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Argumenta philosophica es una revista internacional de carácter científico y de investigación filosófica que se publica semestralmente y se dirige a un público universitario.Son temática primordial de la revista las disciplinas clásicas de la filosofía y su historia: metafísica, epistemología, lógica, ética, filosofía de la ciencia y de la mente, filosofía de la religión, estética o filosofía de la historia. Asimismo también acoge consideraciones teóricas sustanciales en relación a otras disciplinas humanísticas o relacionadas con ellas (psicología, sociología o antropología, por ejemplo)
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Seitenzahl: 292
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Cubierta: Gabriel Nunes
Imagen de cubierta: Agustí Penadès
Edición digital: José Toribio Barba
EAN: 9788425450563
ISSN: 2462-5906
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Herder Editorial
Tel. 934762640
http://www.herdereditorial.com/argumenta-philosophica
2023/1
Artículos
Kierkegaard y la mística5
Miguel García-Baró
Proposal for community-based accompaniment to promote autonomy in adolescent patients17
Júlia Martín Badia
Evolución del concepto de «paria consciente» en el marco del pensamiento político de Hannah Arendt35
Olga Amarís Duarte
El sentido de la gnome en Aristóteles. Una aproximación al juicio sobre la excepcionalidad51
Pedro Rivas
Del ser arrojado (Geworfenheit) al ser sostenido (Geborgenheit) en la filosofía de Edith Stein69
Francesc Torralba
Reseñas
R. Esposito, Institución89
Irene Ortiz Gala
J. Sádaba, Una ética para el siglo XXI92
Iván Ortega Rodríguez
J. Otón, Simone Weil: el silencio de Dios97
María de las Mercedes López Mateo
J.L. Moreno Pestaña, Los pocos y los mejores. Localización y crítica del fetichismo político101
Jorge Costa Delgado
M. Hernández Iglesias, La felicidad más allá del bien y del mal: Hannibal Lecter, héroe nietzscheano109
Ester Jordana Lluch
Índice anterior113
Normas de Publicación115
Submission Guidelines120
KIERKEGAARD Y LA MÍSTICA
Kierkegaard and Mysticism
Miguel García-Baró
■ Resumen
Es perfectamente legítimo hablar a propósito del fin último de la obra y el trabajo de Søren Kierkegaard de una mística del éxodo y el adviento, una mística abierta al futuro absoluto de Dios.
Palabras clave: Bien perfecto, ansia, fe, desesperación, amor.
■ Abstract
It is shown how the ultimate goal of Søren Kierkegaard’s life and work can be described as a mysticism of exodus and advent: a mysticism that lays open to the absolute future of God.
Keywords: Perfect good, anxiety, faith, despair, love. [p. 5/124]
Cuando un filósofo o un teólogo, por mínimos que sean en su importancia comparativa —o, como diría Kierkegaard, respecto de la historia universal—, llegan a la edad que yo tengo ahora, pierden el derecho a exponer el pensamiento de otros y ganan el deber de tener que explicar qué han logrado llegar a saber ellos mismos —o qué creen, a lo mejor en vano, que han conseguido aprender de los libros y de la vida—.
Incluso cuando deben tanto a alguien —mejor dicho, en el caso de los muertos, a la obra de alguien y a su ejemplo tal como queda grabado en la historia— que se ven en la obligación de decir lo que les es propio contrastándolo continuamente con las palabras que más los han inspirado, tienen que conseguir que nadie, ni ellos mismos, puedan diferenciar con claridad dónde empiezan los pensamientos del maestro y dónde los del alumno. Y si este hace un esfuerzo por marcar líneas de separación, por puro respeto a su inspirador —a quien piensa segura y erróneamente deberlo todo—, es necesario que se equivoque y que su auditorio permanezca en cierta confusión a propósito de este punto sin importancia. De no ser así, lo invadirá el profundo tedio que contagia lo insignificante: un hombre tratando de hablar en nombre de otro a quien en realidad no ha conocido...
Pido, pues, formalmente que se tomen bajo esta cláusula de cautela las afirmaciones y los argumentos que siguen. Y no puedo hacer ni por un momento la suposición extravagante y ofensiva de que me escuchan y me leen no personas que están interesadas en la mística y están fascinadas por la belleza, sino gentes que desean informarse de tercera mano sobre lo que escribió o dejó de escribir un viejo autor danés.
■1. El enigma Kierkegaard y el enigma central de la existencia
Por otra parte, afortunadamente, cualquier intento de exponer algo así como el pensamiento de Kierkegaard tropieza con una dificultad —quizá con una imposibilidad— muy parecida a la que afronta el ensayo de exponer lo que Platón pensaba. Platón sostuvo formalmente que solo entre amigos y solo en determinados momentos puede la conversación recaer en lo decisivo; que nunca escribiría el fondo de su alma; y, en efecto, nunca se representó a sí mismo en mitad de la escena de algún texto de su mano. Kierkegaard aún suscita un enigma mayor, puesto que firmó con su nombre series enteras de sermones o escritos edificantes, pero cabe preguntarse si aun entonces no estaba practicando aquello que tanto le gustaba repetir: la enseñanza indirecta, o sea, la sugerencia —o quizá el desafío, la paradoja— que incita al otro a responder personalmente con una afirmación, una negativa más o menos compleja o una pregunta.
Una indicación —naturalmente, enigmática— en este sentido la proporciona un hecho que se suele pasar por alto, pese a su evidencia perfecta: la plétora de autores que editó Kierkegaard en la frenética docena de años de su vida pública tienen todos el mismo estilo literario, aunque cada uno ocupe un punto de vista diferente sobre el conjunto de la existencia y la realidad. Todos escriben en la misma lengua llana de una tertulia o de una iglesia, sin terminología [p. 6/124] técnica propia de académicos en sus cátedras o en sus mesas de despacho.
Pero ocurre también que todos estos autores, uno más de los cuales es eventualmente quien se atreve a firmar Søren Kierkegaard, hablan constantemente de lo mismo, si bien unas veces por mera alusión y otras frontalmente, y otras más como en hueco y ausencia. Esto mismo de lo que todos, con el mismo estilo pero desde posiciones diferentes, hablan es del bien perfecto o, expresado con más precisión, de aquella manera de realizar la existencia un ser humano en que se logre la dicha plena. La suposición de todos los autores-Kierkegaard es que —desde luego— la dicha plena, la aproximación al bien perfecto —o la aproximación del bien perfecto al ser humano— es lo más arduo puesto que es lo más valioso; de modo que solo la extrema tensión —o la extrema distensión— de la existencia puede, por lo que hace a cada uno de nosotros, convertirse en la disposición apropiada para el adviento de Dios. Y a estas extremas formas de realización de la existencia corresponde un sentirse a sí mismas —un afecto o modalidad del sentimiento— que, en su momento culminante, se llama confianza o fe (Tro), mientras que, en alguna medida, el resto de los modos de sentirse a sí misma la existencia más bien están englobados en un género amplio y multiforme: la desesperación (Fortvivlelse) —palabra esta en la que debemos más bien leer el estado de duda (Tvivl) llevado a lo hiperbólico; y no pasaremos por alto la referencia, tanto románica como germánica, de la duda a la duplicidad—. Andar dividido, por otra parte, es una situación o un encontrarse uno que no necesariamente se refleja como tal en la superficie de la conciencia. Al revés que la confianza, puesto que es imposible no gustar la dicha de estar confiadamente entregado, de permanecer en lo estable y definitivo de la acogida en lo Absoluto; y en cambio, es tanto más exageradamente vacilante nuestra situación cuanto más se obnubila respecto de sí misma; y aunque sienta, inevitablemente, zozobra y ansia (Angest),múltiples variantes del ansia, quien no descansa en la confianza raramente se describirá a sí mismo como alguien que desconfía absolutamente y, por lo mismo, duda, y duda de que duda, y vacila, y vacila entre vacilaciones, y hasta cuando se decide, es con una especie de reserva y capacidad de marcha atrás como termina por decidirse.
Kierkegaard se alinea en este comienzo de la actividad espiritual con Sócrates y no con Heidegger. Conviene destacarlo, porque la analítica existenciaria de Sein und Zeit es en gran medida el resultado de un peculiar proceso de alienación de las tesis de ciertos autores-Kierkegaard, en virtud del cual aquello que en su original está acogido a una problemática bien distinta aparece en la obra de Heidegger trasladado a una presunta ontología-nada-más-que-ontología que perturba la esencia misma de eso que así se traslada. Heidegger ha afirmado en el comienzo de su obra capital que la cuestión más urgente, la que tiene la preeminencia óntica respecto de cada uno de nosotros, es la pregunta por el sentido del ser; Sócrates y Kierkegaard protestan: esa preeminencia corresponde a la pregunta no ya por el sentido del bien, sino por el acceso a él: ¿qué es la vida plena, o sea, cómo se debe vivir; y qué es el bien perfecto? El problema espiritual esencial es uno y tiene dos caras: su [p. 7/124] primer aspecto es el bien, o sea, la libertad y la responsabilidad; su segundo aspecto es la verdad. Habida cuenta de que ya estoy instalado en la verdad primordial de la existencia, de que habito fuera de la nada y el caos, fuera del mero Hay, y como un movimiento lanzado hacia una meta indeterminada, no dudo de que existo sino de la naturaleza de esta meta y de la capacidad de dirigir yo, en la medida de lo posible y lo justo, el movimiento de mi existencia hacia ella.
■2. Filosofía segunda y filosofía primera
Toda la obra de la legión de los autores-Kierkegaard —una legión de ángeles y, en algún caso, de seductores que podrían llegar a ser ángeles— está dirigida a un objetivo: es toda ella una teoría —y a veces una guía práctica y experimentada— del cielo o, si se quiere, es toda ella una exhortación al cristianismo como confianza amparada en la eternidad; y de aquí que secundariamente sea una doctrina sobre la libertad del ser humano y sobre el amor en que consiste la naturaleza divina.
El juego del amor primordial —fundamento de todo lo real y muy especialmente del espíritu del hombre— con la libertad de la criatura —libertad que es libre tanto de disminuirse misteriosamente a sí misma como, en un movimiento aún más misterioso, de volver a crecer y plenificarse en la confianza— es evidente que no se puede representar como un sistema del que quepa a priori una visión totalizante, porque de lo que se trata es, justo, de la dinámica trágica o dichosa de la existencia, que necesita ser vivida en la longitud llena de ansia de nuestro tiempo, un tiempo encuadrado dentro de la historia del género humano.
Kierkegaard ha inaugurado —renovado sería poco decir, puesto que desde el Simposio platónico, y con la excepción de un sector de la teología franciscana medieval, solo hay algo vaga y pálidamente semejante en su contemporáneo, el último Schelling— lo que denominó Franz Rosenzweig, en explícita mención de él, el nuevo pensamiento, cuya característica capital es precisamente la negativa a la totalidad, la unidad, el sistema y lo a priori. Según el estupendo humor de Vigilius Haufniensis, autor de El concepto de ansia, esto mismo se puede afirmar con la paradoja de que la filosofía segunda importa mucho más que la filosofía primera.1 La filosofía segunda es la que se practica en medio de las ansias de la existencia, una vez que uno se ha introducido en ellas por el pecado y tiene ahora que luchar, con pasión infinita —¡ojalá!—, situación tras situación y momento a momento, por realizar esa ampliación de su auto-encadenada libertad que son las obras del [p. 8/124] amor; y ello vacilando seguramente entre existir más bien estética que éticamente o lo contrario, quizá sin ver que no hay en eso una alternativa sino, más bien, una extraña barrera, esta sí primera, respecto de la posibilidad de realizar religiosamente la existencia saltando fuera de la aparente alternativa, más allá de ella —en cierto modo, más allá de la historia—.
La filosofía primera es la que se puede hacer a la griega, sin la profundidad que aportan a la historia humana los conceptos de culpa y redención, sin tener que tomar partido por la revelación esencialmente escandalosa del Cristo. De aquí que tal manera de filosofar sea mucho más apta para desarrollar la gimnasia intelectual de la lógica y desplegar las maravillas del conocimiento y la naturaleza, que para entrar siquiera en el secreto del ser humano y la historia. Cuestión distinta es que Grecia prepara con extraordinaria perfección para la experiencia del contraste con el nuevo acontecimiento que Pablo concentra en el escandalosologos de la cruz (y mejor sería completar la expresión: el discurso disparatado de la encarnación, la pasión, la resurrección del Hijo y el envío del Espíritu, desde el misterio abisal del Padre). Sin la disciplina de la filosofía primera, la filosofía segunda sería intrínsecamente imposible: no conocería la Creación, la infancia, la prehistoria, la tolerancia, la variedad casi infinita y ambigua de las situaciones pre- y post-cristianas de la existencia de los hombres.
■3. El maestro exterior
No tiene, pues, propiamente el hombre un maestro interior. Tuvo en su primer origen una posibilidad de no necesitar más maestro que la eternidad, pero cedió a los vértigos del ansia, cedió a la tentación de sumirse en la historia, como si solo este modo de vivir fuera existir humanamente. Y en cuanto ligó su libertad a la historia dejando para otro momento o para nunca la eternidad, ya no tiene maestro interior, salvo que tomemos por tal la desdicha de vivir en el ámbito constante del ansia —pero queda hecha la advertencia de que esta desdicha alcanza su punto máximo cuando se enmascara de aventura deliciosa y entretenida por el mundo, hasta no notarse como «desesperación»—.
De hecho, el maestro interior es la característica de la filosofía primera, que querría limitarse a la mayéutica y olvidar —pero también esto está en el Sócrates que aprendió el mapa de la vida antes de vivirla, a los pies de Diotima— que existe además en este mundo, muy seria e íntegramente, la enseñanza; e incluso una enseñanza de tal poder y tanto alcance que hasta nos enseña las condiciones de posibilidad para recibirla; o sea, nos las crea, sin que nosotros interpretemos sus enseñanzas radicales desde algún aparato de orientación que nos sea ya propio de antes.
Es, pues, el entrelazarse de los acontecimientos y de nuestra libertad el lugar propio del aprendizaje; aunque habrá que recurrir a algún criterio casi inmanente para reconocer que lo que nos está siendo enseñado es la verdad, y no una inversión perversa de la realidad. Este criterio tiene que incluir el apagamiento progresivo del ansia que precede, acompaña y sigue, en alguna medida, a todas nuestras decisiones graves en todas nuestras situaciones. Porque esta [p. 9/124] disminución de ansia equivale al reforzamiento de nuestra libertad; y el espíritu es libertad, y la auténtica libertad es la verdad —sobre todo, contemplada a escala humana—.
Es de primera importancia en la lectura de Kierkegaard no confundir su concepto de ansia con el heideggeriano. Precisamente para mantenerlos separados insisto en usar dos palabras castellanas diferentes, pese a que angustia no sea sino el cultismo de ansia. Hay ansia, afirma Kierkegaard, no solo en la existencia no redimida sino incluso en la inocencia, en la edad de la ignorancia. Porque el ansia se siente ante la pura posibilidad, que, como tal, aún es realmente nada; y estar ante esa pluralidad de aún-nadas que pasarán a ser nuestra realidad si saltamos a asirlas (y a asirnos a ellas), a serlas, es vacilar de una a otra representación de lo posible, es permanecer en la ambigüedad de quien ve lo feliz y lo peligroso en realizar cualquier opción posible, y ve además crecer su ansia en la misma medida en que va imaginando cómo la realización de una posibilidad cierra la de otras pero abre a su vez muchas nuevas. La palabra posible se va así potenciando: Es posible que sea posible aquello, si esto otro pasa a ser posible porque lo realizo; siempre y cuando antes realice esta otra posibilidad que parece que es la que da paso a aquella de más allá...2
El ansia que describió Kierkegaard es ante nada, pero no siempre ni necesariamente ante la finitud. El niño que no ha entrado aún en la existencia tal como ahora nosotros la conocemos vive con ansia la posibilidad de dar un paso decisivo que lo introduzca en nuestro mundo. Adán y Eva ansiaban tanto respetar como quebrar la prohibición. Y el niño y Adán, cuanto más se acercan a considerar lo que puede ocurrir si ellos hacen algo decisivo, más se sienten atraídos a hacer y probar, sin clara conciencia de que esto ya no será una prueba sino un paso irreversible. María decidió —y alguna vez la fina percepción de Kierkegaard se detuvo en ello— no quebrantar la prohibición, estar en la vida sin entrar del todo en la historia —puesto que la historia acumula y sedimenta posibilidades de maneras novedosas de hacer el mal—; Jesús fue plena obediencia al Espíritu, pleno Espíritu, aun teniendo cuerpo y alma; los demás seres humanos dicen yo con un rebosamiento de egoísmo, con el ansia de haberse propuesto la realización de este yo por los caminos de lo interesante o de las hazañas morales que cumplen vocaciones y repercuten en el bien común pero movidas secretamente por la voluntad de poder. Una vez que se emprenden estas rutas, la finitud y la mortalidad envuelven la existencia sin remedio. Lo interesante se va agotando y tiende a girar sobre sí mismo, hasta que las posibilidades todas que presenta se tiñen de un tono marchito que ya no es compatible con la lozanía de la aventura. El Don Juan se vuelve un poeta, un artista del recuerdo, un anhelante de tragedia y nueva posibilidad, un casi muerto que lamenta cómo la vida prometió lo que no da. Y el héroe moral, para quien todas las opciones van elevando el edificio de su personalidad pública y acercándolo al cumplimiento de una misión que ha de [p. 10/124] importar a muchas más personas que no a él solo, no se libra nunca del acecho del fracaso inmerecido; ni siquiera se libra de la tentación de dar un sesgo lamentable a su empresa, porque procediendo tan constructiva y seriamente va al mismo tiempo hinchando su yo y ligando el presente y, sobre todo, el futuro al pasado presuntamente bien consolidado, inamovible, lleno de éxito. Levanta la torre de su soberbia, y quizá tanto más cuanto más siente que sirve a los demás. Está, por lo mismo, lleno de afanes por multitud de factores que en realidad no dependen de su energía —incluida su propia dosis de entusiasmo y de capacidad para no reconocer su desesperada situación de suplantador de Dios—.
El poeta ansía en vano que reaparezca en su horizonte alguna posibilidad, e incluso vive como si fuera del todo cierto que ya nada depende de su propia iniciativa. El héroe de la acción ansía con creciente ansiedad que no suceda ningún trastorno que haga tambalearse el edificio de su personaje y de su obra, porque comprende muy bien que hay a su alrededor y hasta dentro de él mismo muchos elementos que escapan a su control.
El epicureísmo y el estoicismo son las dos fórmulas más acabadas que ofrece la filosofía primera para hacer vivible la vida, pero ambas resultan terriblemente insuficientes no ya para la Antigüedad, sino, mucho más aún, para la época histórica que se encuentra confrontada con el cristianismo.
El maestro está fuera y es, esencialmente, la posibilidad misma, en especial una posibilidad que siempre está presente, y que no es en este caso la de la muerte, sino la de la entrega confiada en la eternidad. Igual que siempre es posible que llegue la muerte, siempre es posible también que el ser humano prendido en la finitud y la angustia acoja la eternidad (y en el momento en que da él el paso de acogerla, se ve amparado por la eternidad). En adelante, sus obras serán realmente de amor, no de una mezcla de benevolencia y orgullo, o no trabajos perdidos de evasión del peso de la finitud en el gozo del mundo y de los demás hombres.
Puesto que solo cabe llamar mística a la plenitud de la existencia religiosa (y la existencia religiosa ya es en sí misma, desde su inicio, plena), vemos cómo relacionar, algo osadamente, a Kierkegaard con la mística es tanto como proponer una mística del éxodo y el adviento, una mística abierta al futuro absoluto de Dios. No que esta figura de la mística contradiga las formas tradicionales de ella; lo único que inmediatamente sí contradice son las viejas formulaciones teóricas neoplatonizantes de esa experiencia de lo divino. En cierto modo, también para el nuevo pensamiento kierkegaardiano la serena confianza en la eternidad (porque solo el amor es eterno, y cuanto es eterno, propiamente eterno, es amor) se puede equiparar a la suspensión de la historia, a una formidable epoché que retrotrae al ser humano a la repetición de la primera inocencia —solo que esta segunda inocencia ya no es ignorante, como lo fue la primera— y a tener ante sí la alternativa que entonces no hizo suya: depositar todo su cuidado en el fundamento que creó su espíritu como creó su cuerpo y su alma. La plenitud de la fe es, pues, también una forma de des-creación o un des-nacer relativo: ser en adelante, a posteriori respecto de toda mi vida ya trascurrida, solo obediencia al [p. 11/124] Espíritu; ser tan libre que esté libre de mí mismo y de mis intereses tanto en el terreno de la sensibilidad como en el de la praxis y la inteligencia; haberme convertido en instrumento del amor, ya que me es imposible volverme amor. Lo nuestro es ser imagen del amor, iconos de la eternidad, no amor eterno. Respuestas al amor eterno, que solo lo son auténticamente si aman lo que ama también el amor eterno.
Unamuno expresó con un bello término algo esencial de esta situación: la eternidad no se descubre exactamente como el fondo del alma, según la célebre expresión de los místicos alemanes de la Baja Edad Media, sino más bien como su intra, su meollo o enjundia.3 El Dios eterno, el Amor eterno, nos esperaba como detrás de nosotros mismos, tan empeñados en decir toda la vida y a cada instante yo, olvidando que, en realidad, nuestra vida se vive ad extra únicamente por nosotros mismos, pero que hay otro observador y oyente de ella: el padre del hijo pródigo, que por muy atrás que haya quedado respecto de los viajes de su hijo, guarda la casa común e imagina muy bien, pese a la distancia, la angustia en la que se vive cuando se está tan lejos.
Para poder saber que nuestra entrada en la vida (ignorancia y ansia, posibilidad ante la que se despierta y empieza a vivir nuestra libertad) no ha sido una condena al infortunio ni una casualidad, pero tampoco una necesidad del orden natural, sino un divino milagro, un don infinito (un per-dón, un híper-don), hay que haber vivido, o bien en la obediencia pura desde el primer instante, o bien rehaciendo la libertad que primeramente nosotros mismos herimos y redujimos. En este caso segundo, que es el de todo el género humano, incluidos los santos, la realidad primordial ontológica no se puede conocer como tal más que después de un viaje tormentoso por los dominios de la libertad, la tentación, el egoísmo, la soberbia y, —también— gracias a la Providencia y la Gracia (temas estos que intenta orillar cuidadosamente Kierkegaard, para que la atención no se desvíe de lo que nos toca hacer), la pena, el dolor, la culpa, el fracaso, el gozo, la amistad, el aprendizaje, los hijos, el arte, la liturgia... Todo intento de describir la realidad al margen de la aventura de la existencia en la finitud y la mortalidad, hasta lograr —ya siempre después—la existencia en la fe, no es solo una ingenuidad o un extraño olvido de los medios por los que realmente se aprendió todo, sino que significa quedar abocado al error. También para Kierkegaard vale aquello de que no hay órgano más adecuado para entender que la bondad y, en este caso, precisamente que las obras del amor.
■4. Lo imposible eterno
Pero ¿cómo podría alguien aprender sobre lo absoluto, sobre la eternidad, a propósito de las obras del amor en relación con otro ser humano, y ello de tal modo que este aprendizaje sea inmediatamente trasformación de la existencia, orientación real de ella hacia Dios? No es el prójimo quien crea en mí las condiciones para este aprendizaje, ni él mismo es la eterna santidad de Dios, o el [p. 12/124] amor mismo, sino solo más bien ocasión para la experiencia del Espíritu que va, a través de las personas finitas, viajando de la una a la otra en múltiples sentidos, hasta la eternidad. No soy evidentemente yo tampoco, hombre pecador, quien puede hacer en el otro ser humano una obra de gracia tan poco conmensurable con mi estatura moral o con el espíritu que yo mismo soy.
La única posibilidad pensable es que el Maestro divino haya creado y haya luego recreado en mí y en los demás la condición espiritual, que es de tal modo libre que puede, al existir, dejar destruida la conexión de cada espíritu con el Espíritu o, por el contrario, puede, aun habiendo puesto en riesgo mediante el pecado esa conexión, realizar un movimiento de retroceso, mejor dicho, de repetición: de repristinación o segundo nacimiento y segunda inocencia, para depositar toda su libertad en la obediencia al fundamento creador.
Cuando un ser humano realiza el movimiento de esta confianza ilimitada, definitiva, eterna, que solo puede ser puesta, precisamente, en lo eterno, aunque no sigue la inspiración de un maestro íntimo, sí deshace el edificio ilusorio de las propias aparentes hazañas no acompañadas por la obediencia al Espíritu. En un tiempo ya muy lejano del de su creación, este ser humano restablece el don infinito que para él fue y sigue siempre siendo la creación de sí mismo en tanto que espíritu. Y así es como descubre que el perdón ahora recibido, en este ahora tardío, restituye la bondad creatural; la cual, por ello mismo, no puede ser comprendida sino como perdón también. Sea cual sea la distancia a la que el hijo despilfarrador se aleje, no podrá perder la condición de hijo, de la que está pendiente (y dependiente) el Padre.
El bien perfecto es lo imposible, o sea, lo imposible para el ser humano y lo siempre posible para Dios. Sé que existe Dios en la misma medida en que, antes de alguna corroboración argumentativa, tengo experiencia —experiencia infinitamente asombrosa, que me hace prorrumpir en alabanza y acción de gracias infinitas— del imposible bien dentro ya de esta vida en la tierra y hacia la muerte.
Lo imposible y perfecto es, en la modesta y maravillosa palabra que gustaba de usar Kierkegaard, la humilde repetición, o sea, en términos más solemnes pero que significan en realidad lo mismo, el perdón, el exceso de la generosidad que se vuelca sobre mí, que sé perfectamente que esta generosidad, esta gracia, es excesiva hasta lo absurdo.4 En mi perspectiva, si se me ama será porque no se me conoce demasiado. Quien me ame debe de estar privado de la prudencia de mirar a fondo a quien ama, y de la prudencia de mirar en torno a quién debería amar mucho antes que a mí. No puede tratarse de alguien muy inteligente ni muy justo, sino más bien de un loco, un idiota, un ingenuo, un osado que se expone al peligro de mis tiros. No me compara, no ve a través de mi piel, no se ha esforzado por explorar mis antecedentes penales; o si lo ha hecho subrepticiamente, ahora procede —y no es una broma ni un juego, ni siquiera algo pasajero y caprichoso— a cubrir mi fealdad y mi maldad con su amor. Como si [p. 13/124] con su bondad bastara y sobrara para él y para mí, y quizá para aquellos con los que yo me relaciono, a los que a veces hago obra de amor y a veces hago obra de desesperación y estrago.
Quien me perdona ya no puede volver sobre el mal que queda anulado. Yo mismo pierdo el derecho de recordarlo en los términos mismos en los que se produjo y en las secuelas atormentadas o indiferentes y desesperadas que dejó en mí. Gano, en cambio, la necesidad de hacer de mi pasado una memoria trasformada, lavada por la gracia del perdón; porque si el perdón de la creación tenía que ser olvidado por la criatura para lograr a la larga todo su efecto, el perdón de la redención no puede ser olvidado por el redimido, porque su desmemoria equivaldría a perder la condición expresa de redimido y regresar al seno materno, al primer nacimiento (no al segundo, no a la repetición, no a la eternidad, sino al tiempo de la ignorancia, el ansia y el poder dañar la libertad en uno y la dicha en otros).
De aquí la última y decisiva consecuencia en este orden del descubrimiento mortal de la eternidad y el restablecimiento de la libertad en plenitud. Y es que el perdón otorgado por otro ser humano es imagen o prenda o porción del perdón de Dios mismo, de modo que supone siempre de alguna manera la existencia del perdón de Dios y hasta —quizá también siempre‒ su actualidad ya presente en el perdonado.
Esta consecuencia final no nos la hace extraer el hecho de que la poquedad del amor del hombre no llegue a dar la medida de lo que el perdón significa. Muy al contrario, el ser humano es capaz de pedir y de otorgar plenamente el perdón, aunque sea rara la ocasión en que tales acontecimientos plenarios y perfectos ocurren. También el hombre que perdona no puede desdecirse ni corregir su perdón. Este no es un estado ni cognitivo, ni afectivo, ni volitivo de él, sino un acto puntual, un instante, en que la eternidad toca el tiempo y lo cambia, o sea, cambia la historia de alguien por el hecho de que está siendo amado. Que así es, depende de la verdad primordial: que el amor mismo es la sustancia de la eternidad.5
Sin embargo, quien nos ama, quien nos ha amado un día en que la eternidad nos visitó, espera y necesita ser también amado con amor que perdona; y, por otra parte, muere, y su muerte abre un paréntesis de incertidumbre, de casi zozobra, en el perdonado, para el que la soledad se convierte enseguida en mala consejera, en tentadora.
Quien ha sido redimido, aunque responda con amor a quien lo amó, comprende que hay una forma aún superior del amor, cuya posibilidad ha sido abierta por este pregusto del cielo que es la actualización de la eternidad en un instante de nuestra existencia mortal. Y comprende esta verdad última de dos modos, a través de dos experiencias complementarias. La primera ha sido ya casi por completo descrita, en la medida en que me es posible: es la que consiste en comprender que desde un principio se nos amó y se nos perdonó, precisamente creándonos —cosa que no pueden realizar nuestros padres—. La segunda estriba en la maravilla que es responder al amor creador sin tener que realizar a su respecto más que una como rendición amorosa. Al Creador no tengo que [p. 14/124] perdonarlo en ningún sentido; no he de perdonarlo porque me haya creado y haya creado el mundo y a los demás. Por supuesto que es falso de toda falsedad que el pecado mayor del hombre sea el mero haber nacido.
Ciertamente, quien ama no tiene que ser consciente de la furia recreadora que su amor vuelca sobre el otro amado. El que ama se ve atravesado por el amor y exigido de amar a otro. Su amor no es explícitamente heroísmo de su libertad y frenética actividad de su espíritu. Al contrario, poder amar se vive como maravillosa gracia que simplemente acoge al otro, y solo después del saludo y la ceremonia plácida de la acogida, pasa, en una transición naturalísima, sin esfuerzo alguno, a convertirse en cuidado activo del otro. Solo en medio y en el fondo de esta solicitud aparece por fin la necesidad de curar heridas con la propia mano y quizá diseñando estrategias y empleando tiempo, fuerzas y sagacidad.
Todo ello es gozo y bienaventuranza, pero también todo ello sabe a ligera nostalgia. Sería mejor que viniera el Médico mismo y me reemplazara, no vaya a ser que lo que yo trame quede incompleto o produzca algún efecto que ya no sea solo el del amor. Nos gustaría también amar en la forma de la simple respuesta que da su sí, como el de la amada del Cantar de Cantares, dejando todo su cuidado al margen. Ha sido requerida con tal imperio y tal gratuidad, que comprende que su amante es el mismo Amor todopoderoso, a quien nadie perdonará nada nunca ni en ensoñación. Comprende asimismo que este amante espera e incluso desea que toda relación con él sea precisamente de amor, o sea, de amor-respuesta a su impulso primero, creador, revelador y redentor.
El amor de otro ser humano y a otro ser humano trascurre necesariamente y siempre en el ámbito del perdón, de la sanación, de la experiencia ya siempre un poco tarde del Espíritu,6 a quien permitimos por fin circular libremente por nuestros espíritus creados. La sanación es el sabor de la eternidad en la Tierra. Pero en el fondo de este sabor se abre el pregusto del Cielo propiamente tal, en que el amor circula sin referencia ya al perdón, o sea, a la historia y a la memoria —porque la memoria siempre es un poco dolorosa—.
Lo último impensable del bien perfecto es cómo esta circulación pura de amor no disuelve al individuo en el amor divino, según se atreven a formularla en conceptos muchas tradiciones místicas, cristianas incluso, pero más bien las no cristianas. Es un impensable perfecto que yo seguiré siendo yo en la recapitulación de todo en el Padre, y cada uno seguirá siendo cada uno, incluso más reconocible aún en su rostro verdadero, en la plenitud del espíritu que vincula en el individuo alma y carne. En carne incluso, en alma incluso —y esto es aún más impensable—, no solo en espíritu, será la vida anegada en amor.
Nota bibliográfica
Salvo un artículo de Lucero González publicado en Valparaíso, el terreno está por explorar debidamente. [p. 15/124]
Aunque no hayan sido citados los siguientes trabajos, importan mucho para la cuestión en general que trato y para sus numerosas derivaciones:
En español, los textos de Nekane Legarreta, Ángel Viñas y la mencionada Lucero González.
Después y ante todo, los de Sharon Krishek. Para empezar, su libro de 2009 en Cambridge University Press: Kierkegaard on Faith and Love. Excelente asimismo su «Two Forms of Love: The Problem of Preferential Love in Kierkegaard’s Works of Love», Journal of Religious Ethics, 36/4 (2008), pp. 595-617.