta de un pub, gritando como no lo había hecho nunca, aunque no tenga nada que ver con este símbolo... Espera, ya casi lo tengo...
—Uno —dice la señora.
¿Romperá a cantar a la de tres? ¿Será que le duele algo? ¿Estará intentando mentalizarse para dar un paso? La abuela de Neve sufre de terribles dolores en los pies, la pobre, pero esta señora es mucho más joven.
El padre de Leo siempre decía que desde el 11 de septiembre ya estaba «preparado para los problemas» cada vez que viajaba. «Me lanzo a placar a cualquiera que muestre una conducta mínimamente sospechosa», decía con su acento de la Europa del Este, con gran seriedad, a pesar de que era un joyero de ciudad de un metro sesenta, benigno y de apariencia elegante, un hombre amable que jamás había agredido a nadie en toda su vida. «Sin dudarlo, Leo».
¿Su padre se habría lanzado ya a placar a esta mujer?
«Sin dudarlo, Leo».
«Por Dios, papá. ¡Es una señora inofensiva! ¡Sí que dudarías!».
—Dos.
¡Es inofensiva! Desde luego que sí.
Además, resulta imposible pasar armas por el control de seguridad.
Y las mujeres no secuestran aviones.
¿Eso es sexista? Le parece oír a su hermana pequeña: «Leo, yo sabría secuestrar un avión mejor que tú».
De eso no tiene ninguna duda.
Leo carraspea. Se dispone a preguntar a la señora si se encuentra bien. Eso sería lo más correcto, lo más apropiado.
—Disculpe —empieza—. ¿Está usted...?
—Tres.
La señora se gira, alarga un brazo y señala directamente al pasajero que va en el asiento de ventanilla de su propia fila, un individuo enjuto y como de cincuenta y tantos años que está inclinado sobre un ordenador portátil tecleando con dos dedos.
—Auguro —dice. Luego, sin dejar de señalarlo, hace una pausa, como acusándolo de algo.
¿Qué es lo que augura?
—Auguro un derrame cerebral catastrófico.
El hombre levanta la vista frunciendo el ceño con aire distraído y se lleva una mano a la oreja.
—Perdone, no la he oído bien.
—Auguro un derrame cerebral catastrófico —repite ella, tímida pero firme, sin dejar de señalar—. A la edad de setenta y dos años.
El hombre mira nervioso a uno y otro lado.
—Disculpe, ¿un qué? No sé... ¿Puedo ayudarla?
La señora no dice nada. Baja el brazo, se gira y se sitúa de cara a la fila de Leo.
El hombre cruza la mirada con Leo desde el otro lado del pasillo. Hace un gesto de fingida alarma, como queriendo decir «¡Está como una cabra!», y Leo le responde con otro gesto de cortesía. El hombre se encoge de hombros y vuelve a teclear en su ordenador.
Leo recobra la calma. Ya no es necesario placar a la señora. Entiende de ancianas chifladas. Le ha venido bien para distraerse del disgusto por haberse perdido la función de su hija. Sabe cómo manejar estas cosas. Su abuela sufrió demencia vascular en los últimos años de su vida, y aconsejaron a sus familiares que le siguieran la corriente en su realidad alternativa siempre que fuera posible y no hubiera peligro. Para una persona tan «estirada» como parece ser Leo (es algo que le dicen mucho, con bastante insistencia), se mostró inesperadamente flexible cuando hubo que aceptar los delirios de su abuela.
Le seguirá la corriente a esta señora e interpretará el papel que sea necesario. Así que un «derrame cerebral catastrófico». ¿Significa eso que en el pasado fue médica o enfermera? Recuerda haber oído hablar de un médico jubilado que sufría demencia y que se pasaba el tiempo diagnosticando a sus compañeros de la residencia de ancianos. Iba por todas partes llevando en la mano lo que él creía que era un talonario de recetas, garabateando una y otra vez la misma prescripción de antibióticos.
—Auguro —dice la señora señalando a Max, el compañero de asiento de Leo, que está haciendo una foto por la ventanilla del avión.
Max se vuelve y sonríe de oreja a oreja, listo para charlar.
—¿Eh? ¿Qué dices, cielo?
—Auguro una enfermedad cardíaca —contesta la señora—. A la edad de ochenta y cuatro años.
Max frunce el ceño.
—¿Una enfermedad... de qué? Cielo, no te he oído bien. ¡Cuesta mucho entender algo con el ruido de los motores! —Da un codazo a su mujer para que lo ayude.
Sue mira a la señora con una ancha sonrisa y eleva la voz:
—Disculpe, no la hemos oído bien.
—Una enfermedad cardíaca —repite la señora, esta vez más fuerte—. A la edad de ochenta y cuatro años.
—¿Tienes una enfermedad cardíaca?
—¡No! ¡No me lo dice a mí, sino a ti!
—¡Yo no tengo problemas de corazón! —Max se golpea el pecho con el puño cerrado.
—A la edad de ochenta y cuatro años —insiste la señora—. Como ha quedado dicho.
Max mira a su mujer con una expresión de desconcierto y esta decide intervenir, como hacen las buenas esposas para rescatar a sus maridos de las situaciones sociales confusas.
—Lo siento mucho —dice—. ¿Ha perdido usted a alguien recientemente?
La señora pone cara de enfado, pero mantiene un tono de voz tolerante.
—Causa de la muerte. Edad de la muerte.
En ese momento, Leo lo entiende todo de pronto. «No está haciendo diagnósticos, está haciendo predicciones».
—Santo cielo —exclama el marido.
A continuación, la señora señala a Sue.
—Auguro cáncer de páncreas. A la edad de sesenta y seis años.
Ella suelta una risita nerviosa.
—¿Que augura cáncer de páncreas? ¿Esa será la causa de mi muerte? Dios santo. ¿Y a los sesenta y seis? ¿Eso es lo que espera que me suceda? ¡Pues muchas gracias, pero no!
—No entres al trapo —le dice Max. Luego baja la voz y se da unos golpecitos en la frente—. No está del todo...
—Desde luego, algo raro le pasa —coincide Sue hablando en susurros. Vuelve a mirar a la señora y le habla empleando ese tono tan específico y autoritario que Leo recuerda muy bien de las enfermeras que cuidaban a su abuela—: ¡Aterrizaremos enseguida, querida! —Es un tono diseñado para cortar la confusión mental y el deterioro de la audición. Leo lo odia, nunca soportó que le hablaran a su formidable abuela como si fuera una niña pequeña no muy despierta—. De modo que si quiere ir al cuarto de baño, sería mejor que aproveche ahora.
La señora suspira y se gira hacia Leo para evaluarlo.
—¿Nos está diciendo cómo y cuándo vamos a morir? —pregunta él.
Más tarde se reprenderá a sí mismo. Pensará que debería haber seguido el ejemplo de Sue y cortar, pero sus sentimientos se mezclan con los recuerdos de su querida abuela cuando ponía aquel gesto de confusión y él, precisamente él, lograba relajarlo y cambiarlo por otro de paz siguiéndole la corriente en sus delirios. Se le daba mejor que a sus hermanas. Esos fueron los últimos regalos que le hizo a su abuela. Y va a hacer lo mismo por esta señora. Da igual que esté diciendo tonterías.
—Causa de la muerte. Edad de la muerte —dice la señora—. En realidad, es muy simple.
—Suena muy simple —coincide Leo—. Dígamelo a mí sin rodeos.
La señora apunta con el dedo a Leo, al centro de la frente. Mantiene firme la mano.
—Auguro un accidente en el lugar de trabajo. —Tiene los ojos de un color muy bonito: el azul desvaído de la tela vaquera gastada. No parecen los ojos de una loca, sino unos ojos tristes, sensatos y resignados—. A la edad de cuarenta y tres años.
¡Cuarenta y tres! Leo no lo experimenta como un shock, se está tomando todo esto tan en serio como lo haría con una galletita de la fortuna o con un horóscopo, pero sí que siente una sacudida. Las galletitas de la fortuna y los horóscopos no suelen ser tan específicos. Cumplirá cuarenta y tres años en noviembre.
—¿Voy a morir de un accidente en el lugar de trabajo? Pues entonces debería dejar de trabajar.
Max emite una risita apreciativa mientras que Sue chasquea la lengua igual que una madre preocupada que ve a su hijo hacer algo que es ligeramente peligroso.
—No se puede luchar contra el destino —dice la señora apartando la mirada de Leo y arrugando la frente.
—¡En ese caso, más vale que vaya poniendo en orden mis asuntos!
Ahora Leo está interpretando para el público presente. Normalmente, este personaje tan jovial solo aparece después de haberse tomado un par de copas. Este tipo sí que no es nada «estirado». Nunca se viene abajo. No se pasa las noches en vela preocupado por su tasa de utilización. A este tipo nadie lo acusa de ser un adicto al trabajo.
La señora no responde. Su semblante es una puerta cerrada. Ya ha terminado con él. Da un paso al frente con decisión.
Leo se gira en su asiento para ver qué hace. Se ha detenido en la fila siguiente, todavía lo bastante cerca para que él pueda tocarla.
—Auguro... —Señala a una mujer joven que lleva la cabeza cubierta con un pañuelo y encima unos auriculares gigantescos.
—Enfermedad del sistema urinario. A la edad de noventa y dos años.
La mujer se retira un auricular de la oreja empujándolo con el dedo.
—¿Perdón?
—Ay, Dios. —Sue se maravilla también, estirando el cuello para mirar a la señora, mientras Max niega con la cabeza y Leo sonríe tontamente como el tipo relajado y tranquilo que no es, y procura hacer caso omiso de la sensación de que alguien le está apretando, de manera suave pero insistente, un cubito de hielo contra la base de la columna vertebral.
Me han dicho que señalaba a los pasajeros mientras repetía las palabras siguientes: «No se puede luchar contra el destino».
Siempre me han enseñado que señalar es de mala educación, así que me sentí escéptica al respecto, hasta que vi la foto, la que acabó saliendo en los periódicos, en la que claramente estaba yo señalando de una manera bastante teatral, como si estuviera interpretando la obra El rey Lear.
Bochornoso.
Observé que en dicha foto mi pelo estaba perfecto.
Obviamente, eso no es excusa.
De todos modos, la frase de «no se puede luchar contra el destino» era de mi madre, no mía. Ella siempre andaba diciendo cosas así: no se puede escapar del destino, estaba escrito que iba a suceder esto, estaba escrito que no iba a pasar aquello.
Supuestamente, eso quiere decir que era una persona «determinista».
O eso me dijo un tipo con barba en una cena en el verano de 1984. No recuerdo cómo se llamaba, solo recuerdo su barba castaña, frondosa y magnífica. Se la acariciaba con ternura y muy a menudo, como si fuera una querida mascota que llevara acurrucada sobre el pecho.
Estábamos cenando pollo con albaricoque demasiado hecho y arroz integral poco hecho en una casa de ladrillos claros ubicada en la urbanización de Terrey Hills, al norte de Sídney. La noche era calurosa y nuestros anfitriones habían instalado un ventilador giratorio en un rincón del salón. Cada pocos segundos, una violenta ráfaga de aire nos echaba el pelo hacia atrás, de modo que parecíamos perros asomados por la ventanilla de un coche y la barba de aquel tipo ondeaba hacia la izquierda igual que una bandera patriótica.
Visto en retrospectiva, resulta gracioso, aunque recuerdo que nadie se reía. Éramos jóvenes, de modo que nos tomábamos a nosotros mismos muy en serio.
Yo había contado, de forma accidental, una anécdota profundamente personal acerca de mi madre. A veces cuento anécdotas personales cuando estoy nerviosa y he bebido demasiado, y es obvio que ambas cosas suelen suceder en las cenas.
La anécdota que conté dio pie al barbudo para comentar que mi madre era «obviamente una determinista», al igual que él. Nadie sabía lo que significaba aquello, de modo que, benévolo, pronunció una miniconferencia (era profesor de universidad, así que disfrutaba dando charlas incluso más que un ciudadano medio) mientras nuestros anfitriones discutían enfadados y en voz baja sobre si estaba escrito o no que el arroz integral tuviera que estar tan duro.
La idea del determinismo, dijo, es que todas las cosas que ocurren y todas las decisiones que tomamos son «inevitables por motivo de su causa». ¿Por qué? Porque todo está causado por alguna otra cosa: una acción, suceso o situación anterior.
Bien. Ninguno de los presentes sabía de qué diablos estaba hablando. Ya estaba preparado para eso, y lo simplificó.
Dijo que las personas solo pueden actuar como actúan. Por ejemplo, un asesino matará inevitablemente porque su infancia, sus genes, su química cerebral, su situación socioeconómica, su miedo al rechazo, la cómoda proximidad de una mujer indefensa en una calle oscura, todo ello le conducirá, de forma inevitable, a asesinar.
Alguien dijo, recuerdo que con bastante vehemencia, como si estuviéramos hablando de un asesinato concreto y no de uno hipotético: «¡Pero él ha escogido matar! ¡Posee libre albedrío!».
El barbudo replicó que él mismo era un «determinista duro» y que por consiguiente no creía en el libre albedrío. Tenía un grano de arroz integral atrapado entre los dos dientes delanteros y nadie, ni siquiera su mujer, le dijo nada. A lo mejor pensó que era algo inevitable por motivo de su causa.
Lo que yo me pregunto, lo que me gustaría preguntarle ahora a aquel barbudo es lo siguiente: si el libre albedrío no existe, si todas nuestras decisiones y acciones son inevitables, ¿seguimos estando obligados a pedir perdón por ellas?
«¿Pero qué demonios?». Los tendones del cuello de Sue O’Sullivan protestan cuando tuerce la cabeza demasiado rápido para ver qué está haciendo ahora esa loca.
—Ay. —Vuelve a mirar hacia delante.
Sue es enfermera de urgencias, madre de cinco hijos varones ya adultos y abuela de tres preciosas nietas y cuatro hermosos nietos. Es la típica persona que repite constantemente eso de «ya lo he oído todo y lo he visto todo» porque es verdad, pero es la primera vez que una persona desconocida, en un avión, acaba de informarla con toda calma de que solo le quedan tres años de vida.
Si se hubiera tomado en serio lo que dicen otros, no habría durado mucho en su trabajo. Todos los días se enfrenta a personas enfadadas, violentas, angustiadas, borrachas, drogadas y psicóticas. Le lanzan insultos terribles, junto con alguna que otra amenaza de muerte con carga sexual. Toda clase de lindezas, vamos.
Sin embargo, ahora la invade el impulso más insensato de ir detrás de esa señora y exigirle otra predicción, por favor. Una que sea más bonita. Su plan para los sesenta y seis es jubilarse, no morirse.
Max y ella nunca han salido de Australia. No lo ha visto todo. ¡No ha visto absolutamente nada! Existe un planeta entero lleno de castillos y catedrales, pinturas y esculturas, montañas y océanos, esperando a ser visto y admirado por Sue y Max O’Sullivan. En este momento ambos se sienten especialmente seguros respecto de sus perspectivas de viajar en el futuro porque, si han podido recorrer Tasmania en una autocaravana con tanto éxito, ¿por qué no pueden recorrer Francia? ¿Por qué no Italia? ¡Se habituarán a conducir por el otro lado de la carretera! ¡Desde luego que sí!
Y ahora le dicen que no habrá ningún viaje porque dentro de muy poco tiempo va a enfermar gravemente de cáncer de páncreas. El peor. Todos son malos, pero este es «malo», lo es de verdad. Es difícil pillarlo a tiempo, y los pronósticos no son nada halagüeños.
No es verdad, claro, pero sirve de gélido recordatorio de que las personas que tienen planes se ponen enfermas. Los especialistas realizan diagnósticos crueles exactamente todos los días. Las cosas que le ocurren a otra gente también pueden ocurrirle a ella.
—Parece que está haciendo predicciones a todo el avión —comenta el hombre que va en el asiento de pasillo, a su lado. Se gira para mirar de frente a Sue y esta lo mira por primera vez a los ojos. Es como si de repente Sue se hubiera convertido en una persona real para él. Hasta este momento ha sido un compañero de asiento molesto: retorciéndose en el asiento, moviéndose como un niño pequeño, tamborileando con los dedos sobre las piernas, evitando todo contacto visual y dejando muy claro que él es un tipo muy importante y se le está haciendo tarde (¡ya, señor importante, a todos se nos está haciendo tarde!) y por lo tanto no tiene ganas de conversación.
—¿Deberíamos llamar a un auxiliar de vuelo? —le pregunta Sue; siempre es mejor hacer que el señor importante siga creyéndose importante pidiéndole su opinión.
—A lo mejor —responde él al tiempo que Max, irritado, aconseja que hagan caso omiso de la señora.
Max está haciendo girar su teléfono en círculos contra el reposabrazos. Dentro de un momento romperá la pantalla. Él lo tiene bien, le han dado varias décadas de vida. Son Sue y el pasajero nervioso los que, por lo visto, están viviendo con tiempo prestado.
Sue busca a su auxiliar de vuelo favorita, una atractiva joven de melena brillante que se llama Allegra (Sue siempre lee el nombre que figura en la chapita) y que tuvo la amabilidad de conversar con ellos mientras esperaban a despegar. Prefiere llamar la atención de Allegra antes que pulsar el botón de llamada con actitud exigente.
Oye la frase:
—Auguro un paro cardíaco. A la edad de noventa y un años.
Se gira un poco más para mirar, pero no es lo bastante alta para ver bien.
—Auguro alzhéimer. A la edad de ochenta y nueve años.
Con cada predicción, el tono que emplea la señora va ganando seguridad y volumen. Por encima del rugido de los motores del avión se hacen audibles algunos fragmentos de conversaciones ligeramente jocosas. Nadie parece estar muy preocupado.
—¿Tiene alzhéimer?
—Antes ha estado diciendo no sé qué sobre la orina.
—A lo mejor necesita ir al baño.
Luego se oye de nuevo la voz de la señora, casi en tono triunfal:
—Auguro muerte inducida por drogas. A la edad de treinta y siete años.
—Yo tengo veintisiete, no treinta y siete.
—Tío, no está diciendo la edad que tienes, sino la que vas a tener cuando te mueras de sobredosis.
Sue se desabrocha el cinturón de seguridad.
—Siéntate. —Max le tira de la manga cuando ella se pone de pie y se vuelve hacia la parte trasera del avión. Ella se libera y, de un salto, se pone de rodillas en el asiento. Ventajas de ser de pequeña estatura.
—Está encendida la señal de abrocharse los cinturones —le dice Max.
—¡No es verdad!
Recorre todo el avión con la mirada y va fijándose en los pasajeros con los que estuvieron charlando en Hobart. Ahí está la embarazada que tuvo que quitarse los zapatos al pasar por el control de seguridad, la pobre. Ella la ayudó. Va a ser su primer hijo, se encuentra bien salvo por los ardores de estómago, no sabe el sexo. Por la forma de la barriga, apuntando hacia delante, Sue predice que será un chico (posee un historial intachable en la predicción de sexo).
Un poco más allá, en la fila de la puerta de salida, está el joven alto y larguirucho que no es jugador de baloncesto. Todos sus hijos tenían ese mismo gesto desgarbado y tímido cuando de repente dieron el estirón: ¡no sé cómo he llegado hasta aquí! Sue estuvo conversando con él y con el tipo corpulento, de pelo muy corto y aspecto militar que trabaja en una agencia de noticias. Al principio supuso que eran padre e hijo, pero no tardó en darse cuenta de que no. Tal y como señaló Max, no todas las personas altas están emparentadas.
No alcanza a ver a la pobre madre joven que viaja con una niña pequeña y un bebé, pero ¡vaya, desde luego que al bebé sí que lo han oído! Ah, espera, ahí está esa encantadora jovencita que temblaba tanto al pasar su bolso por seguridad que se le cayó dos veces el teléfono. Max se lo recogió las dos veces, y Sue no tardó mucho en darse cuenta de que a la pobre le daba pánico volar y este era el primer viaje que hacía sola. Se llama Kayla. Ella conoce a una Kayla de mediana edad que dirige una protectora de animales, y le contó todos los detalles a esta otra Kayla, que vio la oportunidad de mostrarle a Sue unas fotos del cachorro que le regalaron cuando cumplió dieciocho años, así que Sue supuso que eso la había distraído un poco.
La persona que va en el asiento del medio justo detrás de Sue, cuyas durísimas rodillas se le han estado clavando de manera intermitente en la parte baja de la espalda, no ve a Sue. Su atención está fija en la señora, que le está diciendo:
—Espero una lesión involuntaria. A la edad de setenta y nueve años.
El hombre enarca las cejas.
—¿Está lesionada?
—Causa de la muerte, edad de la muerte, como creo que ya he dicho múltiples veces.
Sue no puede evitar sonreír al captar el tono contenido de la señora. Es el tono de una profesional que tiene un trabajo que hacer, lidiando con gente que no escucha. Ella conoce bien esa sensación.
En el aeropuerto no se había fijado en la señora, pero ahora la observa como si estuviera clasificando a un paciente que acaba de llegar a urgencias. Ojos claros pero hundidos, labios secos y agrietados. ¿Deshidratada? Le calcula unos setenta y pocos. Es joven para sufrir demencia, pero cabe la posibilidad. No se muestra agitada, ni violenta, ni inquieta ni confusa. No hay nada que indique que haya abusado de alguna sustancia. Tiene una apariencia corriente, familiar y agradable, como cualquiera que pudiera conocer ella en una clase de aquagym o en el supermercado. Lleva una blusa preciosa, blanca con pequeñas plumas de color verde, la típica blusa que la atraería a ella si la viera en una tienda, aunque probablemente no podría permitirse comprarla. Si se hubieran sentado juntas, seguro que le habría hecho un cumplido al respecto.
—Auguro... —La señora señala a una mujer de unos cuarenta años, con el ceño fruncido, que lleva uno de esos coloridos blusones de lentejuelas tipo caftán. Tiene más pinta de adivina que la señora—. Neumonía. A la edad de noventa y cuatro años.
A Sue la invade el resentimiento. ¿Por qué a la mujer del caftán le dan hasta los noventa y cuatro? No tiene aspecto de estar tan sana, apostaría a que padece de hipertensión.
La señora sigue avanzando por el pasillo y Sue deja de oírla por encima de los motores del avión.
La mujer del caftán mira a Sue.
—¿Sabemos de qué va todo eso?
—Está prediciendo muertes —explica Sue.
—Bueno, en mi caso no está mal. ¿Y en el suyo?
Sue finge no haberla oído. Vuelve a sentarse y se abrocha de nuevo el cinturón. El hombre de atrás le clava las rodillas todavía con más fuerza en la parte baja de la espalda. Le oye decir:
—Un momento: ¿está diciendo que voy a vivir hasta los setenta y cinco? ¿Eso es lo que ha dicho? ¿O eran setenta y nueve? —Como si no quisiera perderse ni uno solo de los años extra que se le deben.
—Sabes que todo eso son tonterías, ¿verdad? —Max apoya una mano en la pierna de su mujer—. No hagas un drama de esto. —Aprieta demasiado con la mano—. Esa mujer no tiene acceso a nuestro historial médico. A no ser que sea un pirata informático, claro. Hoy en día, siempre cabe esa posibilidad. —Emite una risa hueca.
—Bueno, podría ser una vidente —propone Sue—. O creer que lo es.
—Tú no crees en los videntes.
—¿Cómo lo sabes? —replica Sue, solo para hacerse la difícil. Max a menudo asume alegremente que ambos tienen la misma política, los mismos recuerdos y las mismas preferencias en cuanto a la comida y la televisión, y la mayoría de las veces es así, ¡pero no siempre!
—¿Has ido alguna vez a uno? No, no has ido.
—Pues lo cierto es que sí —contesta Sue—. Me echaron las cartas. Lo hicimos todas para el cincuenta cumpleaños de Jane.
—Vale, ¿y esas cartas dijeron que ibas a tener... eso que ha dicho esa señora? —le pregunta Max. No quiere pronunciar la palabra «cáncer». Cada vez que se entera de un diagnóstico grave, la primera expresión que le cruza sin querer por la cara es de repugnancia. Miedo disfrazado de asco.
—No —responde Sue.
Fue hace más de diez años. La echadora de cartas del tarot le predijo, tristemente, que al año siguiente su marido iba a tener una aventura con una italiana de baja estatura. Ella nunca se lo contó a Max. No quiso darle ideas. Se limitó a incrementar el sexo para mantenerlo ocupado. Solo por si acaso. Y él pareció sentirse complacido. Es muy posible que eso cambiara el destino de ambos.
—Pues ahí lo tienes —dice Max.
—Bueno, seguro que hay videntes buenos y malos —dice Sue—. No es una ciencia exacta.
Max da un golpe en el reposabrazos con el teléfono.
—¡No es una ciencia en absoluto!
—Vale, tú sigue en tus trece.
De repente lo comprende: Max está intentando convencerla de que no se altere porque él sí que está alterado. Su marido es fontanero autónomo, un hombre de lo más práctico. Sabe arreglar y construir cualquier cosa, desde un palomar hasta una tarta o un «modelo funcional del sistema digestivo» para un nieto que debe entregarlo al día siguiente, pero no soporta que haya algo de que preocuparse y no poder hacer nada al respecto, que no haya ninguna forma de arreglarlo.
Está secretamente preocupado por el hecho de que esa señora de verdad sepa algo sobre el futuro de ambos. Él siempre manifiesta sus sentimientos como algo diferente, al igual que un dolor en el cuello, la mandíbula o el hombro puede indicar un infarto. Viene siendo así desde el momento en que se conocieron, hace cuarenta años, cuando un muchacho de cabello rubio y hombros anchos se acercó a Sue en un grupo de jóvenes de la iglesia y le preguntó a bocajarro si quería ir al cine con él, por favor. Hasta la fecha, Sue no sabe por qué dijo que sí, porque parecía que alguien le estaba apuntando con una pistola a la cabeza, de tan hostil que era su expresión. Pero en el momento que dijo que sí, su semblante se transformó por completo. «¿En serio?». Max sonrió como un loco, revelando los famosos hoyuelos O’Sullivan que legaría a sus cinco hijos y a dos de sus nietos. «¿En serio? Estaba seguro de que dirías que no». Aquellos hoyuelos fueron su condena.
—Nadie puede ver el futuro —dice Max preocupado.
Los oncólogos sí, piensa Sue. Los oncólogos, los neurólogos, los cardiólogos, los hematólogos. Todos esos malditos «ólogos». Esos sí son adivinos. Ellos no te echan las cartas, estudian tus análisis de sangre, tus resonancias, tus pruebas genéticas, y ven cosas terribles en tu futuro.
—Cariño, no voy a morirme a los sesenta y seis. —Saca la revista del bolsillo del asiento delantero y señala el anuncio que aparece en la contraportada—. Estaremos viajando por Europa.
—Exacto. —Max relaja los hombros—. Esa pobre mujer desvaría. —Sostiene el teléfono por encima de la revista y hace una foto del anuncio del crucero fluvial—. Sería divertido hacer uno de esos cruceros. Podríamos incluirlo en el itinerario.
Se inclina hacia delante para dirigirse al hombre que va sentado a continuación de Sue.
—Espero que a usted no lo preocupe eso del «accidente en el lugar de trabajo», ¿eh, amigo? No creerá en los videntes, ¿verdad?
—Lo cierto es que no —responde el hombre—. Pero supongo que el año que viene podría tener un poco más de cuidado en el trabajo. En noviembre cumplo los cuarenta y tres.
—¿Tiene usted un trabajo peligroso? —le pregunta Sue.
—Soy ingeniero de caminos.
—Pues entonces más vale que no se quite el casco —replica Max.
—Bueno, trabajo sobre todo con el ordenador, pero sí, desde luego, no es mala idea que... —Pone las manos por encima de la cabeza y finge protegerse de algún objeto volador.
—Perdone que no nos hayamos presentado —le dice Sue—. Yo soy Sue y este es Max.
—Leo. —Se estira por encima de Sue para estrecharle la mano a Max.