Araca corazón callate un poco - Enrique Butti - E-Book

Araca corazón callate un poco E-Book

Enrique Butti

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Beschreibung

Narrar y narrar historias, noche tras noche, vence a la muerte, enseña Scherezade, pero en esta novela la protagonista narradora está tirada en el diván y es su amado quien le cuenta su vida llena de aventuras, ora maravillosas, ora pringosas e irritantes, sin que ninguno de los dos se atreva a interrumpir esta intimidad con otra suerte de acercamiento.

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Araca corazón callate un poco

Enrique Butti

Índice
PORTADILLA
PRIMERA PARTE: El sofá cama de Marzolini
I Mi muñeco
II El loco por la Flaçon
III Marzolini festeja la Pascua
IV Se abre una nueva flor en el valle del Señor
V Nace una señora hecha y derecha
VI ¿Eres tú Nadie también?, pregunta mi Ulises
VII Corta el cordón con la neonata
VIII Hagiografía
IX El hábitat de las mosquitas
X El Palacio Encantado
XI Las chinitas espían detrás del biombo
XII Salta una rata del teléfono
XIII Aparece la cereza del postre
XIV ¿Por qué resulta sensual pellizcar?
XV No hay como un tango; ni siquiera una masita sopada en el té
XVI La comadreja sobre el techo de cinc caliente
XVII Una razón para vivir en ansias
XVIII Los ojos de la diosa blanca
XIX Prohibido contar sueños
SEGUNDA PARTE: Mis papeles
Mis papeles, 1
Mis papeles, 2
Mis papeles, 3
Mis papeles, 4
Mis papeles, 5
APÉNDICE
Los recuperados: “Mis papeles, 4”

Butti, Enrique M.

Araca corazón callate un poco / Enrique M. Butti. - 1a ed . - Santa Fe : Palabrava, 2020.

Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos / 6)

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4156-17-4

1. Narrativa Argentina. 2. Relaciones de Pareja. 3. Novelas de Aventuras. I. Rosenzwit, Viviana, colab. II. Severin, Patricia, dir. III. Título.

CDD A863

Araca corazón callate un poco

Enrique Butti

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.blogspot.com

Colección Rosa de los vientos

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe – www.sugoilab.com

Primera edición en formato digital: enero de 2021

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4156-17-4

Si sabés que su amor es todo tuyo

y no hay motivos para hacerse el loco,

¡araca, corazón, callate un poco!

Alberto Vaccarezza

PRIMERA PARTE

El sofá cama de Marzolini

I

Mi muñeco

Mi amigo del alma se llama Marzolini y es muy especial, podría suspender boquiabierta y babeante a toda una multitudinaria audiencia si condescendiera a contarle con lujo de detalles las ocasiones en que lo abdujeron distintos tipos de extraterrestres, incluida aquélla en que colisionaron venusinos y terceavos de Épsilon por la disputa de la preciada presa. Yo no creo ni dejo de creer, pero me digo que por algo excepcional debo haberlo elegido como motivo de mis desvelos. Además, si a alguien se le ocurriera estudiarme un poco podría detectar algún latido marciano en mi corazón, un mundo deshabitado hasta que él llegó con sus pasos de pato para construir a los picotazos un nido en mi pecho, graznando y saltando todo el tiempo hasta ponerme nerviosa.

Marzolini es especialmente adorable, pero a veces lo encuentro por la calle y no me saluda o al contrario me acosa con una audacia que le desconozco, busca toquetearme y dice guarangadas. Me deja alelada, sin capacidad de reacción, catatónica, demoro días en despertar del todo y otros tantos en perdonarlo. Entonces monto en la bicicleta y voy a tocar el timbre de su casa decidida a tragarme todos los reproches, pero allí me espera una inmaculada sonrisa falsa que me obliga a armarle un escándalo. No se cansa de excusarse con la misma historia apasionante: no era él a quien encontré en la calle; los extraterrestres lo han replicado y están llenando la ciudad y quizás el mundo con sus clones. No le creo, pero a la vez no puedo resistirme a su arrebatado testimonio y termino olvidando todo rencor; en el fondo me enloquece de entusiasmo la sola idea de que el mundo de los hombres estuviese compuesto solo de Marzolinis.

Yo soy menuda y ágil, terrenal y sanguínea; él vive en las nubes, en alfombra voladora, en medio de truenos y granizo. Yo soy encendida, enamoradiza; él es un panal de miel lleno de avispas africanas. Así y todo, la cosa va bien porque mantenemos la debida distancia; un poco la mantiene él y un poco la mantengo yo, siempre cultivándome la esperanza de que un día al mismo tiempo dejemos de mantenerla los dos.

Lo conocí en la calle. Había un grupo de gente reunida y me acerqué a mirar. El que sería Marzolini estaba tendido junto al cordón de la vereda, pero ya quería levantarse y decía que no pasaba nada, que ya se encontraba bien. Se puso de pie y dio unos pasos, colorado de vergüenza, disculpándose, agradeciendo. El grupo de curiosos se desperdigó y yo con ellos. Me acerqué al quiosco para comprar mi ración diaria de maní con chocolate. Estaba pagando cuando el quiosquero dice:

—Pero mire que lo podrían haber matado, ¿seguro que está bien?

Me doy vuelta y el que sería Marzolini me sonríe y farfulla algo con la cabeza gacha. Cuando estoy por irme me pregunta si le puedo hacer un favor. Medio le gesticulé que sí y medio que no, pero le pregunté qué quería.

—¿Me puede convidar con un café porque acaban de arrebatarme el portafolios?

Saqué un billete y se lo quise dar. Dijo que no, que juraba que me devolvería el dinero pero lo que quería era que yo pagara dos cafés. Y como le hice un gesto feo:

—Si no tiene tiempo ahora, dígame y ya no va a tener que prestarme para que la convide.

Me lo dijo tan bien que no pude darle vuelta la cara. Le contesté que no, gracias y le tendí el billete otra vez, que si necesitaba tomar un café en ese momento con gusto le daba el dinero. Con una condición, me dijo. Y bueno, empezó a hablar y desde entonces me contento con estar pendiente de esos labios que algunas noches me sorben como él dice que lo chupan los alienígenos, me succionan, me levitan y me dejan caer sobre los copos de algodón de su sofá cama, y allí tendida cómodamente lo escucho y lo escucho hasta dormirme arrullada por sus historias sin fin.

Marzolini cumple con todos mis ideales amorosos. Físicamente es un muñeco. A veces es tan buenito, tan sumiso y desprotegido, que se reduce, se achica, se achica y cuando se deja la barba parece un enanito de jardín, y a veces es tan masculino, tan severo, tan pavoroso, que se agranda y agranda hasta ser un ogro que podría devorarme de un bocado. Pero antes o después comienza a hablar y con esa lengua que tenemos todos empieza a decir lo que nadie sabe decir de esa manera, con esa voz, con los brazos aleteando.

II

El loco por la Flaçon

He escrito las anteriores líneas queriendo, como era de presumir, remedar los inicios de las historias de Marzolini. Él empieza así, hablando en primera persona y resumiendo la situación, exagerándola si es necesario como yo estoy exagerando mi arrobamiento, y una situación que a menudo es banal, banalísima, qué sé yo, a ver si me acuerdo, por ejemplo, voy a su casa, me atiende agitándose en una bata oriental, me hace pasar ofuscado, contesta sí y no, termina de cocinar los hinojos en milanesa saltados con ajo, y de golpe cuando acabamos de cenar y enciende su único cigarrillo diario cuenta que en el trabajo se le apareció un desconocido y le dijo con vocecita plañidera que lo disculpara, que necesitaba pedirle un favor muy importante y que no dudase de que lo movían las mejores intenciones.

Y el desconocido larga:

—Quisiera que me diga adónde puedo encontrar a Margarita Flaçon.

Marzolini le dice que lo siente pero que él no conoce a ninguna persona con ese nombre. El tipo insiste, se le quiebra la vocecita de flauta, se desploma en una silla. Marzolini autoritariamente le dice que haga el favor de retirarse si no quiere que llame a los guardias. El tipo se levanta, se arrastra hasta la puerta, y ahí se vuelve y le pide por última vez que le diga la verdad, que por lo menos reconozca que suele encontrarse con Margarita. Lo suplica con tanta deferencia, con tanto pesar, que Marzolini condesciende a repetirle que realmente no conoce a esa persona. El tipo da media vuelta y desaparece.

A Marzolini le asombra saber con certeza que Flaçon es un apellido portugués que lleva esa c con cedilla que se pronuncia como ese. Quizás sea un apellido que circula en la ciudad y él lo ha visto escrito, y quizás me lo puntualiza porque intuye que alguna vez voy a andar escribiendo ese nombre. Vuelve a su casa y a la espera de mi llegada se agita con la limpieza, con calzar su atuendo de ocasión y con la cocina, lavando y cortando los hinojos en dos, pasándolos por huevo y rebozador (avena y harina de maíz con albahaca seca en polvo y sal), y largándolos a dorar sin fritanga en la sartén.

Está ahí en la cocina y suena el teléfono. Masculla una injuria porque supone que sea yo avisando que no puedo ir y que inútilmente se acicaló y preparó comida especial y abundante; se lo hice una sola vez y no me perdona. Va y atiende. Silencio. Y después una voz de cotorrita atragantada se desborda sin respirar:

—Qué le cuesta decirme algo de Margarita, dígame cómo está, al menos dígame si está bien, si necesita algo.

Bueno, así empiezan las historias de Marzolini. A esa altura nos hemos alzado de la mesa y sin dejar de hablar me lleva flotando a su cuarto y me deja caer suavemente en su sofá cama. Las historias sin embargo no continúan así, concretas y ordenadas; de a poco empieza a perderse con algún particular, con algún recuerdo que rompe la cronología y me lleva a su pasado, a veces hasta su infancia. Y entonces no sé si adoro más al Marzolini infante, al Marzolini artista adolescente o a este hombre maduro pero apasionado que me habla y me transporta a paraísos de ensueños pero bien cargados de congojas, ya que más de una vez estoy obligada a morderme las manos para no plantármele delante, gritar y con los oídos tapados escapar corriendo, dejándolo que hable solo, revolcándose en sus pringosas aventurillas amorosas.

III

Marzolini festeja la Pascua

Además, puede que la historia haya tenido un desenlace inesperado recién ahora y el inicio sea de tiempo atrás. Por ejemplo, la historia del loco por la Flaçon, esa historia en realidad empezó así: quedamos por teléfono en que esa noche iba a visitarlo, llego a su casa en bicicleta, le toco el timbre, me atiende vestido con una bata oriental bordada con cigüeñas volando entre árboles cargados de orquídeas. Está ofuscado y recién después de un buen rato empieza a relatar que unos meses atrás apareció un tipo en su oficina y sigue lo que ya conté. Y dice que enseguida se olvidó de esa visita y de ese nombre femenino que en el momento le había dado vueltas por la cabeza. Pasan muchas semanas y esa noche (la noche del presente, la noche en que mi tesoro en bata con cigüeñas me cuenta la historia) se había puesto a cocinar porque sabía que yo iría a visitarlo y de improviso suena el teléfono y maldice pensando que seguro llama otra vez a última hora la falluta aduciendo que de golpe le empezó a doler la cabeza. Atiende. Un berrido y una larga frase ahogada le pide que por lo menos le diga si Margarita está bien.

—¿Qué? —grita con ferocidad Marzolini recomponiendo en su memoria aquel visitante con voz de cotorrita.

El otro ya no puede hablar. Solloza. Marzolini corta.

Pero en ese intervalo habían sucedido algunas cosas y entonces ahí empieza la verdadera historia. Me cuenta que un domingo, cosa de un año atrás, había decidido de repente visitar una iglesia y cuando salía lo abordó una mujer que lo esperaba en el atrio. La desconocida le dice que por lo menos en el día de Pascua olvide los rencores y la salude. Marzolini se ríe como un bobo; piensa que quizás se trate de una nueva fórmula, porque desde su infancia que no participaba de una misa, desde antes de que inventaran ese rito de saludar a los circunvecinos de banco deseándoles un buen augurio, de manera que un rato antes atinó apenas a mascullar “Igualmente” como respuesta al “Que la paz sea contigo” que susurró una hermosa joven que le tendió su cara para un beso, fórmula que enseguida le repitió otra, evidentemente la hermana de la joven hermosa, pero ésta más hermosa todavía, que suavemente había desplazado a su hermana para, inclinándose como una bailarina, acercarle su mejilla, al mismo tiempo que alguien le tocaba el hombro y, al darse vuelta, se encontró con una anciana radiante que avanzaba hacia él para ofrecerle su boca como frutilla, y ya al lado de la anciana una señora lo miraba esperando que él se estirara casi genuflexo hacia ella porque se trataba de una verdadera emperatriz, y todas le dijeron “Que la paz sea contigo” y él respondió a cada una con un “Igualmente”, de manera que cuatro mujeres y él mismo salieron de esa iglesia con paz, aunque sin paz del espíritu.

Ahora Marzolini sonríe ante la musculosa y enérgica mujer del atrio creyendo que le ha enunciado alguna otra fórmula decidida por el Concilio Vaticano II (pero yo en momentos como estos no puedo contenerme y lo interrumpo: “¿Enérgica? ¿Por qué era enérgica la mujer del atrio?”, y dado que Marzolini es como esos narradores con neuronas balzacianas que no se pierden detalle y saben de todo, las telas de los vestidos, el nombre de los perfumes, los cortes de pelo y peinados, franja etaria y condición social, podría estar toda la noche describiéndola, pero a mí me basta entender si está o estuvo enamorado de ella para devolverlo a los carriles y regresarlo al atrio de la iglesia: “Y entonces, ¿qué pasó con la mujer que te pidió el jubileo de la Pascua?”).

Dice que mientras él amablemente condesciende a besarle la mejilla, se anticipa con la fórmula:

—Que la paz sea contigo.

Y ella recibe el beso y le contesta:

—Difícil que encuentre mi paz si no es contigo.

IV

Se abre una nueva flor en el valle del Señor

Marzolini me cuenta que se puso colorado como un tomate, y yo le creo porque cuando se me da la gana lo hago ruborizar con cualquier palabrota. Aprovecha que en ese momento sale del templo un grupo de fieles rezagados y se deja arrear a la calle. Camina rápido media cuadra y escucha unos fuertes taconeos que lo persiguen.

Le agarran un brazo y lo frenan con violencia, con un apretón que le deja moretones que tardarán semanas en desvanecerse. La mujer del atrio, con la cara transformada, dura y feroz, le dice:

—Aunque sea decí si estás satisfecho. Contento, ¿no? ¿La estás pasando lindo?

Marzolini –y le creo porque es un caballero respetuoso pero galante– le dice que no tiene el gusto de conocerla, pero es más feliz que antes porque ahora ha descubierto una nueva flor en el valle del Señor.

Ella se rió pero no como me río yo cuando me permito alguna osadía y él me reprime con un gracejo digno de un rajá. Alguna vez le conté a una amiga el tipo de respuestas que él me propina cuando me paso de la raya y ella me preguntó si yo era ingenua o idiota, porque según ella lo que él se proponía con sus frases galantes era seguir avanzando, y yo con mi risa neurótica y echándome atrás despavorida había terminado aplastada contra la puerta que podría habérseme abierto al paraíso terrenal. Pero después de conocer esta historia con la mujer del atrio confirmo que hago muy bien en refrenarme de inmediato, porque esta mujer se rió y retrucó con un nuevo avance y Marzolini se le fue de las manos. La mujer le dijo una cochinada tipo que esa flor estaba disponible para que él la cortase y la llevara en la solapa junto al corazón, o para que se la encajara en la cremallera junto a algún otro lindo órgano vital.

Marzolini se puso paranoico por el recuerdo de una vieja aventura siniestra que le hizo padecer una malvada devoradora de hombres (se me cayó el alma a los pies cuando supe que había estado con una mujer así, pero bueno, hay que escuchar cómo se desencadenó la historia; muchas veces yo me lo imaginé con ella, con desprecio y rencor, puede ser incluso que con un regodeo enfermizo, pero nunca realmente como una cosa erótica, sino siempre triste, un desencanto, para él y para ella, y para mí también), decía que Marzolini pensó que esta mujer del atrio podía ser otra diabla similar a la malvada devoradora, y seca y seriamente le dijo que le agradecía pero que las flores eran hermosas luciéndose en el jardín y que él no tenía la costumbre de cercenarlas. La saludó sin más y empezó a caminar firme, con la plena intención de hacer cualquier cosa para escapar si volvía a oír el retumbar de los pesados botines con plataformas que la del atrio calzaba sobre zoquetes deportivos. En último caso podía salir corriendo sin importarle si despertaba un escándalo entre los fieles que se estaban desperdigando por el barrio. O le gritaba que dejara de molestar, o enfilaba para la casa de su hermana que vive ahí a la vuelta, aunque mejor que esa mujer no localizara ningún sitio que tuviera que ver con él. Llegó a la esquina, giró, y en la otra esquina se volvió y comprobó que nadie lo seguía.

Y la noche en que me cuenta que acaba de llamar el loco por la Flaçon, a Marzolini se le ocurre que esta mujer del atrio pueda ser la Margarita en cuestión. El loco puede haberlo visto aquel domingo de Pascua, vio cómo se besaron y cómo después ella corría como una loca, trastabillando sobre sus plataformas de plomo, para llegar junto a él y casi romperle un brazo. Después el tipo pudo haberlo rastreado y ahora no le pierde pisada, eso dice Marzolini, que tiene la firme impresión de que hace semanas que lo vienen siguiendo. (Y ahí la historia empieza a inquietarme; me parece que podemos caer en algo feo, en algún percance con gente que no tiene nada que ver con él, con gente y con situaciones que una vez definió muy bien un amigo filósofo de bar a quien le conté unas aventuras en las que mi muñeco tuvo que vérselas con unos agentes de la KGB que supieron que de Venus lo acababan de devolver a la Tierra, y otra peor, cuando sin comerla ni beberla se encontró en medio de políticos corruptos y sicarios, historias así que me dejaban tres días con taquicardia, y que para descargar mi alma referí a ese amigo que llamo filósofo de bar, que es un tipo interesante, buen tipo pero con toda la lacra del machismo feo y de quien se siente fracasado en la vida, sarcástico y cínico sobre todo con las historias de amor, por eso nunca le cuento nada de Marzolini, pero ese día le largué lo que parecía una novela policial negra en las que no había ningún personaje con mínima conciencia ética, y el tanguero amigo filósofo de bar después de escuchar la historia y mis lamentos acerca de que una persona tierna y cariñosa tuviera que sufrir el ataque de todos esos canallas, dijo, aprovechando la ocasión para pegarme con un palo: “La historia arrastra a todos, no solo a quienes la dirigen y empujan, o la quieren dirigir y empujar, sino también a quienes se apartan o se quieren apartar de su curso, y perderse lejos de la corriente humana, como una que yo conozco, metiéndose en los prados para acariciar los pistilos de las flores y correr hasta la cumbre de una colina para largarse a cantar como la novicia rebelde”. El asunto es que cuando Marzolini me cuenta que lo han estado siguiendo yo no me puedo retener y lo distraigo de cualquier manera hasta devolverlo a su sospecha de que la mujer del atrio sea la Flaçon del loco).

Puede ser, sí, dice, el tipo la vio besarme, vio que me perseguía por la calle, que yo la abandonaba. Capaz que él se le acercó y ella supongo que lo habrá mandado a pasear, y de un día para el otro, así como yo dejé de verla aunque tomé la costumbre de ir a esa iglesia todos los domingos, él dejó de verla y se volvió loco. Y capaz que un día me descubrió por la calle y ahí me siguió, rastreó dónde trabajo y el número de teléfono de mi casa. (Me dice, mientras yo no puedo dejar de mirarlo con resquemor y se me atraganta una pregunta que recién me acordaré –si me animo– a desembuchar dentro de unas diez páginas. Porque a veces me obliga a apuntarle incongruencias: que si el loco por la Flaçon lo vio en la iglesia con la enérgica del atrio es o porque ya lo venía siguiendo de antes a él, a Marzolini digo, o es porque la seguía a ella, a la Flaçon, y de cualquier manera, ¿por qué el tipo la dejó escapar? Y él zafa siempre bien:)

—Porque ella se le escapa siempre, porque él no se anima a acercársele, o porque, celoso, habrá preferido seguirme a mí, qué sé yo; la próxima vez que se comunique conmigo le doy tu dirección y así le podrás preguntar a él personalmente... Siempre tengo que terminar contestando preguntas estúpidas, nunca puedo decir lo que quiero, nunca me dejaste contar la historia de la Niña Santa y me obligaste a... mejor no hablo.

—¿Qué te picó, ahora? Hablá nomás, si el único que habla siempre es el señor...

—No, querida, yo hablo pero para decir lo que usted quiere... La historia de la Niña Santa no pude...

—Y dale con eso.

—Sí, nunca te la pude contar y me quedó el trauma.

—Trauma, mirá vos, si la que estoy tirada en el diván soy yo.

—Pero el que habla siempre soy yo, y si no me dejás contar algo que quiero no te vas a curar nunca.

—Dejá de decir macanas y seguí con la Flaçon. O mejor, por hoy terminamos y me voy a mi casa, porque para problemas, para problemas estoy yo.

Se traga la bilis, frunce la boca como culito de gallina y se levanta de sopetón.

—Sí, mejor, por hoy terminemos; yo también estoy cansado.

Y se ajetrea hacia el garaje para que saque la bicicleta y me vaya. Visto desde atrás parece una geisha, correteando con pasitos cortos mientras le revolotea el kimono de seda artificial.

V

Nace una señora hecha y derecha

Dos días después llama para decirme que consiguió lindos tomates para hacer unos huevos estrellados. Voy y me recibe vestido con pantaloncitos cortos y la camiseta de fútbol del equipo argentino en el Mundial 2006. Comemos, me tiro en el diván y recomienza con las especulaciones sobre la identidad de Margarita Flaçon.

Dice que el otro día, cuando recibió el llamado telefónico del loco, se le ocurrió que Margarita Flaçon también podría muy bien ser una estrategia de la malvada devoradora de hombres que no se da por vencida, que se inventó ese nombre y con ese nombre engatusó al pobre tipo de la voz de cotorra, y antes de enloquecerlo, largarlo y desaparecer, con saña vengativa le habló de él, de Marzolini, y ahora el tipo solo cuenta con Marzolini como referencia para saber algo de ella. (Finjo que tengo necesidad de ir al baño, me levanto, y cuando regreso busco encarrilarlo hacia otra encrucijada: “Y entonces, la malvada puede que lo haya largado a este pobre tipo. ¿A vos también te largó?”. Inútil, Marzolini va para cualquier lado, pero solamente para el lado que le conviene. Me ataja:)

—¿Te conté alguna vez de la venusina que quedó prendada, la emperatriz, que prometía operarme, injertarme las antenas para que me aceptaran en el reino y me nombrasen emperador? No, esperá, ¿te conté aquella historia, cuando yo era joven y anduve con aquella mujer a la que nadie tomaba en consideración? Capaz que es ella quien se llama Margarita Flaçon, nunca supe su nombre. A propósito, hay algo que nunca me dejaste decir… ¿sabés de qué estoy hablando, no? ¿Te acordás?

Me empiezo a rascar la repentina urticaria:

—¿Aquella historia que traicionaste? Porque con esa señora habían jurado no revelar nunca nada a nadie...

Se lo digo porque de golpe me vienen ganas de estar en otro lado, tirada en la cama para otra cosa, no para escuchar la historia de madame Bovary.

Me retruca que si me reveló ese secreto fue porque había pasado mucho tiempo y porque yo le había jurado previamente que jamás diría una palabra. Como me parece que se enojó de veras empiezo a contemporizar y en ese tire y afloje se nos va la noche del trajecito del Mundial 2006.

La por mí tildada “traición” se produjo a poco de conocernos, hará unos dos años atrás. Me acuerdo de que Marzolini me había recibido con un traje de marinerito, de marinero pero con pantalones cortos. Comemos y lo noto reconcentrado y sin ganas de hablar. Le empiezo a tirar la lengua y al final me dice que un sueño le recordó algo de su juventud. Le pido que me lo cuente y me dice que no puede porque se lo impide un pacto secreto acordado con la mujer en cuestión. Me puse loca de curiosidad. ¿Hace cuántos años sucedió eso? ¿Tenés alguna posibilidad de volver a encontrarla? ¿Fue tu primer amor? Te juro, que me caiga muerta si algo sale de mi boca, ni bajo tortura ni hipnotizada... Deberé arrepentirme toda la vida, porque desde entonces empezó a jorobar con esa historia sin fin.

Y si ahora le sobreviene la sospecha de que la señora en cuestión pueda ser la tal Margarita Flaçon es porque realmente nunca había sabido su nombre, como ella nunca había sabido el de él. Pero se desdice, no puede ser que esta señora fuera la Flaçon, porque esa mujer, la innominada de las citas, no era mujer capaz de enloquecer a nadie, aunque quién dice que no haya cambiado tanto como él, que de linyera se metamorfoseó en empleado modelo.

Recuerdo que el marinerito me dio un poco de animadversión cuando se dedicó a describir a la innominada inexistente; nadie la veía, ni el marido, ni los dos hijos, ni la suegra que también vivía en su casa. Con mi muñeco erotómano se encontraban en algún motel, acordando cada vez la próxima cita, citas que no eran regulares ni frecuentes porque ella además cargaba con un trabajo mediante el cual mantenía a toda la familia, incluyendo a la suegra. En el trabajo tampoco la veía nadie; apenas registraban unas telas flotantes, unos zapatos, un flequillo, y se acordaban de ella solo cuando la necesitaban. Hará más de dos años, pero se me grabó cómo lo contó Marzolini. Textual:

—Solo yo, que era tan joven y estaba tan perdido, buscando alguien a quien pudiera ver y tocar, solo yo supe encarnarla. Y ella, a su vez, me decía que recién al encontrarse conmigo había nacido.

A mí me asalta a veces esa maldad de mi amigo filósofo de bar, y por suerte Marzolini se ríe porque tiene humor: