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Chapapote, Rajoy y «los hilitos de plastilina», el ministro Trillo asegurando que «las playas de Galicia están limpias y esplendorosas», Nunca Máis, mariscadores y pescadores recolectando capas de petróleo a paladas en el mar, miles de voluntarios llegados de toda Europa limpiando la costa embutidos en monos blancos, playas negras, pájaros muertos, el despertar de la conciencia medioambiental de una generación, el anciano capitán griego del buque esposado por la Policía, manifestaciones multitudinarias: el hundimiento del petrolero Prestige en noviembre de 2002 frente a las costas gallegas, y la gestión de las autoridades —que menospreciaron sus efectos y convirtieron con sus erráticas decisiones un accidente en una catástrofe— trascendió el desastre medioambiental para convertirse en un hito social, político, cultural, mediático e iconográfico de la reciente historia española.
Manuel Rivas, Artur Galocha, Lara Graña, Arturo Lezcano, Lucía Taboada, Natalia Junquera, Marta Veiga Izaguirre, Xosé Hermida, Gonzo, Brais Cedeira, Silvia R. Pontevedra y Xosé Manuel Pereiro (coord. y ed.).
Doce autores gallegos, algunos de ellos testigos y protagonistas de aquellos hechos, y otros que han rastreado sus efectos veinte años después, arman este relato colectivo que quiere retratar qué pasó entonces y por qué, y cómo aquello influyó en el ahora.
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Seitenzahl: 468
Veröffentlichungsjahr: 2022
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CHAPAPOTE
Manuel Rivas, Artur Galocha, Lara Graña, Arturo Lezcano, Lucía Taboada, Natalia Junquera, Marta Veiga Izaguirre, Xosé Hermida, Gonzo, Brais Cedeira, Silvia R. Pontevedra, Xosé Manuel Pereiro (coord. y ed.)
primera edición: octubre de 2022
© de los textos, Manuel Rivas, Lara Graña, Arturo Lezcano, Lucía Taboada, Natalia Junquera, Marta Veiga Izaguirre, Xosé Andrés Vázquez Hermida, Fernando González, Silvia Rodríguez Pontevedra, Brais Cedeira y Xosé Manuel Pereiro, 2022
© de las infografías, Artur Galocha, 2022
© Libros del K.O., S.L.L., 2022
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid.
isbn: 978-84-19119-09-4
código ibic: dnj
diseño de cubierta: Artur Galocha
maquetación: María OʼShea
corrección: María Campos y Melina Grinberg
La revolución del mar Manuel Rivas
La pena del mar. En El agua y los sueños, dice Gaston Bachelard: «La muerte del agua es más soñadora que la muerte de la tierra: la pena del agua es infinita». Hubo muchas catástrofes contaminantes en los océanos en el siglo xx, pero lo que tal vez hizo diferente el caso Prestige, además de su magnitud, fue que esa pena infinita no se saldó con una fúnebre resignación infinita, sino con una revolución. No faltará quien diga que no se hace una revolución con la pena. Pero ¿no es ya toda una revolución el despertar de una pena infinita, el no dar consentimiento a la muerte del mar?
¿Qué es el agua? Uno de los discursos contemporáneos más lúcidos es el que pronunció el escritor David Foster Wallace en 2005 con motivo de la ceremonia de graduación en el Kenyon College, un centro de artes liberales de Ohio. Lleva el título de Esto es agua y comienza así: «Érase una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando se encontraron con un pez viejo que les saludó y dijo: “Buenos días, muchachos. ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que uno de ellos miró al otro de repente y le preguntó: “¿Qué demonios es el agua?”». Los mejores momentos de Nunca Máis fueron cuando se identificó de lleno con el agua. Con la pena del mar. Por eso le daban palos. Pero eran palos al agua.
La conciencia de la naturaleza. ¿Cómo nació Nunca Máis? Hay una explicación histórica. Nació de la gente. Y otra más poética, pero no menos real. Nació del mar. Cuando se entrelazan estas dos energías sucede algo especial. Lo expresó Charles Baudelaire en un verso que es una proclama histórica: «¡Hombre libre, amarás siempre el mar!». La libertad tiene el sabor salado del mar. Inconfundible al paladar, amarga como la primera fruta de la noche de San Juan, ese excitante resplandor contra las tinieblas, el rescate de la esperanza frente a la fatalidad. Atención. Por ahí va Élisée Reclus, el creador de la geografía social, el primero en trazar el urbanismo utópico de la ciudad jardín: «El ser humano es la naturaleza tomando conciencia de sí misma». En épocas vanguardistas, cada vez que se creaba un ateneo o una biblioteca popular, los primeros cimientos eran los tomos de naturaleza sentipensante de Reclus. Y ese fue el espíritu de Burla Negra, la asamblea cultural que con una constelación de asociaciones dio lugar a Nunca Máis. No solo organizaciones ecológicas, marítimas, sindicales o políticas. Allí estaban las asociaciones vecinales y deportivas. Profesorado y estudiantes. En los hospitales, hubo asambleas de médicos y pacientes. Se pronunciaron micólogos y apicultores. Fareras, astrólogos, gaiteiras. La gran diáspora del país invisible, desde los científicos gallegos que trabajan en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN de Ginebra hasta la histórica Federación de Sociedades Gallegas con sede en la calle Chacabuco, de San Telmo, Buenos Aires. ¿Qué ocurrió? Lo bien que lo habría explicado Élisée Reclus y los trescientos cuervos poetas del río Xallas: «¡En Galicia, la naturaleza tomó conciencia de sí misma!».
Los dos silencios. Rosalía de Castro habló de dos silencios. Uno, el silencio mudo. Ese fue el primero. A veces, se queda ahí, como una niebla petrificada. Parece dominarlo todo. Es el silencio del desasosiego, del estupor. En el mundo submarino, hay dos espacios antagónicos. Por un lado, el Almeiro, el cardume, el lugar de cría, vivero salvaje, el lugar erótico. Por otro, la Marca do Medo, el lugar esquilmado, siniestro, tóxico, incluso con memoria de resonancias de dinamita. Este es el lugar del silencio mudo. Por el contrario, el silencio del Almeiro es el silencio amigo. Sí, durante días, después del mayday del Prestige, parecía que iba a imponerse, una vez más, la Marca del Miedo y su silencio mudo. La costumbre de callar. Pero algo ocurrió entre el mar y la gente. Esta vez, la gente no se encerró en casa, no aceptó la teoría de una cíclica maldición bíblica. Fue extendiéndose el silencio del Almeiro, un silencio amigo. El que permite la escucha. Se dice de los buenos labradores que «entienden» la tierra y de los buenos marineros que saben «escuchar» el mar. Por eso hay también el dicho humorístico de que esos veteranos marineros tienen una oreja más grande que otra. ¡De tanto escuchar el mar y sus vientos! Como caracolas. Esa capacidad de escucha se contagió, se extendió. Hay momentos así en la historia de los pueblos. No surtieron efecto las armas de distracción masiva. La gente escuchó el Yo acuso del mar: «¿Estáis vivos? ¿Hay alguien ahí?».
Deuda histórica de catástrofes. En el errático y agónico periplo del Prestige, en aquel suspense de serie negra, entre el 13 y el 19 de noviembre de 2002, hubo tiempo para escuchar al mar, sus acusaciones y preguntas. Hubo tiempo para hacer memoria. «La lucha del ser humano contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido», escribió Milan Kundera. La memoria obró para diagnosticar la acumulación de dolor, lo que el oceanógrafo y novelista Xavier Queipo denominó «deuda histórica de catástrofes». Hay un calendario de tragedias marítimas altamente contaminantes. Cada generación en Galicia tiene su naufragio. Debería figurar en el DNI: nacido el año del Polycommander, nacido el año del Urquiola, nacido el año del Cason, nacido el año del Mar Egeo, nacido el año del Discoverer Enterprise, nacido el año del Prestige…Por eso, el 1 de diciembre de 2002, con un cuarto de millón de personas desbordando Santiago de Compostela, fue mucho más que una manifestación. Fue una resurrección.
Chia popotl. Desde el principio, las autoridades prefirieron hablar de fuel. A efectos de impacto público, parecía un término menos inquietante que «petróleo» o «crudo». Pero la gente habló de chapapote, la denominación popular para el alquitrán del asfalto. Una palabra que había llegado por mar, de la lengua mexicana náhuatl, compuesta por chia (aceite) y popotl (humear). Aceite que humea. En los discursos de los políticos y en los informes de los expertos, no se empleó nunca esa palabra silvestre, de sonoridad folkie. La gente, desde el momento en que vio, olió y tocó el vertido, no lo dudó. La voluntad de estilo en el habla popular, que diría Rafael Dieste. Una palabra que se pega a los labios. Que el monstruo tenga un apodo familiar, reconocible, «doméstico». La primera manera de luchar contra él.
Mazut M100. El Prestige llevaba una carga de 77 033 toneladas de fuelóleo. Para ser precisos, lo que nunca se dijo: fueloil Mazut M100 o Bunker oil C. En el mundo del petróleo, la peor mierda. Lo que llega a la costa es el excremento viscoso y tóxico de los combustibles pesados. ¿Escuchas, Mazut M100 Bunker oil C? Para nosotros, cabrón, eres chapapote. Piche. Galipote. Si chapapote vino de México, piche viene del inglés pitch (brea) y galipote del francés galipot. Sí, señor. La del mar es una lengua franca, cosmopolita, de corrientes y migraciones. Los altavoces oficiales preferían los eufemismos engomados: «irisaciones», «manchas dispersas», «hilitos de plastilina»… La gente del pueblo practicaba la ironía de la metáfora gastronómica: y así, del mar llegaban, según la forma del vertido, tocinos, untos, espaguetis, tortillas, filloas, galletas, torreznos, habas, lentejas e, incluso, lasaña, cuando las capas de chapapote quedaban bajo la arena. La cocina del pote galaico, la olla popular, siempre fue muy integradora.
La boca del Prestige. Mirad. En la ya célebre fotografía de Xurxo Lobato del hundimiento, el Prestige habla. Levanta la boca de la proa en la última bocanada. Exhibe su nombre con el patético sarcasmo de un monstruo agónico que vomita una metáfora. No aparece ningún ser humano, ningún sufrimiento a la vista, y no obstante es una foto dramática. No solo por la connotación. Es dramática por la expresión del barco, por su gesto antropomórfico de desesperación resignada. Es evidente que ese barco nos está mirando. Llama a la humanidad, como si el mar, con el entendimiento de ese arquero zen que es el fotógrafo, lo mantuviese a flote el tiempo necesario para que el nervio óptico transmita un dardo a la glándula de los dioses del capitalismo impaciente, los de la era del Petróleo.
Poisonville (Ciudad veneno). Esta historia parece convocar a todos los géneros literarios. La tragedia griega, desde luego, además con ese guiño de un capitán nacido en Icaria. El esperpento, con los espejos deformantes del poder, la Corte de los Milagros, con sus mentideros y monterías. El anecdotario y la ristra de declaraciones nos lleva al dadaísmo, al surrealismo, a la parodia futurista y al teatro del absurdo. Algunas intervenciones del presidente Aznar, con la imagen de los perros que ladran el rencor por las esquinas, parecen inspiradas en el movimiento Pánico de Topor y Arrabal con su «humor tumefacto». Pero el género que puede recomponer la trama entera en el caso Prestige, coser los harapos de historia, las deshilvanadas frecuencias en un montaje con sentido es la narrativa de serie negra. Como si el Prestige convocase a Dashiell Hammett para describir la moderna Poisonville, una Ciudad veneno que está en muchos sitios, que es como un Kraken, el pulpo o calamar gigante de la mitología escandinava, pero con tentáculos de corrupción. No falta nada. La codicia en una oscura operación mercantil, con conocidos protagonistas del capitalismo impaciente, que rima con maloliente, protegidos por una telaraña con hilos en Londres, Moscú, Zug, Atenas, Madrid, Liberia… Un buque herrumbroso, carne de desguace, que luce su nombre en proa, en la tempestad del antiguo fins terrae, como un sarcasmo del progreso. Un veterano capitán que había dicho adiós al mar y vuelve, después de un chequeo cardíaco, en el que será un viaje al «corazón de la oscuridad». Una tripulación que encarna la corrosión del trabajo en el mar. Un rescate convertido en partida de póker. La siniestra historia del siniestro de un buque que termina hundido en el peor lugar posible. Políticos de cacería que, como furtivos de la democracia, negarán al Parlamento la obligación de investigar. Y para que no falte nada en el guion: la operación para incriminar a los críticos más activos al Gobierno por medio del fiscal general del Estado, utilizando el combustible pesado de la infamia. Los portavoces de Nunca Máis fueron tratados como bandidos, además de ser, en días sucesivos, nacionalistas radicales, comunistas, anarquistas o «batasunos» simpatizantes del terrorismo vasco. En un juego de prestidigitación del poder, intentaron convertir el caso Prestige en el caso Nunca Máis. En esa operación se utilizó un grupo ultraderechista y de extorsión denominado Sindicato Manos Limpias, que presentó una denuncia falsa contra el movimiento cívico y ecologista. Los telediarios de TVE y medios afines al Gobierno le dieron gran difusión a lo que tiempo después se llamaría fake news. Ningún fiscal ni juez encontró nada ilegal o ilícito en Nunca Máis. No hubo caso. Años más tarde, en 2016, la cúpula del Sindicato Manos Limpias (nada que ver con el movimiento anticorrupción italiano) sería detenida por la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal. El grupo mafioso se autodisolvió. Pero atrás dejó un gran reguero de difamación, tóxico como el Mazut M100.
Ver lo que no está «bien visto». El agua era la sociedad civil. El thriller del Prestige fue una prueba de calidad en todos los ámbitos. También fue un test para el periodismo, que vivió un momento de convulsión, entre la presión de control y doma por parte de las autoridades y la excitación creativa de ver y contar lo que no estaba «bien visto». Más de mil informadores, por medio del Colegio de Periodistas de Galicia, denunciaron la manipulación de los medios oficiales, más gubernamentales que públicos, donde incluso se prohibió el uso de la expresión «marea negra». Dos días antes del hundimiento del Prestige, el 17 de noviembre, los medios de comunicación difundían unas declaraciones del ministro de Agricultura y Pesca, Miguel Arias Cañete, de una contundencia que se demostraría delirante: «Aquí no hay marea negra ni riesgo de contaminación». Las autoridades suprimieron el principio de realidad y eso llevó a una cadena de despropósitos y desconfianza. Lo que ocurre cuando la información es sustituida por la propaganda. Esa fue también una de las principales causas de la pacífica revuelta popular. De alguna forma, la exhibición en miles de ventanas de la bandera gallega enlutada era una respuesta a esa venda televisiva. Una especie de carta de ajuste alternativa. La pantalla de la sociedad civil. En esa prueba límite que significó la catástrofe, la ciudadanía fue siempre por delante, incluso hizo de remolque de la Administración. Fueron los marineros de las cofradías más activas quienes frenaron la marea negra, con sus medios, con sus manos, en primera línea y con base en su propio conocimiento, cuando estaban siendo desinformados. Fueron los voluntarios quienes limpiaron las peores costras contaminantes, kilómetros de vertido pegajoso que penetraba hasta el alma del paisaje de playas y acantilados. Cientos de miles de voluntarios, un activo mapamundi solidario, trabajando durante meses. Una contribución incalculable que el Estado no registra en sus cuentas. La sociedad civil, tantas veces invocada, estaba viva. Una nueva ciudadanía que habla de verdadera seguridad (marítima, alimentaria, medioambiental), de información veraz y de participación. Cuando se encontraron con la sociedad civil en activo, notorios ideólogos de la sociedad civil la declararon improcedente.
La carta de Science. Después del hundimiento del Prestige en la Fosa Atlántica, el delegado del Gobierno en Galicia, Arsenio Fernández de Mesa, mostró su satisfacción y la del Ejecutivo: «El fuel se ha convertido en un ladrillo en el mar». Era una afirmación que, al parecer, se sostenía en criterios científicos. Los primeros en responder fueron los expertos franceses: «Todavía hay petroleros hundidos durante la Segunda Guerra Mundial que contaminan los mares». El chapapote no aceptó la teoría de solidificarse. Tampoco le gustó la imagen infantil del entonces vicepresidente del Gobierno, Mariano Rajoy: «Son como hilillos, plastilina en estiramiento vertical». El Prestigehundido siguió «liberando» toneladas del temible Mazut M100. El Gobierno español había decretado el silencio de los funcionarios, incluidos los científicos de los organismos estatales, orden trasladada en un correo electrónico del 15 de diciembre. Solo voces autorizadas, afines, podían hacer declaraciones. Pero el bochorno rompió las cadenas. El 24 de enero de 2003, la revista Science, tal vez la de mayor prestigio internacional, publica un escrito firmado por 422 científicos españoles. Pertenecen a 32 universidades, al Instituto Español de Oceanografía y al propio CSIC. Fue una conmoción que dejó sin crédito alguno al Gobierno y ponía al desnudo la manipulación. En el manifiesto afirman que «las decisiones tomadas no obedecen a ningún criterio científico y el problema fundamental es que el Ejecutivo no consultó con los expertos investigadores». Según Carlos Elías, de la Universidad Carlos III de Madrid, «la carta dejaba traslucir que los científicos españoles estaban verdaderamente indignados». El Gobierno nunca dio los nombres de los presuntos «expertos» que asesoraron a la hora de decidir el alejamiento y el rumbo del buque. ¿Existieron?
El «rumbo suicida». Decía Paul Virilio: «Un accidente es un milagro, pero al revés». El del Prestige fue mucho más que un accidente. El vertido afectó a tres mil kilómetros de costa, especialmente a Galicia, pero también a la costa cantábrica de España y al occidente francés. La mayor catástrofe en contaminación marítima del planeta, junto con el Exxon Valdez (Alaska, 1989) y la plataforma petrolífera Deepwater Horizon de BP (Golfo de México, 2010). Se estudia ya como un modelo de lo que no hay que hacer en gestión de crisis. Con motivo de otro accidente, de mucha menor entidad, en el canal de la Mancha, un práctico británico dijo en la BBC: «Nuestro mayor problema es echar de las rutas de navegación a los idiotas». En el caso del Prestige este tipo de gente estaba en los despachos. Fue ahí donde se tomó la decisión de alejar el buque hacia lo desconocido. En expresión del auto de la Audiencia coruñesa, en octubre de 2009, lo que se ordenó fue un «rumbo suicida». Y añadía: «Peor, imposible».
Limpiar el miedo. El ministro Cañete se quedó sin habla, el 25 de noviembre, cuando se encontró de frente con una gran pancarta que decía «Temos o corazón chapapoteado». De esos corazones petroleados nació Nunca Máis. Hay gente que indaga con suspicacia: «Pero ¿cómo nació Nunca Máis?». Tiene que haber algo extraño. Una conspiración. Un cónclave. Una logia secreta. Algo. Esa mirada cínica es incapaz de ver lo más sencillo. Hubo una polémica entre Umberto Eco y Antonio Tabucchi sobre el llamado «compromiso intelectual». Según Eco, si hay un incendio, el papel de los intelectuales sería llamar a los bomberos. Y Tabucchi preguntó: «¿Y si no acuden los bomberos?». También: «Quiero saber el porqué del incendio». Eso fue lo que ocurrió en Galicia. La diferencia es que no fue una cuestión de «intelectuales», sino que sacudió la mayoría de las conciencias. Hubo un naufragio, pero emergió un pueblo, el de la tradición de la man común, de la ayuda mutua en el campo, en el mar, en el mundo obrero, en la emigración. En el momento de la emergencia, ante el «incendio», limpiando el miedo y el mar, nadie preguntó de qué partido era el que tenía al lado. Ninguna organización, por poderosa que fuese, podría poner en marcha un movimiento así, con esa excitación cívica y creativa, de protesta y trabajo voluntario a la vez.
El paraguas. Galicia es un país anfibio, así que el paraguas es parte de la identidad, una prolongación ortopédica, una herramienta protectora. Imprescindible en el kit de Nunca Máis. Por eso, la forma tradicional es llevarlo colgado de la espalda, como la aleta plegada de un ser marino. La filosofía existencial del gallego contiene un terrible aforismo que parece propio del Discurso de la servidumbrevoluntaria: «Mean por nosotros y decimos que llueve». Lo que ocurrió el 1 de diciembre de 2002 fue un acontecimiento de activismo performativo insólito. Cientos de miles de gallegos abrieron y levantaron los paraguas como una coreografía de protesta y esperanza. Había un ser libre, por lo menos, bajo cada paraguas. Lo que se dice de los estorninos: se agrupan al volar y dibujan un ave gigantesca para espantar el peligro. Llovía a cántaros y la gente se quitó la pesadumbre de la espalda y abrió las alas.
La gaita. Nunca se había reunido tal fraternidad de gaiteros y pandereteras. El 6 de diciembre, en la Quintana dos Mortos de Santiago de Compostela, la Marea Gaitera, miles de músicos llegados de toda Galicia, tocó para que bailasen los muertos y para exconjurar la peste que envenenaba el mar. La Marcha del Antiguo Reino de Galicia sonaba, al fin, como una Marsellesa.
La maleta. Hay que descreer de las identidades que se miran al ombligo. Las identidades como convulsión. El país de Nunca Máis expresó una identidad ceñida a la vida, mutante, irónica, inconformista. De ahí salió la maleta. La Marcha de las Maletas. Bien se sabe en Galicia lo que significa la maleta. El icono de un pueblo emigrante. Otro objeto fundamental en nuestra arte povera, la dignidad del arte pobre. Cuando las cosas se complican: «¿Dónde está la maleta?». Más de cien mil personas, el día 9 de febrero de 2003, la mayor manifestación de la historia de A Coruña: gente con maletas en la mano. Sigue habiendo emigración, sobre todo de jóvenes y en comarcas marineras como la Costa da Morte. Por la avenida de la Marina, por la zona portuaria, ahora iban emigrantes retornados que hacían el mismo camino que habían hecho de niños. Desatornillando la historia.
Los santos inocentes. En A Coruña no se recordaba tanta gente en una procesión religiosa. Parecía convocada por un concilio ecuménico que reunía a paganos y cristianos. Por allí andaban, entre cientos de cruces clavadas en la arena de las playas del Orzán y Riazor, Neptuno, Poseidón y Llyr. Y pescadores de manos grandes como los apóstoles de Cristo, que eran del gremio de mareantes. Fue el día más santo de Galicia, el 28 de diciembre, el Día de los Santos Inocentes. Había mujeres mayores, el rostro emocionado con el temblor de las candelas, que me hicieron recordar el verso de Miguel Torga: «Las cuentas del rosario gastadas de tanto rezar». Había jóvenes surfistas con sus trajes de neopreno y con las tablas pintadas de negro como tapas de ataúdes. Todo el arenal, un campo de cruces. La instalación más conmovedora del land-art como sea-art. Después, el velorio, la procesión, interminable, se encaminó hacia la sede de la Delegación del Gobierno. El actor Manuel Lourenzo oficiaba de obispo de Atlántida, como un rey Lear con sotana. Al frente, una cruz hecha con dos remos.
El estadio marino. Nunca creí que un efecto bumerán pudiese llegar hasta ahí. A un estadio de fútbol. Y de esa forma. El movimiento de la historia se parece más al de la maquinaria pesada y la gran herramienta del poder hoy en día es el control y la manipulación de las conciencias hasta alcanzar su suspensión o que se vayan de vacaciones. Por eso fue muy emocionante lo que ocurrió el 4 de enero de 2003. Pese a todas las maniobras por impedirlo, el estadio de Riazor, lleno al completo de seguidores del Deportivo de La Coruña y del Celta de Vigo, condenados a odiarse, vivió la jornada más fraterna de la historia del fútbol gallego. En los graderíos, todas las almas gritaron: «¡Nunca máis!». Riazor era un estadio marino. Transmitido en directo, en la TVG trataron en vano de silenciar aquel clamor que también decía: «¡Dimisión!». La gente salía de las casas y los bares para oír el canto del estadio a cielo abierto.
Los Reyes Magos. Nunca una cabalgata de Reyes estuvo tan concurrida como la del 6 de enero de 2003 en Vigo. Al fin, en el portal de Belén y la representación del nacimiento de Jesús había un mar con marineros y mariscadoras. Y en esa epifanía, en que los ángeles hacían sonar raps de denuncia, los tres Reyes Magos eran negros.
La caracola. El gramófono del mar son las buguinas, las caracolas. Todavía hay pescaderas en la Costa da Morte que avisan de su paso haciéndolas sonar. Álvaro Cunqueiro fabula que en la escuela de Sinbad había veteranos pilotos que enseñaban de oído la rosa de los vientos a los futuros navegantes. Y por eso había en Galicia los llamados escoitas [escuchas], marineros que interpretaban el lenguaje del mar y anticipaban tormentas. Las caracolas sonaron como alerta en la catástrofe del Prestige. Pero quizá donde más se hicieron oír fue en Bruselas, en una manifestación del 14 de junio de 2003. Ese sábado amaneció con una niebla tan densa que los pocos habitantes visibles parecían personajes de un cómic de Moebius. Hasta que, en la Gare du Nord, sonó la primera buguina. De las bocas de la estación y el subterráneo comenzaron a emerger, como seres acuáticos, una multitud. Gentes llegadas de Galicia, pero también emigrantes y grupos solidarios de Europa adelante. Por allí andaba, tímido, flaco, Manu Chao, ese permanente clandestino de París-Bastabales que con su voz es capaz de poner el mundo patas arriba. Se multiplicaron las caracolas. En las calles de Bruselas se hablaba un esperanto marino. Las televisiones belgas abrieron sus informativos con la marcha de Nunca Máis. En los periódicos fue en primera página. Para la Televisión de Galicia, la manifestación que llevó la protesta a Bruselas no existió. El lunes siguiente, la Comisión de Medio Ambiente del Parlamento europeo acordaba, al fin, crear una comisión de investigación sobre el caso Prestige.
La Fosa Atlántica. Galicia había tenido la experiencia de una victoria en la preservación del medio marino y con una repercusión mundial. En la llamada Fosa Atlántica, a unas trescientas millas de Fisterra, estaba situado el mayor cementerio de residuos radioactivos en el mar. Desde la década de los sesenta, por asombroso que hoy nos parezca, las cosas sucedían así: los países europeos arrojaban al lecho marino, en bidones reforzados con hormigón, los residuos nucleares. Cada año. Asunto top secret, con el plácet del Gobierno español. Greenpeace, desde Francia, hizo la primera denuncia en 1980 y al año siguiente se inició en Galicia una campaña para cerrar ese basurero de pesadilla. La singladura de un pequeño barco de pesca de bajura, el palangrero Xurelo, se convirtió en una odisea. Con medios artesanales, consiguió localizar la zona de vertidos y sorprendió a dos mercantes en plena operación de vertido de la basura nuclear. Fue una noticia que dio la vuelta al mundo y creó una corriente de simpatía que extendió la protesta a toda Europa hasta que, en 1985, la Organización Marítima Internacional acordó una moratoria. Y, finalmente, la prohibición de los vertidos radioactivos en el mar. El basurero nuclear de Fisterra estaba en la Fosa Atlántica. No muy lejos de donde se hundió el Prestige.
El aullido. El presidente Aznar tardó un mes en visitar Galicia. Solo tomó suelo en la torre de control del puerto de A Coruña. Quienes estaban allí recuerdan que en ningún momento miró hacia el mar. Al marchar la comitiva, hubo una carga policial para dispersar a quienes protestaban sin especial alboroto. Volvió el 24 de enero. Los asesores creían haber encontrado la forma de parar la protesta. Se celebró un Consejo de Ministros en A Coruña, en el que se aprobó el llamado Plan Galicia. Dos días después, en Santiago, ante simpatizantes, en una convención de su partido, proclamó con solemnidad: «¡Ya está bien! ¡Esto se acabó!». Pero aquella noche el mar había vomitado otra vez toneladas de chapapote. Alejados por los antidisturbios, desde las colinas, los manifestantes hicieron llegar sus gritos hasta el auditorio del Palacio de Congresos donde intervenía Aznar, cada vez más iracundo. Hasta que identificó a su manera a aquel «enemigo» indómito: «Aquellos que ladran su rencor por las esquinas». Por la noche, en las playas del fin del mundo, los voluntarios respondieron con un festivo aullido.
El cuervo de Allan Poe.El 1 de febrero de 2003 el «aullido» desde Galicia llegó a 150 ciudades mundo adelante. «He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura», decía el genial y desesperado poema «Howl» (1955) de Allen Ginsberg, escrito en el tiempo irrespirable de la Guerra Fría, el macartismo y la guerra nuclear. El aullido de la revolución del mar tuvo la forma de un concierto expansivo, esta vez sí, en la «aldea global». Música y poesía con la excitación creativa y solidaria de la conciencia ambiental. Todos los actos comenzaron con el Manifiesto contra el silencio: «En todas las esquinas de la Vía Sacra de Neón hay hoy un concierto expansivo. Emitimos acordes contra la adversidad. Emitimos contra la mercancía peligrosa de la mentira. Emitimos contra la maquinaria pesada de la incompetencia. Emitimos contra un Gobierno rencoroso, feo, amenazante. Emitimos en la onda libre de los perros de la noche, en la alegre radiofonía secreta de las sirenas y en la frecuencia del cuervo de Allan Poe que picotea en morse la clave que nos une… Rescatamos canciones en la fonoteca invencible del mar».
Mil años de risa. Hay un lugar imaginario llamado Alifbay, que aparece en Haroun and the sea of stories, de Salman Rushdie, y que está especializado en la fabricación de tristeza. Con todas las consecuencias. Es decir, hay fábricas de tristeza, empresas de exportación de tristeza, publicistas de la tristeza, etcétera. Alifbay parece inspirado en la imagen tópica de Galicia. Un país triste de gente triste y resignada, más bien cautelosa y laberíntica. Ese, en el fondo, era el prejuicio que determinó el giro furibundo en el discurso de José María Aznar en Santiago, cuando les riñó a todos, a los de dentro y a los de fuera. Pero las manifestaciones del Nunca Máis acabaron con esa imagen tópica. La manifestación de Madrid, el 23 de febrero de 2003, Por el mar y por la libertad, será recordada como una fiesta. Ese día, el país de Nunca Máis exportó humor y rebeldía. En código del mar, se gritó: «¡Delta India Mike India Sierra India Oscar November!». Todavía hay quien está descifrándolo. Frente a la tragedia, la tradición no era llorar. La tradición eran los mil años de risa popular.
Mayday. La de mayday es la llamada de socorro ante una situación muy grave, de emergencia. Procede de la expresión francesa venez m’aider (¡Ayúdenme!) e internacionalizada en inglés a principios del siglo xx, principalmente como alerta marina ante un peligro de naufragio inminente y repetido tres veces. El mayday del Prestige se emitió a las 15:15 del 13 de noviembre, con el buque situado a 29 millas de Fisterra. Pero podemos decir que hubo un mayday del buque. Y, más tarde, un mayday comunitario. En situaciones de crisis, Martin Luther King expresó el verdadero dilema: «Comunidad o caos». Dicho de otra manera, o Eros o Tánatos. La respuesta administrativa al mayday del Prestige fue un caos. El buque acabó como un gran ataúd en un «horizonte enfermo». El gran libro sobre el mar escrito en Galicia es un breve poemario titulado De catro a catro, y lo escribió un joven marino llamado Manuel Antonio, fallecido a los veintinueve años, en 1930. Es una obra de un simbolismo estremecedor y profético. En uno de sus poemas, «SÓS» («solos» y, a la vez, SOS), dice: «Nos robaron el sol… Nos robaron el viento… El cadáver del mar hizo del barco un ataúd». En otro lugar, Manuel Antonio habla del «horizonte enfermo». Así fue el escenario en el Atlántico norte en el invierno de 2002. El Prestige acabó como un gran ataúd, en el cadáver del mar, con un horizonte enfermo. En el otro mayday, el humano, la comunidad respondió al caos. Y la forma de comunicarse tuvo, en muchas ocasiones, una calidad simbólica y poética. Nada de retórica convencional, nada de discursos grandilocuentes. Las palabras también se pusieron en vilo, con una voluntad de estilo rescatada del habla popular de la Galicia costera. Eso explicaría la comunicación y arraigo insólito del Nunca Máis. La excitación creativa y afectiva que hizo emerger la comunidad.
Las nueve olas. El mayor comunicador de la historia contemporánea de Galicia, en el sentido artístico, social y político, es sin duda Castelao. Su vida fue una odisea, pero no pudo volver a Ítaca como Ulises. Murió en el exilio en Buenos Aires. Antes, en Manhattan, en la soledad de un pequeño cuarto, al anochecer mira cómo se van iluminando las ventanas de los rascacielos. Imagina vidas detrás de cada luz, muchas, piensa, de náufragos como él, refugiados huidos de la maquinaria del terror nazi. Y escribe: «Yo soy hijo de un país desconocido». Él había imaginado la utopía real de Galicia como una gran ciudad jardín abierta a los mejores caminos, los del mar. En ese país del deseo las monedas llevarían como motivo lo que llamó la Santísima Trinidad de la naturaleza gallega: el árbol, la vaca y el pez. Esa era su forma de comunicarse y así se convirtió en un personaje mítico y entrañable a la vez. Hasta que el golpe de 1936 contra la República destrozó los horizontes. En el mayday comunitario del invierno de 2002 se recuperaron muchas de esas voces, el humor, la etnografía y la iconografía creativa de Castelao y la generación Nós a la que pertenecía. Las más interesantes tradiciones de la cultura popular, en trance de extinción, cobraron un nuevo sentido. Y así ocurrió con la leyenda de las nueve olas en la playa de A Lanzada. En tiempo de solsticio, en la noche, el baño de las nueve olas tiene el don de la fertilidad. El mar es una matria. Germina una nueva vida. Y en esa noche de San Juan de 2003, miles de personas celebraron las nueve olas, poniéndoles nombre: la ola de la dignidad, de la memoria, de la verdad, de la solidaridad, de la seguridad, de la libertad, del orgullo, la ola de la abundancia creativa y la ola de la esperanza.
El foco de atención. La esperanza había tenido otra representación en el escenario del mar, el 22 de enero de ese año. Unos 55 000 estudiantes y 3000 profesores (datos de la Consejería de Educación de la Xunta, contraria a la iniciativa) se unieron en cadena humana a lo largo del litoral, arenales y acantilados de la Costa da Morte. En tiempos donde se detecta una crisis de sensibilidad y el foco de atención está fragmentado, objeto de explotación y sustracción. Cuando es casi imposible que la mirada se concentre en un texto durante quince minutos por el síndrome de too long (demasiado largo), aquel día inolvidable la gente joven miró al mar durante horas en silencio, dándose la mano.
¿No es eso una revolución?
Charlie-Six-Mike-November-Six Xosé Manuel Pereiro
13 de noviembre de 2002. Ocho horas y cuatro minutos de la mañana. Un buque con indicativo de llamada C6MN6 (Charlie-Six-Mike-November-Six), un petrolero de nombre Prestige, con bandera de Bahamas, reporta por el sistema VHF al Centro Zonal de Coordinación de Salvamento Marítimo de Finisterre (CZCS) su entrada en el dispositivo de separación de tráfico marítimo (DST). El DST es el método para ordenar el intenso trasiego de la autopista marina Europa Occidental-resto del mundo paralela a la costa gallega, que se creó después de que varios pesqueros fuesen abordados y hundidos por mercantes.
—Tráfico de Finisterre, aquí C6MN6.
—Sí, C6MN6. Buenos días, indíqueme su posición actual.
—Cuatro, tres, tres, un minutos norte; longitud cero, cero, nueve grados; cuatro dos minutos oeste.
—¿Rumbo y velocidad actuales?
—Rumbo dos uno cero, velocidad ocho nudos.
—¿Último puerto de escala y destino?
—Último puerto de escala Ventspils, Letonia, y próximo puerto de escala Gibraltar para recibir órdenes.
—Comprendido, Prestige. ¿Lleva usted mercancías peligrosas a bordo? Indique clases.
—Solo llevo fueloil a bordo. Fueloil.
—Indíqueme la cantidad de fueloil que lleva a bordo.
—Cantidad de fueloil a bordo siete, siete, cero, tres, tres toneladas métricas.
—De acuerdo. Disculpe, confirme: siete, siete, cero, tres, tres… Cambio.
—Sí, afirmativo.
—De acuerdo, fueloil, eh… De acuerdo. Prestige, eso es todo. Muchas gracias, señor, y permanezca a la escucha, 11 y 16 durante el tránsito. Buen viaje.
—Saludos, a la escucha en el 16 y 11.
Esta amable conversación de rutina, en el inglés con mil acentos y ninguno concreto que es el lenguaje marítimo universal, no revela la dureza del mar que sobrevuela. Una sucesión de frentes fríos que vienen directamente desde Norteamérica (le llaman «el tren canadiense»: «canadiense» por el origen, «tren» porque no da tregua) provoca vientos de suroeste de fuerza 9 (unos 80 km/h) y olas de ocho metros, más o menos la altura de una casa de tres pisos. «Cielo oscuro, viento fuerte con fuerza de vendaval, mar muy agitado, vsl [buque] rolando fuertemente», quedó escrito en el diario de navegación.
Las condiciones del mar no eran ninguna novedad ni para el buque ni para el capitán. El capitán no es que acabase de salir de la Escuela de Náutica. Apostolos Ioannis Mangouras, a sus sesenta y siete años debería estar jubilado, y más teniendo en cuenta que hacía un par de años se había sometido a una operación de corazón. Pero casi la mitad de su vida la había pasado al mando de petroleros como aquel o cinco veces mayores. Tampoco era un chaval —sesenta y tres— su compatriota Nikolaos Argyropoulos, el jefe de máquinas. El primer oficial, Ireneo Maloto, era un hombre tranquilo de treinta y nueve años, filipino, como el resto de los veinticuatro tripulantes, a excepción de un ajustador rumano. A la mayoría les habían dado un curso apresurado para que pudiesen estar legalmente a bordo, con un sueldo más cercano a los quinientos que a los mil dólares.
El buque nació llamándose Gladysen los astilleros japoneses Hitachi Zosen en 1976 y navegó bajo bandera liberiana hasta que diez años después cambió de dueño, de bandera y de nombre. A punto de cumplir los veintiséis años, el Prestige se dedicaba en los últimos tiempos a la poco épica labor de bunkering (hacer de gasolinera flotante para suministrar combustible a otros barcos). Su condición de monocasco y su estado le habían prohibido el atraque en terminales de petroleras de compañías como Repsol o BP, pero un año y pico antes acababa de pasar por los astilleros chinos Cosco de Guangzhou para un repaso completo que garantizó la agencia certificadora estadounidense ABS. Es decir, aunque estaba previsto que su último viaje sería al desguace, tenía todos los papeles en regla para estar haciendo lo que hacía: afrontar el flete que le salió por cuenta de Crown Resources AG. Transportar setenta y pico mil toneladas de fueloil que en realidad eran residuos de refinería (Mazut M100) para el poco exigente mercado del sudeste asiático. Crown Resources, con sede en Zug (Suiza), forma parte del Alfa Group, un holding propiedad de Mijaíl Maratovich Fridman aka Misha, aka Mijaíl Grâznyj («sucio»), un oligarca ruso-israelí nacido en 1964 en Lviv (Ucrania), amigo de Vladimir Putin (por lo menos entonces). Alfa Bank es ahora el primer banco privado de Rusia y Fridman el principal inversor de la cadena de supermercados Dia en España.
A todo esto, el Prestigeera propiedad de Mare Shipping, una naviera con sede en Liberia, de las conocidas como «monobuque»: solo tienen un barco, por si las responsabilidades subsidiarias. El Prestigeera, sin embargo, gestionado por otra empresa, Universe Maritime, con sede en la avenida Kifisias de Atenas. Todo el tinglado formaba parte del universo Coulouthros, una familia de armadores griegos que han hecho su fortuna gracias a que el principio de Arquímedes también funciona en barcos en condiciones dudosas. Otro buque tanque de los Coulouthros también se hizo famoso en Galicia justo diez años antes. Se llamaba Aegean Sea(Mar Egeo). Ya han oído hablar de él.
La actual joya de la corona Mare Shipping-Universe Maritime-Coulouthros navegaba a unas 28 millas (unos 52 kilómetros) de Fisterra cuando toda la tripulación sintió primero un estruendo y después que el suelo se inclinaba bruscamente hacia estribor (la derecha mirando a proa, en el sentido de la marcha). Tanto que los pescantes de los que colgaban los botes salvavidas de ese costado quedaron bajo el agua.
Entre el pánico generalizado, Mangouras manda accionar el dispositivo (Global Maritime Distress System Service) que envía automáticamente una alarma con el nombre del barco y su posición: «Prestige, latitud 420 54’ N longitud 0090 54’ W. SOS. Peligro No Definido». Son, como quedará reflejado en los informes del Centro de Salvamento, las 14:15 UTC (Universal Time Code), las 15:15 hora española. Dos minutos después, en el Centro de Salvamento escuchan entrecortadamente: «Mayday, mayday, mayday». La Radio Costera de Coruña confirma al momento que el SOS es real y emite un Mayday Relay, una alerta generalizada a las 15:19. Salvamento moviliza los helicópteros de rescate. A las 15:26, logra establecer contacto con el puente de mando del Prestige.
—Hola, C6MN6, Prestige. Tráfico de Finisterre.
—C6… C6MN6, C6MN6, Prestige… Tráfico de Finisterre… Socorro… Estamos… Todos a la escucha ahora, nos estamos escorando demasiado… Zozobrar. Cambio.
—Aquí el Centro de Salvamento de Finisterre, adelante.
—… Radio Finisterre, motopetrolero Prestige. Estamos esperando salvamento, salvamento. Vamos a hundirnos… en el agua. Estamos esperando salvamento, estamos a punto de… zozobrar.
—Sí, entendido. Hay un buque a dos millas náuticas del suyo y un helicóptero se dirige hacia ahí. Hay un buque a dos millas náuticas de ustedes y un helicóptero se dirige hacia su posición. Por favor, cambie a radiofaro, radiofaro de emergencia y… prepare todo el equipo de salvamento, tales como chalecos y botes salvavidas. Por favor, todo debe estar listo, todo el material de salvamento.
—De acuerdo, todo listo… Preparen operación de rescate… Estamos esperando… Cambio.
—Bien, dígame. Cuántos tripulantes hay a bordo, cuántos tripulantes hay a bordo.
—Veintisiete tripulantes a bordo, veintisiete tripulantes a bordo… Todos listos para el rescate, todos están listos para el rescate. Al habla el primer oficial.
—No se preocupe, todo se está acelerando para ayudarle.
Autopsia forense e ingeniería naval Artur Galocha y Lara Graña
El negocio del rescate X. M. P.
13/11/2002. 15:50 h. El helicóptero de la Xunta Pesca I anuncia que pone rumbo al lugar del accidente. Un minuto después lo hace el Helimer Galicia, de Salvamento Marítimo.
Los tripulantes de los helicópteros de rescate han contemplado de todo, pero aquello —un buque más largo que dos campos de fútbol, zarandeado por las olas y con la cubierta encharcada de un líquido viscoso que emergía de las escotillas, que se habían abierto con el golpe— era parecido a ver brillar rayos-C en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser: «El barco estaba tan escorado que no vimos el agujero… Los tripulantes estaban agrupados en el alerón de babor, menos dos marineros que, increíblemente, se encontraban en la mitad de la cubierta, enfangada de petróleo y barrida por las olas. Habían sido enviados a cerrar unas válvulas y, de repente, una ola barrió la cubierta y se tragó a uno de ellos. Desapareció… Ya íbamos a buscarlo en el agua cuando reaparece el tío, agarrado a un pasamanos. Increíble, no sé cómo pudo conseguirlo. El otro le ayudó a retrepar sobre la cubierta», recordaba después el piloto del Pesca I, Carlos Risco.
Izar a tripulantes desesperados no es una tarea fácil, y el rescatador que baja con el cabrestante suele llevar consigo un cuchillo para imprevistos como cortar cabos o calmar los nervios de los rescatados. Pero a las 17:10, Pesca I ya reportaba que tenía siete tripulantes a bordo y ponía rumbo al aeropuerto de Vigo, donde los desembarcó veinte minutos después. A las 18:05, el Helimer comunica que tiene a otros diecisiete, y «los tres que faltan están en la superestructura de popa, pero no se les ve intención de abandonar el buque». Solo quedan en el enorme petrolero herido el capitán, el jefe de máquinas y el primer oficial.
Diez minutos después, el Centro de Control de Finisterre (CZCS) avisa a Mangouras de que el remolcador Ría de Vigo está acercándose a la zona, y le ordena que le den remolque de emergencia. Según declaró en sede judicial un controlador del CZCS, Luis Rodríguez Fungairiño, Mangouras dio una respuesta que se haría célebre: «solo recibo órdenes de mi armador». La única fuente es la declaración del controlador. La frase de Mangouras que sí aparece en las grabaciones es: «El remolcador recibe órdenes del armador, no mías», sin especificar si del armador del petrolero (Universe Maritime) o del Ría de Vigo (Remolcanosa). De ser eso cierto, sería plausible que hubiese sido Remolcanosa, conocedora de la situación en la que se encontraba el petrolero, la que instó a Smit Salvage a negociar el rescate con Universe Maritime, con el Ría de Vigo ya incluido en el lote. Lamentablemente, no son muchas las grabaciones que se incluyeron en el sumario, en unos casos porque no las solicitaron los jueces, y en otros porque Fomento no las hizo o no las localizó. Fuese como fuese, son las 18:15. Apenas un cuarto de hora después, el Ría de Vigo llega al costado del Prestige y comunica que los cabos que tiene el petrolero no son los de emergencia, sino únicamente de amarre. (De cabos y de amarres hablaremos después: quédense con que esta no es una buena noticia).
El caso es que, pese a las advertencias reiteradas de Salvamento y al evidente peligro de un petrolero sin máquina, a la deriva, del remolque no se habló más por los canales oficiales en tres largas horas. El remolcador de Salvamento solo hizo dos comunicaciones en todo ese tiempo: una para informar de su posición actual y otra para dar el parte del tiempo en la zona. En el gabinete de crisis (después hablaremos del gabinete de crisis) estaban evidentemente preocupados, hasta el punto de mandar preparar al Helimerpara llevar hasta el Prestigeal capitán marítimo de A Coruña y a dos guardias civiles, acompañados de cuatro amarradores. Al parecer, las autoridades españolas eran incapaces de comunicarse con el capitán Mangouras. «Una imposibilidad técnica» fue lo que argumentó el capitán marítimo cuando prestó declaración en sede judicial. El Gobierno español tampoco logró contactar con el armador (claro que el Ministerio de Exteriores lo intentó en Bahamas, donde posiblemente los Coulouthros nunca han ido, salvo de vacaciones).
Sin embargo, a los armadores del Prestigey los propietarios del Ría de Vigo les dio tiempo de sobra para negociar a tres bandas, a pesar de que, por entonces, no había smartphones ni WhatsApp, Hotmail tenía solo seis años de vida, los SMS tres y faltaban casi dos para que apareciese Gmail y cinco para el iPhone. A las 19:35, a la sede de Universe Maritime en la avenida Kifisias ateniense llega desde Róterdam un fax de la compañía internacional de salvamento Smit Salvage (actuó en su momento en el embarrancamiento del Cason y hacía poco había intervenido en el hundimiento del submarino ruso Kursk).Ofrecía sus servicios por el 30 % del valor del buque y de la carga, si los salvaban y, en caso contrario, por los gastos, «incluidos los de nuestro socio Ría de Vigo». Los griegos solo tardan siete minutos en enviar el fax con la respuesta afirmativa.
Por si se perdieron con tanto trasiego de comunicaciones o su ausencia: el remolcador contratado por el Ministerio de Fomento para las labores de rescate en el Dispositivo de Tráfico Marítimo, que únicamente podía hacer servicios privados avisando con quince días de antelación, no hizo nada (o al menos no informaba de que hiciese algo) hasta que una multinacional del rescate, actuando como representante suyo, llegó a un acuerdo económico con los propietarios del buque y de la carga para hacer el servicio que en realidad ya estaba pagado por el Ministerio aka todos los españoles. Mangouras («no sabía que el Ría de Vigoera un remolcador público», dijo en su primera declaración ante el juez) recibió a la postre las órdenes de su armador y, por fin, desde el Prestigeanuncian que se disponen a facilitar el remolque. Son ya las nueve de la noche y el temporal no amaina.
Estamos en el momento amarre. Para facilitar la maniobra de salvamento, los mercantes están obligados a llevar a popa y a proa un remolque de emergencia: un molinete o carretel mecánico que simplifique la maniobra de enganchar el «tren de remolque» que lanza desde los remolcadores. El «tren de remolque» son cabos de grosores progresivos ensamblados con grilletes. El extremo que se lanza al barco —el virador— es más o menos manejable a mano y su función es servir de guía a lo que viene después, unos cables metálicos del grosor de un brazo que solo pueden recogerse con el molinete mecánico. El Prestige no tenía remolque de emergencia, solo los cabos de amarre normales, los que los marineros arrojan a mano a los muelles para atracar los barcos. Tampoco el otro sistema, una estacha de remolque —el cable grueso— preparada de forma que se pueda echar por la borda, con un flotador, para que la recoja el barco de Salvamento. Así, la maniobra de remolque tuvo que consistir en que desde el Ría de Vigo le arrojaban el virador mediante un lanzacabos —un aparato con aspecto de trabuco— a la cubierta del petrolero y los tres tripulantes que quedaban en él —sesenta y siete, sesenta y tres y treinta y nueve años— tenían que recogerlo y hacerlo pasar por distintas embocaduras para después devolverlo al remolcador y que fuese el molinete del Ría de Vigo el que lo izase hasta que las naves estuviesen unidas por el cable más grueso.
No era una maniobra fácil. El enorme petrolero no tenía máquina y estaba a merced de las olas, en medio de un temporal del suroeste de fuerza 8 (70 km/h), con rachas de 9 (80 km/h). El remolcador tenía que acercarse al máximo para permitir la operación, pero el mínimo contacto con el casco del petrolero lo enviaría al fondo. La tormenta o el oleaje rompía un virador tras otro antes de que los buques quedasen unidos por la estacha de remolque. Los tripulantes de los remolcadores, estén maniobrando o no, tienen que hacer todo, desde comer a trabajar, con una sola mano. Necesitan la otra para asirse a algo que impida que se vayan por la borda o se estampen contra los mamparos. Así que tardaban aproximadamente media hora o tres cuartos en hacer los empalmes necesarios para preparar un nuevo virador. En aquella larga noche del 13 de noviembre, el Ría de Vigo se quedó sin viradores mientras los vientos y las corrientes acercaban cada vez más al petrolero a la costa. Los otros remolcadores estaban a medio camino. El capitán marítimo de A Coruña pidió voluntarios entre las tripulaciones que estaban en ruta. A medianoche, el Pesca II recogió del Ibaizábal II a dos amarradores que sabían que no tendrían más recompensa que su sueldo (el «premio» era para el Ría de Vigo) y los depositó en la cubierta del Prestige para que ayudasen al exhausto trío de oficiales del petrolero.
Salvo por el fárrago de datos y siglas, y la redacción telegráfica de las notas, las comunicaciones internas entre los distintos organismos, reflejadas minuto a minuto, tejen un panorama de enorme tensión y de auténtico suspense. Entre la relación de mensajes emitidos o recibidos por remolcadores, helicópteros o puestos de control hay una información, de apenas cuatro líneas, remitida por el Pesca II a las 19:41. Mientras vuelve a la base, notifica que ha avistado una mancha de «aproximadamente una longitud de 5.7 millas [diez kilómetros y medio] y un ancho de unos 300 metros» y proporciona las coordenadas. Sin embargo, la nota de prensa que el Ministerio de Fomento emitió exactamente tres horas después, a las 22:40, se limitaba a señalar que «uno de los helicópteros ha detectado una mancha de hidrocarburos en una cantidad no cuantificada». La nota oficial, la cuarta del día, tenía un titular que, en sentido estricto, no era una mentira, pero no decía toda la verdad, ni mucho menos: «Un buque de Salvamento Marítimo realiza la maniobra de remolque del Prestige».
¿Por qué la información oficial empezó tan pronto, en las primeras horas a, para decirlo con delicadeza, administrar la verdad con notable economía? Las operaciones de rescate de marineros no suelen levantar demasiado revuelo en las redacciones de los medios costeros: brazos rotos, apendicitis, accidentes con lesiones, infartos… No pasan de breves. Los embarrancamientos ya están a otro nivel. Pero hay dos palabras que desencadenan una marea de adrenalina: una es muertos (o desaparecidos). La otra es hidrocarburos, en cualquiera de sus versiones.
Esperando el Big One Arturo Lezcano
Un temporal de lluvia y viento barre Galicia un miércoles de otoño. El diluvio continuo moja en horizontal y el viento suroeste, con rachas de cien kilómetros por hora, menea los árboles en los bosques y las antenas en la ciudad. Hasta ahí nada fuera de lo normal. Algo más extraño era que a dos mil kilómetros de allí, en Milán, la situación meteorológica fuese prácticamente la misma, conexión cósmica. A las cuatro de la tarde del 13 de noviembre de 2002 caminábamos, guarecidos por los soportales de la Piazza del Duomo, el periodista de El País Xosé Hermida y yo, desplazados para cubrir un partido del Deportivo en la Champions League. Sonó su móvil. Al contestar puso la misma cara de preocupación que el 11 de septiembre del año anterior en Lille, Francia, también antes de un partido, cuando se quedó lívido mientras le decían algo de unos aviones y las Torres Gemelas. Antes de los smartphones la historia contemporánea siempre llegaba a través del Nokia de Hermida. Pero esta vez las noticias venían de Galicia. Era su compañero Xosé Manuel Pereiro.
—El temporal hizo caer una grúa sobre una casa en la calle Real de A Coruña. La pluma entró en la galería de una casa donde estaban dos señoras y las tiró al patio. Están muertas las dos.
Ah.
Y hay un barco que acaba de lanzar un SOS a treinta millas de Fisterra.
Por deformación, en su llamada Pereiro trazó la pirámide invertida del periodismo —lo más importante primero— y dejó lo secundario para el final. En Galicia, que una grúa mate a dos señoras de una ventolera es un suceso de primera magnitud. Que la misma tempestad meta en apuros a un barco al doblar el córner del mundo antiguo es, en cambio, como la caída de los primeros copos de nieve en el norte de Finlandia: cosa de todos los años. Pero a las pocas horas, ya de noche, cambiaron las cosas. Se supo que el buque era un petrolero con una vía de agua abierta por la que soltaba el fueloil de sus tanques, casi 80 000 toneladas de carga. A la mañana siguiente —los periódicos eran solo de papel—, el petrolero inclinado sobre el oleaje era foto de primera página. La muerte de las señoras y el Dépor —que, por cierto, ganó en San Siro— ocupaban solo pequeños titulares. Periodistas y lectores teníamos ya en la cabeza la angustia de sabernos el final de una película mil veces repetida, y temíamos, en una deriva realista-fatalista, que esta fuera peor que nunca. No nos faltaba razón.
Los naufragios en nuestro mar son un peligro tan frecuente como el de un temblor en Centroamérica o California o el de la erupción de un volcán en Hawái. Es más, tenemos nuestra propia escala de alerta según el tipo de embarcación y su uso: pesquero de bajura, pesquero de altura, carguero, granelero, gasero, quimiquero, petrolero. En Centroamérica viven con un pie en el suelo y un ojo en el marco de la puerta; los gallegos de costa lo hacen mirando al mar, oliendo los temporales a distancia y engullendo hasta el último decimal del pronóstico meteorológico. Y cuando algo pasa, todos calibramos la información que nos llega para saber si tenemos que familiarizarnos con el nombre del barco de turno, sobre todo si es petrolero, y, llegado el caso, echarnos a temblar. Puestos a seguir con las analogías, los gallegos esperamos que un naufragio provoque una marea negra o una nube tóxica de la misma manera que los californianos esperan el Big One, el terremoto que destruya todo. El cóctel de borrascas, océano y costas afiladas es nuestro Valle de las Hamacas, nuestra falla de San Andrés, nuestro gigante durmiente. Como los norteamericanos, pensamos que llegará un gran destrozo, pero no sabemos cuándo. Aunque en algo nos distinguimos de ellos: nuestra falta de previsión, da igual cuándo lo leas. Simplemente irrumpe el desastre, se lamenta, se limpia a duras penas y hasta la próxima.
Por eso, por experiencia, le tememos casi tanto más a la gestión política de la emergencia que al propio suceso. Lo vivimos con intensidad los nacidos en la segunda mitad del siglo xx